CAPITULO III
La mujer era todavía joven y atractiva. Su rostro, sin embargo, aparecía inexpresivo, limpio de todo maquillaje, sin mostrar el menor signo de hostilidad o amistoso hacia el forastero que había llamado a su puerta.
—Señora Crandall —dijo el forastero.
—Sí...
—Soy Bradford Lane. Querría hablar con su esposo...
—Lo siento, no este.
—¿Puede decirme cuándo volverá?
—No.
—¿Tampoco sabe adónde fue?
—No.
—Es curioso. Pensé que usted sabría algo...
—No, no sé nada.
—Se marchó de casa y no le dijo adiós.
—Exactamente.
—Pero ¿no tiene la menor idea del lugar al que pudo dirigirse?
—No, lo siento mucho.
Lane fijó la vista en el todavía agraciado rostro de la señora Crandall. ¿A qué o a quién temía aquella mujer?
—De veras, me interesaría tantísimo hablar con él...
Por un segundo, Abigail pareció que iba a humanizarse, a confiarse al forastero. Pero casi en el acto, recobró su expresión estólida e indiferente.
—Lo lamento muchísimo, señor Lane. Adiós.
La puerta de la casa se cerró. Lane estuvo inmóvil un momento y luego se encaminó hacia la taberna que no tenía clientes.
Martha estaba apoyada indolentemente en el umbral de la puerta y sonrió al verle acercarse.
—¿No te vieron marchar? —preguntó.
—No lo creo —respondió él—. Todavía era de noche... He dormido unas horas en el parador que hay en la estación de servicio de Goorman City y he vuelto al pueblo.
Lanzó una mirada hacia la casa de la colina.
—Quizá vuelva pronto —añadió.
—Ya sabes el camino —sonrió ella.
—Procuraré aliviar tu soledad, aunque, dime, ¿no hay otro hombre...?
—Me casé a los diecinueve años. El divorcio llegó dos después. No he querido tentar la suerte de nuevo.
—Tal vez te encuentras mejor así.
—Sí, seguro. Vuelve pronto, querido.
—Procura tener noticias para mí, encanto.
—Descuida. Buen viaje.
Lane regresó a su coche y emprendió el camino de vuelta. Aquella misma tarde, estaba en casa de Laura Farr.
—Lamento decirte que las noticias no son buenas —dijo, después de los primeros saludos.
Laura, más hermosa con el dolor que atenazaba su ánimo, hizo un esfuerzo por mantener la serenidad.
—¿Crees que debo dar por perdida toda esperanza?
—Aún no tenemos una prueba definitiva...
—Jim no habría dejado pasar seis semanas sin una carta, un telegrama, una llamada telefónica... No era su costumbre, Brad. Jamás se hubiera comportado de esa forma y tú lo sabes bien.
Lane asintió. Laura decía la verdad. Si había un hombre enamorado de su esposa, era Jim Farr.
—¿Crees que debo insistir en la Policía? —preguntó ella, tras una ligera pausa.
—Creo que no serviría de nada —repuso Lane—. Yo, personalmente, y no sólo por Jim, estoy interesado en lo que sucede en Ballystrand. Deja que investigue; te tendré al corriente de lo que llegue a averiguar. En aquel pueblo, todo el mundo tiene la boca cerrada. Viven en una atmósfera de miedo. No sé qué es lo que sucede exactamente, pero, créeme, lo averiguaré.
—Ojalá lo consigas —dijo Laura, sonriendo tristemente.
—Creo que sí. Aunque nadie despega los labios, hay, sin embargo, una persona que me contó muchas cosas. Yo haré indagaciones mientras tanto en el propio Boston. Es posible que ello me mantenga ocupado un par de semanas, pero al acabar ese plazo, regresaré a Ballystrand. Entonces, esa persona tendrá más informes que facilitarme.
* * *
El teléfono sonó bruscamente, sobresaltando a Martha, que dormitaba en una butaca. Se levantó, cruzó la sala y agarró el aparato.
—Señora Wood —dijo.
—Venga a la Mansión —ordenó alguien.
Martha hizo una mueca.
—¿Por qué he de obedecerla, señora? —Haga lo que le digo. ¿O prefiere que le envíe a «Black Ghost»?
Hubo un instante de silencio. Martha sabia que el perro estaba tan perfectamente amaestrado, que ella podía enviarlo al otro lado del país, con la orden de matar a una persona, segura de que el can lo haría y regresaría luego irremisiblemente. Pero casi peor que la amenaza del can era saber que en Ballystrand nadie alzaría una sola mano para ayudarla.
—Está bien —dijo—. Iré en seguida.
Martha colgó el teléfono. Tras unos segundos de indecisión, fue a la cocina y examinó la caja de los cubiertos. De pronto, recordó algo que tenía en el dormitorio y corrió a buscarlo.
Antes de salir de casa, se puso medias, con una faja portaligas. La navaja automática quedó oculta en el refuerzo de una de las medias. La falda era de vuelo muy amplio. Podría sacar el arma rápidamente, en el momento en que se viese amenazada.
Y, si tenía que matar para salvar su vida, lo haría sin vacilar.
* * *
El hombre era ya viejo y aparecía escéptico y cansado de todo. A Lane le había costado casi dos semanas dar con él. Tobiah Miles había vivido en Ballystrand cincuenta años antes. Su memoria, sin embargo, era buena.
Lane enseñó unos cuantos billetes de veinte dólares. A un hombre de más de setenta años, acogido a la beneficencia pública en un asilo, le iría muy bien aquel dinero para sus pequeños gastos.
—De modo que se interesa por la Mansión —dijo Miles, después de que el joven hubiera explicado los motivos de su visita.
—Así es, señor Miles. ¿Qué puede usted contarme de ese pueblo?
—Ahora, poca cosa. Hubo un tiempo en que había más prosperidad. Pero cuando llegaron los Schwarzberg, se acabó la paz y la tranquilidad.
—Antes no vivían allí...
—No, llegaron recién acabada la Primera Guerra Mundial. El era un conde alemán y había logrado salvar una enorme fortuna de aquel desastre. Se la trajo toda al país, y según se rumoreaba, la entró ilegalmente, aunque no sin tapar algunas bocas. Pero, en tocio caso, ese dinero le sirvió para comprar todo el pueblo y las tierras del contorno.
—¿Pudo hacerlo?
—Claro. Fue comprando casa por casa y terreno por terreno. El camino que lleva hasta allí es comunal y lo adquirió también al municipio. Pero eso ocurrió, ya digo, hace más de cincuenta años.
—¿Qué sucedió después?
—El conde llegó con su esposa y el hijo, que no había ido a la guerra, por demasiado joven. El hijo se casó al llegar a una edad relativamente avanzada y tuvo dos hijas. Para entonces, el conde y su mujer habían fallecido.
—De modo que el hijo del conde se casó...
—Murió hace diez años, en un accidente de automóvil, junto con su esposa. La hija mayor heredó todo, antes de cumplir veinte años.
—¿Brunilde?
—Sí.
—¿Y la otra?
—No lo sé. Se llama, si vive, Karoline.
—Señor Miles, dígame, ¿puede existir... quiero decir, si es lógico suponer que en la Mansión quede todavía, si no todo, porque han pasado muchos años, parte del tesoro que se trajo de Alemania el conde Schwarzberg?
—Yo diría que sí, pero ¿dónde está? —contestó Miles, enseñando al sonreír unas encías sin dientes apenas.
—Gracias. En su opinión, señor Miles, ¿por qué se marchó Karoline de su casa?
—La hija mayor, Brunilde, había heredado el genio de su padre. Es dominante, no tolera que la contradigan en absoluto... Karoline era una muchacha sensible, aunque también enérgica, y no pudo soportar la vida bajo una mano de hierro. Otra, menos resuelta, se habría quedado en la Mansión, pero ella prefirió marcharse.
—Ya. Óigame, ¿por qué los vecinos de Ballystrand no quieren soltar prende acerca de lo que pasa en el pueblo?
—Tendrá que preguntárselo a ellos —respondió Miles—. ¡Hace tanto tiempo que falto de allí! Todo lo que sé, me lo contó un viejo amigo que fue hace cuatro o cinco años a pasar unos días con sus nietos. Pero no pudo enterarse más que generalidades sin importancia..., en fin, lo que usted ya sabe.
Lane sonrió.
—Señor Miles, no sabe cuánto le agradezco sus informes —dijo.
—En aquel pueblo, pasan cosas horribles —gruñó el anciano—. Trate corregirlo.
—Lo intentaré.
Lane abandonó la residencia. ¿Dónde podría encontrar a Karoline Schwarzberg?
Empezó a preguntarse por la conveniencia de volver a Ballystrand. Aparte de las noticias que podría darle Martha
Wood, debía tener en cuenta los agradables momentos que podía pasar de nuevo con la ardiente pelirroja.
Si, era una aventura que merecía la pena repetir, se dijo.
* * *
La puerta se abrió. Martha Wood contempló con ojos turbios al hombre que estaba en el umbral.
—¿Cuándo me sueltan? —preguntó.
Hirtsch sonrió perversamente. Martha estaba en una habitación, amueblada someramente con una cama, una silla y una mesa. Al lado había un pequeño cuarto de baño. Las ventanas estaban aseguradas por sólidos barrotes de acero templado, además de cristales blindados. Un sistema de aireación renovaba la atmósfera del calabozo, de modo que Martha no podía pedir auxilio a gritos.
Hirtsch traía en las manos un objeto plano, que dejó sobre la mesa. Era un espejo que media casi un metro de superficie. Luego hizo un gesto con la mano.
—Mírate —dijo.
Martha se puso torpemente en pie. La navaja automática no le había servido de nada. Le dieron a beber un vino drogado y se había dormido, despertándose en aquella habitación, de la que no había vuelto a salir. Lo extraño era que, a partir de aquel momento, había sentido siempre un apetito fenomenal.
Comía como nunca lo había hecho en su vida, devorando literalmente las abundantes bandejas cargadas de comida que le servían tres veces al día. Martha no comprendía en absoluto por qué la trataban tan bien. En ningún momento le habían dado explicaciones acerca de la conducta que observaban con ella.
Después de dejar el espejo, Hirtsch entró una bandeja con comida. Había un vaso de leche y se lo ofreció a la joven. Martha lo vació de un solo trago, ávida, vorazmente.
Se acercó al espejo. Un grito de horror surgió de sus labios, en el acto.
—No, no puede ser...
Hirtsch soltó una diabólica carcajada.
—Eres tú, tú misma —dijo—. Sólo que en este tiempo, has engordado por lo menos quince kilos.
—Pero ¿por qué? —Martha sentía que la cabeza le daba vueltas. Sabía que había engordado, lo notaba en las ropas; sin embargo, no se había dado cuenta de su aspecto, hasta mirarse en el espejo. La cara completamente redonda, monstruosa; los pechos eran repugnantemente voluminosos; no tenia cintura y el contorno de las caderas había aumentado de doce a quince centímetros
—¿Por qué —insistió.
De pronto, sintió que se le entorpecía la mente. Había un narcótico en la leche inserida con tanta avidez.
—Dígame, por favor... —suplicó.
Hirtsch estaba ya en la puerta.
—A los animales se les ceba antes de la matanza —contestó.
En medio del torpor que ya sentía invadir su mente, Martha comprendió la horrible verdad y lanzó un terrible alarido de espanto. Fue a dar un paso hacia aquel diabólico sujeto, pero, de repente, todo empezó a girar a su alrededor y creyó que se hundía en un pozo sin fondo, donde reinaban las tinieblas absolutas. El último sonido que percibió fue una carcajada, que le pareció emitida por Satanás en persona.
Después, todo fue silencio, oscuridad...
* * *
Desde la ventana de su dormitorio, Abigail Crandall vio las puertas que se abrían sin ruido y las siluetas de los hombres y las mujeres que caminaban hacia el centro de la calle, hasta formar una silenciosa procesión, que inmediatamente comenzó la marcha hacia la casa de la colina. Abigail, tras una ligera vacilación, abandonó el dormitorio y salió de la casa, alcanzando la cola de la doble fila.
Cuando la lúgubre comitiva hubo abandonado la población, Abigail empezó a retrasarse. Nadie, por otra parte, volvió la cabeza para mirar hacia atrás. Al cabo de un minuto, Abigail salió fuera del camino y emprendió la marcha en dirección opuesta.
Eran más de siete kilómetros, pero no le importaba andar. Lo que sí importaba era acabar con aquellos terribles sucesos.
* * *
Era todavía muy temprano y Bradford Lane se sintió extraño de que alguien llamase al timbre de la puerta. La llamada se repitió varias veces, hasta que, fastidiado, encendió la luz, ya que era todavía de noche, dejó la cama y, en bata y zapatillas fue a abrir.
El autor de la llamada era un repartidor de la Western Union.
—Telegrama para el señor Bradford Lane —dijo—, ¿Es usted?
—Fastidiadamente, sí —contestó el joven.
Firmó en el libro, buscó en el interior de la casa, regresó con un dólar y se lo entregó al individuo. Luego cerrada la puerta, rasgó el sobre y sacó de su interior el despacho telegráfico.
Era un mensaje muy breve, aunque altamente significativo. En un principio, Lane creyó que era Martha la autora, pero de pronto vio su error.
El mensaje decía:
«Venga inmediatamente. Abigail Crandall.»