Septiembre de 1943

Tánger era el pueblo más cosmopolita del mundo. Un pequeño y abigarrado escenario hecho de recortes de cien culturas y cien colores pegados con desorden sobre una pasta blanca que se deslizaba por colinas de tierra gris hacia el mar turquesa. Era desquiciante a la par que sosegado, grande a la par que pequeño, tan africano como europeo.

A veces tal mezcla resultaba inquietante. A Lena le aceleraba el pulso y le hacía sudar. Quizá fuera el calor. Casi treinta grados húmedos. La fina tela del vestido se le pegaba a la piel a pesar de que caminaba buscando la sombra en la calle Siaguin, de toldo a toldo de unos comercios apretujados que vomitaban su mercancía al exterior. Llegó hasta la puerta del Zoco Chico y se adentró en las callejuelas enredadas como una celosía que subían hasta la Kasbah. Caminaba siguiendo un plano que le habían dado en el hotel, entre empellones y voces de Babel; los niños le correteaban delante de las piernas: «Mademoiselle, zeñorita, miss…». Le ofrecían decenas de cosas salidas de sus sucias chilabas. El aire olía a comino, a mar y a sudor.

Llegó hasta una puerta pintada de azul sobre la que había un letrero que rezaba Bazar Dar Souihla. Al cruzarla, sintió el abrazo del aire fresco, la luz tenue, el ruido amortiguado entre miles de telas y objetos… El tiempo se ralentizó de pronto; allí transcurría lento como al ritmo de las motas de polvo que flotaban en el ambiente. Puede que incluso hubiera retrocedido varios siglos… Lena se quitó el sombrero, se secó la frente con los dedos y suspiró con cierto alivio. Recorrió con la vista las estanterías llenas de metales ennegrecidos, cerámica desportillada y libros polvorientos. En las esquinas se amontonaban los muebles incrustados de marfil, las alfombras enrolladas, las cajas de mosaicos, los instrumentos roncos. De las paredes colgaban viejas fotografías y cuadros de dudosa calidad entre ropa apolillada y gorros tan diversos como la propia ciudad: un fez, una montera, un borsalino… Había lámparas y cristales, esmaltes de vivos colores, cestas de mimbre y bolsos de cuero.

—¿Gusta?… ¿Gusta?… Todo mucho bonito, ¿sí?

Lena se volvió. Un anciano con el rostro de dátil seco y una chilaba de rayas le sonreía solícito.

—Bonito caftán… Bueno algodón… Hago mejor precio. —Sacó de una pila una túnica malva y la desdobló frente a ella—. Muchos colores. —Siguió desplegando: verde, azul, blanco…

Desde luego que eran bonitos. No pudo evitar fijarse. Tenían una caída maravillosa en múltiples pliegues y vistosos bordados en el cuello y los puños. Pero ella no había ido hasta allí para comprar.

—Busco a Kalif —dijo con una sonrisa para no desairar al vendedor.

El anciano dibujó un círculo en el aire con las manos para terminar juntándolas en el pecho con un gesto de pesar.

—Oh… Kalif no aquí.

—Ya… ¿Y tardará mucho en venir?

—¿Mucho? Oh, sí, mucho. Kalif no en Tánger. De viaje. —Su mano surcó el aire como un barco en el mar.

—¿De viaje? ¿Hasta cuándo?

El viejo se encogió de hombros.

—¿Un día? ¿Una semana? ¿Un mes?… —Alzó la mirada al cielo. Sólo Alá lo sabría.

Lena se sintió descorazonada. Aquello sí que era una contrariedad. Había cruzado media Europa hasta aquella desquiciada ciudad sólo para ver al tal Kalif. Miguel Ángel Muguiro, el encargado de negocios de la legación de Budapest, le había dado el contacto y una carta de recomendación: Kalif era su contacto en Tánger, el hombre que habría de ayudarle con el traslado de los judíos expatriados. Ahora tendría que quedarse allí, Dios sabía por cuánto tiempo, hasta que aquel personaje de nombre extraño decidiese aparecer. No podía regresar a Varsovia sin verlo.

Arrancó una hoja de una agenda que llevaba en el bolso y anotó en ella su nombre y su dirección en Tánger: «Frau Ardstein-Dashkow. Hotel El Minzah». Se la entregó al vendedor.

—¿Podría decirle que he venido? Tengo mucho interés en hablar con él.

El otro asentía repetidamente con ademán servicial mientras se guardaba el papel entre los pliegues de la chilaba.

—¿Compra kaftán?, ¿sí? —Selló la frase con un sonrisa de dientes amarillos.

Al final compró el «kaftán, sí». Blanco con bordados en los tonos del océano. El vendedor le aseguró que iba bien con el color de sus ojos. Lo cierto es que hubiera ido bien con cualquier color de ojos… Al menos, había aprovechado la visita.

Cada día, al atardecer, se sentaba a una mesa de la terraza de El Minzah, por lo general la misma: una un tanto apartada pero con buenas vistas del jardín y la piscina rodeada de palmeras en la que algún rezagado tomaba el último baño del día; solía ser un americano, los americanos mostraban a menudo una excesiva inclinación hacia el deporte.

Pedía un vermut al camarero. Lo hacía en francés. Desde que estaba en Tánger, casi siempre hablaba francés en público. Su francés era bastante malo, pero, de algún modo, aquello le ayudaba a tomar distancia, a seguir confundida en un mundo ajeno, a mantenerse lejos de una patria que ahora se le hacía extraña, a la que hacía mucho que no había vuelto pero que en Tánger sentía inquietantemente cercana; tanto, que en los días despejados podía ver sus costas al otro lado del mar.

Lena disfrutaba tranquilamente de su atardecer y su vermut. De la música del piano que llegaba desde el bar. De la sensación de no hacer nada más que mirar el jardín y enredarse en pensamientos dispares que iban y venían sin quedarse.

Seguía sin noticias de Kalif…

—Disculpe que la moleste… ¡No, no, no! ¡No diga nada!

Lena no iba a decir nada. Estaba demasiado absorta. Sólo levantó la cabeza para ver quién se paraba frente a su mesa. Comprobó que se trataba de una mujer, una mujer madura pero atractiva: alta, elegante, con el cabello rubio cortado a la altura de la nuca y ensortijado en una corona de rizos. Tenía cierto aire a Bette Davis.

—Se trata de un juego… —continuó en un francés mucho mejor que el suyo aunque no libre de acento—. Me gusta jugar a adivinar quiénes son las personas. Llevo varios días observándola: se sienta usted siempre a la misma mesa, siempre a la misma hora, siempre la misma bebida… Siempre sola. Estoy segura de que tiene que haber una buena historia detrás… Recuerde: no hable —atajó—. Será sólo un segundo…

La mujer ocupó una silla a su lado sin pedir permiso. Una oleada de perfume ambarino acompañó sus movimientos. Se acodó en la mesa. Lena se fijó en que tenía unos enormes ojos azules; no llegaban a ser bonitos porque eran demasiado grandes y redondos, algo saltones, aunque sí muy expresivos.

—No es francesa, desde luego. Su acento es… ¡Uf! ¡Tremendo!… Podría ser española, pero… su chaqueta. —Miró la rebeca colgada en un respaldo—. La etiqueta es de un couturier francés —la acarició— y está confeccionada con un maravilloso cashmere… Pocas mujeres españolas podrían permitirse una prenda así. Yo diría que es usted italiana —dictaminó al cabo del concienzudo escrutinio—. Una princesa italiana que viaja de incógnito… Por eso no lleva muchas joyas, pero esa sortija la delata: es digna de un joyero real. Se ha refugiado en Tánger huyendo de los nazis, ahora que han invadido su país. Su marido… (veo que está casada porque lleva alianza) quizá es un importante noble italiano, alguien de la corte del rey Víctor Manuel, y ha sido apresado como tantos otros nobles por su traición, por deponer a Mussolini e intentar negociar la paz con los Aliados. No tiene hijos: su figura es perfecta… Espera reunirse en Tánger con alguien, tal vez un agente británico o americano, que la ayude a liberar a su esposo. Y bien, ¿he acertado?

La mujer apoyaba la barbilla en la palma de la mano y sonreía mostrando unos dientes bien alineados pero manchados de nicotina.

—Ha acertado en una cosa: no tengo hijos —respondió Lena en español.

La mujer se rio a carcajadas.

—¡Diablos! ¡Es española! —exclamó en el mismo idioma con un acento que Lena identificó entonces como inglés—. Tenía que haberme fiado de mi primer instinto. —Le tendió la mano sobre la mesa—. Me llamo Virginia Mills y me gusta inventar historias.

Se la estrechó.

—Lena Ardstein.

Virginia Mills sonrió con picardía.

—Vaya, vaya, ese apellido español suena completamente alemán. Ya sabía yo que usted oculta una buena historia. ¡Camarero! Un vermut para la dama y otra ginebra para mí.

Tánger era un mercado rico en historias extravagantes y las dos mujeres intercambiaron las suyas sin regateos. Virginia compraba así a menudo cientos de ellas para sus libros. Era escritora. Firmaba novelas románticas que apenas pasaban la censura bajo el seudónimo de Pétula Lovecraft. «Sí, como el autor norteamericano. Es obvio que con ese apellido confundió su género. Yo no he hecho más que enmendar el error». Virginia… «Puedes llamarme Gini; es perfecto para mí, que tanto me gusta la ginebra». Gini viajaba con pasaporte británico desde su matrimonio con un empresario de variedades galés. Pero en realidad era de Silver Creek, Missouri. «Llegué a Europa después del crack del veintinueve. En un barco lleno de estafadores y hombres arruinados que amenazaban continuamente con tirarse por la borda. Yo actuaba en un espectáculo de cabaret que se ofrecía cada noche a bordo: sólo llevaba una pluma en la cabeza y un vestido con muy poca tela». Al poco de desembarcar en Plymouth, Dan, su primer marido, la empleó en uno de los muchos garitos que regentaba por toda la costa. «Me dijo que nunca había visto unas piernas tan largas en toda su vida. Así que me casé con él». Dos años después de infeliz matrimonio, Dan murió de un infarto; según la policía, en extrañas circunstancias. «No hay nada extraño en la circunstancia de morirse de infarto en un burdel. Demasiado alcohol, demasiadas emociones, demasiado… Demasiado». Dan tuvo el acierto de dejarle un negocio boyante, que no tardó en vender por mucho más dinero del que nunca había visto junto. Con su nueva pequeña fortuna se dedicó a viajar: Francia, España, Italia, Suiza, Bélgica… En Bélgica se quedó, a causa de Loïc de Montfleur, un joven aristócrata con el físico de un adonis y el cerebro de un ratón. Se casaron en Bruselas, a la semana de conocerse, y se trasladaron a una villa de alquiler en las orillas del lago Como. Puesto que a Loïc le dio por pintar espantosos paisajes, ella empezó a escribir: relatos subidos de tono que excitaban algo más que la imaginación de la ávida pareja. Enseguida se rodearon de una camarilla de ociosos diletantes como ellos y se entregaron a los días de dolce far niente y a las noches largas y reprobables. «Fue una etapa intensa y algo desquiciada, tremendamente divertida. Aunque breve. Al cabo me aburrí. Me aburrí de Loïc y de su físico de adonis, de su cerebro de ratón y de sus espantosos paisajes». Por aquel entonces conoció a Céleste, un alma errante como todas las que pasaban por allí, un espíritu libre y transgresor que le tendió la mano. Gini la tomó y juntas se marcharon. «Oh, Céleste… Qué mujer… No hay nada como la complicidad entre mujeres… Con un hombre es imposible algo semejante, es imposible una relación tan intensa a todos los niveles, hazme caso». Recalaron en Tánger. Alguien se lo había mencionado en el vestíbulo de algún hotel: «Hay que fumarse la vida en Tánger, en un narguile con polvo de chira». Y eso fue exactamente lo que hicieron. Gini se enamoró de Tánger. «Pero Céleste, como todos los seres dotados de alas, ha nacido para volar. Ella no puede quedarse por siempre en el mismo sitio. La dejé ir». Para Gini el tiempo de errar había llegado a su fin. Aún no había agotado su narguile y era muy probable que acabara sus días en Tánger. «El mejor lugar del mundo para vivir y morir».

La historia de Virginia las llevó hasta la hora de la cena, que compartieron en un rincón neutral del restaurante del hotel, entre las mesas de los británicos a un lado y las de los alemanes al otro. La historia de Lena terminó hacia la media noche, con una copa de cóctel vacía y las notas moribundas del piano.

Lena se sentía extrañamente a gusto en compañía de Gini. La excéntrica mujer era una explosión de emociones, un desequilibrio constante, un pasar de puntillas por el mundo como si fuera una cama de brasas; una locura. Pero como si hiciera de contrapeso en un balancín, era capaz de mantener a Lena flotando en el aire, con una sensación de placentera volatilidad que nunca había experimentado; tan lejos del pasado, tan inconsciente del futuro… Tan inconsciente.

Durante una semana se entregó completamente al caos y al hedonismo de Gini. A los desayunos a mediodía con champán, a las comidas de té con menta y pastas de azahar, a las cenas de ginebra y estrellas. Se hizo un peinado de ondas, se compró un vestido con los hombros al aire y unas sandalias de tacón. Pasearon descalzas por la orilla del mar, tomaron el sol medio desnudas entre las palmeras, dejaron que el aire despeinara sus cabellos apretando a fondo el acelerador de un Alfa Romeo descapotable. Y vieron amanecer en el desierto envueltas en una túnica tuareg. «Hace un año me enamoré de los ojos de un tuareg. Nada es comparable a hacer el amor en el desierto».

—Deja ese hotel lleno de espías y hombres libidinosos e instálate en mi casa —le dijo Gini.

Lena dudó. Hacía tiempo que se sabía rozando una línea peligrosa: la forma en la que Gini la miraba a veces, cómo la tomaba de la mano o del brazo para caminar, cómo le acariciaba el rostro, cómo la besaba en la mejilla, cómo le rozaba la piel de manera aparentemente casual, cómo la llamaba gazelle porque así llaman los tangerinos a las mujeres guapas… Una línea que no estaba dispuesta a cruzar.

—Yo, Gini… Te lo agradezco, pero… No lo sé… No quiero que me malinterpretes… Sigo siendo de misa los domingos y de mentalidad… conservadora, al menos en lo que a mí misma respecta —le explicó torpemente.

Gini se rio con su habitual risa chillona de sirena.

—Y sólo te gustan los hombres. Ya lo sé, gazelle… La gente como yo aprende a distinguir el terreno que pisa…

Lena se sintió algo avergonzada.

—Te aseguro que es una propuesta desinteresada o, en todo caso, únicamente interesada en tu compañía. La casa es grande: tendrás una habitación para ti sola y absoluta privacidad siempre que lo desees. Por lo demás, seguiremos disfrutando de nuestra reciente amistad. Lo creas o no, me gusta que seas mi amiga. Ninguno de mis amigos es tan ortodoxo como tú: con tu misa dominical, tus desvelos por el sufrimiento ajeno, tu enternecedor duelo marital y tu talante conservador. Me pones los pies en la tierra lo justo para luego echar a volar.

La casa de Gini estaba en la Kasbah, en lo alto de la Medina. Se trataba de un palacete del siglo XVII que había pertenecido a un primo del sultán. Gini lo había reformado para cambiarle la distribución y dotarlo de instalaciones modernas como agua corriente y caliente en los baños y electricidad. Había mantenido los rasgos propios de la arquitectura local, las paredes encaladas en blanco, la carpintería de madera pintada de azul, las ventanas con celosías, los suelos de baldosas hidráulicas y el patio interior con la fuente octogonal, y la había decorado con una mezcla de elementos orientales y occidentales: sillones Chesterfield, colchas de Damasco, alfombras bereberes, lámparas de araña, faroles de hierro, mesas de té chapadas en bronce, sillas isabelinas, cuadros de artistas jóvenes, máscaras etíopes y una biblioteca heterogénea que incluía desde cuidadas ediciones de los diarios de viaje de Ibn Battuta en árabe y en francés, las obras de Somerset Maugham o las antologías poéticas de Paul Valéry hasta sus propias novelas en tapa blanda y papel amarillento: La novia del Tuareg, Pasión bajo las estrellas, El corazón maldito… Pero lo más espectacular sin duda era la terraza de la azotea, que tenía unas increíbles vistas sobre Tánger y el mar. No había nada como tumbarse a disfrutar de ellas desde la enorme cama con dosel y almohadones de seda que Gini había hecho subir hasta allí.

Siempre había gente en aquella casa. Gente tan particular como la propia Gini: artistas desahuciados, refugiados sociales, vividores de todos los calibres… Lena se los encontraba por todas partes y a todas horas. Fumando en la biblioteca y bebiéndose la ginebra de Gini, sentados a la mesa de la comida (si es que había un momento para algo tan convencional), dormitando en un diván al fresco de la ventana, discutiendo sobre política en el patio de azulejos…

Estaba Yuri, un pintor ruso al que decía le inspiraban las vistas de la terraza y se pasaba allí las horas emborronando lienzos y fumando kif. También Konstantin, un judío alemán que antes de la guerra había sido primer violín de la Filarmónica de Stuttgart y que ahora se ganaba la vida de cambista en la plaza del Zoco Grande. A partir de mediodía, porque nunca se levantaba antes, deambulaba Lula, una cantante de fados portuguesa a la que su amante, un rico armador griego, acababa de abandonar por otra mujer; iba tarareando, a menudo cubierta con un camisón transparente y siempre con un vaso en la mano; Lena nunca la había visto comer, nada más que masticar pastillas de menta. Quizá a primera vista el más normal de todos ellos fuera Gustav, un hombre maduro y apuesto que pasaba las noches en el dormitorio de Gini; de él sólo sabían que era sueco y que estaba en Tánger por negocios, aunque Yuri aventuraba que se trataba de un marchante holandés que vendía arte robado a los judíos.

Entre todos ellos se deslizaba la presencia silenciosa y discreta de Habiba, precedida por el sutil roce de telas de su chilaba y su hiyab, de sus pasos descalzos sobre las baldosas y del olor a aceite de argán. Habiba aireaba los dormitorios viciados y sacudía los pecados de la ropa de cama, fregaba las penas del suelo, limpiaba los excesos de los rincones, aliviaba la resaca con café y confitura de cannabis y amasaba el cuscús como nadie.

Gini coleccionaba vidas en su microcosmos tangerino. Y, como la curadora de un singular museo, de cuando en cuando enriquecía sus muestras con nuevas adquisiciones. Lena era una de ellas.

—Soy demasiado corriente para tu espectáculo, Gini.

—No, gazelle, en el mundo de la extravagancia lo corriente deja de tener sentido; se convierte automáticamente en extravagante.

Octubre de 1943

De cuando en cuando recogía el correo que aún le llegaba a El Minzah. Aquella mañana tenía, entre otras, carta de Nati. Su amiga hacía meses que había regresado a España tras su paso por la División Azul. En Madrid continuaba con su trabajo de enfermera en el Hospital Clínico. Le escribía muy emocionada para contarle que acababa de conocer al hombre de su vida: un periodista americano por el que había perdido completamente la cabeza; tanto, que a pesar de que se conocían desde hacía apenas una semana, estaba dispuesta a casarse con él y a marcharse a vivir a Nueva York adonde el joven tenía que regresar una vez finalizado su trabajo en España. Lena no pudo evitar comprenderla: aquella historia de amor arrebatado le recordaba a la suya propia. Además, de algún modo, su amiga parecía encajar a la perfección con un americano, o al menos con la idea que Lena tenía de los americanos.

En el lado opuesto de aquella aventura se encontraba el relato de la misiva de Cassio. La situación en Varsovia era cada vez más complicada. Los alemanes perseguían con mayor fiereza a los polacos, las redadas indiscriminadas en las calles ocurrían cada vez con más frecuencia, las ejecuciones en la prisión de Pawiak se habían vuelto diarias. No sabía cuánto podrían resistir así…

Desolada, Lena dejó caer sobre su regazo las manos aún sujetando la carta. Si Guillén seguía en Varsovia… ¿Cuánto tiempo podría resistir así? ¿Y si lo habían detenido?, ¿y si lo habían deportado?, ¿y si… lo habían ejecutado?…

Un sentimiento de culpa y de angustia le revolvió el estómago. Tragó saliva, se secó el sudor de la frente y se obligó a seguir leyendo.

Cassio y el padre Szymlik seguían rescatando judíos: los sacaban literalmente a tirones de los trenes de deportados o pronunciando a voces sus nombres en los andenes, los buscaban en las cárceles y en los batallones de trabajo. Para todos había un visado, se las habían ingeniado para multiplicar los ciento veinticinco concedidos con un sencillo sistema de números y letras; funcionaría hasta que alguien descubriese el engaño. Pero empezaban a tener problemas para alojarlos, la infraestructura de Zegota estaba desbordada; la suya también. Necesitaban con urgencia empezar a sacarlos del país. Necesitaban que acelerase sus gestiones todo lo posible.

Lena enfiló de nuevo las calles del Zoco Chico con la mirada al frente y los labios apretados, con cierta furia en los pasos ágiles. Esquivó con presteza buhoneros y chiquillos, tenderetes, mendigos y transeúntes ociosos. Jadeaba cuando llegó al Bazar Dar Souihla. Allí estaba el mismo vendedor con el rostro de dátil seco de la última vez; ocupado con un cliente. Lena lo abordó sin miramientos:

—Necesito ver a Kalif inmediatamente. ¡Ya! ¡Lleva tres semanas de viaje! ¿Cómo se puede estar tres semanas de viaje? ¡Más vale que me diga dónde encontrarlo o cómo contactar con él!

Había perdido los nervios mientras que el viejo mercader mantenía la sonrisa de dientes amarillos e intentaba venderle una tetera de estaño de las montañas del Rif cada vez que le aseguraba que «Kalif no aquí». Lena estaba a punto de explotar.

—¡Pues si Kalif no aquí, ¿dónde demonios está Kalif?!

Tintinearon las campanitas de la puerta, una alfombra enrollada entró como un proyectil y cayó con un golpe seco en mitad de la tienda, sacudiendo las estanterías y levantando una nube de polvo. La siguió otra con las mismas consecuencias. Y entre la nube de polvo encendida por el sol del exterior brotó una figura.

—¡Maldita sea, Yusuf, viejo holgazán! ¡Sal a ayudarme con la mercancía!

El vendedor se volvió hacia Lena.

—Kalif ahí.

Los pantalones con grandes bolsillos, la camisa sucia remangada, el pañuelo al cuello, las botas cubiertas de barro, el cabello despeinado, la barba sin afeitar y una capa de sudor y arena sobre la piel…

—Dios mío…

Kalif la miró. Parpadeó y volvió a mirarla. El sudor le picaba en los ojos, el polvo también. Los espejismos sólo eran cosa del desierto, pero…

—¿Lena?

La ira, la tensión y la adrenalina cayeron a plomo y se quedó flácida como un globo deshinchado.

—Jaime… —balbució.

La llamada del muecín sonó grotesca en aquella escena irreal. Lena se dejó caer sobre unas cajas por no hacerlo en el suelo. Lo mismo hubiera podido echarse a llorar que haber roto a carcajadas.

En el techo de la trastienda había un ventilador que mantenía el ambiente algo más fresco. El ruido de Tánger llegaba amortiguado. La luz entraba tenue, filtrada por las contraventanas entreabiertas, y caía suavemente sobre el sencillo mobiliario europeo: el escritorio torneado, un par de sillas y un sofá de cuero en el que Lena estaba sentaba. Era como un pequeño oasis.

—Ten: té verde con ron, miel y limón.

Jaime Aranzadi le tendió un vaso de vidrio rojo decorado con motivos árabes en dorado. Después bebió del suyo, lo tomó prácticamente entero.

—Es perfecto para sobreponerse a una fuerte impresión —aseguró.

La admiró detenidamente, aún incrédulo, aún con cierto temblor en las manos. Lena bebía el té a sorbos, con la mirada esquiva dentro del vaso. Jaime se fijó en sus labios, brillantes de carmín.

Frau Ardstein-Dashkow…

Quizá aquélla fuera la forma más estúpida de empezar la conversación. Pero ¿cómo continuar con algo que habían interrumpido hacía tanto tiempo?

—Kalif… —respondió Lena con astucia.

Él admitió la estocada de vuelta con una sonrisa galante.

—Supongo que los dos tenemos mucho que contar. —Se rascó el cabello y notó algunos granos de arena del desierto en la punta de los dedos—. Kalif es el comerciante. Me gusta traer trastos viejos de mis viajes. Quien pregunta por Kalif ya sé qué es lo que quiere: una alfombra o… —vaciló—, otra cosa… ¿Qué quieres tú?

Lena suspiró. Rebuscó en su bolso.

—No quiero una alfombra… —insinuó, entregándole la carta de recomendación de Miguel Ángel Muguiro.

Oficialmente, Jaime Aranzadi era delegado del general Luis Orgaz, Alto Comisario Español en Marruecos. Había recalado en el norte de África a mediados de 1942, después de una breve estancia en Bruselas. El general Orgaz lo conocía desde su paso por la Academia de Alféreces Provisionales durante la Guerra Civil. Él lo había mandado llamar para ofrecerle el puesto. Necesitaba a alguien de confianza que desempeñase un cargo aparentemente anodino como era el de las relaciones con las distintas comunidades del protectorado: las tribus amazigh del desierto y las montañas, los musulmanes de Yebala, Cahouen, Kert… y los semitas de Tánger y Tetuán.

Desde el comienzo de la guerra en Europa muchos habían sido los judíos que habían llegado al norte de África huyendo de la persecución. Algunos habían seguido hacia diferentes destinos en Sudamérica, otros se habían instalado en la Zona Internacional de Tánger. Primero fueron sefarditas; después, de toda clase. Con el paso del tiempo el flujo de refugiados no había hecho más que aumentar y las previsiones no resultaban halagüeñas. Los representantes de las comunidades judías habían pedido ayuda al gobierno español, una mayor implicación en la resolución del problema judío. Pero en Madrid, donde los falangistas proalemanes medraban como hongos en la humedad, hacían oídos sordos al clamor.

El general Orgaz no podía ver a los falangistas ni en pintura, fueran proalemanes o no. De hecho, conspiraba por devolver el trono a Juan de Borbón, por atemperar el poder de Franco y por echar a patadas a la Falange del gobierno. Difícil lo tenía… En cualquier caso, ayudar a los judíos a sacar la cabeza en aquella persecución sinsentido de la que eran objeto le parecía, además de un deber ético, un acto de rebeldía política. No podía implicarse hasta el punto de hacerlo él directamente, pero sí que podía delegar en alguien que actuase en la sombra. Y el joven Jaime Aranzadi parecía el candidato ideal: sabía que siendo cónsul adjunto en Bruselas había acogido en su casa a varias familias judías y les había proporcionado los visados necesarios para viajar a España (con la consiguiente protesta por parte de los alemanes y la automática reprobación del diplomático por parte del Ministerio de Asuntos Exteriores); y, además, le constaba que sabía moverse con maestría en la sombra (así lo había demostrado en el servicio de inteligencia durante la guerra).

—¿Estás casada? —le preguntó mirando la alianza en su dedo anular.

Ella también posó la vista allí mientras giraba el anillo cuidadosamente.

—Ardstein-Dashkow es el apellido de mi marido. Era… Murió. Hace seis meses.

Jaime permaneció en silencio y Lena aprovechó para recomponerse. Trató de sonreír al mirarle.

—¿Y tú?

—No… Yo no estoy casado.

«Estaba esperándote». No se lo dijo. Después de todo, había sido un pensamiento inesperado. Una certeza que acababa de adquirir en aquel preciso momento. Allí, admirándola, escuchando su voz, aspirando su perfume, recordando cada uno de sus gestos, cada uno de sus rasgos, cada uno de los miles de motivos por los que se había enamorado de ella. Quizá no había sido consciente hasta entonces, pero siempre había estado esperándola.

Cenaron en Le Claridge, un moderno restaurante en el boulevard Pasteur, en la zona nueva de Tánger, la de las embajadas y los locales de moda entre los europeos. Le Claridge estaba lleno de ellos: trajes de etiqueta, vestidos largos, perfumes de París y una orquesta americana que tocaba bossa novas.

Jaime pidió por los dos: soufflé de espinacas y pollo al azafrán; además, escogió un vino tinto francés para acompañar.

—¿Y cuántos judíos quieres sacar del país?

Duchado, afeitado (incluso se había quitado el bigote que luciera en España), oliendo a after shave y vestido con esmoquin parecía otro, alguien más similar al Jaime Aranzadi que Lena recordaba, muy distinto del aventurero astroso de esa misma mañana.

—El Ministerio de Asuntos Exteriores nos ha concedido ciento veinticinco visados. Ciento veinticinco visados para judíos sefarditas. Ni una décima parte lo son, la mayoría de los judíos polacos son asquenazis. Pero ¿quién lo sabe? Además, hemos estirado el número hasta casi las quinientas concesiones. Puede que incluso lleguemos a setecientas.

Jaime enarcó una ceja entre incrédulo y admirado.

—¿Cómo es posible convertir ciento veinticinco visados en setecientos?

—Con combinaciones de números y letras. Sanz Briz nos dio la idea. Así, del visado número 1 derivamos el 1A, 1B, 1C… Mientras no sobrepasemos el número 125…

—Pero alguien se dará cuenta tarde o temprano de la trampa.

—Más vale que tarde… Lo más tarde posible: cuando sus titulares estén ya a salvo. Puede que sea una locura, pero hay que intentarlo, Jaime. ¡Quedan más de diez mil judíos en Varsovia! Y, aun así, sólo son más de diez mil de los más de trescientos mil que había. Es… espeluznante. Yo… he visto cosas que… —Lena se interrumpió. De pronto sentía la cena atascada en la garganta.

Jaime se tomó la licencia de estrecharle la mano que apoyaba en la mesa. No le importó pecar de audaz. Le alegró comprobar que ella no se resistía.

—No debes cargarte ese peso a la espalda. Sólo concéntrate en lo que de verdad puedes hacer. Salvar una vida, una sola vida, ya es un triunfo.

—Es que resulta tan frustrante a veces… Unos sí y otros no; la simple elección deja un poso amargo.

—Piensa en los que sí: setecientas personas no es una cifra nada despreciable.

—Mientras sigan en Varsovia no hemos conseguido nada. Hay que sacarlos de allí cuanto antes. El día menos pensado las autoridades alemanas se niegan a reconocer la validez de los visados. —Entonces fue Lena la que le apretó la mano en gesto de apremio—. Por eso tenía que verte con urgencia. Por eso necesito tu ayuda y cuanto antes. La gente que está allí, todos los que colaboran conmigo, también se juegan la vida: en Polonia, la pena por ayudar a un judío es la muerte. Y cada día que pasa, el riesgo aumenta.

—No será muy difícil acoger a setecientas personas aquí en Tánger… Lo que el gobierno no quiere es una avalancha de refugiados judíos en territorio español; afectaría a las relaciones con Alemania y hay demasiados intereses en juego. Pero con el tránsito no ponen problemas; es decir, que esos judíos, o al menos la mayor parte de ellos, paren en España sólo como destino intermedio hacia otros lugares: Sudamérica, Estados Unidos, Canadá… Lo que yo hago es organizar esa acogida: estudiar las posibilidades de alojamiento, manutención, integración… Coordinar esfuerzos con los miembros de las comunidades judías. Hablar con los representantes diplomáticos de Gran Bretaña y Estados Unidos para que hagan presión. Y procurar que los tipos de Falange, que suelen tocar bastante las narices con este tema, no den demasiado la lata. ¿Cómo pensáis organizar el viaje hasta aquí?

—A través de la Cruz Roja Internacional. Ya he hablado con ellos y están dispuestos a financiar el traslado. También a solicitar los permisos para salir del país con el visado español y para el tránsito por territorio alemán hasta Tánger.

—Bien. Entonces, lo que nosotros haremos será hablar con el Consejo Judío de Tetuán para que ellos eleven la petición de asilo al Alto Comisario.

—¿Y no lo podemos hacer nosotros directamente? Tú trabajas para el Alto Comisario…

—Así es, pero, oficialmente, mi trabajo es otro… En realidad, yo no debería estar haciendo esto y el Alto Comisario no debería estar avalándolo.

—Entiendo…

—La cuestión es que la iniciativa no puede partir de nosotros, tiene que ser de alguien ajeno al gobierno español y para ello utilizaremos al Consejo Judío. Después, el Alto Comisario, apelando a razones humanitarias, llevará el asunto ante el Ministerio de Asuntos Exteriores. Haremos que Gran Bretaña y Estados Unidos presionen en Madrid… Y la autorización para la entrada en Tánger confío en que no se hará esperar demasiado.

Lena perdió la vista en el plato prácticamente intacto.

—Dios quiera que los alemanes reconozcan la validez de los visados y autoricen el tránsito…

Jaime le levantó el rostro con una caricia en la barbilla.

—Lena… Lo conseguiremos. Te lo prometo.

Mirarle era como volver a casa. Porque su mirada, verde y mullida como un lecho de musgo, resultaba cálida y balsámica. Siempre lo había sido y cuántas veces Lena se había refugiado en ella… Antes. Hacía mucho tiempo. Al menos eso había creído al principio. Pero, poco a poco, con cada recuerdo y con cada redescubrimiento, con cada sensación revivida, aquellos días en los que se habían amado dejaban de parecer tan lejanos.

Los días siguientes trabajaron a marchas forzadas. Viajaron a Tetuán para reunirse con el presidente del Consejo Judío. Con los representantes en Tánger, estudiaron las posibilidades de alojamiento: los judíos más pudientes estaban dispuestos a colaborar y se ofrecían a acogerlos en sus hogares o bien a sufragar los gastos en hoteles. Mantuvieron sendas entrevistas con los encargados de negocios de las legaciones americana y británica, en el curso de las cuales se habló incluso de la creación de un campo de refugiados en el norte de África. Redactaron la petición que habría de elevar el general Orgaz al Ministerio de Asuntos Exteriores.

Pasaban la mayor parte del día juntos y, cuando no estaban entregados al trabajo, escarbaban tímidamente en el pasado.

—¿Por qué dejaste de escribirme?

—No fue culpa tuya…

—¿Por qué, entonces?

—Cometí un error y si te lo cuento… ¿Qué vas a pensar de mí…?

—Fue mucho peor no saber qué pensar, llegar a pensar que te había sucedido algo… No te puedes imaginar la angustia. Cuéntamelo. Por favor.

Y Lena se lo contó sin poder mirarle a los ojos. Entonces, Jaime pensó en lo equivocado que estaba cuando se dijo que jamás la perdonaría. La había perdonado nada más verla. Porque nunca había dejado de amarla.

Lena cerró los ojos. El sol le acariciaba los párpados y el aire olía a eucalipto y limón. Sentía frescor en las manos y el cosquilleo de la cánula de plata al deslizarse sobre su piel mientras Habiba le dibujaba flores con jena. Habiba era una experta en el arte del mehndi. Preparaba la pasta de jena siguiendo una receta familiar heredada de varias generaciones y realizaba con habilidad y pulso firme los más intrincados diseños, auténticas filigranas sobre la piel.

—Voy a dar una fiesta. ¿Qué te parece, Habiba? Hace mucho tiempo que no damos una gran fiesta en esta casa. Así luciremos nuestros bonitos tatuajes. Y tú, gazelle, puedes invitar a ese hombre tuyo tan guapo y mostrarle en algún rincón oscuro tus brazos y tus tobillos garabateados.

Lena salió de su trance de relax y miró a Gini distraída. Enfocó primero el mar y después la cascada de casas blancas que se divisaban desde la azotea; por último, el rostro de su amiga, el gesto pícaro de sus ojos entre destellos de sol.

—Jaime es sólo un viejo amigo —puntualizó.

Yeimi —Gini pronunciaba Jaime a la inglesa— no es viejo, es joven y apuesto. Y desde que te ves con él te brilla la mirada y sonríes sin motivo.

Lena se lo tomó a broma.

—Eso parece sacado de una de tus novelas.

—Pero es completamente cierto. ¡Mírate! Hace menos de dos semanas la melancolía asomaba permanentemente a tu rostro, y ahora en cambio irradias ilusión y belleza. El sol ha dorado tu piel y el corazón ha hecho el resto. ¡Es la magia de Tánger! ¡La magia del amor!

—Tienes mucha imaginación. —Lena rio.

—Cierto. Soy una romántica y también una gran psicóloga; una experta en observar a las personas. Y tú estás enamorada.

Lena bajó la vista sintiendo en los ojos resquemor, como si los vapores de eucalipto los irritaran.

—Sí… Enamorada de mi marido… Aún me duele lo mucho que le echo de menos.

Gini le acarició las mejillas con el dorso de los dedos en un gesto tierno, casi maternal.

—¿Cuántos años tienes? No importa. Te faltan unos cuantos para cumplir treinta. Tienes toda la vida por delante, no la pasarás sola, no debes pasarla sola. —Gini le tomó una de las manos ya pintadas—. Mira estos dibujos: las pinturas de jena se hacen para traer suerte y felicidad. Son como una oración a Dios, a Alá, para que nos colme con sus bendiciones y nos otorgue la paz de espíritu… Sin embargo, ¿qué ocurre con las viudas, Habiba?

La criada siguió concentrada en dibujar, en los movimientos ondulados de la cánula como pétalos al viento.

—Nada de jena —respondió aséptica.

—Las viudas no pueden volver a tocar la jena —corroboró Gini—. Porque estas culturas atávicas entienden que no deben volver a ser felices jamás, que nunca deben recuperar la paz de espíritu y que están condenadas a vivir en la nostalgia y la desolación. Kurt te amaba, jamás hubiera deseado eso para ti.

La sola mención de su nombre hizo que le saltaran las lágrimas.

—No quiero olvidarle, Gini. Me aterra pensar en olvidarle, en traicionarle —aseguró con auténtico terror en el gesto y angustia en la voz—. A veces creo que no puedo seguir adelante sin él… Le quiero tanto…

Su amiga le recogió una lágrima del borde del párpado.

—Claro que sí, gazelle, mi pequeña… Y siempre le amarás. El amor es como una herida, sin remedio deja cicatriz, pero el dolor acaba remitiendo con el bálsamo del tiempo… Al final de nuestra vida tenemos el cuerpo completamente marcado de cicatrices porque no podemos vivir sin amar y ser amados. Déjate llevar, gazelle. Déjate llevar por el corazón con el alma blanca.

La casa se llenó de velas y candiles, del aroma del incienso y de la bruma del kif. Había bullicio en la biblioteca: carcajadas europeas y música marroquí; req, tar, nay y qanún en una algarabía de cuerda y percusión que había puesto algunos vientres osados a danzar. Las voces se elevaban con el calor de la noche y las inhibiciones corrían con el alcohol: roces de piel con piel impregnada de perfume, cannabis y sudor.

La azotea, en cambio, era un oasis de quietud entre dos cielos: el de las estrellas en el firmamento y el de las luces titilantes de Tánger bajo la Kasbah. Soplaba una brisa cálida del mar que agitaba el jazmín y el cabello de Lena; la gasa negra de su vestido ondeaba sobre su piel pintada de jena.

Jaime dio un sorbo a la copa de champán. Llevaba bebidas varias aquella noche y empezaba a notar una placentera sensación de embriaguez. Acarició las filigranas doradas sobre la mano de Lena, absolutamente fascinado con su belleza a la luz de las velas, difuminada por la niebla del narguile que borboteaba a su lado.

—Mañana me voy a Madrid. Tengo que reunirme con el general Orgaz para tratar nuestro asunto.

—¿Estarás fuera mucho tiempo?

—Espero que no… Una semana, quizá.

Lena aspiró de la boquilla del narguile. Los vapores le provocaron cierto mareo. Se recostó entre los almohadones. Habían desechado la cama por decoro, pero se habían tendido igualmente en una esquina mullida y colorida como un puesto de especias. Fijó la vista en sus pies desnudos, los dibujos aparecían borrosos.

—Voy a echarte de menos.

—¿Lo dices de verdad o es sólo una migaja de cortesía?

La mano de ella reptó igual que una serpiente sobre la seda de un almohadón, sus dedos como una lengua bífida le lamieron la piel. Jaime se estremeció con aquel tacto eléctrico.

—Voy a echarte de menos —repitió—. ¿Por qué crees que te miento?

Jaime se incorporó; apoyó los codos en las rodillas.

—Lena… —Suspiró y se rascó el cabello que el viento había alborotado—. Yo… Me he pasado dos años echándote de menos, aprendiendo a vivir sin ti… No lo he conseguido —admitió—. No he conseguido olvidarte. Y ahora…, ahora que estás aquí, que puedo mirarte a los ojos y cogerte la mano… Es tan difícil… Sé cómo te sientes. Te he visto llorar cada vez que recuerdas a tu marido. Nadie que sufre así debería sentirse solo… Y menos tú… No puedo verte triste, Lena. Quiero que sepas que estoy a tu lado. Pero… aún te quiero. Cada día más… ¿Cómo voy a lidiar con eso?

Lena permaneció en silencio. Ocultó los pies bajo la falda extendida como una flor. Se replegó un instante, asustada.

Jaime miró la copa vacía, anhelando otro trago más. Sentía un nudo en el estómago, una incómoda falta de aire. Se puso de pie y se acodó en la barandilla; procuraba darle la espalda para no tener que enfrentarse a ella cara a cara.

—Señor… Debo de estar ya borracho para haberme sincerado así —se burló de él mismo confesándose al abismo.

Lena también abandonó el nido de almohadones. Se acercó a la barandilla y entrelazó su brazo con el de él. Apoyó la cabeza en su hombro y al notar que una lágrima le resbalaba por la mejilla, se la secó con los dedos.

—Te necesito… A mi lado. Pero las heridas aún están abiertas y no quiero hacerte daño.

Él dejó un beso prolongado en su coronilla.

—Soy un hombre paciente. Sabré esperar. Llevo toda la vida esperándote.

Aquella mañana, Lena se encontró sin demasiado que hacer: Jaime se había marchado temprano a Madrid y Gini se recuperaba de la tremenda resaca del día anterior tumbada en su cama con la habitación completamente a oscuras. También Lena sentía los efectos del kif y el champán, se había levantado con dolor de cabeza. Pero después de desayunar un tónico a base de hierbas que preparaba Habiba, se sintió algo mejor y pensó que un baño de mar y de sol y un poco de brisa salina le sentarían bien. De modo que metió una toalla, un libro, un trozo de pastela de pollo y una naranja en una bolsa, se anudó un pañuelo a la cabeza, se puso unas gafas de sol y tomó prestada una vieja motocicleta Triumph que languidecía en el patio, con la idea de ir hasta la playa de Dalia, de la que Jaime le había hablado maravillas.

Gini había comprado la moto a un pastor de camellos. Al parecer, había pertenecido al ejército británico y el camellero se la había encontrado abandonada, semienterrada en una duna del desierto. Estaba destrozada cuando Gini se hizo con ella por unos pocos dírhams y un cartón de tabaco americano, pero un buen mecánico del Zoco Grande, que era español y se llamaba Manolo, le había limpiado toda la arena del motor, había conseguido que arrancara y la había pintado de un bonito color granate.

No era la primera vez que la llevaba. Ya antes la había conducido con Gini y se manejaba bien con ella. Con el viento en la cara, viajó cincuenta kilómetros por la carretera de Ceuta y, tras pedir algunas indicaciones en una aldea cercana, accedió a la costa por un camino sinuoso entre pinares donde triscaban las cabras. Llegó hasta lo alto de una loma y aparcó la moto. A sus pies, después de una alfombra verde de monte bajo, se abría una playa salvaje de arena fina y dorada. El océano centelleaba al sol y tenía un brillante color turquesa; unas cuantas barcas de pescadores cimbreaban sobre su superficie ondulada. Todo estaba en silencio, nada más que se escuchaba el chillido de las gaviotas, el ronroneo del mar y la brisa entre los árboles. Aspiró profundamente y percibió su aroma fresco a resina y salitre. Junto a un pino frondoso que daba buena sombra divisó el lugar perfecto para extender la toalla.

Al caer la tarde ya había dado buena cuenta de la pastela y la naranja, se había leído más de medio libro y había dormido un rato con las piernas al sol. Cuando se acaloraba, se zambullía entre las olas blancas que se disputan el Atlántico y el Mediterráneo; llevaba ya unos cuantos baños. Después de recoger conchas en la orilla con un grupo de chiquillos que cantaban canciones en árabe y francés, volvió a entrar en el mar con ellos, entre salpicones y risas.

El sol rozaba el horizonte y llenaba el panorama de cobre y sombras. Las barcas habían regresado a la arena, varadas hasta el día siguiente. Los pescadores ya habían recogido la captura y los aperos. Los niños habían vuelto a sus casas con las cestas llenas de conchas. No quedaba un alma.

Por eso al salir del agua le sorprendió ver una silueta en la playa. No distinguía su rostro pero sí su atuendo a la europea: los pantalones, la camisa y una chaqueta que le colgaba de una mano por encima del hombro; la dejó caer en la arena y se encaminó hacia la orilla; el sol iluminó su cara. Entonces, a Lena le dio un vuelco el corazón.

Durante los últimos días sólo había pensado en abrazarla. Había sido un anhelo obsesivo que le llenó de ansiedad, que hizo su viaje interminable. Sin embargo, en aquel momento, con los pies enterrados en la arena y la inmensidad del océano ante los ojos, con su silueta de Nereida nacida del mar al alcance de unos pocos pasos, se quedó paralizado. Sólo deseaba congelar aquella imagen de belleza sublime ajena a la miseria del mundo, a la miseria propia, envenenada de frustraciones y angustias. Sólo deseaba que el instante permaneciese inalterado por toda la eternidad; un instante sólo suyo en aquella playa desierta.

El sol la teñía de oro, el agua le ceñía al cuerpo su kaftán blanco y el viento jugaba con su cabello. Cuando se giró y le mostró el rostro, un hechizo dio paso a otro y Guillén se precipitó hacia el mar para aliviar ese abrazo tanto tiempo contenido.

Se murmuraron al cuello algunas palabras sin sentido entre lágrimas con sabor a sal. Nada tenía sentido entonces que estaban juntos; sólo ellos, redimidos por un tiempo.

El cielo sin luna era negro, roto de estrellas. Parecía envolverlos en la playa oscura donde el sonido de las olas era la única referencia terrestre. Permanecían tumbados, uno al lado del otro sin rozarse, como cuando eran niños y contaban nubes en las montañas.

—No quiero que amanezca. No quiero abandonar este lugar. Porque entonces te habré perdido otra vez.

Lena calló, con la vista enredada en las estrellas.

Con el amanecer llegaron la cordura y las preguntas pendientes, delante de un café con tostadas en La Española.

—¿Cómo has venido hasta aquí? ¿Cómo me has encontrado?

Guillén apenas comía, sólo bebía el café a sorbos largos; iba ya por su tercera taza y un pitillo que había dejado a medias, pues el tabaco le había traído de vuelta la maldita tos y le había revuelto el estómago. Se sentía agotado, acorchado el cuerpo y el cerebro tras las emociones y la vigilia.

Se frotó los ojos y sonrió débilmente.

—Mejor no preguntes… Ha sido… tan largo… Un tipo me vendió una avioneta vieja en Bielorrusia. La aterricé de mala manera en el desierto de Orán, el motor se había parado nada más sobrevolar la costa de Argelia. Después me detuvieron los ingleses, una compañía de no sé qué regimiento de Infantería… Detienen sin preguntar a todo el que estrella avionetas en el desierto. Al comprobar que llevaba un… pasaporte soviético —susurró la palabra prohibida—, me cosieron esta brecha de la ceja, me dieron un trago de whisky y algo de comer y me soltaron. Más vale que aquí la policía no me pida la documentación… No iban a ser tan amables.

—Señor…

—Ese cura polaco amigo tuyo me dio las señas de tu hotel. Allí me dijeron que te habías mudado. Fui entonces a tu nueva dirección y me recibió una señora que habla como Oliver Hardy y huele a ginebra. Ella me explicó cómo encontrarte y un taxista de Orihuela me llevó hasta la playa. Eso es todo. —Se encogió de hombros con la misma indiferencia que si acabara de relatar una excursión al campo. Bebió café y su semblante se endureció—. Pero lo peor de este horrible viaje ha sido hacerlo sin estar seguro de que quisieras mirarme siquiera a la cara…

Lena le tomó la mano.

—¿Mirarte a la cara? Soy yo la que está avergonzada de cómo te traté en Varsovia… Lo siento tanto…

Guillén le dedicó un gesto de desesperación.

—Lena, yo te fallé. Te he fallado tantas veces…

Ella negó sin palabras y, conmovida, dejó la palma de la mano en su mejilla áspera. Guillén la atrapó con el hombro, ladeando la cabeza, y cerró los párpados.

—Estás aquí —le acunó ella con la voz—. Siempre cruzando el globo para encontrarme. Siempre dispuesto a perdonarme, a hacer cualquier cosa por mí. Soy muy afortunada de que seas mi hermano.

Un insulto no le hubiera dolido más a Guillén que aquella palabra. Hermano. No había muro más alto ni alambrada más espinosa que aquella maldita palabra que ella se empeñaba en levantar entre los dos.

Guillén se incorporó.

—Sí… Tu hermano —apostilló con frialdad, mientras probaba a encenderse otro cigarrillo y aventar con el humo la decepción.

—No fumes más —le suplicó ella.

—¿Qué más da?… ¿Qué más te da?

Lena admitió el reproche con resignación. No le había pasado desapercibido el disgusto de Guillén. Qué mal síntoma era aquello, confirmaba el peor de sus temores. Asustada, hubiera dado por zanjado aquel encuentro en ese mismo instante y se habría retirado a su torre de marfil.

Mientras ella tomaba conciencia de que cualquier retirada habría resultado, de un modo u otro, ofensiva y además llegaba a destiempo porque el daño ya estaba hecho, Guillén dejó un papel arrugado sobre la mesa.

—¿Qué es eso?

—Cosas del destino… Uniendo contra todo a dos… hermanos. Y por lo que he venido en realidad —mintió, cargado de orgullo herido.

Lena le miró sin comprender.

—Léelo —la invitó.

Lena desplegó el papel, intrigada. Le bastó un simple vistazo para reconocer de qué se trataba.

—Es la lista de Kurt…

—No. Ésta es la mía.

—¿Cómo que la tuya? —dijo como si Guillén estuviera desvariando.

—Hay dos listas, hermanita. Fíjate bien. No son exactamente iguales.

Era cierto. Lena la había leído rápido y no se había fijado en que unos pocos nombres resultaban nuevos para ella. Sólo dos en realidad.

Guillén exhaló una nueva bocanada de humo. Aquel cigarrillo le estaba sabiendo mejor.

—Al final, Varsovia no es una ciudad tan grande. Me enteré de que la esposa del capitán Ardstein había regresado para salvar judíos. Eso decían… Pero yo ya sabía quién era el capitán Ardstein y por qué había ido a Varsovia. Lo averigüé justo antes de… de que… —Desistió de pronunciar lo obvio y continuó con sincero pesar—: Llegué tarde para impedirlo.

—Guillén, ¿qué quieres decir? —le apremió confusa.

—Averigüé que tu… marido era un espía alemán y que andaba tras una serie de judíos a los que pretendía ofrecer inmunidad. Y también averigüé que fue la Gestapo la que promovió su asesinato porque de algún modo era un tipo incómodo para los propios nazis.

El rostro de Lena perdió el color de repente.

—Quise contarte todo esto antes, pero luego las cosas se precipitaron y tú te negaste a verme y… ¿qué importaba, si ya te había fallado, si ya había roto mi promesa?

Lena no estaba escuchándole, sus oídos se habían quedado enganchados en una palabra.

—¿Cómo que la Gestapo?

Guillén le contó todo lo que habría deseado contarle antes, lo que había sucedido los días previos a que Marek matara a Ardstein y que habían transcurrido frenéticos para nada: le habló de su encuentro con Dawid Ziemian, el judío traidor, y de la primera reunión que mantuvo con el doctor Kaczorowski; de cómo había ido atando cabos. Estuvo a punto de decirle que apenas le faltaron unos segundos para impedir la muerte de Ardstein, pero ¿de qué hubiera servido hurgar en aquello? Especular con lo que pudo haber sido y no fue no haría sino alimentar la rabia.

Lena le escuchó con la vista clavada en la taza de café, sin alterar la gravedad de su semblante.

—En aquel momento sólo pensaba en detener aquel despropósito y no me paré a analizarlo —admitió Guillén—. Pero tenía que haberme dado cuenta de lo peculiar de la situación: un capitán del ejército alemán, un tipo que trabajaba para la Abwehr, ¿salvando judíos?

Por fin Lena se pronunció:

—Ya te dije que mi marido era un hombre bueno. Peculiar o no, así era: estaba salvando judíos.

—Y tú lo sabías… La cuestión es desde cuándo.

—Entonces no. ¿Acaso crees que me lo hubiera callado siendo consciente de que una información de ese tipo podía salvarle la vida? Kurt no me lo dijo; quiso mantenerme al margen. Me enteré después.

Ella misma se sorprendió al escucharse la voz serena, reflejo de una paz que nunca antes había sentido cada vez que revolvía en aquel asunto; pensó que quizá empezaba a reconciliarse con el pasado y la idea no la asustó.

—Siendo así, también sabrás quiénes son los judíos de su lista…

Guillén consideró que aquella forma de mirarle con el ceño fruncido no era más que teatro.

—Está bien, Lena… Tengo algo importante que decirte, pero tenemos que poner todas las cartas sobre la mesa. Me da la impresión de que no regresaste a Varsovia a salvar judíos o, al menos, no sólo a eso. Sino a continuar con lo que había dejado Ardstein. —Guillén acercó tanto su rostro al de ella, que Lena pudo sentir su aliento en el cuello—. Trabajas para los alemanes, ¿verdad? —murmuró.

Lena se separó un poco.

—Es gracioso… ¿Qué cartas voy a descubrir si tú ya pareces saberlo todo, de Kurt y de mí? Sin embargo, yo llevo un rato preguntándome qué es esta lista y por qué la tienes tú. Esta lista que dices que es lo que te ha traído hasta aquí. Así que vamos a empezar por el principio: ¿a qué viene todo esto?

—A que yo trabajo para los rusos. Me reclutaron en mayo —se apresuró a matizar—. Antes de que pienses que te utilicé, tienes que creerme si te digo que cuando coincidimos en Varsovia sólo colaboraba con la resistencia polaca.

Pero Lena ya estaba debatiéndose entre la ira y la fe.

—¿Tengo que creerte? ¿Por qué demonios tengo que creerte?

—Lena… —Su tono fue apaciguador. Buscó su mano sobre la mesa, pero ella la retiró airada—. ¿Por qué iba a estar aquí, si no? Escucha al menos toda la historia y luego me juzgas.

Ella resopló.

—Está bien… Habla.

En unas pocas frases, Guillén le resumió cómo había conocido a Aron y lo habían reclutado para el NKVD.

—¿Por qué será que no me sorprende? Siempre has sido un comunista convencido —apostilló ella, no exenta de mordacidad, procurando controlar el volumen de su voz en aquel salón lleno de gente.

Y por algún motivo a Guillén le fastidiaron tanto el tono como el comentario.

—Es curioso… Tú, en cambio, nunca habías sido nazi, fascista sí, por supuesto, pero nazi… Claro que te casaste con un nazi y, ya se sabe, dos que duermen en el mismo colchón…

Como si la hubieran espoleado, Lena cogió su bolsa, que colgaba del respaldo de la silla, y se levantó.

—Ya veo a qué has venido, Guillén. A decir todo lo que te quedaste con ganas de decir en Varsovia, ¿no? A reprocharme todo cuanto llevas acumulado desde Dios sabe cuándo. Pues bien, yo no tengo ganas ni obligación de escucharlo.

Dio media vuelta con la intención de marcharse, pero Guillén la detuvo agarrándole de la muñeca.

—¿Sabes lo que es una bomba atómica?

Era mediodía y el lugar se había vuelto demasiado concurrido como para seguir hablando de intrigas y secretos. Guillén pagó la cuenta y se marcharon. Bajaron por la calle Siaguin, tomando ventaja del bullicio de la multitud, que disimulaba los silencios tensos, la distancia fría y el resquemor. Pasaron frente al consulado alemán con su esvástica ondeante como un desafío a la antigua Ciudad Internacional, la ciudad de todos, y se adentraron en los jardines de la Mendoubia.

Se sentaron con cierto envaramiento en un banco a la sombra de una palmera. El silencio evidenciaba el trino de los pájaros y el tráfico cercano.

Guillén le tendió a Lena el papel varias veces doblado con su lista.

—Toma. Quédatela de recuerdo. Tal vez te haga falta.

Ella la cogió, aunque con cierto desdén.

—Falta ¿para qué? ¿Qué cuento es ese de la bomba atómica? —Su tono fue desabrido.

El cansancio empezaba a pasarle factura; sentía la piel tirante de sol, arena y salitre; le repugnaba la sensación de la ropa sin cambiar desde el día anterior y del cabello áspero y enredado. La cruda realidad empezaba a manifestarse en aquellos pequeños detalles. Y todo eso la volvía irascible.

—¿Nunca te has preguntado por qué Alemania escoge unos pocos judíos para ofrecerles una vida mejor en lugar de exterminarlos?

—No tuve que preguntármelo. Me dieron antes la respuesta —respondió secamente.

—No sé lo que te argumentarían y tú tampoco vas a contármelo… A mí no me dijeron nada y cuando les pregunté, trataron de hacerme creer que se debía a una cuestión humanitaria: salvar a siete judíos de entre los cientos de miles masacrados. «Serán primos de Stalin», zanjaron con sorna, y un mensaje muy claro: se acabaron las preguntas. Pero yo no trabajo sin hacer preguntas. Y, ante dos listas prácticamente idénticas, no podía dejar de darle vueltas a por qué Alemania y Rusia, enemigos en esta guerra, se habían fijado en las mismas personas. Desde luego que no eran razones humanitarias. Hace tiempo que he descubierto que la generosidad no es una de las virtudes de los Estados; nunca actúan por razones humanitarias, sólo los mueve el interés. De modo que cogí las dichosas listas y volví a reunirme con el doctor Kaczorowski. Y como si estuvieran escritas en un idioma que sólo él comprendía, le bastó un vistazo a ambas para leer con claridad lo que subyacía. Todas estas personas son científicos, físicos y químicos en su mayoría, que antes de la guerra investigaban fenómenos como el de la radiación y la fisión nuclear. Son aspectos muy específicos de la ciencia que sólo unos pocos en el mundo dominan y se conocen entre sí como si pertenecieran a un club exclusivo; la mayoría de ellos habían pasado por la Universidad de Gotinga, en Alemania. Kaczorowski me explicó que esta especie de logia descubrió hace tiempo, antes incluso de la guerra, que a través de un complicado proceso que consiste en dividir átomos de uranio se liberan cantidades inmensas de energía, miles de veces mayores que las de cualquier otro proceso. Si se consiguiera una reacción en cadena de esta fisión, se liberaría tal cantidad de energía que se podría fabricar una bomba con una capacidad explosiva equivalente a decenas de miles de toneladas de dinamita; es decir, una bomba que arrasaría literalmente una ciudad entera.

—Pero… ¿eso es realmente posible?

—Kaczorowski desconoce en qué estado se encuentra la investigación. Los científicos especializados en esa rama de la física son de varias nacionalidades: alemanes, daneses, ingleses, húngaros, también polacos… Antes de la guerra trabajaban juntos, pero después las investigaciones se dispersaron: unos eran nazis, otros no; unos eran de países aliados y otros de países del Eje; unos eran judíos y otros no. De modo que cuando Hitler llegó al poder y empezaron las purgas, algunos de ellos emigraron a Inglaterra y Estados Unidos. Pero no todos tuvieron esa suerte. Una cosa es evidente ahora: al menos hay dos gobiernos, el alemán y el soviético, que quieren rescatar del exterminio a alguno de estos científicos. No es difícil intuir por qué… Tal vez se haya iniciado una carrera por ser el primero en construir el arma que daría la victoria en esta guerra.

—Si eres un agente del NKVD, ¿por qué me cuentas todo esto?

—No estoy seguro de seguir siendo un agente del NKVD. Y desde luego que dejaré de serlo cuando se enteren de que los he traicionado o, al menos, fallado… Porque hay una cosa que tengo muy clara: no pienso hacer nada por contribuir a este monstruoso asunto. Mira, mi lista está ya cribada: los que aún siguen con vida, como la tal doctora Ratner, los has encontrado tú antes y están bajo tu protección, lo sé…

—¿Y si lo que quieres es sonsacarme, que te diga dónde los tengo escondidos para ir a buscarlos y llevarlos a Rusia? —le interrumpió.

—¡Demonios, Lena! —Se desesperó—. ¿Crees que te tomo por estúpida? No me digas dónde están, no quiero saberlo. Sólo quiero convencerte de que no los entregues.

—No es tan sencillo…

—¡Claro que no es sencillo! Tampoco lo ha sido para mí. Pero ¿te das cuenta de lo que ocurrirá si esa bomba llega a fabricarse?, ¿de cuáles serán las consecuencias?

—Que la guerra habrá terminado… —dijo lo primero que se le vino a la cabeza, con la mirada perdida y la mente también, entre cientos de pensamientos confusos.

—¿A costa de qué? ¡El mundo entero podría quedar aniquilado! ¿No te das cuenta?

Lena estaba tratando de darse cuenta de varias cosas a la vez como si hiciera malabares con un montón de pelotas al tiempo y a cada poco le tirasen una más.

—Dices que muchos de esos científicos emigraron a Inglaterra o a Estados Unidos… —resumió tras una pausa—. ¿Sabes qué me contaron a mí? Que esa lista, la lista con la que Kurt trabajaba, la habían elaborado los americanos.

—¿Los americanos? ¿Por qué iban a querer los alemanes ayudar a los americanos? No tiene sentido.

Decidió que entonces sí había llegado el momento de poner todas las cartas sobre la mesa y le contó punto por punto a Guillén su papel en aquella historia: cómo se había entrevistado un par de veces con el mismo jefe de la Abwehr y todo lo que éste le había revelado, incluso su desencanto con la Alemania de Hitler y sus deseos de negociar una paz con los Aliados.

—Al parecer, esos judíos son una moneda de cambio; un gesto de buena voluntad… —concluyó.

Guillén no pudo evitar soltar una risilla escéptica.

—¿De verdad crees que la Abwehr, es más, el jefe de la Abwehr, no sabe quiénes son esos judíos y sólo quiere quedar bien con los americanos? Es casi tan ingenuo como lo de que son primos de Stalin…

—¡Por Dios, Guillén! Pues será que soy más idiota que tú, pero no tengo por qué no creérmelo. Ni todos los alemanes son nazis ni todos los nazis entran en el mismo saco, ¿sabes?

—Ni tampoco todos los comunistas somos unos rojos bárbaros y asesinos.

—¡Ya estamos otra vez con la misma historia!

—¡Porque tú te empeñas en sacarla! —Se le encaró—. No pierdes la oportunidad de echarme en cara mis ideas como si tuviéramos algún tipo de cuenta pendiente, de dejar bien claras las diferencias, de levantar barreras y colocarnos a cada uno a un lado. ¡Aunque sea por una puñetera vez, admite que en esta ocasión estamos en el mismo bando! Que no importa cuáles sean nuestras ideologías cuando nos enfrentamos a algo universal: la jodida ética. Y mi ética, que me dice que nadie debe poseer un arma capaz de exterminar a la humanidad, no es muy diferente de la tuya, estoy seguro. ¡Y aquí, ni fascismo, ni comunismo ni la madre que los parió tienen nada que ver! ¡Se trata de ser simplemente buenas personas, coño!

Al final de su discurso, Guillén jadeaba de indignación. Y Lena se había retirado con el rabo entre las piernas a un lugar oculto tras su gesto contrito.

—Está bien… Veré lo que puedo hacer.

—¿Adónde vas? —preguntó alarmado Guillén al comprobar que Lena se levantaba. Ya empezaba a arrepentirse de haber perdido los nervios.

—A casa.

—¿Te has enfadado? Lo lamento si he sido un poco brusco, yo… sólo te pido que me des la oportunidad de ponerme de tu lado, de…

—Guillén —le cortó—. Me voy porque esta conversación ya no da más de sí y sólo corremos el riesgo de empeorar las cosas. Ya te he dicho que está bien, que recojo la sugerencia, ¿qué más quieres?

—Déjame que te acompañe, entonces.

—No. No, por favor. Prefiero ir sola. Tengo que… pensar. No te preocupes: el mensaje ya está captado —zanjó como toda despedida, alejándose después por el camino arbolado sin vacilar.

En aquel momento, Guillén se hubiera liado a puñetazos con el árbol más cercano. Cómo lo sabía… Cómo sabía que al amanecer, en cuanto abandonaran aquella playa, aquel instante al margen del mundo, volvería a perderla.

Jaime Aranzadi se detuvo para consultar su reloj de pulsera nada más salir del palacio de la Santa Cruz, sede del Ministerio de Asuntos Exteriores, donde acababa de terminar una reunión; la última del día en lo relativo a asuntos profesionales, pues aún le quedaba una cita más, si bien de carácter particular.

Comprobó que le restaba el tiempo justo para llegar hasta el Ministerio de Gobernación y aunque el trayecto era corto desde allí y le hubiera gustado dar un paseo para despejar la cabeza después de un intenso día de trabajo, optó por recurrir a su vehículo oficial; quería asegurarse de llegar con puntualidad.

A última hora de la tarde el centro de Madrid bullía de actividad pese al chaparrón tormentoso que descargaba una lluvia manchada de polución. El automóvil callejeó por zonas atestadas de tráfico y transeúntes, y el chófer tuvo la habilidad de sortear un par de atascos antes de llegar a su destino. Ya en el hall de la Real Casa de Correos, justo bajo el emblemático reloj de la Puerta del Sol, Jaime preguntó a un ujier por el despacho de don Felipe Almansa.

Felipe Almansa era un camarada de armas. Habían combatido juntos en la misma unidad durante la guerra, antes de que Jaime se incorporara al Estado Mayor. Desde entonces, apenas había mantenido contacto con él. Sólo habían vuelto a verse una vez en Madrid, en un encuentro casual en una barbería durante el que supo que Felipe trabajaba en el Ministerio de Gobernación. Al recordarlo, decidió contactar con su antiguo compañero. En aquellos años, Almansa había progresado y ocupaba un puesto de cierta responsabilidad en una de las direcciones generales. Algo muy conveniente teniendo en cuenta el favor que quería pedirle.

El viejo camarada lo recibió con un afectuoso apretón de mano que derivó en abrazo, como si fueran buenos amigos. En realidad, Felipe Almansa sentía un gran aprecio por Jaime Aranzadi a pesar de que habían discurrido por caminos separados: no importaba los años que pasasen sin verse, jamás olvidaría que Aranzadi le había salvado la vida. Ocurrió durante la batalla del Puente del Arzobispo, cuando tras un duro encontronazo con las milicias rojas, Felipe resultó herido de gravedad en la espalda y Jaime, aun a riesgo de su propia integridad, se negó a abandonarlo en la posición, que estaba a punto de ser asaltada por el enemigo, y lo arrastró por la tierra batida de disparos hasta el Puesto de Socorro. Nunca le prestaría los favores suficientes como para pagar aquello, de modo que Felipe se sintió muy complacido de poder ser de ayuda y se tomó con gran interés la petición de Jaime.

Después de un primer encuentro en el que el diplomático le había puesto en antecedentes, se puso inmediatamente manos a la obra con las investigaciones y en un par de días ya tenía toda la información.

Se acomodaron mano a mano en una mesa de reuniones con una copa de brandi cada uno y sendos cigarrillos, pequeños placeres que a Jaime le supieron a gloria por ser los primeros del día. Sin muchos preámbulos, Felipe anunció:

—Tengo buenas noticias.

Jaime lo miró expectante y aprovechó para constatar que su amigo había envejecido prematuramente: entrado en carnes, el cabello gris, abultadas bolsas oscuras bajo los ojos, el rostro flácido y la mirada bonachona; tenía todo el aspecto de un bulldog inglés.

—He encontrado a ese tipo —añadió.

—¿Y? —El diplomático se incorporó ligeramente, con la espalda en tensión.

Felipe bufó. Su semblante era una amalgama indescifrable de expresiones que no hizo sino aumentar la inquietud de su interlocutor.

—Menudo elemento… —concluyó mientras abría una gruesa carpeta a rebosar de papeles—. Ha sido como escarbar en un vertedero: sólo salía… mierda. No me explico cómo un personaje así ha podido llegar tan lejos…

—A veces es preferible no asomarse a los abismos del sistema —apuntó Jaime vagamente.

Su amigo se mostró de acuerdo con una simple mirada antes de ponerse las gafas para leer uno de los papeles que había sacado de la carpeta.

—He intentado hacer un resumen de todo esto —dijo palmeando el abultado expediente—. Vamos por partes: Fermín Pajares Barreda, abogado, afiliado a la Falange Española de las JONS desde 1935 (fue de los precoces). Hasta 1936 sirvió en la guerra como voluntario en las milicias falangistas que defendían Oviedo durante el sitio al que fue sometida la ciudad. Después de esta fecha se incorpora a una Bandera de Falange en Lugo para realizar funciones de seguridad en retaguardia. De algún modo se las ingenia para permanecer entre Galicia y Asturias toda la guerra, al final de la cual se licencia con el grado de cabo y sin ningún tipo de honor. Cosa que no sorprende a la vista de su hoja de servicios, que está repleta de sanciones disciplinarias aun siendo la mayoría leves: embriaguez durante el servicio, ausencias injustificadas, negligencia en el cumplimiento de las órdenes. No obstante, a principios de 1939, se ve envuelto en la investigación de un caso relacionado con el tráfico de estupefacientes en los acuartelamientos de Gijón, pero finalmente la causa queda sobreseída. Supongo que el final de la guerra precipitó el cierre del expediente.

Felipe hizo una pausa para pasar de página. Jaime aprovechó y tomó un sorbo de brandi, que procuró fuera contenido. Después intentó relajarse recostándose en el respaldo del asiento.

—Bien… Terminada la guerra encontramos a nuestro amigo ejerciendo de abogado mercantilista en un despacho propio sito en la calle Jovellanos, número treinta, de Gijón. Además, consigue progresar en los cuadros de la Falange local y llega a dirigir la Delegación de Información e Investigación de la misma ciudad, que destaca por su decidida persecución de aquellos sospechosos de desafección al Movimiento. He echado un vistazo a algunos de los informes que se emitieron entre el cuarenta y el cuarenta y dos desde tal delegación y son implacables…

—Puedo imaginármelo —masculló Jaime con una rabia que no dejó de sorprender a su amigo—. ¿Y qué? ¿Sigue calentando el sillón de un despachillo falangista y mandando rojos a la cárcel? —Por más que lo intentaba, no conseguía hacer un comentario desapasionado al respecto.

—Bueno…, no. Lo cierto es que a finales del año pasado renunció al cargo alegando motivos profesionales. Si bien tal renuncia coincide con la apertura de un expediente por indicios de prevaricación. Y es que, a raíz de las numerosas quejas recibidas al respecto, parece ser que el señor Pajares estaba utilizando su posición como instrumento de venganzas personales. De nuevo, el caso fue archivado… Resulta que el personaje estaba bien cubierto. Su familia política es una de las más prominentes de Asturias: banqueros, industriales, políticos… El suegro es asesor en el Ministerio de Industria y Comercio, lo cual está posiblemente relacionado con el gran final de nuestro protagonista.

—¿El gran final?

Con semblante circunspecto, diferente al tono a menudo sarcástico con el que hasta ahora había desglosado el currículum de Fermín Pajares, Almansa dejó los papeles sobre la mesa, renunciando a su lectura, y se volvió hacia Jaime.

—Ya te he hecho esperar demasiado. Vayamos directamente al grano. Aquí tienes la última imagen del sujeto.

Jaime se estiró para coger la fotografía que Felipe le tendía. Al tenerla frente a los ojos, contuvo instintivamente la respiración: en un borroso blanco y negro de grano gordo, típico de las instantáneas forenses, distinguió la silueta de un cuerpo tendido boca abajo sobre una montaña de pedruscos.

—¿Es él?

Almansa asintió.

—¿Está muerto? —Ante lo obvio de la respuesta, se apresuró a añadir—: ¿Cómo?

—Ahí está el quid de la cuestión… Se trata de un caso del todo enrevesado que conecta con las más altas esferas de la intriga política y económica. ¿Has oído hablar del wolframio?

—Sí, claro. Es un mineral que por sus propiedades posee, entre otras, numerosas aplicaciones armamentísticas: fabricación de proyectiles antitanque, de placas para el revestimiento de blindados… Dado el momento bélico en el que nos hallamos, se trata de un elemento muy valioso. En España tenemos la suerte de contar con varios y abundantes yacimientos y de que los alemanes nos paguen cantidades ingentes de dinero por su exportación.

—Es un buen resumen, sí… La cosa es que el suegro de Pajares, ese que te decía que es asesor del Ministerio de Industria y Comercio, forma parte del consejo de administración de un grupo alemán de empresas que explotan y comercializan el wolframio en nuestro país…

—SOFINDUS —apuntó Jaime sin vacilar.

—Veo que estás puesto en el tema.

—Algo… El asunto del wolframio también afecta al Ministerio de Asuntos Exteriores: es uno de los principales puntos de fricción en las relaciones con los Aliados. A éstos no les hace ni pizca de gracia que nos hayamos convertido en el único mercado al que puede acceder Alemania para comprar el mineral y las presiones diplomáticas para que cortemos el suministro son constantes. El año pasado Estados Unidos inició una política prioritaria de compras de wolframio para impedir que llegara a manos de Berlín, pero eso no hizo más que aumentar la producción y los precios. De siete mil quinientas pesetas la tonelada que se pagaban al principio, se pasó a doscientas treinta y cinco mil.

—Yo no lo sabía —reconoció Almansa—, pero cuando vi esas cifras en el informe me quedé de piedra. Eso es mucho dinero…

—Algunos considerarían que suficiente como para arriesgarse a morir por ello… —observó Jaime, que empezaba a atar cabos, con la mirada puesta en la foto del cadáver de Fermín Pajares.

—No exactamente… El problema es, por el contrario, que algunos parecen no tener bastante y necesitan más. Tiene pinta de que el señor Pajares era un hombre muy ambicioso; insaciable, diría yo.

—Me temo que ahora no te sigo…

Almansa no tardó en sacarle de dudas.

—A finales del año pasado, el tipo tomó el control de una modesta empresa que explotaba una pequeña mina recién abierta en Lousame, una comarca al oeste de Galicia. Todo apunta a que se trataba de un testaferro de SOFINDUS, que había llegado al cargo de la mano de su suegro. Es habitual que las empresas realicen este tipo de maniobras para librarse de las cuotas que el gobierno impone a las concesionarias mineras. Así, aunque aparentemente la explotación era de carácter privado y en principio podría vender a quien le diera la gana, la realidad es que toda la producción ya estaba comprada de antemano por los alemanes, que eran los que de verdad estaban detrás y realizaban la inversión. Hasta ahí nada anómalo, ni siquiera irregular; de hecho, las autoridades hacen la vista gorda al respecto.

—Ya… Una vez más, el gobierno jugando un doble juego para contentar tanto a Hitler como a los Aliados…

—Tú lo has dicho… Pero, entonces, si todo respondía a una práctica habitual, ¿por qué aparece el cadáver del gerente de una de esas empresas fantasma, tirado en una montaña de escoria de la mina y con un balazo en la cabeza? —Tras una pausa dramática que Felipe aprovechó para dar una calada al segundo cigarrillo que acababa de encenderse, exhaló entre humo de tabaco—: Te diré una cosa: el caso está oficialmente cerrado. Suicidio.

—¿Suicidio?

Almansa emitió una risita sarcástica.

—Por supuesto que no… Ésa es la versión oficial, pero… He hablado con el inspector de la policía que llevó la investigación. Él me ha pasado todo este material. Por lo que pudo averiguar, el señor Pajares se dedicó a simular robos en los cargamentos de wolframio que habían de partir hacia Alemania para luego vender las cantidades supuestamente sustraídas de contrabando en Portugal, a precios mucho más elevados y embolsándose por entero los beneficios de la operación. Siendo así, no resulta descabellado pensar que los alemanes hubieran descubierto el pastel y que, con la eficacia que los caracteriza, se hubieran quitado el problema de en medio. Esa gente no se anda con chiquitas con los traidores. Según mi amigo el inspector, la mano de la Gestapo parecía estar por todas partes, casi de forma deliberada, como si fuera un aviso para posibles imitadores… Sin embargo, cuando la policía empezaba a reunir suficientes pruebas para sustentar tal hipótesis, recibieron la orden de parar la investigación. Alguien de arriba estaba decidido a que se echase tierra sobre el asunto.

—¿Para cubrir las espaldas de los alemanes?

—No lo creo… En todo caso, para salvaguardar el buen nombre del suegro de Pajares. A buen seguro que lo último que semejante prohombre deseaba era que un escándalo de tal calibre salpicase a su familia.

Jaime echó un vistazo rápido al resto de las fotografías del expediente. Se detuvo en una de ellas: la cámara había captado de cerca el rostro de Fermín Pajares, deformado por la muerte. Pensó que por fin tenía delante al hijo de puta que había violado a la mujer que amaba y quien, en cierto modo, había trastocado su propia existencia. Aunque no era así como se había imaginado enfrentarse a él. En realidad, no había llegado a plantearse cómo se enfrentaría a semejante indeseable, ni siquiera si llegaría a hacerlo. Todo aquello había respondido simplemente a una necesidad primitiva de venganza, de impedir que su felonía quedara impune y, sin meditarlo demasiado, había sucumbido al impulso de, por lo menos, indagar acerca de aquel malnacido. No estaba muy seguro de qué habría ocurrido después. Pero ahora eso ya no importaba. Ahora, frente a la imagen de su cadáver, experimentaba sentimientos encontrados de repulsión y satisfacción, de odio y de alivio a un tiempo. Y, con Lena siempre en el pensamiento, se preguntaba cómo iba a contarle a ella lo sucedido, cómo iba a, en cierto modo, abrirle una herida que a duras penas mantenía cerrada.

Lena se adentró por los senderos de gravilla del cementerio de la iglesia anglicana de Saint Andrews. El lugar era verde y frondoso, comido en ocasiones por la maleza y el verdín sobre las tumbas. Le parecía estar en tierras inglesas salvo por el calor húmedo y sofocante.

Tras un corto paseo, se detuvo frente a una lápida encajada entre otras tantas, bajo un árbol cargado de hiedra. La losa sobresalía ligeramente del suelo y era lisa, sin más talla que una breve inscripción: «Josephine Anne Bartlett 1856-1920». Se agachó. Pasó la mano brevemente sobre su superficie rugosa para quitar algunas hojas secas y dejó encima una flor roja, un geranio. Se puso de nuevo en pie, se santiguó y se marchó.

Ahora sólo tenía que esperar. Dos días. Y regresar a la tumba de Josephine Anne Bartlett a las doce en punto del mediodía del segundo.

No tenía intención de aguardar en Tánger. Sobre la vieja Triumph viajó con Gini hasta Chefchaouen. Y se perdió en sus callejuelas azules, se derritió sobre las baldosas calientes de un hammam y se diluyó como el azúcar en cien vasos de té verde con ginebra.

Guillén acabó en una pensión sita en una calle estrecha de nombre enrevesado, una calle sin salida a la que se accedía tras atravesar un arco apuntado. Una calle sucia de la Medina, que olía a especias y a garbanzos tostados y que siempre tenía el pavimento mojado. La pensión se llamaba Oriental y su cartel torcido se recostaba contra el de una librería hispano-árabe colindante. Era barata, mísera y no pedían la documentación.

Salió de ella temprano, desayunado con un mal café y picatostes refritos, y subió hacia la Kasbah en busca de Lena, pues permanecer en aquella agobiante ciudad sólo tenía sentido si era para estar con ella. Quizá podrían volver a aquella playa y tumbarse sobre la arena en silencio, un silencio cargado de reconciliación. Él siempre había sido de pocas palabras. Las palabras sólo estropeaban las cosas.

—No está. Se marchó de viaje esta mañana con miss Mills.

La mujer del velo le acuchilló con aquellas palabras en la puerta azul de la casa de Lena.

—¿De viaje? ¿Hasta cuándo?

—Dos días.

Dos días… Arrastró el ánimo por las calles atestadas de la Medina, camino desandado a la pensión. Y dejando sobre el mostrador un puñado de billetes de cinco pesetas recién cambiados a un judío del Zoco Chico que hablaba como el demonio, le pidió a la casera algo con más grados de alcohol que el morapio que servía para la cena. A saber de qué manera turbia Maruja «la Pregonera», así llamado el personaje de lengua suelta y deje de Chipiona, que trataba a la clientela de «mi arma», le consiguió un par de botellas de Soberano González Byass y, con un guiño pícaro, le ofreció después una morita cariñosa de buenas carnes prietas. Aceptó el brandi y rechazó a la furcia. Prefirió acostarse sólo con las botellas, sin quitar la colcha y con la ventana abierta para contar en amaneceres dos días. Dos días.

El sol se rompía en haces a través de la vegetación y llegaba polvoriento a las lápidas. La llamada del muecín le indicó que estaba próximo el mediodía. Resultaba chocante en aquel lugar más propio de leyendas celtas. Lena consultó su reloj y comprobó que llegaba unos minutos tarde. Apresuró el paso crujiente sobre la gravilla y, a pocos metros de la tumba de Josephine Anne Bartlett, distinguió una silueta familiar, la de un hombre de corta estatura y pelo cano; trataba de atraer la atención de un gato blanco que merodeaba entre los sepulcros.

Al percatarse de la presencia de Lena, el almirante Wilhelm Canaris sonrió y fue a su encuentro. La recibió con un beso en la mano, más afectuoso que protocolario.

—Mi querida amiga… Me alegra encontrarla con tan buen aspecto. El aire de África le sienta bien —observó admirando el tono saludable de su piel y la belleza de su rostro sereno, como de bailarina de Degas.

En cambio, Lena comprobó con tristeza que el almirante parecía más anciano y cansado que la última vez, más vulnerable con aquellas ropas de paisano, privado de la dignidad que le otorgaba su uniforme de la Kriegsmarine.

—Yo también me alegro de volver a verle —convino con sinceridad.

Se encaminaron del brazo hasta un banco junto a la tapia.

—Siento además cierto alivio —añadió Canaris—. Al recibir su aviso temí que sucediera algo grave, que su seguridad estuviera en peligro.

—No, por suerte estoy perfectamente. En este lugar extraño que es mi país sin serlo ni parecerlo, pero en el que me siento más segura que nunca. Aunque, sí, se puede decir que algo grave ha sucedido… No le hubiera molestado, si no.

Se sentaron. Canaris sin quitar la mirada atenta y expectante de su interlocutora.

—Recientemente he tenido acceso a una información que considero de suma importancia. Algo que hasta ahora desconocía y que podría afectar a mi intervención en el caso que nos ocupa. No me andaré con rodeos, Wilhelm: ¿todo lo que me contó sobre el listado de los judíos es cierto?

El almirante pareció ligeramente sorprendido por la pregunta.

—Por supuesto que sí. No hubiera consentido que se embarcase en este asunto con mentiras e informaciones a medias.

—Tampoco me ocultó nada.

—Tampoco. —Fue tajante.

—Entonces ¿ese listado lo elaboraron los americanos?

—Así es. Al menos, el listado original. Ya le dije que Kurt había hecho algunos añadidos.

—Y las personas que hemos conseguido localizar y poner a salvo serán repatriadas a Estados Unidos… —preguntó más que afirmar.

—De hecho, ya tengo en mi poder los visados emitidos por el consulado americano a nombre de las personas que usted me indicó.

—Wilhelm… ¿De verdad que no sabe quiénes son las personas de ese listado?

El almirante se mostraba cada vez más desconcertado.

—Todo lo que sé es lo que Kurt en su día y usted recientemente me han informado. Y lo que me dijeron los enlaces de los servicios secretos americanos: que se trataba de personas con algún arraigo en Estados Unidos o significativas para determinadas comunidades judías allí establecidas. Verá, no es la primera vez que llevamos a cabo una operación de este tipo. Ya en 1940 nos pidieron que sacásemos de Varsovia a un rabino de la comunidad Chabad… Dígame, Lena, ¿qué es esa información que tiene y que le hace dudar de tantas cosas?

Sin mediar palabra, le tendió la lista de Guillén.

—No se confunda —le anticipó según la leía—. No es nuestra lista. Es de los soviéticos. Si se fija, hay un par de nombres diferentes.

—¿De los soviéticos? ¿Y cómo ha llegado hasta usted?

—¿Recuerda ese… viejo amigo del que le hablé, el que era de la resistencia polaca e intentó impedir el atentado de Kurt?

El almirante asintió.

—Resulta que es un agente del NKVD. Él me la ha pasado y él me ha contado que los rusos también andan detrás de estos judíos.

—Vaya… —Sonrió sin quitar la vista del papel—. Tiene usted amigos en todas partes, como los buenos espías. Pero ¿por qué querría darle un agente del NKVD una información tan sensible? No me la imagino a usted torturándole para conseguirla…

—No —rio—, no fue necesario. Me la dio voluntariamente porque pretende persuadirme de que no entregue a… mis judíos —puntualizó haciendo con los dedos el signo de las comillas.

—Lógicamente. Los querrá para él. —Canaris mantuvo el tono jocoso para disimular cuán confuso se sentía.

—No es tan sencillo. Déjeme que le cuente toda la historia.

—Estoy deseando oírla.

Lena le relató cómo Guillén había tenido acceso a las dos listas y cómo se había entrevistado con un profesor de la Universidad de Varsovia, el doctor Kaczorowski, quien, a la vista de ambos listados, había constatado que la mayoría de las personas allí recogidas eran científicos especializados en física atómica. También le habló de cómo antes de la guerra una parte de la comunidad científica que llevaba a cabo proyectos de investigación relacionados con la fisión del átomo había intuido que, aprovechando la energía que se liberaba en este proceso, se podría construir una bomba con la capacidad explosiva de miles de toneladas de dinamita, un arma que arrasaría literalmente una ciudad entera, afirmó parafraseando a Guillén.

—Mi amigo no lo sabe a ciencia cierta, pero no es descabellado pensar que los soviéticos han iniciado o pretenden iniciar un proyecto de desarrollo de tal arma y por eso están reclutando científicos —concluyó Lena.

Canaris no hizo ninguna valoración precipitada. Permaneció en silencio, con el gesto sombrío, procesando todo cuanto acababa de escuchar. Como si en una torre construida con bloques de madera un niño pretendiera introducir un bloque más, todos los escenarios relacionados con aquel asunto, y que él tenía tan bien dispuestos, se tambalearon ante aquella revelación. Necesitaba tiempo para pensar. Pero una primera idea le vino inmediatamente a la cabeza.

—Es posible que Kurt ya lo hubiera averiguado…

Lena no ocultó su sorpresa.

—¿Por qué lo dice? No había ninguna mención al respecto en sus documentos, ninguna anotación que pudiera hacer pensar que lo sabía. Salvo que se entrevistó con Kaczorowski, pero ni siquiera el profesor cayó en la cuenta de ello hasta tener las dos listas delante.

—No es más que una corazonada, lo admito. Pero la última vez que nos comunicamos, sólo un par de días antes de su muerte, me dijo que había hecho un descubrimiento importante. No me dio más detalles porque era una comunicación por radio no del todo segura. Quedamos en hablar de ello en un encuentro que habíamos programado para la siguiente semana en Varsovia.

Tras un breve silencio, Lena recuperó el dominio de la conversación; no quería dejarse embaucar por los circunloquios del almirante.

—La cuestión es… si usted también lo sabía. La mayoría de los científicos expertos en física nuclear proceden de la Universidad de Gotinga, muchos son alemanes y nazis. Siendo así, ¿cómo no iba a tener Alemania su propio proyecto de investigación? Y usted… debería estar al corriente de ello… ¿O no?

Él debería estar al corriente… Y lo estaba; de algunas cosas. Sabía de las armas nucleares y de los proyectos que se habían puesto en marcha para su fabricación. Sabía del Uranverein, el Proyecto Uranio, que se había iniciado en 1939 y que, tras una breve interrupción a causa de la invasión de Polonia y de la llamada a filas de muchos científicos, se había reanudado poco después bajo supervisión de la Wehrmacht. Sabía que los mejores científicos alemanes estaban involucrados en él: Schumann, Harteck, Esau, Hahn, Heisenberg, Geiger… Y también sabía que, en 1942, un informe había concluido que las armas nucleares no serían decisivas para el fin de la guerra a corto plazo. De modo que, aunque el proyecto seguía siendo considerado una prioridad militar y se mantenía su financiación, había perdido fuelle en beneficio de otros, como los relacionados con la cohetería y las bombas V. De hecho, parecía mucho más interesante la generación de energía nuclear que la creación de un arma atómica y, así, el proyecto se había dividido en tres áreas: obtención de uranio y fabricación de agua pesada; separación de los isótopos del uranio, y construcción de un reactor nuclear.

—Debería… —respondió lacónicamente—. Pero Hitler es tan corto de miras que jamás consentiría que unos científicos judíos, por muy eminentes que sean, trabajasen en ninguno de sus proyectos. Ya se encargó en su día de perseguir y descabezar lo que él llamaba la «física judía»: Einstein, Teller, Wigner, Szilárd, Bohr… Todos judíos de la Universidad de Gotinga que tuvieron que huir del país… Lo que quiero decir con esto es que tiene que creerme cuando le aseguro que ninguno de los judíos de nuestra lista va destinado a un proyecto de investigación en Alemania.

—¿Sabe si los americanos están trabajando en la fabricación de una bomba de estas características?

—No tengo pruebas ni información fehaciente al respecto… Pero siempre he pensado que todos esos científicos que se marcharon a Estados Unidos antes de la guerra tienen que estar continuando allí con sus investigaciones. Ahora…, a la luz de estos nuevos datos, es fácil deducir que sí, ¿no cree? —indicó con una sonrisa cómplice que Lena le devolvió—. No obstante, ¿cuál es el objeto y el alcance de esas investigaciones?, ¿en qué estado se hallan? —expresó en alto las primeras dudas que se le planteaban.

Lena suspiró.

—¿Qué debemos hacer, entonces? Tengo a cuatro científicos polacos y sus familias escondidos a las afueras de Varsovia. Usted tiene sus visados americanos sobre la mesa del despacho. Estamos a la espera de un par de trámites para que puedan viajar a Tánger; la semana que viene, la siguiente a más tardar, podrían estar aquí si todo va según lo previsto… ¿Vamos a repatriarlos a Estados Unidos?

Canaris movió la cabeza. Seguía necesitando tiempo para pensar. Lo hacía sobre la marcha. Recientemente, había mantenido una reunión secreta en Santander con Stewart Menzies, el jefe del MI6, y William Donovan, su homónimo estadounidense, para ofrecerles mediar en una paz honrosa. Sin embargo, ambos no le habían transmitido más que la intransigencia de sus respectivos jefes de gobierno. Se sentía realmente desencantado y solo en su empeño de salvar a Alemania de Hitler y de la destrucción.

—Yo soy el primero que desea que esta guerra acabe de una vez. Pero busco una paz digna para Alemania. Y, sin embargo, ¿sabe lo que piden?: rendición incondicional. No ofrecen ni el más mínimo margen para la negociación… ¿Cómo voy a consentir esa humillación para mi país, para los miles de hombres que se han dejado la vida por él en estos últimos años?

Lena le miró confusa y Canaris comprendió que verbalizaba sin medida las muchas ideas que le asaltaban buscando conectarse entre sí.

—La verdad es que no sé si es factible fabricar una bomba con la capacidad destructiva de la que se habla —intentó resumir el almirante—. No sé si los americanos, los rusos o los alemanes están en disposición de hacerlo, ni las consecuencias que tendría si alguno lo consiguiera… Supongo que la guerra habría terminado, pero… no es así como deseo que acabe y en ningún modo pienso contribuir a ello. No. No voy a entregar esos científicos a los americanos.

—Pero tampoco los vamos a dejar abandonados a su suerte en Polonia…

—No, claro que no. Usted siga con sus gestiones: tráigalos hasta aquí. Y luego… Quizá podríamos ocultarlos en España, lejos del alcance de los agentes soviéticos o de cualquier otro país. Lo cual me recuerda una cosa: ¿es su amigo digno de fiar? ¿Podría estar tendiéndonos una trampa?

Lena meditó un instante la respuesta.

—Le puedo asegurar que es una persona de principios. Y que le creo cuando me dice que ha abandonado esta misión por razones éticas. Eso por un lado. Por otro, hay una cuestión eminentemente práctica por la que no puede traicionarme: no sabe dónde están escondidos los científicos judíos y no se lo voy a decir.

—Bien hecho, sí, señor —la felicitó orgulloso.

—¿Qué les dirá a los americanos? Ellos ya han expedido los visados. Saben que los hemos encontrado.

—No se preocupe por eso. Ya se me ocurrirá algo.

Lena le observó con una mezcla de ternura y admiración.

—Me parece que tiene usted un trabajo realmente muy difícil —bromeó.

Canaris le dedicó una sonrisa triste.

—No crea. La mayor parte de las veces no es más que un juego que requiere cierta práctica y cierto cinismo. El problema es que ya me coge viejo y cansado, con poco tiempo para redimir los pecados…

Canaris aún le dio algunas instrucciones más y volvió a alabar su desempeño. «Me hubiera sido usted muy útil al principio de la guerra», le aseguró. Por último, le pidió que se cuidara, que no tomase riesgos innecesarios ahora que ya estaba al final de la operación. Y se despidió de ella con un abrazo. Lena tuvo la funesta sensación de que no volverían a verse.

Cuando el avión en el que Jaime Aranzadi regresaba de Madrid aterrizó en el aeropuerto militar de Tánger era casi medianoche. Sin embargo, pidió al conductor de su vehículo que lo llevara hasta la Kasbah. Tenía que ver a Lena, soltar sin demora la carga que llevaba encima como si fuese un buque a punto de irse a pique al fondo del mar. De otro modo, no podría seguir mirándola a la cara.

Le habló de corrido, sin apenas hacer una pausa para respirar, usando las palabras que previamente había escogido con sumo cuidado, envarado en el umbral de la puerta de entrada. Y finalmente, como si en realidad fuera el auténtico propósito de aquella visita, se disculpó. Le rogó que le perdonara por hurgar en su pasado, por hacerlo sin contar con ella, por haberse creído con el derecho de poner las cosas en su sitio…

—Jaime… —atajó ella dulcemente—. Está bien… Has hecho bien. Es probable que si me hubieras consultado antes de dar este paso me hubiera opuesto. Hubiera tenido miedo de abrir un cofre lleno de cosas… horribles. Pero ahora… Me alegro… Has hecho lo que yo jamás hubiera podido hacer: poner punto final. Tal vez esto no repare lo sucedido, pero cierra un capítulo. Se ha hecho justicia, pero no sólo conmigo, sobre todo con muchas otras personas víctimas de ese… canalla.

Y Jaime Aranzadi suspiró. Sí, por fin. Capítulo cerrado también para él.

Cómo le hubiera gustado entonces abrazarla y retenerla allí en sus brazos para siempre.

Sucedió el segundo amanecer y cogió a Guillén enredado entre las sábanas sucias de la pensión, apurando los restos de su última botella de brandi. El canto del muecín, que había logrado desquiciarle mientras acompañaba sus delirios, ahora le acunaba. El olor de las especias le revolvía el estómago. Había llegado el segundo amanecer y él apenas podía ponerse en pie.

Necesitaba tiempo para enmendarse, para recuperar la cordura que el alcohol le había sustraído. ¿De qué otro modo podría perdonarle Lena, si no?, se repetía mientras caía en un sueño pesado.

Se despertó pasado el mediodía y ahogó la resaca en una ducha y un café fuerte, con posos y sin azúcar. «El mejor café de Tánger, mi arma; de matute», le había asegurado la Pregonera al mandarle a aquel local de humo, sudor y gritos frecuentado por los moros del barrio.

Tres tazas después se sintió listo para volver a la casa de la Kasbah y llamar a su puerta azul con el corazón en un puño aunque se negase a reconocerlo.

Jaime Aranzadi se recostó en uno de los sillones Chesterfield de la biblioteca de Gini. Jugaba con un pitillo apagado entre los dedos y pensaba en si encenderlo y en si se había dejado algo por contar de su viaje a Madrid. Al menos en lo esencial ya le había dado cuenta a Lena de las novedades. Y le alegraba ser portador de buenas noticias; la sonrisa de ella era la mejor recompensa a sus esfuerzos.

Desde un punto de vista diplomático, se hallaban en un momento ideal para una maniobra de aquel tipo. Ya eran muchos en el entorno del gobierno los que pensaban que Alemania no iba a ganar la guerra. Había que ir tomando medidas para ceder a las presiones y congraciarse con los Aliados: pasar de la no beligerancia a la neutralidad; retirar la División Azul; dejar de censurar las noticias sobre las victorias aliadas… Salvar judíos también podía ser una de ellas.

—De acuerdo —recapituló Lena punteando con el lápiz en una libreta—: haremos tres expediciones. De entre doscientas y doscientas cincuenta personas cada una. Les diré a mis colaboradores en Varsovia que preparen las listas para el jueves, priorizando a aquellos que estén en mayor riesgo. Mañana mismo iré a Ginebra para entrevistarme con los representantes de la Cruz Roja y organizar el traslado…

—Y yo te acompañaré.

Lena sonrió agradecida.

—No es necesario. Tú acabas de llegar de viaje y yo puedo arreglármelas bien sola.

—De sobra sé que no necesitas comparsa. Pero yo sí. Necesito alguien que venga conmigo a cenar a un pequeño restaurante italiano que hay en el casco antiguo, junto a la catedral. Me encanta: manteles de cuadros, frascas de vino con fundas de esparto y un camarero que fue barítono en Siena antes de la guerra. Ah, y el mejor tiramisú del mundo.

—No sé qué es un tiramisú.

—Por eso tienes que venir a cenar conmigo.

Lena respondió con silencio y volvió a su lista. Estaban a punto de conseguirlo, pero aún podían salir tantas cosas mal… La incertidumbre le causaba tal ansiedad que se sabía incapaz de esperar en Tánger a que todo saliera bien. Estaba decidida a acompañar todas las expediciones; su condición de enfermera de la Cruz Roja le otorgaba la posibilidad de hacerlo, además de cierta inmunidad. Aunque no se lo diría a Jaime, pues estaba segura de que intentaría disuadirla.

—Por más que mires esa lista, nada va a cambiar.

No se había percatado de que el diplomático estaba de pie junto a ella. Lo miró desde la escasa altura de su asiento.

—Hoy ya no puedes hacer más —le recordó con las manos metidas en los bolsillos para guardarse las ganas de acariciarle la mejilla—. ¿Te apetece un té?

Lena asintió.

—Iré a prepararlo —dijo ella—. Habiba ha salido al mercado.

—No. Iré yo. Te prepararé un té moruno como me enseñaron los bereberes del valle del Ziz: amargo como la vida, fuerte como el amor y dulce como la muerte.

La puerta cedió y ni la mora ni la inglesa ni cualquier otro personaje extraño a su historia apareció al otro lado. Sino ella misma. La sorpresa le dejó ligeramente aturdido.

—Guillén…

—Hola, Lena… Yo… Tenía que hablar contigo. Soy un idiota… ¿Puedo entrar?

—Sí… Sí… —Le abrió paso como si la puerta pesara toneladas.

El ambiente del patio era fresco y apacible en comparación con el exterior: la geometría ordenada de los azulejos, el verdor de las plantas, el borboteo de la fuente… Pensó que le conduciría al interior de la casa, pero Lena permaneció cerca de la puerta, como si aquello tuviera que durar poco, como si tuviera prisa por terminar lo que ni siquiera había empezado. Le resultó difícil romper el hielo así.

—Yo… Quería decirte que el otro día fui un estúpido. Si hubiera sumado dos más dos… ¡Claro que los americanos podían haber pasado esa lista! Hay dos nombres en ella que no hay en la de los rusos: Tola Gryn y Józef Ulam. Son la esposa y el padre de dos científicos polacos que emigraron a Estados Unidos antes de la guerra. Kaczorowski me lo dijo. ¿Y quiénes si no ellos podrían presionar para que se rescatase a sus parientes? Esa lista fue elaborada desde América, seguro… ¡Y yo te atosigué con dudas como una mula terca y desconfiada!

—No te preocupes… No tiene importancia… —dijo ella por decir.

De haber hecho caso a las señales, Guillén se tendría que haber marchado. Pero hizo oídos sordos; y es que no hay peor sordo que el que no quiere oír.

—Sí, sí la tiene. Tú ya lo sospechaste y yo no te escuché: con toda seguridad los americanos, igual que los rusos, planean construir la bomba…

—Lo sé, lo sé —le interrumpió ella—. Mira… Tenía previsto verte para…

Se escuchó ruido de puertas en la galería y una voz cruzando el patio.

—Lena, ya está el té… Ah, perdón… No sabía que…

Lena se volvió hacia Jaime.

—En un momento estoy de vuelta. Será sólo un minuto.

—Sí, claro. Tranquila.

La retirada de Jaime tras las puertas de la biblioteca dejó un silencio incómodo. Lena miró a Guillén y no fue capaz de interpretar la expresión de su rostro.

—Es Jaime Aranzadi… —aclaró sin que le hubiera preguntado. Y dudó a la hora de escoger la mejor presentación para él—. De la oficina del Alto Comisario… Me ayuda con la repatriación de los judíos…

—Ya —asintió Guillén, manso—. Lamento haberte interrumpido. No sabía que estabas trabajando. Tal vez… Quizá podemos cenar esta noche y continuar con esta conversación más tranquilamente.

Lena bajó los ojos.

—Esta noche no puedo. Tengo otro compromiso.

—¿Otro compromiso?

—Hay una fiesta en una villa del Marshan…

—Y el señor de la oficina del Alto Comisario se me ha adelantado, ¿me equivoco?

Lena calló.

—Ahora me dirás que es por trabajo, claro. Pues bien, nuestro asunto también es de trabajo, ¿tienes un hueco en tu agenda para mí?

—Guillén…

—No. No te líes. No voy a mezclar los temas personales. Sólo te pido media hora. He venido hasta aquí porque tenía una información que creí que podía resultarte interesante, porque pensé que igual removía tu conciencia. Me dijiste que lo pensarías. Al menos me merezco una respuesta antes de seguir cada uno nuestro camino… como siempre.

Igual que una niña tras una regañina, Lena accedió:

—Podemos desayunar mañana… En El Minzah…

—Hasta mañana, entonces.

Ya que no podía volatilizarse, Guillén agradeció que la puerta estuviera a sólo dos pasos para desaparecer cuanto antes de allí.

A Jaime no le pasó desapercibido el cambio en el ánimo de Lena cuando ésta regresó a la biblioteca, por más que ella forzara la sonrisa. Parecía una flor en un jarrón sin agua.

—¿Malas noticias?

—No… No.

—¿Puedo preguntar quién era?

Lena se sentó lentamente en el sofá, con la mirada ausente.

—Mi hermano Guillén…

Sin hacer ningún comentario, Jaime rellenó un vaso colmado de hierbabuena con un chorro de té. La habitación se llenó de un delicioso perfume.

—¿Quieres que hablemos de ello? —Le tendió la bebida humeante.

—No hay mucho que contar.

Jaime supo que mentía, pero lo dejó estar.

Marcus van Buren era un personaje curioso. De padres holandeses, se había criado en Sudáfrica y, antes de cumplir los cuarenta, había amasado una inmensa fortuna con el comercio de diamantes. En su vida sólo profesaba dos amores: su hija Elisabeth (la única de cinco matrimonios fallidos) y Tánger. Decía adorar la antigua Ciudad Internacional porque, según él, era el único lugar del mundo en el que podía hacer lo que le daba la gana. Y a menudo recordaba con nostalgia los dorados días de placer y desenfreno previos a la guerra. Tánger no había vuelto a ser el mismo desde la ocupación española, había cundido a golpe de palo y corruptela la rancia y disparatada moralidad de los ocupantes. No obstante, el viejo millonario seguía acudiendo con cierta frecuencia a la ciudad y, cada vez que lo hacía, celebraba una suntuosa fiesta en Villa Elisabeth, la mansión que se había construido en el elegante barrio del Marshan a principios de los años treinta.

En dicha fiesta reunía sin miramientos a nazis con judíos, a británicos y americanos con alemanes e italianos, a franquistas recalcitrantes, al obispo de Gallipoli, a una exuberante cabaretera… Y todos ellos acudían a mirarse de soslayo por el puro placer de hacerlo unido al de la buena bebida y la comida en abundancia; porque simplemente había que estar y figurar. De este modo, Marcus van Buren, a quien le gustaba jugar con los recelos y las sensibilidades tan a flor de piel en aquellos tiempos, disfrutaba contemplando aquel espectáculo de cinismo y aguardaba con el colmillo afilado cualquier chispa que pudiera saltar al calor de una copa.

Villa Elisabeth se convertía entonces en un lugar digno de contemplar. Los maravillosos jardines de arbustos de flores, palmeras, magnolios y praderas de césped que se morían en la línea del horizonte del mar estaban cuajados de guirnaldas de luces, banderines y farolillos. Las parejas se besaban junto a la piscina. La brisa olía a galán de noche, tabaco y perfume. Una orquesta de jazz tocaba incansablemente y apenas se imponía al vociferio de la congregación: italianos y españoles destacaban por el tono de sus charlas y sus risotadas; los ingleses y los alemanes conservaban las distancias; los franceses parecían llevarse bien con todos, siempre han sido los reyes de la diplomacia; y los americanos hacían por dirimir la situación.

En otras partes del mundo se mataban unos a otros, pero allí, en Tánger, resultaba fácil compartir con una sonrisa impostada los dátiles y el champán, intrigar de etiqueta y conspirar al ritmo de Moonlight Serenade o Sweet Lorraine.

A Lena le resultaba extraño aquel ambiente en el que Jaime se movía con soltura. El joven diplomático conocía a todo el mundo y alternaba de grupo en grupo mudando con destreza del español al inglés, del inglés al francés y del francés al italiano sin que se le enredase la lengua. Dominaba la anécdota, el chascarrillo y el elogio en cada ocasión. Atraía por igual la atención de caballeros cuya dignidad era proporcional a su panza engalanada, que la de damas rancias y casamenteras, de señoritas solteras y de oportunistas y medradores.

En aquel deambular de corro en corro como un boliche se dejó a Lena enganchada en un grupo de «señoras de», a cada cual más encopetada, que en breves instantes hicieron registro de sus antecedentes y buena conducta, alabaron su vestido y le propusieron participar en una decena de causas benéficas por supuesto promovidas por Acción Social.

Cuando Lena alzó la vista, igual que el que se ahoga y saca la cabeza del agua en busca de aire, se encontró con la mirada de Jaime, que no le había quitado ojo desde el otro lado del salón. No tardó en acudir en su rescate.

—El cónsul americano está deseando conocerte.

Lena se entrelazó a su brazo y le susurró al oído:

—Ahora sólo quiero bailar.

Y juntos salieron al jardín, donde la brisa olía a galán de noche, tabaco y perfume; el perfume de Lena en la curva de sus hombros.

A cambio de unas pocas pesetas, incluida la comisión de Maruja «la Pregonera», Guillén había alquilado un esmoquin con chaqueta blanca a un sastre armenio amigo de la conseguidora dueña de la pensión. Por fortuna, la noche todo lo disimula. Y es que la tela, probablemente en su día un buen paño de seda, se veía algo desgastada; además, la chaqueta le quedaba un poco justa, a duras penas llegaba a abrocharse el primer botón; se sentía enfundado, estrangulado por la pajarita y por el recuerdo de aquellos días lejanos en los que vestía esmoquin cada noche para cenar.

Se colocó un pitillo en la boca, se sacó el mechero del bolsillo para encenderlo, dio la primera calada y la regó con un trago de whisky; whisky del bueno, escocés, casi había olvidado su sabor. Apoyó el hombro contra una columna en la penumbra, en una esquina del porche que tenía una visión en ángulo del jardín. Y contempló a Lena bailar entre los árboles con su vestido de bruma; conteniendo el ritmo cardíaco con sorbos de alcohol. Esperó a que se terminara la canción y el whisky que infunde valor para acercarse.

Con paso firme, ademán pausado y una sonrisa de aplomo, se la quitó de las manos al tipo de la oficina del Alto Comisario, haciendo gala de la habilidad de un carterista, mascullando apenas una disculpa.

—¿Me permite bailar con la señora?

Aprovechó el desconcierto para ganar la baza limpiamente y deslizar a Lena hacia la pista de baile al paso de las notas de un jazz que crispaba a los nazis. Mientras, el tipo de la oficina del Alto Comisario se quedaba a ver el partido desde el banquillo con un palmo de narices.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Lena entre el asombro y el escándalo.

—Bailar contigo —respondió él, estrechando aún más su cintura de seda.

—¿Estás loco? ¿Cómo has conseguido colarte?

Guillén sonrió con el orgullo de un niño travieso.

—Sobornando a un camarero. Un tipo muy simpático. De Algeciras. Me atrevería a decir que es republicano, ha encerrado los billetes en un puño bastante provocador. Lo malo es que ahora se supone que yo debería estar sirviendo las bebidas…

—¿Cómo puedes bromear con esto? —Lena no ocultaba su enfado—. ¿Te das cuenta de dónde te has metido? Están aquí el cónsul español, el comisario de policía, el jefe de la Falange… ¿Y si te descubrieran? Podrían detenerte en cualquier momento con tu pasaporte soviético y tu colección de antecedentes.

—Lo dices como si te importara…

—¡Pues claro que me importa, no seas tonto! ¡No entiendo a qué has tenido que venir aquí!

Guillén giró con ella en brazos y la acarició con los ojos.

—Para estar contigo. Aunque tenga que soportar la visión de ese tipo con la nariz metida en tu clavícula —dijo señalando de un vistazo a Jaime, que merodeaba los límites de la pista—. La otra opción era emborracharme solo.

Lena detuvo el baile y se soltó.

—¡Eres…! —Al no encontrar el adjetivo adecuado, acabó la frase con un resoplido y lo dejó plantado.

Guillén la siguió en su huida a través de la pista. Estaba a punto de alcanzarla antes de entrar en el salón cuando los interceptó el tipo de la oficina del Alto Comisario, siempre al acecho.

—Tú debes de ser el hermano de Lena. Permíteme que me presente: Jaime Aranzadi.

Guillén contempló indiferente la mano que le tendía. Al final se la estrechó con desgana mal disimulada.

—Lena me ha hablado mucho de ti —apostilló el diplomático.

Ella asistía con pavor al encuentro, como quien observa el temporizador de una bomba encaminarse hacia la irremediable explosión.

—No creo. A Lena no le gusta hablar de mí. Habrá sido de otro hermano. Tiene unos cuantos.

—Pero… tú eres Guillén…

—Sí…, así es. Soy Guillén —confirmó con recelo. Por más que aquel pollo pera tuviera cara de buen tipo y ademán afable, él ya lo odiaba de antemano y precisamente por eso—. Es curioso, ella jamás te ha mencionado. ¿Qué hay de ti…, don Jaime? Tienes pinta de ser un leal afecto al Movimiento Nacional, un falangista de primera, de esos que a ella tanto le gustan. Aunque también congenia de maravilla con los nazis. La última vez que la vi estaba casada con uno, ¿lo sabías?

Lena palideció. Jaime mudó la sonrisa por irritación.

—No te consiento que hables así de ella…

—¿Que no me lo consientes? Te recuerdo que soy su hermano… Qué eres tú para ella, ¿eh? Igual deberías contármelo.

El diplomático hizo por tragarse la furia, contener las ganas de soltarle un puñetazo y mantener la compostura.

—Será mejor que te acompañe a la salida.

Guillén empezaba a revolverse cuando Lena se interpuso. Colocó la mano sobre la pechera almidonada del esmoquin de Jaime.

—Espera un momento, por favor —le rogó suavemente a pesar de lo tensa que se sentía. También notó la tensión del diplomático en su respiración acelerada—. Déjame hablar con él.

El otro asintió con la boca apretada, lanzó una mirada hostil a Guillén y los dejó solos.

Lena se encaró con Guillén procurando mantener el tono de voz a raya.

—Has venido a montar una escena, ¿no? Lo estás deseando, soltar toda esa rabia contra mí que tienes dentro.

Él gruñó.

—Necesito otra copa.

—Nada de copas. —Le sujetó—. Me da la sensación de que ya has tomado más que suficientes. Dime qué demonios quieres, Guillén. —Sonó desesperada.

El otro se vio obligado a improvisar por no decirle que lo único que quería era a ella. La quería desesperadamente.

—Quiero que me digas qué piensas hacer con tus científicos judíos. ¡Tres días! Hace tres días que hablamos y aún no te has dignado darme una respuesta. Me has evitado, me has ninguneado…

Lena movió la cabeza, anonadada.

—Y no podías haber esperado a mañana, no. Te dije que desayunaríamos juntos. Pero no. Tienes la rabieta propia de un niño consentido. La has tenido siempre desde que te fuiste a Francia y te acostumbraste a tenerlo todo y a tenerlo ya, ¿no te das cuenta? Tu amor propio se hiere con facilidad.

La dureza en el semblante de Guillén se desvaneció.

—No… Te equivocas. Desde que me fui a Francia… lo perdí todo. Y no es mi amor propio el que está herido. Es… otra… clase de amor.

Lena fue a hablar pero él se le adelantó.

—Me voy mañana, Lena. No tengo nada más que hacer aquí…

—¿Mañana? —Se negaba a creerlo.

—Y, la verdad, me da lo mismo lo que hagas con esos judíos. Sé que te has jugado la vida por ellos, así que lo que decidas estará bien. Tú siempre te has preocupado por los demás. Ah, y lo que dije antes de los falangistas y el nazi… No hablaba en serio. Sólo estaba enfadado.

Lena se sentía desarmada, como si sostuviera en la mano el pedazo deshilachado de una cuerda que acababa de romper de tanto tirar. Le invadió la tristeza.

—No puedes irte mañana…

Una interpelación chillona entró en escena y los bajó de la nube en la que flotaban.

—¡Señora Ardstein, querida!

Consuelito Vargas, señora de Aguirre de Pimentel, coronel de Ingenieros de la guarnición de Tánger, tenía voz de vicetiple y el busto prominente como la quilla de un rompehielos; a menudo lo empleaba para abrirse camino. Lena se lo encontró interpuesto entre Guillén y ella, defendido a golpe de abanicazos.

—Tiene usted que venir conmigo. —La agarró del brazo sin contemplaciones—. Mi esposo, que es amante de la racionalidad germánica, está deseando compartir con usted sus impresiones sobre Berlín.

Aturdida, Lena se dejó arrastrar, mirando por encima del hombro a Guillén según se alejaba. De algún modo, aún suplicándole: «No puedes irte mañana».

Guillén se dirigió frustrado al bar y pidió un whisky doble como en las películas de John Ford. Se dejó caer en la barra y bebió con ansiedad. Veía a Lena por encima del borde del vaso. La veía sonreír a un grupo de viejas glorias. Una sonrisa tensa. Y se preguntaba si tenía derecho a hacerle aquello…

—Póngase a la cola, amigo…

Había un hombre junto a él en la barra. Un hombre gordo que se secaba el sudor de la cara con un gran pañuelo arrugado y bebía. Debía de llevar bebiendo toda la noche. Cada vez que lo hacía, la boca carnosa se le empapaba de alcohol; la limpiaba con el mismo pañuelo. Sorbió la nariz.

—Todo Tánger habla de esa mujer… Sí, me he dado cuenta de que la está mirando, no lo niegue.

Guillén hizo caso omiso.

—Es viuda… —continuó el borracho tenaz—. De un militar alemán. Una viudita muy rica. —Se rio a ronquidos—. No hay hombre en este infierno de ciudad que no haya fantaseado con lo que hay debajo de ese vestido.

Guillén notó que el calor le subía por el cuello. Lo aplacó con whisky.

—Dicen que Aranzadi no necesita fantasear con ello… Ya me entiende… —Le dio con el codo—. Un tipo turbio ese Aranzadi. Se mueve como pez en el agua por las altas esferas y los indígenas le respetan, pero nadie sabe muy bien a lo que se dedica. Dicen que se conocían de antes, de nuestra guerra.

Guillén se debatía entre la ira y la curiosidad. Entre averiguar lo que aquel mamarracho tenía que contar o cerrarle la boca a golpes. Sin darse cuenta, estaba apretando la mandíbula. La relajó con un trago.

El otro lo imitó. Se limpió la boca, se secó la cara, soltó un hipo y agrió el gesto.

—A veces me asquea. Me asquea ver cómo una mujer española, una mujer que habría de ser ejemplo de rectitud y buena conducta, se exhibe de ese modo. Una viuda alegre. —Escupió baba y desprecio—. Un demonio de la peor calaña. Una furcia vestida de seda…

Guillén descargó un puñetazo en plena mandíbula de aquel seboso. Lo tumbó contra la barra entre ruido de cristales rotos y se lanzó sobre él a rematar la faena sin abrir los puños. La rabia le cegaba. Hubiera podido matarlo.

Lena se volvió alarmada por el estruendo y los gritos. También ella hubiera gritado de no ser porque se quedó sin voz al ver a Guillén enredado en una pelea, volteando los puños como las aspas de un molino. Corrió a interrumpir aquella locura, pero alguien con buen criterio se lo impidió. Para entonces ya unos cuantos sujetaban al joven pendenciero que se retorcía como una bestia presa mientras profería toda clase de barbaridades.

La fiesta terminó con la policía en Villa Elisabeth y Guillén esposado y sentado en la parte trasera de un furgón con las ventanillas enrejadas. Marcus van Buren la había gozado. De forma inesperada, la velada había resultado todo un éxito. Tendría que averiguar la identidad de aquel joven para invitarlo a la próxima fiesta si es que el infeliz no terminaba con sus huesos en la cárcel por mucho tiempo.

Jaime abrió la puerta del taxi y aguardó a que Lena se subiera.

—¿Por qué no puedo ir contigo? —volvió a insistir ella en última instancia.

—Porque no vas vestida para visitar una comisaría de policía a estas horas de la noche.

Lena dejó patente que no estaba de humor para bromas. Él recuperó la seriedad.

—Y porque me manejaré mejor yo solo, ya te lo he dicho. Escucha… No te preocupes. Todo saldrá bien…

Era una recomendación inútil, ya estaba preocupada. Con resignación, se metió en el automóvil recogiendo la larga falda de su vestido.

—Me pondré en contacto contigo en cuanto tenga noticias. Entretanto, procura dormir un poco.

Ella asintió nada convencida. Jaime cerró la puerta y, asomándose a la ventanilla delantera, le dio las señas al taxista y una suma de dinero más que suficiente para cubrir la carrera.

Cuando llegó a casa todos dormían. Le hubiera gustado despertar a Gini para llorar sobre su hombro, pero no lo hizo. Pasó de largo por la puerta del dormitorio de su amiga y se dirigió al suyo propio. Con el estómago contraído por los nervios, se quitó las joyas, los zapatos y las medias y se cambió el vestido por una bata. Después bajó a la biblioteca, encendió una lamparita de lectura y se sentó en un sillón junto al teléfono, sin otro propósito que el de esperar a que sonara.

Eran las cuatro de la mañana. Ya habían pasado más de tres horas. Lena ya se había mordido los labios hasta despellejárselos, ya se había imaginado los escenarios más truculentos, ya había rezado en voz baja y en voz alta, había maldecido también. Estaba a punto de perder los nervios.

Escuchó entonces a través de la ventana abierta el murmullo del motor de un coche y el roce de los neumáticos sobre el pavimento empedrado. Saltó del sillón y se precipitó hacia la puerta de la calle.

Cuando la abrió se encontró con Jaime que ayudaba a bajar a Guillén de un taxi. El cuerpo entero le hormigueó al atisbar a la luz del farol el lamentable estado de su hermanastro: la cara magullada y cubierta de sangre, la ropa sucia y desgarrada… Fue a sujetarle del otro brazo y se dio cuenta de que incluso la pajarita de Jaime había desaparecido en el devenir de la noche.

—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?

—Un policía que ha tenido un mal día y lo ha pagado con el primer tipo sin documentos que se le ha puesto delante —contestó Jaime según entraban en casa—. He querido llevarle a un hospital, pero se niega. Y yo me niego a dejarle en ese cochitril en el que duerme, en manos de esa… tipeja de la recepción que trata al agua de usted. Así que hemos llegado a un acuerdo y hemos pensado en venir aquí.

—Si a ti no te importa… —La voz de Guillén sonó como si también estuviera cubierta de costras.

Lena le habría dado un capón por idiota de no estar ya bien servido.

—Pásalo a la biblioteca y que se tumbe en el sofá —le indicó a Jaime—. Voy a por agua caliente y el botiquín.

A su regreso, comprobó que el diplomático había aprovechado el tiempo y había servido dos copas de la ginebra de Gini. A él le permitió la indulgencia. A Guillén se la quitó de las manos y se la cambió por un vaso de agua y una aspirina. Se acercó para observar sus magulladuras y recibió un tufo a sudor y a vómito que procuró ignorar. Comprobó que tenía una ceja partida —la misma que los ingleses habían cosido días antes—, el labio inflamado, una contusión en el pómulo y otra en la mandíbula. La hemorragia provenía sobre todo de la ceja y la nariz, pero no parecía grave.

—Además, me dieron una patada en el estómago que me dejó sin respiración —apuntó Guillén sin que ella preguntase—. Los canallas esperaron a tenerme tirado en el suelo. Los muy imbéciles… Si supieran qué otras palizas he soportado antes… Sólo eran unos malditos aficionados…

—Cállate y no digas más tonterías —le reprendió ella mientras examinaba sus nudillos en carne viva—. ¿Cómo has conseguido que lo suelten? —se dirigió a Jaime.

—Sólo me ha faltado hablar con Franco… Aquí el amigo ha tenido el buen tino de moler a golpes al secretario del Movimiento Nacional que a la sazón es cuñado del comisario de policía. Para completar el cuadro, resulta que no tiene papeles ni da razón de ellos. Y en el registro ha facilitado un nombre falso, salvo que sea polaco y yo no lo sepa. En resumen, además de la preceptiva fianza…

—Que te devolveré hasta el último céntimo… —apostilló Guillén con una mueca de dolor por haber pronunciado «céntimo» con demasiada vehemencia.

—… Me han hecho firmar una declaración jurada de que mañana mismo estará no sólo fuera de Tánger sino del territorio español. Así que más vale que le apliques la purga de Benito, los polvos de la madre Celestina o lo que sea que se te ocurra para que en cuanto amanezca se tenga al menos en pie.

—Ya me tengo en pie —aseguró Guillén aunque ni él mismo se lo creyera.

—Voy a quitarte la camisa —dijo Lena.

Aquello sonó a amenaza, pero se dejó. Estaba deseando deshacerse de ese trapo sucio y maloliente; en todo caso, lo que más le incomodaba era que Lena tuviera que tratar con el despojo y cómo le daba vueltas la cabeza cada vez que se movía.

—Mierda de esmoquin de alquiler… —rezongó, notando sudor frío en la frente—. El armenio se va a poner furioso… Casi que me va a venir bien desaparecer…

—¿Qué armenio? —preguntó Lena mientras bregaba por incorporarle y sacarle la camisa.

—No importa. —Se recostó él con alivio al cabo de la operación.

—Sus cosas están en esa bolsa. —Jaime señaló un bulto en el suelo en el que Lena no había reparado hasta entonces—. Las recogí para no tener que regresar a ese agujero de pensión. Con suerte, igual encuentras una camisa limpia…

Lena no le escuchaba. Se había quedado absorta en las muchas cicatrices que surcaban el tronco de Guillén y que nada tenían que ver con la reciente paliza. Conmovida, buscó sus ojos, pero Guillén los rehuyó.

—¿Necesitas ayuda?

La voz de Jaime por encima de su hombro la sacó del trance. Como movida por un resorte, se puso a limpiar el cuerpo del herido pasándole suavemente aunque con cierta precipitación una toalla empapada en agua jabonosa.

—No… No. Aprovecha para irte a casa.

—¿Seguro? Puedo salir a buscar un médico o… lo que haga falta.

Lena se volvió con una sonrisa de agradecimiento.

—No será necesario. Vete y duerme un poco. Para ti también ha sido una noche larga.

La sola mención de la palabra «duerme» le hizo sentir un cansancio que hasta entonces había mantenido a raya. Bostezó. Remató el último trago de ginebra.

—De acuerdo… Estaría bien que tú también descansases…

Lena asintió sin prometerle nada.

Mientras la miraba, se le pasó por la cabeza la idea de acariciarle la mejilla; besársela incluso. Sentir el contacto con ella de alguna manera antes de separarse. No lo hizo. En un segundo plano, detrás del rostro de Lena, la imagen desenfocada de Guillén resultaba un testigo incómodo.

—Volveré mañana.

—No te acompaño a la puerta —se disculpó Lena.

—No te apures. Conozco el camino.

—Sé que esto no lo has hecho por mí, sino por ella —dijo Guillén de pronto, antes de que Jaime se marchara—. De todos modos… Gracias.

—No hay de qué. —Fue cortés.

En pocos pasos Jaime cruzó la estancia y salió cerrando la puerta a su espalda.

Lena se concentró en la cura, con el semblante serio y sumida en un silencio más implacable en la acusación que un tribunal inquisidor. Su actitud se le hacía a Guillén el doble de insoportable que el escozor del alcohol sobre las heridas.

—Lo siento…

Ella no se distrajo de la tarea ni siquiera para mirarle a los ojos.

—¿Por mí? No te molestes. Tú te has llevado la peor parte.

Su desdén era intencionado; un castigo. También lo eran aquellos toques desconsiderados de algodón, sin mimo ni miramiento.

—Entonces ¿por qué estás tan enfadada?

Por fin se interrumpió. Se apartó un poco para mirarle.

—Porque me desespera tu inconsciencia. ¿Crees que me gusta verte así y aún menos sabiendo que tú te lo has buscado?

Se lo había buscado, sí, pero sólo en cierto modo, porque si aquel hijo de puta no se hubiera metido con ella…

—¿Cómo se te ocurrió ponerte a pegar a ese hombre? ¿Por qué lo hiciste?

No iba a excusarse en la verdad, no iba a mencionarle ni una sola de las barbaridades que el muy cabrón había dicho, ni iba a explicarle que por eso se había tirado a su cuello como un perro rabioso. Estaba dispuesto a asumir toda la culpa aun sin tenerla.

—Por facha. —Se encogió de hombros.

Lena puso los ojos en blanco en el colmo de la exasperación. Optó por regresar a lo suyo en lugar de entrar en una confrontación inútil a aquellas alturas. Desechó el algodón manchado de sangre y empapó otro limpio en alcohol. Examinó el corte del pómulo: no parecía muy profundo, con suerte no iba a necesitar puntos. Se dispuso a desinfectarlo.

Guillén dio un respingo al contacto con el alcohol. Lena se agachó y le sopló la herida.

—¿Por qué sonríes? No es que me moleste, pero, sabiendo lo enfadada que estás, me asusta.

Sin perder la sonrisa, Lena se explicó:

—¿Recuerdas cuando de críos te peleaste con Nin porque me había quitado un bollo de crema? Como no querías que padre te viera y te administrase cinturón, te llevé a la parte de atrás del establo y te curé con mi pañuelo y un bote de colonia que me habían dejado los Reyes Magos.

—Vaya que si me acuerdo. Nunca hasta entonces había olido tan bien.

Por muy enfadada que estuviera, Lena no pudo evitar que la compasión asomase a sus ojos. Con una caricia, le retiró de la frente el flequillo sudoroso y volvió a soplar sobre su herida; tan cerca, que Guillén apenas tuvo que incorporarse para besarla.

Probablemente fue una insensatez hacerlo, pero no pudo evitarlo. No se paró a pensar en las consecuencias, en si estaba dispuesto a asumirlas. Tan sólo, ante la proximidad de su rostro aterciopelado y de sus labios fruncidos, ante la caricia de su aliento y el aroma de su perfume, no pudo evitarlo. La besó suavemente, despacio, porque le dolían los labios, porque no quería avasallarla.

A Lena le pilló por sorpresa aquel beso, con las defensas debilitadas, dormidas al arrullo de un recuerdo. Y se dejó llevar a ojos cerrados, sin oponer la más mínima resistencia.

La punta de la lengua de Guillén y un gemido que dejó escapar la sacaron de su limbo de algodón. Se apartó en silencio y se sentó en el borde del sofá, lejos de su escrutinio.

Guillén se sobrepuso al entumecimiento y se incorporó trabajosamente hasta sentarse también. Al principio respetó el silencio, refugiado en el perfil apesadumbrado de ella. Aunque algunas cosas no las podía callar por más tiempo.

—Aún te quiero, Lena… Nunca he dejado de quererte por más que lo he intentado. Por más que la distancia, el tiempo y la certeza de que amabas a otro deberían haberse impuesto como poderosas razones para pasar página. No era mi intención ofenderte con este beso; ha sido un error…, una debilidad. Te ruego que me perdones porque en este instante lo que me aterra es pensar en que mañana, cuando me marche, volvamos a separarnos para siempre, dejando al capricho del destino el que nos reencontremos.

Lena mantuvo la vista fija en sus manos: retorcían el algodón aún húmedo.

—Muchas veces me he preguntado qué hubiera sucedido de no haber habido guerra; una guerra tras otra… Hubo un tiempo en que soñaba con que terminaras tus estudios para regresar a tu lado. Casarnos, formar una familia… Es lo que hubiéramos hecho. Y hoy me siento mezquina al pensar en lo infelices que hubiéramos sido… ¿Cuántas veces nos hemos visto? ¿Cuántas conversaciones hemos tenido? ¿Cuántas vivencias hemos compartido? En realidad, somos unos desconocidos… Yo no soy la mujer de la que te enamoraste, Guillén… Nosotros no nos separamos en Lyon, ni en Oviedo, ni en Varsovia. Nos separamos siendo sólo unos niños, el día que te marchaste a Francia para no volver. Fue entonces cuando perdimos la intimidad, la afinidad, esa comunión tan especial que teníamos. Parte de ello lo he revivido ahora, por un breve instante, al vislumbrar en tu rostro herido el del niño que eras. Pero no ha sido más que un espejismo. Tú ya no eres ese niño… Te diré lo que a mí me aterra: perderte definitivamente porque tú sólo deseas encontrarme en un punto al que yo no estoy segura de poder llegar.

Dicho aquello, Lena se decidió a mirarle. Exhausto física y emocionalmente, Guillén había recostado la cabeza dolorida en el respaldo del sofá. Buscó sus manos para estrecharlas.

—Te quiero, Guillén —le aseguró con ternura—. Dios mío… ¿Cómo no voy a quererte? Y tampoco creo haber dejado de hacerlo nunca… Te he echado de menos tantas veces… Pero hace tiempo que me di cuenta de que jamás podríamos embarcarnos en una relación… Acabaría por enfrentarnos, por destruir lo que tenemos.

Guillén notaba un nudo en la garganta que le impedía hablar. Tiró suavemente de ella para abrazarla. Lena se acurrucó junto a él y apoyó la mejilla contra su pecho. Notó cómo tragaba saliva y cómo remendaba la voz para modularla con firmeza.

—Yo te quiero sin atender a razones, Lena… De modo que no tengas miedo. Siempre estaré a tu lado.

Se despidieron al amanecer. Con un beso y mil promesas.

Lena subió entonces hasta la azotea. Se acodó en la barandilla y perdió la vista en el mar bruñido de sol. Al rato, percibió los pasos felinos de Gini, descalzos sobre las baldosas de barro cocido. Llegó hasta ella y, sin pronunciar ni siquiera un «buenos días», le rodeó la espalda con el brazo. Lena dejó caer la cabeza en su hombro.

—¿Se puede amar a más de una persona a la vez, Gini?

—De algún modo nos han hecho creer que no. Pero es mentira. Ésa es la auténtica raíz de nuestro sufrimiento…, mi pequeña gazelle —sentenció mientras le acariciaba el cabello.

Guillén bajó renqueante y con el petate al hombro hasta el Zoco de fuera, donde se reunían los mercaderes antes de que saliera el sol. Deambuló entre hombres que vociferaban precios y mercancías, caravanas de camellos y burros con las alforjas repletas. Buscaba un transporte. No tardó en dar con un campesino que a cambio de unas pocas pesetas le ofreció un sitio en el volquete de una vieja camioneta. Entre sacos de patatas y cebollas se dirigió hacia el este, a Rabat, donde había oído que estaba movilizada una división del ejército de la Francia Libre integrada por republicanos españoles. La guerra no había terminado y era hora de volver a la lucha.

Mayo de 1945

El 8 de mayo fue el día de la victoria en Europa. Alemania se había rendido incondicionalmente a los Aliados. Tras casi seis años, la guerra había terminado.

Las campanas de todas las iglesias repicaban enloquecidas, las sirenas chillaban la noticia, los aviones surcaban el cielo sin infundir temor. París se había vestido de azul, rojo y blanco, de miles de banderas que ondeaban por todas partes. Las luces brillaban de nuevo. La muchedumbre se había lanzado a las calles; cantaba, reía y lloraba a un tiempo. Se escuchaba La Marsellesa entre los vivas a Francia y música americana a través de los altavoces de los automóviles con la estrella blanca. Todo el mundo hacía la «V» de la victoria con los dedos. Las mujeres lucían sus mejores galas mientras gritaban y bailaban por las calles.

En cambio, Lena permanecía en silencio, sentada en un banco de la recoleta place de Furstenberg. Contemplando con una sonrisa el mundo tras un cristal: la paz no solamente corría en riadas de euforia por las calles de la ciudad, la paz se extendía lentamente como una gota de aceite por cada rincón de su ser. Guillén, también en silencio, le cogía la mano y juntos levantaban la cabeza hacia el cielo sin estrellas de París; los fuegos artificiales las eclipsaban. Eran muchos frentes los que se habían disuelto aquel 8 de mayo de 1945.

Se habían buscado después de más de un año sin verse. Y al reunirse de nuevo en un andén de la estación de París-Austerlitz, sin el preámbulo de la más mínima palabra, se habían sumergido en un abrazo que los había aislado del mundo alrededor, del tren humeante, de los gritos de victoria, de las banderas tricolor, de las mujeres engalanadas y del suelo bajo sus pies.

Por fin volvían a estar juntos después de tanto tiempo siguiéndose el rastro a través de cartas enviadas casi a diario y recibidas a destiempo. Tras abandonar Tánger, Guillén se había unido a la 2.ª División Blindada del ejército de la Francia Libre, también llamada Leclerc, que se entrenaba y aprovisionaba en Rabat. Con ella había viajado a Gran Bretaña para preparar una eventual invasión de Europa. Una vez concluido el desembarco de Normandía, en junio de 1944, partió del puerto de Southampton hacia la playa de Utah, como parte del III Ejército americano bajo el mando del general Patton. Combatió en Rennes, Le Mans y Alençon y participó en la liberación de París: su unidad, la 9.ª Compañía, o la Nueve, integrada fundamentalmente por republicanos españoles, fue la primera unidad aliada en entrar en la capital francesa. Después de disfrutar de la euforia de la liberación, continuaron con el avance hacia Alemania. Participó en varias batallas de blindados en Lorena, en el asalto a la cordillera de Los Vosgos y en la toma de la ciudad de Estrasburgo. Continuaron hacia el sur, combatiendo pueblo por pueblo contra una inesperada resistencia por parte de los alemanes y también contra las temperaturas gélidas del invierno, a menudo inferiores a los veinte grados bajo cero. Muchos de sus camaradas cayeron aquellos días y, a principios de enero, él mismo resultó herido en la batalla de Sélestat cuando un proyectil de mortero que impactó en su posición le hizo saltar por los aires; la metralla le agujereó todo un costado y el impacto contra el suelo le rompió el fémur izquierdo. Pasó por varios hospitales de campaña y de evacuación. Tardó varias semanas en poder escribir a Lena de nuevo y cuando a ella le llegaron las malas noticias, Guillén ya convalecía en un hospital en París. «No puedo esperar a verte y asegurarme de que estás bien —le escribió ella en su última carta—. Llegaré el día ocho en el expreso de Hendaya». Aquel anuncio representó para él la mejor medicina. No tardó en obtener el alta del hospital y acudió a recibirla a la estación casi recuperado, apenas apoyado en un bastón.

Por su parte, Lena se había volcado los últimos meses en la evacuación de los judíos polacos. Había vuelto a vestir uniforme de la Cruz Roja y había acompañado a cada una de las expediciones a través de media Europa. Había organizado su reubicación en Tánger, en hoteles y casas de acogida. Los había puesto en camino hacia una nueva vida después de sacarlos del infierno. También había ocultado en España a la doctora Ratner y al resto de los científicos polacos, lejos de la rapiña de soviéticos y americanos. A raíz del fallido levantamiento de la resistencia polaca en la ciudad de Varsovia, durante el verano de 1944, los alemanes endurecieron la represión contra la población: dejaron de reconocer la validez de los visados, de las cartas de protección y de las muchas artimañas que habían ideado para salvaguardar a los judíos. La operación llegó a su fin. Habían conseguido rescatar a más de setecientas personas. Con el regusto amargo de lo que podía haber llegado a hacer y no hizo, preocupada por el padre Szymlik, Cassio y todos aquellos que se habían quedado en Varsovia, se refugió en Tánger, donde se concentró en la asistencia a los refugiados judíos y en un nuevo trabajo en el hospital español. Quizá fuera entonces cuando volvió a enamorarse de Jaime, quizá fuera mucho antes y entonces sólo se había concedido la licencia de reconocerlo. Hacía tiempo que había dejado de buscar una fecha, un motivo y una justificación a sus sentimientos, eran demasiado complejos como para eso. Hacía mucho que había renunciado al debate moral, al menos al de una determinada moral que consideraba no tenía mucho que ver con la naturaleza humana, ni siquiera con la bondad.

Por eso no se lo planteó cuando emprendió viaje hacia París para reunirse con Guillén: estaba enamorada de Jaime, pero a Guillén nunca dejaría de quererle. De quererle a su manera, como cuando eran niños que contaban nubes en las montañas.

—¿En qué piensas?

Lena lo miró; en su rostro quedaba patente el paso de los años, la guerra y el sufrimiento y, sin embargo, vislumbró algo que le recordó al pequeño pastor.

—En ti. Me preguntaba cómo te sientes.

Guillén le apretó la mano y, devolviendo la vista al cielo multicolor, murmuró:

—Son muchas las guerras que hoy han terminado… No todas las he ganado, pero… volvemos a estar juntos, eso es lo que importa. Sí… Me siento bien, Lena. Me siento bien…