Capítulo II
Puede que el tiempo borre las heridas,
pero no cura las cicatrices.
Llegué a Madrid a primera hora de la tarde. Cogí un taxi y me dirigí directamente a la residencia donde se encontraba mi abuela. Un pequeño resort de retiro espiritual, como lo llamó ella cuando decidió trasladarse allí hacía dos años. En realidad era una residencia de ancianos, más lujosa que cualquier otra, pero constituía el último refugio de los que van a morir. Mientras me trasladaba en el caluroso taxi atravesando el caótico tráfico de mi ciudad, pensé en los elefantes, que cuando sabían que llegaba la hora de su muerte se retiraban al lugar elegido para ello. Mi abuela era una elefanta, sabía que le quedaba poco tiempo y ella misma, como siempre había hecho, decidió pasar sus últimos años donde se sentía más a gusto.
Por supuesto, alejándose de nosotras.
Entré en el edificio de ladrillo a las afueras de Madrid, rodeado de cuidados jardines por donde paseaban algunos ancianos acompañados por familiares o por personal de la clínica. Pregunté en recepción por la habitación de mi abuela y subí las escaleras hasta el primer piso con gesto cansado. Mi mente no conseguía centrarse, seguía en Edimburgo, recordando a Sarah y lamentando no estar allí por si había noticias.
–Abuela –pronuncié con voz suave cuando estuve junto a su cama. Parecía dormir y ante la tenue luz que se filtraba de las persianas bajadas pude ver que su rostro se había dulcificado. O quizá fuera que yo quise recordarla siempre con gesto adusto, imaginándomela una persona carente de sentimientos.
–Has venido –contestó ella abriendo de pronto los ojos de un tono verde oscuro y parpadeando en mi dirección. Su pelo blanco y corto se agitó con la levedad quebradiza de una anciana.
–Sí. Estoy aquí –susurré.
Cerró los ojos un momento y suspiró con alivio.
–Tenemos poco tiempo, mi niña –dijo cogiéndome una mano. Yo me quedé inmóvil. Jamás había mostrado ningún gesto de cariño hacia mí y su sola actitud ya me hacía desconfiar.
Su mano era áspera al contacto y estaba en extremo fría comparándola con el calor del pequeño receptáculo decorado en tonos verdes. Creí erróneamente que lo que pretendía era limpiar su alma antes de partir hacia otro destino.
–¿Poco tiempo para qué, abuela? –inquirí sintiendo que las lágrimas asomaban a mis ojos cansados, lamentando mi debilidad.
–Tengo que contarte quién eres. Me estoy muriendo y ya no puedo protegerte. A partir de ahora lo tendrás que hacer tú –exclamó presionando el mando de la cama articulada para incorporarse y situarse a la misma altura de mi rostro.
–Ya sé quién soy y no necesito que nadie me proteja. No lo he necesitado nunca porque siempre he estado sola –señalé sintiendo que el dolor me abrasaba las entrañas.
Ella me miró con incalculable dulzura y yo me asusté. Jamás la había visto así.
–Me queda poco tiempo en este mundo hija, ellas ya están aquí esperándome.
–¿Ellas? ¿Quiénes? –pregunté desconcertada mirando alrededor sin ver más que las paredes desnudas.
–Mis hermanas. Tus hermanas. Las brujas –susurró con un leve tono adormecido.
–¡¿Qué?! –exclamé casi gritando–. Pero, ¿qué medicación estás tomando?
Ella rio con voz cascada y musical. Una mezcla extraña que hizo que el ambiente se distendiera como si una suave brisa nos rodeara.
–Tú eres una de ellas. La más poderosa. Lo supe en cuanto te tuve en brazos por primera vez y vi tu marca en forma de estrella de cinco puntos en el interior de tu muslo. Mi misión era protegerte. Me lo ordenó el consejo, ahora ya menguado y casi disuelto. Te he ocultado durante veintisiete años –explicó.
–¡¿Qué soy qué?! –Esta vez sí que grité y con mucha intensidad además.
¿Qué pretendía? ¿Habría perdido la cabeza y en sus delirios creía ser una bruja y, de paso, convencerme a mí de que también lo era? Mi mente racional se negaba a escuchar tales tonterías.
–Eres una sorciere, una bruja, una hechicera. Tu deber es proteger nuestro legado –pronunció declarando una sentencia de muerte.
Abrí la boca para contestar pero no encontré nada adecuado que decir. En realidad sí que lo encontré:
–¡¿Estás loca?! Dices que has estado protegiéndome toda tu vida y lo único que has hecho ha sido mantenerme apartada de ti. ¿Eso es protegerme? Dejarme sola con una madre que nunca me quiso y con un padre que eligió a su segunda mujer y me echó de su casa –exclamé apartándome un poco de ella y soltando su mano.
–La única forma que encontré de hacerlo cuando naciste y vi quién eras fue absorber tu poder y alejarme para que nada interfiera en ello.
–¿Qué es esto, abuela? Mira, no necesito que te disculpes inventándote una historia tan absurda como esta. Con un simple «lo siento» me conformo –expresé cada vez más alterada.
–Alana, tienes que escucharme con atención. No voy a disculparme por algo que hice por amor. Estás en peligro desde que naciste. Todas estamos en peligro. Nos están eliminando poco a poco porque te buscan y tuve que apartarme de ti para que no me relacionaran contigo. Me he mantenido en la distancia, observando, viendo desde la lejanía cómo te hacían daño, cómo yo no podía hacer nada para remediarlo porque ese era el camino para que te convirtieras en la mujer que eres ahora. Porque, hija mía, del dolor sacarás la valentía para enfrentarte a la mayor prueba de todas –explicó terminando en un susurro.
–¿Qué prueba? –No sabía si preguntar o directamente llamar al médico.
–Salvarla.
–¿A quién? –inquirí con verdadera curiosidad. Había conseguido atraparme en su historia. Ella se creía lo que estaba relatando. Lo vi en sus ojos.
–Lo sabrás cuando la verdad se muestre ante ti –expuso crípticamente.
En ese momento entró una auxiliar con la bandeja de la cena de mi abuela, que depositó en la pequeña mesa de plástico con ruedas. Luego saludó con alegría y se acercó a ella para tomarle la tensión y la temperatura. Yo me quedé mirándola como si fuera la primera vez que veía a una persona. Y reaccioné.
–Mi abuela ¿ha estado…, ya sabe…, algo confusa los últimos días? –pregunté. Mi abuela se mantuvo en silencio observándonos.
–No. Ella está perfectamente. Como un roble. Un roble algo cascarrabias, pero fuerte. –Sonrió mirándome y bombeando en el delgado brazo de mi abuela con el aparato de medir la tensión.
–Dice que es una bruja –señalé entrecerrando los ojos.
–Bueno, es normal que esté algo cansada –contestó ella sin dejar de sonreír.
Desvié mi mirada de mi abuela a la joven auxiliar y suspiré.
–¿No me ha entendido? –inquirí forzándola a que me mirara.
–¿Qué? –Ella levantó la vista después de apuntar en el informe los datos.
–Dice que es una bruja y que yo también lo soy –exploté y a la vez que mis palabras salían de mi boca me di cuenta de que me sentía como si hablara desde las profundidades del mar, soltando a borbotones el aire en forma de espirales totalmente distorsionadas que se perdieron antes de llegar a los oídos de la joven. Abrí la boca y lo intenté de nuevo, mi voz sonó exactamente igual, como si no estuviera en la misma frecuencia que el resto de los mortales.
–Ya le he dicho que es normal que esté algo cansada. No debería preocuparse en exceso –contestó la joven dándome unos pequeños golpes en el hombro antes de salir de la habitación.
Miré la puerta cerrada con total estupefacción y me giré con brusquedad hacia mi abuela, que lucía una triste sonrisa.
–¿Qué ha sido eso? ¿Algún truco? No tiene gracia. Ahora mismo voy a bajar a hablar con el médico –siseé apretando los dientes.
–Magia. Eso ha sido magia –afirmó ella cerrando los ojos. En su rostro se percibía ahora con claridad la cadavérica presencia de la muerte, como si ella se estuviera rindiendo sin fuerzas para seguir luchando más.
Me dejé caer en la silla junto a la cama de forma desmadejada. Me sentía completamente agotada y asustada. No, en realidad estaba aterrorizada y a la vez no terminaba de creerme ni una sola palabra.
–Mi madre –barboté–, ella…, ¿ella es…? –Ni siquiera me atrevía a pronunciar la palabra en voz alta, temiendo conjurar algo con el sonido.
–No. Ella es normal. Un accidente de la naturaleza. Ocurre cada varios cientos de años –aclaró girando la cabeza hacia mí.
–¿Normal? ¿Y eso es un accidente de la naturaleza? A mí me parece perfecto ser normal. ¿No puedo elegir yo misma serlo?
–No –respondió mi abuela–, tú naciste marcada y tienes un deber que cumplir. Llevamos siglos siendo masacradas, torturadas y condenadas, muchas veces sin razón aparente. Incluso ajusticiaron a las que no son familia, pero que sí nos ayudaron en momentos cruciales. No tienes más que investigar un poco para descubrir que lo que te cuento es verdad. Y ellos, los hombres comunes y los hombres poderosos, fueron los instigadores de nuestra extinción. Debes cuidarte de aquellos que son respetados por sus conocimientos, porque ellos supusieron el inicio de nuestra decadencia y borraron todas las huellas de nuestra historia.
–Lo que cuentas no ayuda, abuela. Claro que conozco la historia, pero no creo en ella. ¿De verdad piensas que aquellas mujeres condenadas eran brujas?
–Algunas sí, otras no. Ya te lo he dicho.
Su terquedad me resultaba familiar y a la vez se imponía en mí el sentimiento de reto. De necesitar una demostración tangible de lo que contaba.
–Pero, ¿no debería haber sentido algo especial en todos estos años? –pregunté, notando que imperceptiblemente había caído en el embrujo de sus palabras.
–No. Yo me quedé con tu poder, así pudiste crecer con normalidad, pero también perdiste la oportunidad de que una hermana te tomara bajo tutela y te enseñara cómo manejar el poder. Ahora tendrás que hacerlo sola. Es posible que hayas notado algo extraño los últimos días porque ya estoy débil y mi fuerza se desvanece sin que pueda controlarla. ¿Algún sueño premonitorio? ¿Algún objeto que aparece donde no tenía que estar?
–No, nada de eso. Nada de nada, en realidad.
Y de improviso, Sarah regresó a mis pensamientos con inusitada fuerza, lanzada como un rayo. El lobo y aquel hombre. Su desaparición. Las pesadillas que me atormentaban en forma de mujeres desaparecidas que me pedían ayuda. Sentí que la sangre de mi cuerpo me abandonaba y empalidecí, comenzando a temblar. Si mi abuela notó algo no lo mencionó. Solo me observaba con atención.
–Toma –dijo entregándome el anillo que ella siempre llevaba en su mano izquierda–, ahora te pertenece.
Cogí el anillo con una piedra luna ovalada engarzada en oro viejo mirándolo con curiosidad, disimulando lo mejor que pude mi turbación.
–Él canalizará tu poder. Cambiará de color dependiendo de cómo te sientas. Será tu guía –explicó–. Jamás debes quitártelo ni dejar que nadie te lo arrebate o estarás perdida.
–Claro –contesté de forma mecánica, sin fuerzas ya para discutir–. Y dime abuela ¿no me vas a entregar un grimorio, una escoba, un gato negro y un sombrero puntiagudo? –inquirí con el sarcasmo implícito en cada sílaba.
Ella recobró el aplomo y sonriendo me sujetó de nuevo la mano.
–Eso son cuentos, mi niña querida. El poder de una bruja no está encerrado en ningún objeto si no en nosotras mismas. Podemos elegir ser lo que somos u ocultar lo que podemos llegar a ser. Únicamente necesitamos nuestra fuerza interior y los elementos de la naturaleza para poder crear o para poder destruir. Eso lo decidirás tú.
–Tierra, agua, fuego y aire –murmuré y la miré con fijeza–. Pero hay algo más, ¿verdad?
–Sí. Lo único que diferencia a una sorciere de otra. Su sangre. Esa es la quinta punta de la estrella. Y solo tú has tenido esa especial capacidad en más de trescientos años. En las demás es una sola parte de su poder, en ti, sin embargo, es el núcleo de todo el poder. Y eso es lo que te salvará o lo que acabará matándote. Debes aprender a utilizar tu capacidad con rapidez. Ya te he dicho que estás en peligro. Él te busca desde hace mucho tiempo.
–¿Quién?
–Sus ojos lo delatarán. Es lo único que puedo decirte.
–Sus ojos… –susurré, y recordé unos ojos dorados como los de un guepardo.
–Ya veo que lo has visto. Está aquí ¿entonces? Ha esperado mucho tiempo para encontrarte de nuevo –expresó bastante asustada, sujetándome con inusitada fuerza la mano, hasta que mis huesos crujieron.
–¿De nuevo?
Ella no contestó. Cerró los ojos con cansancio y una extraña sonrisa cruzó su rostro.
Recordé la conversación de los policías, los interrogatorios, su insistencia en el parecido de las mujeres desaparecidas conmigo y su convencimiento de que yo sería su próxima víctima. Y recordé también la misteriosa frase de Gareth, en la que parecía decir que él velaba por mi seguridad. ¿Un cazador de brujas? De repente sentí un terror extremo y busqué consuelo en la única persona que podía ayudarme.
–Me niego, no quiero ser eso que dices que soy.
–No tienes elección, Alana.
–Siempre hay elección –insistí.
–En este caso, no –afirmó con rotundidad.
No quería rendirme, tampoco quería creer lo que me estaba contando. No quería confíar en una persona que me había abandonado con una explicación tan increíble como esa, pero me estaba venciendo. Ella o el cansancio. O todo a la vez.
–Abuela, por favor. No me dejes ahora.
–Mi niña triste, debo irme ya, pero siempre estaremos juntas, te lo prometo. Todas te rodeamos y si alguna vez sientes que estás perdida solo tienes que llamarnos y acudiremos –susurró con dulzura.
Comencé a llorar con violencia y me apoyé en la cama sin soltar su mano.
–¡Déjame quedarme contigo! Explícame qué es lo que tengo qué hacer –supliqué.
Noté su mano libre acariciándome el pelo con suavidad.
–No puedo explicarte nada más que lo que ya he dicho, el resto lo tendrás que ir aprendiendo tú. Solo tienes que confiar en tu instinto, en tu corazón. Ha llegado mi hora. Vete y comienza a vivir por fin. Y, por favor, perdóname por haber contribuido a que tu vida estuviera tan llena de soledad. Siempre te amé y eso no cambiará una vez que esté en el otro lado. Me sentirás junto a ti –aclaró lentamente con dolor.
–¿Eso es todo? ¿Después de lo que me has dicho? ¿Después de advertirme que quieren matarme, solo se te ocurre consolarme con la idea de que tengo que confiar en mí misma? ¿No podías habérmelo contado antes? ¿Haberme puesto sobre aviso? –Me levanté con ira, pensando de nuevo en Sarah y creyendo por primera vez que su desaparición podía haberse evitado.
Ella no se inmutó por mi arrebato. Empecé a sospechar que sabía mucho más de lo que había confesado. Retrocedí hasta la puerta, sintiendo sus ojos fijos en mí.
–Alana…
–No lo repitas –musité.
–Siempre te quise.
–No de la forma en que yo lo hubiera deseado –pronuncié con todo el dolor de mi corazón.
Cerré la puerta tras de mí y hui escaleras abajo.
Salí de la residencia con una considerable sensación de aturdimiento. Paré un taxi y me dirigí a casa de mi madre, situada en el centro de Madrid. Miré por la ventanilla las aceras vacías de gente que se resguardaba del intenso y sofocante calor. Tirité y me llevé la mano a la frente, dudando si tenía fiebre o si mi cuerpo empezaba a mostrar los efectos de la tensión acumulada. Un sudor frío me cubrió la piel y pensé si esa sería la sensación de recibir un poder que no deseaba. Tenía náuseas y me apresuré a pagar al taxista apenas frenó junto al arcén.
Mi madre estaba esperándome en el salón cuando entré por fin a mi hogar, si es que alguna vez se le pudo llamar así.
–¿Ya la has visto? –preguntó sin levantar la vista de la revista de moda que estaba leyendo.
–Sí –contesté con gesto cansado–. Voy a ducharme –continué sin que ella me dirigiera la mirada ni una sola vez, aunque hacía dos años que no nos veíamos.
Bajo el chorro de agua fría intenté ordenar mis pensamientos, sin conseguirlo. Nada tenía sentido. Cuentos de brujería de una anciana. Lejos de su presencia ya no me sentía tan afectada y subyugada por su historia. Ya no la creía. No había lógica alguna. Sarah se filtró de nuevo y procuré analizar su desaparición con pragmatismo. Ninguna de las mujeres desaparecidas había sido encontrada y eso nos otorgaba un ápice de esperanza. Con toda seguridad sería una persona trastornada que las tuviera retenidas en algún lugar todavía por descubrir. Me sequé con movimientos enérgicos, enrojeciendo mi piel, y me miré al espejo buscando alguna diferencia de la imagen que me había mostrado esa misma mañana de mi rostro. De nuevo, nada. Suspiré y salí, vestida con un pijama corto, para reunirme con mi madre. Me senté junto a ella en el sofá. Giró la cabeza con extrañeza, apartando la revista, y tuve el pálpito de que había olvidado que yo estaba allí.
–Ha muerto. Acaban de llamar de la residencia –comentó de forma indiferente.
Di un respingo y me levanté de un salto.
–Voy para allí –manifesté.
–No es necesario, ya lo he solucionado por teléfono. Mi abogado se encargará de los trámites y mañana la enterraremos, por fin.
Apreté los puños y la furia me invadió.
–¡¿Cómo puedes ser tan fría?! Era tu madre –barboté.
–Porque nunca olvido –comentó volviendo a la lectura de su revista–. Cuando más necesitaba de su ayuda, cuando me quedé embarazada de ti, me abandonó.
–¿Ese es tu motivo? –pregunté con desdén.
–Me dijo que había cometido un error imperdonable. Por fortuna tu padre no me abandonó y acabaste naciendo tú. ¿Sabes que solo te vio una vez? Te cogió en brazos, te murmuró unas palabras y después te devolvió a mi regazo con desagrado. A ti te rechazó únicamente porque eras mi hija.
–¿Y cuál es tu justificación para haberme abandonado a mí también? –inquirí sin reducir mi furia.
–Que tu abuela tuvo razón, fuiste un error imperdonable –determinó sin levantar la vista.
Me giré conteniendo las lágrimas y me encerré en la que había sido mi habitación de estudiante, ahora convertida en un pequeño salón. Con la actividad de convertir el sofá en cama y cubrirlo con sábanas y mantas fui relajándome. Escuché voces, una de ellas con un fuerte acento alemán, debía ser su último novio. Al poco rato, se cerró la puerta del apartamento. No regresó en toda la noche.
Me senté en la cama y dejé mi vista fija en un punto de la pared. Mi abuela ya no estaba. Percibía una extraña sensación de fragmentación corporal, parecida al momento en que descubrí que Sarah no iba a regresar, pero en cierta forma, diferente. Nunca había tenido familia, pero constatarlo físicamente seguía doliendo. ¿Qué esperaba? ¿Qué mi abuela se materializara de improviso en alguna esquina de la habitación como un espectro? Procuré recordar su imagen, pero no lo conseguí con nitidez. En ello estaba cuando el sonido del teléfono me sobresaltó. Comprobé la pantalla y ahogué una maldición.
–Hola, Gareth, ¿hay noticias? –murmuré con el corazón en un puño.
–Alana ¿dónde estás? ¿Estás huyendo de mí? –inquirió con brusquedad, ignorando mi pregunta.
De forma automática me puse a la defensiva.
–Estoy en Madrid. Mi abuela acaba de morir –dije por toda explicación.
–No sabía que tuvieras familia. Nunca hablas de ella. Lo siento mucho –exclamó con seriedad, emitiendo un suspiro trémulo que no supe cómo identificar. ¿Alivio? ¿Lástima?
–Eso es porque en realidad nunca he tenido familia –respondí igual de seria que él.
–¿Cuándo vas a regresar? –En su tono estaba implícito la urgencia.
–No lo sé. Ya te avisaré. –Me quedé un momento en silencio–. Gareth…, tenemos que hablar. Quiero que me expliques a qué te referías la otra noche. Hay algo en la desaparición de Sarah que no termina de cuadrarme.
Oí un golpe que me pareció un puñetazo contra una pared. Me extrañó sobremanera, conociendo el carácter calmado y tranquilo de Gareth. ¿Habría vuelto a beber? ¿O era simplemente que la tensión producida por la ausencia de Sarah nos estaba pasando factura a todos?
–Sí, tenemos que hablar, pero no de lo que tú quieres saber –susurró con enfado a través de la línea telefónica.
Sentí que me enfurecía y pocas veces me había sucedido antes. Observé el anillo en mi mano izquierda que había cambiado súbitamente de color, tornándose casi violáceo. Parpadeé asustada y extendí mi mano hacia la única luz de la habitación. Miré con atención el anillo bajo el foco de la lámpara y la piedra destelló oscureciéndose.
–¿Alana? ¿Alana, sigues ahí?
–Sí, Gareth, estoy cansada. Ya te llamaré –murmuré colgando el teléfono.
El anillo volvió a su tono azul cielo con rapidez y no pude evitar respirar más tranquila. ¿Qué había sido eso? ¿El anillo había detectado los sentimientos que Gareth me producía? Era imposible, una piedra no tiene tanto poder. Negué con la cabeza y decidí acostarme.
Desperté al alba, cubierta de sudor y enroscada en las sábanas. Escuchaba a alguien llamarme desde la lejanía y no conseguía saber quién era. Me incorporé con dificultad, mareada y confusa. Otra pesadilla. Caminé tambaleante a la cocina y me serví un vaso de agua. Después comprobé mi teléfono, donde había un mensaje de mi madre indicándome la dirección del tanatorio. Me di una nueva ducha para despejarme y, tras tomar un café rápido, me dirigí allí.
El tanatorio era un edificio en ladrillo tan impersonal que producía un intenso rechazo. Bordeé el aparcamiento y entré en el recibidor, allí me recibió el golpe del aire acondicionado y un estremecedor silencio. Caminé hasta la sala donde se encontraba mi abuela y me senté en un pequeño sillón frente a ella. Habían tenido el decoro o la insensibilidad de cerrar la tapa y lo único que se podía ver era el cúmulo de coronas de flores con cintas de satén brillante repletas de mensajes. Mi madre llegó acompañada de su pareja y se sentó a esperar con un gesto de fastidio. ¿Qué hacíamos allí? Ni nos hablábamos ni conocíamos apenas a la mujer que velábamos. A lo largo de la mañana fueron pasando algunos visitantes, personal de la clínica y gente que desconocía pero que parecía tener en gran estima a mi abuela. Saludaba mecánicamente y respondía con una sonrisa triste a las frases de pésame. Casi al mediodía me quedé sola y el sopor me invadió. Cabeceé de forma inconsciente y abrí los ojos de repente al escuchar que me llamaban. Era la misma voz amortiguada que en la pesadilla. Miré alrededor buscando de dónde provenía el sonido y me quedé helada al ver una sombra junto al ataúd de mi abuela que se acercaba al cristal. Sin proponérmelo me levanté y me acerqué. La sombra fue tomando la forma de un ser humano y pude distinguir su rostro envuelto en una bruma blanca. Era Sarah. Estaba tremendamente pálida y una gota de sangre le recorría el rostro desde la sien hasta la curva de la mandíbula.
–Ayúdame –susurró alargando una mano.
Puse mi mano en el cristal y noté cómo mi corazón saltaba en el pecho.
–¡Sarah! ¿Dónde estás? –grité llenando de vaho la superficie cristalina –. ¡Sarah! –grité aún más fuerte cuando su imagen se disolvió hasta desaparecer.
Me quedé unos instantes sin respirar, aguardando, como si el permanecer inmóvil fuera a hacer que ella apareciera de nuevo.
–¿Qué has visto? –preguntó mi madre materializándose junto a mí.
Pegué un respingo y di un paso atrás.
–Nada –balbucí.
Ella me observó un momento más en silencio y se apartó para dejar pasar a un hombre.
–Por cierto, ha venido tu padre. Os dejaré solos –comentó con desgana, saliendo de aquella sala que se iba convirtiendo en una pequeña cárcel.
Observé con extrañeza a mi padre. Hacía más de quince años que no lo veía, desde que me dejó en el aeropuerto de París de vuelta a Madrid y a mi madre. Recuerdos sesgados del apartamento en el arrondisement número nueve de la ciudad de la luz, junto con sonidos y voces que creía olvidadas, me aturdieron. Decenas de cartas que se fueron convirtiendo en felicitaciones de Navidad ocasionales. Llamadas que nunca que produjeron. Explicaciones que nunca se dieron.
–Hija, lo siento mucho –pronunció él, pasándose la mano por el pelo moreno con cansancio.
–¿Qué haces aquí? –mascullé.
–Me avisó tu abuela ayer mismo. Siempre creí que tenía algo especial, pero la verdad, hasta yo estoy sorprendido de que pudiera prever su muerte con tanta certeza –musitó clavando sus ojos marrones en los míos.
–No hacía falta que vinieras. –Desvié la vista hacia el cristal, todavía preguntándome si la aparición de Sarah había sido real o fruto de mi imaginación.
–Tenía que hacerlo –aseguró, provocando que mi interés se centrara en él–. Además, tu abuela me dijo que me ibas a necesitar.
–¿Ahora? –pregunté con sarcasmo–. No te necesito. Te necesitaba cuando era una niña y me dejaste con mi madre, no ahora– afirmé rotundamente.
–Hija, ¿cómo iba yo a saber lo que te haría tu madre? –En su tono pude apreciar el arrepentimiento de un hecho ya consumado.
–Debiste adivinarlo, tú la conocías mucho mejor que yo.
–No, en eso te equivocas. Creo que nunca la conocí –murmuró y alargó una mano para acariciarme el rostro, como hacía cuando yo era una niña.
–No me toques –mascullé dando un paso atrás.
–Hija… –insistió él intentando sujetarme un brazo.
Sentí mi mano hormiguear y el dedo en el que llevaba el anillo me dio un fuerte tirón. Miré hacia allí y vi que la piedra se oscurecía y que en el centro se percibían pequeños destellos iridiscentes. De forma inconsciente escondí la mano a mi espalda.
–Apártate –dije sintiendo dolor en la garganta de contener los sollozos.
–Alana, antes de juzgarme, déjame ofrecerte una explicación. No conoces toda la historia.
–¡No necesito conocerla! –grité, perdiendo el control.
Él intentó aproximarse a mí de nuevo e instintivamente extendí la mano del anillo, deteniéndolo. Mi padre reculó como si algo lo empujara y cayó al suelo con un golpe sordo. Con rapidez me agaché junto a él y le volví el rostro.
–¿Qué ha sido eso? –preguntó él incorporándose con mi ayuda.
–¿Estás bien? –inquirí con voz trémula. La furia que había sentido momentos antes había desaparecido para ser reemplazada por la culpa.
–Sí, parece que he tropezado –comentó él, ya de pie, rascándose la coronilla con gesto confuso.
–Me voy. Tengo que… Me voy –determiné cogiendo el bolso y caminando deprisa hacia la puerta. Mantuve la mano que seguía hormigueándome oculta y con el puño cerrado.
–Alana, espera, yo… ¡Alana! –Fue lo último que escuché de él, su voz llamándome mientras yo corría a través de los pasillos de mármol y me perdía en la calle.
Me detuve varios minutos después, doblándome sobre mí misma sin apenas respiración. Por primera vez estaba asustada. ¿Lo había hecho yo? ¿Había deseado golpear a mi padre? Me apoyé en una pared cubierta de carteles, y jadeé por el esfuerzo. ¿Era esto el poder al que mi abuela se refería? ¿Desear y conseguir? ¿Hacer daño a la gente? No podía asimilarlo, me negaba a ello. Me intenté arrancar el anillo, pero mi dedo parecía haberse hinchado y no lo logré. Maldije en voz baja y después, rindiéndome, comencé a llorar sin consuelo. Afortunadamente, en aquel lugar apartado y a primera hora de la tarde en agosto y en Madrid, no había nadie que pudiera verme.
Cuando me repuse comencé a caminar hacia una calle principal, detuve un taxi y, una vez en casa, hice la maleta con determinada rapidez y me dirigí al aeropuerto con una sola idea en mi mente: debía regresar a Edimburgo, a mi vida cotidiana, y todo volvería a la normalidad. Al menos, eso es lo que quería creer.
El avión aterrizó en la capital de Escocia pasada la medianoche. Me mezclé entre la gente que cogió el transfer y bajé en la parada de North Bridge, a un par de manzanas del apartamento. Solo me detuve a pensar delante de la puerta de mi domicilio. No me apetecía encontrarme con Gareth, pero tenía muchas probabilidades de hacerlo. Tanteé con las llaves y comprobé que estaba cerrada con doble vuelta, aun así, entré con sigilo y me escondí en la habitación. Solo salí cuando llevaba varios minutos sin escuchar más que el murmullo de mi propia respiración. En la encimera de la cocina había varias cajas de comida china y afiancé la idea de que esa noche Gareth tenía guardia y no aparecería. Consulté las últimas noticias en el ordenador sin resultado alguno, eran artículos sensacionalistas con teorías disparatadas.
Volví a la habitación, guardé la maleta en el armario y me senté en la cama, pinzándome con dos dedos el puente de la nariz. Tenía que concentrarme, seguro que algo en la desaparición de Sarah se me había pasado por alto. Rememoré cada instante de aquella tarde, una y otra vez, hasta que, cansada, me recosté contra el cabezal. Cuando los ojos se me cerraron y caí en un duermevela lleno de sobresaltos, la idea que se había escabullido de mi mente vino a mí provocando que me irguiera con el corazón retumbando en mis oídos en forma de latigazos. Yo le había ordenado que huyera. ¡Había sido yo desde el principio! Recordé la imagen de Sarah en el tanatorio, dándome cuenta por primera vez de que no solo su imagen me había sobrecogido, había sido su aspecto. No vestía su ropa, llevaba un vestido de color azul cobalto con cintas de seda sujetando un corpiño.
Sin saber qué estaba haciendo realmente, me levanté de un salto y me puse una cazadora vaquera sobre el vestido de lino negro que ni me había quitado desde la mañana anterior. Cogí el bolso y salí a la calle. Amanecía y se presumía que iba a ser uno de esos extraños días soleados y sin nubes que alegran Escocia de tanto en tanto, sin embargo, el aire todavía era frío y mantenía la humedad de la noche, así que me arrebujé en la cazadora y caminé deprisa hacia Dean Village.
Me detuve en el mismo sitio en que desapareció Sarah. El tronco no había sido retirado y seguía obstaculizando el camino. Observé a mi alrededor buscando alguna pista que me indicara qué había hecho o a dónde había enviado a Sarah. Le había dicho que se pusiera a salvo, sí, pero ¿dónde consideré yo que podía estar a salvo? Lo lógico hubiera sido enviarla al apartamento, pero no lo hice. Me llené de dudas al verme en medio de aquella vereda al amanecer y completamente sola. ¿Estaba empezando a creerme lo que mi abuela me había contado? ¿Era bruja y había provocado la desaparición de Sarah? Busqué con la mirada el anillo, pero no parecía mostrar indicios de cambiar de color. Me arrodillé y dejé la mente en blanco. ¿Qué esperaba? ¿Convocar al espíritu de Sarah? ¿Conseguir que ella volviera? Si así era, debía esforzarme más.
Mi cabeza palpitó, quejándose de la noche en vela, y suspiré con cansancio. Aquello era una locura y no tenía sentido. No obstante, quise comprobarlo por mí misma, así que recogí del suelo varias ramitas secas y las amontoné en el suelo frente a mí, rodeándolas de piedras. Saqué el folio donde llevaba impreso el billete de avión del bolso y arrugándolo, le prendí fuego con un mechero. Soplé sobre la hoguera incipiente y un pequeño hilo de humo se elevó al cielo. Cerré los ojos y me concentré solo en Sarah, ya tenía los cuatro elementos: el aire rodeándome, el agua del riachuelo, la tierra bajo mi cuerpo y el fuego. Después de unos minutos en los que únicamente percibí el canto de algún pájaro en la lejanía y el murmullo perezoso de las copas de los árboles meciéndose, abrí los ojos con frustración. Sentí un escalofrío y me di cuenta de que el rocío de la mañana estaba empapándome el vestido. Aquello era una pérdida de tiempo, así que me levanté, empujando la tierra con mis pies para tapar la hoguera. Como no lo conseguí, me agaché de nuevo y al arrancar un brote fresco de los matorrales de aliagas que cubrían la pequeña ladera me clavé una espina. Maldije mi torpeza y me metí el dedo en la boca, notando el sabor de la sangre. Una idea descabellada destelló en mi cerebro y, con la última esperanza que me quedaba, me arrodillé de nuevo y dejé caer una gota sobre el casi extinto fuego.