CAPITULO PRIMERO

—¡Si hay algo que me revuelve las tripas es echarme a la cara a un maldito tramposo!

Eso, dicho con aire tremebundo y un vozarrón brutal, apagó de golpe las conversaciones. Jasón Davis sintió sobre sí las miradas de toda la concurrencia, pero sólo tenía ojos para el energúmeno que de tal modo lo insultaba. Tragando saliva, graznó:

—Le aseguro, señor, que no hice ninguna trampa…

—Y yo te aseguro que vas a tragarte esos naipes uno a uno, hijo de cincuenta hembras de coyote sarnoso!

Aquella amenaza fue acompañada por un feroz puñetazo que envió a Jasón patas arriba por el nada limpio suelo del garito y lo dejó sin resuello unos instantes. Los que tardó su agresor en acercársele y pegarle una salvaje patada en el costado, la cual esquivó apenas por milímetros rodando hacia un lado. Pero con ello sólo consiguió aumentar la furia de aquel tipo, cuyos ojos se habían inyectado de sangre.

—¡Te voy a sacar las tripas, hijo de…!

Y dale con las hembras de coyote… Jasón Davis no sólo era pacífico por naturaleza y convicción, sino que además iba desarmado por costumbre, para evitarse complicaciones. En cambio, aquel energúmeno llevaba un enorme pistolón al cinto, un cuchillazo, casi machete, al otro lado, y cuando menos debía haber matado a media docena de hombres. Ahora quería sacarle las tripas y lo acusaba de tramposo únicamente porque le ganó quince dólares en una partida de naipes. Cosas del Oeste…

Se enderezó cuán rápido pudo y se puso a bailotear por el local, esquivando las tarascadas de su atacante. Veía borrosamente que todo el mundo allí estaba inhibiéndose, que nadie le echaría una mano en aquella lucha desigual. En buen lío se había metido, por todos los santos del cielo…

Era ágil y boxeaba un poco, pero de nada iba a servirle contra aquel búfalo rabioso. Recibió media paliza, aunque esquivó mejor o peor los golpes conectando, a la defensiva, por puro instinto de conservación, tres o cuatro que debieron dolerle a su enemigo, puesto que su boca siguió mencionándole a sus progenitores con un florilegio de insultos de lo más escogido.

Y luego ocurrió la catástrofe.

En aquellos tiempos, por el Oeste americano había armas de fuego cargadas en todas partes. Casi todo el mundo tenía alguna, cuando no algunas, y las llevaban incluso a las bodas y los entierros. Resultaba lógico, pues, que las llevasen a la taberna. Si eran largas, solían apoyarlas, o dejarlas, en cualquier lugar donde las tuvieran a mano, por si acaso.

Uno de los clientes del local había hecho eso con su escopeta de dos cañones; para beber a gusto la dejó sobre el mismísimo mostrador, a su lado. Y al recibir un salvaje puñetazo de su contrincante, Jasón Davis fue a parar con violencia, de espaldas, a aquel punto del mostrador, con tan mala fortuna que le dio a aquella condenada escopeta un empujón involuntario, tirándola al suelo. La escopeta estaba cargada y sin seguro echado; al golpear de culata contra el suelo, se dispararon ambos gatillos, que su amo tenía arreglados para que dieran tiro rápido.

Y la doble carga de postas se le fue a meter en la barriga al tipo que pretendía sacarle las tripas a Jasón.

A tres pasos cortos de distancia, una andanada así en plena tripa era algo muy serio. El tipo la recibió en pleno arranque agresivo, se frenó en seco, abrió mucho la boca, rodó los ojos, cambió de color, se llevó ambas manos al vientre, el estómago y el pecho, donde inmediatamente apareció la escandalosa sangre, gruñó algo ininteligible, perdió de golpe toda su agresividad, dio un torpe traspiés y casi le cayó encima al ahora horrorizado Jasón, que se había quedado como lelo al comprender lo sucedido.

En medio de ese silencio sepulcral, que incluso en las comunidades más violentas suele suceder a la muerte no menos violenta de un hombre, los demás ocupantes de la cantina comenzaron a moverse, acercándose a ambos. Uno de los que tomaron parte en la malhadada partida de naipes y otro tipo se arrodillaron junto al caído moviéndolo y examinándolo. No había mucho que examinar, toda aquella sangre que estaba saliendo a borbotones del coladero que era su vientre resultaba de lo más claro y concreto.

—Está muerto…

Estaba muerto… Él, Jasón Davis, acababa de matar a un hombre, siquiera fuese de modo involuntario, aunque aquel hombre fuera un matón de taberna con peores pulgas que un oso viejo y hambriento… Las tripas se le revolvieron a Jasón Davis y tuvo que agarrárselas, mientras se sentía muy mal y con unas ganas locas de vomitar.

A trompicones, y sin que nadie se lo impidiera, atravesó hacia la puerta, por donde ya entraban tipos curiosos que al verle la cara se apresuraron a separarse; tuvo el tiempo justo para agarrarse con una mano a una de las batientes y, así, bamboleándose, vaciar el contenido de su estómago despurreándolo en la acera de tablones y haciendo botar, entre maldiciones, a dos de aquellos curiosos a los cuales por poco embadurna con la maloliente mezcla. Estaba sintiéndose muy enfermo cuando se volvió, pálido y tembloroso, a la concurrencia para decirles, suplicante:

—Fue…, fue un accidente… Ustedes lo han visto… todos…

Unos le miraban con cierta compasión, otros más bien indiferentes, alguno con desdén. El tabernero, que no parecía mala persona, era de los primeros.

—Sí que lo hemos visto, muchacho. Pero, si quieres un buen consejo, echa a correr.

—Pero…, pero yo no quise… Y tampoco hice trampas…

—También lo sabemos —era el que había estado jugando en la maldita partida y comprobó la muerte del energúmeno—. Pero, amigo, este hombre es… era, Tuck Tucker. Y supongo que habrás oído hablar de los hermanos Tucker.

Jasón no había oído nada de los hermanos Tucker. Pero si se parecían al muerto, era como para echarse a temblar.

—No…, no, señor. Yo… acabo de llegar…

—Pues sí que has caído con mal pie aquí. Los Tucker eran cuatro. Los tres que restan, en cuanto se enteren de lo ocurrido te van a desollar vivo y luego te arrastrarán por el desierto atado a las colas de sus caballos.

»Sin contar con que el alguacil es primo de ellos. Suerte tienes que salió esta mañana a un trabajo.»

«Vete a la estación, métete en el primer tren para cualquier parte y no pares hasta haber llegado al océano, muchacho. Luego, si sabes nadar, tírate al mar.»

Como para tranquilizarlo. Y aquel hombre no estaba hablando por hablar, sin duda…

Jasón Davis siguió tan prudentes consejos de inmediato. Ni tan siquiera se entretuvo en recoger sus, por otra parte, escuetas pertenencias. Tenía demasiado miedo a lo que iba a suceder si los hermanos del muerto lo atrapaban y era, sin duda, un miedo de lo más razonable. Veinte minutos más tarde se encontraba en la estación.

Justo cuando arrancaba un tren de carga. De no haber estado tan asustado, Jasón Davis habría preguntado por el primer tren de pasajeros, comprado un billete y todo eso. Así, sin encomendarse a Dios ni al diablo, corrió hacia el convoy ya en marcha, usando al máximo sus largas piernas, atrapó una de las barandillas de uno de los vagones y se izó a trompicones sobre el mismo. Conforme el tren iba alejándose despacio del pueblo donde su mala fortuna le había hecho recalar veinticuatro horas antes en su azaroso peregrinar por este mundo de lágrimas y sustos, respiró…

Luego buscó un lugar más seguro y confortable para realizar el sin duda largo viaje. Porque el tren iba hacia la lejana costa del Pacífico. Ojalá llegara hasta ella misma…

Tras breve peregrinación dio con algo aceptable, un abierto vagón para transporte de ovejas. Iba vacío, pero en él quedaba alguna paja no demasiado limpia. Olía a establo, pero eso importaba poco, era el aire dulce de la libertad. Jasón arreglóse con la paja un lecho y se tendió en él a pensar en sus desdichas. Olvidábamos decir que todo lo antedicho ocurrió en las primeras horas de una hermosa noche de primavera, en algún punto del oeste de Nuevo México, allá por el año de 1875.

Finalmente, el sueño llegó a encalmar los nervios del atribulado Jasón Davis. No mucho, a decir verdad, porque pronto le comenzaron las pesadillas. Soñó que estaba enzarzado nuevamente con aquel tipo Tucker y recibiendo una tremenda paliza. Luego, los hermanos de Tucker lo atrapaban y lo ataban a las colas de sus caballos, sin ninguna clase de miramientos, insultándole y zarandeándole…

—¡Eh, tú, rata sucia! ¡Despierta, granuja!

Aquello no parecía una pesadilla. Jasón despertó, sobresaltado, y se vio en las manos de un hombretón en mangas de camisa, con una gorra de ferroviario, que inclinado sobre él acababa de sacudirle una «caricia» con la punta de su bota. Además, el tipo llevaba una enorme llave de ajustar tornillos en la diestra.

—¡Hijo de cincuenta perras…! —vaya, ahora eran perras—. ¿De modo que viajando de balde, eh?

Estaba comenzando a amanecer y el tren se había detenido. Jasón, muy nervioso, se levantó iniciando una explicación que el otro cortó en seco a la muy expeditiva manera del Oeste.

—No… Mire, escuche, yo…

El puñetazo casi lo levantó en vilo, lo echó contra la baja pared del vagón, le hizo perder el equilibrio y caer al terraplén de la vía. Por milagro no se desnucó, pero aun así se quedó sin aliento y casi sin sentido del porrazo.

Aquellos tipos del Oeste eran tan salvajes como su Oeste. El ferroviario no sólo saltó a tierra, sino que llamó a un compañero, que acudió aprisa.

—¡Joe, acércate, tengo aquí a un viajero gratis, vamos a cobrarle el billete!

¡Su santa y honorable progenitora…! Jasón ya tenía suficiente. Sin esperar a que aquellos dos bestias se le vinieran encima, olvidando el dolor del batacazo, se incorporó y escapó, a trompicones, mareado, dolorido, a campo traviesa poniendo cuanta tierra pudo entre él y sus enemigos. Luego oyó un pitido de la máquina, se detuvo y comprobó que ellos no le perseguían, estaban subiendo al tren y éste comenzaba a moverse. Pero era inútil tratar de alcanzarlo de nuevo, estaba demasiado vapuleado y, además, aquel par de animales vigilaban…

Jadeante, se echó a tierra y miró alejarse al tren de carga hacia unas lomas tras las cuales había una alta, dentada y larga sierra. Muy pronto descubrió que estaba en mitad del desierto. El tren se había detenido junto a un simple depósito de agua y leña.