Capítulo XX
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El concierto
Una mañana, la señora Bretton entró precipitadamente en mi cuarto y me pidió que abriera los cajones y le enseñara mis vestidos; la obedecí en silencio.
—Está bien —dijo ella, después de inspeccionarlos—. Necesitas uno nuevo.
Salió de la casa y regresó en seguida con una modista. Le ordenó que me tomara las medidas.
—Voy a elegir un traje de mi gusto —exclamó—; obraré a mi antojo en este pequeño asunto.
Dos días después llegó a La Terrasse… ¡un vestido rosa!
—No es para mí —me apresuré a decir, sintiendo que sería casi como disfrazarme de dama china.
—¿Qué no es para ti? —repuso mi madrina, añadiendo con su firme determinación—: Ya verás cómo te lo pones esta misma noche.
Pensé que no lo haría; pensé que ninguna fuerza humana lograría convencerme. ¡Un vestido rosa! No lo reconocía como mío. Él no me reconocía como dueña. Ni siquiera me lo había probado.
Mi madrina decretó que aquella noche iría con ella y con Graham a un concierto: un importante acontecimiento, según me explicó, que se celebraría en la gran sala de la principal sociedad musical del país. Tocarían los mejores alumnos del Conservatorio, e iría seguido de una rifa au bénéfice des pauvres; para coronarlo todo, el rey, la reina y el príncipe de Labassecour estarían presentes. Graham, al enviar las entradas, había pedido que prestáramos la debida atención a nuestros atuendos, por respeto a la realeza; nos recomendó, asimismo, que estuviéramos listas a las siete en punto.
Cerca de las seis me condujeron al piso de arriba. Sin que nadie me obligara, me vi guiada e influida por una voluntad que no era la mía, que no me consultaba ni me persuadía, y a la que obedecía con docilidad. En pocas palabras, me pusieron el vestido rosa, atenuado por unas cintas de encaje negro. Me declararon en grande tenue[176], y me rogaron que me mirara en el espejo. Lo hice temblando de miedo; y, todavía más asustada, aparté la vista de él. El reloj dio las siete; el doctor Bretton había llegado; mi madrina y yo bajamos. Ella llevaba un vestido de terciopelo marrón; mientras la seguía protegida por su sombra, ¡cómo envidié los pliegues de su grave y oscura majestuosidad! Graham nos aguardaba en el umbral del salón.
«Espero que no crea que me he arreglado así para llamar la atención», pensé con inquietud.
—Tome estas flores, Lucy —exclamó, dándome un ramillete.
No prestó más atención a mi vestido que la reflejada en una amable sonrisa y en un gesto satisfecho, lo que calmó al instante mi sentimiento de vergüenza y mi miedo al ridículo. Por lo demás, el traje era sumamente sencillo, sin volantes ni plisados; lo que me intimidaba era la ligereza de su tela y su color encendido, pero, como Graham no vio nada absurdo en él, me resigné muy pronto a llevarlo.
Supongo que las personas que van todas las noches a un lugar de diversión no pueden disfrutar de una ópera o de un concierto con la misma intensidad que quienes sólo asisten a ellos en raras ocasiones. No creo que esperase vibrar de placer en el concierto, pues sólo tenía una vaga noción de su naturaleza, pero me gustó mucho el trayecto. La comodidad del carruaje cerrado en aquella noche fría y despejada, la dicha de salir en tan alegre y cariñosa compañía, la visión de las estrellas centelleando entre los árboles mientras avanzábamos por la avenida; y, poco después, la grandeza del cielo nocturno cuando salimos a la chaussée, el paso por las puertas de la ciudad, las fogatas encendidas, los guardas allí apostados, la inspección que simularon hacernos y que tanto nos divirtió… todos esos detalles tenían para mí, por su novedad, un encanto peculiar y deslumbrante. No sabría decir hasta qué punto emanaba de la atmósfera de amistad que nos envolvía: el doctor John y su madre, de excelente humor, discutieron alegremente todo el camino y se mostraron tan afectuosos conmigo como si fuera de la familia.
Nuestro recorrido pasaba por algunas de las principales calles de Villette, intensamente iluminadas y mucho más concurridas que al mediodía. ¡Cómo brillaban los escaparates de las tiendas! ¡Con cuánta animación fluía la marea desbordante de vida por el ancho pavimento! Mientras contemplaba todo aquello, el recuerdo de la rue Fossette acudió a mi pensamiento: el colegio y el jardín amurallado, las aulas enormes y oscuras por las que paseaba sola a aquella misma hora, mirando las estrellas por los ventanales altos y desnudos y oyendo a lo lejos la voz de la lectora que, en el refectorio, repetía la lecture pieuse. Pronto volvería a oírla y a vagar por el internado; y la sombra del futuro se cernió con severidad sobre el radiante presente.
Mientras tanto, nos habíamos sumergido en una corriente de carruajes que avanzaban en la misma dirección, y no tardó en resplandecer ante nosotros la fachada iluminada de un gran edificio. Como he insinuado antes, apenas sabía lo que iba a encontrar en su interior, pues jamás había estado antes en un lugar público de diversión.
Nos apeamos delante de un gran pórtico donde había un enorme bullicio y mucha gente, pero no recuerdo más detalles con claridad, hasta que me encontré subiendo por una majestuosa escalinata, de gran anchura y fácil ascenso, con una gruesa y suave alfombra carmesí, que conducía a unas gigantescas puertas solemnemente cerradas, cuyos paneles eran del mismo color que la alfombra.
No sé qué clase de magia conseguía abrir aquellas puertas… el doctor John se ocupaba de esos asuntos; se abrieron, sin embargo, y apareció ante nosotros una sala, de gran tamaño, cuyas paredes circulares y techo en forma de cúpula me parecieron de oro (por la destreza con que habían sido realizados); tenían en relieve toda clase de molduras y guirnaldas, brillantes como el oro pulido o níveas como el alabastro, y el color blanco y el color áureo se fundían en hermosas coronas de hojas doradas y lirios inmaculados; tanto los cortinajes como las alfombras y los cojines eran de un vivo color carmesí. Colgando de la cúpula, refulgía una masa que me deslumbró… y que me pareció de cristal de roca; una masa de planos centelleantes, estrellas luminosas y lágrimas ondulantes, bellamente teñida de gemas dispersas como el rocío, y de trémulos fragmentos de arco iris. No era más que una araña de cristal, lector, pero a mí me pareció la obra de un genio oriental: y casi esperé ver la mano enorme, misteriosa y oscura del Esclavo de la Lámpara flotando en la brillante y perfumada atmósfera de la cúpula y custodiando su maravilloso tesoro.
Seguimos avanzando, sin que yo fuera consciente hacia dónde, pero de pronto, en algún giro, nos encontramos con un grupo de personas que venían de frente. Todavía me parece estar viéndolas: una hermosa dama de mediana edad, vestida de terciopelo oscuro; un caballero que podía ser su hijo… el rostro y la figura más elegantes que yo había visto jamás; y una tercera persona, ataviada con un vestido rosa y un manto de encaje negro.
Me fijé en los tres y, por un instante, los tomé por desconocidos: recibí así una impresión objetiva de su aspecto. Pero la impresión apenas duró y no tuvo tiempo de grabarse en mi memoria; se disipó en cuanto comprendí que estaba frente a un gran espejo entre dos columnas: ¡aquel grupo éramos nosotros! De modo que, por primera y quizá última vez en la vida, disfruté del «don» de verme tal como me veían los demás. No es necesario que me extienda en las consecuencias. Trajeron una nota discordante, una punzada de dolor; no fue una visión halagüeña y, sin embargo, debía sentirme agradecida: podría haber sido peor.
Finalmente, nos sentamos en unas butacas desde las que se divisaba toda la sala, enorme y resplandeciente, caldeada y alegre. Ya estaba llena, y el público era realmente distinguido. No sé si las mujeres eran muy hermosas, pero sus vestimentas resultaban perfectas; y las extranjeras, incluso las menos atractivas en la intimidad, parecen poseer el arte de mostrarse elegantes en público. Por muy bruscos y ruidosos que sean sus movimientos cuando se pasean por su hogar en peignoir y papillotes[177], reservan para los días de fiesta una forma de deslizarse, de inclinarse, de mover la cabeza y los brazos, cierta expresión en la boca y en los ojos, que siempre exhiben al engalanarse.
Se veían aquí y allá algunas figuras agraciadas, con un estilo de belleza muy singular; un estilo, según creo, jamás visto en Inglaterra: un estilo sólido, firme y escultural. Sus formas no son angulosas: una cariátide de mármol es casi tan flexible; una diosa de Fidias no resulta más serena y majestuosa. Tenían los rasgos que los pintores holandeses eligen para sus madonas: las facciones típicas de las tierras llanas, armoniosas y redondeadas, ingenuas e impasibles; por la profundidad de su calma inexpresiva, de su serenidad desapasionada, sólo pueden recordarnos a los campos nevados del Polo. Las mujeres así no necesitan adornos, y casi nunca los llevan; el pelo sedoso, cuidadosamente trenzado, ofrece sobrado contraste con las mejillas y la frente, todavía más suaves que los cabellos. Nunca resultan, al vestir, demasiado sencillas; el brazo opulento y el cuello perfecto no precisan pulseras ni cadenas.
En una ocasión, había tenido el privilegio de conocer bien a una de esas beldades: era asombroso ver la hondura y vehemencia del amor que se profesaba a sí misma; sólo lo superaba su arrogante incapacidad de sentir afecto por cualquier otro ser humano. No corría una gota de sangre por sus frías venas; una plácida linfa llenaba y casi obstruía sus arterias.
Una Juno como la que acabo de describir estaba sentada en un sitio muy visible; una especie de blanco de todas las miradas, perfectamente consciente de su papel, pero invulnerable a la magnética influencia de cualquier observador: tan fría, corpulenta, rubia y hermosa como la columna blanca de capitel dorado que se elevaba junto a ella.
Al darme cuenta de que había llamado poderosamente la atención del doctor John, le pedí en voz baja que «por el amor de Dios, protegiera bien su corazón».
—No necesita enamorarse de esa dama —susurré—, pues, se lo digo de antemano, podría morir a sus pies sin conseguir que le correspondiera.
—Muy bien —respondió—, y ¿cómo sabe usted que el espectáculo de su enorme insensibilidad no constituye para mí el mayor estímulo para rendirle homenaje? Creo que el aguijonazo de la desesperación es un maravilloso incentivo para mis emociones; pero —añadió, encogiéndose de hombros— ¡qué sabrá usted de esas cosas! Le preguntaré a mi madre. Mamá, estoy en peligro…
—¡Como si eso pudiera importarme! —exclamó la señora Bretton.
—¡Ay! ¡Qué cruel es mi destino! —dijo su hijo—. Jamás ha existido una madre menos sentimental que la mía: es incapaz de creer que pueda caer sobre ella algo tan calamitoso como una nuera.
—Si no lo hago, no será porque esa calamidad haya dejado de acosarme: llevas diez años amenazándome con ella. «¡Mamá, me casaré muy pronto!», gritabas siendo un chiquillo.
—Pero, madre, lo haré uno de estos días. En el momento más inesperado, cuando te creas más segura, me marcharé como Jacob, Esaú[178] o cualquier otro patriarca, y regresaré con una esposa; quizá sea una de las hijas de esta tierra.
—¡Lo harás por tu cuenta y riesgo, John Graham! No tengo nada más que decirte.
—Esta madre mía pretende que sea un viejo solterón. ¡Qué anciana más celosa! Pero fijaos en esa espléndida criatura con el vestido de satén azul claro y el pelo castaño con reflets satinés como los de su traje. ¿No te sentirías orgullosa, mamá, si algún día llevara a casa a esa diosa y te la presentara como la señora de Graham Bretton?
—No llevarás ninguna diosa a La Terrasse: ese pequeño château no tendrá dos dueñas; especialmente si la segunda es de la altura, el volumen y el perímetro de esa robusta muñeca de madera y cera, satén y cabritilla.
—Mamá, ¡llenaría de un modo tan admirable tu sillón azul!
—¿Llenar mi sillón? ¡Como se atreva a hacerlo esa usurpadora extranjera…! Sería un triste sillón para ella… Pero ¡silencio, John Graham! Cierra la boca y utiliza los ojos.
Durante esta escaramuza, la sala, que yo había creído llena al entrar, continuó recibiendo grupo tras grupo, hasta que, en el semicírculo que había frente al escenario, una densa masa de cabezas se elevó desde el suelo hasta el techo. También el escenario, o mejor dicho la inmensa plataforma provisional —mucho más grande que cualquier escenario—, desierta media hora antes, se hallaba ahora desbordante de vida; alrededor de dos magníficos pianos, situados en el centro, se había congregado silenciosamente una blanca bandada de muchachas, alumnas del Conservatorio. Observé su llegada mientras Graham y su madre discutían sobre la beldad del vestido de satén azul, y seguí con interés el proceso de su ordenamiento y colocación. Dos caballeros, a los que reconocí, dirigían aquella virginal tropa. Uno de ellos, de aspecto bohemio, barbudo y con el pelo largo, era un conocido pianista, así como el mejor profesor de música de Villette; acudía dos veces por semana al internado de madame Beck, y daba clase a las pocas alumnas con padres lo bastante ricos para pagar ese privilegio; se llamaba Josef Emanuel y era hermanastro de monsieur Paul, ese personaje arrollador, el segundo caballero que había visto en el escenario.
Monsieur Paul me divertía y sonreí al observarlo; parecía estar en su elemento… en un lugar muy visible, delante de un numeroso publico, organizando, controlando, atemorizando a un centenar de señoritas. Se mostraba, asimismo, tan serio, tan enérgico, tan decidido y, sobre todo, tan autoritario. Y, sin embargo, ¿qué pintaba allí? ¿Qué tenía que ver con la música o el Conservatorio? Él, que apenas distinguía una nota de otra. Sabía que era su amor a mandar y a exhibirse lo que le había llevado allí… un amor tan ingenuo que no podía ser ofensivo. Pronto resultó ostensible que su hermano, monsieur Josef, estaba tan dominado por él como las jovencitas. ¡Jamás ha existido un hombre más parecido al halcón que monsieur Paul! Poco después, algunos cantantes y músicos famosos subieron al escenario: al llegar las estrellas, el profesor desapareció. No soportaba a las celebridades: huía cuando era incapaz de eclipsar a los demás.
Estaba todo preparado, pero un palco seguía vacío… un palco forrado de color carmesí, al igual que la escalinata y las puertas, con unos bancos cubiertos de cojines, a ambos lados de dos majestuosos sillones, solemnemente colocados bajo un dosel.
Se dio una señal, se abrieron las puertas, el público se puso en pie, la orquesta empezó a tocar y, con la bienvenida de los cánticos del coro, entraron el rey, la reina y la corte de Labassecour.
Era la primera vez que yo veía a un rey o a una reina de carne y hueso; así que es fácil imaginar hasta qué punto forcé la vista para no perder ningún detalle de aquellos especímenes de la realeza europea. Cualquier persona que contemple por primera vez a un monarca, experimentará una vaga sorpresa cercana a la decepción al no verlo permanentemente sentado en un trono, con una corona en la cabeza y un cetro en la mano. Buscando un rey y una reina, y hallando sólo un soldado de mediana edad y una dama bastante joven, me sentí medio defraudada, medio satisfecha.
Recuerdo muy bien a aquel rey: un hombre de cincuenta años, algo encorvado, algo canoso; no había ningún rostro entre el público que se pareciera al suyo. Nunca había leído, ni me habían contado, nada de su carácter y sus hábitos; y, en un principio, los profundos jeroglíficos que parecían haber grabado con un estilete en su frente, alrededor de sus ojos y junto a su boca, me dejaron perpleja. Sin embargo, más que conocer, pronto adiviné el significado de aquellas líneas que ninguna mano había escrito. Allí estaba sentado un hombre que sufría en silencio… un hombre nervioso y melancólico. Sus ojos habían visto cierto fantasma, y llevaban mucho tiempo esperando las idas y venidas de ese extraño espectro: la Hipocondría. Tal vez la estuviera contemplando ahora, en el escenario, en medio de aquella brillante muchedumbre. La Hipocondría tiene esa costumbre, aparecer entre una ingente multitud… oscura como el Destino, pálida como la Enfermedad, y casi tan fuerte como la Muerte. Su compañero y víctima cree ser feliz unos instantes: «De ningún modo —le dice ella—, ahora vengo». Y hiela la sangre de su corazón, y nubla la luz de sus ojos.
Es posible que algunos atribuyeran la culpa de tan terribles y característicos surcos al peso de una corona extranjera sobre su frente; y que otros lo achacaran a tempranas aflicciones. Podría haber algo de verdad en ambas suposiciones; pero las dos se veían agravadas por el enemigo más oscuro de la humanidad: una constitución melancólica. La reina, su mujer, lo sabía: tuve la impresión de que el reflejo del dolor del marido proyectaba su tenue sombra sobre su bondadoso rostro. Aquella princesa parecía una mujer dulce, atenta, adorable; no era hermosa, no se asemejaba a las beldades de sólidos encantos y sentimientos de mármol descritas hace escasas páginas. Su figura era algo más delgada; sus facciones, aunque bastante distinguidas, recordaban demasiado a las dinastías reinantes y a las estirpes reales para ser perfectas. Su perfil era, de entrada, agradable; pero no podía evitarse relacionarlo con algunas efigies en las que unas líneas similares ofrecían un aspecto innoble, vacilante, astuto o sensual, según el caso. Los ojos de la reina, sin embargo, sólo le pertenecían a ella; y la piedad, la benevolencia y la dulce comprensión brillaban en ellos con su luz más divina. No resultaba majestuosa, pero sí elegante, amable, cariñosa. Su hijo, el príncipe de Labassecour y joven duque de Dindonneau, la acompañaba: el pequeño se apoyaba en las rodillas de su madre; y, de vez en cuando, en el transcurso de aquella velada, la vi observar al monarca, sentado a su lado, consciente de su sombrío ensimismamiento y deseosa de sacarle de él desviando su atención hacia el niño. A menudo inclinaba la cabeza para escuchar los comentarios del pequeño, y luego se los repetía riendo a su marido. El triste y taciturno rey parecía abandonar sus meditaciones, la escuchaba, sonreía, pero invariablemente volvía a enfrascarse en ellas cuando su ángel bueno dejaba de hablar. ¡Un espectáculo patético y muy significativo! Y no lo hacía menos doloroso el hecho de que, tanto para la aristocracia como para la honrada burguesía de Labassecour, aquella peculiaridad resultara imperceptible: no descubrí entre el público ningún espíritu impresionado o conmovido.
Con el rey y la reina entraron los miembros de la corte, incluidos dos o tres embajadores de otros países; y, con ellos, la élite de los extranjeros que residían en Villette. Éstos tomaron posesión de los bancos color carmesí; las damas se sentaron; la mayoría de los hombres se quedaron en pie: la hilera de sus trajes negros, al fondo del palco, contrastaba con el esplendor de la parte delantera… un esplendor que arrojaba las más variadas luces, sombras y tonalidades. La parte central estaba llena de matronas envueltas en terciopelos y rasos, plumas y piedras preciosas; los primeros bancos, a la derecha de la reina, parecían reservados exclusivamente para las muchachas más jóvenes, las flores —quizá sería mejor decir los capullos— de la aristocracia de Villette. Allí no había joyas, ni tocados, ni la textura del terciopelo, ni el brillo de la seda: la pureza, la sencillez y la gracilidad reinaban en aquel grupo virginal. Jóvenes cabezas con los cabellos trenzados, y hermosas figuras (me disponía a escribir figuras de sílfides, pero no sería cierto: algunas de aquellas jeunes filles, que no tendrían más de dieciséis o diecisiete años, podían presumir de unos contornos tan sólidos y robustos como los de una inglesa corpulenta de veinticinco años), hermosas figuras vestidas de blanco, de rosa pálido o de azul claro, como si quisieran evocar a los ángeles del cielo. Yo conocía, como mínimo, a dos de aquellos especímenes humanos rosas y blancos. Allí estaban dos antiguas alumnas del colegio de madame Beck, mesdemoiselles Mathilde y Angélique: dos alumnas que, en su último año escolar, deberían haber estado en la clase superior, pero cuyos cerebros nunca les permitieron pasar del nivel intermedio. Las había tenido a mi cargo en clase de inglés, y sabía cuán difícil era conseguir que tradujesen racionalmente una página de El vicario de Wakefield[179]. Y, durante tres meses, una de ellas se sentó frente a mí en el comedor, y la cantidad de pan, mantequilla y compota de frutas que engullía en el second déjeuner era asombrosa; sólo lo superaba el hecho de que se guardara en los bolsillos las rebanadas que no tenía tiempo de comer. He aquí algunas verdades… que resultan aleccionadoras.
Reconocí a otro de esos serafines, la joven más hermosa y con un aire menos recatado e hipócrita: estaba sentada junto a la hija de un lord inglés, una muchacha ejemplar, a pesar de su aspecto altanero; las dos habían entrado con la comitiva de la embajada inglesa. Ella (mi conocida) tenía una figura delgada y flexible, muy diferente a la de las damiselas del país. Tampoco llevaba los cabellos trenzados en forma de concha o de pequeña cofia de raso; parecían realmente cabellos, y caían sobre sus hombros, largos, rizados y ondulantes. Conversaba animadamente y daba la impresión de sentirse muy satisfecha de sí misma y de su posición. No miré al doctor Bretton; pero sabía que también él había visto a Ginevra Fanshawe: estaba silencioso, contestaba con monosílabos a los comentarios de su madre, e incluso ahogaba frecuentes suspiros. Pero ¿por qué suspiraba? Había asegurado que le gustaban los amores difíciles, ¿no era justamente eso lo que quería? Su amada brillaba sobre él en una esfera superior a la suya: no podía acercarse a ella; ni siquiera tenía la certeza de que la joven fuera a dedicarle una de sus miradas. La observé para ver si le concedía ese favor. Nuestros asientos no estaban lejos de los bancos color carmesí; era inevitable que unos ojos tan rápidos y penetrantes como los de la señorita Fanshawe nos divisaran desde allí, y lo cierto es que no tardó en clavar la vista en nosotros: por lo menos, en Graham y en la señora Bretton. Yo me mantuve un poco en la sombra, medio escondida, deseando que no me reconociera en seguida: Ginevra miró fijamente al doctor John, y luego examinó a su madre con la ayuda de unos impertinentes; al cabo de unos instantes, susurró algo a su vecina, riendo; al empezar el espectáculo, su atención se desvió hacia la plataforma.
No me detendré en el concierto; mis impresiones carecen de interés para el lector: y, en realidad, no tendría sentido recordarlas, pues eran las impresiones de una completa ignorante. Las jóvenes del Conservatorio, de lo más nerviosas y asustadas, hicieron una temblorosa exhibición en los dos magníficos pianos. Monsieur Josef Emanuel estuvo a su lado mientras tocaban; pero no tenía el tacto y la influencia de su hermano, que, en similares circunstancias, habría obligado a las alumnas a comportarse con heroísmo y serenidad. Monsieur Paul habría colocado a las histéricas débutantes entre dos fuegos: el pánico al público y el pánico al propio monsieur Paul, y les habría infundido el valor de la desesperación, haciendo incomparablemente mayor el segundo que el primero. Pero monsieur Josef no sabía hacerlo.
Después de las pianistas de muselina blanca, apareció una dama madura, elegante, con aire melancólico y un vestido de raso blanco. Empezó a cantar. Sentí lo mismo al oírla que ante los trucos de un prestidigitador: me habría gustado saber cómo lo haría, cómo conseguiría que su voz subiera y bajara de aquel modo tan maravilloso; pero lo cierto es que una sencilla melodía escocesa, entonada por un tosco músico callejero, a menudo me había emocionado mucho más profundamente.
Luego salió un caballero que, haciendo una reverencia al rey y a la reina, y llevándose continuamente una mano enguantada al corazón, prorrumpió en amargas quejas contra cierta fausse Isabelle. Pensé que buscaba sobre todo la simpatía de la reina; pero, a menos que yo esté muy equivocada, Su Majestad, en lugar de mostrar un interés sincero, le dispensó una atención tranquila y cortés. El estado de ánimo de aquel caballero era terrible, así que me alegré cuando terminó su actuación.
Algunos coros llenos de brío me parecieron lo mejor del espectáculo. Había representantes de las mejores sociedades musicales de provincias; auténticos nativos de Labassecour, gordos como toneles. Aquellos personajes cantaban sin afectación: su entusiasta esfuerzo tenía al menos ese buen resultado… el oído extraía de allí una placentera sensación de energía.
A lo largo de todo el espectáculo —tímidos duetos instrumentales, petulantes solos vocales, sonoros coros de pulmones de metal—, mi atención sólo dedicó un ojo y un oído al escenario, los otros estuvieron al servicio del doctor Bretton: no podía olvidarme de él, ni dejar de preguntarme cómo se sentía, qué pensaba, si se divertía o no. Finalmente, rompió a hablar.
—¿Qué le parece, Lucy? Está usted muy silenciosa —dijo, con su animación habitual.
—Estoy tan silenciosa —respondí— porque me interesa no sólo la música sino todo cuanto me rodea.
Entonces hizo algunos comentarios tan serenos y ecuánimes que empecé a pensar que no había visto lo mismo que yo, y le susurré:
—La señorita Fanshawe está aquí, ¿se ha dado cuenta?
—¡Oh, sí! Y me he fijado en que usted también se ha percatado de su presencia.
—¿Cree que ha venido con la señora Cholmondeley?
—La señora Cholmondeley ha llegado con un grupo muy numeroso. Sí, Ginevra estaba en su comitiva; y la señora Cholmondeley, en la comitiva de lady…, que estaba en la comitiva de la reina. Si ésta no fuera una de esas pequeñas cortes europeas, donde ceremoniosidad es casi sinónimo de familiaridad, y donde las fiestas de gala parecen reuniones caseras con traje de domingo, todo eso sonaría muy bien.
—Tengo la impresión de que Ginevra le ha visto.
—Yo también. La he mirado varias veces desde que usted dejó de hacerlo; y he tenido el honor de presenciar un pequeño espectáculo que usted se ha ahorrado.
No le pregunté cuál: esperé una información voluntaria; y no tardó en dármela.
—La señorita Fanshawe —dijo— está en compañía de una joven de la aristocracia. Da la casualidad de que conozco a lady Sara de vista; su distinguida madre ha requerido mis servicios como médico. Es una muchacha orgullosa, pero nada insolente, y dudo que Ginevra se haya ganado su aprecio convirtiendo a sus vecinos en el blanco de sus bromas.
—¿Qué vecinos?
—Sencillamente mi madre y yo. En cuanto a mí, es muy natural: supongo que nadie puede resultar más cómico que un joven médico de clase media; pero ¿mi madre? Jamás se habían burlado de ella. ¿Sabe que he tenido una sensación muy curiosa al ver su gesto desdeñoso y sus impertinentes sarcásticamente dirigidos hacia nosotros?
—No piense más en eso, doctor John: no merece la pena. Cuando Ginevra actúa de un modo irreflexivo, como obviamente ocurre esta noche, es capaz de reírse de cualquiera, incluso de esa dulce y pensativa reina o de ese melancólico rey. No lo ha hecho con crueldad, sólo por puro atolondramiento. Para una colegiala con la cabeza llena de pájaros no hay nada sagrado.
—Pero usted olvida que no estoy acostumbrado a considerar a la señorita Fanshawe una colegiala con la cabeza llena de pájaros. ¿Acaso no era mi divinidad, el ángel de mi vida?
—Bueno, ése era su error.
—A decir verdad, sin exageraciones ni romanticismos, hubo un momento hace seis meses en que la creí divina. ¿Recuerda nuestra conversación sobre los regalos? No fui completamente sincero con usted al hablar de ese tema: me divirtió su vehemencia. Para aprovechar al máximo su buen juicio, dejé que me creyera más en la oscuridad de lo que realmente estaba. Gracias a esa prueba de los regalos, me di cuenta por primera vez de que Ginevra era un ser mortal. Pero seguía fascinándome su belleza: hace tres días… hace tres horas, yo era su esclavo. Al verla esta noche, triunfal en su hermosura, mis sentimientos le han rendido homenaje; de no haber sido por un desafortunado gesto de desdén, seguiría siendo el más humilde de sus siervos. Podría haberse burlado de mí y, aun hiriéndome, no me habría perdido: habría necesitado más de diez años para conseguir conmigo lo que, en un momento, ha conseguido con mi madre.
Guardó unos instantes de silencio. Nunca había visto tanto fuego y tan poco sol en los ojos azules del doctor John.
—Lucy —prosiguió—, mire bien a mi madre y dígame objetivamente, sin miedo, cómo la ve esta noche.
—Igual que siempre… una respetable señora inglesa de clase media; bien vestida, aunque con sobriedad, nada pretenciosa, de naturaleza alegre y apacible.
—También la veo así… ¡Bendita sea! La gente dichosa se ríe con mamá, sólo los débiles se ríen de ella. Nadie se burlará de ella, al menos con mi consentimiento; y sin mi… desprecio… mi antipatía… mi…
Se detuvo: y era el momento de hacerlo, pues estaba acalorándose más de lo que la ocasión justificaba. Entonces yo no sabía que tenía dos motivos para estar disgustado con la señorita Fanshawe. Su rostro encendido, el movimiento de sus orificios nasales, el gesto de desdén de su hermoso labio inferior, me mostraron a un nuevo y sorprendente Graham Bretton. Sin embargo, no resulta agradable contemplar un arrebato de ira en una persona de temperamento dulce y apacible; tampoco me gustó el deseo de venganza que estremeció su joven y vigoroso cuerpo.
—¿La he asustado, Lucy? —preguntó.
—No entiendo por qué se ha enojado tanto.
—Por esta razón —me dijo al oído—: Ginevra no es ni un ángel ni una mujer virtuosa.
—¡Qué tontería! Exagera usted: no hay ninguna maldad en ella.
—Demasiada para mí. Puedo ver cosas para las que usted está ciega. Pero será mejor cambiar de tema. Me divertiré tomando el pelo a mamá: le aseguraré que se está durmiendo. ¡Vamos, mamá, despierta, te lo ruego!
—John, seré yo quien te despierte a ti si no te comportas como es debido. ¿Podéis callaros Lucy y tú y dejarme oír la música?
Actuaba un estruendoso coro, lo que nos había permitido entablar nuestro diálogo anterior.
—¡La estás oyendo perfectamente, mamá! Apuesto mis gemelos, que son auténticos, contra tu falso broche…
—¡Mi falso broche, Graham! ¡Muchacho blasfemo! Sabes que es una piedra de gran valor.
—¡Oh! Ésa es una de tus supersticiones: te engañaron al comprarlo.
—Me engañan mucho menos de lo que imaginas. ¿Cómo es que conoces a las jovencitas de la corte, John? He observado que dos de ellas te han prestado mucha atención durante la última media hora.
—Preferiría que no las mirases.
—¿Por qué no? ¿Porque una de ellas dirigió burlonamente sus impertinentes hacia mí? Es una muchacha preciosa y muy necia: ¿acaso temes que sus risitas me desconcierten?
—¡Qué sensata y admirable es la Anciana Dama! Mamá, eres mejor para mí que diez esposas.
—No seas tan efusivo, John, o me desmayaré, y tendrás que llevarme fuera; y, si esa carga cayera sobre ti, cambiarías tu última frase y exclamarías: «¡Madre, diez esposas difícilmente podrían ser peores para mí que tú!».
Cuando terminó el concierto, se celebró una rifa au bénéfice des pauvres. El intervalo entre ambos fue de esparcimiento general, y de un movimiento y un bullicio de lo más amenos. La blanca bandada abandonó el escenario; una multitud de ajetreados caballeros lo invadió, a fin de preparar el sorteo. Y, entre ellos —el más ajetreado de todos—, reapareció cierta figura bien conocida, menuda pero activa, con la vitalidad y la energía de tres hombres altos. ¡Cómo trabajaba monsieur Paul! ¡Cómo daba órdenes y, al mismo tiempo, arrimaba el hombro! Media docena de ayudantes estaban a su disposición para quitar los pianos y esa clase de tareas; pero daba lo mismo: él tenía que sumar su fuerza a la de ellos. Su celo desmesurado resultaba algo irritante, algo ridículo: no pude sino ver mal todo aquel revuelo y reírme de él. Pero, en medio de los prejuicios y de la irritación, percibí, mientras le observaba, cierta encantadora naïveté en todas sus acciones y palabras; tampoco podía estar ciega a algunos vigorosos rasgos de su fisonomía, que ahora llamaban la atención por su contraste con aquella aglomeración de rostros sumisos: la profundidad e intensa agudeza de sus ojos, la energía de su frente pálida y despejada, la expresividad de su boca. Le faltaba la serenidad de la fuerza, pero no hay duda de que poseía su dinamismo y su fuego.
Mientras tanto, la sala entera bullía de agitación; casi todo el mundo se había levantado para cambiar de postura; algunos paseaban de un lado a otro, y todos hablaban y reían. El palco color carmesí ofrecía una escena especialmente animada. La larga nube de caballeros se rompió para mezclarse con el arco iris de las damas; dos o tres hombres con aspecto de oficiales se acercaron al rey y empezaron a conversar con él. La reina, abandonando su asiento, se deslizó entre la hilera de jovencitas, que se levantaron a su paso; y dedicó a cada una de ellas un detalle amable: una palabra gentil, una sonrisa o una mirada. Dirigió algunas frases a las dos bonitas inglesas, lady Sara y Ginevra Fanshawe; cuando se alejó de ellas, las dos muchachas, especialmente la segunda, resplandecieron de gozo. Después fueron abordadas por varias damas, y un pequeño círculo de caballeros se agrupó a su alrededor; entre ellos, el más cercano a Ginevra era el conde de Hamal.
—¡Qué calor tan agobiante hace en la sala! —exclamó el doctor Bretton, levantándose con súbita impaciencia—. Lucy… madre… ¿no queréis salir a tomar un poco el aire?
—Ve con él, Lucy —dijo la señora Bretton—. Prefiero guardar el sitio.
De buen grado me hubiera quedado con ella, pero el deseo de Graham tenía preferencia sobre el mío; le acompañé.
El aire era glacial; al menos, eso me pareció: no creo que el doctor John fuera consciente; pero la noche estaba en calma, y no había una sola nube en el cielo, sembrado de estrellas. Yo iba envuelta en una piel. Paseamos un poco por la acera; al pasar bajo una farola, Graham se encontró con mi mirada.
—Parece pensativa, Lucy; ¿es por mi culpa?
—Me preocupa que se sienta apenado.
—En absoluto, así que levante ese ánimo… como yo. Estoy convencido de que la causa de mi muerte no será una enfermedad cardíaca. Puede que me hieran, puede que me sienta abatido por algún tiempo, pero ningún dolor o enfermedad sentimental ha logrado destrozarme el alma. ¿No me ha visto siempre contento en casa?
—Generalmente.
—Me alegro de que Ginevra se riera de mi madre. No cambiaría a la Anciana Dama por una docena de beldades. ¡Cuánto bien me ha hecho su gesto desdeñoso! ¡Gracias, señorita Fanshawe!
Y, quitándose el sombrero que cubría sus rizos, hizo una ridícula reverencia.
—Sí —continuó diciendo—, se lo agradezco de veras. Me ha hecho sentir que nueve décimas partes de mi corazón estaban en perfectas condiciones, y la décima sangraba por un simple pinchazo: un pequeño corte que cicatrizará en un santiamén.
—Ahora está irritado, furioso y acalorado; mañana pensará de otro modo.
—¡Furioso y acalorado! No me conoce. Por el contrario, todo mi ardor ha desaparecido: estoy tan frío como la noche… que, por cierto, quizá sea demasiado fría para usted. Vale más que regresemos.
—Doctor John… ¡qué cambio tan repentino!
—No crea; y, si es así, tengo motivos… dos motivos: le he contado uno. Pero volvamos dentro.
No resultó fácil llegar hasta nuestros asientos; la rifa había empezado, y reinaban el alboroto y la confusión; la multitud bloqueaba el pasillo, y nos vimos obligados a detenernos un rato. Miré a uno y otro lado —me pareció oír mi nombre— y divisé muy cerca al omnipresente e inevitable monsieur Paul. Tenía la vista clavada en mí… mejor dicho, en mi vestido rosa; y un comentario sarcástico brillaba en sus ojos. Era su costumbre criticar las vestimentas de profesoras y alumnas en el internado de madame Beck, algo que, por lo menos, las primeras consideraban una impertinencia. Hasta entonces, yo me había librado: mi oscuro atuendo diario no podía ser más discreto. No estaba de humor aquella noche para permitirle una nueva intromisión; en vez de soportar sus bromas, ignoraría su presencia. Así, pues, volví el rostro hacia la manga del doctor John; encontrando en aquel abrigo negro una perspectiva más cómoda y placentera, más cordial y amistosa, que la que ofrecía el desagradable rostro del oscuro y menudo profesor. Graham pareció secundar inconscientemente mi preferencia, pues bajó la cabeza y dijo con voz amable:
—No se separe de mí, Lucy: estas multitudes no son nada respetuosas con las personas.
Pero no pude evitar traicionarme a mí misma. Cediendo a una influencia magnética o de otro tipo —inoportuna, desagradable, pero eficaz—, volví a mirar para ver si monsieur Paul se había ido. No, seguía en el mismo lugar, pero con otra expresión en los ojos; había adivinado mis pensamientos y mi deseo de esquivarlo. Su mirada burlona, pero no malhumorada, se había convertido en un oscuro ceño y, cuando me incliné para saludarlo con la idea de reconciliarme, lo único que conseguí de él fue un movimiento de cabeza sumamente rígido y severo.
—¿A quién ha hecho enfadar, Lucy? —susurró el doctor Bretton, sonriendo—. ¿Quién es ese amigo suyo de aspecto tan feroz?
—Uno de los profesores de madame Beck: un hombrecillo con muy mal carácter.
—Parece terriblemente enojado, ¿qué le ha hecho? ¿Qué ocurre? ¡Ah, Lucy, Lucy! Cuénteme qué significa todo esto.
—Le aseguro que no hay ningún misterio. Monsieur Paul es muy exigeant y, como me he vuelto hacia su manga en vez de saludarle a él con una reverencia, piensa que le he faltado al respeto.
—El hombreci… —empezó a decir el doctor John.
No sé cómo hubiera terminado la frase, pues, en aquel momento, estuvieron a punto de tirarme al suelo entre los pies de la muchedumbre. Monsieur Paul había pasado bruscamente a mi lado, y avanzaba a empujones, indiferente a la seguridad y al bienestar de cuantos le rodeaban.
—Creo que incluso él mismo se llamaría méchant[180] —señaló el doctor Bretton.
Yo estuve de acuerdo.
Poco a poco y con gran dificultad, conseguimos recorrer el pasillo y llegar a nuestros asientos. La rifa duró casi una hora; fue muy animada y divertida; como todos teníamos boletos, compartimos la esperanza y el miedo cada vez que el bombo giraba. Dos niñas de cinco y seis años sacaban los números; y los premios se anunciaban en el escenario. Eran muy numerosos, aunque de escaso valor. Tanto el doctor John como yo ganamos uno: el mío fue una pitillera; el suyo un tocado femenino, una especie de turbante azul plateado, de lo más etéreo, con una pluma a un lado, como una ligera nube de nieve. Se mostró ansioso por hacer un intercambio; pero no logró convencerme y aún hoy conservo mi pitillera: cuando la miro, recuerdo los viejos tiempos y una velada muy feliz.
El doctor John, por su parte, extendió el brazo y sostuvo el turbante con el índice y el pulgar, mientras lo contemplaba con una mezcla de veneración y desconcierto de lo más cómica. Después de examinarlo, estuvo a punto de depositar tranquilamente el delicado tejido en el suelo, entre sus pies; no parecía tener ni idea de cómo debía guardarse: si madame Bretton no hubiera acudido en su rescate, creo que lo habría aplastado bajo su brazo como un sombrero de copa plegable; ella volvió a meterlo en su sombrerera.
Graham estuvo muy animado toda la velada, y su alegría parecía sincera y espontánea. Su conducta, la expresión de su rostro, son difíciles de describir; había en ellas algo peculiar y, en cierto modo, original. Reflejaban un dominio muy poco común de las pasiones, y un caudal de profunda y vigorosa fortaleza que, sin necesidad de esfuerzos heroicos, vencía a la Decepción, arrancándole de raíz sus colmillos. Su actitud traía a mi memoria las cualidades que yo había percibido en él cuando atendía a los pobres, a los malhechores y a los infelices de la Basse-Ville: se mostraba al mismo tiempo paciente, amable, decidido. ¿Acaso se podía evitar cogerle cariño? No parecía haber en él esas debilidades que hostigan todos nuestros sentimientos con consideraciones sobre el mejor modo de apuntalar sus titubeos; jamás permitía que su ira destrozara la calma o apagase el entusiasmo; de sus labios no escapaban esas frases cáusticas que queman hasta los huesos; sus ojos no lanzaban esos dardos fríos, oxidados, venenosos, que atraviesan los corazones: a su lado se encontraba descanso y refugio, a su alrededor brillaba el sol.
Y, sin embargo, no había olvidado ni perdonado a la señorita Fanshawe. Cuando se enojaba, no creo que fuera fácil congraciarse con él; cuando se enemistaba, solía ser para siempre. Miró a Ginevra en más de una ocasión; pero no a hurtadillas ni tímidamente, con el mayor descaro. De Hamal era una especie de mueble al lado de la joven; la señora Cholmondeley se sentaba cerca, y los tres parecían entregados en cuerpo y alma a la conversación, al regocijo y a una excitación que convertía los bancos carmesíes en un lugar tan bullicioso como cualquier rincón plebeyo de la sala. En el curso de una charla aparentemente animada, Ginevra levantó una o dos veces el brazo; una hermosa pulsera resplandecía en su muñeca. Observé cómo sus destellos se reflejaban en los ojos del doctor John… y cómo nacía en ellos una chispa de desdén y de ira; Graham se rió.
—Creo que dejaré el turbante en mi altar de los sacrificios —exclamó—; allí, por lo menos, estoy seguro de que será bien recibido: ninguna grisette acepta obsequios con tanta naturalidad como ella. Y ¡es extraño! Después de todo, es una joven de buena familia.
—Pero no conoce usted su educación, doctor John —dije—. Se ha pasado la vida yendo de un colegio a otro, y puede alegar ignorancia como atenuante de casi todas sus faltas. Además, según dice, sus padres recibieron la misma formación que ella.
—Siempre he sabido que no era rica; y hubo un momento en que eso me alegró —afirmó Graham.
—Me ha contado que en su casa son pobres —añadí—; siempre habla de esos temas con mucha ingenuidad: nunca miente como las jóvenes extranjeras. Sus padres son miembros de una numerosa familia: gozan de posición social y tienen un círculo de amistades que exige cierta ostentación. Las necesidades impuestas por las circunstancias, combinadas con un temperamento irreflexivo, han engendrado en ella una insensata falta de escrúpulos cuando se trata de conseguir algo para guardar las apariencias. Ése es el estado de cosas, el único estado de cosas, que ella ha conocido desde la infancia.
—Lo creo… y yo pensaba moldear su espíritu. Pero, Lucy, para ser sincero, esta noche he comprendido algo al verla con Alfred de Hamal: y lo he comprendido antes de que ella se mostrara insolente con mi madre. He visto la mirada que intercambiaban al entrar, y lo que delataba no ha sido de mi agrado.
—¿Qué quiere decir? ¿Acaso no conoce sus coqueteos desde hace mucho tiempo?
—¿Sus coqueteos? Podrían ser una inocente treta infantil para atraer a su verdadero enamorado; pero no me refería a ningún coqueteo: su mirada revelaba un entendimiento mutuo y secreto… nada ingenuo ni inocente. Aunque fuera más hermosa que Afrodita, ninguna mujer capaz de dirigir o de recibir una mirada así podría convertirse en mi esposa: preferiría casarme con una paysanne[181] de falda corta y cofia alta, y tener la certeza de que es honesta.
No pude evitar sonreír. Sabía que Graham exageraba: estaba segura de que Ginevra, a pesar de su atolondramiento, era bastante honesta. Así se lo dije. El doctor John movió la cabeza, y aseguró que él no le confiaría su buen nombre.
—¡Lo único que se le puede confiar sin miedo! —exclamé—. Ginevra desvalijaría sin el menor escrúpulo el bolsillo y los bienes de su marido, y pondría a prueba, temerariamente, su paciencia y su carácter; pero no creo que empañara o dejase que otros empañaran su buen nombre.
—Está convirtiéndose en su defensora —dijo él—. ¿Quiere que recupere mis viejas cadenas?
—No; me alegro de verle libre, y confío en que continúe así por mucho tiempo. Pero debemos ser justos.
—Yo lo soy: tan justo como Radamante[182], Lucy. Cuando me aparto de alguien, no puedo evitar juzgarle con severidad. Pero ¡mire!, los reyes se ponen en pie. Me gusta esta reina: tiene un rostro muy dulce. Mamá también está muy cansada; jamás conseguiremos llevarla a casa si nos quedamos más tiempo.
—¿Cansada yo, John? —exclamó la señora Bretton, tan animada y despierta como su hijo—. Me comprometo a aguantar más que tú: podemos quedarnos aquí hasta mañana, ¡ya veremos quién está más exhausto al amanecer!
—No me gustaría hacer el experimento; pues, en verdad, eres el más fuerte de los árboles de hoja perenne, y la más fresca y lozana de las matronas. Los nervios delicados y la frágil constitución de tu hijo servirán entonces de pretexto para pedirte que nos marchemos en seguida.
—¡Qué joven tan indolente! No hay duda de que te encantaría estar en la cama; y supongo que hay que complacerte. También Lucy parece un poco cansada. ¡Qué vergüenza, Lucy! A tu edad, una semana de festejos no me habría hecho palidecer ni un poco. Marchaos los dos; y podéis reíros cuanto queráis de la Anciana Dama. Yo, por mi parte, me encargaré de la sombrerera y del turbante.
Así lo hizo. Le ofrecí mi ayuda, pero la rechazó con bondadoso desdén: mi madrina opinaba que yo tenía bastante con cuidar de mí misma. Sin la menor ceremonia, en medio del alegre caos que siguió a la salida de los reyes, la señora Bretton nos precedió y nos abrió camino entre la multitud. Graham seguía apostrofando a su madre, la grisette más hermosa que había tenido la suerte de ver cargada con una sombrerera; también quiso que me fijara en el afecto que mi madrina sentía por el turbante azul celeste, y anunció su convicción de que algún día se lo pondría.
La noche era terriblemente fría y oscura, pero no tardamos en encontrar el carruaje. Pronto estuvimos encajados en su interior, tan calientes y cómodos como al lado de la chimenea; y creo que el trayecto de vuelta fue incluso más agradable que el de ida. Agradable a pesar del cochero, que había estado casi todo el concierto en la tienda del marchand de vin, y nos llevó varias millas por la negra y solitaria calzada después de haber pasado de largo el camino que conducía a La Terrasse; nosotros, ocupados en hablar y reír, no reparamos en su extravío hasta que, finalmente, la señora Bretton comentó que siempre había creído que el château estaba en un lugar apartado, pero no en el fin del mundo, como parecía ser el caso, pues llevábamos hora y media en el carruaje y todavía no habíamos cogido la avenida.
Entonces Graham miró por la ventanilla y, al divisar unos campos extensos y oscuros, con hileras desconocidas de árboles desmochados y de tilos a lo largo de sus cercas hundidas e invisibles, empezó a hacer conjeturas sobre lo ocurrido; y, ordenando al cochero que se detuviera, se subió al pescante y cogió él mismo las riendas. Gracias a él, llegamos a casa sanos y salvos, con hora y media de retraso.
Martha no se había olvidado de nosotros; un alegre fuego ardía en la chimenea y una deliciosa cena esperaba en el comedor: las dos cosas nos llenaron de regocijo. Empezaba a amanecer cuando nos retiramos a nuestras habitaciones. Me quité el traje rosa y el manto de encaje, y me sentí mucho más feliz que al ponérmelos. Quizá no todas las jóvenes que habían brillado por su hermosura en el concierto podían decir lo mismo; pues no todas habían disfrutado de la amistad… de su sereno consuelo y de su modesta esperanza.