7 El Distrito de los Deseos
De repente aparecimos en mitad de la nada, en un descampado cubierto de una hierba fresca y húmeda. No hacía demasiado frío, pero sentía la necesidad de ponerme algo sobre la camiseta que llevaba. Tenía la mente embotada. Era una sensación muy extraña, como si me acabase de despertar de una siesta demasiado larga o algo así. Me sentía cansado pero era un estado que se iba desvaneciendo rápido. Lo primero que hice fue levantarme y mirar a mi alrededor a ver qué tal estaban los demás. Philip estaba a unos pasos, mirando colina abajo, hacia donde se divisaba, a poca distancia, una ciudad grande y algo gris. Él parecía en perfectas condiciones, se notaba que estaba acostumbrado. Me miró mientras todos se reincorporaban y empezó a hablar:
―Estamos en Notrem, una ciudad en la que estuve de pequeño muchos veranos con mi familia. Está al sur de Escocia. Es la foto del lugar más cercano que he encontrado respecto a donde se encuentra Ramsey. Él está en Londres. Debemos darnos prisa. Los distos ya nos estarán rastreando y seguramente viniendo hacia aquí. Todas las fotos están en mi casa, así que tarde o temprano nos localizarán, no soy el único que conozco con este poder y ellos disponen de todos los recursos posibles a su alcance.
Estábamos a miles de kilómetros de la verdadera casa de Philip, pero a salvo, aunque eso no duraría mucho tiempo. Yo no entendía cómo funcionaban los distos. ¿Cómo eran capaces de seguirnos? O descubrir a dónde habíamos ido. De entre las múltiples posibilidades que había entre las fotos de Phillip, ¿cómo descubrir que estábamos en tal o cual lugar, y lo suficientemente rápido como para evitar que cogiéramos un avión, o fuésemos a otro lugar sin ninguna relación con el anterior…? Me parecía ciencia-ficción que nos pudiesen encontrar. También intuía que había muchas cosas que Phillip nos ocultaba, y decidí que ese momento, mientras nuestros amigos se desperezaban, podía ser el mejor para que se sincerase. Igual lo que tenía que contarme era demasiado personal. Hay veces que resulta más fácil explicar algo a quien acabas de conocer que a personas de tu propia familia.
―¿Qué está pasando en realidad Philip? ―inicié con la voz más conciliadora de la que fui capaz―. Sé que hay algo que te estás dejando y nos quieres ocultar.
Phillip se volvió hacia mí y me contempló un instante. Con esa mirada parecía intentar comprender la naturaleza de mis intenciones. No debieron de parecerle del todo malas, puesto que poco después empezó a hablar.
―Ramsey es mi hermano, por eso cuido de él. Es la única persona de mi familia que me queda y no sé qué hacer, no puedo dejar de lado a mi único hermano. Supongo que, como vosotros, también estoy tentado en muchos momentos de abandonarlo a su suerte. Él fue el que pidió ese deseo estúpido. Ya sé que la quería mucho, pero…
―Bueno, no te preocupes. Ahora no estás solo ―dije señalando hacia atrás con el pulgar.
Miró hacia atrás y me sonrió. Fue la primera vez que lo hizo.
Nuestros amigos se fueron acercando hasta donde nos encontrábamos y empezaron a mirar hacia Notrem. La ciudad se veía espléndida allá abajo. Distaba mucho del orden de las ciudades en América, con las calles anchas y en cuadrícula. Aquella ciudad parecía un mazacote abigarrado sin orden ni concierto de casas de tejados oscuros y húmedos y callejones lóbregos atravesados por grandes avenidas como venas que irrigaban de orden el conjunto. De vez en cuando, la espigada figura de una iglesia gótica, o el brillante perfil de un rascacielos de vidrio y acero, dedicado a oficinas, se elevaba por encima de la media, como si Dios y el dinero fueran los únicos con permiso para levantar sus estructuras sobre las demás.
―Los distos me han estado buscando desde que mi hermano utilizó su deseo ―continuó Phillip―. Cuando perdió a su familia se puso a robar y a hacer cosas que antes jamás hacía. Creía que se había vuelto loco; después, recuperaba la cordura o la lucidez y no se acordaba de nada. Por eso cada vez que aparece me doy cuenta de que algo malo ha hecho y me lo tengo que llevar. Al principio devolvía lo que robaba, pero a estas alturas, la mafia ya no se atiene a razones. Están hartos de los desafíos de Ramsey y han puesto precio a nuestras cabezas. Creo que piensan que el ejemplo puede extenderse y el resto del mundo ya no los vea como intocables. Por eso los distos están tras de nosotros.
Osvaldo fue el único que disintió de la opinión general. Se había ido enfadando con el tiempo, no sé si, en realidad, era el único que comprendía de manera absoluta el poder que representaban los distos, el peligro y la amenaza que eran capaces de representar.
―Os lo advertí ―dijo―. Lo único que quería es que no tuviésemos este tipo de problemas con los distos. La neta es que os lo dije el día que os conocí y mira a dónde hemos llegado.
Yo no sabía bien qué contestar. Había sido culpa mía meternos en esta historia, pero estaba claro que Ramsey necesitaba ayuda. Si no, tal vez ahora mismo estuviera ya criando malvas. Se lo expliqué tal cual, pero en ese momento no me quiso escuchar. En cierto modo, comprendía su enojo.
―Somos así, Osvaldo, no te enfades. A veces nos da por otras cosas, pero siempre somos curiosos. No sé. Piensa en Rick. Él te ayudó sin valorar las consecuencias que podría acarrearle…
―Ya, ya… ―rechazó Osvaldo con la mano.
Luego se retiró unos pasos y Vareneuv se fue con él y le pasó la mano por el hombro. Osvaldo de vez en cuando nos señalaba. Se fueron alejando algo más y Vareneuv se volvió para hacernos un gesto e indicarnos que todo estaba bien. Cuando volvieron los dos llevaban una sonrisa de oreja a oreja y todo lo anterior no era más que un lejano recuerdo. Estaba claro que la sustancia esa que fumaban también era capaz de teletransportarse en sus bolsillos.
Después de aquello, todos estábamos preparados para andar durante un buen rato hasta la ciudad. Allí deberíamos buscar un autobús para dirigirnos a Londres. Nos esperaba un largo viaje.
Como Phillip conocía la ciudad, enseguida llegamos a la estación de autobuses. Antes, saqué unos billetes de la mochila del dinero y fuimos a comprarnos ropa en unos grandes almacenes. Al principio no escatimamos en gastos y Danike nos llamó la atención, porque pensaba que aquel dinero debía ser devuelto. Yo le compré una chaqueta que vi justo entonces, que me parecía le quedaría como un guante, y la aceptó a regañadientes. Cuando todos estuvimos abrigados, preparados para aquel clima variable, nos comimos unas hamburguesas por ahí ―nos apetecían, porque toda la ciudad olía a hamburguesa― y llegamos a la estación con un cuarto de hora de margen para tomar el siguiente autobús a Londres. Llegaríamos a la gran ciudad al anochecer.
El paisaje de suaves colinas se iba extendiendo ante mis ojos. Iba sentado junto a Vareneuv en el autocar de línea que nos conducía hasta Londres. El cielo era plomizo, de un gris irregular, oscuro en algunas vetas de las nubes y más luminoso en otras. Pero esa luz concedía al verde que nos rodeaba un matiz perfecto, la compañía soberbia de una luz que no hería, que solo acompañaba a los colores para concederles el realce que necesitaban. Y en mitad de esa tranquilidad inexacta, construida de sopor y murmullo de motor diésel, empecé a sentir miedo. Un miedo lento, que me llegó de manera reflexiva. Los distos que nos perseguían seguramente estaban ejecutando un mandato de la mafia, pero a estas alturas, debían de conocer a la perfección el perfil de todos y cada uno de nosotros, sus perseguidos. Y Danike y yo no habíamos gastado nuestro deseo. Ante esa evidencia, mi cerebro empezó a construir una amenaza doble: la de la persecución por haber ayudado a quien los desafiaba, y la propia de los distos. Una casualidad los había puesto en nuestra pista. Y una vez ya lo estaban, ¿cómo íbamos a quitárnoslos de encima?
A mi lado sentí a Vareneuv que se desperezaba. Como si hubiera presentido mis preocupaciones, empezó a hablar. De nuestras familias, de lo que harían Robert y los otros en Okland ahora que los días empezaban a ser más largos, de los días en los que el sol empezaba a brillar con fuerza al mediodía y uno podía buscar un buen lugar refugiado del viento y disfrutar del calor… A los dos nos gustaba en esos momentos imaginar que estábamos en otro lugar, muy lejano, en unas vacaciones perpetuas sin obligaciones, ni facturas, ni problemas. Recordando aquello, que nos dio por hacer una temporada, ya no me pareció tan descabellado el deseo de volver a los lugares de Phillip. Incluso lo podía entender.
Después de un par de horas, paramos en un área de servicio en mitad de la nada. No nos gustó demasiado el lugar puesto que estábamos a merced de quien fuese siguiendo al autocar y no teníamos escapatoria. Además, casi no había gente, a parte de nuestros compañeros de viaje, y nuestra presencia era demasiado evidente.
Nos aposentamos en una mesa, cerca de la ventana; una precaución inútil, puesto que, por mucho que viéramos acercarse a nuestros perseguidores, por allí no había ningún lugar donde esconderse. Pero Phillip enseguida empezó a hablar y envió al limbo nuestras preocupaciones. Nos dijo que Londres era un destino provisional, que allí recogeríamos a Ramsey y nos iríamos rápidamente. Conocía un lugar ideal, libre de distos, donde había una especie de organización ajena al resto del mundo. Eran acogedores con los que llegaban de fuera, pero el sitio estaba lo suficientemente distante de cualquier lugar como para no tener demasiados habitantes.
Nosotros habíamos escuchado algo de un lugar así, pero como en Okland la amenaza de los distos estaba controlada, aquello no dejaba de ser un lugar mítico, un extraño rumor al que no le concedíamos demasiada relevancia. Pero durante una época, las ganas de salir de casa y llegar a un lugar libre, de padres y de distos, fue un sueño agradable. Según explicaba Phillip, el distrito era como un pliegue del mundo, un lugar de muy difícil acceso. Eso, seguramente, empujaba a sus habitantes a ser acogedores, porque no tenían necesidad de preservar el sitio. Aunque no exigían el secreto, sí explicaban que sería mejor no difundir demasiado aquel lugar. El cabecilla, si se le podía llamar así, aunque Phillip nos aclaró que no distinguió ningún tipo de organización interna, era un adivino.
Al escuchar la palabra adivino, todos nos quedamos algo perplejos. La imagen que guardábamos de un adivino era la de un charlatán, una persona que se aprovechaba de la credulidad de los ignorantes para ganar su buen dinero. Pero él nos dijo que no era un adivino de ese tipo, alguien que acertara ―o intentara hacer ver que acertaba― el futuro, sino un consejero cuya capacidad para comprender el presente hacía que su opinión estuviese mejor considerada que la del resto. Al menos, él entendió eso cuando preguntó por ese sobrenombre.
De repente nos dimos cuenta de que estábamos solos en la cafetería y, después de pagar, fuimos corriendo a ver si todavía estaba el autocar. Por suerte nos esperaron los cinco minutos de rigor. El resto del pasaje, que no era mucho, nos miró con un cierto aire de reproche.
En el siguiente tramo del viaje, mi pensamiento estaba completamente ocupado por el distrito de los deseos, aquel lugar que había descrito Phillip y en el cual podíamos refugiarnos tranquilos. No me considero una persona miedosa, pero la mítica capacidad de los distos para encontrar a sus víctimas, repetida a cada poco por quienes habían entrado en contacto con ellos, como Osvaldo, me iba poniendo nervioso. Era como si mi mente necesitara de unos momentos relajados y ese pensamiento no se los pudiera conceder. Mi cabeza necesitaba una constante actividad para buscar soluciones. Cosa que no encontraba, claro.
Con la rapidez de la subida y la presión de las miradas de los pasajeros, nos sentamos como pudimos, sin respetar la anterior colocación. No pude más que agradecer al conductor que no permitiese ni que nos ordenásemos, con su afán de salir de inmediato, cuando todavía caminábamos por el pasillo, porque no sé si la casualidad o la voluntad de ella hicieron que Danike se sentara a mi lado. Los otros se pusieron a dormir casi al momento, así que, después de un rato en que conversamos sobre lo que nos había ocurrido y lo rápido que puede cambiar tu vida, le pregunté directamente cuál era su historia con Phillip.
―Siempre sospeché que había otra mujer. Porque si no, no me lo explico. Teníamos nuestros problemas, pero como cualquier otra pareja. Y de repente fue como si hubiese decidido que me debía alejar de él. Hablaba mal de mí a los vecinos, a veces estando yo delante, pero otras veces me llegaron los rumores. Las ocasiones en que se lo recriminé, nunca fue capaz de defenderme. Y hacia el final, las peleas eran cada vez peores, hasta el punto pasar varios días sin hablarnos. Así que cuando desistió de llamarme, yo, simplemente, dejé pasar el tiempo. Creo que pensé que un respiro no me vendría mal.
Danike empezó a mirar por la ventana y sus ojos grises empezaron a humedecerse, como el clima. Aquella herida todavía no había cerrado del todo, pero confiaba en que fuera por la dureza de los recuerdos y la nostalgia. O tal vez, porque fuera la primera vez que la explicaba.
―El tiempo pasó y Phillip dejó de ponerse en contacto conmigo. Parecía que se lo hubiese tragado la tierra. Empecé a ponerme nerviosa, a llamarlo cuando veía alguna señal de que estaba en casa. Pero nada. A veces, me apostaba en el bar de la esquina, donde te pusiste tú el día que me seguiste, para encontrarme con él. Pero no lo conseguí. Hasta que un día, dejó de hacerme daño. Me desperté y el dolor había desaparecido.
Yo sentía que todo lo que me estaba explicando ya lo había vivido. Pero tal vez en su interior, algo se había removido al estar de nuevo con él, ver que seguía torturándose que Ramsey, su hermano, en realidad, era la fuente de todas sus preocupaciones. Tal vez, incluso podría ser que Phillip la hubiera alejado de su lado para que no sufriera las consecuencias y se convirtiera también en una fugitiva de la mafia. Pero no se lo dije. Ya sé, tal vez no actué de forma honesta, pero no se me ocurrió. Solo dije:
―Ni utilizando cien deseos sería capaz de entender cómo alguien es capaz de dejarte escapar.
Ella sintió un ligero azoramiento que pude identificar por un cerco enrojecido en las mejillas, y un aleteo muy breve, casi inapreciable, de sus pestañas. Después seguimos hablando de su vida, de cómo llegó a Guatemala, y parecía que cada vez se iba sintiendo algo más segura conmigo. Al rato dejamos de hablar y ella se fue amodorrando, hasta que cayó en un sueño profundo. Antes de que yo también cayese, noté cómo su cabeza iba resbalando por el asiento y se acomodó sobre mi hombro. Y a continuación me dormí yo, envuelto entre su olor ligero y delicado que, poco a poco, iba encontrando cada vez más familiar.
Poco antes, me había explicado que llegó a Guatemala siendo una cría, a los tres años. No guardaba ningún recuerdo de sus primeros años de infancia en Danzig, de donde eran originarios sus padres. Llegaron allí con la fiebre de las minas de curaza, donde su padre trabajó como ingeniero. No tuvo una vida fácil. Después, a partir de los doce años, las minas se agotaron y sus padres empezaron a tener una vida itinerante, a sueldo de la compañía. Cuando consiguió emanciparse, decidió volver al lugar donde había vivido sus años más felices. Se le notaba un tono algo triste cuando hablaba de sus padres. Decía que se había alejado mucho de ellos y, aunque las conversaciones eran fluidas y con una frecuencia normal, ninguno de ellos sentía la necesidad de verse. Ahora estaban en Sudáfrica, donde pensaban quedarse a disfrutar de sus últimos años de retiro. Ni por un momento se les había pasado por la cabeza volver a su casa, donde vivía ella, para estar juntos.
Tras un rato de sueño, me desperté, todavía con la cabeza de Danike reposando cómodamente en mi hombro. Debíamos de estar cerca de Londres, porque había una gran cantidad de anuncios holográficos a cada momento, y estábamos rodeados de multitud de vehículos. Desde uno de ellos, un niño me saludó con la mano. Cuando yo le devolví el saludo, mis ojos se cruzaron con los de la madre, en la ventanilla delantera. Me dedicó una mirada a medio camino entre la repulsión y el rechazo. Me miré la ropa y me toqué el pelo, por si tenía un aspecto demasiado desaliñado, pero no me lo pareció. Me dejé ir, disfrutando de esos momentos, con multitud de nuevas sensaciones, indumentarias, aspectos, modelos de vehículo, construcciones, paisajes… Y el peso agradable de Danike en mi brazo. Las preocupaciones se desvanecieron durante esos minutos, que no sé si fueron pocos o muchos, pero que a mí se me hicieron irremediablemente cortos.
Hasta que, de repente, el conductor lanzó una exclamación en un idioma incomprensible para mí y apretó el pedal del freno con todas sus fuerzas. Danike y yo nos golpeamos con el asiento delantero. Cuando miramos hacia el conductor, con el vehículo completamente detenido, lo vimos gesticulando con los brazos y escupiendo lo que debían ser los más desagradables insultos conocidos en su lengua, cualquiera que fuese. Pero un instante después los insultos se congelaron en su boca y se quedó en un pétreo silencio. Poco a poco, empezó a alzar los brazos.
En ese momento, volví la vista atrás y Phillip estaba en mitad del pasillo, con la mirada concentrada. Me hizo un gesto rápido, para que cogiera a Danike y me fuera hacia atrás. Él nos dejó pasar y se quedó impávido, esperando un nuevo gesto. La cara del conductor se movía mientras seguía con los brazos en alto, hasta posarse en la puerta de acceso. En ese momento, Phillip arrancó el martillo de plástico con la punta metálica para romper el vidrio de la ventanilla de emergencia y se lo pasó a Osvaldo.
―Cuando yo os lo diga, huid. No miréis atrás. Es uno de ellos.
―¿Qué? No entiendo… ―farfulló Osvaldo, algo desorientado.
―Que os marchéis de aquí sin volver la vista atrás. Ya me reuniré con vosotros en el Distrito de los Deseos. Allí está Ramsey. Llevaos mi mochila; en ella encontraréis el mapa con las instrucciones para llegar. No hay tiempo para explicaciones.
Y en ese momento, el conductor accionó el botón con el que abrir la puerta delantera. En el mismo instante en el que sonó el bufido del aire comprimido que abría la puerta, Phillip echó a correr a toda velocidad por el estrecho pasillo central. El disto, que entraba enarbolando su arma y dispuesto a todo, como siempre en su caso, recibió la embestida por sorpresa y quedó aprisionado contra el vidrio. Luego empezó la verdadera lucha, cuando ambos cayeron al suelo.
En la parte de atrás, todos habían saltado ya hacia afuera y solo quedaba yo, que me debatía entre acudir en ayuda de Phillip y acabar de darle su merecido a aquel asesino, o atender a los gritos de mis amigos, que me reclamaban desde abajo. Cuando iba ya avanzando por el pasillo, Phillip volvió la cabeza desde el suelo y me ordenó a gritos que me fuera. Tenía al disto aprisionado con el cuello bajo su brazo y aunque su tono de voz era algo desesperado, parecía tener la situación bajo control. En cualquier caso, su réplica no admitía dudas. El disto a su vez, sorprendentemente, parecía solo preocupado por un animal, una palabra que repetía a cada momento: Buitre. “El Buitre”, gritaba, sin que ninguno de nosotros lo acabara de entender.
Una vez abajo, echamos a correr como si no hubiera mañana, por entre las calles de la gran ciudad. Cuando superamos la primera esquina, un estruendo nos obligó a detenernos. Una detonación que, sin duda, era de un arma de fuego: un disparo, vaya. Estábamos preocupados por Phillip, porque con su acción nos había salvado. Además, él no tenía pistola, así que el disparo solo podía provenir del arma del disto. Yo enseguida comprendí entonces por qué una chica como Danike podía haberse enamorado de él. Fueron unos segundos muy duros. Nos interrogamos con las miradas, pero las instrucciones de Phillip no podían ser más claras. Osvaldo nos instó a que apretáramos el paso de nuevo y pronto llegamos a las puertas oxidadas de un parque inmenso, lleno de caminos estrechos, suaves promontorios, glorietas, juegos infantiles, bancos…, hasta llegar a una especie de túnel subterráneo en el que nos refugiamos. No podíamos hablar. Estábamos exhaustos. De vez en cuando alguien pasaba por la boca del túnel y el corazón se nos encogía pensando que había llegado nuestra hora.
De repente, el silencio se rompió por la voz de Danike.
―Phillip… ha muerto ―dijo y rompió a llorar con fuerza, sin estridencias pero con la inercia de una marea profunda.
Todos intentamos consolarla, cada uno con los argumentos que consideró en ese momento.
―No lo sabemos seguro ―dije yo―. Cuando salté, lo tenía bien aprisionado por el cuello.
―Sí, Phillip es un tío resolutivo. Seguro que ya está camino del Distrito de los deseos ―dijo Vareneuv.
―Sí ―acompañó Osvaldo―. Lo mejor que podemos hacer es ir allí y ver si nos encontramos con él.
―No debimos dejarlo solo… ―añadió Danike, todavía desconsolada.
―Fueron sus instrucciones ―respondió Osvaldo―. Además, de poco sirve que nos quedemos aquí lamentando. Si queremos hacer algo por él, pongámonos a salvo y cuidemos de Ramsey. Quién sabe si a estas alturas no estará ya planeando un nuevo golpe.
Y, según dijo esto, puso delante suyo la mochila de Phillip y empezó a rebuscar entre sus cosas algo parecido a un mapa. Encontró un portafolios transparente y extrajo varios papeles con indicaciones y dibujos que eran lo más parecido a un mapa que había allí adentro. Contenía un dibujo con un origen y final, marcados con flechas. El origen era la estación Victoria. Luego el itinerario seguía a través de unas líneas, atravesaba unas montañas que desconocíamos y llegaba a una cruz marcada en rojo rodeada por unos números que estuvimos valorando durante unos segundos. Osvaldo enseguida aseguró que, tal como estaban, tres grupos de parejas de cifras, no podía ser otra cosa que una latitud y una longitud: es decir, coordenadas GPS. Debajo de los números había unos dibujos algo extraños. Los demás no lográbamos identificar qué podía ser aquello. Osvaldo, esta vez de manera algo más temeraria, afirmó que podían ser unas cortinas.
Vareneuv entonces sacó su móvil e introdujo las coordenadas. En el mapa apareció un trozo de la costa sur de Inglaterra y la ciudad más importante por aquella zona era Dover. Cuando Vareneuv buscó Dover en el móvil, enseguida aparecieron las imágenes de sus acantilados. Una de ellas, concretamente, era exacta a lo que Osvaldo calificó, al primer vistazo del mapa casero, como cortinas.
Lo guardamos todo y nos reconfortamos los unos a los otros, sobre todo a Danike, para darnos ánimos. Entonces empezamos a pensar la manera de ir hacia el sur. Después del incidente con los distos en el autocar, la estación Victoria estaba descartada. Pensamos en los trenes, pero tendríamos el mismo problema de seguridad. Después de darle vueltas, se nos ocurrió que el taxi era la solución más segura. Le pediríamos que nos dejara en Dover y luego ya caminaríamos hasta encontrar nuestro destino definitivo: el Distrito de los deseos. No era plan de llevar al taxista hasta la puerta de nuestro escondrijo. Seguro que nos saldría por un ojo de la cara, pero, por suerte, todavía conservaba una mochila repleta de billetes. Y a estas alturas, los reparos de Danike por gastarnos el dinero habían pasado a un segundo plano.
El primer taxista que paramos nos dijo que Dover estaba demasiado lejos y que ya era muy tarde. Estuvimos un rato discutiendo con él y subiendo el precio hasta que llegamos a una cifra que ya no pudo rechazar. Le hicimos parar en una gasolinera y nos aprovisionamos de agua y comida para todos.
―Tened cuidado con la tapicería ―nos dijo el taxista algo molesto.
Después de comer, todo lo vimos con algo más de tranquilidad. Todavía nos asaltaba a ratos el recuerdo de Phillip, hasta el punto de que Danike pasó ciertas crisis de tristeza que la empujaron a verter algunas lágrimas. Pero todo se fue desvaneciendo en mitad de la oscuridad de la noche. Los taxis en Londres son grandes, todos iguales y, pese a que el aspecto exterior es tosco, por dentro resultan extremadamente cómodos. Dormimos algo y llegamos a Dover al amanecer. Cuando pagué al taxista, le di un extra por el esfuerzo y otro extra más por su silencio, del cual, según le comuniqué, le estaríamos eternamente agradecidos.
A media mañana estábamos parados en mitad de un prado verde, con el salitre del mar azotándonos en la cara, en el punto exacto que indicaba el mapa de Phillip, al borde mismo de los acantilados blancos de Dover. A lo lejos podíamos distinguir la costa de Francia, más allá de un mar embravecido, desafiante. Nada más ante nosotros; ni rastro de ninguna ciudad franca ni de ninguna otra cosa. Allí no había ningún Distrito de los deseos.