Capítulo XII
EL viento soplaba tenuemente en las alturas. La ciudad, un ascua de luz, se extendía a sus pies.
Baxter, agazapado en un lugar sombrío, aguardaba pacientemente. A su derecha tenía la caseta, con aspecto de fortín, donde se hallaban las maquinarias de los ascensores. Adosada a la pared, había una escalera de hierro, que permitía el acceso al tejado, llano, en forma de terraza y con un pequeño parapeto en todo su contorno.
En uno de los ángulos sobresalía un tubo de fibrocemento, de unos sesenta centímetros de diámetro. Había más: eran las salidas de aire de los distintos conductos de ventilación interna del edificio.
De pronto, se abrió una puerta. Dos figuras humanas aparecieron en la terraza. Baxter se mantuvo inmóvil.
Una de las figuras corrió hacia la escalera de hierro y trepó a la otra terraza. Se acercó al tubo de respiración, se empinó sobre las puntas de los pies y metió la mano en el interior.
En el mismo momento, surgieron otras dos personas, una de las cuales empuñaba un revólver provisto de silenciador.
—¡Quietos!
Junto al conductor de aireación, Tony Sanders se mantuvo inmóvil. Abajo, su padre, alzó las manos.
—Bien —dijo el del revólver—, ya las hemos conseguido. Tyler, sube a buscarlas.
—¡No están! —exclamó Tony.
—¡Vamos, vamos, no digas tonterías! ¡Anda, Tyler! /
Camden se encaminó hacia la escalera de hierro. Trepó y por la escalera y metió la mano en el conducto. A pocos centímetros de la boca había una rejilla de metal.
—¡Es cierto, Frisco! —gritó—. ¡Las joyas no están aquí!
—Muchacha, dinos dónde están las joyas o mataré a tu padre —exclamó, amenazadoramente.
Tony estaba a punto de echarse a llorar.
—Las dejé aquí la noche que las robé… Alguien se las ha llevado…
—¡No me vengas con cuentos, estúpida! ¿Crees que puedes tomarme el pelo impunemente?
De pronto, se oyó una voz tranquila:
—Ella tiene razón, Frisco. Las joyas no están. Hace rato que se las han llevado en helicóptero, junto con su dueña y Millie. Ahora están en cierta residencia de Long Island… Por cierto, luego habré de ir a desatar a Beatón; también está allí, aunque encerradito en un sótano.
* * *
La mano de Frisco Bill tembló convulsivamente durante unos segundos.
—Usted lo ha adivinado —dijo al cabo.
—Sí —contestó Baxter sin pestañear.
—¿Cómo lo supo?
—Nunca se habló, al menos públicamente, de que hubiese habido otro hombre con Genny Tower, la noche en que éste saltó al vacío. Es cierto que Tony Sanders me lo dijo, pero resultaba lógico, ya que tuvo que defenderse del ataque sucesivo de dos sujetos que la aguardaban aquí. Uno de ellos eras tú y cuando viste que Tower volaba por los aires, pensaste que lo mejor era desaparecer sin dejar rastro.
—Nos equivocamos —admitió Frisco—. Habíamos pensado que resultaría mejor esperar aquí a la chica…
—Sí, y ella os haría todo el trabajo, claro. Aunque es cierto que Millie puso el narcótico en la leche de la señora Haldane, pero no para que vosotros pudierais entrar en el apartamento, como pensé en un principio, sino para facilitar la tarea a Tony.
—Budd, yo no hablé con ellos…
—Su padre, sí. El buen Edgar Sanders tiene un ligero defecto: se va de la lengua en cuanto ha tomado un par de copas de más. Su padre quería ayudarla en la venganza, pero, claro, él no podía descolgarse por la cuerda ni volver a trepar. Tuvo que buscar colaboradores y eligió pésimamente. Empezando por Leslie Arrowhead, quien fabricó la máscara de Miss Fantasma, por cuyo trabajo no cobró gran cosa, aunque admitió un cheque por seis mil dólares. El cheque era legítimo y el Banco se lo pagó luego a Arrowhead, pero éste, al dar la vuelta, entregó billetes fabricados en su sótano, los mismos billetes que fueron a parar a los bolsillos del incauto Sheen. Ahora bien, lo que no contaba Sanders era con las amistades de Arrowhead, entre las que figuraban una serie de hampones, encabezados por ustedes dos, pero, sobre todo por el buen Frisco Bill, el confidente ideal, hábil y discreto, que me hacía ir de un lado para otro, con falsas pistas, que solían acabar en lugares donde aparecía un muerto. Es evidente que ya había disensiones entre la banda, por lo que algunos consideraban un fracaso del plan, cosa que, en cierto modo, era verdad. Pero ustedes dos e, insisto, sobre todo Frisco, consideraban que la chica había escondido las joyas en alguna parte y que, tarde o temprano, iría a buscarlas. Como así ha sucedido, en efecto, sólo que las joyas han volado, y no es ninguna metáfora: han volado, pero al regazo de su dueña.
—Camden, usted ha cometido también algún error —continuó Baxter—. Es cierto que conquistó a Millie, pero yo le hice ver claro y ella se puso de mi lado. Por eso les ha dado los informes que yo quería que recibiesen y no otros; y por eso les ha dicho que esta noche vendrían los Sanders a recoger las joyas. La señora Haldane habló por teléfono con Sanders y le propuso un arreglo, para recobrar las joyas. Sanders, naturalmente, no podía acceder, sin tener las joyas, y por ello vino a buscarlas con su hija.
—De modo que también a mí me han engañado —dijo Sanders, rencorosamente.
—No hay engaño: Etta le pagará lo acordado, aunque usted no le haya devuelto las joyas. Pero no tenía razón al querer robárselas; cuando le dio los títulos de propiedad a cambio de las deudas que tenía con ella, perdió todo derecho sobre sus terrenos uraníferos de Picoya City. Usted no supo aguantar y ella sí; ésa es la diferencia.
—Baxter, ¿qué más errores he cometido? —preguntó Camden, desde lo alto.
—Ellie May Horn. Sanders indicó a su hija que debía citar su nombre y hacerse pasar por la señora Horn, cuando contratase al piloto del helicóptero. Resulta que Ellie May y yo somos muy buenos amigos desde hace años. Y ella, claro, se acuerda de los cincuenta mil dólares que le estafó y ha querido tomarse el desquite. Sheen había hecho algunos vuelos con ustedes dos y sabía que la señora Horn pagaba muy buenas facturas; por eso accedió a tomar parte en el asunto, aunque sin saber de qué se trataba. A otra persona cualquiera no le habría aceptado un trabajo extraordinario, sin más trámite que una simple llamada telefónica. A veces, Sheen les llevaba a ustedes dos en su helicóptero a la finca de Long Island, ¿no es cierto?
—Lo sabe todo —masculló el aludido.
—Aún sé más —sonrió Baxter—. Por ejemplo, Beatón no pretendía realmente hacerle saltar por los aires con la dinamita. Sólo debía dejarse apresar y cantar, acusando al señor Sanders. Beatón estaba seguro de que yo no lo mataría, aunque sí pensaba en la posibilidad de un mal rato. Pero los tres mil dólares que había cobrado le convencieron de aceptar este pequeño riesgo. Ahora bien, cuando se enteró de que le habían pagado con billetes falsos, habló todavía mucho más de lo estipulado. Parecía completamente lógico que un antiguo minero como Sanders emplease la dinamita. Pero cometieron el error, o tal vez habían agotado los fondos y no les quedó otra salida, de pagarle con el dinero fabricado por Arrowhead. Beatón, claro está, se puso muy furioso. Y es que hay tipos que detestan los conflictos con el Tío Sam.
—De todos modos, no podrá repetir esto a nadie —dijo Frisco, con acento lleno de hostilidad.
—Ahora no estás disfrazado de mujeres, como cuando liquidaste a Holbrook y a Peg Leg. Aunque me habías impulsado a hablar con ellos, en realidad los habías sentenciado. Era un plan en el que entraba demasiada gente y no convenía repartir entre muchos. Además, querían una parte mayor y, por si fuese poco, empezaban a impacientarse. Ellos habían financiado parcialmente la operación y querían cobrar buenos réditos. Como se dice vulgarmente, cobraron en plomo, como Arrowhead.
Baxter soltó una risita.
—Conque el instinto te decía que no era una mujer la autora de los asesinatos, ¿eh, Frisco? Realmente, era un detalle que contribuía mucho a la intriga del caso, aparte de que parecía lógico que fuese Tony la autora de esas muertes. Pero cuando la policía examine tu pistola, verá que las balas que causaron las tres muertes salieron por el mismo cañón. Estás perdido, Frisco, no tienes otra salida.
—¿De veras lo cree así?
—Absolutamente, sí.
En el mismo instante, Baxter ejecutó un velocísimo Ap-cha-ki, la patada en el aire, uno de los golpes del Karate volador. La puntera de su pie alcanzó la mano de Frisco.
El revólver se levantó, al mismo tiempo que emitía un débil chasquido. Arriba, en la terraza superior, Camden se llevó las manos al pecho, gritó un poco y, después, de inclinarse saltó fuera del parapeto, dando una vuelta en el aire antes de estrellarse contra el suelo.
Frisco se quedó aturdido, atónito por lo sucedido. Antes de que pudiera reaccionar, Baxter cayó sobre él y lo atontó de un seco golpe con el filo de la mano derecha.
—¡Vámonos! —ordenó.
Tony y su padre no se hicieron repetir la indicación,
—Pero Frisco despertará… —alegó la chica.
—La policía llegará antes —afirmó Baxter, rotundamente.
Cuando bajaban en el ascensor, Baxter miró al padre y a la hija.
—La señora Haldane cumplirá su palabra —dijo—. Vengan a verla mañana. Usted, Sanders, procure resignarse; Etta no tiene la culpa de que usted se desanimase y abandonase Picoya City poco antes de que llegase el prospector de uranio.
Luego se volvió hacia la muchacha.
—En cuanto a usted, Tony, abandone esas locas ideas. Una vez ha tenido suerte, pero no siempre puede esperar que todo le salga tan bien como hasta ahora. ¿Ha comprendido?
—Sí —respondió ella—. Pero ¿cómo supo que las joyas estaban aquí?
—Hablé con Sheen y lo interrogué a fondo. Etta me dio también indicaciones del volumen de las joyas. Usted no llevaba una bolsa de medianas dimensiones ni al abordar el helicóptero ni al dejarlo en el lugar acordado. Entonces, subí a la terraza y empecé a buscar.
Tony suspiró.
—Es cierto —admitió—. Las dejé caer en el respiradero, cuando ya tenía el helicóptero sobre mi cabeza. Mi padre y yo decidimos dejar pasar un tiempo prudencial…
—Habrían conseguido muy poco dinero por las joyas. Ustedes no conocen bien esta ciudad; han sido cándidas palomas en las garras de unos gavilanes sin escrúpulos. Regresen a California, compren detectores Geiger…
—Budd, ¿volveremos a vernos? —preguntó Tony.
Baxter hizo un gesto negativo.
—Creo que no nos conviene —respondió.
* * *
—De modo que eso es todo —dijo Gray, después de que Baxter le hubo relatado el final del caso.
—Sí, pero no te preocupes: Etta me ha entregado un sustancioso cheque. He tenido muchos gastos, ¿comprendes?
—Bueno, mientras no toques los fondos de la agencia… puedes seguir haciendo el quijote, ayudando a damas desvalidas, persiguiendo criminales sin escrúpulos… Yo debo ser más prosaico, no tengo tiempo para fantasías.
—La fantasía anima la existencia, Denis —dijo Baxter, sentenciosamente.
—Es posible —contestó Gray displicentemente—. Por cierto, esa chica tomó el papel de Miss Fantasma. Pero ¿qué ha sido de la auténtica? ¿Dónde está Thea von Kappera?
—No lo sé, sinceramente, lo ignoro, Denis.
La pantalla se apagó y Baxter salió del cuarto de comunicaciones. Entonces vio a Koye en la puerta.
—Es mi tarde libre, señor —dijo el criado—. ¡Ah, lo olvidaba! Tiene una visita. Les dejo solos, señor.
—Tim, pero ¿quién…?
—Miss Fantasma, en persona —sonó, de pronto, una cristalina voz de mujer.
Baxter dio un leve rodeo y se situó al otro lado del enorme sillón de orejas, en el que se hallaba sentada una hermosa mujer, vestida con singular elegancia. De pronto, la reconoció.
—Me pidió fuego hace días —exclamó.
—Así es —confirmó ella, jovialmente—. ¿Se extraña de verme en su casa? ¿Cómo es posible que haya olvidado que yo también soy cliente de su agencia?
—No recuerdo su nombre…
—Los recortes se envían a nombre de Ilse Schmidt, en Zurich. Pero soy Thea von Kappera.
—Oiga, esa cara…
—He estado casi un año internada en una clínica, bajo ese nombre, claro. El director era íntimo amigo de mi padre y guardó el secreto. El comprendía muy bien las razones por las cuales robé a seis mujeres.
—Dos millones de dólares, señorita Von Kappera.
—Llámeme Thea, por favor —pidió ella, con hechicera sonrisa—. ¿Se nota la mano del cirujano?
—En absoluto; es su rostro auténtico… Un prodigio, créame.
—Gracias. Le diré una cosa; esas seis mujeres merecían de sobra perder sus joyas y aún toda su fortuna. Ellas arruinaron a mi padre y le hicieron quebrar. Habían formado una sociedad…, pero esto es demasiado largo de contar. Sólo le diré que, en su género, eran seis arpías y que ninguna de ellas puede alardear de respetar la ley: ya sabe, contrabando de divisas.
—Pero el accidente…
—Las había reunido a todas y me lanzaron por un despeñadero. De no haber tenido ciertas habilidades, me habría matado. Ellas, sin embargo, me abandonaron por muerta.
—Thea, como sea, usted les robó…
—Han recobrado las joyas en secreto, pero han pagado un veinte por ciento de su valor. Era lo menos que podía pedirles.
Baxter hizo un gesto ambiguo.
—Hay formas de pensar sobre un mismo asunto —dijo—. Pero ¿qué hace en Nueva York?
—El golpe de la falsa Miss Fantasma resultó muy ruidoso. Me intrigó y quise saber quién había tomado mi puesto. Usted me lo dirá, sin duda.
Baxter contempló críticamente a la hermosa mujer que tenía frente a sí. Thea parecía sincera. Y, a fin de cuentas, él no era quién para juzgar sus actos presuntamente delictivos.
—Se lo contaré con mucho gusto —accedió.
Thea se puso en pie. Era alta, hermosa como una walkyria, de pecho firme y largas piernas.
—No tengo ninguna prisa —dijo—. Podríamos salir a cenar…
—¡Salir a cenar, qué tontería! —se escandalizó Baxter—. Con lo fácil que resulta abrir unas latas de conserva. Hay champaña en la nevera… ¿Necesitamos más?
Thea rió suavemente. Avanzó un paso.
—Creo que va a resultar una velada muy interesante —dijo.
Baxter salió a su encuentro.
—¿Necesitas fuego? —preguntó.
—Creo… que ya estoy ardiendo —contestó Thea.
Dejó que el hombre la abrazase. Después de un largo y prolongado beso, Baxter la miró y emitió una larga sonrisa.
—No eres un fantasma —dijo.
—Soy una mujer —respondió ella.