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El sábado por la mañana Jessica despertó con el timbre del teléfono. Al principio pensó que aún era plena noche, pero ya eran fas diez. La noche anterior se había tomado una pastilla para dormir porque el recuerdo de Alexander la torturaba. La pastilla la había ayudado a diluir la realidad y el dolor. Ahora, al levantarse a tientas para coger el teléfono, tenía las rodillas temblorosas.

—¿Sí? —respondió escuetamente.

Saltándose los usos alemanes, no dijo su nombre. Todavía recibía esporádicas llamadas de periodistas. No tanto como al principio, claro, pero sí alguna que otra vez. Los asesinatos de Yorkshire habían despertado un gran interés en la prensa de su país. Pero ella no había concedido ninguna entrevista, y no pensaba hacerlo.

—¿Señora Wahlberg? —preguntó una voz femenina. Tenía acento extranjero y no hablaba bien el alemán.

—¿Quién es?

—Soy Alicia Álvarez. Limpio casa de señora Burkhard.

—¡Oh, señorita Álvarez! —Jessica recordó a la joven portuguesa que había conocido durante una cena en casa de Evelin y Tim. La mayoría de las veces Evelin contrataba servicios de catering para sus cenas, pero en aquella ocasión Alicia había ayudado a servir y después a recoger.

—Espero yo no haber despertado…

—No, no importa. ¿Qué sucede?

Alicia Álvarez estaba preocupada. A finales de abril, Evelin la había llamado desde Inglaterra para pedirle que continuara ocupándose de la casa y el jardín «hasta que las cosas se solucionaran», pero hasta el momento nadie le había pagado por su trabajo y ella no podía seguir así. Además, quería irse de vacaciones dos semanas y no sabía a quién comunicárselo.

—Usted es buena amiga de señora Burkhard —dijo—. Mi recordé su nombre y buscó número en guía. ¿Quizá si puede mi ayudar?

—Me temo que Evelin aún tardará en volver a Alemania.

—Una historia terrible —dijo Alicia—. ¡Una historia muy terrible!

—Puede tomarse tranquilamente sus vacaciones —dijo Jessica—, pero antes pásese por mi casa para dejarme la llave de la de Evelin, ¿le parece? Yo me ocuparé durante su ausencia. Además le pagaré las horas que haya trabajado hasta la fecha. Evelin ya me devolverá el dinero cuando pueda. —Pudo sentir el alivio de Alicia incluso a través de la línea telefónica.

—¡Eso es bueno! ¡Hacemos así! —Probablemente aquel dinero le venía de perillas para sus vacaciones—. La señora Burkhard sería de acuerdo, ¿no? ¡Ustedes tan buenas amigas!

—Sí, seguro que la señora Burkhard estará de acuerdo —le aseguró Jessica.

Quedaron en que Alicia pasaría por su casa a mediodía.

Cuando colgó se preguntó qué podía hacer. Tenía previsto visitar al padre de Alexander y también hablar con Elena. Se quedó mirando el aparato sin reaccionar. Cualquiera de las dos opciones le daba una pereza tremenda, pero de nada servía seguir retrasándolas. Quería ayudar a Evelin, y de paso comprender mejor algunas cosas.

Cogió la agenda de cuero que había junto al teléfono. La abrió por la W y encontró al padre de Alexander. Wilhelm Wahlberg. Vivía cerca de allí, junto al lago Chiem.

Marcó el número y esperó con el corazón en un puño.

Will Wahlberg no se mostró muy antipático al teléfono, de modo que Jessica se atrevió a proponerle un encuentro.

—Venga cuando quiera —respondió él—. Mañana, por ejemplo. Mañana es domingo, ¿no? Un día apropiado para visitar a los parientes. —Soltó una risita—. Usted es mi nuera. Mi segunda nuera. Y sí, me pica la curiosidad por ver a quién escogió mi hijo esta vez.

No se refirió en ningún momento a la trágica muerte de Alexander, ni pareció apenado por su pérdida. Jessica sabía que la madre de su marido había muerto muchos años atrás, y le sorprendió que Will no lamentara la desaparición de su hijo. Bueno, aún le quedaba una nieta, pero Alexander le había dicho que Will ni siquiera había querido conocerla. «Elena le envió algunas fotos cuando la niña era un bebé, pero él nunca contestó». Por supuesto, el hombre tampoco sabía nada de su otro nieto, el que crecía en el vientre de Jessica, pero ella supuso que tampoco le interesaría.

Le dijo que pasaría a verlo a las cuatro de la tarde, y él le contestó que no hacía falta que concretara una hora.

—Estaré solo, así que da igual cuándo aparezca. ¡Y no espere que le ofrezca café o pastas! No tengo ningún interés en servir a los demás. Ni pongo la mesa ni me meto en la cocina, ¿me entiende?

Ella le aseguró que lo entendía. Un viejo de lo más extraño, aunque menos antipático de lo que esperaba. En realidad no sabía nada de él. Alexander apenas le había hablado de su padre.

A mediodía apareció Alicia con la llave, y recibió con alivio el dinero. Preguntó a Jessica si creía posible que Evelin fuera culpable.

—No —le respondió ella—, desde luego que no. Evelin es una mujer complicada que no tenía una vida fácil, pero es imposible que un día le diera por cortar el cuello a cuatro personas y matar a una niña a cuchilladas. De todos modos, supongo que la policía está encantada de tener un supuesto culpable: da buena imagen y revaloriza su trabajo. Sólo la soltarán cuando encuentren al verdadero autor de los hechos.

—La señora Burkhard mi da tanta lástima —dijo Alicia—. Debe ser mucho horror, en país extranjero, en cárcel, sin esperanza…

—Ella aún no ha perdido la esperanza —dijo Jessica—. Tiene un buen abogado, y la acusación sólo cuenta con indicios; ninguna prueba. No es tan fácil condenar a alguien en prisión sólo porque se cree que ha cometido un crimen. —Entonces se le ocurrió preguntarlo—. ¿Sabe usted algo sobre el matrimonio de Evelin y Tim, quiero decir, el señor Burkhard? ¿Se llevaban bien?

Alicia no supo qué responder.

—¿Qué poder decir? Es… era… muy tormentoso.

—Evelin se hacía daño a menudo —dijo Jessica—. Al parecer jugaba al tenis y hacía footing, pero tenía muy mala suerte. Siempre se torcía el tobillo o se hacía esguinces o magulladuras o lo que fuera. —Miró a Alicia a los ojos—. Seguro que usted lo veía…

—No era… con cuerpo de deportista —dijo Alicia—. Quizá por eso tantas heridas…

—¿Eso cree?

—Ella dijo.

—Sí, a mí también me lo comentó. A todo el mundo, de hecho. Pero ahora corren otros rumores. Dicten quera marido podría haber tenido que ver con sus lesiones.

—Yo no sé.

«Claro que lo sabes —pensó Jessica—. El servicio siempre sabe estas cosas. Pero no quieres meterte en problemas».

Se despidieron con cierta tirantez.

Jessica metió una pizza en el microondas, dio de comer a Barney y se sentó a comer en la terraza. Era un día caluroso y seco. La hierba del jardín estaba muy alta. «Tengo que cortar el césped —pensó—. Plantar flores. Convencerme de que la vida sigue».

La pregunta era si quería seguir viviendo en aquella casa. Todavía no se había enfrentado a ello, y le daba pánico hacerlo. ¿Cómo saber cuál era la opción correcta? ¿Cómo saber lo que sentiría dentro de un año? «No tengo que decidirlo ahora mismo —se dijo—, puedo esperar a que nazca el bebé».

Tomó media pizza y de pronto la repugnancia sustituyó al apetito. La apartó. La tarde de mayo avanzaba lenta y perezosamente. No tenía a nadie con quien salir a dar un paseo, o tomar un café, o charlar. O sencillamente sentarse al sol. Con Alexander los fines de semana nunca se quedaban vacíos. Siempre tenían algo que hacer: escuchar música, leer, ver una película, reunirse con los amigos…

Lo que más hacían era esto último, la verdad. Salían a tomar algo, iban a dar un paseo por alguno de los lagos de la zona o bien cenaban en casa de alguno de ellos. Entonces no le parecía nada extraño. Ahora, tres semanas después de la muerte de Alexander, se preguntó si aquel modo de ocupar su tiempo libre le había gustado realmente o no.

Por supuesto, Patricia siempre llevaba la voz cantante. De hecho ella era la única que podía hablar y comentar cosas a sus anchas. Evelin solía quedarse callada, pálida y con aspecto melancólico; Tim solía hacer un aparte con alguien y mantener una conversación paralela a la de Patricia, mientras psicoanalizaba a su interlocutor; Alexander tendía a estar tenso todo el rato, como si tuviese jaqueca, aunque siempre decía que estaba bien, y Leon acostumbraba llegar tarde y se excusaba en que había tenido que quedarse en el despacho por culpa del trabajo acumulado. No había un solo fin de semana que no trabajara. Pero ahora Jessica sabía que el bufete estaba al borde de la quiebra y Leon llevaba mucho tiempo sin ocuparse de grandes casos, así que su impuntualidad debía de ser un intento desesperado por aplazar lo inaplazable, esto es, el encuentro con Patricia y los amigos. O eso o algo más interesante. Leon el atractivo, el que no había querido casarse con Patricia, el que sufría cada día la presión a que ella lo sometía. ¿Habría sido tan extraño que buscase consuelo en los brazos de otra mujer? ¿Ése había sido el motivo por el que Patricia se esforzaba por ofrecer una imagen de familia feliz?

«¿Y yo?», se preguntó Jessica.

Ella no se sentía cómoda en el grupo. Notaba demasiada tensión, todo era forzado. Y había dos personas que no soportaba: Patricia y Tim. Voluntariamente, jamás habría pasado tanto tiempo con ellos. Entonces, ¿por qué lo hizo? «Porque sabía que no lograría separar a Alexander del grupo —pensó—. Ni en broma. Antes de dejarlos a ellos me habría dejado a mí».

Empezaba a dolerle la cabeza, así que se levantó e intentó pensar en otra cosa. ¿Qué podía hacer? Alexander estaba muerto. Tim y Patricia también. Leon y Evelin necesitaban ayuda.

«¡No pienses en eso, no pienses en eso, no pienses en eso!», se ordenó.

Como no se le ocurrió nada mejor que hacer, decidió ir a casa de Evelin y echar un vistazo. Después daría un largo y bonito paseo con Barney.

* * *

Alicia se había tomado su trabajo muy en serio. La casa estaba limpia y ordenada, perfectamente habitable. Nadie diría que hacía cinco semanas que sus dueños no vivían allí. No había ni una flor seca, nada de polvo, ninguna correspondencia acumulada en el buzón. Ni siquiera olía a encierro. Debía de haber abierto todas las ventanas aquella misma mañana. Cualquiera habría pensado que Tim y Evelin habían salido a dar un paseo o visitar a algún amigo. Nada hacía pensar que el señor de la casa había muerto y su mujer estaba en una cárcel inglesa, acusada de asesinato.

Barney iba de un lado a otro, olfateándolo todo, hasta el punto de que Jessica empezó a temer por alguno de los carísimos jarrones y decidió sacarlo al jardín. Allí comprobó que hasta el césped estaba perfectamente segado. Alicia había logrado mantener más al día una casa ajena que Jessica la suya propia.

No tenía ganas de ver la consulta de Tim, así que decidió echar un vistazo en las habitaciones de la pareja. Antes deambuló un poco sin buscar nada en concreto. Sólo quería llevarse una impresión de la atmósfera que se respiraba allí.

La casa de Evelin.

Evelin. Le había gustado desde el primer momento. Incluso antes de saber que le presentaría a su futuro marido y pasaría a formar parte de su exclusivo grupo de amigos. Recordó el día en que la llamó a medianoche por lo del chucho. «Por favor, venga lo antes posible. Mi perro está muy enfermo. No aguantará el trayecto hasta la clínica veterinaria».

Vivía sólo a dos calles de allí. Ella se había vestido en un abrir y cerrar de ojos, y apenas cinco minutos después estaba frente a la puerta de Evelin con su maletín de urgencias en la mano. La dueña del perro llevaba puesto un camisón y vendada la mano izquierda. «Una caída jugando al tenis», le dijo. ¿Por qué tendría que haber dudado de su explicación? «De hecho —pensó Jessica—, siempre estaba herida. Nunca la vi sin algún tipo de tirita o vendaje en alguna parte del cuerpo. Desde la primera vez».

¿Tendría que haber sido más desconfiada? La explicación parecía lógica: la gorda de Evelin, extrañamente obsesionada por parecerse a su deportista, delgada y atractiva amiga Patricia, pero tan torpe que no dejaba de sufrir pequeños accidentes, arriesgándose a realizar ejercicios impropios para su sobrepeso. Era lógico que se fastidiara los tendones, se hiciera esguinces y moretones. Todos le hacían bromas al respecto. En Stanbury, por ejemplo, muchas mañanas la saludaban con frases como «¿Qué, Evelin, acabas de ejecutar un doble salto mortal?», o bien «¿Al menos has dejado la barra tan tocada como tu cuerpo?». Ella siempre respondía con una sonrisa, haciendo un esfuerzo por conformarse con su imagen de torpe del grupo. Gorda y tonta a la vez; la patosa que entretenía a los demás.

Jessica pensó que debería haberse abstenido de participar en su malicia. Evelin no les plantaba cara, pero eso no significaba que la situación le resultara cómoda. Todos habían contribuido a potenciar, alimentar y agudizar sus depresiones. Y si al final resultaba que tras sus lesiones se escondía algo peor… entonces eran aún más culpables. Le pareció increíble. ¿A qué se debía esa reacción? ¿Por qué miraban todos hacia otro lado en lugar de enfrentarse al terrible problema que afectaba a dos miembros del grupo? Evelin y Tim. ¿Alguien había hablado alguna vez con ellos, o al menos con Tim? ¿Le habría preguntado qué sucedía?

Una vez más, Jessica decidió que, en cuanto Leon estuviera mejor, hablaría con él sobre el tema. Quizá él podría decirle si Alexander había tomado cartas en el asunto.

Pasó por la cocina, integrada en el salón y separada de éste por una barra americana. Oyó el tictac de un reloj. Los armarios, de puertas de cristal, exhibían la porcelana fina de Evelin y unas copas de champán de estilo modernista que a Jessica le encantaban. Aquella primera noche, después de sacrificar al perro, Evelin la invitó a tomar una copa.

—Para que nos dé fuerza —le había dicho.

Tenía los ojos enrojecidos, aunque no soltó ni una lágrima. Probablemente las había gastado todas el día anterior. Había mantenido la compostura durante la agonía de su querido perro. Lo había acariciado y le había susurrado palabras de consuelo. El animal tenía problemas respiratorios y Jessica supo enseguida que era imposible salvarlo. Tenía casi quince años, y, según le contó Evelin, llevaba uno entero yendo de veterinario en veterinario porque le fallaba el corazón y se le encharcaban los pulmones. Pero nunca había estado tan grave como en los últimos días, y aquella noche le había llegado su hora. Intentar mantenerlo con vida sólo habría significado prolongar su sufrimiento.

—Será mejor que se despida de él —le dijo Jessica.

Evelin asintió, resignada a que no tenía sentido intentar otra solución. El perro se durmió plácidamente. Jessica creía que el marido de Evelin aparecería en cualquier momento, pero no ocurrió así. No fue hasta mucho después, hacia las tres de la madrugada, mientras ambas estaban en el comedor tomándose la copa de champán, cuando Tim apareció. Llevaba un albornoz azul con letras chinas bordadas y tenía la barba y el pelo revueltos. Parecía un gurú o un misionero. Su aspecto contrastaba con el lujo aristocrático de la casa y, más aún, con la mujer regordeta que llevaba un pijama de gasa transparente. Jessica supuso que abrazaría a Evelin para consolarla y luego pasaría la mano por el lomo del animal muerto, pero lo cierto es que no dedicó la menor atención a su mujer o al perro y se fijó exclusivamente en ella.

—¡Vaya, la joven veterinaria! —dijo—. Vive usted al final de la calle, ¿no? La he visto alguna vez trabajando en su jardín. ¿Vive usted sola?

Le pareció impertinente y desagradable, además de insensible con su mujer. Haciendo caso omiso de su última pregunta, Jessica contestó:

—Su mujer ha hecho bien en llamarme. El pobre animal estaba sufriendo mucho. Por desgracia no he podido hacer nada por salvarlo.

Tim sonrió.

—Hace más de un año que sufría. Yo propuse varias veces que lo durmieran, pero mi mujer no acababa de decidirse. Era como un hijo para ella.

Evelin se sobresaltó y bajó la cabeza. A Jessica le pareció un comentario innecesariamente cruel.

—A la mayoría de la gente le cuesta tomar una decisión como ésta —comentó.

—Cierto, muy cierto. Sobre todo si el animal tiene la función de suplir carencias y dar una imagen de familia feliz. Conozco bien estos casos. Soy psiquiatra, ¿sabe usted? Cuando la estructura familiar normal no funciona, muchas mujeres buscan sustitutos.

Jessica dejó su copa en la mesa.

—Es tarde. Creo que será mejor que me vaya a casa.

—Mi mujer no puede tener hijos —continuó Tim como si nada—, y eso la tiene cada vez más traumatizada. De ahí que quisiera al chucho con locura. Veremos qué tal van las cosas ahora.

Evelin parecía completamente desolada. Desde la llegada de su marido no había vuelto a pronunciar palabra, y ni siquiera se despidió de Jessica. Fue él quien la acompañó a la puerta y le agradeció una vez más su amabilidad. Jessica recordó que al salir de la casa había pensado que era un hombre insoportable.

El caso es que al día siguiente Evelin le telefoneó con absoluta normalidad y la invitó a aquella cena en la que conocería a Alexander. Se enamoró, pasó por una etapa de maravillosa felicidad y no volvió a acordarse de Tim. Era cierto que aquella noche le había parecido un hombre aborrecible, pero su estado de gracia con Alexander la llevó a relativizar sus conclusiones. Ahora comprendía que también ella, como todos, había optado por dar la espalda a la realidad. Amaba a Alexander y no tenía ninguna gana de decirle que uno de sus mejores amigos le parecía un tipo repugnante. No quería ser la intrusa que rompiese con el equilibrio del grupo. No quería molestar. Y se adaptó a las circunstancias. Se amoldó.

Subió la escalera. Evelin le había enseñado la casa la primera vez que cenó con ellos, de modo que conocía la disposición de las habitaciones. El enorme dormitorio decorado en blanco, el baño con todo tipo de lujos y comodidades, el cuarto personal de Evelin y la amplia habitación del otro lado del pasillo, decorada para el bebé que tenía que haber nacido seis años atrás. Desde entonces todo seguía igual: la cuna en una esquina, con una tira de patitos de colores colgando encima, y también el cambiador y el pequeño armario, con el dibujo de unos graciosos gatitos que perseguían mariposas u olisqueaban florecillas. Había muñecos de peluche por todas partes, y las paredes y las cortinas tenían el mismo motivo: ositos bailarines. Jessica abrió la puerta del armario: montañas de pañales y peleles cuidadosamente doblados, zapatitos y calcetines de recién nacido, y minúsculos gorros de lana. Biberones, chupetes, sonajeros… No cabía duda de que la llegada del pequeño era esperada con muchísimo amor e ilusión, pero la habitación se había quedado muerta durante seis años.

Evelin. ¿Por qué se hacía tanto daño a sí misma? ¿Por qué continuaba yendo a aquel cuarto, limpiándolo, cuidándolo y ordenándolo? Seguro que le pasaba el aspirador con regularidad, limpiaba las ventanas y regaba las flores del alféizar. ¿Era ésta la prueba de que nunca había perdido la esperanza de ser madre? ¿O era más bien el reflejo de su incapacidad para aceptar la pérdida del bebé?

Jessica tuvo de pronto la certeza de que allí se encontraba el verdadero quid de la cuestión, el origen y centro del suplicio en que vivía inmersa la pobre Evelin. Un martirio mucho mayor de lo que cualquiera de ellos hubiese imaginado. Debió de pasar infinidad de momentos junto a aquella cuna vacía. Horas enteras. Días enteros. ¿Cuántas veces había abierto el armario para ordenar los peleles? ¿Cuántas había peinado los peluches y acariciado la pequeña colchoneta de florecitas que tenía el cambiador? ¿Cuántas había soñado con lo que podría haber sido su vida para volver después a la cruda y dura realidad?

Y ahora estaba en la cárcel, acusada de asesinato.

Imposible. En su caso, el suicidio habría sido una opción tal vez previsible. Pero ¿un asesinato múltiple?

Pasó al cuarto de Evelin. Había una ventana, un sofá, un escritorio, varias estanterías con libros y CD y un televisor. Daba la sensación de que su amiga pasaba horas entre aquellas paredes. Sin duda muchas más que en el salón, que parecía más bien impersonal y estéril. Seguro que por las noches se retiraba allí, se arrellanaba en el sofá y veía sus películas preferidas. Era una mujer solitaria. Gorda, depresiva y solitaria.

Rebuscó entre los papeles del escritorio. Había varias postales de conocidos, un libro de autoayuda sobre el pensamiento positivo, una receta recortada de un periódico, fotos de las vacaciones de Navidad en Stanbury, y una tarjeta blanca, algo más grande que una de visita, en la que se leía «Dr. Edmund Wilbert, psicólogo», además de varias direcciones y números de teléfono. Debajo, una tabla con los días de la semana y las fechas y horas de las visitas. Evelin tenía cita el 28 de abril, es decir, el lunes después de su prevista vuelta de Stanbury. Al parecer tenía prisa por visitarlo tras sus dos semanas de vacaciones.

«Ella nunca nos dijo que fuera al psicólogo», pensó Jessica.

O al menos nunca se lo dijo a ella. Claro que, como nadie solía comentar nada personal, era normal que Evelin hubiera preferido guardar el secreto. De todos modos, y teniendo en cuenta que la tarjeta estaba ahí mismo, bien a la vista, estaba claro que Tim sí lo sabía. ¿Le molestaría? Él se consideraba el mejor psiquiatra del mundo y, aunque su mujer no podía ser su paciente, era más que probable que se hubiese sentido molesto. Sin duda debía de preocuparle lo que ella pudiese contar al doctor Wilbert. Y si era cierto que él la maltrataba, la idea de que un colega suyo conociera los detalles tenía que resultarle muy embarazosa.

Jessica se metió la tarjeta en el bolsillo. Llamaría a Wilbert y le pediría una cita. Él estaba obligado a mantener el secreto profesional, por supuesto, pero teniendo en cuenta la gravedad de las circunstancias quizá le diese alguna pista al respecto. Además, tal vez aún no sabía que Evelin estaba en la cárcel y su ausencia le preocupaba.

Sea como fuere, tenía la sensación de haber dado un paso adelante. Tenía alguien a quien dirigirse, alguien que no estaba involucrado en el drama. Volvió a bajar la escalera y dejó salir a Barney, que la esperaba impaciente con el hocico pegado a la puerta. Irían a dar un paseo y al día siguiente visitaría a su suegro.

El hecho de haber decidido visitarlo tras quedarse viuda, sin conocerlo de nada, le parecía un despropósito. Pero formaba parte de los sinsentidos que modelaban su vida desde que se había casado con Alexander.