Capítulo
20
Fuego por fuego
Dentro de la casa, León recuperaba poco a poco la consciencia.
—¿Ada? ¿Ada…estás ahí?
Ella se volvió en el acto, corrió hacia él y se arrodilló para ayudarle a incorporarse.
—¿Qué ha ocurrido? Estás cubierta de hojas y llorando. ¿Qué te ha hecho? Dime. Si te ha hecho daño, ¡juró que le mataré! —dijo levantándose con cierta dificultad.
—Se ha ido. Ha ido a acabar con ellos, León —dijo Ada sumida en la desesperanza.
—No, no se lo permitiré.
—Iré contigo. Me moriría de angustia si me quedara aquí.
—Pero no debes montar en tu estado.
Ella enmudeció de pronto. Su respuesta tardó unos segundos en llegar.
—¿Cómo…? ¿Cómo lo sabías? —preguntó.
—No ha sido difícil deducirlo.
—¿Y aun así me amas? ¿Comprendes que no puedo saber de quién es el bebé? —preguntó avergonzada, bajando la vista.
—Tú no tienes la culpa. Y el bebé será mi hijo si tú me aceptas —dijo él con una sonrisa triste que iluminaba su rostro varonil.
—Ahora debo avisar a mi familia. Por favor, espera que me ponga algo encima. Mientras, ve preparando el landó. Estaré lista enseguida —dijo Ada subiendo ya las escaleras.
Poco después, ambos partieron de Rosas Negras tras los pasos de Horacio.
La ventisca había amainado. Aunque las cañadas seguramente habían quedado en un estado lamentable. Podrían encontrar a su paso árboles arrancados por el vendaval, atravesados en el camino, y Ada creyó que esto dificultaría mucho el desplazamiento. Pero León era un experto manejando los caballos, conocía bien la zona y su coche no tenía rival en la ciudad.
Durante el viaje, Ada no paró de preguntarle por su familia. En el vestíbulo, le había parecido entender que León había rescatado a los suyos, pero no sabía de qué modo, ni tampoco de qué clase de peligro. León no se prodigó en explicaciones, pero la tranquilizó asegurándole que, antes de ir a buscarla, él los había dejado a salvo en la casa Cárdenas, devolviéndoles las escrituras de propiedad de todos sus bienes. Newman había pagado todas las deudas a los bancos y había inscrito las fincas de nuevo a nombre de la familia, con todos los requisitos formales exigidos por la ley. También le confesó que habían sobornado a una de las brujas de doña Margarita, para que su tío Ernes y ella no estuvieran en la ciudad y no pudieran socorrerles de ningún modo. A pesar de su reticencia, Ada siguió insistiendo en conocer todos los detalles, y él, al fin, accedió a contarle cuáles habían sido, desde un principio, sus verdaderas intenciones. León puso especial empeño en aclarar que él había compartido los deseos de su hermano, hasta que se enamoró de ella y comprendió que en modo alguno la perjudicaría. Ada escuchó con horror como desde un principio el plan había consistido en encerrarles en la misma casa donde perecieron su madre, su hermana y su amigo, levantada de nuevo con ese único fin, y hacerles pagar del mismo modo, fuego por fuego. Esas habían sido sus palabras.
Cuánto dolor irreparable, qué miseria la de tanta vida deshecha por el rencor. Y Ada no era una excepción. Conocía bien aquel sentimiento y sucumbiría a él como cualquiera de los otros infectados, contaminaría su sangre tal vez con mayor facilidad que la de ellos. Siempre había tenido una especial agudeza para detectar el mal que padecían todos los miembros de la familia, particularmente su padre: un enfermo crónico de rencor desde el nacimiento. Ada había aprendido a distinguir con facilidad los síntomas, podía prever sus consecuencias y le angustiaba pensar que esa herencia de sangre y la continua exposición al mal durante su infancia y juventud la hubieran hecho más propensa a sus ataques. Ahora comprobaría como, pérdida tras pérdida, el rencor de Horacio iría sumando cadáveres de muertos propios y ajenos, sin satisfacer jamás su ansia inagotable. Ella lo sabía, también le llegaría su turno. Sí, muy pronto llegaría.
Por el momento, se negaba a dar crédito a las acusaciones que pesaban sobre Aníbal y, sin embargo, cuando interrogó a León sobre este punto, él se mostró inflexible. No dudaba ni por un momento de la palabra de Horacio. Estaba dispuesto a vivir con ello, sin causarles el menor daño, lo había jurado, pero únicamente por no lastimar a Ada. De no ser por ella, habría sido tan implacable y despiadado como su hermano.
A pesar de que habían salido poco después que él, el coche les obligaba a ir más despacio, y Ada hizo el resto del viaje a Madrid en completo silencio, aunque con el corazón encogido.
Cuando León y Ada llegaron a la mansión Cárdenas, el fuego del primer piso escupía ya su aliento por las ventanas de algunos dormitorios. La calle estaba llena de vecinos y viandantes alarmados observando los inútiles esfuerzos de los equipos de bomberos.
Ada saltó del coche todavía en marcha y trató de llegar corriendo hasta la casa. Uno de los bomberos la alcanzó a tiempo de impedirle la entrada, sujetándola firmemente de los brazos, pues ella hacía caso omiso de sus advertencias y solo trataba de zafarse para correr hacia las llamas.
—¡Suelte a mi esposa! —ordenó Newman fuera de sí al verla atrapada entre los brazos del bombero.
—Su esposa está poniendo en peligro su vida. El fuego está descontrolado. En cuanto la suelte correrá hacia la casa.
—Deje que yo me ocupe de eso —instó Newman ocupando su lugar. El bombero estaba en lo cierto. Ada trató de escapar en cuanto se vio libre del extraño y casi lo hubiera logrado, de no haber sido por la rapidez de reflejos de León. Una vez la tuvo entre sus brazos, la estrechó contra su pecho tratando de sosegarla con caricias. Ada no dejaba de llorar, y él sufría al pensar en cómo la afectaría aquello en su estado.
Un poco alejado de allí, tras los barrotes de la verja, Horacio Mara contemplaba la casa con la mirada fija en el fuego, sobrecogido en un éxtasis de venganza.
Ella levantó la barbilla para señalar a León su presencia. Ada lo miraba con el semblante transfigurado por el odio. Otra Ada se había apoderado de la mujer que le había amado y que tal vez llevaba un hijo suyo en las entrañas.
—¡Asesino! —gritó la joven invadida por un flujo de rencor.
Instantáneamente, Newman sintió como el cuerpo de Ada, que hasta entonces no había dejado de forcejear, se relajaba del todo para, al cabo de un segundo, desmoronarse entre sus brazos como una marioneta a la que de repente hubiesen cortado los hilos.
Al ver como se derrumbaba, Horacio corrió hacia ellos y la arrancó de brazos de su hermano. Arrodillándose en el suelo, cogió a Ada en su regazo y besó su frente con fervor mientras su hermano gemelo le observaba sin entrometerse.
—De qué sirve todo ese amor si no dejas de lastimarla. Cómo has podido pasar por encima de ella, anteponer tu propia satisfacción a su bienestar.
—Yo no he hecho nada, nada, aparte de disfrutar viendo que Dios existe y se encarga de hacer mi trabajo. Cuando llegué, la casa ya ardía como una tea. Ignoro la causa del incendio. Pero no me cabe duda de que es el deseo de Dios. ¡Y tú deberías sentir lo mismo que yo! —exclamó irritado levantando la vista hacia él—. Además, qué sabrás tú del modo en que ella y yo nos amamos. Calla y ocúpate de tus asuntos.
—Ella es asunto mío —dijo León Newman con voz ronca—. Y el niño que está esperando también lo es —dijo sin aliento.
Horacio levantó la vista hacia su hermano para clavar sus ojos en aquel rostro abominable.
Durante un segundo, la ira nubló su mente, pero, al instante, viejos recuerdos de Ada que creía haber olvidado llenaron sus pensamientos. Imágenes del pasado que parecían pertenecer a otra vida: el brillo de sus ojos cuando la veía llegar cruzando el patio, el color de las cintas que solía llevar en el pelo, el modo en que sus pequeñas manos buscaban ocultarse siempre entre las suyas, igual que dos tímidas e inquietas ardillas, el día en que la besó por primera vez en las barcas de la laguna, su piel blanca de niña, su piel de nata, aquel embriagador aroma a inocencia…
Y en ese momento, todo el dolor que le consumía desde que su madre y su hermana habían muerto le abandonó súbitamente, como si lo hubieran exorcizado.
El aire volvió a parecerle limpio a pesar del intenso olor a quemado, y entonces supo lo que tenía que hacer.
Horacio cerró los ojos y besó con fervor la frente de Ada.
—¡Siempre me tendrás! De un modo u otro.
—Hermano —rogó dirigiéndose de nuevo a León—, toma a tu esposa y cuida de nuestra familia. Respondes de ellos ante mí —dijo con voz ahogada por la emoción, y devolvió a Ada a los brazos de su hermano.
Después se envolvió en la capa negra, se ajustó el sombrero y, sin que los bomberos pudieran hacer nada por evitarlo, se introdujo en la casa.
—¡Horacio! ¡No, por el amor de Dios! ¡Es demasiado tarde! —gritó León—. ¡Detengan a mi hermano, en nombre del cielo!
Ada volvió en sí a tiempo para verle adentrarse en la boca del infierno, pero ya no tenía fuerzas ni siquiera para pedir auxilio. Enterró la cara en el pecho de León y empezó a rezar en silencio.
En el último minuto, cuando todo parecía perdido y las posibilidades de que hubiese supervivientes eran nulas, de entre la nube de humo que escapaba por la puerta de entrada, Ada vio salir milagrosamente a sus dos hermanos, tapados con una manta.
Los tres se estrecharon en un sincero y doloroso abrazo.
—¿Dónde está papá? —preguntó Ada.
—No quiso salir. Se negó a venir con nosotros y se encerró en el gabinete. ¡Parecía haber perdido el juicio! Luego, el fuego tomó las escaleras y… —dijo mirando a Newman sin mostrar la menor sorpresa. Ada dedujo que cuando los sacó de la humilde casita, León los había puesto al corriente de todo—. Horacio nos sacó a empujones de la cocina. Nos puso encima una manta mojada y nos dijo que no mirásemos atrás. También nos pidió que te dijéramos que no te preocupases. Que él sacaría a nuestro padre de allí. Así nos lo dijo —explicó Aníbal, que bajó la cabeza ante la mirada fulminante de León.
—Tu hermano nos ha salvado la vida —dijo Alfredo agradecido.
—¿Cómo empezó el fuego? —preguntó Newman.
—Aníbal se quedó dormido con una vela encendida, parece que por accidente. Arrojó la palmatoria en la alfombra, había bebido y se despertó cuando su habitación ya estaba tomada por las llamas —respondió Alfredo, todavía tosiendo por causa del humo—. ¡Cielos, seríais exactamente iguales si no fuera por… —se interrumpió sin completar la frase.
Ada, que aún no se había recuperado completamente de su desmayo, temía que su entereza la abandonase. Su padre y Horacio seguían sin dar señales de vida, y, por otra parte, ella se negaba a creer lo que tan solo era una cuestión de tiempo: que ninguno de los dos lograría salir de allí con vida.
Las llamas cerraban la salida a izquierda y derecha del pasillo, impidiendo a Augusto cualquier escapatoria. Con sus garras candentes, el fuego se iba adueñando de cada rincón, de cada objeto, en un avance imparable hacia él. Pero Augusto, asomado a la puerta de sus aposentos, calculó que aún tardaría unos minutos en recorrer el largo pasillo, cruzar el gabinete y llegar al dormitorio. Cerró ambas puertas tras él y buscó en el pequeño cajón de pañuelos blancos la llave del armario donde guardaba los recuerdos de su familia, las cosas que tenía ocultas a los ojos del mundo.
De entre aquel tesoro de viejas reliquias heredadas de sus muertos, Augusto extrajo el reloj de oro, el solitario y los gemelos de rubíes de su padre, la medalla al valor que el abuelo había ganado en el frente, la vieja espada y el uniforme blanco con los galones dorados que tanto le gustaba mirar de pequeño, en las dichosas tardes de verano en que su madre decidía airear los armarios. Entonces ella, él y los espíritus del pasado se reunían en un festival de añoranzas. Al volver a tener todo aquello entre las manos, recordó, por última vez, como su madre les pasaba un paño tiernamente, mientras le contaba falsas hazañas de su estirpe arrastradas de generación en generación.
Una a una, Augusto se fue colocando las prendas y los demás adornos para recibir su último sacramento. De cara al espejo oval de su dormitorio, el mismo que le vio crecer y que jamás le contempló como hombre, se arrodilló para encomendar su alma a Dios, así, vestido de pureza y méritos ajenos. Y aquella oración casi olvidada le trajo a la memoria el día de su Primera Comunión, la frialdad de los muros del monasterio, la juventud de su madre y el semblante orgulloso de su padre. Augusto había sido amado como solo es posible amar a un dios. Humano en una pequeña parte, era divino en todo lo demás. Y ahora únicamente su parte humana perecería.
Afuera las llamas estaban acabando con la barandilla de la escalinata, los peldaños crujían y, entre una lluvia de chispas, la estructura entera comenzó a tambalearse hasta que se derrumbó sobre la planta baja con el estruendo de una explosión.
Aún de rodillas, Augusto vio el resplandor de la muerte asomarse por el filo de la puerta. Sin embargo, lejos de acobardarse, se alzó como un recién ordenado caballero medieval. En el fondo, sabía que no debía sentir el menor temor, pues había estado preparándose para ese instante durante toda su vida, haciendo de ella una larguísima, una eterna catequesis.
Lo había ensayado muchas veces. Debía contemplarse a sí mismo rodeado de cosas bellas. Eso haría mucho más fácil el tránsito definitivo. ¡Belleza! ¡Oh, cuánto la había amado siempre! Solo y exclusivamente a ella. ¡Con qué naturalidad perfecta había sido su único igual! Si este era el momento de caer, estaba dispuesto, pero lo haría entre sus cálidos brazos, arrullado por su canto de alondra, bajo su manto de estrellas. Ya era demasiado tarde para el arrepentimiento. Nada de su cuerpo quedaría. Ni siquiera el murmullo de su nombre quedaría. Ni siquiera su amor por ella.
Pensaba que ahora no habría elegido el camino que escogió entonces, aquel concurrido sendero que pasaba por encima de todo y de todos, directo al oasis del placer. ¡Oh, sí! El placer, un paraíso a su medida en el que logró dar rienda suelta a sus juveniles goces. Sin embargo, no quedaba tiempo, se repetía Augusto, y ya era muy tarde para arrepentirse. El fin galopaba a lomos de aquel fuego satánico que había invadido ya el gabinete. Pronto se acabaría todo, incluso su amor por ella.
Augusto se dejó caer en el sillón donde su madre se había sentado más de mil veces y tomó un cigarrillo de la cajita de plata con el escudo familiar, acariciando el grabado con dedos temblorosos.
¿Reconocerían sus hijos el valor de su regalo? Sí, necesitaba creerlo. Quizá su renuncia les devolviese un ramito de honor. Quizá, al rayar el día, entre las humeantes cenizas de la vieja casa, sus hijos recogerían la última reliquia de un clan casi extinto: el orgullo de su nombre, desvalido y frágil como un recién nacido entre las ruinas. Ni siquiera todo el horror y la fealdad del mundo habrían podido acabar con eso.
El humo se colaba por el filo de la puerta. El ambiente se volvía irrespirable. Pero Augusto seguía sentado, y hasta parecía que el aire le sobraba ya. Su rostro no era el rostro de un hombre atemorizado ante la proximidad de la muerte, muy por el contrario. Tenía el semblante bravo de los piratas, de uno de esos bucaneros que han librado batallas, cruzado un sinfín de mares y que, finalizada su aventura, navegan rumbo a ninguna parte, pero solos, libres en sus bajeles cargados de oro, con la mirada y el corazón puestos en el horizonte que rasga el azul del mar, el lugar donde brilla esplendoroso el ocaso de los valientes.
De pronto, estalló una ventana, y pensó que la lluvia de cristales que se le había venido encima era el anuncio del final, pero no fue así. Un hombre había traspasado la ventana, descolgándose desde el tejado. Y ahora estaba frente a él. Pero ¿acaso eran de fiar sus sentidos en medio de aquella nube de humo? Era un hombre que llevaba tapado medio rostro. Le veía mover los labios, gesticular con las manos, pero era incapaz de oírle. Sintió como le levantaba del sillón, anudaba una cuerda gruesa a su cintura y le arrastraba hasta el hueco de la ventana. Augusto sacó medio cuerpo fuera, pero solo pudo ver como las llamas salían de las otras ventanas de la casa, pues el humo impedía ver la calle. Empezó a marearse y su visión se hizo borrosa. Después, sintió un dolor punzante en la cintura y tuvo la sensación de estar volando. Entonces, Augusto pensó que su alma inmortal había abandonado este mundo.
Cuando recuperó la conciencia, ya se encontraba a salvo, tendido sobre la hierba de su propio jardín. Los bomberos habían acudido a rescatarle y le subían a una camilla.
—Un hombre. Hay un hombre en el primer piso —alcanzó a decir.
Miró hacia la ventana y distinguió su figura entre las nubes de humo gris. Envenenado por los gases, trató de gritar su nombre, pero las palabras se negaban a salir de su boca. Entonces, señaló insistentemente el lugar a los bomberos para que regresaran a por él, pero nadie parecía hacerle caso.
No hubo tiempo para mucho más. Mientras cuatro hombres lo sacaban de allí a toda prisa, sorteando tizones en llamas y escombros que había esparcidos por el jardín, contempló impotente como el techo del dormitorio caía sobre su salvador y su imagen desaparecía bajo el telón de fuego.
Cuando lo llevaron al lado de sus hijos, se incorporó como pudo y los abrazó a los tres como si fueran un solo pedazo de su carne. Jamás Augusto había derramado por nadie una sola lágrima y, en este caso, tampoco era tristeza lo que manaba a borbotones de aquellos ojos, sino lágrimas de arrepentimiento. Con cada gota imploró a sus hijos un mudo perdón, reconoció mil veces su culpa, rogó a Dios misericordia y redención.
De pronto, empezó a llover con fuerza. Ada desenterró el rostro de la maraña de cuerpos enlazados y buscó con la mirada a su esposo.
Horacio había desaparecido por segunda vez entre las llamas, pero León seguía allí, en el mismo lugar en que le había dejado, recortada su figura contra las primeras luces del alba. Parecía espantosamente abatido. Se diría que solo mantenerse en pie ya le exigía un gran esfuerzo; sin embargo, allí estaba, aguardándola bajo la lluvia, calado hasta los huesos, y adondequiera que Ada se dirigiese, él la seguía con ojos llenos de angustia, como si el alma misma se le fuese con ella.
Temblaba de pies a cabeza y no solo de frío.
Newman se caló el sombrero y se subió el cuello del abrigo, preparándose quizá para una larga espera. Sus ojos seguían expresándose en la distancia con sobrada elocuencia. Sin embargo, Ada sabía que podía tardar el tiempo que fuera necesario. Él no se alejaría demasiado, la esperaría, siempre cuidaría de ella. Una mujer sabe esas cosas. No serían falsas promesas. Podía huir de él si lo deseaba, no se lo impediría. Podía tratar de olvidarle en otros besos, llevar una vida sin sentido. Podía regresar con su familia y maldecir su nombre, negarle un millón de veces. Podría, tal vez, cambiar de ciudad, cruzar el océano; pero, al fin, cuando estuviera cansada de tanto vagar sin rumbo, cuando se sintiera acorralada por la soledad y no quedase ya una chispa de esperanza, tendría que volver a él. Y Ada sabía que estaría disponible para ella, que incluso esperaría a que estuvieran a solas para abrazarla, porque así nadie la vería llorar arrepentida sobre su pecho.
Ada dejó a salvo a los suyos y corrió a los brazos de aquel que siempre la querría.