Noviembre, 1943
Con el ejército alemán expulsado del Norte de África e Italia fuera de la guerra, los Aliados están preparados para abrir un segundo frente por el oeste. Churchill, Roosevelt y Stalin se reúnen en la conferencia de Teherán para comenzar a planear la invasión de la Francia ocupada, lo que se conoce como Operación Overlord y que tuvo su punto álgido en el desembarco de Normandía el 6 de junio de 1944.
«Descríbeme el cuadro, Sarah…», le había pedido la última vez que se vieron. Estaban en la trastienda de la librería, tumbados semidesnudos entre pilas de libros viejos, entre rumores de tinta y papel, entre luces tenues veladas de polvo. El entorno tenía algo de mágico, al menos lo tenía en sus recuerdos.
Ella le había besado el pecho, y había levantado sus enormes ojos verdes de gato para mirarle…
¡Por Dios, cuánto la echaba de menos!, se lamentó con un tubo de Pervitin entre las manos.
Lo destapó y sacó una pastilla. Llevaba años sin tomar metanfetaminas. Las había dejado al causar baja en el servicio activo, al tiempo que había dejado también la morfina y el Eukodal. No quería medicamentos. Los medicamentos le habían estado destrozando, anulando su voluntad y su resistencia. Había empezado a tomar Pervitin al entrar en las SS, durante la campaña de Polonia. Todo el mundo lo hacía, eran parte de la dotación: metanfetaminas que mantenían a la tropa despierta, eufórica y crecida ante la dureza del combate. Nadie decía que fuera malo tomarlas, pero él tenía la sensación de que cuantas más tomaba, más necesitaba, y eso no podía ser bueno. Después, cuando resultó herido en Francia, le inyectaron la primera dosis de morfina. Lo hizo aquel médico gilipollas, el mismo al que había tenido que amenazar a punta de pistola para que no le cortase la pierna. Luego vinieron más dosis de morfina y Eukodal para los dolores durante la convalecencia y la rehabilitación… Había llegado a depender de aquella mierda para levantarse de la cama o simplemente para estar de buen humor. Un buen día se negó a seguir así. Se negó a que los jodidos medicamentos controlaran su vida y los tiró todos al cubo de la basura. Las semanas siguientes fueron un calvario de ansiedad y dolor, una prueba de fuego para su voluntad. Pero pasaron… Y desde entonces no había vuelto a tomar nada más que una aspirina y una copa de cuando en cuando, cada vez que la rodilla le dolía a rabiar.
Sin embargo, aquel día, se había bajado del tren que le traía de Westfalia con una única obsesión: ir al dispensario y conseguir Pervitin o cualquier otra cosa para sus nervios destrozados y su cansancio extremo.
Georg contempló la pastilla en la palma de la mano…
Se sentía agotado, física y mentalmente agotado; acosado por las tensiones, las responsabilidades y los dilemas morales. Desde que había llevado el cuadro falso a Himmler, la presión iba en aumento. Desde que había decidido no volver a ver a Sarah, la tristeza le estaba consumiendo.
«—Descríbeme el cuadro, Sarah…
»—¿No prefieres verlo?
»—No necesito verlo…».
¿Qué más daba cómo fuese el cuadro en realidad? Nadie lo había visto antes, sería fácil hacerlo pasar por bueno, sería fácil engañarlos…
Eso había creído él. Sin embargo, lo habían cuestionado todo desde el primer momento en que Georg había aparecido por Wewelsburg con el falso «Astrólogo» bajo el brazo. Aparte del informe completo y exhaustivo que Georg había tenido que redactar acerca del origen, procedencia, naturaleza e historia de El Astrólogo y su investigación, los expertos de la Ahnenerbe habían analizado, estudiado, investigado y diseccionado el cuadro ante la mirada inquieta y angustiada de Georg, quien de tanto contener la respiración, pensó que llegaría a ahogarse. Verse enclaustrado en Wewelsburg, en aquel ambiente opresivo y oscuro, bajo el escrutinio constante de Himmler y los suyos, sabiendo que el cuadro era falso, fue como tener en la mano una granada sin anilla y no poder soltarla. Nunca antes había experimentado aquel cerco psicológico, aquel desasosiego paranoico que le tenía fuera de sí: no podía dormir, ni comer, ni pensar con claridad.
Afortunadamente, el falsificador que le había recomendado Lohse no era sólo bueno, sino excelente, un maestro. Bien pagados habían estado los dos Rembrandt y el Vermeer que había costado el trabajo. Incluso el mismo Georg había quedado maravillado con la calidad de la falsificación la primera vez que la contempló: la pátina, la ejecución, los colores, los trazos… Bien podía haberlo pintado el propio Giorgione; hasta el marco y la tela eran del siglo XV.
Pero una cosa era superar una inspección visual y otra muy distinta, las pruebas de laboratorio a las que lo sometieron: el análisis de pigmentos y los rayos X. Fue difícil, pero lo consiguió: los expertos de la Ahnenerbe lo dieron por bueno después de semanas de análisis.
Con todo, los nervios de Georg habían quedado irremediablemente dañados…
Movió la pastilla de Pervitin entre los pliegues de la mano…
«—Descríbeme el cuadro, Sarah…
»—¿No prefieres verlo?
»—No necesito verlo… Sólo quiero que tú me lo describas…».
Cuando Sarah hablaba de arte, las dos cosas más hermosas del mundo se unían en una sola y Georg experimentaba un placer casi sexual, un éxtasis indescriptible, como aquél que recordaba de los paseos de Illkirch.
Renunciar a Sarah estaba siendo doloroso, como un síndrome de abstinencia. Pero Georg debía renunciar a ella. Porque la quería, debía renunciar. ¿Qué podía ofrecerle él, sino sufrimiento y tristeza? No sólo era un hombre casado y con hijos que al amarla traicionaba a su familia; al amar a Sarah, también traicionaba a su patria y a su Führer, y no pasaría mucho tiempo antes de que Georg, el condecorado y aclamado héroe militar, cayera en desgracia y acabara ante un pelotón de fusilamiento. No podía arrastrar a Sarah con él… Al contrario, debía salvarla antes de caer.
«—Con todos los respetos, Reichsführer, no creo que sea necesario deportarla. La chica judía es sólo eso: una chica judía insignificante. Ya tenemos el cuadro, que nos cuente todo lo que sepa y nos olvidamos de ella».
El día anterior, sin ir más lejos, se había atrevido a contradecir a Himmler. El Reichsführer quería detenerla, interrogarla y deportarla a un campo de concentración en Polonia una vez que ya no les fuera de utilidad.
Había tenido suerte al cogerle de un buen humor inusual. Himmler le había dedicado una sonrisa benevolente antes de explicarle con ademán templado:
«—¿Una insignificante chica judía? Puede ser, Sturmbannführer. Las mujeres y los niños pueden ser hoy insignificantes, inofensivos incluso. Pero piénselo usted bien: ¿quién soy yo…, cuál es mi autoridad moral para consentir que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos sufran mañana la venganza de los hijos y los hijos de los hijos de aquéllos a los que hoy nos vemos obligados a erradicar por ser una amenaza para Alemania? No sería yo una persona decente si sucumbiera a una debilidad moral y un escrúpulo y permitiera que eso llegara a suceder. Es necesario exterminar a los enemigos de Alemania, a todos. Es duro, no voy a negarlo, soy humano después de todo. Se trata probablemente de la decisión más difícil que hemos tomado en nuestras vidas, pero alguien tiene que hacerlo. No pretendo que usted me comprenda, Sturmbannführer, simplemente cumpla mis órdenes: el cumplimiento del deber nos endurece».
En aquel instante, Georg tuvo la certeza de lo que estaba ocurriendo, de la realidad más cruenta. ¡Realmente los estaban matando!, ¡a todos! De forma sistemática, organizada y precisa, el objetivo era hacer desaparecer a los judíos de la faz de la tierra: hombres, mujeres y niños serían exterminados sin criterio. Y lo peor era que estaban absolutamente convencidos de estar haciéndolo en nombre de una causa justa y suprema. Hasta tal punto estaban sus mentes enfermas.
Georg tenía que avisar a Sarah: tenía que ayudarla a huir de la masacre. Tenía que volver a verla…
Contempló una vez más la pastilla de Pervitin aún en la mano…
Con un rápido movimiento, se la metió de golpe en la boca. Entró en el baño, abrió el grifo del lavabo y bebió agua directamente de él para tragarla. Después, vació el resto del tubo en el váter y tiró de la cadena.
Supo que tarde o temprano se arrepentiría de haberse deshecho de las pastillas, lo que no se imaginaba entonces era que antes de que acabase el día ya se habría maldecido por haberlo hecho.
Georg subió las escaleras de dos en dos. El Pervitin empezaba a hacer efecto y se sentía lleno de energía, capaz de hacer cualquier cosa.
Llamó al timbre de la puerta de Sarah. Nadie contestó. Volvió a hacerlo. No hubo respuesta.
Había visto la librería cerrada y había pensado que Sarah estaría en casa. De nuevo presionó el botón: el sonido de un timbre sin respuesta le pareció ofensivo.
¿Dónde podría estar? ¿En casa de su abuela…? Había pasado ya la hora del almuerzo, por lo que en breve tendría que volver a abrir la librería… Golpeó con los nudillos la puerta, enérgicamente; todo lo hacía con extrema energía, no era capaz de moderar su fuerza.
—¡Sarah!
La golpeó una y otra vez, por último con el puño.
—¡Sarah!
Y entonces lo oyó: parecía el maullido de un gato, el graznido de una gaviota o el llanto de un bebé… ¿Qué demonios era aquello?
—¡Sarah! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Sarah!, ¿estás ahí? ¡Soy Georg! ¡Ábreme la puerta!
En verdad era el llanto de un bebé, admitió confuso. Un llanto cada vez más claro y potente.
Volvió a aporrear la madera y a apretar el timbre como un descosido.
—¡Por todos los diablos, Sarah! ¡Abre la puerta!
Aquel llanto iba a volverle loco. Se retiró unos pasos hacia atrás y reunió fuerzas para intentar echar la puerta abajo.
En aquel momento, la puerta se abrió lentamente. Georg se quedó paralizado.
—¿Qué es esto? ¿Dónde está Sarah?
Sin esperar respuesta, empujó la puerta y a la mujer desconocida que había detrás de ella y entró en la casa a grandes zancadas.
—¡Oiga!, ¿qué hace? ¿Quién es usted…?
A Marion le hubiera gustado mostrar más valor y decisión, pero estaba muy asustada. No era bueno que un hombre con uniforme de las SS aporrease la puerta de nadie. Pero entonces, al verlo merodear en círculos por la salita, nervioso como un lobo hambriento, lo reconoció; la cojera le había delatado. Aquel hombre era el oficial que acechaba a Sarah por todo París, que pasaba las horas bajo su ventana y vigilaba cada uno de sus movimientos.
—¿Dónde está Sarah Bauer? —Se volvió enfurecido.
¿Qué debía contestar ella?, se preguntó Marion angustiada. ¿Qué debía hacer con aquel chiflado furioso metido en casa?
Por la puerta del dormitorio apareció la señora Matheus con la pequeña en brazos; seguía llorando desconsoladamente y lo seguiría haciendo mientras no pudiera comer.
Las dos mujeres se miraron y Georg las miró a ellas. El estupor y el desconcierto reinaban entre los tres.
A Georg le entraron ganas de sacar la pistola y liarse a tiros para ver si aquellas mujeres estúpidas reaccionaban de una vez.
—¿Qué está pasando? ¿Dónde está Sarah Bauer? ¡Exijo una explicación! ¡Ya!
La señora Matheus, sin mediar palabra, se hizo a un lado y dejó libre el paso de la puerta del dormitorio. Georg comprendió; con un par de zancadas cruzó la salita y entró en la habitación.
Las cortinas estaban entreabiertas y en la penumbra la distinguió, acostada en la cama. Sarah no se movió.
Georg se angustió: no podía estar dormida con aquel escándalo. Corrió a su cama y se sentó junto a ella, ansiando encontrar algún signo de vida en su cuerpo inerte.
Sarah respiraba afanosamente y tenía la cara bañada en sudor. Sarah estaba viva… ¡Por Dios, estaba viva! Con la emoción apretándole el pecho, susurró su nombre y la acarició: ardía. Georg intentó secarle el sudor de la frente con las manos y ella entreabrió los párpados.
—Georg… —pronunció débilmente.
Marion no daba crédito a lo que acababa de escuchar: ¡Sarah había llamado a un oficial de las SS por su nombre de pila!
—¿Qué te ocurre, Sarah? ¿Qué tienes? —El tono de Georg era apremiante, desesperado.
La señora Matheus, que observaba la escena desde el umbral de la puerta, dejó al bebé en brazos de Marion y se acercó a la cama.
—Tuvo la niña hace una semana —empezó a relatar—. Nació aquí, en casa. Un parto sin problemas. Pero ayer comenzó a sentirse mal y esta mañana ha sufrido las primeras hemorragias; después, vino la fiebre, cada vez más alta, y no conseguimos bajársela.
Georg trató de calmarse y pensar con fluidez, pensar sólo en lo importante.
—Podría ser una infección… —concluyó—. Es necesario que la vea un médico inmediatamente…
—Mi marido ha ido a buscar uno —le informó la señora Matheus refiriéndose al doctor Vartan—. Pero acaba de marcharse, no hará diez minutos. Aún tardará en regresar.
—No hay tiempo —fue categórico—. Tengo el automóvil abajo, me la llevaré al hospital ahora mismo.
Dicho y hecho, Georg rodeó a Sarah con los brazos y la levantó en vilo. Al hacerlo, vio la cama manchada de sangre y la urgencia se le hizo aún más evidente.
—Ayúdenme a cubrirla con una manta. Rápido.
Las dos mujeres le miraban atónitas. La señora Matheus dudó, Marion se enfrentó directamente a él.
—¡Oiga! ¡No puede hacer esto! ¿Quién es usted para llevársela sin más?
—A lo mejor prefiere que me quede aquí, junto a su cama, contemplando cómo se muere.
—¡Pero es que ella no quiere ir al hospital! ¡Dice que la detendrán!
Georg miró a Sarah. Después, la estrechó entre sus brazos.
—No. No lo harán si yo estoy con ella.
Marion se quedó sin palabras.
Cuando la señora Matheus terminó de cubrir a Sarah con una manta, Georg se abrió camino hasta la puerta. Marion le seguía con el bebé inconsolable en brazos. Antes de que se marcharan, le detuvo.
—¿Y la niña? ¿Qué hará sin su madre? Tiene que comer…
—Dele leche de vaca… diluida en agua.
—¿Leche? —repitió Marion con sorna y atrevimiento—. Desde que los alemanes están en Francia, las vacas francesas ya no dan leche para los niños franceses.
Haciendo malabarismos, Georg se las ingenió para meterse la mano en el bolsillo del pantalón mientras sostenía a Sarah. Se sacó un par de billetes y los dejó sobre la mesa de un manotazo.
—Seguro que una mujer tan deslenguada como usted no tiene problemas para conseguir leche con esto.
Georg desapareció por la puerta, dejando a Marion con la boca abierta ante los marcos alemanes.
Georg tumbó a Sarah en un sofá del hall del hospital de la Pitié-Salpêtrière.
—No… No me dejes aquí… No quiero volver aquí. —Sarah estaba tan débil que apenas podía oponer resistencia—. ¿Dónde está la niña…? ¿Dónde está mi hija?
—Tranquilízate, Sarah… Pronto verás a tu hija. Pero antes tienes que ponerte bien. —Sarah se revolvía inquieta en el sofá—. Yo estoy contigo, Sarah. No debes preocuparte, todo va a ir bien, ¿de acuerdo?
—No me dejes, Georg…
—Ahora mismo vuelvo. Voy a buscar un médico. —Georg la besó en la frente—. Tranquila…
Se topó con dos enfermeras en la recepción. Georg se dirigió a una de ellas, la que no estaba hablando por teléfono.
—Disculpe, esa mujer necesita un médico urgentemente.
—Un momento, por favor —replicó sin levantar la vista de unos papeles.
—¡No, no tengo un momento!
La enfermera le miró con un gesto de desagrado: todo el mundo se creía que lo suyo era lo más urgente.
—Esa mujer está muy grave. Es necesario que la atiendan ahora mismo —explicó Georg, rebajando el tono.
La enfermera miró por encima de su hombro. En efecto, la mujer que estaba tumbada en el sofá no tenía buen aspecto. Sin alterar el gesto ni los modos, sacó un papel de debajo del mostrador.
—Hay que rellenar este impreso. Muéstreme su documentación, por favor.
Georg sacó el Soldbuch de la guerrera y lo dejó sobre el mostrador. La enfermera lo miró de reojo.
—La suya no, la de ella —aclaró, agriamente.
¿La de ella? Con la premura y la preocupación no había pensado en nada, simplemente se había dirigido al hospital más cercano que conocía sin reparar en que la Pitié era un hospital militar alemán y que no la admitirían sin identificarse. Pero Georg ya estaba allí y no estaba dispuesto a marcharse.
—No tengo la documentación de ella. Hemos venido aquí precipitadamente y no pensé en la identificación.
La enfermera suspiró.
—Pues lo siento, pero no puede ingresar sin documentación.
—Tramite su ingreso y luego se la traeré.
—Lo lamento, pero eso no es posible —se mostró inflexible.
Georg notaba cómo le subía el calor por el cuello, pero trataba de no perder los nervios.
—¿Me quiere usted decir que porque no he traído un maldito papel va a dejar que ella se muera en el hall de su hospital?
La mujer no parecía impresionada.
—Yo no dicto las normas, herr Sturmbannführer. Debe usted comprender que esto es un hospital militar y no se puede ingresar a cualquiera que pase por la puerta sin la debida identificación.
—Pero es que esta mujer no es cualquiera: es mi asistente y además es militar. —Georg vaciló brevemente antes de añadir—: SS Helferin Braun. Sandra Braun. Apunte el nombre en el maldito impreso, ahora. —Su furia crecía por momentos, le palpitaba en las sienes y le tensaba la mandíbula. Georg presentía que estallaría en breve si aquella mujer seguía mostrándose tan desagradable e intransigente—. Soy un oficial de las Waffen-SS, le ordeno que lo haga bajo mi responsabilidad.
La enfermera empezó a sentirse acosada. Echó una breve mirada a su compañera, que se había acercado alarmada por el tono de aquel oficial.
—Puede llevarla al hospital Saint-Antoine, o al Cochin —sugirió ésta—. Son hospitales públicos. No están lejos de aquí y allí la admitirán sin requisitos.
Georg se apaciguó momentáneamente. Si había otras opciones, quizá no convenía seguir forzando la situación y acabar metido en un fangal del que luego le sería difícil salir.
—¿Cuál es el más cercano?
La más amable de las dos enfermeras lo meditó durante unos segundos.
—Quizá el Saint-Antoine… Está al otro lado del río. Si cruza por el puente de Austerlitz y continúa recto, llegará a la rue du Faubourg Saint-Antoine, pregunte por allí.
Por fortuna, en el hospital Saint-Antoine el panorama cambió radicalmente. Durante el trayecto desde la Pitié, Sarah había perdido la conciencia, Georg creyó que iba a morir en sus brazos y estaba dispuesto a amenazar a punta de pistola a cualquiera que le pusiese la más mínima pega. No fue necesario. Nada más llegar varias enfermeras y sanitarios se movilizaron para atenderla.
—¿Qué le ocurre? —le preguntaron mientras la dejaba en una camilla.
Georg hizo grandes esfuerzos por expresarse en su francés rudimentario.
—Tiene fiebre y pierde sangre. Creo que mucha.
—¿Su nombre?
—Sarah Bauer.
—¿Edad?
—No… No lo sé. Veinte… Más, puede.
Sin perder más tiempo, empujaron la camilla hacia el interior del hospital. Georg pretendió seguirles.
—Lo siento, monsieur, usted no puede acompañarla —le detuvo con tono amable una enfermera—. Si lo desea, puede aguardar en la sala de espera.
Georg vio desaparecer a Sarah tras las puertas batientes. La impotencia suplantó a la furia. Experimentaba una agitación extrema, sentía que tenía que hacer algo, que no podía quedarse quieto viendo a Sarah alejarse en aquel estado, que él tenía que poder salvarla… Sin embargo, la enfermera lo estaba empujando con delicadeza hacia la sala de espera.
—No se preocupe, monsieur, su mujer ya está en buenas manos.
Aquella sala era como una celda de aislamiento, estrecha y sofocante. Los efectos del Pervitin estaban en su punto álgido y Georg no podía estarse quieto. Caminaba de punta a punta de la habitación con el ademán obsesivo de un maníaco y fumaba sin interrupción un cigarrillo tras otro hasta llevar consumidos ya más de dos paquetes. Las horas no pasaban en aquel lugar y todo lo que Georg deseaba era liarse a golpes con los muebles para desahogarse. Si seguía mucho más tiempo allí, acabaría por volverse loco.
No podría asegurar cuánto había permanecido en aquella sala endemoniada, lo único que sabía era que acababa de encender su último cigarrillo cuando un hombre cubierto con una bata blanca se dirigió a su encuentro.
—Soy el doctor Bernard. ¿Ha venido usted con Sarah Bauer?
Georg se le aproximó de forma casi espasmódica y violenta.
—¡Sí! ¿Cómo está?
El médico era un hombre mayor, cuyo aspecto afable y ademán sosegado apaciguaron inmediatamente el espíritu perturbado de Georg.
—¿Es usted su marido?
—No… No. Soy… —Georg titubeó. ¿Qué demonios era él de Sarah?—. Soy un amigo.
El doctor Bernard miró a Georg, reparó en su uniforme de las SS y su fuerte acento alemán: por lo menos aquel boche había tenido la decencia de no dejar tirada a la chica.
—¿Está bien?
De la expresión aséptica del doctor Bernard no se podía deducir nada.
—Ha dado a luz recientemente… —Al doctor Bernard le pareció conveniente aclarar aquel punto antes de nada.
—Sí… Sí, eso creo.
—Mademoiselle Bauer padece una infección puerperal, localizada en el endometrio.
—¿El endometrio?
—La membrana que recubre el útero. Es una complicación propia del posparto.
Georg trataba de mostrarse sereno, pero no podía disimular su inquietud.
—¿Es grave?
—La infección está considerablemente avanzada y mademoiselle Bauer se encuentra muy débil, ha perdido mucha sangre. Le hemos hecho una transfusión y aplicado la primera dosis de antibióticos. Es fundamental controlar la infección y evitar que se propague a órganos adyacentes o a otros por vía linfática o venosa. Las próximas veinticuatro horas serán cruciales para saber cómo responde al tratamiento.
A Georg le costaba horrores entender a aquel hombre.
—Pero… Estará bien, ¿verdad?
—Sin tratamiento, la infección es mortal. Ha hecho usted bien en traerla… ¿capitán?
—Comandante. Comandante Georg von Bergheim. ¿Puedo verla?
—No, ahora no. Es mejor dejarla descansar… Y, si me permite el consejo, usted también debería descansar, comandante. —Al doctor Bernard no se le habían pasado por alto la agitación contenida de aquel hombre ni sus pupilas dilatadas—. Váyase a casa y duerma. Si todo va bien, mañana podrá ver a mademoiselle Bauer.
«¿A casa…?». Georg se sintió desorientado: en ningún momento se había planteado marcharse de allí y dejar a Sarah. «No me dejes, Georg…». «Yo estoy contigo, Sarah…».
—¿Dónde puedo comprar cigarrillos, señor doctor? —preguntó en su torpe francés.
—Me temo que a estas horas en ningún sitio…
¿Por qué aquel maldito boche, un deleznable oficial de las SS, lo peor entre lo peor, le estaba inspirando tanta lástima?, se preguntó el médico francés. El doctor Bernard se metió la mano en el bolsillo y sacó una cajetilla de tabaco.
—Tenga… Quédesela.
Georg los aceptó sin reparos. Sentía que los necesitaba.
—Gracias.
—Si le pide una manta a alguna de las enfermeras, tal vez pueda dormir un poco aquí mismo. De verdad que creo que le hace falta —añadió el doctor Bernard antes de abandonar la sala de espera.
A la mañana siguiente Georg apenas se tenía en pie. La noche había sido un infierno: eterna, agónica y mortificante. Entre los efectos de la metanfetamina, la preocupación y la incomodidad, no había podido conciliar el sueño ni tan siquiera un minuto. Cuando se terminaron los cigarrillos del doctor Bernard, estuvo seguro de que no lo soportaría, que no aguantaría todos esos pensamientos embotando su cabeza: ¿desde cuándo estaba Sarah embarazada?, ¿y si era él el padre de la niña?, ¿y si Sarah se moría…? ¿Y si Sarah se moría? ¿Qué sería de él si Sarah se moría…?
Por fin amaneció. Pero con el amanecer llegó el colapso: Georg se sintió acabado, incapaz casi ni de moverse; lo único que deseaba era cerrar los ojos y dormir.
Una enfermera le despertó.
—¿Desea ver a Sarah Bauer?
Claro que lo deseaba… Pero no estaba seguro de poder levantarse de la silla. Si al menos tuviera el jodido Pervitin; maldita la hora en que lo tiró por el váter.
Tras mucho esfuerzo se puso en pie y, como un muerto viviente, siguió a la enfermera a través de pasillos blancos que olían a desinfectante.
Sarah estaba en una sala no muy grande con otras cinco camas ocupadas por otros cinco enfermos, aunque la suya estaba aislada con un biombo. Georg pasó al otro lado del biombo. Al ver a Sarah, experimentó un inesperado repunte de vitalidad. No obstante, se sentó en la cama junto a ella por si las piernas le flaqueaban.
Sarah le sonrió desde la almohada.
—Hola, Georg… ¿Cómo estás?
Georg buscó una de sus manos y la estrechó: aún estaba caliente.
—Eso debería preguntarlo yo…
—Estoy bien… Pero tú no tienes buena cara.
—Sólo estoy un poco cansado. ¿De verdad que estás bien?
—Sólo estoy un poco cansada —repitió ella con ganas de bromear—. De acuerdo, muy cansada. Pero dicen que se me pasará pronto.
—Claro que sí. Eres una chica fuerte.
—¿Dónde está Marie?
—¿Marie?
Sarah sonrió cohibida.
—Mi hija…
—Marie… —paladeó Georg el nombre como si quisiera hacerse con él—. La dejé con las mujeres que había en tu apartamento: la señora mayor y esa chica con tan mal carácter…
—Marion —apuntó Sarah divertida—. Y la señora Matheus.
—Está bien atendida, no te preocupes. Les dije cómo conseguir leche para que le dieran de comer.
Sarah resplandeció de alivio. Georg la observó con ternura y se llevó su mano a los labios para besarle el dorso. Con la punta de los dedos, acarició el óvalo de su bello rostro.
—¿Por qué no me dijiste que estabas embarazada?
—Porque entonces no lo sabía. —Sarah dejó de sonreír—. Además, no tenía por qué atosigarte con mis problemas… La niña no es tu hija, Georg.
—Eso no importa —replicó él sin vacilar—. Tú eres lo único que me importa: no me hubiera separado de ti, sabiendo el estado en el que estabas. Esto no hubiera ocurrido si yo hubiera estado contigo…
—Como siempre, comandante Von Bergheim, has llegado a tiempo. Pero no puedes pasarte la vida salvándome la mía…
—No quisiera hacer otra cosa que velar por tu vida, Sarah…
Si a la joven le hubiera quedado sangre suficiente en el cuerpo, se hubiera ruborizado. De algún modo, su corazón latió con fuerza para intentar insuflar rubor a sus mejillas.
—Eres un hombre bueno, Georg von Bergheim… Ya te lo había dicho antes, ¿verdad?
Georg asintió. Le hubiera gustado confesarle a Sarah que no era la bondad lo que le inspiraba. Pero entre ellos las cosas resultaban demasiado complicadas para esa clase de confesiones.
En aquel momento, asomó una enfermera por el biombo.
—Me temo, señores, que ya está bien por hoy. Hay que dejar que la paciente descanse.
—¿Volverás mañana?
—Volveré siempre —aseguró Georg, besando una vez más su piel caliente.