La anchura del tiempo

La TEORÍA DEL eterno retorno presupone un universo inmutable y un tiempo infinito, a lo larga del cual la materia agota sus posibilidades combinatorias y repite indefinidamente todas sus manifestaciones.

Pero, como hoy sabemos, el universo no es invariable, sino que se halla en continua expansión; partió de un estado inicial de inconcebible concentración de la materia-energía y progresivamente se va volviendo menos denso y más frío. Es probable que siga expandiéndose eternamente, rarificándose y enfriándose cada vez más, en una interminable agonía. En tal caso, el ¿lempo sería infinito (al menos en una dirección), pero no cíclico.

Ya no podemos pensar, como Nietzsche, que dentro de incontables eones los átomos repetirán la improbable combinación que ha dado lugar a nuestra existencia, porque mucho antes se habrán apagado las estrellas y el universo ya no estará en condiciones de albergar la vida.

Pero esa interminable repetición de la que el tiempo no es capaz, nos la ofrece el espacio, y sin demora.

Actualmente, muchos cosmólogos piensan que el universo es infinito y homogéneo. Esto significa que contiene una infinita cantidad de materia idéntica a la que hay en nuestro planeta, v sometida, además, a las mismas leyes.

Si el universo cambiara continuamente de leyes y componentes básicos, podría depararnos una infinidad de objetos celestes distintos; pero si está formado todo él por los mismos elementos v todo él se halla sujeto a las mismas leyes físicas, podrá haber toda la diversidad que se quiera a la escala del diminuto observador humano, pero considerado globalmente el cosmos es, para decirlo con una expresión utilizada a menudo por los científicos, tan homogéneo como un bizcocho.

Por grande que sea, el número de posibles estrellas distintas tendrá, pues, un límite, aunque consideremos como tales las que difieran en un solo átomo. (Si pudiera haber, por ejemplo, estrellas cada vez más grandes, sin límite alguno, no cabría hablar de homogeneidad cósmica).

Cuando se haya agotado el cupo de estrellas posibles, las siguientes serán idénticas a algunas de las anteriores, por lo que, si el cosmos es realmente infinito y homogéneo, cada estrella tendrá infinitas hermanas gemelas. Ampliando el razonamiento a todos los sistemas planetarios posibles, se llega a la conclusión de que hay infinitos sistemas solares idénticos al nuestro, e infinitas Tierras como esta.

Por ínfima que sea la probabilidad de la aparición de la vida humana en un planeta del tipo Tierra, al haber infinitos de estos planetas dicha probabilidad se habrá realizado infinitas veces, luego habrá infinitas personas. Y por enorme que sea el número de parámetros que definen a un individuo, es un número finito, por lo que, una vez agotado el cupo de las individualidades posibles, se repetirán infinitamente.

En resumen, cualquier persona, animal o cosa compatible con la composición y las leyes del universo existe realmente, y además existe una infinidad de veces.

Se podría pensar que no tiene por qué ser así, que, aunque haya infinitos entes, puede que no todos los tipos se repitan sin fin. Podría haber, por ejemplo infinitos planetas e infinitos árboles, pero no infinitas personas o gorriones. Pero esto es matemáticamente absurdo. Es como pensar que si tiramos indefinidamente los dados de póquer, alguna de las jugadas posibles solo saldrá una vez, o unas pocas veces.

Los «dados» de todas las posibles estructuras de partículas y fuerzas -es decir, de todos los entes posibles- son numerosísimos y con un enorme número de «caras»; pero frente al infinito es como sí fueran simples dados de póquer. Si el universo es infinito y homogéneo, los mismos dados han sido lanzados (lo son a cada instante) infinitas veces, por lo que toda "jugada" posible, por improbable que sea, tiene que repetirse sin fin.

La vieja perogrullada filosófica de que todo lo que es, es posible, en un cosmos infinito y homogéneo es igualmente cierta a la inversa: todo lo que es posible, es. Y todo lo que es, es infinitas veces.

En este mismo instante, todos los acontecimientos compatibles con la fase actual de la evolución del universo están sucediendo en todas sus variantes y en todas sus etapas. Cada cosa que has hecho, harás o podrías hacer está siendo realizada por infinitos dobles tuyas. En este mismo instante, naces v mueres infinitas veces, de todas las formas posibles.

En este mismo instante, infinitos lectores idénticos a ti recorren esta misma línea, e infinitos de ellos caen fulminados por un rayo sin poder terminarla.

Cabe, pues, invertir la concepción relativista, que considera el tiempo una peculiar dimensión del espacio, y ver en el espacio el ancho del tiempo, su inmensa extensión transversal.

El río del tiempo, cuya longitud actual es de apenas irnos quince mil millones de años, tiene una anchura infinita: cada instante contiene, hecha de repeticiones sin término, su propia eternidad.

Eran las diez de la noche. A través de la puerta acristalada se veía la portería oscura y desierta. F. llamó al timbre de Elena y unos segundos después se oyó por el interfono un escueto »sí». Entonces abrí la caja de música y la pegué al aparato,

La reacción de Elena no fue inmediata, y por un momento temí que no abriera; pero por fin se oyó un clic y la puerta cedió al empujón de F.

– Yo iré delante -dijo-. A mí no me conoce… creo. Será más revelador que abra a un desconocido simplemente por la contraseña musical.

Al llegar al piso de Elena, F. se puso delante de su puerta, para que ella pudiera verlo por la mirilla, y yo me mantuve a un lado. Llamó al timbre. La puerta se abrió en el acto.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Elena escuetamente.

Entonces entré en su campo visual.

– Hola, Elena -dije.

No parecía muy sorprendida ni preocupada. Llevaba una bata de seda gris y, al parecer, acababa de lavarse la cabeza, pues tenía el pelo húmedo.

Se hizo a un lado y nos invitó a entrar con un gesto de resignación. La puerta daba acceso directamente a un amplio salón, confortable e impersonal como una uuite de hotel. Aunque había un detalle nada impersonal: en una de las paredes estaba colgado el retrato de Elena pintado por Pedro. La A roja del pecho había desaparecido. Al ver que los dos fijábamos la mirada en el cuadro, Elena preguntó:

– ¿Es eso lo que buscan?

– Más bien buscamos a su autor -contestó F.

– No sé dónde está -dijo Elena.

– ¿No tiene ninguna pista que darnos?

– Ninguna.

– ¿Tampoco sabe cómo ha llegado hasta aquí el cuadro?

– Es mío y este es su sitio -contestó ella desafiante.

– Y, por cierto, ¿qué ha pasado con la letra roja que había ahí?

Al decir esto, F. levantó la mano derecha para señalar el pecho de Elena (yo así lo entendí y él me lo confirmaría luego); pero ella debió de pensar que se disponía a apartarle la bata. Con impresionante rapidez y precisión, agarró la muñeca de F. con su mano izquierda y se la retorció, obligándole a inclinarse hacia un lado, mientras alzaba el brazo derecho para descargar un golpe con el canto de la mano. Una reacción instintiva me llevó a interponerme entre ambos. El golpe me alcanzó en el brazo. No me hizo daño, pero perdí el equilibrio, me agarré a Elena y caímos los tres al suelo. Al caer, la bata de Elena se abrió por arriba y dejó al descubierto sus senos. Y entre ellos, a la altura del corazón, vi la A mayúscula tatuada en rojo vivo.

– Ahora ya lo sabes -me dijo ella mientras nos levantábamos, sin molestarse en volver a cerrar la bata-. ¿Qué vas a hacer?

– No haría nada que pudiera perjudicarte -contesté.

– ¿Tu amigo tampoco?

– Yo tampoco, señorita -dijo F.-. Solo queremos saber qué le ha hecho a Pedro.

– No le he hecho nada… todavía.

– ¿Podría demostrarlo de alguna manera?

Como respuesta, Elena cogió el teléfono y marcó un número. Tras unos segundos, dijo;

– Pedro, puedes salir de tu escondite. He hecho un trato con tus amigos. No te pasará nada si te portas bien. Pero si intentas algo destruiré el cuadro. Y sí con eso no basta, te destruiré a ti.

– No he podido evitar darme cuenta de que has marcado el número de Pedro -dije cuando hubo colgado.

– Claro. Tú mismo me lo diste.

– Pero él no está en su casa.

– No. Pero estoy segura de que llama todos los días para oír los mensajes dejados en su contestador. Supongo que mañana mismo dará señales de vida… Y ahora, profesor -añadió dirigiéndose a F.-, ¿sería tan amable de dejarme un momento a solas con su alumno?

– Si me promete devolvérmelo entero… -dijo F. acariciándose la dolorida muñeca.

– No se preocupe, no le haré nada irreparable.

En cuanto F. se hubo marchado, Elena me dijo sin preámbulos:

– Tengo una deuda contigo y estoy dispuesta a pagarla. Ahora mismo.

– No te di la información sobre Pedro para recibir nada a cambio, sino porque pensé que podías ayudarle.

– Vamos, sé que sigues deseándolo más que nada en el mundo -dijo con una sonrisa levemente burlona, a la vez que soltaba el cinturón de la bata y con una sacudida de los hombros la hacía caer al suelo-. ¿Tienes miedo?

Verla desnuda y sonriente en la penumbra amarillenta de aquel salón aséptico que parecía la portada de una revista de decoración, me produjo una intensa sensación de extrañeza. El deseo se anudó en mi estómago como una serpiente constrictora, mientras la desesperación me subía a la garganta.

– Sí, tengo miedo -admití-, pero no es eso lo que me detiene. El deseo de abrazarte es mucho más fuerte que el miedo… Pero no así, no como pago por un servicio… Somos personas, no funciones que se cruzan en una historia sin sentido -añadí, acordándome de Propp.

Se echó a reír. En su risa no había piedad, pero tampoco burla. Recogió la bata del suelo y volvió a ponérsela.

– Eres un buen chico, y dices cosas tan graciosas… -dijo acariciándome la mejilla-. Si alguna vez decido enamorarme, re vendré en cuenta.

Luego su mano se deslizó mi nuca y me besó en los hasta labios.

F. estaba esperándome abajo, cómodamente arrellanado en un sofá de la portería.

– O eres el amante más rápido, o el tonto más grande del mundo-dijo al verme-. Y, a juzgar por tu expresión, me inclino por la segunda hipótesis.

– No le hagas el cínico -dije, sentándome a su lado-. Tú habrías hecho lo mismo.

– Ah, no. Yo me habría acostado con ella, aunque solo fuera para desmitificarla, para liberarme de la obsesión, del fantasma…

– ¿Y si en vez de desmitificarla, como tú dices, eso la hubiera hecho más importante?

– Imposible, mi querido héroe: el amor es el único campo en el que la realidad nunca supera a la ficción.

– El amor es el único campo del que no sabes absolutamente nada -repliqué.

– Sé todo lo que hay que saber sobre el amor: que es la más peligrosa enfermedad de transmisión sexual… En cualquier caso, es absurdo que te obsesiones con una mujer a la que no conoces solo porque se parece a otra que te abandonó. Es un intento perverso y masoquista de repetir la situación anterior. Como dice Deleuze, cada vez que tratamos de repetir un episodio del pasado, nos lanzamos a una tentativa demoníaca, maldita, que no tiene más salida que la desesperación o el tedio.

– Yo no intento repetir con Elena mi experiencia con Nora -protesté-. Simplemente, me gusta un tipo de mujer, un tipo bastante escaso, por cierto. Nora pertenecía a ese tipo, y creo que Elena también.

– ¿Porque se parece a Nora?

– Porque se parece a Nora en ciertos detalles significativos, como la expresión del rostro, la forma de sonreír, la mirada…

– ¿Y la forma de abandonar?

– Tal vez. Yo estaba muy mal cuando Nora me dejó, y Pedro no parece una persona muy equilibrada. Tal vez yo admire en Nora y Elena la capacidad de supervivencia, la salud psíquica que les dio el valor de romper con una persona querida pero excesivamente problemática.

– Parafraseando a Groucho Marx, lo que vienes a decir es que solo puedes enamorarte de una mujer si es lo suficientemente lista como para no dejarse atrapar por un tipo como tú.

– Yo no soy el mismo que era entonces. Pero Nora no podía saber cuál iba a ser mi evolución.

– ¿Y no podría interpretarse su abandono como un acto de cobardía o egoísmo?

– Sí, podría interpretarse así -admití-, pero en su caso no fue cobardía ni egoísmo. Simplemente, llegó a la conclusión de que nuestra relación no tenía futuro.

– ¿Lo tenía?

– Yo creo que sí. Sobre todo ahora, mirando las cosas desde mi situación actual, creo que sí. Por eso pienso que, sí Elena es realmente el tipo de mujer que creo que es, esta vez podría salir bien. Al menos quisiera tener la oportunidad de comprobarlo. No hay muchas mujeres así; ni una en un millón…

– ¡Alto ahí! -exclamó F. levantando las manos con gesto alarmado-. Sí empiezas a tergiversar los aspectos matemáticos de la cuestión, estás perdido.

– ¿Qué tienen que ver las matemáticas con esto?

– Mucho. Estás cayendo en la falacia en la que caen todos los tontos enamorados, valga el pleonasmo, la absurda falacia de pensar que el objeto de su amor es único e irrepetible, o cuando menos un bien escasísimo.

– En toda mi vida solo he conocido a dos mujeres como ellas.

– Supongamos, y es mucho suponer, que eso sea cierto. ¿A cuántas mujeres has conocido?

– Depende de lo que se entienda por conocer.

– ¿Qué entiendes tú cuando dices que en toda tu vida sólo has conocido a dos como ellas?

– Bueno, he conocido a muchas mujeres lo suficiente como para darme cuenta de si, en principio, me interesaban o no.

– ¿A cuántas?

– No las he contado, pero muchas… Varios cientos…

– Seamos generosos y consideremos que has conocido a mil mujeres lo suficiente como para darte cuenta de su posible adecuación como objeto amoroso. Bien, eso significa que la frecuencia estadística del tipo Nora-Elena es del dos por mil. Así que, para empezar, lo de «una en un millón» es pura hipérbole.

– Pero…

– Déjame seguir. Hay unos tres mil millones de mujeres en el mundo, de las cuales aproximadamente un tercio tendrán entre veinte y cincuenta años (por tu bien y el de ellas, espero que no te interesen las niñas ni las ancianas). Es decir, hay unos mil millones de mujeres con las que, en principio, podrías relacionarte. Si la incidencia del tipo Nora-Elena es del dos por mil, eso significa que hay unos dos millones de candidatas que se ajustan a tu concepto de mujer ideal. Como verás, es matemáticamente absurdo que te obsesiones con una de tan dudosa moralidad y oscuras intenciones como Elena, habiendo otros dos millones esperándote. Suponiendo que el espacio sea finito.

– ¿Que tiene que ver la cosmología con esto?

– Mucho. Muchísimo. Si el espacio es infinito, entonces hay infinitos mundos similares al nuestro y, por ende, infinitas personas. Pero los tipos humanos distintos, aunque sean muchísimos, no son infinitos. De hecho, la descripción exhaustiva de lo que una persona piensa, dice y hace a lo largo de toda su vida, sería larguísima (y tediosísima, por cierto), pero finita. Por lo tanto, sí el número de personalidades distintas es finito y el número de personas es infinito, cada tipo se repetirá infinitas veces y en todas sus variantes imaginables. Es decir, tu mujer ideal existe en alguna parte, mejor dicho, existe infinitas veces. En algún lugar del universo (mejor dicho, en infinitos lugares) hay una mujer de la que Nora y Elena son toscos borradores, una mujer que se ajusta perfectamente a tus deseos más íntimos y tus necesidades más secretas. Una mujer que, a lo largo de toda su vida, hará, dirá y pensará en cada momento lo que a ti te parecería más oportuno, más bello, más digno de amor. Esa mujer insuperablemente adecuada a ti, esa alma gemela que solo un dios podría modelar a tu medida, el ciego azar la ha generado infinitas veces y la ha desperdigado, fuera de tu alcance, por un universo sin límites. Ahí sí que tienes un buen motivo para desesperarte.