Capítulo 13
LIBBY le pidió al taxista que la llevase a su escuela de danza, y no fue solo porque no se sentía capaz de hacer frente al «ya te lo había dicho» de Rachel. Tenía que saber algo.
Entró en el local, cerró el pestillo de la puerta, fue corriendo hasta su taquilla y sacó la prueba de embarazo. Encendió la luz del diminuto cuarto de baño y leyó las instrucciones. Lo averiguaría al cabo de tres minutos, si la mano temblorosa podía mantener firme la varilla. Se quitó las bragas, siguió las indicaciones y salió.
No podía mirarlo y fue de un lado a otro por la sala oscura, pero lo que la desasosegaba y sacaba de sus casillas no era el resultado, sino haberse enamorado de un malnacido consumado. Eran los próximos cuarenta o cincuenta años, lo que le quedara de vida en ese mundo, que tendría que sobrellevar sin él. Sin embargo, lo haría. Además, haría caso a Rachel y recibiría clases de actuación si hacía falta para tratarlo con despreocupación si tenía que hacerlo.
–Efectivamente, el hijo es tuyo, pero no es asunto tuyo…
Ensayaría esas palabras hasta que pudiera decirlas mirándolo a la cara… Entonces, se imaginó una escena espantosa. Llegaba a la recepción y la mandaban a una guardería llena de niños con el pelo moreno y los ojos grises, con madres desoladas que habían sucumbido a ese atractivo infernal. Aun así, pese a los miedos y esas visiones, también deseaba ver esa pequeña cruz rosa y tener un hijo de él, tener algo de él que pudiera conservar, porque él tenía su corazón. Era como si le hubiese dejado su corazón con un lazo de seda rosa encima de la mesa en el preciso instante en el que entró en su despacho. Un bebé sería el único regalo que él le haría. Prácticamente había tenido que suplicarle que le regalara flores.
Entonces, lo oyó. Mejor dicho, oyó el motor de su coche y que levantaba el freno de mano. Igual que él se quedó desconcertado al reconocer sus piernas en una tarjeta de visita, ella estuvo a punto de caer de rodillas por haber reconocido su coche y cómo cerraba la puerta. Su corazón reconoció sus pasos, como lo hizo el resto de su cuerpo, porque quiso ir corriendo a la puerta, abrirla y abalanzarse sobre él.
Sin embargo, se sentó en el suelo apoyada en la pared y se agarró las rodillas, no solo para que él no la viera, sino, más bien, para que ella no sucumbiera, para que no desconectara todas las alarmas. Él era la dieta que empezaba al día siguiente, la esperanza que se negaba a morir.
–Libby.
Él lo dijo con una voz grave, aterciopelada e indignantemente serena. ¿Aburrida incluso?
–Sé que estás ahí.
Él abrió el buzón y empezó a hablar, pero ella se tapó los oídos para no oír esa voz que la desarmaba y que hacía que creyera que estaba loca por no concederse otra oportunidad.
–Sé que estás ahí –repitió él por el buzón–. Puedo verte en el espejo.
–¡La escuela está cerrada! –gritó ella–. Lárgate.
–Muy bien, si no quieres hablar, puedes escuchar. Siento lo que ha pasado. Yo no quería dejarte de lado…
–Es algo que te sale espontáneamente, ¿verdad? ¿Te excitaba? –gritó ella olvidándose de que no debería hacerle caso–. ¿Esperabas hacer un trío?
–Por el amor de Dios… –Daniil ya no parecía tranquilo– abre esta puerta.
–¡No! –gritó ella–. Quiero que te vayas. Esta noche ha sido un error descomunal. Ni siquiera quería ir al ballet. Sabía que me dolería mucho ver El pájaro de fuego, pero que me llevaras a los camerinos para presentarme a una de tus examantes… ¿Sabes lo que duele? ¿Sabes cuánto quería…? –ella no podía casi ni hablar–. Todo lo que le ha pasado a ella esta noche era lo que había soñado para mí, y me da igual que me llames egoísta e infantil. Esta noche me ha dolido, pero lo que me has hecho pasar no puede compararse…
Daniil cerró los ojos. Jamás, ni por un momento, había pensado que no estuviese preparada para ir al ballet. En ese momento, sin embargo, podía ver lo dolorosa que había sido esa noche para ella.
–No somos amantes –replicó él–. No lo hemos sido nunca.
–¡Mentiroso!
–Conocía a Anya del orfanato. Sabes que salí de allí cuando tenía doce años. Abre la puerta, Libby.
–No –contestó ella, aunque se acercó al buzón–. Sé lo que vi, Daniil. Se abalanzó sobre ti como…
Como lo habría hecho ella, con esperanza en el corazón, como haría ella si reapareciese en su vida al cabo de diez años. Se maldijo a sí misma por ser tan débil, porque estaba al lado de la puerta y haciendo un esfuerzo para no abrirla. Sin embargo, miró por la abertura del buzón y vio su deliciosa boca.
–Vete –dijo ella–. Me haces mucho daño.
–No.
–Sí.
–Tú eres la que siempre quiere hablar.
–Pues ahora no quiero.
–Deberías haberme dicho que no estabas preparada para ir al ballet. Habría bastado con eso.
Ella lo sabía, pero había tenido un batiburrillo de sentimientos durante toda la semana y no solo por el ballet.
–Si me lo hubieses dicho…
–Quién fue a hablar –le interrumpió ella–. El rey de los terrenos vedados.
Ella solo pudo ver que esa boca maravillosa esbozaba una sonrisa.
–He venido para hablar, Libby.
–Es posible que no quieras oír lo que tengo que decir.
Tenían que hablar de muchas cosas, pero tenía que soltar algo primero.
–¿Te acuerdas de que me dijiste que mi técnica era muy mala, que debería poner las cartas sobre la mesa?
–Me acuerdo –contestó Daniil frunciendo el ceño.
No tenía ni idea de a dónde quería llegar. Había ido corriendo hasta allí para decirle su verdad y, en cambio, ella le pedía que escuchara lo que tenía que decir.
–He estado encontrándome mal –comentó Libby.
–¿De verdad?
–Mi período…
–¿Por eso estás alterada e irracional?
–No –susurró ella. Ya aclararía su conjetura en otro momento–. Se retrasa.
Ella vio que él se pasaba la lengua por los labios, pero cerró los ojos porque le dio miedo seguir mirando.
–¿Cuánto?
Su voz sonó imperturbable, como cuando le había preguntado si emplearía sus ahorros en la escuela de danza, pero, en ese momento, se jugaba mucho más.
–Una semana. Es mucho para mí –añadió ella cuando él no dijo nada.
–¿Y cómo te sientes?
–Con náuseas.
–¿Por los nervios o porque tienes náuseas?
–Por las dos cosas –reconoció Libby–. Tengo miedo.
–Nunca tengas miedo cuando estés cerca de mí.
–¿No estás enfadado?
–¿Por qué iba a estar enfadado? Los dos estábamos allí cuando sucedió, los dos corrimos el riesgo. Te lo dije, nunca corro riesgos si no estoy dispuesto a asumir las consecuencias.
–Lo pensaste.
–La verdad es que no –esa vez, ella se atrevió a mirar su maravillosa boca y vio que sonreía levemente–. Sin embargo, nunca había corrido un riesgo así con ninguna mujer. Libby, estés embarazada o no, no tienes que tener miedo.
–Pero lo tengo. Acabo de empezar mi negocio…
Daniil captó que las lágrimas se adueñaban de ella. Podía decirle que no tenía que preocuparse de nada, que aunque no lo quisiera a él, se ocuparía del dinero, pero también sabía que, en ese momento, se trataba de ella, que Libby necesitaba saber que no le pasaría nada a ella.
–Tendré que emplear a alguien o cerrar y acabo de empezar, es demasiado pronto…
–¡Libby! –él interrumpió su ataque de pánico–. ¿Sabes por qué salen tan bien mis planes de negocio y los bancos nunca me niegan nada?
–No.
–Porque soy pesimista. El banco sabe que no pinto las cosas de color de rosa. Yo tengo en cuenta cosas como la enfermedad, los embarazos y las mujeres que sacan la peor conclusión posible y se encierran porque el que enseguida va a ser su ex se acostó con una bailarina hace una década o así…
Ella empezó a sonreír porque había pensado exactamente eso; cómo podría trabajar ella mientras se le desgarraba el corazón, cómo podría bailar y sonreír si supiera que estaba esperando un hijo y ya no lo tenía a él.
–¿Crees de verdad que puedo conseguirlo?
–Naturalmente. Si no, no lo habría firmado.
Estaba tranquila, no tan tranquila como cuando había estado flotando en una nube en el hotel, pero el pánico estaba esfumándose.
–Se te dan muy bien las crisis.
–Es verdad –reconoció Daniil–. Lo que no se me dan bien son las cosas normales; las flores, las llamadas y contarte las cosas cotidianas de mi vida. ¿Me dejarás entrar?
Ella se quedó de pie.
–Tú estás pidiéndome lo mismo, Libby –siguió él–. Estás pidiéndome que te deje entrar y no puedo hacerlo desde el otro lado de la puerta.
Abrió el pestillo de la puerta y se apartó. Aunque quiso arrojarse en sus brazos, se acordó de que Tatiana lo había hecho y se quedó con los brazos cruzados, aturdida, dolida y, aun así, deseándolo.
–No me creo en absoluto que ella y tú no fuisteis amantes.
–No lo fuimos.
–Daniil, ¿podemos dejar de decirnos mentiras? Vi cómo se abalanzó sobre ti.
–¿No viste cómo se le hundieron los hombros? ¿No viste cómo reculó y se le cambió la expresión cuando vio mi cicatriz?
–No entiendo.
–Creyó que yo era Roman.
–¿Roman? –Libby parpadeó–. ¿Por qué iba a…?
Ella supo la respuesta a medida que hacía la pregunta.
–Roman es mi gemelo.
Ella se sintió como si la habitación se hubiese quedado sin aire.
–Mi gemelo idéntico –añadió Daniil–. Por un momento, Anya, Tatiana quiero decir, creyó que yo era él. Creo que tienes razón. Creo que hubo algo entre ellos cuando yo dejé el orfanato.
–¿Os separaron? –Libby pudo oír el espanto reflejado en su propia voz mientras intentaba entender lo que había pasado–. ¿No os dejaron estar en contacto?
–Mis padres no le mandaron las cartas que le escribía.
Libby se quedó dándole vueltas a la cabeza y Daniil interpretó mal su silencio.
–He arruinado esta noche –comentó Daniil–. Cuando vi…
–No, no –le interrumpió ella porque ya lo entendía–. Me sorprende que no irrumpieras en el escenario para exigir respuestas.
–También tenía otras cosas en la cabeza.
–¿Por ejemplo?
–Una acompañante muy desdichada. Creía que estaba haciéndote desgraciada.
–No.
–Podrías haberme dicho que era demasiado pronto para ir al ballet.
–Ahora me alegro de haber ido –reconoció Libby–. Además, Tatiana estuvo increíble. Sabes que estoy loca por ti, nunca he intentado disimularlo.
–Hice caso a mi primo. Él me recordó lo desgraciada que hice a la familia.
–¡Majaderías! –exclamó ella–. Ya eran desgraciados mucho antes de que tú llegaras.
–Eso tú no lo sabes.
–Sí lo sé –replicó ella–. Marcus ha estado treinta años con ellos… –ella le contó que Marcus iba a haberse marchado hasta que un huérfano de doce años llegó a una casa muy desdichada–. Le pareció que no podía dejarte solo con ellos. No puedo creerme que no mandaran tus cartas, que te alejaran de él –añadió Libby con lágrimas en los ojos.
–No pasa nada.
Había tenido muchos años para acostumbrarse a cosas que Libby estaba intentando entender en ese momento.
–¡Sí pasa! –exclamó ella con rabia antes de decirle lo que sentía, no lo que quizá debería haberle dicho–. Lo encontraremos.
Fueron las dos mejores palabras que él había oído en su vida porque las había dicho con la misma pasión y premura que sentía él. Fuera posible encontrar a Roman o no, esa prioridad que le había dado ella había ratificado su amor. Por primera vez desde que abandonó el orfanato, eran dos, no él solo, y eso significaba que permanecería en su corazón para siempre.
–Lo encontraremos –repitió Libby.
Entonces, dejó de intentar contener sus sentimientos y se arrojó en brazos de él, que la abrazó y la levantó en el aire.
–Vamos a encontrarlo –añadió ella con la esperanza que él había empezado a perder.
–Ya lo he intentado.
–Seguiremos intentándolo –ella se dio cuenta entonces del plural y su cabeza aceptó con naturalidad que formaban parte de la vida del otro para siempre–. ¿Quién es el mayor?
–No lo sabemos –contestó Daniil.
Entonces, con esa respuesta, Libby vislumbró un mundo sin cimientos.
–Íbamos a ser boxeadores, ese iba a ser nuestro camino para salir de la pobreza, pero los Thomas se interesaron por mí. Yo no quería que me adoptaran, pero Roman insistió y peleamos… Él dijo que le iría mejor en el cuadrilátero sin mí. Ahora sé que solo quería cerciorarse de que aprovechara mi oportunidad…
–¿Así te hiciste la cicatriz?
Esa vez, Daniil no sacudió la cabeza para advertirle de que era terreno vedado, sino que asintió con la cabeza. Ella le pasó los dedos por la carne abultada y entendió por qué se la había dejado así; era la señal del amor de su hermano por él y la llevaba con orgullo.
–Encontraremos a tu familia –afirmó Libby.
–Ahora tengo una familia –replicó Daniil–. Tú.
Entonces, Libby se olvidó de que tenían problemas, se olvidó de que todo iba mal en el mundo porque todo iba bien en el suyo cuando Daniil la abrazó y se besaron. Era un beso distinto a todos los demás. Era un beso de los dos, sin cortapisas ni nadie al mando, estaban juntos en esa aventura. Correspondió al beso y él lo profundizó con besos voraces que habían esperado demasiado.
–Me pones a cien –susurró Libby abrazándolo con más fuerza.
–Creía que no podría dejarte de lado toda la noche y esperar… –él no terminó la frase cuando le acarició el trasero y lo notó desnudo–. No llevas ropa interior…
Él estaba besándole el cuello, marcándoselo, y ella quiso que se lo marcara.
–Estaba…
Se había olvidado de todo, hasta de lo más importante.
–Estaba haciendo la prueba…
Ella, entre la avidez de los besos, señaló y él la llevó a la zona diminuta y encendió la luz, pero Libby no lo vio. Tenía la cara en su cuello y las manos en su cremallera y lo único que le importaba de verdad eran ellos dos.
–Lo estás.
Él le dijo que estaba embarazada y la besó con tanta pasión que no pensó que fuese demasiado pronto ni abrumador. Era una buena noticia y ellos se la merecían. Pero ¿ser madre no hacía que de repente fuese una persona responsable? No. Estaba otra vez en la sala de baile con los hombros pegados al espejo y agarrando la barra como no la había agarrado jamás. No se oía nada aparte del sonido del sexo ávido y ella ya no podía contenerse. Le rodeó la cabeza con los brazos y sollozó cuando él empezó a entrar. Cada músculo se le contrajo a su ritmo, pero no era una marioneta, bailaba con libertad entre sus brazos.
–Estás embarazada –comentó él sin salir de ella. Deberían haber caído al suelo como una piedra, pero flotaban de una nube a la siguiente–. ¿Estás contenta?
–Muy contenta. ¿Y tú?
–Más –contestó Daniil, porque su familia acababa de aumentar.
Se besaron con delicadeza y él intentó dejarla en el suelo, pero ella se negó.
–No quiero soltarte.
Estaba desbordante, demasiado cariñosa, pero era lo que él necesitaba y no lo había sabido.
–Voy a amarte mucho –siguió Libby.
–Entonces, será mejor que te lleve a casa.