Capítulo II
El desconocido volvió a hablar.
—Repito que están en tierras que no les pertenecen —dijo—. ¿Por qué han traspasado la valla?
Parnum dio un paso hacia adelante.
—¡No se mueva! —ordenó el sujeto.
Las panteras se agitaron, furiosas. Su dueño dijo algo y se calmaron instantáneamente.
—Perdone —dijo Parnum—. Sí, ya sabemos que estamos en terreno ajeno, pero no hemos traspasado la valla deliberadamente. La señorita Tarnell estaba dando un paseo y su caballo se le desbocó. Hay una brecha en la alambrada; mírela usted mismo. Se ve desde aquí y, créame, no la hemos hecho nosotros.
—Todo lo que dice el señor Parnum es cierto —intervino la muchacha—. Una serpiente de cascabel espantó a mí caballo. Yo tuve que tirarme al suelo para no caer al estanque… en donde, por cierto, hay un tiburón.
—Ah, sí, lo sé —contestó el desconocido con indiferencia—. Bien, no les reprocho que hayan pasado la valla, si se trató de un accidente, pero les ruego no vuelvan a hacerlo.
—No lo haremos, descuide —aseguró el joven.
—Seguramente, se trata de algún cazador furtivo. Yo soy Janus Deckering y resido en Manneaux Hall, aquella casa que se divisa desde aquí. Si les he asustado, dispensen, porque no era mi intención hacerlo.
—Bueno, si, fue un buen susto —convino Parnum—. No es corriente ver a un hombre paseándose con dos panteras, señor Deckering.
—Son «Yaia» y «Sturm». Las tengo desde pocos días después de su nacimiento. Yo mismo las crié y están completamente amaestradas. A veces las saco, para que no pierdan del todo sus hábitos y capturen alguna presa.
—Muy emocionante —calificó Philippa, algo más tranquilizada—. Pero ¿qué me dice del tiburón?
—El estanque es bastante profundo y tiene comunicación con el océano, eso es todo.
Por cieno, aún no sé sus nombres…
—El mío es Brett Parnum. Ella es la señorita Philippa Tarnell.
—Y vivo en Casa Larga —añadió la muchacha.
—He tenido mucho placer en conocerles —declaró Deckering—. Hoy mismo haré que reparen la alambrada. Por favor, tengan en cuenta a «Yaia» y a «Sturm». A veces quedan sueltas por la propiedad.
—No lo olvidaremos —dijo Parnum.
Y ya se disponía a dar media vuelta, cuando Deckering pronunció su nombre y le hizo mirarle de nuevo.
—¿Puedo saber qué hace en estos parajes?
Parnum señaló el árbol situado a unos ciento cincuenta metros.
—Soy naturalista y estaba tomando vistas de los animales salvajes, cuando se produjo el accidente —contestó.
—Oh, entiendo. Muchas gracias… Ha sido un placer, miss Tarnell.
Philippa hizo una leve inclinación de cabeza. Luego se dirigió hacia la brecha, acompañada por el joven.
Al traspasar la valla, se volvieron. Deckering había iniciado el regreso, llevándose a los dos felinos.
De pronto, al remontar una ligera pendiente, Deckering soltó la traílla. Las panteras se alejaron, dando enormes saltos, perdiéndose de vista al otro lado de la diminuta elevación. A los pocos instantes, oyeron unos agudos graznidos.
—Ya han encontrado una presa —dijo Parnum.
Ella se estremeció.
—Son unos animales encantadores, pero sólo vistos en la seguridad de un zoo. Aquí, casi libres, infunden verdadero pavor.
—Eso es muy cierto —convino él—. Bien, ¿le apetece aún el café?
—No, gracias. Volveré a casa y… Me pregunto qué explicación daré al dueño del caballo.
—¿No era suyo?
—Oh, no; lo alquilé para una temporada. Mañana tendré que ir a Thomaston y se lo contaré al dueño. No querrá creerme…
—Tiene un testigo, señorita Tarnell.
—Gracias por el ofrecimiento… —Philippa le miró de pronto—. De modo que se pasa las horas muertas en ese árbol…
Parnum sonrió.
—¿Quiere que le diga una cosa? ¡Detesto este trabajo! No comprendo. Yo creí que los naturalistas eran gente que sentía una gran vocación por la vida de los animales.
—Es que yo no lo soy. Estoy aquí únicamente porque el marido de mi hermana, que sí lo es, se encuentra reponiéndose de una grave enfermedad sufrida a principios de año y aún no está lo suficientemente fuerte para pasarse una temporada al aire libre. Por tanto, me pidió que viniera aquí con la cámara y… Bien, aunque no me guste el trabajo, sé más o menos cómo se hace, así que no me resultó difícil construir una plataforma en el árbol y enmascararla adecuadamente. De cuando en cuando, hago funcionar la cámara y eso es todo.
Philippa sonrió.
—Ahora ya estoy enterada —manifestó—. Pero ¿vive en el árbol?
—Claro que no. Tengo el coche oculto en una hondonada cercana. Al atardecer, regreso a Thomaston. Y hoy, me parece, tendré que dar la tarea por terminada antes de tiempo; francamente, no me siento con ánimos de subir de nuevo a la plataforma.
—Entonces, le propongo que venga a mí casa. Allí podré devolverle la camisa, señor Parnum.
—Acepto encantado —contestó él.
Philippa enrojeció.
—No sé qué habrá pensado usted al verme de esa forma… —He pensado que hace un tiempo espléndido y que quena disfrutar de la naturaleza —contestó Parnum llanamente. —Gracias —murmuró ella—, ¿Vamos?
* * *
Philippa vino a la sala donde aguardaba Parnum, trayendo en las manos una bandeja con una botella, vasos y un cuenco de cubitos de hielo. La muchacha había cambiado notablemente. Ahora tenía el pelo sujeto por una ancha banda azul y vestía un traje estampado, sin mangas, que confería un aire lleno de gracia y frescura. Parnum se puso en pie al verla.
—Mi sirvienta, la señora Emory, se está ocupando de su camisa —manifestó.
Parnum se tocó la que llevaba puesta. —Tenía otra en el coche —le recordó.
—Bueno, pero había que lavarla.
—Usted no la manchó apenas…
—Dice que no le gusta ser naturalista, pero su trabajo le había hecho olvidarse incluso de cambiarse de camisa —dijo ella con malicia.
—Tocado —dijo él alegremente—. Bueno, quizá unos días guste el trabajo, pero a la larga me resultaría fatigoso. —Aceptó el vaso, en el que tintineaban los cubitos de hielo y lo levantó—. Salud —añadió.
Tomó unos sorbos y chasqueó la lengua. Después, miró a su alrededor.
La sala era grande, agradablemente decorada, con muebles ya pasados de moda, pero, quizá por lo mismo, ofrecía un ambiente confortable. En uno de los rincones divisó un piano de cola, blanco y dorado.
—¿Le gusta? —preguntó Philippa.
—Es una casa muy bonita. Y está cerca del mar.
—Y ya fuera de la zona de los pantanos. Pero no sé si la venderé.
Parnum arqueó las cejas. Ella añadió:
—Heredé la casa de una tía abuela que murió hace un par de años. En realidad, vivo fuera de aquí, pero vine a pasar una temporada de tranquilidad y, de paso, a ver cómo estaba todo. Ya me hicieron una oferta de compra, pero antes de tomar una decisión quiero meditarlo a fondo.
—Se comprende.
—Usted tampoco vive aquí —dijo Philippa.
—No. Tengo mi casa y mi trabajo en Galveston. Soy profesor en una Escuela Secundaria y aspiro a que un día me contraten en la Universidad de Houston.
—Profesor, ¿de qué?
—Historia.
—Ah, interesante. De modo que volverá a Galveston cuando empiece el curso. —Así es. —Parnum se levantó—. Bien, señorita Philippa, no quiero abusar más de su amabilidad. Cuando vaya a ver al dueño del caballo, avíseme para servirle de testigo.
—El buen hombre creerá que lo hemos soñado —sonrió ella.
—No fue nada agradable.
Hubo un momento de silencio. Luego, Parnum tendió la mano a la muchacha.
—Celebro haberla conocido, señorita Tarnell.
—Phil, se lo ruego.
—Gracias. Recuerde que me llamo Brett.
Parnum salió de la casa, frente a la cual estaba el «todo terreno» propiedad de su cuñado, con el cual había viajado desde Galveston. Cuando se disponía a subir al coche, llegó otro, del que se apeó un sujeto bajo, rechoncho y de rostro de luna, brillante por el copioso sudor que brotaba de su epidermis.
—Ah, señorita Tarnell —exclamó el recién llegado—. No sabe cuánto celebro encontrarla en casa… Tengo algo importante que decirle…
—Entre, señor Rendow —invitó la muchacha. Miró a Parnum, sonrió y agitó una mano en señal de saludo.
Parnum correspondió con un gesto análogo. Era una muchacha encantadora, se dijo, a la vez que hacía arrancar el vehículo.
Luego pensó en el tiburón y en las panteras. «Diablos, esa zona está infestada de dientes mortíferos», pensó.
* * *
Roy Greenpine, dueño del hotel en que se alojaba el joven, abrió una botella, llenó dos vasos y ofreció uno a su huésped.
—Apuesto algo a que quiere hacerme preguntas sobre Death Swamps, Manneaux Hall y Janus Deckering —dijo.
—¿Cómo lo ha adivinado? —sonrió Parnum.
—Se le ven en la cara. Lleva ya tres días haciendo lo mismo que hace su cuñado cuando viene todos los años por aquí. A la fuerza ha tenido que ver a Deckering y a sus panteras.
—Ah, sabía que tiene unas panteras…
—Tenía también un enorme mastín, tan feroz o más que las otras bestias, pero no sé qué se hizo de él. Es un tipo muy raro, ¿sabe?
—¿Alguien podría dudarlo? —rió Parnum—. Las personas corrientes criamos gatos, perros, canarios… pero no panteras.
Previamente, no quiso mencionar el tiburón. Si Greenpine sabía algo, sería mejor que lo dijera voluntariamente, estimó.
—Eso es cierto —convino el hotelero, sonriendo—. De todas formas, aun sin esas fieras, Deckering sería un tipo raro.
—¿Por qué?
—Hombre, vive en Manneaux Hall y está al borde de Death Swamps. ¿Sabe lo que eso significa?
—Death Swamps son los pantalones de la muerte. Debe de ser por los animales feroces que moran en ellos.
—Oh, no, en absoluto. El nombre le viene de Manneaux, el pirata.
—¿Un… pirata? —Parnum abrió unos ojos como platos.
—Sí, aunque le parezca fantástico. Fue competidor del famoso Laffite, el último pirata que aún actuaba entrado el siglo XIX. Se dice que Manneaux reunió un verdadero tesoro y que lo enterró en alguna parte del pantano. Debe de ser una leyenda; personalmente, yo no lo creo. Pero muchos lo han buscado y nadie, hasta ahora, lo ha encontrado.
—¿Y por eso es Deckering un tipo raro?
—Bueno, compró hace años todos aquellos terrenos. Su propiedad llega hasta el mar. Le costaron una suma irrisoria, incluida la casa, que se caía a pedazos. Tal vez lo hizo por capricho, pero todo el mundo le cree empeñado en encontrar el tesoro de Manneaux.
—La propiedad, en sí, es un tesoro, con la cantidad de animales salvajes que viven en ella y en sus alrededores.
—Pero no puede obtener producto de esos bichos. Se lo prohíben las leyes sobre protección a la naturaleza, aunque, si caza un ánsar para hacerlo asado, ¿quién se lo va a prohibir?
—Por lo visto, no es el único que lo hace. Hoy le oía quejarse de los cazadores furtivos.
—¿Le ha visto usted? —se asombró Greenpine.
—Pues…
Parnum no pudo continuar. Estaban hablando en el mostrador de la recepción y, de pronto, se acercó una hermosa mujer.
—La llave de mi cuarto, por favor —solicitó.
—Sí, al momento, señora Maine.
Parnum observó a la mujer con el rabillo del ojo. Era de buena estatura y cuerpo exuberante, con el pelo negro y los ojos verdosos y Henos de experiencia. Había cumplido ya los treinta, pero aún no llegaba a los treinta y cinco, calculó.
La mujer dio las gracias y se encaminó a la escalera que conducía al primer piso. Greenpine guiñó un ojo a su huésped.
—Guapa, ¿eh?
—Mucho —convino Parnum—. Forastera, supongo.
—Sí. Procede de Nueva Orleáns. Dice que es escritora y que ha venido a pasar una temporada de descanso.
—Thomaston es un pueblo muy tranquilo, en efecto.
Parnum se disponía ya a despedirse, cuando, de pronto, entró un hombre. Aparentaba unos cuarenta años y vestía desastrosamente. El sombrero estaba agrietado por algunos puntos y hacia una semana larga que su barba no conocía la navaja de afeitar.
—Roy, ¿puedes darme una copa? —solicitó el recién llegado.
—¿Qué te ocurre, Matt? ¿No eres cliente de Bill Weiss?
El sujeto hizo una mueca.
—He tenido una discusión con el —contestó evasivamente.
—Bueno, te daré una copa, pero nada más. Esto no es una taberna pública, Matt — advirtió Greenpine.
Llenó el vaso y lo puso ame el recién llegado, quien lo despachó de un solo trago.
—Gracias, Roy. Te pagaré con un conejo. Mañana —dijo.
—Matt Fuller —contestó Greenpine con severidad—, si persistes en seguir cazando furtivamente, un día te llevarás un buen disgusto. No quiero tu conejo; sólo dinero… cuando vuelvas a tomar otra copa.
—Cada uno paga con lo que puede, ¿no? —se despidió Fuller agriamente.
Cuando el hombre hubo salido, Greenpine meneó la cabeza.
—Es un desdichado… y lo peor es que hace también desgraciados a su mujer y a sus hijos. Vago, gandul… incluso ladrón, si se tercia, y ahora, ya puede verlo, cazador furtivo.
Parnum pensó instantáneamente en la brecha de la valla de Manneaux Hall.
—Entonces, quizá Deckering tenga razón dijo.
—Sí, seguro. Mire, Deckering es un tipo que no me gusta, pero tiene derecho a que no se le moleste. Por tanto, si un día sorprendiese a Fuller dentro de su propiedad y le da un disgusto, nadie podrá reprochárselo.
—Eso es muy cierto. Bien, señor Greenpine, creo que es hora de irme a descansar.
Buenas noches.
—Buenas noches, señor Parnum.
El joven subió a su habitación, pensando en que podía haber pedido al hotelero más detalles sobre Philippa Tarnell, pero le había parecido indiscreto. Tal vez, en otro momento, si la cosa venía rodada en la conversación, tocaría el tema…