CAPÍTULO VIII
EL hombre entró en su gabinete privado y, tras quitarse la chaqueta, movió el brazo para arrojarla descuidadamente sobre una silla. Fue luego a la mesa de trabajo, abrió una caja y extrajo un habano.
Pero no llegó a encenderlo. Al girar un poco para buscar el mechero, divisó a un hombre sentado en el rincón menos iluminado de la estancia.
—¿Qué hace usted aquí? ¿Quién le ha dado permiso para entrar en mi casa? —rugió.
—Le he llamado unas cuantas veces por teléfono, señor Darwin —contestó el intruso, apaciblemente—. Mi nombre es Baxter —añadió.
Malcolm R. Darwin apretó los labios. Era un hombre recio, fornido, bien conservado, a pesar de haber rebasado holgadamente el medio siglo.
—Salga de mi casa…
Baxter se sentó en un ángulo de la mesa.
—¿Por qué no hablamos del Club Trébol Rojo, de Kansas City?
Hubo un instante de silencio. Luego, Darwin se pasó una mano por la frente.
—Quisiera poder olvidar aquella época de mi vida…
—Ciertos recuerdos no se borran jamás de la memoria, señor Darwin. Sobre todo el que se refiere a unas marcas hechas con un hierro al rojo vivo.
—¡Yo no lo hice! —gritó Darwin, descompuestamente—. ¡Fueron ellos!
—Ahora están muertos y no pueden defenderse.
—Le juro que digo la verdad. Traté de impedirlo… pero Pendleton me amenazó con su propia pistola. Eran unos salvajes… y Grace más que todos ellos juntos.
—Sí, la hembra de la especie siempre es peor que el macho —admitió Baxter—. Pero aquel inmundo negocio les reportó muchísimo dinero.
—Lo perdimos todo tapando bocas…
—Vamos, vamos, señor Darwin, no me haga creer que salieron de Kansas City con las manos en los bolsillos. —Baxter hizo un ademán circular con la mano—. Esta casa no se consigue en diez años, creo yo.
—Bueno, gastamos mucho dinero, pero… algo quedó, naturalmente —admitió el hombre, de mala gana.
—Y luego, supongo, ya no se relacionaron.
—No. La sociedad quedó disuelta para siempre. Cada uno tomó su propio camino.
—Que acabó aquí, en Nueva York.
Darwin asintió pesadamente. Fue a una mesa con servicio de licores y se llenó una copa, que despachó de un trago. De pronto, se volvió hacia su visitante.
—¿Hemos sido nosotros los únicos en tener un negocio de prostitución? —exclamó.
—¡Oh, no!,1 en absoluto; ni serán los últimos. Pero sí fueron los primeros en marcar como reses a las chicas que no querían acceder a sus propósitos.
—Bueno, no se vaya a creer usted que empleamos un hierro de marcar ganado. En realidad, se trataba de un trozo de resistencia eléctrica, que Pendleton hizo en forma de trébol. Era un alambre puesto al rojo por la corriente, eso es todo.
—¿En qué lugar del cuerpo colocaron su marca?
—En el pecho izquierdo.
Baxter calló un momento. ¿Estaba así justificada la venganza del hombre que dejaba como sello de su acción un trébol rojo?
—Mire —añadió Darwin, después de unos instantes—, fue una salvajada, lo admito; pero considerándolo fríamente, y al margen de que yo me opuse y no me fue posible evitarlo, ha de tenerse en cuenta que la marca era muy débil. Era sólo un hilo caliente, nada más…
—Pero al cabo de los años, alguien ha querido tomarse la justicia por su mano… ¿Quién, señor Darwin?
El dueño de la casa se encogió de hombros.
—¡Qué sé yo! —contestó desanimadamente—. Alguna de las chicas, pero… esto ha tenido que ser obra de un hombre. Un padre resentido, ¿me comprende?
—Puede ser una posibilidad —admitió Baxter—. Dígame, ¿conoció usted a un redactor del Citizen llamado Armstrong?
—Era un vividor y un oportunista. Quiso meter las manos en nuestro negocio y no le dejamos. Él fue quien destapó el pastel.
—¿Callaron las chicas marcadas?
—¡Claro que callaron! Como la mayoría de las otras chicas… Pero Armstrong, despechado, dio el soplo…
—Sí, ya comprendo. Señor Darwin, muchas gracias; ha sido una conversación sumamente constructiva. Usted ha confirmado lo que me dijo Armstrong acerca de lo que pensé casi en el primer momento: el factor común.
Baxter se dirigió a la ventana por la cual había entrado.
—Guárdese del asesino —aconsejó.
Darwin calló. Baxter se sumergió en la oscuridad.
Momentos después estaba en la calle. Darwin vivía en una zona residencial, donde abundaban los espacios vacíos y la tranquilidad era la norma imperante. Cuando ya llegaba a su coche, vio surgir dos sombras ante sus ojos.
—¡Hola, curioso! —dijo uno de los individuos.
* * *
El coche de Baxter había quedado en una zona en sombras, pese a lo cual la diferencia de estatura de los dos tipos le permitió identificarlos casi en el acto. Eran Lana Trowse y su acólito el gorila.
—Hace tiempo que no nos veíamos —sonrió Baxter.
—Precisamente estábamos esperando la ocasión —respondió Trowse.
—¿Resultó corta la conversación del otro día?
—La conversación con un buen amigo siempre resulta corta.
—Una maravillosa filosofía —convino Baxter—. ¿De qué hablamos, amigos?
El hércules sacó repentinamente una matraca de plomo forrada de cuero. En realidad casi era un bastón, ya que medía más de cincuenta centímetros.
—Cuando termine con usted, los médicos tendrán que volver a la Universidad, porque no sabrán cómo empalmarle los huesos rotos —dijo sarcásticamente.
Y se arrojó sobre Baxter con la porra en alto.
Entonces, la mano izquierda de Baxter se elevó y aferró la muñeca de su atacante. Al mismo tiempo disparaba la mano derecha, con los dedos de punta y completamente rígidos hacia el saliente estómago del hércules.
Se oyó un sordo bufido, pero el gigante no aflojó sus esfuerzos. Baxter se dio cuenta de que era más resistente de lo que había pensado, pero calculó que había otros medios para ablandar aquella resistencia.
Fingió ceder y se dejó caer hacia atrás, consiguiendo que el hércules voltease sobre su cabeza. Al soltarse, Baxter se elevó de un salto y giró en redondo.
El gorila se levantó también con gran rapidez, aunque no pudo evitar una terrible patada en la mandíbula. Aquel golpe, que habría derribado a un hombre menos fuerte que él, resultó insuficiente y sólo consiguió hacerle oscilar un poco, para rehacerse en el segundo siguiente.
La temible porra continuaba todavía en poder de su dueño, quien, una vez más, intentó colocar un golpe. Baxter repitió la acción anterior, añadiendo un golpe con el canto de la mano contra la base de las costillas del gigante.
Creyó oír un crujido de huesos y repitió el ataque. El gigante empezó a quejarse. Con la mano izquierda, Baxter dio varios tremendos tirones al brazo de su adversario. La articulación del hombro chasqueó levemente.
Baxter se dio cuenta de que estaba a punto de conseguir la victoria. Un golpe más y…
De pronto, sintió un vivísimo dolor en la nuca. El instinto, y el hábito creado por el constante entrenamiento, le hicieron disparar el pie derecho hacia atrás, alcanzando una cosa blanda. Trowse se desplomó a sus espaldas, con la mano en el bajo vientre, a la vez que gritaba y blasfemaba obscenamente.
Baxter supo que Trowse, aprovechando que estaba concentrado en la pelea con el gigante, le había atacado por detrás. Pero el golpe le había quitado todas las fuerzas, aunque no le hizo perder el conocimiento.
Apoyó una rodilla en el suelo, luchando desesperadamente contra la debilidad que le invadía. Situado sobre él, sonriendo malignamente, el gigante levantó la porra.
De súbito se oyó el chirrido de los frenos de un automóvil. Una voz inesperada estalló con acentos imperiosos:
—¡Dejen a ese hombre o haré fuego en el acto!
La voz atravesó las espesas brumas que envolvían el cerebro de Baxter, causándole una enorme sorpresa. La de Trowse y su matón no fueron menores.
Una mujer, pistola en mano, avanzó hacia los dos sujetos.
—¡Largo, granujas!
Trowse elevó una mano a la vez que jadeaba:
—Ayúdame, Charlie…
Despechado, el gigante tiró a un lado la porra. Cargó con el cuerpo de Trowse como si fuese un saco de patatas, y desapareció de la vista de la recién llegada en pocos segundos.
Entonces, Spring Kalder se inclinó sobre Baxter, que estaba ya sentado en el suelo, con la mano en el lugar donde había recibido el golpe.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó—. ¿Quiere que llame una ambulancia?
Baxter hizo un gesto negativo.
—Se me pasará pronto —contestó—. Pero ¿de dónde sale usted?
Spring se echó a reír.
—He cenado con una amiga en su casa —explicó—. Tengo una pistola que suelo llevar cuando salgo por las noches, sobre todo si he de regresar sola a casa.
—Y me ha reconocido…
—No, yo sólo vi a un hombre que se disponía a golpear a otro con un bastón. Le he reconocido después… y rae felicito de haber intervenido a tiempo. ¿Quiere que le ayude a levantarse?
—No, gracias… —Baxter hizo un esfuerzo y consiguió ponerse en pie—. Su llegada me recuerda las películas del Oeste, cuando la Caballería aparece en el último minuto.
—No tengo nada de amazona —contestó ella—, ¿Quiere que le diga una cosa? Tenía puesto el seguro de la pistola. Si ese tipo lo llega a saber…
Baxter se apoyó en su coche con ambas manos y respiró profundamente, varias veces seguidas.
—Me han sorprendido como a un chiquillo… —se quejó.
—Señor Baxter, usted no está en condiciones de manejar el coche. Déjelo aquí; yo le llevaré a su casa. Mañana puede enviar a alguien a recogerlo.
—Sí, será lo mejor —admitió él—. Créame, se lo agradezco infinito, señora Spring.
Baxter se dejó caer pesadamente en el asiento. Spring dio el contacto y el automóvil se despegó de la acera.
—Hay demasiados forajidos sueltos —comentó poco después—. ¿Le quitaron algo?
—No tuvieron tiempo, gracias a usted. Por otra parte, habrían conseguido un magro botín; el reloj, unas decenas de dólares…
—Para ciertas clases de tipos, es un tesoro. Pero dígame, ¿qué hacía por este barrio?
—Vine a visitar a un conocido.
—¡Oh!… ¿Algún avance en las investigaciones?
—No, nada todavía.
Baxter no sentía el menor deseo de confiar a la joven el tema tratado en la conversación con Darwin. Al menos por el momento.
—Bueno, de todos modos, si el asesino ha sido atrapado… Mató a un tal Armstrong…
—Dejó un trébol rojo para crear una pista falsa. La muerte de Armstrong no tenía nada que ver con los otros crímenes. Se trataba de un ajuste de cuentas.
—Vaya, me sorprende usted. Los periódicos han dicho que se trata del Hombre del Trébol Rojo, puesto que ello ha permitido derribar la teoría de una banda de asesinos.
—Los periódicos han publicado la información facilitada por la policía, señora Spring.
—Creo que comprendo —murmuró ella—. Pero eso significa que la Banda puede continuar con su… programa de asesinatos.
—Es posible.
—¿Y no hay medio de proteger a las posibles víctimas?
—¿Acaso se sabe quiénes son? Si yo me sintiera amenazado por esa Banda, lo primero que haría sería pedir protección policial.
—Eso quizá les coloque en una situación embarazosa, dado que tendrían que explicar los motivos por los cuales pueden ser asesinados.
—Ciertamente, pero ¿no vale más conservar la vida, aunque sea a costa de algunos años de cárcel, suponiendo que hayan cometido algún delito no descubierto todavía, que acabar rápidamente en una tumba?
—Puede ser… Sí, siempre es una solución mejor —admitió Spring.
Poco más tarde ella detenía el coche frente a la puerta del edificio de Baxter. Al apearse, Baxter divisó una cosa blanca en el suelo del coche.
—Se le ha caído a usted —sonrió—. Antes no lo vi, aturdido…
El pañuelo exhalaba un tenue perfume.
—Seguramente no me di cuenta —sonrió Spring, a la vez que lo guardaba en el bolso—. Gracias, señor Baxter. Le llamaré mañana para interesarme por su salud.
—Le agradezco lo que ha hecho por mí, pero, por favor, llámeme Budd.
—Sí, Budd. Buenas noches.
—Buenas noches, Spring.