CAPITULO XI

La reunión no podía decirse que fuera alegre. La formaban tres hombres y una mujer, ésta con la cara vendada. Uno de los primeros llevaba la voz cantante:

—De modo que lo han nombrado sheriff de Buckskin... Es toda una noticia desde luego.

—Pero no va a durar en ese cargo —aseveró otro—. Ha firmado su sentencia de muerte al liquidar a la banda de Coleman.

—Convendría que no lo tomásemos muy a la ligera. Ha demostrado ser hombre que sabe protegerse y matar.

—Matar, sobre todo. Es un tirador de primera fila.

—De todos modos, es preciso acabar con él. No me gusta nada eso de tenerlo de sheriff en Buckskin.

—Podríamos hacer otra cosa. Por ejemplo, escribir una carta a cada uno de los hombres de más peso de

Buckskin, revelándoles quién es el sujeto al que han Colocado una estrella en el chaleco...

—Eso no nos vale. Si es cierto que Lester ha pagado su pena de presidio, podrá demostrarlo, y a la gente de Buckskin les encantará tener a un hombre de su clase como sheriff. No, es necesario actuar directamente. Una bala, o un cuchillo...

—Tú no dices nada, Cora. ¿Por qué tan callada?

La mujer tenía toda la cara tapada por el vendaje, a excepción de la boca y los ojos, que rebrillaron con odio, el cual también latía en su voz:

—Estáis perdiendo el tiempo con tanta inútil. Sol Lester es una pieza demasiado grande para vosotros. ¿Creéis que no estará esperando vuestro ataque? Ya veis cómo liquidó a ese Hammer. Lo mismo hará con cualquiera de vosotros que se aproxime. Tiene ojos eh la nuca y es más desconfiado que un gato.

—Según parece, una vez lo engañaron...

—Seguro; Y por eso no volverán a engañarlo. Vosotros no le conocéis como yo. No habrá cara nueva en Buckskin que no vigile con todo cuidado, no andará nunca por donde se le pueda disparar a mansalva, no se dormirá sin antes inspeccionar la cerradura de su cuarto, no comerá nada que otro no haya probado antes... No, hombres, repito que es demasiada pieza para vuestros colmillos.

—Alguien debe poder cogerlo en falso.

—Nadie. Sólo queda una posibilidad. Que a quien vaya por él le tenga sin cuidado morir.

—¡Hum! Eso ya no es tan fácil. Podremos encontrar a docenas los hombres que no vacilarán en atacarlo por un puñado de dinero. Pero si saben que no escaparán, ninguno sentirá el menor interés en ese trabajo.

—Pero si no se lo decimos...

—No hace falta decírselo. No hay nadie en Paraíso a estas horas que ignore la clase de hombre que es Lester.

—¿Y si se encargara a varios el asunto? Alguno acertaría...

—Y no escaparían vivos de Buckskin.

—Entonces, ¿habremos de dejar las cosas como están? A mí no me seduce.

—Podríamos probarlo todo, ¿no os parece? Cartas delatoras, asesinos y..., en último término, buscar a un suicida.

—Sí; lo podríamos hacer... Habla, mujer. Te hicimos venir pensando que eras la más interesada en el asunto. Después de lo que Lester le hizo a tu cara, debes estar odiándolo con toda tu alma.

Ella contestó lentamente:

—Y no te equivocas. Por eso no tengo prisa. El está en Buckskin. Seguirá allí. Y algún día aflojará la guardia...

—Eso, si antes no decide venir a darse una vuelta por aquí.

—No se atreverá.

—Solo, no. Pero apoyado por una buena partida de hombres, puede que lo haga.

—¿Por qué? Vino a buscar a Fess y a Coleman, así como a ésta. Una vez liquidó cuentas con ellos, nada le interesamos los demás.

—Tú que le conoces, Cora, ¿crees que vendrá?

—No, si no le atacamos. Si lo hacemos y fallamos, sí. Y entonces se habrá acabado Paraíso.

—Tanto como eso...

—Tanto como eso. Sabe convencer a los hombres para que vayan al infierno, si es preciso. Y si hace un llamamiento contra Paraíso, de todas las poblaciones del Arizona cabalgarán a ponerse a sus órdenes.

—Entonces, hay que matarlo, cuanto antes.

—Sí.

—De acuerdo.

—¿Y bien, Cora?

—Esperaré a ver el resultado de vuestro ataque.

—¿No piensas ayudamos?

—Cuando lo considere oportuno, sí.

Los tres hombres Se miraron. Y no dijeron nada. Ella, por su parte, parecía haberse concentrado en sí misma...

Más tarde, los hombres se juntaron, ya solos, alrededor de una mesa del local de Holloway. Eran éste, Dixie y otro llamado Cowan, dueño del tercero en importancia de los saloons de Paraíso. Podría decirse que ellos tres regentaban en cierto modo a la población.

—Tenemos que prepararlo bien. Cora tiene razón en lo que ha dicho; de nada va a servimos obrar atropelladamente. Es preciso elegir hombres bragados, hábiles con los hierros y astutos además. Tres o cuatro. Luego aleccionarlos. Por ejemplo podrían tenderle una trampa de imposible salida. Uno o dos hacer algo de manera que les llamara la atención y cuando la cosa se pusiera a tono los otros dispararle inesperadamente, por la espalda, escapando los cuatro acto seguido a uña de caballo. Alguno salvaría el pellejo...

—No es mala idea, pero yo tengo otra mejor.

—¿Cuál? Dila.

—Asaltar el Banco y hacer de modo que se acumulasen sospechas contra él de estar en convivencia con los asaltantes. Una de éstas; o tendría que escapar a uña de caballo o lo colgarían, o moriría peleando. En cualquier caso, nos quitaríamos de encima esa preocupación.

—Sí, es un buen plan. Pero no será fácil de llevar a cabo.

—Si lo preparamos con cuidado, sí.

—¿Qué hay de Cora? No me gustó nada su actitud. Creí que nos ayudaría...

—Tendremos cuidado con ella.

—¿Crees que nos pueda traicionar? Lester le tajó la cara malamente, y no volverá a ser guapa en su vida.

—¿Quién sabe de lo que es capaz una mujer? Quizá su odio no es sino una forma de amor. La vigilaremos.

Así andaban las cosas en Paraíso, donde la noticia del aniquilamiento de la banda de Coleman, primero, la del nombramiento de Sol Lester, con el nombre de Toni Smith, para sheriff de Buckskin, después, y. finalmente la de la muerte de Hammer a manos de Lester, habían conmocionado a sus habitantes, haciéndoles mirar al exproscrito como un traidor y un enemigo peligroso. Tan peligroso, que en aquella guarida de asesinos no se encontraban hombres dispuestos a afrontarlo...

En Buckskin, las cosas, por contra, iban como una seda. Con un sheriff así, no había nadie que tuviera ganas de armar gresca y no porque no hubiera mala gente en la población y los montes aledaños. Mas nadie era tan loco como para ir derechito a buscar a la muerte sin una necesidad muy perentoria. Y gun-men de calidad no había en Buckskin...

De ahí que Lester pudiera curar tranquilamente de su herida del brazo. Aún lisiado, bastaba su presencia donde hubiera comenzado una riña para que ésta terminara en el acto. Una sola vez tuvo que echar mano al revólver, en diez días, y el que provocó su gesto no tuvo valor para mantener el tipo hasta el final.

Sin embargo, ya tenía enemigos. Unos solapados, otros abiertos. De los primeros era Walton, el banquero, de los segundos, Mac Donald, el dueño del “Golden Vulture”. Ambos, por el mismo motivo. Lois Duval.

Era notoria ya la intimidad entre la bella jugadora y el nuevo sheriff. Hasta entonces, la maledicencia no podía decir otra cosa qué ellos dos se comportaban de un modo raro. Pero no cabía duda de que entre ellos se había anudado un fuerte lazo, cuya índole se podía sospechar.

Ace Bliss habló de ello una noche, mientras preparaba su diaria partida:

—Están hechos el uno para el otro. Lo que sucede era de esperar.

Uno de sus interlocutores inquirió:

—¿Y qué tal le sienta a Mac Donald? Hasta que llegó el sheriff era quien parecía tener más posibilidades con Lois Duval. No creo qué le haya gustado mucho el verse desbancado...

—Ni él ni ningún otro tenían ninguna verdadera posibilidad, Chuck. Eran como los pretendientes de Penélope.

—¿De quién?

—No conozco a esa señora. ¿Es de aquí?

—Yo tenía Tina tía que se llamaba así...

El tahúr los miró con sorna.

—Ninguno de ustedes conoce esa historia y no se la voy a contar, porque resulta escasamente interesante. ¿Qué tal si comenzamos la partida?

Un poco más allá, Mac Donald estaba fumando hoscamente, apartado de todo el mundo. Porque ya era hora de aparecer Lois en su salón y aún no había llegado...

Finalmente la vio entrar, tan tranquila como de costumbre, e irse hacia su mesa habitual, donde ya la esperaban, impacientes, algunos jugadores. Ella lo saludó con un gesto de cabeza y un frío:

—Hola, Mark.

—Un momento.

Lois se detuvo, frunciendo el entrecejo.

—¿Qué hay?

—¿Cómo vino tan tarde?

—No sabía que tuviera que darle explicaciones.

—Estuvo con Smith, ¿verdad?

Lois apretó él gesto.

—¿Le importa, Mark?

—Sí. Contésteme.

—Pues bien, estuve.

—No es posible que ahora se haya enamorado de él...

—Mis sentimientos son asunto mío.

—Y mío. Durante mucho tiempo le he rogado que fuera mi esposa. Me dejó alimentar esperanzas...

—No más que a otros. Y no tengo ganas de hablar de eso.

—¡Pues hablará! —la cogió fuerte por el brazo. Ella no hizo por desasirse, se limitó a mirar fríamente y decir con no menos frialdad:

—Suélteme, Mark. No me gustan su tono y sus modales.

El estaba ceñudo. Pero la soltó.

—Conmigo no se juega, Lois. ¿Lo sabe?

—Yo no he jugado con usted. Y no le concedí ni le concedo ningún derecho a inmiscuirse en mis asuntos privados.

—Me los tomo yo. Y en cuanto a ese Smith..., bien, me parece que ha llegado la hora de enviarlo donde debe estar.

Ella le apresó la mirada, apretando la expresión. Y dijo, despectiva:

—¿Piensa ir a desafiarlo, Mark? No le sabía tan bravo...

Mac Donald palideció ligeramente y luego enrojeció bajo el latigazo de su desdén.

—No soy un pistolero. Pero hay muchos modos de eliminar a un enemigo.

—Ya lo sé. Los que usan los cobardes. Avisaré a Tom Smith sus intenciones, Mark.

—Me tiene sin cuidado. No le temo.

Uno de los que esperaban a la mujer la llamó con voz fuerte y ella se alejó de Mac Donald con gesto desdeñoso, sentándose a la mesa y no mirándole para nada en adelante, mientras él no le quitaba ojo, con el gesto sombrío.

Una voz calmosa, a su espalda, le hizo volverse veloz:

—De manera que se le acabaron las ilusiones, ¿eh?

Era Ace Bliss. Mac Donald se amoscó aún más.

—No sé de qué me hablas, Ace. Y no me gusta que nadie se entrometa en mis asuntos.

—Perdone, Mac Donald. Era sólo una amistosa observación. ¿Ha leído La Odisea”?

Mac Donald parpadeó, desconcertado.

—¿A qué viene eso? Sí, la he leído.

—Siempre supuse que era un hombre ilustrado. ¿Recuerda su argumento?

—Claro. Ulises retoma a su reino y se encuentra su corte invadida por... —se detuvo en seco. Luego cambió lentamente su expresión—. ¿A dónde vas a parar, Ace? Ten cuidado...

El tahúr embozó una leve sonrisa desdeñosa.

—¿Por qué? Yo soy sólo un jugador. Fuera de los naipes nada me interesa y las mujeres menos que nada. Pero algunas veces, en los últimos días, me ha venido a las mientes la historia de Ulises y Penélope. Había uno entre los pretendientes que estaba a punto de tener éxito, ¿recuerda? Sin embargo, tampoco él pudo con el esposo que retomaba inesperadamente a defender lo suyo.

Mac Donald dijo:

—Aquí te falla la similitud. Ella no es su mujer, y yo no voy a dejarme matar tan tontamente.

Ace sonrió.

—Puede... Pero, ¿qué sabe usted del pasado de Lois? ¿Qué de Tom Smith? Fue muy significativo que ella fuera a buscarlo inmediatamente después del atraco. Y siempre se portaron de un modo raro... Ahora no cabe duda de que entre ambos existe algo muy fuerte, algo que pudo ser anudado mucho tiempo atrás...

La diestra de Mac Donald atrapó con rudeza el brazo del tahúr.

—Si sabes algo, dilo ahora mismo. Si estás tirándote un farol...

El jugador negó:

—Ni una cosa ni otra, Mac Donald. Solamente estoy hablando por hablar. Hablando de una vieja historia que podría repetirse..., si alguien no le da al final distinto giro.

Mac Donald entrecerró los ojos, en una mirada especulativa.

—¿Qué estás tratando de decirme? ¡Te exijo que hables claro!

Antes de responder, Ace miró a Lois, que estaba jugando sin fijarse en ellos y su conversación.

—Es muy hermosa —murmuró—Y vale mucho. Pero ella no amaría al hombre que matara al que ahora quiere. Sin embargo, hasta los héroes tienen su punto vulnerable..., si se sabe buscar. Tom Smith es hombre peligroso y muy desconfiado, pero... tan mortal como otro cualquiera.

Mac Donald sostuvo la mirada astuta del tahúr. Y dijo lentamente:

—Ven a verme a mi despacho más tarde. Hablaremos de “La Odisea”, con tranquilad.