CLARK CARRADOS

 

 

MR. KYLE NO CONTESTA

 

 

 

Colección ¡KIAI! n.° 79

Publicación semanal

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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EDITORIAL BRUGUERA, S. A.

BARCELONA — BOGOTÁ — BUENOS AIRES — CARACAS — MÉXICO

 

 

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74. — Cinco discos de jade — Curtis Garland

75. — El dogal al cuello — Clark Carrados

76. — Los budokas asesinos — Lou Carrigan

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78. — Frío mortal — Curtis Garland

 

ISBN 84-02-04952-4

Depósito legal: B. 15.796 — 1978

Impreso en España — Printed in Spain

1ª edición: junio, 1978

© Clark Carrados — 1978

texto

© Jorge Sampere » 1978

cubierta

 

Documentación gráfica para la cubierta cedida por la SALA DE JUDO «SHUDOKAN»

 

Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.

Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A. Parets del Vallés (N-152, Km 21,650) Barcelona — 1978

CAPÍTULO PRIMERO

 

Aquella noche, como otras muchas anteriores, Henry Morton Kyle, presidente, director y accionista principal de varias empresas de gran importancia y, por lo tanto, dueño de una más que regular fortuna, llegó a su lujosa mansión situada en el lugar más escogido de Long Island, y tras entregar el sombrero, el abrigo, los guantes y el bastón, a su fiel mayordomo Bates, se encaminó a su gabinete particular después de dejar una recomendación, repetida anteriormente en numerosas ocasiones:

—Estaré todavía trabajando un buen rato, Bates. Que no me moleste nadie, ni me pasen ninguna llamada, a no ser que resulte de verdadera urgencia. ¿Entendido?

—Bien, señor —contestó el mayordomo.

El señor Kyle se dirigió hacia la escalera, de historiado pasamanos de roble tallado, que comunicaba con el vestíbulo con los pisos superiores de la vivienda y ya había puesto el pie en el primer escalón, cuando, de pronto, se volvió hacia el servidor.

—En todo caso, Bates, la señora Farnhaddan juzgará la importancia de la llamada.

—Sí, señor.

La señora Farnhaddan, Eleanor de nombre, era el ama de llaves de Kyle y, al igual que Bates, persona de su mayor confianza. Tranquilamente, sin demostrar la menor emoción, míster Kyle inició la ascensión hacia su gabinete privado.

Dicha pieza se hallaba en uno de los lugares más apartados de la mansión, construida de tal forma, que casi parecía un castillo medieval y en cuya decoración se había gastado míster Kyle una verdadera fortuna. Cuadros antiguos de las más valiosas firmas, armaduras, armas de todas clases, tapices, muebles auténticos... casi podía decirse que la mansión era un auténtico museo. Míster Kyle había demostrado, además, su buen gusto en la compra de las antigüedades para probar que ello no estaba reñido con el dinero.

Cuando ya llegaba al primer piso, le salió al paso el ama de llaves.

—¿Desea que le lleve algo para comer, si tiene apetito, señor? —consultó la señora Farnhaddan—. Una cafetera termo y algunos fiambres, por si se queda demasiado rato en su gabinete.

Míster Kyle fijó la vista en el ama de llaves, una mujer de treinta y dos años, de pelo castaño, cuidadosamente peinado en dos mitades, que se reunían en la nuca por medio de un brillante moño, y ojos oscuros y rasgados, y movió la cabeza negativamente. La señora Farnhaddan casi se sonrojó al sentir sobre sí lo que parecía peso tangible de la mirada del hombre. Era una mujer muy hermosa, de figura sumamente esbelta y ademanes distinguidos y reposados, acerca de la cual opinaban muchos que, si volvieran los tiempos de la esclavitud y pudieran comprarse las personas nuevamente, se pagaría tina verdadera fortuna por Eleanor Farnhaddan.

A su vez, míster Kyle era un hombre de cuarenta y cuatro años, alto, fornido, agradablemente feo y con las sienes ya grises, lo cual aumentaba su encanto personal, en especial con las mujeres, con las que obtenía éxitos considerables según rumoreaban los que le conocían. Míster Kyle practicaba regularmente ciertos deportes no demasiado violentos, para mantener su buena forma física, y aunque no era un timorato ni un puritano, tampoco se le mencionaba como partícipe en escándalos y orgías.

—No, gracias, señora Farnhaddan —contestó míster Kyle al cabo—, no tengo apetito. He cenado con unos amigos y con ello tengo suficiente. Buenas noches, señora Farnhaddan.

—Buenas noches, señor.

Míster Kyle continuó su camino hacia el gabinete privado, situado en un torreón octogonal de la mansión y a la altura de una tercera planta, lo que significaba una altura de ocho o diez metros, desde el suelo de la estancia hasta el suelo exterior.

Para llegar al gabinete era preciso utilizar una escalera semicircular, amplia y cómoda. Dicho gabinete era la única pieza del torreón, en aquella planta, y disponía de tres ventanas en sendas caras de la estructura prismática del torreón.

La puerta se cerró y míster Kyle quedó solo en el gabinete. Una hora y media más tarde, se recibió una llamada telefónica en la mansión.

Bates atendió primero la llamada y luego pasó el teléfono al ama de llaves. La señora Farnhaddan se quedó estupefacta al conocer la inesperada noticia, ya que se trataba de un acontecimiento inimaginable y, tras unos segundos de reflexión, conectó el teléfono con el gabinete.

Pero míster Kyle no dio señales de haber oído la llamada. El ama de llaves insistió, sin conseguir el menor resultado.

—Míster Kyle no contesta —dijo al mayordomo, que aguardaba a unos pasos de distancia—. Subiré a decírselo en persona.

—Bien, señora Farnhaddan.

El ama de llaves corrió escaleras arriba. Al llegar a la puerta del gabinete privado, llamó con los nudillos, recibiendo como respuesta el silencio más absoluto. Al cabo de unos segundos, abrió la puerta y paseó la mirada por el exterior.

—¡Dios mío! —exclamó.

Un segundo después volvía a salir y, desde allí mismo, lanzo un grito:

—¡Bates, vea si el señor está en su dormitorio!

—Sí, señora Farnhaddan.

La respuesta del mayordomo resultó negativa. Ambos, ama de llaves y mayordomo, registraron la casa a fondo, sin encontrar el menor rastro de míster Kyle, que parecía haberse convertido en humo.

La policía, avisada, se personó en la mansión e inició un registro exhaustivo, con búsqueda de posibles pistas y exploración a fondo del jardín circundante, incluso con perros especialmente amaestrados. Todos los esfuerzos, sin embargo, resultaron inútiles. No había el menor rastro de Henry Morton Kyle.

Durante algún tiempo, la desaparición de míster Kyle fue objeto de innumerables comentarios en la radio, TV, diarios y revistas y, por supuesto, también en los medios financieros, de los que era miembro prominente. Pero al continuar la carencia de noticias sobre su paradero, el interés por míster Kyle empezó a ceder, hasta que se apagó por completo y ya nadie se preocupó por el personaje. Un humorista, sin embargo, acompañado de un buen músico, compuso una canción satírica, en la que se decía que míster Kyle había volado directamente al cielo y, naturalmente, los que están allí no se comunican con los de aquí abajo. «Por eso —decía una de las estrofas del estribillo—, cada vez que se le llama, míster Kyle no contesta.»

La canción tuvo un éxito más que regular y hasta llegó a situarse en el séptimo lugar del hit-parade de la época, pero, inexorablemente, le llegó el —final del olvido y, como el personaje que la había inspirado, pasó al desván de los trastos.

* * *

Aquella mañana, la atención de Budd Baxter se centró en una noticia que no tenía particularmente mayor interés. A fin de cuentas, todos los días se anunciaban próximos divorcios de personas que gozaban de cierta notoriedad y Angela Fetherman era lo suficientemente conocida como para que su divorcio no saltase a las páginas de chismes de los diarios.

El periódico traía, además, una fotografía de la aspirante a divorciada, una hermosa muchacha de veintitrés años, pelo rubio y una silueta que habría puesto verde de envidia la blanca piel de Venus Afrodita. La señora Fetherman, aparte de su fama como artista de music-hall, tenía otros motivos para que su nombre sonase de una manera especial. Casi siete años antes, había declarado ser la hija de Henry Morton Kyle, el financiero desaparecido tan misteriosamente, pero sus asertos no habían sido aceptados por los administradores de la fortuna del financiero, ya que, según manifestaron a la prensa, sabían perfectamente que Kyle era soltero y que, aunque ello obviamente no era obstáculo para tener hijos, sabían asimismo, con absoluta seguridad, que era un caso que no se había dado en míster Kyle. El periodista mencionaba el detalle de pasada, sin hacer mayor hincapié en el asunto.

El verdadero interés de la noticia estribaba en el divorcio ya que, por otra parte, el esposo de la aspirante a divorciada era un notable promotor de espectáculos, precisamente el hombre, que la había llevado al estrellato. Steve Fetherman, en otro pasaje de la información, se quejaba amargamente de la ingratitud de su esposa. «Ahora que está en la cúspide, me deja tirado como un trapo», decía y, según el periodista, casi lloraba al proferir frases tan llenas de dolor y tristeza.

Budd Baxter recordaba el caso de la desaparición de míster Kyle, a pesar de que se había producido siete años antes y entonces aún no había fundado la Digest Press, agencia de recortes de prensa que constituía un negocio muy rentable. Pero, imaginándose que podía tener algunos antecedentes de Angie Fetherman en los archivos de la agencia, dejó el periódico a un lado y acercándose al muro opuesto, tocó un resorte, situado en un lugar solamente conocido por él y su fiel criado Tim Koye.

A los pocos segundos, Baxter, que tenía líneas directas de teléfono y TV con su agencia, contemplaba la cara cuadrada del director de la Digest Press, Denis Gray.

—¿Otra vez en campaña, Budd? —Gray conocía las aficiones detectivescas de Baxter, pero también sabía que éste no era un detective común y corriente, que aceptaba los casos que le eran propuestos por sus clientes, sino que actuaba en ocasiones que juzgaba de su interés y sin que el interesado se lo pidiera, sino más bien por afán de justicia y por hacer el bien a personas que podían hallarse en críticas situaciones, de las cuales no podían o no sabían cómo zafarse.

—En cierto modo, no... no todavía —sonrió Baxter, cuyo aspecto parecía vulgar y hasta inofensivo en ocasiones, pero del que pocos sabían que era un verdadero maestro en las Artes Marciales Orientales—. Pero he leído una noticia que ha avivado mi curiosidad.

—¿Nombre? —preguntó Gray, sin pestañear.

—Angie Fetherman.

—¡Ah, la artista del music-hall!

—La misma.

—Célebre por varios motivos su belleza, su hermosa voz, sus negativas a actuar desnuda... y por el suceso de que fue protagonista siete años antes, cuando, a los dieciséis, alegó ser la hija de míster Kyle.

—Exactamente, Denis.

—He leído los diarios de la mañana. Angie pide el divorcio.

—Sí, y su marido se queja amargamente...

Gray soltó una sonora carcajada.

—Todo el que pierde un diamante se queja —contestó—. Pero no tenemos apenas nada de ella.

—¿Lo dice en serio, Denis?

—Ni Angie ni Fetherman eran clientes de la agencia, aunque yo había hecho guardar algunos recortes sobre ambos. Pero no creo que lo que tengamos aquí pueda solucionarte ningún problema.

—En todo caso, ¿por qué no envías a una chica a las redacciones de los periódicos más conspicuos y le pides que fotocopie cuanto se refiera a la desaparición de míster Kyle? Anota los gastos en mi cuenta, Denis.

—Por supuesto. Los beneficios son una cosa y los gastos, aunque sean del dueño, son otra. Aquí...

—Sí, el que la hace, la paga —rió Baxter—. Anda, manda a la chica cuanto antes.

—De todos modos, puedo anticiparte algo sobre Kyle. ¿Recuerdas tú algún detalle del caso?

—Alguno, en efecto.

—Bien, en tal caso, sabrás que la noche en que desapareció míster Kyle estaba solo en su gabinete de trabajo, una estancia a la cual sólo se podía acceder por un sitio: la puerta de entrada. Las ventanas quedaban a diez metros del suelo y, en éste, en el que la tierra estaba blanda por las lluvias recién caídas, no se encontraron las huellas que sería lógico esperar, suponiendo que se hubiera descolgado por una cuerda. Pero tampoco aparecieron en los antepechos de las ventanas, las señales del roce de una cuerda, cosa que se habría encontrado, sin duda, en el supuesto que Kyle hubiese empleado ese método para desaparecer de su residencia. Ni siquiera se puede pensar en un helicóptero, provisto de una escala de cuerda, ya que la servidumbre en pleno declaró no haber oído el menor ruido de uno de dichos aparatos... y habría producido bastante estruendo, al situarse a pocos metros de los tejados de la casa. Kyle tenía mayordomo, ama de llaves, dos doncellas, chófer y jardinero, y todos ellos vivían en la mansión y sus declaraciones resultaron absolutamente coincidentes.

»La finca está rodeada por una alta tapia, coronada por una hilera de puntas de hierro, conectadas a una alarma muy buena. La verja era accionada, bien desde la mansión, bien desde la vivienda del jardinero, situada junto a la entrada. El jardinero y su esposa declararon no haber abierto a nadie, después de la llegada de Kyle a su casa, sobre las nueve de la noche, hora en que conectó la alarma, cosa que se hacía invariablemente después de que el dueño de la propiedad había regresado y no pensaba salir hasta el día siguiente.

»El jardín fue examinado, palmo a palmo, para el posible caso de un asesinato, con sepultura de la víctima en aquel lugar, pero tampoco se encontró nada, a pesar de la actuación de perros amaestrados. En resumen, sobre las nueve y media de la noche, como digo, míster Kyle se encerró en su gabinete particular... y ya nadie ha vuelto a verle.

—En resumen, un caso clarísimo de conversión de una persona en humo —dijo Baxter.

—Puede que sea una metáfora, pero casi dan ganas de pensar en que fue realidad —sonrió Gray.

—¿Cómo se descubrió su desaparición? Si se produjo a altas horas de la madrugada...

—La desaparición se conoció sobre las diez y media aproximadamente. Kyle había dado orden, como hacía muchas veces, de que no le molestaran en absoluto y que, en el supuesto de recibir una llamada, el ama de llaves juzgaría su importancia y se la pasaría al supletorio del despacho. La llamada se recibió y el ama de llaves, estimando que era muy importante, hizo lo que solía hacer en anteriores ocasiones. Míster Kyle no contestó... y entonces fue cuando se supo su desaparición...

—¿Tenía esa llamada algo que ver con el caso?

Gray se encogió de hombros.

—No lo sé —contestó—. La señora Farnhaddan, nombre del ama de llaves, declaró que la llamada procedía de Angie, la hija de Kyle y de la que no se había tenido la menor noticia hasta entonces.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO II

 

Cuando salió de la estancia que Baxter denominaba cuarto de comunicaciones, Koye, su criado japonés, le aguardaba a unos pasos, con una paja de sorber refrescos sujeta por los labios. Koye estaba de perfil y, a su derecha, había una gruesa plancha de madera, apoyada contra la pared.

Baxter sonrió al comprender las intenciones del criado. Junto a él, había un aparador, sobre el que se divisaban varias estrellas de diferentes formas, todas ellas con las puntas muy agudas y de bordes tan afilados como navajas de afeitar. Eran shuriken, arma empleada por los samurais, y que, en manos de un experto, podían causar estragos en el adversario.

Baxter tomó un shuriken, lo sopesó unos instantes y luego echó el brazo atrás, para disparar la estrella con toda la potencia de los bien entrenados músculos de su brazo derecho. La paja quedó limpiamente cortada a un centímetro de la boca de Koye, mientras la estrella se clavaba en la plancha de madera.

Koye aplaudió cortésmente.

—Bravo, señor —dijo, después de quitarse de los labios el cabo de la paja—. Ha sido una demostración increíble de habilidad...

—Y de sangre fría, Tim —sonrió Baxter—. Yo no sé si habría sido capaz de ocupar tu puesto. Se necesita mucho valor.

—Cualidad ciertamente no escasa en el ánimo del señor —dijo Koye, a la vez que se inclinaba profundamente.

Baxter puso las manos sobre sus rodillas y se inclinó también.

—Esa cualidad es común en ambos —contestó.

Y, en aquel instante, sonó el timbre de la puerta.

—Permítame, señor —dijo el criado.

Koye cruzó el gran salón, atisbo un instante a través de la mirilla y luego abrió la puerta. En el umbral, una hermosa mujer hizo una pregunta:

—¿Puedo hablar con el señor Baxter?

Koye se volvió hacia el aludido. Baxter hizo un gesto afirmativo.

—Entre, señora.

La mujer cruzó la puerta. Era alta, de agradable presencia, con un rostro sumamente atractivo, sobre todo por su bien cuidada cabellera castaña. Vestía con notoria distinción, pese a que sus ropas eran más bien modestas y, calculó Baxter, debía de andar ya muy cerca de los cuarenta años. Sin embargo, aquella figura habría dado envidia a muchas jovencitas con la mitad de los años de la desconocida.

—Soy Baxter —se presentó el dueño de la casa—. Tenga la bondad de sentarse, señora...

—Eleanor Farnhaddan, señor Baxter. Gracias por haber accedido a recibirme.

Baxter arqueó las cejas.

—¿El ama de llaves de...?

Eleanor sonrió ligeramente.

—Sí, la misma —contestó—. Veo que conoce usted la historia.

—Hizo mucho ruido, años atrás. Pero antes de seguir adelante, dígame si desea tomar algo, señora Farnhaddan.

—Café, por favor.

—¡Tim! —llamó Baxter.

—Sí, señor, al momento —respondió Koye.

—Muy bien, continuemos, señora Farnhaddan.

—Deseo que me ayude, señor Baxter. Me encuentro en una grave situación y tengo la seguridad de que usted podrá solucionar mi problema —manifestó la visitante. Baxter se asombró al oír aquellas palabras.

—¿Yo? ¿Por qué yo, señora Farnhaddan?

—Conozco su reputación. He leído algo en los periódicos sobre usted. Podría contratar a un detective privado, y los hay buenos en Nueva York, pero prefiero que sea usted el que se encargue del caso. No puedo prometerle nada ahora, pero si lo soluciona satisfactoriamente, estoy en condiciones de afirmar que satisfaré, sin regatear, su minuta de honorarios, por alta que resulte...

—Pero, señora...

Los ojos de Eleanor miraron penetrantemente el rostro de su interlocutor.

—Señor Baxter, ¿no le gustaría resolver el misterio de la desaparición de Henry M. Kyle?

En aquel instante llegó Koye con la bandeja y la conversación se suspendió momentáneamente.

Pasados unos minutos, Baxter ofreció un cigarrillo a su hermosa visitante, quien lo aceptó con toda naturalidad. Después de las primeras bocanadas, Baxter hizo una pregunta:

—Quiero conocer su opinión, señora Farnhaddan... —dijo—. Míster Kyle, ¿está vivo?

—Sí —contestó ella, rotundamente.

—¿Dónde?

—No lo sé. Nadie ha sabido nada más de él, desde aquel día.

—¿En qué razones se funda usted para afirmar que Kyle sigue vivo?

—Era un hombre con gran capacidad de trabajo, pero también le gustaba vivir. No se suicidó, se lo aseguro.

—Pudo ser asesinado.

—Tampoco. De todos modos, sé que está vivo y que conviene que se demuestre antes del once de junio de este año.

—¿Por qué esa fecha, precisamente? Faltan unas cinco semanas...

—El once de junio se cumplirán siete años de la desaparición de míster Kyle. Según la ley, se le dará oficialmente muerto.

—¡Oh, comprendo!

—Tiene una hija —añadió Eleanor.

—No fue reconocida como tal. Ni siquiera usted misma admitió que fuese su hija. —Tuve que declararlo así en aquella ocasión. La noticia de la aparición de Angie Kyle fue tan sorprendente para mí como para el resto.

—Y ahora dice que sí es su hija... ¿Por qué?

—La he visto, como también la vi entonces. Es el vivo retrato de su madre.

—Pero Kyle no estaba casado...

—Tuvo una amante, y yo la conocía, pero ella ni siquiera me dijo que había concebido un hijo de sus relaciones con Kyle. Jamás supe que de esa unión había nacido una niña.

—De modo que conocía a la amante...

—Sí. Ella murió cuando la niña, según los cálculos que he hecho después, debía de tener unos seis años. Kyle la envió a Europa y allí permaneció en un internado, hasta que un día, harta, se escapó y vino a buscar a su padre. Llegó precisamente el mismo día de su desaparición y, lógicamente, no pudo verle. Los administradores de las empresas de míster Kyle se negaron a reconocerla como su hija.

—Y usted, si conocía a la madre, ¿por qué negó también el parentesco?

—No podía hacer otra cosa. La madre ni siquiera me había dicho que tuviera una hija.

Nunca lo mencionó, ni cuando estaba en su lecho de muerte.

—¿Se avergonzaba de lo sucedido?

—Sí —admitió Eleanor—. Todavía hay personas para las cuales un nacimiento ilegitimo es causa de vergüenza y deshonor. La madre de Angie no quiso comunicar a ninguna persona de la familia y murió sin que ninguno lo supiéramos.

—¡Ah! Entonces, usted era familiar de la madre de Angie.

—Sí.

—¿Lo sabe Angie?

—Sí.

—¿Cuál es esa relación familiar, señora Farnhaddan?

—La madre de Angie y yo éramos hermanas.

Hubo un instante de silencio. De pronto, Baxter notó que Koye, en la puerta que comunicaba con las habitaciones, le hacía señas disimuladas.

—Dispénseme un momento, señora Farnhaddan —rogó, a la vez que se ponía en pie.

—Venga conmigo, señor —dijo Koye, cuando el joven hubo franqueado aquella puerta.

El criado le condujo hasta una ventana, desde la que se divisaba un buen trozo de la Quinta Avenida. Al otro lado, junto a la acera, que formaba el límite del Parque Central, había un coche negro, ocupado por dos individuos.

—Están ahí desde que llegó la señora Farnhaddan —informó Koye—. Miran hacia aquí con mucha frecuencia y he creído conveniente informar al señor de lo sucedido. —Gracias, Tim. No los pierdas de vista.

—Bien, señor.

Baxter volvió al salón.

—Señora Farnhaddan, tengo que decirle algo que, seguramente, no va a gustarle — manifestó.

Ella le dirigió una mirada inquieta.

—¿Sucede algo malo? —preguntó.

—Lo siento muchísimo. No puedo acceder a su petición.

—Pero...

—Por favor, señora, le ruego que no insista —declaró el joven, con firme acento.

Eleanor, despechada, se puso en pie y recogió su bolso.

—Temo que habré de rectificar la opinión que me había formado de usted —dijo fríamente.

Baxter no contestó de forma directa.

—¿Tim?

—¿Señor? —respondió el criado al instante.

—Acompaña a la señora Farnhaddan. ¡Buenos días, señora!

Eleanor se marchó, taconeando vivamente. Baxter corrió hacia la ventana y miró hacia la calle.

Pocos minutos más tarde, vio salir a la mujer y detenerse al borde de la acera para tomar un taxi.

El coche negro dio la vuelta y se situó a prudente distancia del vehículo, siguiéndolo con toda discreción. Baxter no sintió el menor temor por la suerte de Eleanor.

Alguien, se dijo, habría contratado a unas personas para que siguieran a la señora Farnhaddan a cualquier parte que se moviese. Incluso era posible que le hiciesen preguntas sobre los motivos de la visita a Baxter, pero sus respuestas resultarían absolutamente sinceras.

Y, por el momento, no quería que nadie supiese que, contra lo manifestado, sí pensaba en ayudar a Eleanor Farnhaddan.

Pero antes, se dijo, debería conseguir una entrevista con la hija de Kyle. Y, para ello, lo mejor era acudir al Phoenix, lugar en el que actuaba y del que muy pronto se iba a despedir, una vez cancelado su contrato con el dueño y agente artístico suyo, que también era su esposo y del que iba a divorciarse muy en breve.

* * *

Todavía resonaban en la sala los aplausos con que había sido premiada la actuación de Angie Fetherman, conocida artísticamente por El Ángel de Plata, cuando se abrió la puerta del camerino y su ocupante entró, con gran revuelo de plumas y siseo de tules y gasas. Angie se quitó el enorme penacho de plumas, plateadas artificialmente, lo dejó a un lado, y entonces fue cuando reparó en el visitante que se hallaba sentado en un rincón penumbroso.

El rostro del intruso era apenas visible. La luz alumbraba más bien la mitad inferior de su cuerpo, lo que permitía ver el cigarrillo humeante que sostenía en la mano izquierda y las piernas cruzadas indolentemente. Angie se puso muy furiosa al verle.

—¿Qué hace aquí? —exclamó—. Salga inmediatamente o haré que le echen de mala manera.

—Entonces no oirá las cosas interesantes que tengo que decirle, señora Fetherman.

Aunque pronto, según mis noticias, será usted la señorita Kyle —respondió Baxter.

—¡Kyle! —respondió la joven—. ¿Cómo sabe usted...?

—Sé también que usted es hija de Henry Morton Kyle, desaparecido hace siete años, pero a la que nadie quiere reconocer como tal. Si no la reconocieron como hija de Kyle, ¿cuál sería el apellido que debería adoptar? ¿Seguiría con el de Fetherman, aunque se hubiese divorciado de su esposo?

Angie se mordió los labios.

—Ahora resulta que el canalla de mi marido no quiere concederme el divorcio — contestó.

—Se daba por hecho...

—Sí, pero hoy se ha vuelto atrás de su decisión. Aún no hace dos horas que me lo ha comunicado... No sé cómo he tenido humor para actuar... Pero, todo eso, ¿qué diablos puede importarle a usted?

—Quizá conozca usted a Eleanor Farnhaddan. Hoy vino a visitarme a mí casa. Era hermana de su difunta madre.

—Vaya, con la buena tía Eleanor —dijo Angie, sorprendida—. Hacía tiempo que no sabía de ella. ¿Qué le ha dicho?

—Eleanor cree firmemente que es usted la hija de Kyle... ¿Cuál es su opinión personal?

—Lo soy —contestó la muchacha, orgullosamente—. Mi padre me lo dijo infinidad de veces...

—Cuando estaba en el internado, en Europa.

—Sí.

—Usted estuvo alrededor de nueve años en el internado. En ese tiempo, ¿no recibió cartas de su padre, que servirían ahora para probar el parentesco?

—No. Nunca me escribía. Ni siquiera para Navidades. Telefoneaba o, si hacía algún viaje a Europa, venía a visitarme. Jamás tuve en las manos nada escrito por él; ni un cheque de cinco dólares.

Angie entró detrás de un biombo y empezó a desvestirse.

—Pero él me lo dijo y me lo repitió infinidad de veces —añadió—. Yo era su hija y cuando él muriese su fortuna sería para mí. Murió el día en que yo llegaba a su casa... y tuve que ponerme a trabajar, y menos mal que he tenido bastante éxito. Salvo en el matrimonio con ese bastardo de Fetherman.

—La gente, a veces, comete errores. Pero si se conserva la memoria de esos errores, ya no vuelven a cometerse —dijo Baxter sentenciosamente.

—¡Hum! —dudó la artista—. Conozco montones de chicas que se han casado, se han divorciado, se han vuelto a casar... En ese asunto lo que importa, más que nada, es la suerte, señor... Oiga, ¿sabe que todavía no me ha dicho su nombre, tipo curioso?

—Budd Baxter, señora Fetherman. Usted tampoco me ha dicho qué apellido usará, si decide no emplear el de su esposo y resulta que no puede llamarse Kyle.

—Coughlin. Era el apellido de soltera, tanto de mi madre como de mi tía Eleanor.