Capítulo 47

—¿Estás completamente seguro? —le pregunté a Joseph. Sentía mi pulso casi tan acelerado como cuando había tomado el veneno.

—Sí. No se hablaba de otra cosa cuando he salido de Newgate. —Se mordió el labio—. Es espantoso.

—¿Cómo se lo ha tomado la gente?

—La mayoría parecen satisfechos. Dicen que se alegran de que el conde haya desaparecido. Con todo lo que ha hecho por la auténtica religión... Aunque otros estaban asustados y se preguntaban qué pasará ahora.

—¿Se sabe algo del duque de Norfolk?

—No, nada.

Miré a Barak.

—De modo que no le han dado el puesto de Cromwell, todavía.

—Traición —repitió Joseph con incredulidad—. ¿Qué querrán decir con eso de traición? Nadie podría haber servido al rey con mayor lealtad...

—No es más que una excusa —expliqué con amargura—. Una excusa para quitarlo de en medio, mandarlo de una patada a la Torre. Si el Parlamento lo proscribe, no habrá necesidad de juicio.

—Al final se ha caído de la cuerda floja del favor del rey —dijo Barak, con mayor lentitud y seriedad que nunca—. Siempre temió que pasaría, pero no vio venir el final; sin embargo, ese mierdecilla de Grey vio por dónde soplaba el viento con más claridad que mi señor. —Me miró seriamente. Tenía la cara pálida; estaba afectado, pero conservaba la mente despejada—. Tenemos que huir de aquí —añadió con rapidez—, los dos. Si están arrestando a los asociados del conde, será la oportunidad ideal para que Norfolk nos quite de en medio antes de que abramos la boca.

—¿Abrir la boca? —preguntó Joseph—. ¿Para qué?

—Es mejor que no lo sepas —repliqué. Miré hacia la entrada del patio por la ventana, imaginando jinetes que entraban y nos llevaban también a la Torre. Pero lo más probable es que se tratara de una puñalada por la espalda de algún rufián como Toky. Me volví hacia Barak.

—Tienes razón, Jack, no estamos seguros en Londres. ¡Grey! Por Dios, empezó de abogado.

—Y aprendió a disimular. —Barak arrugó la frente—. ¿Por qué no mató a Kytchyn y la señora Gristwood? Sabía dónde estaban.

—Era casi el único que lo sabía. Si los hubieran asesinado, el rastro habría conducido a él. Además, nos habían contado todo lo que sabían. Espero que ahora estén a salvo.

Barak sacudió la cabeza.

—No podemos quedarnos a averiguarlo.

—Pero ¿adonde iréis? —preguntó Joseph.

—En Essex tengo gente que me dará cobijo —contestó Barak. Se volvió hacia mí—. Tú puedes ir con tu padre, a Lichfield.

Asentí.

—Sí, será lo más seguro. Parece que, después de todo, disfrutaré de una temporada en el campo. Joseph, debes irte. Será mejor que no te vean con nosotros.

Joseph tenía la vista puesta en la entrada, donde un mensajero del rey estaba desmontando. Cruzó corriendo el patio en dirección al comedor.

—Traen la noticia a los abogados —dije.

—Me voy —anunció Barak.

—¿Estás en condiciones?

—Sí.

Me miró con sus ojos intensos y oscuros, estiró el brazo y me estrechó la mano. Para mi sorpresa tenía los ojos húmedos.

—Les hemos dado guerra, ¿eh? —dijo—. Hemos hecho todo lo que hemos podido.

Devolví su apretón.

—Sí. Lo hemos hecho. Gracias, Barak, por todo.

Asintió, dio media vuelta y se alejó con paso rápido por el patio, calándose la gorra. El mensajero había desaparecido en la capilla. Me sentía solo, desvalido. Volví a sentarme.

—¿Estáis de verdad en peligro, señor Shardlake? —preguntó Joseph con voz queda.

—Podría estarlo. Ahora iré a recoger unas cuantas cosas en casa y partiré con mi caballo. Sólo me queda una visita por hacer antes de irme. —Le estreché la mano—. Vete, Joseph, ya. Llévate a Elizabeth y a tu hermano a Essex.

Me apretó la mano con firmeza.

—Gracias, señor, por todo. Nunca olvidaré lo que habéis hecho.

Asentí. No se me ocurría nada que decir.

—Si alguien me pregunta, diré que no sé adonde habéis ido.

—Sería lo mejor. Gracias, Joseph.

Una campana atravesó la niebla de la mañana, convocando a los miembros del Colegio a oír las noticias. Apareció una muchedumbre perpleja de abogados en dirección a la capilla. Vi corretear a Bealknap entre ellos, anunciando la nueva, con la cara sonrojada de placer por saberlo antes que nadie. Esperé un momento para hacer acopio de las reservas de fuerza que me quedaran, y luego volví a mis aposentos.

Le dejé a Skelly algo de dinero e instrucciones para que remitiera mis casos y los de Godfrey a abogados de mi confianza. Le dije que no sabía cuánto tiempo pasaría fuera. Después me escabullí, mientras los demás estaban en la capilla, y caminé a paso ligero hasta mi casa. Joan había salido, y se había llevado a Simon. La casa estaba silenciosa y vacía en la mañana tranquila. Me alegré de no tener que explicarle aquel último trastorno.

Cogí algo de dinero de la reserva de mi habitación y le dejé el resto con una nota. Luego me dirigí al establo. Sukey, la yegua de Barak, ya había desaparecido, pero Génesis esperaba plácidamente en su compartimiento. Le di unas palmaditas.

—Bueno, me parece que tendremos que acostumbrarnos el uno al otro. Lord Cromwell no te va a necesitar más.

Y entonces, de modo completamente repentino, me abrumó todo. Pensé en mi primer encuentro con Cromwell en una comida para reformistas, hacía más de quince años. Recordé su voluntad de reforma, su mente privilegiada, la fuerza y la energía que me habían cautivado. Después los años de poder, su patronazgo de mi trabajo y luego mi desilusión con su inmisericordia y brutalidad. Mi ruptura con él tres años atrás y mi actual fracaso por salvarlo. A lo mejor nadie podía salvarlo, tras la debacle de Cleves, pero apoyé la cabeza en el flanco del caballo y lloré por él. Pensé en aquel gran hombre del poder, encerrado ahora en la Torre, adonde había enviado a tantos de sus enemigos.

—Lo siento —dije en voz alta—. Lo siento.

«Tengo que irme —me dije—, debo recobrar la compostura.» Me sequé la cara lo mejor que pude con la manga y me dirigí a la ciudad a lomos de mi caballo. Me quedaba una cosa por hacer.

Como había dicho Joseph, todo el mundo comentaba la caída de Cromwell. La expresión predominante era de miedo. Por brutal que fuera, Cromwell había aportado estabilidad en unos tiempos inciertos. Y Londres era una ciudad reformista: cualquier regreso a la antigua religión no sería bien recibido. Oí que alguien decía:

—¡El rey se casará con Catalina Howard!

Di media vuelta, pero se trataba tan sólo de un aprendiz lenguaraz; era imposible que supiera nada. Una muchedumbre silenciosa observaba a un clérigo, reformista sin duda, a quien un pelotón de la guardia del rey bajaba maniatado por las escaleras de su iglesia. Desvié la mirada con rapidez. Me di cuenta de que, al haber sido partidario ferviente de la Reforma, siempre había dado por sentado que Londres era un lugar seguro para mí, pero de repente me sentía vulnerable. Comprendí cómo había debido de sentirse Guy en esa ciudad la mayor parte del tiempo.

En la puerta de la Casa de Cristal había un frenético ir y venir de criados que cargaban cajas y arcones en un carruaje negro con tiro de cuatro caballos. Desmonté y le pregunté a uno si estaba en casa lady Honor.

—¿Y a quién debo...? ¡Eh, no podéis pasar sin antes...!

Pero ya estaba dentro, después de atar a Génesis al poste y esquivar a una dama de compañía que pugnaba con una brazada de voluminosos vestidos de seda. Corrí escaleras arriba, hacia el salón.

Lady Honor estaba de pie ante la chimenea, repasando los artículos de una larga lista mientras un par de sirvientes acarreaban otra caja por la puerta. Llevaba un vestido ligero, apropiado para viajar en verano.

—Lady Honor —dije con voz queda.

Pareció desconcertada por un momento, y luego se ruborizó.

—Matthew. No esperaba...

—¿Os marcháis?

—Sí, al campo, hoy mismo. ¿No os habéis enterado...?

—Lo sé. Lord Cromwell ha caído.

—Uno de mis amigos en la Corte me ha hecho saber que el duque está disgustado por la ayuda que presté al conde en el asunto del Fuego Griego. Y por la que os presté a vos —añadió con súbita aspereza.

—No habéis hecho nada...

Se rió con amargura.

—Vamos, Matthew, no seamos ingenuos. ¿Desde cuándo alguien tiene que hacer algo para estar en peligro? Han arrestado a varios de mis invitados a los banquetes, y mi amigo dice que sería aconsejable que desapareciera durante una temporada, que fuera a mis posesiones hasta que la nueva administración quede más clara.

—De modo que Norfolk lleva las riendas.

—Es probable que se anuncie el divorcio Cleves y el matrimonio Howard en los próximos días.

—¡Dios mío!

—¡Ojalá no hubiera permitido nunca que me involucrarais en ese asunto! —dijo con repentina fiereza—. Ahora tendré que pudrirme en Lincolnshire de por vida.

Debí de parecer tan desolado como me sentía, porque suavizó las facciones.

—Lo siento, odio estas prisas. Hay tanto que organizar... —Se fijó en mi muñeca vendada—. ¿Qué os ha pasado?

—No es nada. Yo también parto. A las Midlands.

Me examinó la cara y asintió.

—Ya veo. Sí, vos también debéis partir. ¿Qué ha sido de la chica de los Wentworth?

—Está en libertad. —Suspiré—. Y hallé la respuesta al Fuego Griego, pero demasiado tarde para salvar a Cromwell.

Alzó una mano.

—No, Matthew, no debéis contarme nada más.

—Por supuesto, lo siento. Honor...

Me dedicó su característica sonrisa sardónica.

—¿Es que ya no soy una dama?

—Siempre. Pero... —Aunque no había planeado las palabras, me salieron a borbotones—. Los dos vamos a las Midlands. A lo mejor podríamos cabalgar juntos hasta Northampton. Y no estaremos tan lejos. Es verano, las carreteras no estarán demasiado mal. Tal vez podríamos vernos...

Se sonrojó. Estaba a tres pasos de distancia, y avancé hacia ella. Esa vez no me faltaría el valor. Pero ella levantó una mano.

—No, Matthew —dijo con amabilidad—. No. Lo siento.

Emití un largo y triste suspiro.

—Mi apariencia...

Entonces salvó la distancia que nos separaba y me asió del brazo. La miré a la cara.

—Me resulta de lo más agradable. Siempre ha sido así. Tenéis los rasgos tan finos como los de cualquier caballero. Traté de decíroslo aquel día junto al río. Pero... —Hizo una pausa para escoger las palabras con cuidado—. ¿Recordáis que también dije una vez que algunos hombres, sólo unos pocos hombres excepcionales, estaban capacitados para elevarse por encima de su clase?

—¡Clase! —exclamé con impaciencia—. ¿Qué es la clase? Si vos queréis...

Sacudió la cabeza.

—La clase lo es todo. Yo soy una Vaughan. En un tiempo me habría alegrado de conoceros. Vos tenéis lo que hace falta para ser elevado, como lo tenía mi marido. Pero no ahora, dadas vuestras pasadas lealtades y quienes son los nuevos poderes del país. Y no aceptaré rebajarme a vuestra condición, Matthew. —Volvió a sacudir la cabeza.

—Entonces no me amáis —dije.

Su sonrisa era triste.

—El amor es un sueño romántico para niños.

—¿Lo es?

—Sí. Os admiraba, me gustabais, sí. Pero la posición de mi familia es lo que cuenta en última instancia. Si procedierais de un linaje noble, lo entenderíais. —Me lanzó una última mirada afectuosa—. Pero no lo entendéis. Adiós Matthew, manteneos a salvo. —Y entonces, con un frufrú de faldas, se fue.

Salí por la puerta de Cripplegate una hora más tarde. Una muchedumbre hacía cola para atravesarla, algunos con expresión atemorizada. Habían apostado un grupo de guardias del rey y temí que me detuvieran, pero me permitieron pasar. Dejé atrás Shoreditch y los molinos que giran interminablemente en Finsbury Green, y no me detuve hasta llegar a Hampstead Heath. Allí paré y salí del camino a la hierba larga para contemplar la ciudad. Distinguí la mole de la Torre, donde se encontraba ahora Thomas Cromwell. Londres presentaba una extraña tranquilidad. Era como un retablo, más que una ciudad, al borde del pánico mientras se ajustaban viejas cuentas entre los bien nacidos y la clase baja. Sentía un cansancio sobrecogedor. Me habría gustado tumbarme en la hierba a dormir. Pero no podía. Tomé un profundo aliento y le di una palmadita a Génesis.

—Tenemos mucho trecho que recorrer, buen caballo —dije, y entonces volví grupas y partí, a paso rápido, hacia el norte.