CAPÍTULO VIII
Crain Barrow llegó una hora más tarde. Vio el montón de huesos y lanzó un juramento, sin hacer caso de la presencia de Susan.
—¡Rayos! Tony, ¿para qué me has hecho venir? —exclamó.
—Crainie, ¿recuerdas el hueso que te llevé para investigar?
—Sí, claro; todavía lo guardo…
—Tú dijiste que pertenecía a una persona muerta hace unos cuarenta años.
—Lo juraría sobre una pila de Biblias de mi altura —contestó el biólogo.
—Te procesarían por perjurio —dijo Quax—. En tu opinión, ¿cuánto tiempo hace que murió esa mujer?
—Ah, era una mujer.
—Sí. Se llamaba Freya Wiesser. Pero respóndeme, Crainie.
—Bueno, así, a primera vista, cualquiera diría que esos huesos pertenecen a una persona que murió hace bastantes años…
—Hace poco más de una hora, Freya Wiesser todavía estaba viva.
Barrow se volvió hacia su amigo.
—Tony, no te burles de mí —dijo malhumoradamente.
—El señor Quax dice la verdad —intervino Susan—. Yo estaba presente cuando ocurrió. Incluso hablé con la señora Wiesser. Pero luego, en un cuarto de hora, se convirtió en polvo. Su esqueleto es todo cuanto queda de ella. Precisamente, para eso le hemos llamado, señor incrédulo.
Barrow tenía la boca abierta.
—Diríase que hablan en serio, pero, demonios, cuesta mucho de creer —exclamó.
—No bromeamos, Crainie —dijo Quax—. No hay nada que hayas oído que no sea rigurosamente cierto.
El biólogo fue a acercarse a los restos de Freya, pero Quax le retuvo por un brazo.
—Cuidado —dijo—. No sabemos cuánto dura la actividad del C-400.
—Suponiendo que sea C-400 —dudó Susan.
Quax se volvió hacia la muchacha.
—¿Qué es lo que quiere decir? —preguntó.
—Kenner y Gates han sido atacados ya por el C-400, pero su descomposición física sigue un ritmo muy lento. En cambio, Freya se desintegró ante nuestros propios ojos. Quizá mi tío encontró un C-400 mucho más activo.
—Es posible —convino el joven pensativamente—. Pero entonces, en lugar de llamarse C-400, debería…
—Pero, bueno, ¿es que no voy a poder saber qué diablos es eso del C-400? ¿Qué clase de endemoniado producto es? —exclamó el biólogo, impaciente y malhumorado.
Quax agarró a su amigo por un brazo y se lo llevó a otra habitación. Susan les siguió.
—Tienes que saber todo lo ocurrido y convencerte de la realidad —dijo el joven.
Empezó a hablar. Su relato duró bastantes minutos.
Cuando terminó Barrow miró a su amigo con aire incrédulo.
—Parece un cuento de horror…
—Es la realidad pura, Crainie —aseguró Quax—. Pero todavía hay más; hoy mismo puedo probarte que no he mentido en absoluto.
—¿Cómo?
—Tendrás que venir a ver a Kenner. Te necesitamos, Crainie; es preciso que encuentres un remedio para detener los efectos de C-400.
Barrow asintió.
—Iré, desde luego…, pero ¿qué vas a hacer con ese esqueleto? —Quiso saber.
Quax dudó un momento.
—Creo que no importaría que lo dejásemos aquí un día o dos. Luego, tranquilamente, podríamos venir con un par de maletas y llevar todos los huesos a tu laboratorio.
—Oye, eso no será contagioso —receló el biólogo.
—No. Tengo entendido que el C-400 produce sus efectos por ingestión directa del propio producto, pero no sucede nada si se tocan restos humanos que hayan sufrido sus efectos. Claro que conviene tomar precauciones, pero no te pasará nada por haber estado aquí y haber respirado el aire en que se han disuelto las cenizas de la señora Wiesser. Además, había un extractor de humos y lo hemos tenido funcionando todo el rato.
—Eso me tranquiliza un poco —refunfuñó Barrow—. Bueno, vamos a visitar a ese tal Kenner. Creo que lo que me has contado dejará de parecerme fantástico cuando lo haya visto con mis propios ojos.
Barrow había traído su propio coche y siguió a la pareja, que viajaban en el de Quax. A poco de arrancar, Susan hizo una observación.
—Tony, ahora ya podemos estar seguros de una cosa.
—¿Sí? —dijo él, sin mirarla, atento al intenso tráfico de las calles londinenses.
—Morris consiguió la fórmula del producto. Ahora está asesinando a sus cómplices, para evitar repartir con ellos los eventuales beneficios de la venta del C-400. Y, además, para asegurarse la impunidad.
—Es probable, aunque, de todas formas, me parece un procedimiento un tanto rebuscado.
—¿Por qué? Ahora ya no puede recurrir a Hards ni a Keany. Quitó de en medio a sus pistoleros…
—Pero enseñó el sobre vacío, con el mensaje de Daniels.
—¿Cómo sabemos que no se quedó la fórmula y sustituyó el cuaderno de notas por un paquete de cuartillas?
—¿Y elaboró él mismo el producto?
—La señora Magruder, narcotizada, durmió casi catorce horas. En ese tiempo, Morris pudo, con toda tranquilidad, apoderarse de unas muestras del C-400 y esperar el momento más apropiado para iniciar en proceso de eliminación de sus consocios.
Quax guardó silencio.
Eran unos argumentos perfectamente lógicos. Sin embargo, le parecía que tenían un punto débil, aunque, de momento, no se sentía capaz de encontrarlo.
* * *
Faltaba ya casi toda la mano izquierda.
Barrow sintió un horror invencible al ver aquel monstruoso espectáculo. Le parecía estar viviendo una pesadilla, pero la razón le decía que cuanto veía y oía era realidad. No, su amigo no le había engañado.
—¿Le duele, señor Kenner? —preguntó, al cabo de unos momentos.
—En absoluto —respondió el interpelado.
—Señor, mi amigo Barrow encontrará el remedio —aseguró Quax.
—Le cubriré de oro, si lo consigue, doctor —dijo Kenner.
Barrow hizo un gesto con la cabeza.
—No es dinero lo que me interesa —murmuró. De pronto, se volvió y tomó el maletín que había traído consigo—. Voy a hacer unas pruebas —dijo.
Abrió el maletín y sacó unos guantes de goma. Acto seguido, empezó a palpar la carne del brazo enfermo.
—Dígame cuando sienta la presión de mis dedos —pidió.
Kenner asintió. Quax y Susan asistían interesadísimos a la escena.
De pronto, Kenner se quejó.
Barrow lanzó una exclamación:
—Bien, por lo menos, ya sabemos que tiene sensibilidad a unos veinte centímetros de la línea de desintegración —dijo—. Por tanto, no será necesario hacer anestesia local.
—Sospecho que piensas llevarte una muestra de tejidos a tu laboratorio —exclamó el joven.
—Justamente, Tony.
Barrow volvió a bucear en su maletín. Sacó una especie de escalpelo y pidió un sobre. Con el escalpelo, raspó un poco de la carne enferma, muy cerca de la línea de desintegración, y echó el polvillo resultante en el sobre.
Después lo cerró y anotó algo en el anverso. A continuación, repitió la operación en varios puntos más, echando cada muestra en distintos sobres, que etiquetó de modo que evitara las confusiones. El escalpelo dejó de funcionar, cuando Kenner se quejó.
El filo del instrumento había provocado un poco de sangre. Barrow manchó la hoja con la sangre y dejó que se secara, guardando a continuación el escalpelo en el último sobre.
Luego miró a Kenner.
—No puedo prometerle nada, salvo una cosa: estaré despierto, trabajando, hasta que el sueño me derrote. Y cuando algo me interesa, soy capaz de estar despierto días enteros —afirmó.
—Gracias, doctor —contestó Kenner—. Puede estar seguro de que, si me salva, no se quejará de mi generosidad.
Crainie metió todos los sobres en su maletín, que cerró en el acto.
—Ya no puedo perder más tiempo —dijo—. Tony, tú te encargarás de los huesos de la señora Wiesser.
Quax se estremeció.
—Mañana sin falta los llevaré a tu laboratorio —prometió.
* * *
—¿Cuál es el siguiente paso que debemos dar? —preguntó Susan poco más tarde.
—Todavía tenemos que visitar a varios de los consocios —respondió Quax.
—Sí, pero ¿por cuál de ellos empezamos?
Quax se frotó la mandíbula.
—Morris sería el ideal, pero nadie sabe dónde se esconde. Kenner ha telefoneado a sus otros consocios en ese sentido, recibiendo respuestas negativas. También les ha alertado para que eviten todo pinchazo o alguna pequeña herida, por medio de la cual pueda penetrar el C-400 en su sangre.
Susan estudió la lista de las ocho personas complicadas en el asunto.
Dos aparecían tachadas: Freya y Kitty. A la derecha de dos de los hombres aparecían sendos signos de interrogación.
Cuatro nombres aparecían en blanco.
—A McCroyd ya le hemos visto —dijo—. Por tanto, quedan la Sutterland y Keryac. De Kenner no vale la pena hablar, porque estamos en su casa. Y en cuanto a Morris…, bueno, se ha convertido en humo.
Un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar la horrible escena presenciada en casa de Freya.
—En este asunto, decir que una persona se convierte en humo es totalmente ajustado a la realidad.
—Así es —convino Quax—. ¿A cuál de los dos vamos a ver en primer lugar?
Susan miró a través de la ventana. Ya era de noche cerrada.
—La Sutterland vive más cerca —contestó.
—De acuerdo, pero antes tendré que hacer algo ineludible.
—¿Qué es, Tony?
—Llene dos copas y se lo diré.
Susan obedeció. Quax tomó un sorbo y dijo:
—Antes de ir a ver a Alina Sutterland, tengo que llevar los huesos de Freya al laboratorio de mi amigo.
La muchacha despachó de un golpe el contenido de su copa.
—Tenía usted razón al pedirme que preparase un par de tragos —dijo, sintiendo como si en la espalda le hubiesen puesto repentinamente una barra de hielo.
Pero a la mañana siguiente, cuando fueron al apartamento de Freya, se llevaron una enorme sorpresa.
El esqueleto de la walkyria había desaparecido.