último recoveco del cuerpo y, a continuación, el pelo. Seguidamente le deshice los enredos con un peine; algunos mechones estaban tan enmarañados que hube de cortárselos, pero logré desenredarlos casi todos. Con el pelo bien peinado y húmedo todavía, la despiojé utilizando el mismo peine y volví a lavarle la cabeza. Soportó el proceso como una criatura pequeña y obediente y, una vez limpia, la envolví en una gran manta de lana, aparté el caldo del fuego y la insté a tomarlo mientras me lavaba yo y emprendía la caza de los piojos que me habían saltado encima.
Cuando terminé ya era de noche, Nimue dormía profundamente en una cama de helechos recién cortados. Durmió la noche entera y por la mañana desayunó seis huevos que le preparé al fuego en una sartén. Volvió a dormirse y empecé a cortar un parche de cuero con tiras para que se lo ciñera a la cabeza. Una esclava de Gyllad trajo ropa y envié a Issa a la ciudad en busca de cuantas novedades pudiera recoger. Era un muchacho inteligente, de carácter abierto y amigable, con quien se sentían a gusto hasta los extranjeros, contándole cosas en torno a una mesa en la taberna.
–La mitad de la ciudad cree que la guerra ya está perdida, señor -me dijo al volver.
Nimue seguía durmiendo y nosotros charlábamos junto al arroyo que pasaba cerca de la choza.
–¿Y la otra mitad? – pregunte.
–Deseando que llegue Lughnasa, señor -contestó con una sonrisa pícara-. No piensan en lo que pueda ocurrir después. Pero la mitad que piensa en lo que pasará después es toda cristiana. – Escupió al riachuelo-. Dicen que Lughnasa es una festividad pagana y que el rey Gorfyddyd viene a castigarnos por nuestros pecados.
–En ese caso -dije-, más nos valdrá pecar cuanto podamos para merecer el castigo.
El muchacho rió.
–Algunos dicen que lord Arturo no se atreve a ausentarse por temor a que estalle una revuelta tan pronto como los soldados abandonen la ciudad.
–Quiere pasar la fiesta de Lughnasa con Ginebra -dije.
–¿Y quién no? – comentó Issa.
–¿Viste al orfebre?
–Sí. Dijo que tardaría no menos de dos semanas porque nunca lo ha hecho, pero que buscará un cadáver y le sacará un ojo para tomar la medida justa. Le dije que mejor buscara un cadáver de niño, porque la dama es menuda, ¿verdad? – Señaló hacia la choza con la cabeza.
–¿Le dijiste que el ojo tenía que ser hueco? – Sí, señor.
–Bien hecho. Supongo que ahora querrás pecar y celebrar la Lughnasa, ¿no?
–Si, señor -dijo sonriendo.
La festividad de Lughnasa celebraba, en principio, la inminencia de la cosecha, pero los jóvenes siempre la entendieron como la fiesta de la fertilidad, y la juerga comenzaba esa noche,
la víspera del día señalado.
–Entonces, vete -le dije-; yo me quedo aquí.
Por la tarde le hice a Nimue la enramada propia de la fiesta, aunque dudaba de que fuera a apreciarla; de todos modos, quise hacérsela y junto al arroyo levanté un pequeño pabellón con ramas de sauce, dándoles forma de tejado como si de un refugio se tratara; luego entretejí en las ramas flores de aciano, amapolas, margaritas, dedaleras y largas franjas colgantes de convólvulos color de rosa. Casetas como la mía se estaban haciendo en ese momento por toda Britania para celebrar la fiesta y, a finales de la siguiente primavera, nacerían por doquier cientos de Lughnasa. Se consideraba la primavera una época favorable para nacer, porque los pequeños llegaban al mundo con el despertar de la abundancia estival, aunque la buena cosecha de las semillas plantadas ese año dependería de las batallas que habían de librarse después de la siega.
Nimue salió de la choza en el momento en que yo tejía la última dedalera en lo alto del pabellón.
–¿Ya es Lughnasa? – preguntó sorprendida.
–Mañana es la fiesta.
–Nunca me habían hecho la enramada -dijo, con una tímida sonrisa.
–Nunca lo quisiste.
–Ya lo sé -admitió, y se sentó a la sombra de las flores de tan buen grado que el corazón me dio un salto. Había encontrado el parche para el ojo y se había puesto un vestido de los que trajo la esclava de Gyllad; era un vestido de esclava, de vulgar paño marrón, pero le sentaba bien, como siempre que usaba prendas sencillas. Estaba pálida y delgada, pero limpia, y un ligero rubor le teñía las mejillas.
–No sé qué pasó con el ojo de oro -dijo contrita, tocándose el parche nuevo.
–Ya he encargado otro -dije, pero no le conté que había tenido que dejar en depósito al orfebre hasta mi última moneda. Pensé que necesitaba hacerme urgentemente con algún botín de guerra para reponer mi bolsa vacía.
–Tengo hambre -anunció, con un deje de su antigua picardía.
Eché unas ramas de abedul a la cazuela para que la sopa no se pegara, vertí después los últimos restos del caldo y lo puse al fuego. Tras apurar el plato, se desperezó en el pabellón y se quedó mirando el arroyo. Unas burbujas delataron la presencia de una nutria bajo el agua. Ya la había visto antes, era un animal viejo con el pellejo marcado por las peleas y los rasguños de las lanzas de los cazadores. Nimue siguió el rastro de las burbujas hasta que se perdió bajo un sauce caído, y entonces empezó a hablar.
Siempre le había gustado hablar, pero aquella tarde no había quien la parase. Me pidió que le contara las novedades y así lo hice, pero quería conocer hasta los menores detalles, siempre alguna cosa más, y los iba encajando con precisión obsesiva en su propio mapa mental, hasta que los sucesos del año anterior formaron un mosaico donde cada pequeño azulejo, insignificante en sí mismo, se convertía en parte de un todo intrincado y pleno de significado para ella. Mostró gran interés por Merlín y por el pergamino rescatado de la biblioteca destruida.
–¿No lo leíste? – me preguntó.
–No.
–Yo lo leeré -replicó con fervor.
–Creía que Merlin iría a rescatarte a la isla -dije abiertamente, tras un momento de vacilación; temía ofenderla por doble partida, primero por el reproche implícito a Merlín y segundo por hablar del único tema que ella había evitado, la isla de los Muertos; pero no le importó.
–Merlin da por sentado que sé cuidarme sola -contestó con una sonrisa-. Y sabe que te tengo a ti.
Ya había oscurecido y el arroyo se rizaba en ondas plateadas bajo la luna de Lughnasa. No me atrevía a formular las muchas preguntas que se me ocurrían, pero de pronto Nimue empezó a contestármelas sin más. Habló de la isla, o mejor dicho de la pequeña porción de su alma que nunca llegó a perder la conciencia de lo funesto de aquel lugar, mientras todo el resto de sí misma sucumbía al destino.
–Creía que la locura sería como la muerte -dijo-, y que no llegaría a encontrar más realidad que la demencia misma; pero existe otra realidad, y se percibe. Imagínate a un hombre que se contempla a sí mismo sin poder hacer nada; renunciaría a sí mismo. – Calló un momento, y al mirarla la vi llorar con su único ojo.
–Déjalo. – Yo renunciaba a saber más.
–Y a veces -prosiguió-, me sentaba en mi roca a comtemplar el mar y comprendía que no estaba loca; me preguntaba por qué, qué propósito tenía todo aquello, y descubría que tenía que estar loca porque si no, todo era inútil, no serviría para nada.
–No sirvió para nada -repliqué furioso.
–¡Ay, Derfel! ¡Mi querido Derfel! Tu cabeza es como la piedra que cae de una montaña. – Sonrió-. El propósito es el mismo por el que Merlín encontró el pergamino de Caleddin. ¿No lo comprendes? Los dioses juegan con nosotros, pero si nos abrimos, nos convertimos en parte del juego y dejamos de ser víctimas. ¡La locura encierra un propósito! Es un don de los dioses, y como todos sus dones, tiene un precio; pero yo ya lo he pagado. – Hablaba apasionadamente; de pronto tuve la necesidad imperiosa de bostezar e hice lo imposible por reprimirme pero no lo logré y aunque procuré disimularlo, Nimue me vio-. Necesitas dormir un poco -me dijo.
–¡No!
–¿Dormiste anoche?
–Un poco.
Había estado sentado a la puerta de la choza, en un duermevela acunado por el roer de los ratones en la techumbre.
–Pues ve a dormir ahora -me ordenó- y déjame aquí pensando.
Estaba tan cansado que a duras penas logré desvestirme, pero al fin me tumbé en la cama de helechos y caí como un muerto. Fue un sueño profundo y reparador como el descanso después de la batalla, cuando el espíritu se libera del mal dormir plagado de recuerdos horribles de lanzas y espadas que a punto estuvieron de dar en el blanco. Así dormí, y Nimue vino a verme por la noche; al principio creí que soñaba, pero me desperté sobresaltado y la encontré junto a mi, fría y desnuda.
–No pasa nada, Derfel -musitó-, duerme.
Y volví a dormirme abrazado a su delgado cuerpo.
Despertamos bajo el alba perfecta de Lughnasa. En mi vida hubo algunos momentos de pura dicha, y aquél fue uno. Supongo que en ciertas ocasiones la vida y el amor van de la mano, o bien los dioses quieren enloquecernos, y nada hay tan enloquecedor como la dulce embriaguez de Lughnasa. El sol brillaba, los rayos se filtraban entre las flores de la enramada donde yacimos en amoroso abrazo. Después jugamos como criaturas en el arroyo; quise imitar las burbujas de la nutria bajo el agua pero salí atragantado; Nimue se reía. Un martín pescador voló raudo entre los sauces como una mancha soñada de color intenso. En todo el día sólo vimos a dos personas, que pasaron a caballo por la otra orilla con halcones posados en las muñecas. Ellos no nos vieron, pero nosotros, tumbados en silencio, observamos a una de las aves de presa abatirse sobre una garza, y lo interpretamos como un buen presagio. Durante aquel día, único y perfecto, Nimue y yo fuimos amantes, aun sabiéndonos excluidos del segundo placer del amor, es decir, la certeza de un futuro de felicidad compartida igual a la que enciende la primera llama del amor. No había futuro para Nimue y para mi juntos; el suyo seguía las sendas de los dioses, cosa para la que no servían mis talentos.
Sin embargo la propia Nimue sintió la tentación de abandonar esos senderos. En el atardecer del día de Lughnasa, cuando la luz oblicua ensombrecía los árboles de las laderas occidentales, ella, acurrucada entre mis brazos bajo la enramada, habló de cuanto podría ser. Una casita, un poco de tierra, hijos y rebaños.
–Podríamos ir a Kernow -dijo soñadoramente-. Merlín siempre dice que es una tierra bendita y está muy lejos de sajones.
–Irlanda -respondí- está mucho más lejos.
Noté el movimiento negativo de su cabeza sobre mi pecho.
–Irlanda es tierra maldita.
–¿Por qué? – pregunté.
–Poseían los tesoros de Britania y los dejaron escapar.
No tenía ganas de hablar de los tesoros de Britania, ni de los dioses ni de nada que estropeara el momento.
–Pues entonces, a Kernow -cedí.
–Una casa pequeña -siguió, y enumeró los enseres necesarios para una casa tal: tarros, ollas, asadores, paños de aventar, tamices, baldes de tejo, rastrillos, guadañas, huso, devanadera, red salmonera, tonel, lar, cama. ¿Habría soñado con esas cosas en la fría y húmeda cueva de la isla, encima de la gran caldera?-. Sin sajones ni cristianos. ¿Qué te parecerían las islas del mar de poniente, las que están más allá de Kernow, Lyonesse, por ejemplo? – Pronunció el sonoro nombre con dulzura-. Vivir y amar en Lyonesse -añadió, y rompió a reír.
–¿De qué te ríes?
Quedóse tumbada en silencio y luego encogió los hombros.
–Lyonesse es para otra vida.
Con esa frase tajante rompió el encanto. Al menos para mí, porque me pareció oir la risa sardónica de Merlín entre la vegetación estival, así es que dejé morir el sueño y permanecí tumbado bajo la caricia de la luz oblicua.
Dos cisnes volaron hacia el norte, valle arriba, hacia la gran imagen fálica del dios Sucellos cincelada en la ladera de yeso, en el confín septentrional de la propiedad de Gyllad. Sansum había intentado destruir la imagen y Ginebra se lo impidió, mas no logró detener la construcción de una pequeña ermita al pie del monte. Mi intención era adquirir esa tierra algún día, no para trabajarla, sino para evitar que los cristianos sembraran hierba y destrozaran la imagen del dios.
–¿Dónde está Sansum? – preguntó Nimue.
Me había leído el pensamiento.
–Ahora es el guardián del Santo Espino.
–Así se pinche -dijo con ánimo vengativo. Deshizo el abrazo que nos unía y se sentó tapándose con la manta hasta el cuello-. ¿Y Gundleus celebra hoy su ceremonia de compromiso?
–Sí.
–No vivirá para disfrutar de su esposa -dijo, más por deseo que como profecía, me temo.
–Sí vivirá, si Arturo no logra vencer a su ejército.
Al día siguiente, las esperanzas de victoria parecían perdidas para siempre. Yo había empezado a hacer los preparativos para recoger la cosecha de Gyllad, afilando las hoces y clavando los mayales del trillo a los goznes de cuero, cuando llegó a Durnovaría un mensajero de Durocobrivis. Issa nos trajo noticias frescas de la ciudad, y eran nefastas. Aelle había roto la tregua.
La víspera de Lughnasa, un enjambre de sajones atacó la fortaleza de Gereint y asaltó las murallas. El príncipe Gereint murió y Durocobrivis cayó; Meriadoc de Stronggore, príncipe vasallo de Dumnonia, huyó, y los últimos restos de su reino pasaron a formar parte de Lloegyr. En esos momentos Arturo tendría que enfrentarse no sólo al ejército de Gorfyddyd, sino también al huésped sajón. Dumnonía estaba condenada sin remedio.
–Los dioses no darán el juego por concluido tan fácilmente -comentó Nimue, burlándose de mi pesimismo.
–Pues más vale que nos llenen las arcas del tesoro -repliqué cortante-, porque no podemos vencer a Aelle y a Gorfyddyd al mismo tiempo, lo cual significa que o compramos al sajón o morimos.
–Los espíritus mezquinos se preocupan del dinero -dijo Nimue.
–Pues agradece a los dioses que existan -contesté. A mi siempre me preocupaba el dinero.
–Hay oro en Dumnonía, sí eso es lo que necesitas -comentó Nimue como al descuido.
–¿El de Ginebra? – pregunté, negando con un gesto de la cabeza-. Arturo no lo tocaría por nada del mundo.
En aquel momento, nadie sabía a cuánto ascendía el valor del tesoro que Lanzarote había traído de Ynys Trebes, pero bastaría para comprar la paz con Aelle; no obstante, el rey de Benoic en el exilio lo mantenía convenientemente escondido.
–No me refiero al oro de Ginebra.
Me explicó dónde podríamos encontrar oro para satisfacer a la sanguijuela sajona y me maldije por no haberlo pensado antes. Al menos teníamos una posibilidad, sólo una, siempre y cuando los dioses nos dieran tiempo y Aelle no exigiera un pago imposible. Consideré que los hombres de Aelle tardarían una semana en recobrarse tras el saqueo de Durocobrivis, de modo que contábamos con una semana escasa para obrar el milagro.
Llevé a Nimue a presencia de Arturo. No habría idilio en Lyonesse, ni tamices, ni paños de aventar ni cama a orillas del mar. Merlín había partido hacia el norte para salvar Britania y Nimue tendría que poner en juego toda su sabiduría en el sur.
Partimos a comprar la paz con el sajón mientras atrás quedaban, marchitándose, las flores de Lughnasa, a la orilla de nuestro arroyo estival.
Arturo y su guardia marchaban hacia el norte por el Foie Way; sesenta hombres a caballo, engualdrapados en cuero y hierro, iban a la guerra, y con ellos, cincuenta lanceros, seis míos y los demás al mando de Lanval, el otrora comandante de la guardia de Ginebra, cuyo puesto y misión habían sido usurpados por Lanzarote, rey de Benoic, que ya se había convertido en senescal de la aristocracia afincada en Durnovaria. Hallábase Galahad camino del norte, hacia Gwent, con el resto de mis hombres; la traición de Aelle nos había colocado en situación tan perentoria que hubimos de partir todos antes de la cosecha sin posibilidad de elección. Salí con Arturo y Nimue, pues ésta se había empeñado en acompañarme a pesar de no estar todavía bien recuperada; pero por nada habría renunciado a la guerra que estaba a punto de comenzar. Partimos dos días después de Lughnasa y, tal vez como portentoso anuncio de lo que había de suceder, el cielo se cubrió de negros nubarrones cargados de lluvia.
Los hombres a caballo, junto con los mozos, las mulas de carga y los lanceros de Lanval, aguardaban en el Fosse Way cuando Arturo cruzó el puente de tierra hacia Ynys Wydryn.
Nimue y yo lo acompañábamos con mis seis lanceros como única escolta. Me pareció curioso hallarme de nuevo al pie de la alta roca del Tor, donde Gwlyddyn había reconstruido la casa de Merlín, idéntica al día en que Nimue y yo la abandonamos huyendo de la masacre de Gundleus. También la torre había sido levantada de nuevo, y me pregunté si sería una estancia para soñar, como la anterior, a la que llegaran los susurros de los dioses despertando ecos en la mente del mago dormido.
Pero nuestra mísion no estaba en el Tor, sino en la ermita del Santo Espino. Cinco de mis hombres quedaron a las puertas y Arturo, Nimue y yo entramos en el recinto vallado. Nimue se
cubrió la cabeza con la capucha ocultando así el rostro y el parche de cuero que llevaba sobre el ojo. Sansum salió presuroso a recibirnos; parecía encontrarse en muy buena condición, habida cuenta de su anterior caída en desgracia por provocar una malhadada revuelta en Durnovaria. Estaba más gordo de lo que yo recordaba y vestía una sotana negra nueva y una capelina ricamente bordada con cruces doradas y espinos plateados que le cubría casi la mitad de la vestidura negra. Sobre el pecho lucía una cruz de oro macizo, que pendía de una gruesa cadena del mismo metal, y una torques de oro le ceñía el cuello. Nos obsequió con una mueca que pretendía pasar por sonrisa en su cara de ratón, enmarcada por el hirsuto cepillo de pelo que rodeaba la tonsura.
–¡Cuánto honor para nosotros! – exclamó, abriendo los brazos en gesto de bienvenida-. ¡Cuánto honor! ¿Acaso podría albergar la esperanza, lord Arturo, de que vinierais a adorar al altísimo? ¡Ved ahí el Santo Espino, recordatorio vivo de las espinas con que fue coronado para redimir nuestros pecados con su calvario!-. Señaló el mustio arbolillo de tristes hojas. Un grupo de peregrinos congregados en torno al arbusto había cubierto las raquíticas ramas de ofrendas votivas. Al vernos se retiraron, sin percatarse de que el harapiento muchacho campesino que oraba con ellos era de los nuestros. Se trataba de Issa, a quien yo había enviado por delante con unas monedas para la ermita-. ¿Un poco de vino, tal vez? – nos ofreció Sansum-. ¿Y comida?
Comimos salmón frío, pan fresco y hasta unas fresas.
–Vives bien, Sansum -le dijo Arturo mirando hacia la ermita.
El santuario había crecido desde la última vez que estuviera en Ynys Wydryn. La iglesia de piedra había sido ampliada y habían levantado dos dependencias nuevas, un dormitorio para los monjes y una casa para Sansum. Ambos edificios eran de piedra con techumbre de tejas, recogidas en las villas romanas.
Sansum levantó la mirada hacia los amenazadores nubarrones.
–No somos sino humildes servidores de nuestro Dios, señor, y a su gracia y providencia debemos nuestra vida en la tierra. Espero que vuestra estimada esposa se encuentre bien.
–Muy bien, gracias.
–Esas nuevas nos regocijan, señor -mintió Sansum-. Y nuestro rey, ¿también goza de buena salud?
–El chico va creciendo, Sansum.
–En la auténtica fe, espero. – Sansum reculaba a medida que nosotros avanzábamos-. Así pues, señor, ¿qué os trae a nuestro modesto refugio?
–La necesidad, obispo, la necesidad -respondió Arturo con una sonrisa.
–¿De gracia divina? – inquirió Sansum.
–De dinero.
–¿Buscaría pescado un hombre en lo alto de una montaña? – exclamó Sansum alzando los brazos-. ¿Acudiría al desierto para aplacar la sed? ¿Por qué venís a nos, lord Arturo? Esta comunidad hace voto de pobreza y las escasas migajas que el Señor derrama sobre nuestro regazo las repartimos entre los pobres.
Unió las manos en un gesto expresivo.
–En ese caso, querido Sansum -contestó Arturo-, vengo a comprobar si observas el voto de pobreza. La guerra se recrudece y hace falta dinero, el arca del tesoro está vacía y tendréis el honor de hacer un préstamo a tu rey.
Nimue, que caminaba humildemente detrás de nosotros como una sirviente acobardada, había hecho recordar a Arturo las riquezas que la iglesia poseía. ¡Cuánto debía de estar disfrutando con el desasosiego de Sansum!
–La iglesia quedó eximida de préstamos forzosos -contestó Sansum bruscamente, haciendo hincapié en las últimas palabras-. El rey supremo Uter, que en paz descanse, eximió a la iglesia de tales exacciones, y eximió también, para gran verguenza y pecado, a los templos paganos.
Hizo la señal de la cruz.
–El consejo del rey Mordred -replicó Arturo- ha abolido la exención, y de todos es sabido que tu templo, obispo, es el más rico de Dumnonia.
Sansum elevó otra vez los ojos al cielo.
–Si poseyéramos una sola moneda de oro, señor, con gran placer os la entregaríamos en el acto a título de presente. Pero somos pobres. Subid allá a buscar lo que necesitáis -añadió señalando al Tor-. Los paganos que allá vive llevan siglos acumulando oro infiel.
–El Tor -tercié friamente- fue saqueado por Gundleus tras el asesinato de Norwenna. El poco oro que allí había, y era muy poco, fue robado.
–Eres Derfel, ¿no es así? – preguntó Sansum fingiendo que acababa de reconocerme-. Eso me ha parecido. ¡Bienvenido a casa, Derfel!
–Lord Derfel -puntualizó Arturo.
–¡Bendito sea Dios! – exclamó Sansum abriendo mucho los ojos-. ¡Alabado sea! Ascendéis en la vida, lord Derfel. ¡Me regocija en extremo! Yo, un humilde sacerdote, podré jactarme ahora de haberos conocido cuando no erais sino un vulgar lancero. ¡Ahora sois lord! ¡Cuánta bendición, Señor! ¡Y cuánto nos honráis con vuestra visita! Pero hasta vos sabréis, mi querido lord Derfel, que cuando el rey Gundleus saqueó el Tor, también expolió a estos pobres monjes. ¡Ay, Señor! ¡Cuánto mal hizo aquí! La capilla sufrió por Cristo y no se ha recuperado.
–Gundleus fue primero al Tor -repliqué-. Lo sé porque me hallaba presente. De ese modo, los monjes de aquí tuvieron tiempo de esconder sus tesoros.
–¡Qué fantasías imagináis los paganos sobre nosotros los cristianos! ¿Aún creéis que comemos ninos pequeños en nuestros banquetes de amor? – preguntó riéndose.
–Querido obispo Sansum -le cortó Arturo, suspirando-, sé que mi petición resulta onerosa. Sé que tienes la misión de preservar las riquezas de tu iglesia para que crezca y refleje la gloria de Dios. Todo eso lo sé, pero también sé que si no disponemos de dinero para luchar contra nuestros enemigos, llegarán hasta aquí y la iglesia desaparecerá, y también el Santo Espino, y del obispo de la capilla -hundió un dedo a Sansum entre las costillas- no quedarán sino huesos mondos para los cuervos.
–Otras formas hay de proteger nuestras puertas frente al enemigo -dijo Sansum, insinuando con poco tacto que Arturo era la causa de la guerra y que si abandonara Dumnonia, Gorfyddyd quedaría satisfecho.
Arturo, lejos de ofenderse, limitóse a sonreir.
–Dumnonia necesita tus riquezas, obispo.
–Desdichadamente, no poseemos riqueza alguna -insistió, persignándose-. A Dios pongo por testigo, lord Arturo, de que nada poseemos.
Me acerqué al espino.
–Los monjes de Ivinium -dije, refiriéndome al monasterio situado a unas millas hacia el sur- son mejores jardineros que vos, obispo. – Desenvainé a Hywelbane y clavé la punta en la tierra, junto al triste arbolito-. Sería aconsejable trasplantar este espino sagrado y confiarlo al cuidado de la comunidad de Ivinium. Seguro que los monjes pagarían generosamente por tal privilegio.
–¡Y el espino estaría a salvo de los sajones! – añadió Arturo, muy inspirado-. Seguro que apruebas nuestra idea, obispo.
–Los monjes de Ivinium son unos ignorantes, señor -alegó Sansum agitando los brazos desesperadamente-, no saben sino musitar plegarias. Si sus señorías se dignan esperar en la iglesia, tal vez logre recoger algunas monedas para la causa.
–Adelante -dijo Arturo.
Nos condujeron a los tres al interior de la iglesia. Era un edificio sencillo con suelo de piedra, paredes de sillares y techo de vigas; un recinto oscuro, pues sólo unos pocos rayos de sol lograban colarse por las altas y estrechas ventanas donde los gorriones alborotaban y crecían algunos alhelíes. Al fondo de la nave había una mesa de piedra con un crucifijo. Nimue, que se había retirado la capucha de la cabeza, escupió al crucifijo; Arturo se acercó a la mesa y se sentó en el borde.
–No hago esto por placer, Derfel -me dijo.
–¿Qué placer podría hallarse en ello, señor?
–No conviene ofender a los dioses -respondió Arturo desanímado.
–Al parecer -terció Nimue desdeñosamente- este dios todo lo perdona. Más vale ofender a éste que a otro cualquiera.
Arturo sonrió. No llevaba más que un jubón, calzas, botas, la capa y a Excalibur; iba desprovisto de joyas y armadura pero exhalaba una autoridad indiscutible y, en esos momentos, un malestar evidente. Se quedó en silencio un momento y luego me miró. Nímue curioseaba en las pequeñas habitaciones del fondo de la iglesia, de modo que Arturo y yo estábamos solos.
–Tal vez si me fuera de Britania… -dijo.
–¿Y dejar Dumnonia en manos de Gorfyddyd?
–Con el tiempo Gorfyddyd colocaría a Mordred en el trono, y eso es lo único que importa.
–¿Eso dice él?
–Eso dice.
–¿Y qué otra cosa podría decir? – repliqué, consternado porque a mi señor se le pasara por la cabeza la idea del destierro-. Lo cierto es -añadí forzadamente- que Mordred sería vasallo de Gorfyddyd. ¿Por qué habría de colocarlo en el trono, en ese caso? ¿Por qué no poner en nuestro trono a un familiar suyo? Por ejemplo, a su hijo Cuneglas.
–Cuneglas es hombre de honor.
–Cuneglas hará cuanto le ordene su padre -contesté con sarcasmo-, y Gorfyddyd quiere ser rey supremo, lo cual significa que no querrá rivalizar con el heredero del anterior rey supremo. Por otra parte, ¿creéis que los druidas de Gorfyddyd dejarían reinar a una criatura tullida? Si os vais, mi señor, los días de Mordred están contados.
Arturo no respondió. Permaneció sentado con las manos en el borde de la mesa y la cabeza gacha, mirando al suelo. Sabía que yo tenía razón, de la misma forma que yo sabía que sólo él, de entre todos los señores de la guerra britanos, luchaba por Mordred. Los demás reinos no pretendían sino colocar en el trono de Dumnonía a uno de los suyos, y Ginebra en particular deseaba ver a Arturo en el codiciado trono.
–¿Acaso Ginebra…? – dijo mirándome.
–Sí -le interrumpí secamente, suponiendo que se refería a la ambición de Ginebra de coronarlo a él rey de Dumnonia; pero en realidad él pensaba en otra cosa muy distinta.
Se bajó de la mesa y empezó a dar cortos paseos de acá para allá.
–Comprendo tus sentimientos hacia Lanzarote -dijo, y me tomó por sorpresa-, pero considera lo que voy a decirte. Supón que hubieras sido rey de Benoic y que hubieras confiado en mi para salvar tu reino; sabes bien que yo había jurado defenderlo, y supón que yo no cumpliera mi palabra y Benoic quedara destruida. ¿Acaso no te invadiría la amargura? ¿No desconfiarías de todo y de todos? El rey Lanzarote ha sufrido grandemente, ¡y yo podía haberlo evitado! Quiero, si es que lo consigo, resarcírle de sus pérdidas. No puedo devolverle Benoic, pero tal vez podría entregarle otro reino.
–¿Cuál?
Sonrío con malicia. Tenía un plan trazado de principio a fin y disfrutaba sobremanera revelándomelo.
–Siluria -prosiguió-. Supongamos que derrotamos a Gorfyddyd y, con él, a Gundleus. Gundleus no tiene heredero, Derfel, de modo que si matamos a Gorfyddyd, queda un trono vacante. Nosotros tenemos un rey sin trono y ellos tienen un trono sin rey. Y lo que es mejor, ¡nuestro rey no está casado! Si ofrecemos a Lanzarote como esposo de Ceinwyn, Gorfyddyd tendrá una hija reina y nosotros, un amigo en el trono. ¡La paz, Derfel! – Hablaba con el mismo entusiasmo de antaño, construyendo con palabras una visión maravillosa-. ¡La alianza! El matrimonio de unión que no llegué a hacer, pero que sería posible ahora. ¡Lanzarote y Ceinwyn! Para conseguirlo tan sólo hemos de matar a un hombre, a uno sólo.
Uno y todos los que hubieran de morir en la batalla, pensé, aunque no dije nada. Nos llegó el retumbar de un trueno desde el norte. Pensé que el dios Taranis nos vigilaba y deseé que se pusiera de nuestra parte. El cielo que asomaba por las diminutas ventanas era negro como la noche.
–¿Qué opinas? – me preguntó Arturo.
No había contestado porque la boda entre Ceinwyn y Lanzarote me parecía un pensamiento tan amargo que no me fiaba de mi propio criterio, y hube de obligarme a decir algo apropiado.
–Antes tenemos que comprar a los sajones y vencer a Gorfyddyd -dije agriamente.
–¿Y en caso de conseguirlo? – insistió con impaciencia, como sí mis objeciones fueran obstáculos sin importancia.
Me encogí de hombros dando a entender que no era yo quién para opinar sobre un matrimonio de alianza.
–Lanzarote lo aprueba -prosiguió Arturo-, y también su madre. A Ginebra le parece bien, naturalmente, pues a ella se debe la idea de unir a Ceinwyn con Lanzarote. ¡Qué mujer tan inteligente! ¡Qué inteligente! – Sonrió, como siempre que pensaba en su esposa.
–Pero ni siquiera vuestra esposa, por inteligente que sea -ose decir-, puede imponer iniciados para los misterios de Mitra.
Arturo sacudió la cabeza bruscamente como si le hubiera golpeado.
–¡Mitra! – dijo furioso-. ¿Por qué no puede ser iniciado Lanzarote?
–Porque es cobarde -repliqué con desprecio, incapaz de ocultar la rabia por más tiempo.
–Boores afirma lo contrario, y varios hombres más -contestó Arturo en tono desafiante.
–Preguntad a Galahad o a vuestro primo Culhwch.
La lluvia repiqueteó de pronto en el tejado y al cabo de un momento empezaron a caer gotas por el antepecho de las altas ventanas. Nimue apareció en el arco de la puerta que había junto a la mesa de piedra y volvió a cubrirse con la capucha.
–Si Lanzarote da prueba de valor, ¿accederás? – me preguntó Arturo al cabo.
–Si Lanzarote da muestras de ser un guerrero, señor, accederé. Pero creía que en estos momentos era guardián de vuestro palacio.
–Su deseo es permanecer al mando de Durnovaría solo en tanto sana su mano herida -dijo Arturo-, pero si lucha, ¿lo aceptarás para los misterios de Mitra, Derfel?
–Si lucha bien, sí -prometí de mala gana.
Tenía la seguridad de que no habría de cumplir esa promesa.
–Bien -respondió Arturo, satisfecho como siempre de haber encontrado la fórmula del acuerdo.
Después se volvió hacia la puerta, que acababa de abrirse con un golpe, empujada por una corriente de aire preñado de lluvia y por la mano de Sansum, que entró corriendo seguido de dos monjes. Éstos llevaban sendas bolsas de cuero, muy pequeñas.
Sansum avanzó por el pasillo sacudiéndose el agua de las ropas.
–Hemos buscado y rebuscado, señor -dijo sin aliento-, lo hemos revuelto todo y hemos reunido las escasas riquezas que posee nuestra mísera casa, tesoros que ahora depositamos a vuestros pies humildemente, mal que nos pese. – Hizo un gesto de resignación con la cabeza-. A consecuencia de nuestra generosidad padeceremos hambre toda la estación, pero donde manda espada, nosotros, humildes siervos del Señor, nos vemos obligados a obedecer.
Los monjes vaciaron las dos bolsas de cuero sobre las piedras del suelo. Una moneda rodó hasta que la detuve con el pie.
–¡Oro del emperador Adriano! – dijo Sansum, refiriéndose a la moneda.
La recogí. Era un sestercio de cobre con el busto del emperador Adriano en una cara y una imagen de Britania, con el tridente y el escudo, en la otra. Doblé la moneda con dos dedos y se la arrojé a Sansum.
–Oro falso, obispo -le dije.
El resto no era mejor. Había unas cuantas monedas gastadas, de cobre en su mayoría, y algunas de plata, lingotes de hierro de los que circulaban a modo de moneda de cambio, un broche de oro bajo y unos cuantos eslabones finos de una cadena rota. En total, no valdría más de doce monedas de oro.
–¿Esto es todo? – preguntó Arturo.
–¡Repartimos con los pobres, señor! – arguyó Sansum-. Aunque, si vuestra necesidad es tan perentoria, podría añadir esto. – Enseñó la cruz de oro que llevaba sobre el pecho. La cruz maciza y la gruesa cadena debían de valer unas cuarenta o cincuenta monedas de oro, y el obispo se las ofreció a Arturo con reticencia-. ¿Puedo considerarlo un préstamo personal para vuestra guerra, señor? – dijo.
Cuando Arturo iba a tomar los dos objetos, el obispo retiró la mano bruscamente.
–Señor -dijo, bajando la voz de modo que sólo Arturo le oyera-. El año pasado fui víctima de un trato injusto. Por el préstamo de esta cadena -dijo retorciéndola para que los eslabones entrechocaran y tintinearan- pediría que el nombramiento de capellán personal del rey Mordred sea llevado a efecto. Mi sitio está junto al rey, señor, no aquí, en estas marismas pestilentes.
Antes de que Arturo tuviera tiempo de responder, se abrió de nuevo la puerta de la iglesia; Issa, empapado hasta los huesos, entró en el recinto arrastrando los pies. Sansum se volvió furioso hacia el recién llegado.
–¡La iglesia no está abierta a los peregrinos! – lo amonestó el obispo a voces-. Cada servicio tiene su hora. ¡Sal inmediatamente! ¡Fuera!
Issa se retiró el pelo mojado de la cara, sonrió con malicia y se dirigio a mí.
–Al lado del estanque, detrás de la casa grande, esconden todas las ofrendas, señor, bajo una pila de piedras. He visto que guardaban allí las de hoy.
Arturo quitó a Sansum la cadena de las manos.
–Quédate con estos tesoros -le dijo, señalando la mísera colección de objetos desparramada por el suelo- para dar de comer a tu mísera casa durante el invierno, obispo. Y conserva la torques como recordatorio de que tu cuello está en mis manos.
Se dirigió hacia la puerta.
–¡Señor! – protestó Sansum-. Os ruego que…
–Ruega -interrumpióle Nimue al tiempo que se descubría la cabeza-. Ruega, perro. – Se giró hacia el crucifijo y escupió; escupió también en el suelo y luego en dirección a Sansum-. Ruega, basura -remato.
–¡Dios nos asista! – Sansum palideció al ver al enemigo. Retrocedió santiguándose dos veces. Durante un momento pareció que el terror lo privara hasta del habla. Debía de dar a Nimue por perdida para siempre en la isla de los Muertos, pero ahí la tenía, escupiendo triunfante. Santiguóse una vez más y dirigióse a Arturo-. ¡Osáis traer a una bruja a la casa de Dios! – exclamó a voz en grito-. ¡Sacrilegio! ¡Dulce Jes·s mio! – Cayó de rodillas y levantó los ojos hacia las vigas-. ¡Enviadnos fuego desde el cielo! ¡Enviadnos el fuego divino en este momento!
Arturo no le prestó la menor atención y salió bajo la lluvia torrencial que empapaba las cintas votivas colgadas del Santo Espino.
–Di al resto de los lanceros que entren -ordenó Arturo a Issa.
Mis hombres, apostados en el exterior en previsión de que Sansum tratara de esconder algún tesoro fuera de la muralla, entraron y apartaron a los desesperados monjes del montículo de piedras donde escondían su tesoro. Algunos cayeron de rodillas al suelo al ver a Nimue, pues la conocían.
Sansum salió corriendo de la iglesia, se arrojó sobre las piedras y declaró trágicamente que defendería el dinero de Dios con su vida. Arturo movió la cabeza abatido.
–¿Seguro que estáis dispuesto a realizar tamaño sacrificio, lord obispo?
–¡Dulce Jesús mio! – aulló Sansum-. ¡Ante vos se presenta vuestro siervo, sacrificado por hombres perversos y por una inmunda bruja! Tan sólo obedecí vuestra palabra. Acogedme, Señor. ¡Acoged a vuestro humilde siervo! – Después lanzó un grito creyendo que iba a morir, pero eran sólo las manos de Issa que, agarrándolo por el pescuezo y por las faldas de la sotana se lo llevó con cuidado hasta el estanque, donde lo dejó caer en las aguas lodosas y poco profundas-. ¡Me ahogo, Señor! – gritó aun-. ¡Arrojado a las procelosas aguas como Jonás en el océano! ¡Soy mártir por Cristo! ¡Sufro martirio como Pablo y Pedro, Señor voy hacia vos!
Surgieron unas burbujas a modo de punto final, pero ninguno de los que acompañaban a su dios dio señales de vida, y poco a poco salió por sus propios medios de las cenagosas aguas y empezó a escupir a mis hombres, que retiraban afanosamente las piedras del montículo.
Bajo las piedras había una trampilla de tablones, y al levantarla descubrimos una cisterna de piedra rebosante de sacas de cuero que contenían oro. Gruesas monedas, cadenas, estatuas, torques, broches, brazaletes, alfileres, todo de oro, riquezas aportadas por centenares de peregrinos que acudían a recibir la bendición del Santo Espino. Arturo pidió a un monje que contara y pesara el metal precioso para extender el recibo correspondiente al monasterio. Encomendó a mis hombres la supervisión del recuento y se llevó a Sansum, empapado y quejumbroso, a la vera del Santo Espino.
–Antes de entrometeros en asuntos de reyes, lord obispo, debéis aprender a cuidar los espinos adecuadamente -le dijo-. No se os devolverá la capellanía del rey, sino que permaneceréis aquí para aprender agricultura.
–El próximo que plantéis, cubridlo con un mantillo -le aconsejé- y mantened la raíz húmeda hasta que arraigue. No lo trasplantéis cuando esté en flor, obispo, porque a los espinos no les gusta. Ése ha sido el error cometido con los últimos que habéis plantado aquí; los habéis arrancado del bosque en mala época. Trasplantadlo en invierno y cavad un agujero profundo, cubridlo con abono y mantillo y obraréis un verdadero milagro.
–¡Perdonadlos, Señor! – dijo Sansum, postrándose de hinojos con la mirada elevada hacia el húmedo cielo.
Arturo quería visitar el Tor, aunque primero pasó por la tumba de Norwenna, convertida ya en lugar de veneracion entre los cristianos.
–Fue una mujer maltratada -comentó Arturo.
–Como todas las mujeres -dijo Nimue.
Nos había seguido hasta la sepultura, situada cerca del Santo Espino.
–No -se ratificó Arturo-. Son muchos los que sufren malos tratos, y siempre las mujeres más que los hombres. Pero ésta fue una verdadera víctima y aún no la hemos vengado.
–Ocasión tuvisteis -le reconvino Nimue ásperamente-, pero dejasteis vivir a Gundleus.
–Porque tenía esperanzas de paz -replicó Arturo-; la próxima vez, morirá.
–Vuestra esposa -le recordó- prometió que seria para mi.
Arturo se estremeció, pues sabía la crueldad que había tras las palabras de Nimue; no obstante, asintió.
–Sí, tuyo es -dijo-, yo lo prometí.
Se volvió y nos condujo a los dos por entre la lluvia hacia la cumbre del Tor. Nimue y yo nos volvíamos a casa, pero él iba a ver a Morgana.
Abrazó a su hermana en el salón. La máscara dorada de Morgana despedía un brillo mortecino a la luz del día tormentoso; alrededor del cuello llevaba las garras de oso engarzadas en oro que Arturo le trajera de Benoic hacía ya mucho tiempo. Ella lo abrazó largamente, muy necesitada de afecto, y los dejé a solas.
Nimue, como si no hubiera salido nunca del Tor, desapareció por la pequeña puerta que llevaba a las habitaciones de Merlín, recién reconstruidas. Yo eché a correr bajo la lluvia hasta llegar a la cabaña de Gudovan. Encontré al anciano escribano sentado a su pupitre pero sin trabajar, pues estaba cegado por las cataratas, aunque aún distinguía la luz de las tinieblas, según dijo.
–Ahora es casi de noche -comentó con tristeza, y luego sonrió-. Supongo que serás muy mayor para darte un capón, Derfel.
–Intentadlo, Gudovan, pero ya no servirá de nada.
–¿Sirvió de algo alguna vez? – preguntó medio riéndose-. Merlín me contó cosas de ti la semana pasada, cuando pasó por aquí. No se quedó mucho tiempo. Llegó, habló con nosotros, dejó otro gato, como sí no tuviéramos bastantes ya, y se marchó. No se quedó ni a pasar la noche, ¡tanta prisa tenía!
–¿Sabéis adónde fue?
–No nos lo dijo, pero ¿dónde crees tú que iría? – preguntó Gudovan con algo de su antigua aspereza-. Tras Nimue. Al menos es lo que me imagino yo, aunque nunca entenderé qué es lo que le empuja a ir tras de esa jovencita tan tonta. ¡Tendría que tomar una esclava! – Hizo una pausa, y de pronto temí que rompiera a llorar-. ¿Sabes que Sebile murió? – prosiguió-. Pobre mujer. ¡La mataron, Derfel! ¡La mataron! Le cortaron la garganta. Nadie sabe quién fue; algún viajero, supongo. Este mundo está desquiciado, Derfel, perdido sin remisión. – Se quedó un momento como ido y luego recuperó otra vez el hilo de sus pensamientos-. Merlín tendría que tomar a una esclava. Las esclavas bien dispuestas no tienen nada de malo, y la ciudad está llena de muchachas que sabrían agradecer una moneda pequeña. Yo voy a la casa que hay junto al antiguo taller de Gwlyddyn; allí vive una mujer bonita, aunque últimamente charlamos más que retozar en el lecho. Me hago viejo, Derfel.
–Pues no lo parece, y Merlín no ha ido tras Nimue. Nimue está aquí.
Estalló otro trueno y Gudovan, a tientas, encontró un trozo de hierro y lo acarició para protegerse del diablo.
–¿Nimue está aquí? – preguntó asombrado-. ¡Nos dijeron que estaba en la isla! – Volvió a tocar el trozo de hierro.
–Estuvo en la isla, si -respondí sin más-, pero ya no lo esta.
–Nimue… -repitió incrédulo-. ¿Se queda?
–No; partimos todos hacia el este hoy mismo.
–¿Y nos dejáis solos? – preguntó pesaroso-. Echo de menos a Hywel.
–Yo también.
–Los tiempos cambian, Derfel -suspiró-. El Tor ya no es lo que era. Todos hemos envejecido, no quedan niños. También echo de menos a los niños, y el pobre Druidan no tiene tras quien afanarse. Pelinor aúlla al vacio y Morgana está amargada.
–¿No lo ha estado siempre? – pregunté sin darle importancia.
–Ha perdido su poder -me dijo-; no me refiero al poder de interpretar los sueños ni al de curar sino al que tenía cuando Merlín estaba aquí y Uter reinaba. Eso la amarga, Derfel, y también tu Nimue. – Hizo una pausa para pensar-. Se enfureció mucho, sobre todo cuando Ginebra mandó a buscarla para que se enfrentara a Sansum cuando lo de la iglesia de Durnovaría. Morgana cree que tendría que haberla requerido a ella pero, seg·n cuentan, lady Ginebra se rodea sólo de belleza, con lo cual ¿dónde queda Morgana? – Chasqueó la lengua en respuesta a su propia pregunta-. Con todo, sigue siendo fuerte, y ambiciosa como su hermano, de modo que no se quedará aquí escuchando los sueños de los campesinos y moliendo hierbas para curar fiebres lácteas. ¡Se aburre! El tedio la abruma hasta el extremo de que juega a los dados con ese perverso obispo Sansum del santuario. ¿Por qué lo enviaron a Ynys Wydryn?
–Porque en Durnovaría no lo querían. ¿Es cierto que viene aquí a jugar con Morgana?
Gudovan asintió.
–Dice el obispo que necesita tratar con algún ser inteligente y que ella es la mejor dotada de Ynys Wydryn; me atrevo a decir que no le falta razón. Le predica, claro, tonterías sin fin acerca de una virgen que da a luz a un dios al cual crucifican después, pero Morgana se limita a dejar que las palabras le resbalen por la máscara. Al menos eso espero. – Hizo una pausa y bebió un trago del cuerno de hidromiel, donde se debatía una avispa a punto de ahogarse. Cuando dejó el cuerno, cacé a la avispa y la aplasté encima del pupitre-. El cristianismo tiene cada vez más adeptos, Derfel -prosiguió al cabo-. Hasta la mujer de Gwlyddyn, esa mujer tan bonita, Ralla, se ha convertido, y seguramente la seguirán Gwlyddyn y sus dos hijos. No me importa, pero ¿por qué tienen que cantar tanto?
–¿No os gusta cantar? – bromeé.
–¡Nadie disfruta como yo con una buena canción! – replicó muy serio-. La canción de guerra de Uter o el canto de la muerte de Taranis. Eso sí que son canciones, y no esas quejas y esos lamentos por ser pecadores y necesitar la gracia. – Suspiró y movió la cabeza negativamente-. ¿Es cierto que estuviste en Ynys Trebes?
Le conté la caída de la ciudad. Me pareció un relato apropiado, allí sentados, con la lluvia cayendo sobre los campos y la amenaza que se cernía sobre toda Dumnonia. Cuando termine, Gudovan se quedó mirando hacia la puerta, sin ver, mudo. Me dio la impresión de que se había dormido, pero al levantarme del asiento, me indicó que me sentara otra vez.
–¿Pintan tan mal las cosas como dice el obispo Sansum? – me preguntó.
–Pintan mal, amigo mio -admití.
–Cuéntame.
Le conté que los irlandeses y los guerreros de Cornualles hacían incursiones por el oeste, donde Cadwy seguía fingiendo gobernar un reino independiente. Tristán hacía lo posible por contener a los soldados de su padre, pero el rey Mark no podía resistir la tentación de enriquecer su pobre reino a costa de robar a la debilitada Dumnonia. También le hablé de la tregua rota por los sajones de Aelle y de que el mayor peligro seguía siendo el ejército de Gorfyddyd.
–Ha reunido a los hombres de Elmet, de Powys y de Siluria, y tan pronto como se termine la cosecha, los conducirá hacia el sur.
–¿Y Aelle no lucha contra Gorfyddyd? – preguntó el viejo escribano.
–Gorfyddyd ha comprado a Aelle.
–¿Y vencerá Gorfyddyd? – me pregunto.
–No -dije, tras una larga pausa, y no porque fuera la verdad sino porque no deseaba aumentar las preocupaciones de mi viejo amigo con la idea de que su último atisbo en esta vida pudiera ser el destello de la espada de un guerrero blandiéndose sobre sus ojos ciegos-. Arturo se enfrentará a él -dije-, y Arturo todavía no ha sido vencido.
–¿Tú también te enfrentarás a ellos?
–Es mi oficio ahora, Gudovan.
–Habrías sido un buen escribano -dijo con melancolía-, una profesión honorable y útil, aunque no nos nombren lores por ello. – Había dado por supuesto que él ignoraba el honor que me habían concedido y de pronto me avergoncé por sentirme tan orgulloso de ello. Gudovan buscó el cuerno y tomó otro trago-. Si ves a Merlín -me dijo-, dile que vuelva. El Tor es una tumba sin él.
–Se lo diré.
–Adiós, lord Derfel -se despidió.
Comprendí que Gudovan sabia que nunca volveríamos a vernos en este mundo. Quise darle un abrazo, pero me alejó con un gesto por temor a que le traicionara la emocion.
Arturo esperaba en la puerta de mar; contemplamos las marismas que se extendían hacia poniente, sobre las que se abatían densas cortinas de lluvia gris.
–Esta agua es mala para la cosecha -comentó lúgubremente.
Los relámpagos rasgaban el cielo sobre el mar Severn.
–Cuando Uter murió, estalló una tormenta semejante a ésta -dije.
Arturo se arropó en el manto.
–Si el hijo de Uter viviera… -dijo, pero enmudeció antes de formular el pensamiento completo.
Estaba de un humor sombrío y triste, como el tiempo.
–El hijo de Uter no habría podido enfrentarse a Gorfyddyd, señor -dije-, ni a Aalle.
–Ni a Cadwy -añadió con amargura- ni a Cedric. Son muchos enemigos, Derfel.
–Entonces alegraos, porque vos tenéis amigos, señor.
Aceptó la verdad con una sonrisa y luego volvió la mirada hacia el norte.
–Me preocupa uno de esos amigos -dijo en voz baja-. Temo que Tewdric no quiera ir a la guerra. Esta ahíto de guerras, y no le culpo. Gwent ha sufrido harto más que Dumnonia. – Me miro con lágrimas en los ojos, o tal vez sólo fueran gotas de lluvia-. Yo quería hacer cosas tan grandes, Derfel, tan grandes. Pero al final, el traidor he sido yo, ¿no es así?
–No, señor -dije con firmeza.
–Los amigos deben decir la verdad -me reconvinó amablemente.
–Vos necesitabais a Ginebra -dije, cohibido de hablar de semejante modo-, y estabais destinado a ella, porque si no, ¿para qué la habrían enviado los dioses al salón de festejos la noche de vuestro compromiso? No nos corresponde a nosotros, señor, leer los pensamientos de los dioses, sino sólo cumplir nuestro destino al pie de la letra.
Sonrió ligeramente al oir mis palabras, pues se tenía por dueño y señor de su destino.
–¿Tú crees que todos debemos seguir nuestro destino a ciegas?
–Creo, señor, que cuando el destino nos atrapa entre sus garras, no hay más camino que dejar la razón a un lado.
–Yo lo hice -dijo en voz baja, y luego me sonrió-. ¿Amas a alguien, Derfel?
–Las unícas mujeres que amo, señor, no son para mi -contesté compadeciéndome de mí mismo.
Arturo frunció el ceño e hizo un gesto de conmiseración con la cabeza.
–Pobre Derfel -dijo en voz baja, pero cierto matiz de su tono me hizo mirarlo. ¿Habría pensado que incluía a Ginebra entre esas mujeres? Me sonrojé y no supe qué decir, pero Arturo ya se había vuelto hacia Nimue, que nos llamaba desde el salón-. Algún día me contarás tu aventura en la isla de los Muertos -dijo-, cuando tengamos tiempo.
–Señor, os la contaré una vez os hayáis proclamado victorioso, cuando necesitéis relatos prolijos con que amenizar las largas noches de invierno.
–Si, cuando logremos la victoria -asintió con escaso convencimiento.
El ejército de Gorfyddyd era muy numeroso y el nuestro, muy pequeño.
Pero antes de presentar batalla debíamos comprar la paz a los sajones con el dinero del dios cristiano. Y así, nos dirigimos hacia Lloegyr.
Los hombres de Arturo abrían nuestra silenciosa columna con armadura, lanzas y espadas pero con los escudos boca abajo y las puntas de las lanzas adornadas con ramas verdes en señal de paz. Tras la vanguardia avanzaban los lanceros de Lanval y después, dos veintenas de mulas de carga que transportaban el oro de Sansum y las pesadas armaduras de cuero que los caballos de Arturo usaban en la batalla. Cerraba la marcha, en la retaguardia, un puñado de hombres a caballo. Arturo iba a pie con mis lanceros de cola de lobo detrás del portador de su enseña, que a su vez cabalgaba con el grupo de cabeza. Hygwydd, el criado de Arturo, llevaba su yegua Llamrei; junto a él avanzaba un desconocido al que tomé por otro criado. Nimue iba con nosotros; yo iba enseñando a Arturo y a Nimue un poco de sajón, pero ninguno de los dos demostró ser buen alumno. Tan ruda lengua enseguida aburrió a Nimue, y a Arturo le bullían otros muchos asuntos en la cabeza, aunque aprendió rápidamente unas cuantas palabras sueltas: paz, tierra, lanza, comida, madre, padre. Esa sería la primera ocasión en que yo actuaría de intérprete, luego vendrían otras muchas en que habría de mediar como transmisor de las palabras de sus contrarios.
Nos encontramos con el enemigo a mediodía, al descender un monte de laderas largas por un camino flanqueado de bosques. De pronto una flecha salió disparada de entre los árboles y fue a clavarse en tierra a poca distancia de nuestro hombre de cabeza, Sagramor. Este levantó una mano y Arturo ordenó el alto.
–¡No saquéis la espada! – nos ordenó-. ¡Aguardad!
Los sajones debían de haber estado vigilándonos toda la mañana porque habían reunido una pequeña banda guerrera para enfrentarse a nosotros. Aquellos sesenta o setenta hombres fuertes salieron de entre los árboles detrás de su jefe, un guerrero de ancho pecho que caminaba bajo la enseña de un cacique, una cornamenta de ciervo de la que pendían jirones de piel humana curtida.
Al cacique le gustaban las pieles, como a todos los sajones; el gusto comedido por unas pocas cosas detiene el golpe de una espada con la misma eficacia que un pellejo grueso y valioso. Aquel hombre llevaba al cuello una piel de pelo negro y tiras de la misma piel alrededor de la parte superior del brazo y de los muslos. Las demás prendas eran de cuero o lana: jubón, calzas, botas y casco de cuero adornado de pelo negro. Ceñía espada larga a la cintura y empuñaba el arma preferida de los sajones, el hacha de hoja ancha.
–¿Os habéis perdido, wealhas? – nos gritó. Wealhas nos llamaban a los britanos; quiere decir extranjeros y lo utilizaban con cierto matiz despectivo, como nosotros los llamábamos sais a ellos-, ¿o es que ya estáis hartos de la vida?
Plantóse en medio del camino con las piernas abiertas, la cabeza alta y el hacha al hombro. Tenía la barba y el pelo castaños; las guedejas le salían tiesas por debajo del casco. Sus hombres, unos con casco de cuero y otros con yelmo de hierro, pero armados casi todos de hachas, cerraron el paso formando una barrera de escudos en el camino. Llevaban unos cuantos
perros sujetos con correa, auténticas bestias grandes como lobos. Nos habían contado que últimamente los sais los utilizaban como armas de ataque; los soltaban y los azuzaban contra las defensas enemigas unos segundos antes de atacar ellos con hachas y lanzas. Los perros causaron entre algunos de los nuestros mayor pánico que los propios sajones.
Me adelanté con Arturo hasta situarnos a pocos pasos del altivo sajón. No llevábamos lanza ni escudo ni desenvainamos la espada.
–Señor -dije en sajón-, Arturo, protector de Dumnonia, viene a veros en son de paz.
–De momento -repuso el hombre- tenéis paz, pero sólo de momento. – Hablaba en tono retador, pero el nombre de Arturo le había impresionado y miró a mi señor de hito en hito, largamente, antes de volver a dirigirse a mí-. ¿Eres sajón? – me pregunto.
–Sajón nací. Ahora soy britano.
–¿El lobo puede convertirse en sapo? – preguntó burlonamente-. ¿Por qué no vuelves a ser sajón?
–Porque he jurado servir a Arturo -respondí-, y al presente lo sirvo trayendo a tu rey un gran presente de oro.
–Para ser un sapo no cantas mal. Soy Therdig.
–Tu fama -mentí, pues no había oído hablar de él en mi vida-, puebla de pesadillas el sueño de nuestros hijos.
–Bien dicho, sapo -replicó, tras soltar una carcajada-. Y ¿quién es nuestro rey?
–Aelle -dije.
–No te he oído, sapo.
–El Bretwalda Aelle -contesté con un suspiro.
–Bien dicho sapo.
Los britanos no reconocíamos el título de Bretwalda, pero lo utilicé para complacer al cacique sajón. Arturo no entendía nada de la conversación y esperaba pacientemente a que yo tuviera algo que traducirle. Confiaba en aquellos a los que encomendaba una misión y no me presionó ni intervino en ningún momento.
–El Bretwalda -respondió Therdig- se encuentra a unas horas de aquí, sapo. Dame una razón por la cual debamos molestarlo con la noticia de que unos cuantos ratones, ratas y larvas están hollando su territorio.
–Traemos oro para el Bretwalda, Therdig, más del que podáis imaginar. Oro suficiente para vuestros hombres, para vuestras mujeres, para vuestras hijas, incluso para los esclavos. ¿Os parece razón suficiente?
–Enséñamelo, sapo.
Era arriesgado, pero Arturo aceptó el riesgo inmediatamente; condujo a Therdig y a seis de los suyos hasta las mulas y les mostró la gran cantidad de riquezas que atestaban las sacas. Corríamos el peligro de que Therdig considerara el tesoro digno de una batalla en ese mismo instante y lugar, pero los superábamos en número y la presencia de los grandes corceles de Arturo contribuyó a disuadirlo, de modo que se limitó a tomar tres monedas de oro diciendo que comunicaría nuestra presencia al Bretwalda.
–Esperad en Las Piedras -nos ordenó-, pasad allí la noche y mi rey acudirá a veros por la mañana. – Semejante orden implicaba que Aelle debía de estar sobreaviso de nuestra llegada e incluso debía de sospechar el motivo-. En Las Piedras nadie os molestará -añadió Therdig- hasta que el Bretwalda decida vuestro destino.
Aquella noche, pues tardamos toda la tarde en llegar a Las Piedras, contemplé por vez primera el gran círculo. Merlín se había referido a Las Piedras muchas veces y Nimue conocía su poder, pero nadie sabía quién las había levantado ni qué significado tenía su disposición en corro. Nimue estaba segura de que sólo los dioses habrían podido erigir un lugar semejante, de modo que se acercó recitando oraciones a los monolitos grises y solitarios cuya sombra se alargaba sobre la pálida hierba a la luz del ocaso. El gran círculo estaba rodeado por una zanja; sobre las piedras levantadas en vertical reposaban otras planas a modo de dintel y, en el interior de la colosal y rústica arcada, había más piedras colocadas de pie alrededor de una losa que parecía una especie de altar. En Britania abundaban los círculos de piedras, algunos de mayor circunferencia incluso, pero ninguno que inspirara tanto misterio y majestad, y todos nos acercamos en respetuoso silencio.
Nimue pronunció sus fórmulas mágicas, nos anunció que no había peligro en cruzar la zanja y entramos maravillados en el círculo sagrado. Espesos líquenes proliferaban sobre las piedras, algunas inclinadas hacia un lado o completamente caídas, otras con profundas cicatrices de nombres y números romanos. Gereint había sido señor de Las Piedras, título instituido por Uter para recompensar al responsable de la frontera oriental con los sajones, aunque en aquellos momentos había que nombrar un sucesor para expulsar a Aelle de la incendiada Durocobrivris. Según Nimue, era vergonzoso que Aelle exigiera recibirnos en aquel paraje tan cercano al corazón de Dumnonia.
Había un bosque a una milla hacia el sur y allá nos dirigimos con las mulas a buscar leña con que mantener una hoguera encendida durante toda aquella noche poblada de espíritus. Hacia oriente vimos el resplandor de otras hogueras, señal de que los sajones nos acechaban de cerca. Fue una noche inquietante. La hoguera resplandecía como el fuego de Beltane, pero aun así las sombras que se proyectaban en las piedras nos llenaban de desasosiego. Nimue protegió la zanja con numerosas fórmulas, precaución que calmó a nuestros hombres, pero los caballos, nerviosos, no dejaron de relinchar y patear la tierra toda la noche. Arturo sospechaba que percibían el olor de los perros sajones de guerra, pero Nimue estaba segura de que los espíritus de los muertos merodeaban a nuestro alrededor. Los centinelas se aferraban a las lanzas y daban el alto al menor soplo de aire que cruzara entre los túmulos que rodeaban Las Piedras, pero ni perros ni espíritus macabros ni guerreros nos molestaron, a pesar de lo cual pocos de nosotros logramos conciliar el sueño.
Arturo no durmió ni un instante. A cierta hora de la noche me pidió que le acompañara a dar un paseo y juntos anduvimos un rato por el exterior del círculo de piedras. Arturo guardó silencio al principio, la cabeza descubierta bajo las estrellas.
–Estuve aquí en otra ocasión -dijo de pronto.
–¿Cuándo, señor? – pregunté.
–Hace diez u once años -dijo con un encogimiento de hombros como si el número de años careciera de importancia-. ¡Me trajo Merlín! – Volvió a quedarse en silencio y no dije nada, pues
de sus palabras deduje que aquel lugar le traía recuerdos entrañables. Y debía de ser cierto, porque finalmente, se detuvo y señaló hacia la piedra gris semejante a un altar en el centro del círculo-. Fue allí, Derfel, donde Merlín me dio a Caledfwlch.
Miré la vaina con la cruz bordada.
–Noble regalo, señor -dije.
–Y gravoso, Derfel, pues no está exento de cargas. – Me tiró del brazo y continuamos paseando-. Me la dio con la condición de que hiciera siempre lo que él me ordenara, y le obedecí. Fui a Benoic y aprendí de Ban los deberes de un rey. Aprendí que un rey es igual que el más mísero de sus súbditos. Tal fue la lección de Ban.
–Pues el propio Ban no la aprendió -repliqué con amargura, pensando en que Ban había enriquecido Ynys Trebes sin darse de su propio pueblo.
–Algunos hombres -replicó con una sonrisa- tienen más facilidad para adquirir conocimiento que para ponerlo en práctica, Derfel. Ban era un sabio pero carecía de sentido práctico. Yo tengo que aprender las dos cosas.
–¿Para ser rey? – atrevime a preguntar, pues formular tal ambición iba contra todo lo que Arturo solía afirmar sobre su destino.
Sin embargo, no se tomó la osadía como ofensa.
–Para gobernar -dijo. Había vuelto a detenerse y miraba, por encima de los bultos oscuros de los hombres que dormían, hacía la piedra del centro del circulo; en aquel momento la losa parecía despedir un resplandor bajo la luz de la luna, aunque tal vez fuera producto de mi excitada imaginación-. Merlín me hizo pasar la noche desnudo, en pie sobre esa losa -prosiguió Arturo-, el viento traía lluvia y hacía frío. Él formulaba encantamientos mientras yo sujetaba la espada con el brazo estirado, sin moverme. El brazo me ardía, hasta que por fin se me durmió, pero ni entonces me permitió posar la espada. ¡Sujétala! – me decía-. íSujétala!, y allí permanecí, temblando, en tanto él invocaba a los muertos para que acudieran a contemplar la ofrenda que les hacia. Y acudieron, Derfel, columna tras columna, guerreros muertos de ojos vacíos y yelmos aherrumbrados que se levantaron de la tumba para presenciar la entrega de la espada. – Sacudió la cabeza como perturbado por los recuerdos-. Tal vez sólo me imaginara aquellas figuras corroídas por los gusanos. Era joven entonces, ¿comprendes?, y muy impresionable, y Merlín sabe imbuir las mentes jóvenes de miedo a los dioses. Sin embargo, una vez me hubo asustado con el tropel de testigos muertos, enseñóme a dirigir a los hombres, a buscar guerreros necesitados de un jefe y a luchar en combate. Me habló de mi destino, Derfel. – Volvió a enmudecer y su alargado rostro adquirió una expresión adusta a la luz de la luna. Después sonrió atribulado-. ¡Qué insensateces!
Pronunció las dos últimas palabras en voz tan baja que apenas las oí.
–¿Insensateces? – pregunté, incapaz de ocultar el deseo de recriminarlo.
–Tengo la misión de devolver Britania a los dioses -dijo Arturo burlándose de su deber, a juzgar por su tono de voz.
–Y lo haréis, señor -dije.
–Merlín no quería sino un brazo fuerte que blandiera una buena espada, pero ignoro lo que desean los dioses. Si quieren Britania, ¿para qué me necesitan a mi, o a Merlín? ¿Acaso los dioses necesitan a los hombres? ¿No seremos como perros ladrando para llamar la atención de unos amos que se niegan a escuchar?
–No somos perros. Somos criaturas de los dioses y ellos, con toda seguridad, nos han asignado un destino.
–¿Con toda seguridad? A lo mejor sólo les hacemos reir.
–Merlín dice que hemos perdido el contacto con ellos -insisti obstinadamente.
–De la misma forma que Merlín ha perdido contacto con nosotros -replicó Arturo sin vacilar-. Ya viste cómo abandonó Durnovaría la misma noche en que regresasteis de Ynys Trebes. Merlín está muy ocupado, Derfel, buscando los tesoros de Britania, y lo que nosotros hagamos en Dumnonia no le afecta. Aunque yo estableciera un gran reino para Mordred y administrara justicia y trajera la paz y lograra que cristianos y paganos bailaran juntos a la luz de la luna, no le importaría. Merlín sólo espera el momento de poder devolverlo todo a los dioses y cuando llegue ese momento me pedirá que le devuelva a Caledfwlch. Esa fue la segunda condición que me impuso. Dijo que podía tomar la espada de los dioses siempre y cuando se la devolviera a él en el momento preciso.
Hablaba con un matiz burlón que me molestaba.
–¿No creéis en el sueño de Merlín? – le pregunté.
–Creo que es el hombre más sabio de Britania -replicó con seriedad-, sabe mucho más de lo que yo pueda imaginar siquiera. También sé que mi destino está ligado al suyo, como creo que lo está el tuyo al de Nimue, pero por otra parte pienso que Merlín nació aburrido, de modo que se dedica a hacer lo mismo que hacen los dioses: divertirse a expensas nuestras. Todo eso significa que el momento de devolver a Caledfwlch será cuando más falta me haga tenerla conmigo.
–Y entonces, ¿qué haréis?
–No lo sé, no tengo la menor idea. – Al parecer ese pensamiento debió de hacerle gracia porque sonrió; luego me puso la mano en el hombro-. Ve a dormir, Derfel. Tu lengua ha de prestarme servicio mañana, y no quiero que se confunda a causa del cansancio.
Me fui y logré dormir un rato a la sombra que la luna arrancaba a una de las grandes piedras, aunque antes de conciliar el sueño estuve pensando en aquella noche lejana en que Merlín cargó de dolor el brazo y el alma de Arturo con el peso de la espada y la carga a·n mayor del destino. Me pregunté por qué habría sido Arturo el elegido, pues en ese momento se me antojaba que Merlín y mi señor eran opuestos. Merlín creía que el caos sólo podía ser vencido dominando las fuerzas del misterio, mientras que Arturo creía en el poder de los hombres. Ocurrióseme que tal vez Merlín hubiera preparado a Arturo para gobernar a los hombres y quedar libre, así, para ocuparse él de los poderes oscuros; comprendí entonces, aunque de forma harto imprecisa, que llegaría un momento en que todos habríamos de escoger; tal perspectiva me infundió temor y rogue por que no llegara nunca. Dormí hasta que el sol salió y proyectó la sombra de una piedra solitaria, que se levantaba fuera del círculo, en el centro mismo del redondel, donde los cansados guerreros guardábamos el precio del rescate de un reino.
Bebimos agua, comimos pan duro, nos ceñimos las espadas y extendimos el oro junto a la piedra del altar, sobre la hierba húmeda de rocio.
–¿Qué impedirá a Aelle tomar nuestro oro y seguir adelante con la guerra? – pregunté a Arturo mientras aguardábamos la llegada del sajón.
Al fin y al cabo, ya le habíamos dado oro en otra ocasión, a pesar de lo cual había incendiado y saqueado Durocobrivis.
Arturo se encogió de hombros; llevaba la armadura de repuesto, una cota romana de malla con abundantes señales de combates. Sobre la pesada malla llevaba un manto blanco.
–Nada -respondió-, sino el escaso sentido del honor que pueda tener. Por eso tendremos que ofrecerle algo más que oro.
–¿Algo más? – pregunté, pero Arturo no contestó porque los sajones acababan de aparecer por el luminoso horizonte del sol naciente.
Marchaban en una larga fila al son de tambores de guerra, con los lanceros formados en orden de batalla, aunque con las armas empenachadas de hojas en señal de que no atacarían inmediatamente. Aelle iba al frente. Él fue el primero, de los dos que conocí, que se adjudicó el título de Bretwalda. El segundo vendría más tarde trayéndonos problemas más graves aún, aunque Aelle ya era trastorno suficiente. Era alto, con la cara aplastada y severa y ojos oscuros que no dejaban atisbar uno solo de sus pensamientos. Tenía barba negra, las mejillas señaladas por cicatrices de guerra y faltábanle dos dedos de la mano derecha. Vestía manto de paño negro con cinturón de piel, botas de cuero, yelmo de hierro con cuernos de toro y, por encima un pellejo de oso que dejó caer a tierra cuando el calor del día se hizo excesivo para tan ostentosa prenda. Era su enseña un cráneo de toro impregnado de sangre clavado en una lanza sin más sujeción.
Formaban la tropa doscientos hombres, o tal vez algunos más, la mitad de los cuales llevaba perros atados con correas. Tras los guerreros avanzaba una horda de mujeres, niños y esclavos. Nos superaban largamente en número, pero Aelle había dado palabra de que estábamos en paz, al menos hasta que tomara una decisión con respecto a nuestro destino, de modo que sus hombres no se mostraron hostiles. Los guerreros se detuvieron al otro lado de la zanja que rodeaba el círculo y Aelle, acompañado por su consejo, un intérprete y un par de magos, se acercó al encuentro de Arturo. Los magos tenían el pelo de punta, se peinaban los mechones con excrementos para mantenerlos tiesos y vestían mantos harapientos de piel de lobo. Cuando giraban para pronunciar sus encantamientos, las patas, las colas y los hocicos de lobo se levantaban y dejaban al descubierto sus cuerpos pintados. Se acercaron recitando a voz en grito para anular cualquier posible encantamiento que hubiéramos lanzado contra su jefe. Nimue, acuclillada detrás de nosotros, entonaba fórmulas con que contrarrestar los efectos de los otros hechiceros.
Los jefes se midieron mutuamente con la mirada. Arturo era más alto y Aelle más corpulento. El rostro de Arturo sorprendía, el de Aelle aterrorizaba. Era un rostro implacable, la cara de un hombre llegado de más allá del mar para forjarse un reino en tierra ajena, reino que iba consolidando con brutalidad salvaje y contundente.
–Debería matarte ahora, Arturo -dijo-, y quedarme así con un enemigo menos que eliminar.
Los magos, desnudos bajo las pieles apolilladas, se agacharon tras su señor. Uno masticaba tierra, otro hacia girar los ojos en las órbitas y Nimue, destapado el ojo vacio, les gruñía quedamente. La batalla entre los magos era una cuestión particular a la que ninguno de los dos jefes prestó atención.
–Aelle, tal vez no esté lejos el día en que hayamos de enfrentamos en el campo de batalla -dijo Arturo-. Por el momento, te ofrezco la paz.
Yo casi esperaba que Arturo se inclinara ante Aelle, que era rey, y de rango superior por tanto; sin embargo, le trató como a un igual y Aelle aceptó el tratamiento sin protestar.
–¿Por qué? – preguntó Aelle sin rodeos.
Aelle no gustaba de circunloquios, al contrario que los britanos. Ya me había dado cuenta de esa diferencia entre los sajones y nosotros. El pensamiento britano discurría en lineas curvas, como la intrincada filigrana de los orfebres, pero los sajones eran directos y tajantes, rudos como sus amazacotados broches y gruesas gargantillas. Raramente entraban los britanos en un tema de forma directa; iban aproximándose, dejando caer alusiones y dando pistas, deleitándose en la maniobra, mientras que los sajones prescindían de toda sutileza. Habiame comentado Arturo en una ocasión que yo poseía la franqueza de los sajones, y creo que lo dijo con intención de alabarme.
Arturo no respondió a la pregunta de Aelle.
–Creía que estábamos en paz, pues llegamos a un acuerdo sellado con oro.
Aelle no traslució vergüenza alguna por haber roto la tregua. Limitóse a encoger los hombros como si romper la paz fuera una nimiedad.
–Si la tregua no te ha servido, ¿por qué quieres comprar otra? – inquirió Aelle.
–Porque tengo una disputa con Gorfyddyd -replicó Arturo, adoptando la franqueza sajona- y deseo que estés de mi parte en esta disputa.
Aelle asintio.
–Pero si te ayudo a destruir a Gorfyddyd, te fortalezco a ti. ¿Por qué habría de aceptar?
–Porque si no, Gorfyddyd me destruirá a mí y será más fuerte.
Aelle rompió a reír mostrando una dentadura de dientes podridos.
–¿Acaso le importa al perro si mata a una rata o a otra? – preguntó.
Traduje que si acaso le importaba al perro abatir a un ciervo o a otro. Me pareció más apropiado, y el intérprete de Aelle, un esclavo britano, lo pasó por alto y no advirtió a su amo.
–No -admitió Arturo-, pero no todos los ciervos son iguales. – El intérprete de Aelle dijo que no todas las ratas eran iguales y yo no se lo dije a Arturo-. En el mejor de los casos, lord Aelle -prosiguió Arturo-, yo conservo Dumnonía y me alío con Powys y Siluria. Pero si gana Gorfyddyd, se anexiona Elmet, Rheged, Powys, Siluria y Dumnonia, todos contra ti.
–Pero también tienes a Gwent de tu parte -replicó Aelle, hombre astuto y de mente rápida.
–Cierto, pero también la tendría Gorfyddyd en caso de guerra entre britanos y sajones.
Aelle lanzó un gruñido. Las circunstancias le favorecían, pues los britanos se enfrentaban unos a otros, pero sabia que tales hostilidades cesarían en algún momento. Como, al parecer, Gorfyddyd pronto se proclamaría vencedor, la presencia de Arturo podría servir para alargar el conflicto entre sus enemigos.
–Entonces, ¿qué quieres de mi? – preguntó.
Sus hechiceros saltaban y brincaban a cuatro patas como saltamontes humanos mientras Nimue colocaba guijarros en el suelo. La forma en que los colocaba debió de inquietar a los magos contrarios, que empezaron a lanzar breves gritos de alarma. Aelle no les hizo el menor caso.
–Quiero que respetes la paz con Dumnonia y Gwent durante tres lunas -dijo Arturo.
–¿Sólo quieres comprar paz? – La voz de Aelle tronó de tal forma que hasta Nimue se sobresaltó. El sajón señaló con la mano enguantada a sus hombres, acuclillados con las mujeres, los perros y los esclavos al otro lado del foso-. ¿Qué hace un ejército durante la época de paz? ¡Dimelo! ¡Les he prometido más oro! ¡Les he prometido más tierra! ¡Les he prometido más esclavos! ¡Les he prometido sangre de wealhas! ¿Y tú me ofreces la paz? – Escupió-. En el nombre de Thor, Arturo, paz tendrás cuando seas cadáver, y mis hombres se sortearán a tu mujer. ¡Ésa es la paz que te ofrezco! – Volvió a escupir y luego me miró-. ¡Perro, dile a tu amo que la mitad de mis hombres acaba de llegar en las naves! No tienen cosecha recogida ni medios para alimentar a los suyos durante el invierno. El oro no se come. Si no tomamos tierras y grano, moriremos de hambre. ¿De qué le sirve la paz a un muerto de hambre?
Traduje el mensaje omitiendo los insultos más atroces.
Un gesto de dolor turbó el rostro de Arturo. A Aelle no le pasó desapercibido, mas tomándolo por debilidad, dionos la espalda con burla y desprecio.
–Te concedo dos horas de ventaja, gusano -dijo a voces por encima del hombro-, luego saldré a perseguirte.
–Ratae -dijo Arturo, sin darme tiempo siquiera a traducir la amenaza de Aelle.
El sajón se volvió de nuevo. No dijo nada, se limitó a mirar a Arturo fijamente a la cara. La piel de oso despedía un hedor insoportable, una mezcla de sudor, excrementos y grasa. Se quedó en suspenso.
–Ratae -repitió Arturo-. Dile que Ratae puede ser tomada. Dile que allí abunda cuanto desea. Dile que las tierras colindantes serán suyas.
Ratae era la fortaleza que protegía la frontera oriental de Gorfyddyd con los sajones, y si Gorfyddyd perdía esa plaza, los sajones avanzarían veinte millas hacia el interior de Powys.
Lo traduje. Tardé un poco en hacer entender a Aelle la situación geográfica de Ratae, pero por fin lo entendió. No le parecio muy bien, pues al parecer Ratae era una inexpugnable fortaleza romana que Gorfyddyd había reforzado con una impresionante muralla de tierra.
Arturo explicó que Gorfyddyd se había llevado a los mejores lanceros de la guarnición con el ejército que había reunido para la invasión de Gwent y Dumnonia. No tuvo necesidad de añadir que Gorfyddyd se había arriesgado a desproteger la fortaleza confiando en la paz que había comprado a Aelle, una paz cuyo precio Arturo pretendía superar en ese momento. Arturo le reveló además que la comunidad cristiana de Ratae había levantado un monasterio fuera de la muralla de tierra que rodeaba la fortaleza y que las idas y venidas continuas de los monjes habían abierto un sendero de acceso a la fortificación. Añadió que el comandante del alcázar era uno de los pocos cristianos que engrosaban las filas de Gorfyddyd y que miraba con buenos ojos el monasterio.
–¿Cómo lo sabe? – me preguntó Aelle directamente.
–Dile que tengo conmigo a un hombre de Ratae que sabe la forma de acercarse al monasterio y que está dispuesto a servir de guía. Dile que lo único que pido es que se respete la vida de dicho hombre.
Entonces comprendí quién debía de ser el desconocido que caminaba junto a Hygwydd, como comprendí que Arturo sabia que habría de sacrificar Ratae desde mucho antes de partir de Durnovaría.
Aelle pidió más información sobre el traidor y Arturo le contó que el hombre había desertado de Powys y había acudido a Dumnonia para vengarse, pues su mujer le había abandonado por un reyezuelo de Gorfyddyd.
Mientras Aelle consultaba con sus consejeros, los magos farfullaban contra Nimue. Uno de ellos la señaló con un fémur humano, pero Nimue se limitó a escupir. Con ese gesto parecio concluir la sesión de magia, pues los dos hechiceros se retiraron tan pronto Nimue se puso en pie sacudiéndose el polvo de las manos. El consejo de Aelle regateó en el precio. En determinado momento exigieron la entrega de todos los caballos de guerra, pero Arturo les pidió a cambio todos sus perros y por fin, a primera hora de la tarde, los sajones aceptaron la oferta de Ratae más el oro de Arturo. Tal vez fuera aquélla la mayor cantidad de oro jamás pagada por britano alguno a un sajón, pero Aelle insistió en llevarse además dos rehenes, con la promesa de liberarlos si el ataque a Ratae no resultaba ser una trampa urdida por Gorfyddyd y Arturo juntos. Escogió al azar y la elección recayó sobre dos guerreros de Arturo: Balin y Lanval.
Aquella noche cenamos con los sajones. Fue curioso compartir una velada con esos hombres, mis hermanos de raza, e incluso llegué a temer cierta afinidad con ellos, pero en realidad su compañía me repugnaba. Tenían un sentido del humor ordinario, unos modales groseros y olían que apestaban, envueltos en sus pellejos de animales. Algunos se burlaron de mi diciendo que me parecía a su rey Aelle, pero entre sus rasgos aplastados y duros y la idea que yo tenía de mi propio rostro no había semejanza alguna. Al cabo, Aelle, con un bufido, ordenó a los burladores que se callaran, y tras mirarme friamente, me ordenó que invitara a los hombres de Arturo a compartir la cena, consistente en enormes tajadas de carne asada que nosotros comimos con los guantes puestos, rasgando a bocados la carne abrasadora hasta que los jugos nos cayeron a chorros por las barbas. Les invitamos a hidromiel y ellos nos invitaron a cerveza. Se produjeron algunos altercados entre beodos, pero no hubo víctimas. Aelle, al igual que Arturo, mantúvose sobrio, aunque los dos hechiceros del Bretwalda se emborracharon a conciencia; cuando se quedaron dormidos junto a sus propios vómitos, Aelle los disculpó diciendo que eran dementes y por ello mantenían contacto con los dioses. Dijo que tenía otros sacerdotes de juicio sano, pero que, según la creencia, los lunáticos poseían un poder especial que podía serles de utilidad.
–Temíamos que vinierais con Merlín -dijo.
–Merlín sólo es señor de si mismo -replicó Arturo-, pero he aquí a su sacerdotisa -dijo, señalando a Nimue, que clavó en el sajón su único ojo.
Aelle hizo un gesto que debía de ser de protección contra el mal. Nimue le daba miedo por ser sacerdotisa de Merlín; buena información para nosotros.
–Pero ¿Merlín está en Britania? – preguntó temeroso.
–Eso dicen algunos -respondí de parte de Arturo-, aunque otros dicen que no. ¿Quién sabe? Tal vez esté ahí mismo, entre las sombras.
Señalé con la cabeza hacia la oscuridad que rodeaba las piedras iluminadas por las hogueras.
Aelle despertó con la punta de la lanza a uno de los hechiceros. El hombre soltó un alarido lastimero y Aelle quedó satisfecho, pues el quejido alejaría cualquier influencia maléfica. El Bretwalda se había puesto la cruz de Sansum al cuello y algunos de sus hombres lucían macizas torques de oro procedentes de Ynys Wydryn. Avanzada la noche, cuando casi todos los sajones roncaban, algunos de los esclavos nos relataron la caída de Durocobrivis y el final del príncipe Gereint, hecho prisionero y torturado hasta la muerte por el enemigo. Arturo lloró al escuchar la historia. Ninguno de nosotros conocíamos mucho a Gereint, pero sabíamos que era un hombre modesto y sin ambiciones que había hecho todo lo posible por detener el avance de las fuerzas sajonas. Algunos esclavos nos rogaron que nos los lleváramos, pero no nos atrevimos a ofender a nuestros anfitriones en ese momento.
–Un día vendremos a rescataros -les prometió Arturo-, vendremos a por vosotros.
Al día siguiente por la tarde, los sajones partieron. Aelle quiso que nosotros pernoctáramos un día más en Las Piedras para asegurarse de que no lo seguiríamos, y se llevó a Balin, a Lanval y al hombre de Powys. Arturo consultó a Nimue si Aelle mantendría su palabra; ella asintió y dijo que había soñado que los sajones obedecían y que los rehenes volvían sanos y salvos.
–Pero lleváis en las manos la sangre de Ratae -añadió en tono inquietante.
Recogimos las cosas y nos preparamos para la marcha, que no emprenderíamos hasta la madrugada. A Arturo no le gustaba nada el ocio forzoso, y cuando cayó la tarde nos pidió a Sagramor y a mi que le acompañáramos a pasear por el bosque. Estuvimos un rato andando sin rumbo fijo, pero al cabo Arturo se detuvo bajo un roble enorme de luengas barbas de liquen gris.
–Me siento rastrero -dijo-. No cumplí la palabra dada a Benoic y ahora acabo de comprar con oro la muerte de cientos de britanos.
–No habríais podido salvar a Benoic -le dije por enésima vez.
–Una tierra que compra poetas en vez de lanceros no merece sobrevivir -añadió Sagramor.
–Que hubiera podido salvarla o no carece de importancia -replicó Arturo-. Yo di mi palabra a Ban y no la cumplí.
–Cuando un incendio arrasa tu casa hasta los cimientos, no acarreas agua al incendio del vecino -dijo Sagramor.
Su rostro negro, impenetrable como el de Aelle, causaba sensación entre los sajones. Muchos de ellos se lo habían encontrado en el campo de batalla a lo largo de los últimos años, y lo tomaban por alguna clase de demonio enviado por Merlín; Arturo utilizó esos temores insinuando que Sagramor quedaría a cargo de la defensa de la nueva frontera. En realidad pensaba llevárselo a Gwent, pues necesitaba de sus mejores hombres para enfrentarse a Gorfyddyd.
–No podíais mantener el juramento hecho a Benoic -prosiguió Sagramor-, por lo tanto, los dioses os perdonan.
Sagramor tenía una visión sanamente pragmática de los dioses y el hombre; tal era, en efecto, uno de sus puntos fuertes.
–Aunque los dioses me perdonen -contestó Arturo-, yo no. Ahora pago a los sajones para que maten a los britanos. – Se estremecía con sólo pensarlo-. Anoche me acordé mucho de Merlín, me habría gustado contar con su aprobación.
–Contáis con su aprobación -dije.
Aunque a Nimue no le pareciera bien el sacrificio de Ratae, su parecer siempre era más puro que el de Merlín. Comprendía la necesidad de pagar a los sajones, pero le sublevaba la idea de pagar en sangre britana, aunque fuera de britanos enemigos.
–Poco importa lo que opine Merlín -dijo Arturo enfadado-. Poco importaría que todos los sacerdotes, druidas y bardos me dieran la razón. Pedir las bendiciones de otro hombre es una forma de evitar responsabilidades. Nimue tiene razón, mía es la responsabilidad de todas las muertes que se produzcan en Ratae.
–¿Qué otra cosa podríais hacer? – pregunté.
–No lo entiendes, Derfel -me contestó con amargura, aunque en realidad toda esa amargura iba dirigida contra sí mismo-. Ya sabia que Aelle no se conformaría sólo con oro. ¡Son sajones! ¡No les interesa la paz, quieren tierras! Claro que lo sabia, ¿por qué, si no, habría traído a ese pobre hombre de Ratae? Yo ya estaba dispuesto a dar antes de que Aelle pidiera. ¿Cuántos hombres morirán por tanta previsión? ¿Trescientos? ¿Cuántas mujeres serán hechas esclavas? ¿Doscientas? ¿Y cuántos niños? ¿Cuántas familias quedarán destrozadas? ¿Y para qué? ¿Para demostrar a Gorfyddyd que yo estoy mejor capacitado para el gobierno? ¿Acaso mi vida vale tantas almas?
–Gracias a esas almas -repliqué- mantendréis a Mordred en el trono.
–¡Otro juramento! – contestó Arturo agriamente-. ¡Cuántos juramentos nos atan! Juré a Uter que colocaría a su nieto en el trono, juré a Leodegan que le devolvería Henis Wyren. – Se detuvo bruscamente y Sagramor me miró con una expresión de alarma; era la primera noticia que teníamos sobre un juramento de combatir contra Diwrnach, el temido rey irlandés de Lleyn que se había apoderado del reino de Leodegan-. Y de entre todos los hombres -añadió Arturo contrito-, soy el que más juramentos rompe. Falté a la palabra dada a Ban y también falté al compromiso con Ceinwyn. – También era la primera vez que le oíamos lamentar abiertamente el compromiso incumplido. Yo creía que Ginebra alumbraba el firmamento de Arturo con tal esplendor que había hecho desaparecer el tímido brillo de Ceinwyn, pero al parecer el recuerdo de la princesa de Powys aún le escocía en la conciencia como un aguijón, igual que le escocía en aquel momento pensar en el destino de Ratae-. Debería enviarles un aviso, quizá -dijo.
–¿Y perder a los rehenes? – preguntó Sagramor.
–Me entregaré yo en el lugar de Balin y Lanval -contestó.
Estaba pensando en hacerlo de verdad, yo lo sabia. No podía soportar el acoso de los remordimientos y buscaba una salida en aquella enmarañada lucha entre la conciencia y el deber, aunque fuera a costa de su propia vida.
–¡Cuánto se reiría Merlín de mí ahora mismo!
–Si, desde luego -dije.
La conciencia de Merlín, si es que la tenía, actuaba sólo como medida de la simpleza del pensamiento humano, es decir como aguijada indicadora de que debía tomar el camino contrario. La conciencia de Merlín era una bufonada para divertir a los dioses. La de Arturo, una carga pesada.
Se quedó mirando el suelo musgoso que crecía a la sombra del roble. El día llegaba al crepúsculo al tiempo que los pensamientos de Arturo se hundían en la penumbra. ¿De verdad se sentiría inclinado a abandonarlo todo, a cabalgar hasta el refugio de Aelle para inmolar su vida a cambio de las almas de Ratae? Creo que si pero de pronto la lógica insidiosa de la ambición despertó en él y se sobrepuso a la desesperación con fuerza semejante a la de las mareas que inundaban las tristes arenas de Ynys Trebes.
–Hace cien años -dijo quedamente- en esta tierra reinaba la paz, había justicia; un hombre desbrozaba un terreno con la alegría de que sus nietos vivirían para ararlo. Pero esos nietos han muerto a manos de los sajones o de sus hermanos britanos. Si no hacemos nada, el caos se extenderá hasta que no queden sino sajones jactanciosos con sus hechiceros locos. Si Gorfyddyd vence, despojará a Dumnonía de toda su riqueza, pero si gano yo, abrazaré a Powys fraternalmente. Todo mi ser se rebela contra lo que estamos haciendo, mas así tal vez logremos colocar cada cosa en su lugar. – Nos miró a los dos-. Los tres pertenecemos a Mitra, así que podéis ser testigos del juramento que hago ahora. – Hizo una pausa. Empezaba a odiar los juramentos y los deberes que conllevaban, pero se encontraba de tal ánimo tras el encuentro con Aelle que, se dispuso a cargar con otro juramento más-. Tráeme una piedra, Derfel -me ordenó.
Desenterré una piedra de un puntapié y la limpié; luego, a una señal de Arturo, escribí el nombre de Aelle en la piedra con la punta del cuchillo. Arturo cayó un agujero hondo al pie del
roble con su propia daga y se puso en pie.
–Juro que si sobrevivo a la batalla contra Gorfyddyd, vengaré a las almas inocentes de Ratae que hace poco he condenado a la muerte. Mataré a Aelle. Lo destruiré, a él y a sus hombres. Daré sus cuerpos a los cuervos y sus riquezas a los niños de Ratae. Vosotros dos sois testigos, y si no cumplo este juramento, consideraos liberados de vuestras obligaciones para conmigo. – Dejó caer la piedra en el agujero y entre los tres la cubrimos de tierra con los pies-. ¡Qué los dioses me perdonen por las muertes que acabo de provocar! – concluyó.
Y partimos a provocar algunas más.