—Supongo que también viene a tomarle el pulso al mundo...
—me dijo con su hermosa, suave y amanerada voz, acompañando sus palabras con un gesto de la mano que abarcó
todo el paisaje.
En ese momento reparé en un cuaderno que descansaba sobre sus redondas y gruesas rodillas y un lápiz en su mano. En las páginas abiertas se veían trazos, líneas, zonas sombreadas... Cuando advirtió que lo miraba, lo cerró de inmediato. Era la primera vez que estaba a solas con él desde que había llegado al pueblo, y también la primera que me dirigía la palabra.
—¿Podría hacerme un favor? —me preguntó; y, como yo no contestaba y seguramente mi expresión era de sorpresa, con la
enigmática sonrisa que nunca lo abandonaba, añadió—: Tranquilícese; sólo me gustaría que me nombrara todas esas cimas que cierran el valle. No quisiera que mis mapas fueran imprecisos.
Y a continuación, con un amplio ademán me señaló las cumbres que se recortaban a lo lejos, temblando en la calorina de aquella tarde de verano y confundiéndose en algunos puntos con el cielo, que parecía querer disolverlas. Me acerqué, me arrodillé
junto a él para estar a su altura y, comenzando desde el este, empecé a nombrarlas:
—Aquél es el Hunterpitz. Lo llaman así porque su perfil recuerda la cabeza de un perro. Luego vienen los tres Schnikelkopf; después, el Bronderpitz, la cresta de los Hörni, la punta del Hörni, que es la cima más alta, el paso del Doura, la cresta de los Floria y, por último, en el extremo oeste, la muela de Mausein, con su forma de hombre encorvado bajo un fardo. El Anderer acabó de escribir los nombres en el cuaderno, que había vuelto a sacarse del bolsillo, pero que guardó de nuevo a toda prisa.
—Se lo agradezco infinito —dijo, y me estrechó la mano calurosamente con un destello de satisfacción en sus grandes ojos verdes, como si acabara de regalarle un tesoro. Me disponía a marcharme, pero añadió—: Tengo entendido que le interesan las flores y las plantas. Usted y yo nos parecemos. Soy un amante de los paisajes, las figuras y los retratos. Un vicio por completo inofensivo. He traído conmigo obras de arte bastante curiosas que quizá le interesen. Sería un placer enseñárselas si un día me concede el honor de visitarme.
Hice un leve ademán con la cabeza, pero no respondí. Nunca lo había oído hablar tanto. Lo dejé en la roca y me alejé.
—¿Y le has dicho todos los nombres? Wilhem Vurtenhau alzó
los brazos al cielo fusilándome con la mirada. Acababa de entrar en la ferretería de Röppel, cuando estaba contándole a Gustav mi encuentro con el Anderer, unas horas después de que se
produjera. Gustav Röppel era mi amigo. En la escuela nos sentábamos en el mismo pupitre y a veces le dejaba leer las respuestas a los problemas en mi libreta a cambio de clavos, algunos tornillos y unos metros de cordel, que él sisaba en la tienda, regentada en aquella época por su padre. Acabo de escribir que Gustav «era» mi amigo, porque ya no sé si lo es. La tarde del Ereigniës estaba con los demás. Cometió lo irreparable. Desde entonces no ha vuelto a dirigirme la palabra, aunque todos los domingos después de misa nos encontramos en el atrio de la iglesia, adonde el padre Peiper, rubicundo y vacilante, acompaña a sus ovejas para bendecirlas por última vez con gestos inacabados. Tampoco me he atrevido a poner los pies en la ferretería. Me da miedo que entre nosotros sólo quede un inmenso vacío. En cuanto a Vurtenhau, creo haber dicho ya que es tan rico como tonto. Aquella tarde pegó un puñetazo en el mostrador que hizo rodar al suelo una caja de chinchetas.
—Pero ¿te das cuenta de lo que has hecho, Brodeck? ¡Le has dado los nombres de todas nuestras montañas! ¡Y dices que los ha apuntado! —Estaba fuera de sí. En sus enormes orejas, de un cárdeno subido, parecía haberse agolpado toda la sangre de su cuerpo. De nada sirvió recordarle que los nombres de las cimas no eran un secreto, que todo el mundo los sabía, los conocía, que figuraban en muchos documentos. No se calmó—. Ni siquiera te has parado a pensar en lo que puede estar tramando mientras husmea por todas partes y hace preguntas en apariencia inofensivas, con esa cara de pez y esos modales empalagosos... ¡Un fulano que no se sabe de dónde ha salido!
Para tranquilizarlo, repetí lo que me había dicho el Anderer sobre los paisajes y las figuras, pero sólo conseguí encolerizarlo más. Salió de la ferretería soltando una frase a la que entonces no di importancia, pero en la que ahora empiezo a adivinar todas las amenazas que implicaba:
—¡Si pasa algo, será culpa tuya, Brodeck! ¡No lo olvides!
Y pegó un portazo. Gustav y yo nos miramos, encogimos los hombros a la vez y reímos a carcajadas, como cuando éramos niños.
14
Me costó casi dos horas llegar a la cabaña de Stern, cuando normalmente se tarda una. Pero nadie había abierto camino y, cuando dejé atrás los caducifolios y me adentré en los grandes abetales, la nieve era tan espesa que me hundía hasta las rodillas. El bosque estaba en silencio. No veía ningún animal, ningún pájaro. Sólo oía el rumor del Staubi, que unos doscientos metros más abajo salta un pequeño desnivel y se estrella contra enormes rocas.
Al pasar junto a la Lingen, había desviado la mirada y no me había detenido; incluso había apretado el paso, sintiendo el aire helado anegar mis pulmones como si quisiera abrasarlos. Me daba demasiado miedo ver al fantasma del Anderer en la misma actitud que antaño, sentado ante el paisaje en su pequeña silla, o extendiendo los brazos hacia mí para suplicarme. Pero suplicarme ¿qué?
Aunque hubiera estado en la fonda la noche en que todos enloquecieron, ¿qué habría podido hacer yo solo? La menor palabra, el menor gesto habría sellado mi destino y habría corrido la misma suerte que él. Eso también me aterraba: saber que, de haberme encontrado allí, no habría movido un dedo para impedir lo ocurrido, me habría empequeñecido todo lo posible y habría asistido impotente a la terrible escena. Mi cobardía me asqueaba, aunque no hubiera tenido ocasión de manifestarse. En el fondo era como los demás, como cuantos me rodeaban y me habían encargado aquel informe con el que esperaban exculparse.
Stern vive fuera del mundo, de nuestro mundo, quiero decir. Todos los Stern han vivido siempre como él, en medio del bosque, manteniendo las distancias con el pueblo. Pero él es el último Stern. Está solo. No tiene mujer ni hijos. Después de él, todo habrá acabado.
Se gana la vida curtiendo pieles. Baja al pueblo dos veces en invierno y pocas más durante el buen tiempo. Vende las pieles, además de los objetos que talla en troncos y ramas de abeto. Con el dinero que reúne, compra harina, un saco de patatas, guisantes secos, tabaco, azúcar y sal. Y, si le sobra algo, se lo gasta en aguardiente y regresa borracho a su casa. Nunca se pierde. Sus pies conocen el camino.
Cuando llegué, lo encontré ante la entrada de la cabaña, atando ramas secas para hacer una escoba. Lo saludé. Me respondió moviendo la cabeza, sin soltar palabra. Luego, se metió
en casa dejando la puerta abierta.
De las vigas colgaban montones de cadáveres animales y vegetales puestos a secar, cuyos acres y penetrantes efluvios se mezclaban en el aire y se te agarraban a la garganta. En el hogar, el fuego soltaba llamitas esmirriadas y mucho humo. Stern hundió un cucharón en un caldero y llenó dos cuencos con la espesa sopa que hervía en él, seguramente desde la mañana, una sopa de sémola y castañas. Luego, cortó dos gruesas rebanadas de pan duro y colmó dos vasos de un vino muy negro. Nos sentamos uno frente a otro y comimos en silencio, en medio de aquel hedor a carroña, que sin duda habría hecho huir a más de uno. Pero yo estoy acostumbrado a los hedores. No me molestan. Los había conocido peores.
En el campo, después de la Büxte y antes de convertirme en el Perro Brodeck, había sido durante muchos meses el Scheizeman, el hombre mierda. Mi trabajo consistía en vaciar las letrinas en que desaguaban los vientres de más de mil prisioneros varias veces al día. Eran grandes fosas de un metro de profundidad, dos de anchura y cuatro de longitud aproxima
damente. Había cinco y debía mondarlas con esmero. Para ello, sólo contaba con una cacerola sujeta a un mango de madera y dos grandes cubos de hojalata. Llenaba los cubos con la cacerola y a continuación, vigilado por una escolta, hacía el trayecto de ida y vuelta hasta el río, donde los vaciaba. A veces, la cacerola, que sólo se hallaba atada al mango con unos cordeles viejos, se soltaba y caía a la fosa. Entonces tenía que bajar y buscarla con las manos, sumergiéndolas en aquella masa inmunda. Recuerdo que las primeras veces eché las tripas y lo poco que llevaba en ellas. Luego me acostumbré. Uno se acostumbra a todo. Hay cosas peores que el olor a mierda. Hay cosas que no huelen a nada, pero corrompen los sentidos, el corazón y el alma con mucha más facilidad que los excrementos.
Los dos guardias que me acompañaban se tapaban la nariz con un pañuelo empapado en aguardiente y se mantenían a unos metros de mí, contándose historias de mujeres repletas de detalles obscenos que los hacían reír hasta la congestión. Yo me metía en el río. Vaciaba los cubos. Y siempre me sorprendía el frenesí de los centenares de alevines que acudían en grisáceos torbellinos a retozar en las heces agitando sus delgados cuerpos plateados en todas direcciones, como enloquecidos por el fétido manjar. Pero la corriente no tardaba en diluir la inmundicia, hasta que sólo quedaba el agua clara, la ondulación de las algas y los reflejos del sol, que golpeaba la superficie como si quisiera sembrar en ella monedas y esquirlas de espejo. A veces los guardias, absortos en la conversación, dejaban que me lavara en la corriente. Cogía un guijarro redondo y, a modo de jabón, me restregaba la piel para arrancarle la mierda y la mugre. En ocasiones también conseguía atrapar alguno de los pececillos que se entretenían entre mis piernas, seguramente esperando otra ración. Les apretaba el vientre con dos dedos para sacarles las tripas y me los metía en la boca a toda prisa, antes de que me vieran los guardias. Teníamos prohibido, so pena de muerte, comer nada aparte de los dos litros de maloliente caldo
que nos daban por la noche y el trozo de pan duro y agrio de la mañana. Masticaba los peces despacio, como si se tratara de una exquisitez.
En todo ese tiempo no me había librado del olor a mierda. Era mi única y verdadera ropa. Así que por la noche, en el barracón, disponía de más sitio para dormir, pues nadie quería acercárseme. Por su naturaleza, el hombre prefiere creerse un puro espíritu, forjador de ideas, sueños, fantasías y genialidades. No le gusta que le recuerden que también es materia y que aquello que expulsan sus intestinos forma parte de él en la misma medida que aquello que bulle y germina en su cerebro. Stern rebañó el cuenco con un trozo de pan. Luego soltó un breve silbido que hizo surgir de la nada a una criatura diminuta: un hurón que había amaestrado y que le hacía compañía se acercó a comer de su mano. De vez en cuando, sin dejar de zampar, el animal me lanzaba miradas curiosas con unos ojillos redondos y brillantes que parecían dos moras o dos perlas negras. Acababa de contarle a Stern cuanto había averiguado sobre los zorros. También le había mencionado las visitas a Limmat y la tía Pitz.
Se levantó lentamente, desapareció en la penumbra del fondo de la habitación y volvió con unas hermosas pieles rojizas atadas con una cuerda de cáñamo, que dejó sobre la mesa.
—Puedes añadir estos zorros a los tuyos. Hay trece. Y no he tenido que matarlos. Los encontré muertos, todos en la posición que dices.
Stern cogió una pipa y la llenó de tabaco hecho con hojas de castaño, mientras yo acariciaba las pieles, tupidas y lustrosas. Le pregunté qué podía significar todo aquello. Se encogió de hombros, dio una calada a la pipa, que gorjeó, y lanzó en mi dirección una bocanada de humo acre que me hizo toser.
—Yo no sé nada, Brodeck. Nada. No estoy en la cabeza de los zorros. —Se interrumpió para acariciar al pequeño hurón, que empezó a enroscársele en el brazo lanzando débiles
chillidos—. No sé nada sobre esos zorros —insistió—, pero me acuerdo de lo que contaba mi abuelo Stern sobre los lobos. En su época aún había. Ahora, cuando veo alguno, es un animal perdido que viene de lejos, o puede que sea el fantasma de un lobo. Una vez oí hablar a mi abuelo de una manada, una buena manada de más de veinte animales, según aseguraba. Se entretenía espiándolos, siguiéndolos un poco para ponerlos nerviosos. Y un día, de repente, nada. No vuelve a verlos ni a oírlos. Pensó que se habían cansado del juego y se habían ido al otro lado de las montañas. Pasa el invierno. Un señor invierno con mucha nieve. Llega la primavera. Mi abuelo recorre los bosques, como para inspeccionarlos, y al pie de las grandes peñas del Maulenthal ¿qué encuentra? Pues los restos de toda la manada, acabando de pudrirse. Allí estaban todos, del primero al último, los viejos, los jóvenes, las hembras... con el cráneo o el espinazo partido. Un lobo no se cae de lo alto de un risco, o en todo caso puede caerse uno, porque se despista o porque resbala, o tal vez porque una cornisa se hunda bajo sus patas. Pero no una manada entera.
Stern se calló y me miró a los ojos.
—¿Quieres decir que fueron directos a la muerte?
—Sólo digo lo que oí de boca de mi abuelo, eso es todo.
—Pero ¿los zorros?
—Los lobos y los zorros es como si fueran primos. Puede que los únicos que pensemos demasiado seamos los hombres. Stern volvió a encender la pipa, cogió al pequeño hurón, que ahora intentaba metérsele bajo la chaqueta, y llenó de nuevo los vasos.
Hubo un largo silencio. No sé en qué pensaría Stern, pero yo intentaba relacionar lo que acababa de contarme con lo que me había dicho el viejo Limmat, y no sacaba nada en limpio, nada que pudiera escribir en un informe y que un funcionario de S. fuera a aceptar sin arquear las cejas y arrojarlo a la estufa.
El fuego languidecía. Stern lo alimentó con unos haces de retama seca. Seguimos hablando durante casi una hora, de los campos y el invierno, de la caza y las talas de árboles, pero no volvimos a mencionar a los zorros. Luego, como el sol empezaba a ponerse y quería llegar a casa antes del anochecer, me despedí de Stern, que me acompañó fuera. Se había levantado viento, que agitaba las puntas de los grandes abetos haciendo caer montones de nieve que, convertida por las ráfagas en fina cellisca, acababa cubriéndonos los hombros de frías cenizas blancas. Nos estrechamos la mano, y fue entonces cuando Stern me dijo:
—¿Y el Gewisshor? ¿Sigue en el pueblo?
Estuve a punto de preguntarle a quién se refería, pero me acordé de que así era como algunos llamaban al Anderer: De Gewisshor, el Sabio, tal vez porque tenía un aspecto que impresionaba. No respondí de inmediato. De repente me había entrado frío. Y me dije que si Stern me preguntaba aquello era porque no sabía nada, porque en la famosa noche del Ereigniës no estaba en la fonda. Así que éramos al menos dos quienes no teníamos las manos manchadas de sangre. No sabía qué contestarle.
—Se marchó...
—Entonces espera —me pidió Stern, y volvió a la cabaña. Regresó segundos después con un paquete que me tendió—. Me lo había encargado. Ya está pagado. Si no vuelve, puedes quedártelo.
Eran una gorra, unas manoplas y unas zapatillas. Todo hecho con una hermosa piel de marta y cosido con gran esmero. Dudé, pero acabé poniéndome el paquete debajo del brazo.
—¿Sabes, Brodeck? —me dijo de pronto mirándome a los ojos—. Creo que ya no hay zorros. Se han muerto todos. Ya no habrá más.
Y como yo no respondí, porque no sabía qué decir, volvió a estrecharme la mano sin añadir nada. En cuanto a mí, tras unos
segundos de vacilación, emprendí el regreso siguiendo mi propio rastro.
15
Ya he dicho que el día de su llegada, cuando el Anderer había cruzado el portillo con sus bártulos, la noche se acercaba. Como un gato que acaba de ver un ratón y está seguro de que pronto lo tendrá entre las zarpas.
El crepúsculo es una hora curiosa. Las calles se vacían, y la penumbra las cubre de un gris frío y transforma las casas en extrañas siluetas vagamente amenazadoras. Es sorprendente el poder que tiene la noche para cambiar las cosas más corrientes y las caras más conocidas. Aunque a veces no las transforma sino que las revela, como si al cubrir de oscuridad paisajes y seres hiciera emerger su auténtica naturaleza. A esto que digo podría responderse con un encogimiento de hombros y pensar que describo miedos de otros tiempos, o que tejo una novela. Pero antes de juzgar y condenar hay que imaginar la escena, imaginarse a aquel hombre surgido de la nada —porque es verdad que había salido de la nada, como dijo Vurtenhau, que entre sus retahílas de memeces a veces dice alguna verdad—, con aquella vestimenta de personaje de otro siglo, los curiosos animales y las enormes maletas, entrando en nuestro pueblo, donde hacía años que no entraba nadie, así, tan tranquilo, con toda naturalidad. De modo que, ¿quién no habría sentido un poco de miedo?
—Yo no tuve miedo.
Es el hijo de Dörfer, el mayor, quien responde a mis preguntas. Fue el primero que vio al Anderer el día de su llegada.
La conversación tiene lugar en el bar de Pipersheim. Ha sido el padre del chico quien ha preferido que habláramos aquí
en vez de en su casa. Se habrá dicho que así podría tomarse unos vinos tranquilamente. Gustav Dörfer es un hombrecillo insignificante que siempre lleva la ropa sucia y huele a nabos cocidos. Trabaja en las granjas a jornal, y lo poco que gana se lo gasta en bebida. Su mujer pesa el doble que él, pero eso no le impide molerla a palos cuando está borracho, después de saquear la vivienda y destrozar la escasa vajilla. Le ha hecho cinco hijos, enclenques y tristes. El mayor se llama Hans.
—¿Y qué te dijo?
El chaval mira a su padre, como pidiéndole permiso para responder, pero a Dörfer le da igual. Sólo tiene ojos para su vaso, ya vacío, que contempla con dolorosa melancolía agarrándolo con ambas manos. Le hago una seña a Pipersheim, que nos observa tras la barra, para que se lo rellene, y Pipersheim se saca de la boca el palillo que chupa sin parar y que le deja las encías en carne viva y sangrando, además de un aliento insoportable, coge una botella y se acerca a llenar el vaso. La cara de Dörfer padre se ilumina un poco.
—Me preguntó cómo se iba a la fonda Schloss.
—¿Sabía el nombre o se lo dijiste tú?
—Lo sabía él.
—¿Y qué le respondiste?
—Le expliqué cómo se iba.
—¿Y él qué hizo?
—Apuntó lo que le dije en su cuaderno. —¿Y
después?
—Después me dio cuatro canicas muy bonitas que sacó de una bolsa, diciendo: «Muy reconocido.» —Muy reconocido... —Sí, yo no lo entendí. Aquí no se dice.
—Y las canicas, ¿aún las tienes?
—Me las ganó Peter Lülli. Es muy bueno, tiene una bolsa llena.
Gustav Dörfer no nos escuchaba. Tenía los ojos clavados en el nivel del vino, que descendía demasiado deprisa. El chico encogió el cuello entre los hombros. Tenía la frente cubierta de moretones, rasguños, costras y chichones, antiguos y recientes, y cuando conseguías cruzarte con su mirada y retenerla un instante, traslucía golpes y dolor, la cuota de heridas que cada día traía con implacable regularidad.
Volví a pensar en aquel cuaderno, que yo también había visto en manos del Anderer y donde lo apuntaba todo, por ejemplo el camino a la fonda, que sólo estaba a sesenta metros. A medida que se prolongaba su estancia entre nosotros, quien más quien menos empezó a darle vueltas al asunto del cuaderno, y lo que al principio había parecido una extraña manía —sacarlo a las primeras de cambio—, un tic absurdo que unas veces hacía sonreír y otras rezongar, no había tardado en convertirse en tema de agrias discusiones.
Recuerdo en especial una conversación que había sorprendido el 3 de agosto, un día de mercado, cuando éste terminaba y en el suelo no quedaba más que verdura estropeada, paja sucia, trozos de cuerda, astillas de banasta y restos de todo tipo que parecían arrojados allí por una marea invisible. A Poupchette le encanta el mercado, y suelo llevarla todas las semanas. Los pequeños animales encerrados en jaulas, cabritos, conejos, pollos y anadones, la hacen palmotear y reír. Y
los olores, a buñuelos, a fritura, a vino caliente, a castañas, a carne en los asadores, provocan temblores en sus delicadas aletas nasales. Y luego están los sonidos, las voces de todos y todas, que se mezclan como en una gran tina: los gritos, las llamadas, la labia de los charlatanes, las oraciones de los vendedores de imágenes religiosas, los fingidos enfados que rodean los regateos... Pero lo que más le gusta a Poupchette es cuando llega Viktor Heidekirch con su acordeón y lanza al aire las primeras notas, que tan pronto suenan a queja como a grito de alegría. Le dejan sitio, lo rodean y, de pronto, el runrún del
mercado parece apagarse, como si todos hubieran estado esperando la llegada del organista y en ese instante la música se convirtiera en lo único importante.
Viktor no se pierde ninguna fiesta ni ninguna boda. Aquí
sólo él sabe música, así como únicamente él tiene un instrumento en condiciones de sonar. Creo que hay un piano en la sala pequeña de la fonda Schloss, esa en la que se reúne la Erweckens'Bruderschaf, y puede que también instrumentos de metal. Diodème me aseguró que los había visto un día en que la puerta estaba entornada; luego, cuando para tomarle el pelo le dije que estaba muy bien informado, que parecía conocer muy bien esa sala y que al final resultaría que formaba parte de la hermandad, se molestó y me pidió que me callara. El acordeón de Viktor y su voz son un poco como nuestra memoria. Ese día hizo llorar a las mujeres y humedeció los ojos de los hombres al entonar El lamento de Johanni. Es una canción de amor y muerte cuyo origen se pierde en el tiempo; habla del sufrimiento de una chica que amaba sin ser correspondida y, antes que ver al hombre que hacía latir su corazón en brazos de otra, prefirió
sumergirse en el Staubi un día de invierno, a la hora del crepúsculo, y dormir para siempre en la fría corriente.
When de abend gekomm Johanni schlafft en de wasser Als besser sein en de todt dass alein immer verden De hertz is a schotke freige who nieman geker Und ubche madchen kann genug de kusse kaltenen
A veces nos acompaña Emélia. La tomo del brazo. Ella se deja guiar, y sus ojos miran cosas que sólo ella puede ver. El día de la conversación que quiero contar, estaba sentada a mi izquierda y tarareaba la canción moviendo la cabeza de atrás adelante lentamente. A mi derecha, Poupchette mordisqueaba la salchicha que acababa de comprarle. Estábamos apoyados en el pilar más grueso del mercado. Frente a nosotros, a unos metros,
la vieja Roswilda Klugenghal, que está medio loca y es medio vagabunda, hurgaba en la basura en busca de verdura y despojos. Encontró una zanahoria retorcida y, tras alzarla y examinarla, empezó a hablarle como si fuera una antigua conocida. Fue en ese momento cuando detrás del pilar se alzaron unas voces. Unas voces que reconocí de inmediato. Eran cuatro hombres: Emil Dorcha, guarda forestal; Ludwig Pfimling, mozo de cuadra; Bern Vogel, hojalatero, y Caspar Hausorn, empleado del ayuntamiento. Cuatro hombres que ya estaban bastante entonados con todo lo que habían bebido desde el amanecer y habían acabado de animarse con el mercado y su ambiente festivo. Daban voces, se trababan de vez en cuando y hablaban en tono categórico. Enseguida comprendí de qué.
—¿Lo habéis visto, curioseando por todas partes con esos ojos de garduña? —preguntó Dorcha.
—Ese fulano es rein schlecht, un mal bicho, os lo digo yo, malo y vicioso —aseguró Vogel.
—No se mete con nadie —objetó Pfimling—. Se pasea y mira, y siempre está sonriendo.
—¡Sonrisa a toda hora, sonrisa traidora, como dice el refrán!
¡Y además, tú eres tan tonto y estás tan ciego que no verías nada malo ni en el mismísimo demonio! —Hausorn, que era quien acababa de hablar, había escupido las palabras como quien tira piedras—. A algo habrá venido, digo yo —añadió en tono más comedido—. A algo no muy claro, ni muy bueno para nosotros.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Vogel.
—Todavía en nada; le doy vueltas, pero no lo sé. A un sujeto así, algo tiene que rondarle por la cabeza.
—Lo apunta todo en el cuaderno —observó Dorcha—. ¿No lo habéis visto hace un momento delante de los corderos de Wuzten?
—¡No lo hemos de ver! ¡Si ha estado no sé cuántos minutos sin quitarles ojo, apunta que te apuntará!
—No apuntaba —corrigió Pfimling—. Dibujaba. Lo he visto yo; aunque digas que no veo nada, eso lo he visto. Además, estaba tan a lo suyo que habría podido robarle hasta los pantalones y ni se habría enterado. Me acerqué a mirar por encima de su hombro y lo vi.
—¿Dibujar corderos? ¿Qué puede significar eso? —preguntó Dorcha mirando a Hausorn.
—¿Y cómo quieres que lo sepa? ¿Crees que tengo respuesta para todo?
La conversación se interrumpió. Incluso creí que había terminado ya, pero me equivocaba. Volví a oír una de las voces, pero no pude identificarla, porque hablaba en tono muy bajo y serio.
—Corderos no es que haya muchos. Me refiero en el pueblo... Puede que todo lo que dibuja sean símbolos y cosas por el estilo, como en la Biblia de la iglesia, y que sea una manera de explicar lo que es cada uno y lo que hizo en otros tiempos, para poder informar en el sitio del que ha venido... Un escalofrío me recorrió la espalda. No me gustaba aquella voz ni lo que acababa de insinuar, aunque el sentido no estaba del todo claro.
—Pero entonces, si ese cuaderno sirve para lo que dices, ¡no puede salir del pueblo!
Quien acababa de sacar aquella conclusión era Dorcha. A él sí lo reconocí.
—Puede que tengas razón —murmuró la otra voz, que seguía sin identificar—. Puede que el cuaderno no deba salir de aquí jamás, o tal vez quien no deba irse jamás sea su dueño... Luego, nada. Esperé. No me atrevía a moverme. Al cabo de unos instantes, asomé apenas la cabeza por detrás del pilar. Nadie. Los cuatro hombres se habían ido sin que los oyera. Se habían disuelto en el aire como las capas de bruma que la brisa del sur arranca de las crestas de nuestras montañas las mañanas
de abril. Incluso me pregunté si no habría soñado toda la conversación. Poupchette me tiró de la manga.
—¿A casa, papá, a casa? —Tenía los labios relucientes de grasa de salchicha, y una sonrisa preciosa le iluminaba los ojos. Deposité un sonoro beso en su frente y la senté sobre mis hombros. Se agarró a mi pelo y empezó a golpearme el pecho con las piernas—. ¡Arre, papá, arre!
Cogí a Emélia de la mano y la ayudé a levantarse. Ella se dejó hacer. La atraje hacia mí, acaricié su hermoso rostro, le di un beso en la mejilla y luego los tres nos habíamos vuelto a casa, mientras en mi mente seguían resonando las voces sin rostro de aquellos hombres y las amenazas que habían lanzado, como semillas que sólo esperan germinar.
Gustav Dörfer acabó durmiéndose sobre la mesa del bar, menos por la bebida que por el cansancio, cansancio corporal y cansancio vital. Hacía rato que su hijo y yo habíamos dejado de hablar del Anderer. El chico sentía pasión por los pájaros, lo que yo ignoraba, y me había preguntado por todas las especies que yo conocía y sobre las que tomaba notas durante mis recorridos. Así que hablamos de los tordos, de los que se conocen como zorzales y de los otros, los grises de marzo, que como su nombre indica no vuelven a nuestra región hasta la primavera; de los piquituertos, que abundan en los pinares; los abadejos, los paros, los mirlos, las perdices de las nieves, los urogallos, los faisanes de montaña y los soldados azules, que deben su curioso nombre tanto al color del plumaje de su pecho como a su afición a pelearse; las cornejas y los cuervos; los pardillos, las águilas y las lechuzas.
Bajo la frente cubierta de señales del chaval, que tenía doce años, se ocultaba un cerebro lleno de conocimientos, y su mirada se animaba en cuanto empezaba a hablar de pájaros. Por el contrario, cuando se volvía hacia su padre y advertía su presencia, que nuestra conversación le había hecho olvidar por unos momentos, sus ojos se apagaban y entristecían de nuevo al
contemplarlo, mientras él roncaba con la boca abierta, la cara aplastada contra la vieja madera, la gorra torcida y la baba cayéndole por la comisura de la boca.
—Cuando veo un pájaro muerto y lo cojo —me dijo—, los ojos se me llenan de lágrimas. No puedo evitarlo. Nada puede justificar la muerte de un pájaro. Pero si mi padre reventara ahora mismo, aquí, a mi lado, le juro que me pondría a bailar alrededor de la mesa y lo invitaría a usted a una copa. ¡Palabra!
16
Estoy en la cocina. Acabo de ponerme la gorra de piel de marta. También llevo las zapatillas y las manoplas.
Un extraño calor se apodera de mí y me produce un sopor agradable, parecido al que nos invade cuando, un atardecer de finales de otoño, tomamos un par de copas de vino caliente tras una larga caminata. Me siento a gusto y pienso. En el Anderer, por supuesto. No pretendo decir que haberme puesto estas prendas que eran para él, que él mismo había encargado —y por cierto, ¿cómo conoció a Stern, que, como ya he dicho, apenas viene al pueblo, y cómo supo que cosía pieles?—, me permita penetrar en los pensamientos y en el pequeño universo de su mente. Sin embargo, tengo la sensación de acercarme a él, de volver a estar junto al Anderer y de que, con un gesto o una mirada, quizá va a decirme algo más sobre sí mismo. Debo confesar que me siento perdido. Me han encomendado una misión que supera en mucho la fuerza de mis hombros y la de mi inteligencia. No soy abogado. No soy policía. No soy escritor. Este relato, llegue o no a leerse, lo demuestra de sobra: avanzo, retrocedo, me salto el hilo temporal como quien salta una cerca, me voy por las ramas y, sin quererlo, quizá no explico lo esencial.
Cuando releo las páginas precedentes, me doy cuenta de que me muevo entre las palabras como un animal acosado que huye a toda velocidad, zigzaguea y trata de despistar a los perros y cazadores que van en su persecución. En este batiburrillo hay de todo. Me vacío en él. Escribir me calma el corazón y el estómago.
El informe que me han encargado los otros es diferente. No uso ningún tono. Transcribo las conversaciones casi al pie de la letra. Me contengo. Además, hace unos días Orschwir me advirtió que, el próximo viernes a última hora, tenía que presentarme en el ayuntamiento.
—Ven a vernos el viernes, Brodeck. Nos leerás... Vino a casa personalmente para decírmelo. Dejó caer su corpachón en la silla que le acercó Fédorine, a la que ni saludó
ni dio las gracias, se quitó la gorra de piel de nutria y rechazó el vaso de vino que le ofrecí.
—Gracias, no tengo tiempo. Hay mucha faena. Treinta cerdos para matar esta mañana. Y si no estoy yo, son capaces de desgraciármelos...
Oímos pasos sobre nuestras cabezas. Era Poupchette, que trotaba allá arriba como una musaraña. Luego hubo otros pasos, más lentos, y también más pesados, y una voz lejana, la de Emélia canturreando. Orschwir alzó la cabeza un instante y luego me miró como si fuera a decir algo, pero cambió de opinión. Sacó la petaca y lió un cigarrillo. Un enorme silencio, duro como una piedra, se instaló entre nosotros. Orschwir estaba entreteniéndose sin motivo, cuando acababa de decirme que lo esperaban en la granja. Dio un par de caladas al cigarrillo, y un olor a miel y aguardiente añejo inundó la cocina. Orschwir no fuma cualquier cosa. Gasta tabaco de rico, muy rubio y bien cortado, que le traen de lejos.
Miró otra vez al techo y de nuevo volvió su horroroso rostro hacia mí. Ya no se oía nada, ni los pasos ni la voz de Emélia. Desentendiéndose de nosotros, Fédorine había rallado unas patatas y preparaba tortitas — Kartfolknudle— haciendo rodar la masa entre las manos; luego, las freiría en aceite hirviendo y tras espolvorearlas con semillas de adormidera nos las serviría. Orschwir carraspeó.
—¿No te sientes un poco solo? —Negué con la cabeza. El pareció reflexionar, dio una calada al cigarrillo y se atragantó,
casi se ahogó. Se puso tan rojo como las cerezas silvestres que maduran en junio, y los ojos se le humedecieron. La tos acabó
apagándose—. ¿Necesitas algo?
—Nada.
Orschwir se pasó la manaza por ambas mejillas, como si se afeitara con ellas. Yo me preguntaba adónde quería ir a parar.
—Bueno, entonces te dejo —dijo con tono vacilante. Lo miré a los ojos para intentar descubrir lo que había en el fondo de los suyos, pero los bajó de inmediato. De pronto, me oí responder con una frase sorprendente, una frase que no parecía mía, porque me sonaba a amenaza:
—Te viene bien hacer como si ninguna de las dos existiera,
¿eh? Te viene bien, ¿verdad?
La frase tuvo el efecto de enmudecer a Orschwir definitivamente. Vi que intentaba pensar en lo que acababa de decirle, que les daba vueltas y más vueltas a las palabras pronunciadas por mí para tratar de encajarlas; pero seguramente no lo consiguió, porque se levantó de un brinco, cogió la gorra, se la caló hasta las cejas y se marchó. Al cerrarse, la puerta había emitido su seco y débil maullido. Y de pronto, por obra y magia de ese ruido insignificante, había vuelto a verme al otro lado de aquella puerta dos años antes, el día de mi regreso. Toda la gente con quien me había encontrado desde que había llegado al pueblo me había mirado con los ojos y la boca muy abiertos, pero sin decir una palabra. Algunos habían corrido a sus casas para llevar la noticia de mi regreso, y todos habían comprendido que había que dejarme solo, que no era el momento de hacerme preguntas, que lo único importante para mí
era llegar ante la puerta de mi casa, accionar el picaporte, empujar la hoja, oír su débil chirrido, volver a entrar en mi hogar, reunirme con la mujer a quien amaba, con la mujer en la que no había dejado de pensar, rodearla con los brazos, estrecharla con fuerza hasta hacerle daño y unir al fin de nuevo mis labios a los suyos.
¡Oh, cuántas veces había hecho en sueños esos gestos, ese camino, esos pocos metros! Así que aquel día, cuando empujé la puerta, mi puerta, la puerta de mi casa, temblaba y el corazón me golpeaba el pecho como si quisiera salirse. Llegué a creer que me faltaría el aire y moriría allí mismo, en cuanto cruzara el umbral, que moriría de pura felicidad. Pero, de pronto, el rostro de la Zeilenesseniss surgió ante mí, y quedé helado en mi felicidad. Fue como si me hubieran metido un puñado de nieve entre la camisa y la piel. ¿Por qué en ese preciso momento salía del limbo el rostro de aquella mujer para bailar ante mis ojos?
Durante las últimas semanas de la guerra, el campo se había convertido en un sitio aún más extraño. Rumores incesantes y contradictorios lo barrían como vientos helados o abrasadores. Los recién llegados murmuraban que la guerra tocaba a su fin y que nosotros, que nos arrastrábamos y parecíamos cadáveres, nos encontrábamos en el bando de los vencedores. Entonces, en la mirada de los muertos vivientes en que nos habíamos convertido, se encendía una luz hacía mucho tiempo apagada y que volvía a mostrar su frágil brillo. Pero, acto seguido, la brutalidad de los guardias ahuyentaba la angustia que habían dejado traslucir por unos instantes y, como para reafirmar que eran nuestros amos, la emprendían a bastonazos, patadas, culatazos, con el primero de nosotros que pasaba cerca, y lo hundían en el barro como quien trata de hacer desaparecer una huella o un desperdicio. No obstante, su nerviosismo y sus expresiones siempre preocupadas nos daban a entender que en realidad pasaba algo.
El guardia al que yo pertenecía ya apenas se ocupaba de mí. Si durante semanas todos los días se había divertido poniéndome un grueso collar de cuero alrededor del cuello, sujetándolo a una correa trenzada y paseándome por el campo de esa guisa, yo a cuatro patas, delante, y él siguiéndome, erguido sobre las dos piernas y sobre sus certezas, ahora ya no lo veía más que a las horas de comer. Se acercaba furtivamente a la perrera que me
servía de vivienda y echaba dos cucharones de sopa en la escudilla; pero me daba cuenta de que aquel juego ya no lo divertía. Había palidecido, y dos profundas arrugas que no recordaba haberle visto le surcaban la frente. Sabía que antes de la guerra había sido contable, que tenía mujer y tres hijos, dos chicos y una chica, y gato en vez de perro. De aspecto inofensivo, carácter apocado y mirada huidiza, sus manos, que se lavaba escrupulosamente varias veces al día silbando música militar, eran pequeñas y cuidadas. A diferencia de otros muchos guardias, no bebía y nunca visitaba el barracón sin ventanas destinado a las prisioneras que estaban a disposición de los guardias, y a las que jamás vimos. Era un hombre corriente, pálido y reservado, que siempre hablaba en el mismo tono, sin levantar la voz, pero que en dos ocasiones, sin dudarlo un instante, había matado a vergajazos a sendos prisioneros que se habían olvidado de saludarlo quitándose la gorra. Se llamaba Joss Scheidegger. He tratado de olvidar ese nombre con todas mis fuerzas, pero nadie manda en su memoria. Sólo puede adormecerla un poco, a veces.
Una mañana hubo en el campo un enorme alboroto, muchísimos ruidos, órdenes, preguntas vociferadas... Los guardias corrían en todas direcciones, recogían su impedimenta, cargaban en carretas montones de cosas... En el aire, como imponiéndose al hedor que despedían nuestros pobres cuerpos, flotaba otro olor, acre y apremiante: el miedo había cambiado de bando. En su enorme agitación, los guardias se habían olvidado de nosotros. Antes existíamos para ellos como esclavos; esa mañana ni siquiera existíamos.
Yo estaba tumbado en la perrera, al calor de los cuerpos de los dogos, contemplando el curioso espectáculo de la desbandada. Observaba los movimientos, escuchaba las llamadas, las órdenes, órdenes que no nos concernían. Al rato, cuando la mayoría de los guardias ya había desaparecido, vi a Scheidegger dirigiéndose a un barracón cercano a la perrera que albergaba las
oficinas del padrón. Poco después volvió a salir con una bolsa de cuero que posiblemente contenía documentos. Al verlo, uno de los dogos ladró. Scheidegger miró hacia la perrera, se detuvo y pareció dudar. Echó un vistazo alrededor y, al comprobar que nadie lo veía, se acercó a la perrera a toda prisa, se arrodilló
junto a mí, buscó en un bolsillo, sacó una pequeña llave que yo conocía muy bien y, con movimientos torpes, abrió la cerradura de mi collar. Luego, no sabiendo qué hacer con la llave, la tiró al suelo como si le quemara en la mano.
—A saber quién pagará por todo esto...
Scheidegger murmuró esas palabras —en definitiva, las miserables palabras de un contable, despreciables e indignas—
mirándome por primera vez a los ojos y esperando quizá que le diera una respuesta. Tenía la cara cubierta de sudor y aún más pálida que de costumbre. ¿Qué pretendía con aquel gesto? ¿El perdón? ¿Mi perdón? Permaneció así durante unos segundos, mirándome fijamente, implorante, asustado. Entonces me puse a ladrar, solté un lúgubre, melancólico y largo ladrido, que los dos dogos imitaron y prolongaron. Aterrorizado, Scheidegger se levantó de un salto y huyó a la carrera.
En apenas una hora no quedó un guardia en todo el campo. Sólo el silencio. No se oía nada ni se veía a nadie. Luego, poco a poco, tímidamente, las sombras empezaron a salir de los barracones, sin atreverse aún a mirar de verdad alrededor, sin decir nada. Las calles del campo se llenaron de aquel indeciso e incrédulo ejército de mejillas hundidas y macilentas y siluetas vacilantes. Pronto fue una muchedumbre compacta, frágil y todavía muda, que comprobó su nueva situación vagando sin rumbo de un sitio a otro, recorriendo el campo en extraña procesión, abrumada por una libertad que nadie se atrevía a nombrar.
Lo increíble tuvo lugar cuando ese gran río de carne y huesos sufrientes dobló la esquina del barracón de los guardias y sus jefes. De pronto, todo se detuvo. Los primeros habían
levantado la mano y, sin una palabra, los demás se pararon. Sí, acababa de producirse lo increíble: ante los centenares de criaturas que poco a poco volvían a convertirse en hombres, estaba la Zeilenesseniss, sola. Totalmente sola. Inmensamente sola.
No creo en el destino. Ni tampoco en Dios. Ya no creo en nada. Pero estoy dispuesto a aceptar que en aquel encuentro entre una multitud indeciblemente lastimosa y quien había sido el símbolo de sus verdugos intervino algo más que la mano del azar.
Porque, ¿qué hacía ella allí, cuando ya no quedaba un solo guardia? Tal vez se había ido con los demás y luego había vuelto a toda prisa en busca de algo olvidado. Primero se oyó su voz. La misma de siempre, segura de sí, de su poder y su derecho, aquella voz de señora que unas veces ordenaba ahorcar a uno de nosotros y otras cantaba nanas a su hijo.
Yo estaba lejos y no oí lo que decía, pero me di cuenta de que hablaba como si no hubiera pasado nada. Seguramente no sabía que estaba sola en el campo. Abandonada. Tal vez creía que todavía había guardias dispuestos a ejecutar la menor de sus órdenes y matarnos a golpes si ella quería y así lo mandaba. Pero nadie le respondió. Nadie se acercó a servirla o ayudarla. Nadie hizo un gesto frente a ella. Siguió hablando, pero poco a poco su tono fue cambiando. El ritmo se aceleró al tiempo que bajaba la intensidad; y de pronto estalló, se convirtió en grito y volvió a apagarse.
Hoy, me imagino sus ojos. Me imagino los ojos de la Zei- lenesseniss cuando empezó a comprender que era la última, que estaba sola y que quizá, sí, quizá, no volvería a salir de aquel campo, que aquel campo iba a convertirse en tumba también para ella.
Me contaron que empezó a golpear con los puños a los de la primera fila. Ninguno se lo impidió. Se limitaron a apartarse. Entonces, fue metiéndose poco a poco en el enorme río de los
cadáveres andantes, sin saber que jamás volvería a salir, porque las aguas se cerraban a sus espaldas. No se oyó ningún grito, ninguna queja. Sus palabras se ahogaron con ella. El río se la tragó, y la Zeilenesseniss tuvo un final sin odio, un final casi mecánico, a su medida, en definitiva. No puedo jurarlo, pero estoy convencido de que nadie le puso la mano encima. Murió
sin que la golpearan, sin que le dirigieran la palabra, ni siquiera una de aquellas miradas que tanto había despreciado. La imagino tropezando y cayendo al suelo. La imagino extendiendo los brazos e intentado agarrarse a las sombras que pasaban junto a ella, sobre ella, sobre su cuerpo, sobre sus piernas, sobre sus blancos y delicados brazos, sobre su vientre y su empolvado rostro, unas sombras que no le prestaron la menor atención, que ni la miraron ni le brindaron la menor ayuda, que tampoco se ensañaron con ella, que simplemente pasaron, pasaron, pasaron, pisándola como se pisa el polvo, la tierra o la ceniza. Al día siguiente, descubrí lo que quedaba de ella. Era un lamentable amasijo hinchado y lívido. Su belleza había desaparecido. Parecía un globo de carne o una Strohespuppe, una de esas muñecas de paja que pasean por las calles del pueblo el día de San Juan y arrojan a una gran hoguera al llegar la noche, mientras cantan y bailan para celebrar el verano, esas grandes muñecas que hacen los niños rellenando de heno seco ropa vieja de mujer. Su cara ya no existía. Ya no tenía ojos ni boca ni nariz. Era una masa redonda y sanguinolenta, tensa como una pelota, unida a una larga melena rubia embarrada. Si la reconocí
fue gracias a sus cabellos. Sus cabellos, que hasta entonces, mientras me arrastraba por el suelo haciendo el perro, me habían parecido cegadores y obscenos filamentos de sol. Muerta, seguía teniendo ambos puños apretados con tanta fuerza que parecían dos piedras. De uno asomaba una cadenilla de oro finamente trabajada, con una medalla, una de esas medallitas grabadas que representan a un santo o una santa y se les ponen a los recién nacidos en el bautismo. Puede que hubiera
vuelto sobre sus pasos precisamente por esa medalla, al no verla en el pequeño y delicado cuello de su hijo. Había regresado al campo con la intención de marcharse enseguida. Seguramente no sabía que cuando se abandona el Infierno nunca hay que volver la vista atrás. Pero, en el fondo, morir por ignorancia o morir bajo miles de pisadas de hombres que han recuperado la libertad viene a ser lo mismo. Cierras los ojos y luego ya no hay nada. La muerte no es exigente. No pide ni héroes ni esclavos. Se come lo que le dan.
17
—La cerveza no mancha, y el aguardiente tampoco. Pero el vino...
El padre Peiper no paraba de gruñir. Estaba en calzoncillos y camiseta junto al fregadero de piedra, frotando la blanca casulla con un cepillo de grama y una pastilla de jabón.
—¡Y encima, justo sobre la cruz! Si no consigo quitarla, los gazmoños y las beatas dirán que es un símbolo... ¡Los símbolos son cosa de la Iglesia, estamos de símbolos hasta las cejas, no necesitamos más!
Yo lo miraba sin decir nada. Estaba sentado en un rincón, en una silla coja con la anea desgastada. En la cocina hacía un calor sofocante y olía a cacharros sucios, grasa coagulada y vinazo derramado. Centenares de botellas vacías se amontonaban por todas partes, y en decenas de golletes el cura había colocado velas, que estiraban sus frágiles llamas hacia el techo. Peiper dejó de restregar la vestidura, la lanzó con rabia al fregadero y se volvió.
—Brodeck... —murmuró mirándome sorprendido, como si se hubiera olvidado de mí y acabara de descubrirme—. ¿Un vino? —Negué con la cabeza—. Aún no lo necesitas... Tienes suerte. —Para encontrar una botella en que quedara vino, hubo de remover otras muchas, que produjeron un estrepitoso tintineo. Cuando al fin dio con una, la agarró del gollete como si le fuera la vida en ello y se sirvió. Luego cogió el vaso con ambas manos, lo levantó a la altura de su cara y, con voz grave teñida de ironía, entonó—: Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre...
Y tras echárselo al coleto, hizo resonar el culo del vaso contra la mesa y soltó una carcajada.
Había pasado a verlo después de ir al ayuntamiento para leer el informe, como me había pedido Orschwir. Ese día, la noche había caído de golpe sobre el pueblo, como un hacha sobre un tajo. Durante la mañana se habían acumulado en el valle grandes nubes procedentes del oeste que, encajonadas, atrapadas en la trampa de las montañas, habían empezado a girar sobre sí mismas enloquecidamente, hasta que hacia las tres un fuerte viento frío llegado del norte las había partido en dos. Su vientre, abierto de par en par, había dejado escapar una densa nieve de testarudos y gruesos copos, pegados unos a otros como los aguerridos soldados de un ejército infinito. Cuajaban en todas partes: tejados, muros, calles, árboles... Era el 3 de diciembre. Las nevadas precedentes sólo habían sido un preludio. Todos lo sabíamos. Pero aquella, la que caía ese día, iba en serio. Era la primera gran nevada. Habría más, y tendríamos que vivir con ellas hasta la primavera. El Zungfrost —el Lengua Helada— había encendido sendos faroles a ambos lados de la puerta del ayuntamiento y despejaba el camino con una gran pala, amontonando la nieve a derecha e izquierda. Con la ropa cubierta de copos semejantes a plumas, parecía una gallina gigante.
—¡Hola, Zungfrost!
—¡Ho... ho... hola, Bro... Brodeck! ¿Has vis... visto la... la que es... está... ca... ca... cayendo? —Vengo a ver al alcalde.
—Ya lo... ya lo sé. Te es... te espe... te espera arri... arriba. El Zungfrost es unos años más joven que yo. Siempre sonríe, pero no es un retrasado. Además, puede que su sonrisa sólo sea una mueca. Un día, hace mucho tiempo, la cara se le había quedado congelada; la cara, la sonrisa, la lengua, todo. Tenía siete u ocho años. Fue en mitad de otro largo invierno. Los niños del pueblo, mayores y pequeños, nos habíamos juntado en una curva del Staubi, ese año helado por completo. Nos
deslizábamos por el hielo. Nos empujábamos. Reíamos. Al rato, alguien, nunca supimos quién, cogió la merienda del Zungfrost
—una tajada de tocino y un mendrugo— y la lanzó a lo lejos, sobre el hielo. El Zungfrost miró su merienda, que se deslizaba y se deslizaba, hasta detenerse a uno o dos metros de la otra orilla, y empezaron a resbalarle gruesos y silenciosos lagrimones por las mejillas, tan redondos como bayas de muérdago. Los demás nos echamos a reír.
—¡Deja de llorar y ve a buscarlo de una vez! —le gritó de pronto un chico.
Hubo un silencio. Todos sabíamos que en aquel sitio la capa de hielo debía de ser muy fina, pero nadie dijo nada. Esperamos. El Zungfrost vaciló; luego, quizá por amor propio, para demostrar que no era un cobarde, o quizá simplemente porque tenía hambre, empezó a gatear por el hielo muy despacio. Los demás contuvimos la respiración. Nos sentamos en la orilla unos junto a otros y lo observamos. Avanzaba como un pequeño animal, con enorme cautela, y era evidente que procuraba hacerse tan liviano como podía, aunque tampoco debía de pesar mucho. A medida que se acercaba a su merienda, nuestro pequeño grupo fue saliendo de su estupor, y todos empezamos a animarlo a coro, a un ritmo cada vez más rápido. En el instante en que extendía la mano hacia el pan y el tocino, el hielo se partió y desapareció bajo su cuerpo como un mantel retirado de una mesa de un tirón, mientras el Zungfrost se hundía en el río sin un grito.
Fue el tío Hobel, un guarda forestal, que pasaba cerca de allí, quien, alertado por nuestros gritos, lo sacó minutos después con la ayuda de una larga pértiga. La cara del Zungfrost se veía blanca como el papel. Hasta los labios se le habían vuelto blancos. Tenía los ojos cerrados y sonreía. Todos creímos que estaba muerto. Horas más tarde, tras restregarle el cuerpo con alcohol y taparlo con mantas, despertó. La vida afluyó por sus venas y la sangre por sus mejillas. Enseguida había pedido su
merienda, pero lo había hecho trabándose en las sílabas, como si la boca se le hubiera congelado en la fría corriente y tuviera la lengua medio muerta, atrapada bajo un caparazón de hielo. Desde entonces, todos lo llamábamos por su apodo, el Zungfrost.
En el primer piso, oí voces procedentes de la sala del concejo. El corazón empezó a latirme un poco más deprisa. Respiré
hondo, me descubrí y llamé a la puerta antes de entrar. La sala es enorme. Incluso diría que demasiado grande para lo poco que hay que hacer en ella. Es de otra época, de un tiempo en que la prosperidad de un municipio se medía por el tamaño de sus edificios públicos. El techo se pierde en las alturas. De las paredes, simplemente encaladas, cuelgan mapas antiguos, pergaminos enmarcados donde letras floridas e inclinadas fijan derechos, servidumbres y arriendos que se remontan a la época en que la población dependía de los señores de Molensheim, antes de que el emperador la eximiera de toda dependencia en una cédula de 1756. Todos los documentos ostentan sellos de cera, que cuelgan de acartonadas cintas. Habitualmente, frente a la gran mesa tras la que se sienta el alcalde en medio de los concejales hay varias filas de bancos, reservados a los vecinos que quieran asistir a las sesiones. Ese día, la mesa se hallaba en su sitio, pero los bancos se amontonaban en un rincón de la sala, apilados unos sobre otros en un caos indescriptible. Y frente a la mesa sólo había una silla y un minúsculo escritorio.
—Acércate, Brodeck. No vamos a comerte...
Detrás de la gran mesa estaba Orschwir, que era quien acababa de hablar. Sus palabras provocaron las risas de los demás, risas ahogadas, seguras, que traslucían complicidad. ¿He dicho los demás? Sólo eran dos. A la izquierda del alcalde estaba el señor Knopf, que me miraba por encima de los sucios quevedos mientras atacaba la pipa. Y a la derecha, con una silla vacía en medio, Göbbler, que tenía la cabeza adelantada hacia
mí y ligeramente vuelta, como si ahora intentara ver las cosas y a la gente con las orejas en vez de con los ojos, que cada día lo traicionaban más. Göbbler... El corazón me dio un vuelco cuando lo vi allí.
—¿Qué, vas a sentarte? —dijo Orschwir en un tono que pretendía ser afable—. Estás entre amigos, Brodeck. Siéntete como en casa. No tienes nada que temer.
Estuve a punto de preguntarle el motivo de la presencia de mi vecino, e incluso de Knopf, que pese a ser un notable no formaba parte del concejo. ¿Por qué ellos y no otros? ¿Por qué
justo ellos? ¿En calidad de qué? ¿A título de qué? ¿Con qué derecho estaban tras aquella mesa?
Todas esas preguntas me bullían en la cabeza, cuando oí
abrirse la puerta tras de mí. Una gran sonrisa iluminó el rostro de Orschwir.
—Acérquese, por favor —pidió respetuosamente al recién llegado, al que yo aún no veía—. No se ha perdido nada; ahora mismo íbamos a empezar.
En la sala, resonaron unos pasos lentos, acompañados por los golpes de un bastón. El recién llegado avanzaba hacia mí, que le daba la espalda. Estaba acercándose. Yo no quería volverme. Se detuvo a unos metros de mí y, de pronto, oí su voz, que dijo «Buenas tardes, Brodeck», su voz, que me saludó como había hecho cientos y cientos de veces en el pasado. Mi corazón dejó de latir, cerré los ojos y sentí que las manos se me humedecían y un sabor amargo colmaba mi boca hasta inundarla, como si quisiera ahogarme. Los pasos se reanudaron y, con ellos, su sonido, de una elegante lentitud. Poco después se oyó el chirrido de una silla, y luego nada. Abrí los ojos. Ernst-Peter Limmat, mi viejo maestro, acababa de sentarse a la derecha de Orschwir y me miraba con sus grandes ojos azules.
—¿Se te ha comido la lengua el gato, Brodeck? ¡Vamos!
Ya estamos todos. Puedes empezar a leer lo que has escrito.
Orschwir pronunció esas palabras frotándose las manos, como se las frotaba cuando acababa de hacer un buen negocio. No era la lengua lo que se me habían comido. Lo que había perdido de repente no era eso, sino quizá un pedazo, uno más, de fe y esperanza.
Mi viejo y querido maestro... ¿Qué hacía usted allí, detrás de aquella mesa, tan parecida a la de un tribunal? Entonces, ¿usted también lo sabía?
18
Las caras. Sus caras. ¿Era otro de aquellos embrollados sueños que me arrojaban a un mundo sin puntos de referencia, parecido a los que me asaltaban durante las noches en el campo? ¿Dónde estoy? ¿Acabará todo esto algún día? ¿Es esto el Infierno? En tal caso, ¿qué pecado he cometido? Emélia, dímelo... Te dejé sola. Sí, te dejé sola. No estaba. Perdóname, ángel mío, te lo suplico. Sabes que me llevaron y no pude hacer nada. Dime las cosas. Dime quién soy. Dime que me quieres. Deja de tararear, por favor, deja de canturrear esa canción que me rompe el corazón y la mente. Abre los labios y permite que salgan las palabras. Ahora puedo soportarlo todo. Puedo oírlo todo. Estoy tan cansado... Soy tan poca cosa... Sin ti, mi vida no tiene ningún brillo. No soy más que polvo. Soy tan nulo... Esta noche he bebido un poco más de la cuenta. Fuera reina la oscuridad. Ya no me asusta nada. Hay que escribirlo todo. Pueden venir. Los espero. Sí, los espero.
En el salón del concejo, leí el puñado de hojas, a lo sumo diez, en que había recogido los testimonios y reconstruido los hechos. Mantenía la vista sobre las líneas, sin alzarla en ningún momento hacia quienes estaban frente a mí y me escuchaban. No paraba de resbalar en la silla, cuyo asiento se inclinaba hacia delante. En cuanto al escritorio, era tan pequeño que me había costado meter las piernas debajo. Estaba en una postura forzada, pero eso era lo que querían: que me encontrara incómodo en aquella inmensa sala, en aquel ambiente más propio de un juicio. Leí con tono inexpresivo, ausente. Aún no me había recuperado de la sorpresa, de la amarga decepción de ver allí a mi
viejo maestro. Mis ojos leían, pero mi mente estaba lejos. Me venían a la memoria muchos recuerdos ligados a él, recuerdos muy antiguos: el día que había cruzado la puerta de la escuela por primera vez y había reparado en que sus ojos, unos ojos grandes de un azul de glaciar, un azul de grieta profunda, se posaban en mí; también recordaba los momentos —¡cuánto me gustaban!— en que me hacía quedarme después de clase y me ayudaba a avanzar, a ponerme al día, permaneciendo a mi lado con paciencia y bondad. En esas ocasiones su voz se hacía menos grave. Estábamos solos. Me hablaba con suavidad, me corregía sin enfadarse, me animaba... Recuerdo que en las noches de mi infancia, cuando trataba de recordar el rostro paterno, a menudo me sorprendía haciéndolo aparecer con los rasgos de mi maestro, y recuerdo también que esa idea me resultaba agradable y reconfortante.
Hace un rato, cuando he vuelto a casa, he descolgado las ristras de trompetas de los muertos que me dio el otro día, cuando fui a verlo por lo de los zorros, y las he arrojado al fuego.
—¿Te has vuelto loco? Pero ¿se puede saber qué te han hecho? —me ha preguntado Fédorine, que ha abierto un ojo y me ha visto.
—Ellas nada. Pero las manos que las han trenzado no están limpias.
Sobre las rodillas, tenía una madeja de gruesa lana y las agujas de tejer.
—Hablas en tibershoï, Brodeck.
El tibershoï es la lengua mágica del país de Tibipoï, donde transcurren tantas de las historias que cuenta Fédorine, una lengua propia de los duendes, los elfos y los gnomos, que los humanos no pueden entender.
No le he respondido. He cogido la botella de aguardiente y un vaso y me he ido al cobertizo. He tardado largo rato en retirar toda la nieve que se había acumulado en la puerta. Y seguía
cayendo. Llenaba la oscuridad. Ya no soplaba el viento y los copos, abandonados a su capricho, descendían en imprevisibles y graciosas espirales.
En el salón del concejo, cuando acabé de leer lo que había escrito, se había producido un gran silencio. No se sabía quién iba a hablar primero. Por primera vez, levanté los ojos hacia ellos. El señor Knopf daba caladas a su pipa como si el destino del mundo dependiera de ello. Apenas le sacaba humo, lo que parecía contrariarlo. Daba la impresión de que Göbbler se hubiera dormido y Orschwir apuntaba algo en un trozo de papel. Sólo Limmat me miraba, sonriendo. El alcalde levantó la cabeza.
—Bien. Muy bien, Brodeck. Es muy interesante. Y está bien escrito. Sigue así.
Se volvió hacia los unos y los otros en busca de asentimiento o para autorizarlos a hacer algún comentario. El primero en lanzarse fue Göbbler.
—Esperaba más, Brodeck. Te oigo teclear tanto... El informe dista de estar acabado; sin embargo, por lo visto escribes mucho...
Procuré ocultar mi cólera. Procuré responder con calma, sin sorprenderme de nada, sin cuestionar el comentario ni a quien me lo hacía. Me habría gustado contestarle que haría mejor preocupándose de la hoguera que arde entre los rollizos muslos de su mujer y dejándome escribir tranquilo. Pero contesté que no estaba acostumbrado a escribir ese tipo de informes, que me costaba dar con el tono y las palabras, que era muy difícil hilvanar los testimonios, pintar un retrato fiel, atrapar la verdad de lo ocurrido en los últimos meses. Sí, trabajaba sin descanso ante la máquina, pero dudaba, corregía, tachaba, rompía y recomenzaba, lo que explicaba que no avanzara demasiado aprisa.
—No, si yo no quería molestarte, Brodeck; sólo era un comentario. Disculpa —murmuró Göbbler con fingido apuro.
Orschwir se mostró satisfecho con mis explicaciones y se volvió de nuevo hacia quienes lo acompañaban. Siegfried Knopf parecía encantado con su pipa, que tiraba de nuevo; la miraba con ojos benévolos y acariciaba la cazoleta con ambas manos, sin prestar la menor atención a quienes lo rodeaban.
—¿Alguna pregunta, señor Limmat? —dijo respetuosamente el alcalde volviéndose hacia el viejo maestro. Noté que el sudor me perlaba la frente, como cuando me preguntaba en clase delante de mis compañeros. Limmat sonrió, dejó pasar unos instantes y se frotó las largas manos.
—No, ninguna, señor alcalde; más bien un comentario, un simple comentario... Conozco bien a Brodeck. Lo conozco muy bien. Desde hace muchos años. Sé qué cumplirá a conciencia la tarea que le hemos encomendado, pero... ¿Cómo lo diría? Es un soñador, y no lo digo en el mal sentido, porque creo que es una gran cualidad; pero, en este caso, debería evitar mezclarlo todo, confundir los sueños con la realidad, lo que existe con lo que no ha ocurrido... Le recomiendo que esté atento, que siga por el camino iniciado, que no deje que su imaginación se adueñe de sus pensamientos y frases.
Durante las horas que siguieron, no paré de dar vueltas a las palabras de Limmat. ¿Cómo debía interpretarlas? No lo sé.
—No te entretenemos más, Brodeck. Supongo que estarás deseando volver a casa...
Orschwir se levantó, y me apresuré a imitarlo. Me despedí
de todos con un leve movimiento de la cabeza y me dirigí a la puerta rápidamente. Fue el momento que eligió el señor Knopf para salir de su letargo. Su voz de cabra vieja me detuvo en seco:
—Llevas un gorro muy bonito, Brodeck. Y debe de abrigar. No había visto ninguno parecido... ¿De dónde lo has sacado? —
Me volví. El notario venía hacia mí dando saltitos sobre las torcidas piernas. No le quitaba ojo al gorro del Anderer, que acababa de ponerme. Ahora estaba junto a mí y extendía los
ganchudos dedos hacia mi cabeza. Los sentí deslizándose por la piel—. Muy original. Y qué buen trabajo... ¡Excelente! Qué bien se debe de estar ahí abajo, sobre todo ahora, que se avecina mal tiempo... Te envidio, Brodeck.
Knopf acariciaba el gorro temblando. Olía su aliento a tabaco y veía la delirante luz que danzaba en sus ojos. De pronto, me pregunté si se habría vuelto loco. Göbbler acababa de unirse a nosotros.
—El señor notario te ha preguntado quién te ha hecho la gorra y aún no has respondido, Brodeck.
Dudé. Dudé entre el silencio y unas palabras, unas palabras que le habría lanzado como afilados cuchillos. Göbbler aguardaba. Limmat se había acercado y estaba subiéndose las solapas de la chaqueta de terciopelo alrededor del delgado cuello.
—No me creerás, Göbbler —dije al fin adoptando un tono confidencial—, pero es la pura verdad; aunque, por favor, no se lo cuentes a nadie, es un secreto. Bueno, pues ahí donde la ves, esta gorra me la ha cosido la Virgen y me la ha traído el Espíritu Santo.
Limmat soltó una carcajada. Knopf también rió. El único que frunció el ceño fue Göbbler. Sus ojos casi muertos buscaron los míos, como para fulminarlos. Los dejé allí y me fui. Fuera seguía nevando, y el camino que había despejado el Zungfrost hacía apenas una hora había desaparecido. En las calles del pueblo no se veía un alma. Los faroles agitaban sus halos en las fachadas. El viento, aunque suave, volvía a soplar y movía los copos en todas direcciones. De pronto noté una presencia a mi lado. Era Ohnmeist, intentando restregar el frío hocico contra mis pantalones. Me sorprendió tanta desenvoltura. Incluso me pregunté si no me habría confundido con otro, si no me tomaría por el Anderer, el único a quien había concedido su confianza.
El perro y yo seguimos andando uno junto al otro, envueltos en el olor a nieve y humo de madera de pino, que bajaba a rachas de las chimeneas. Ya no recuerdo con exactitud en qué
pensaba durante ese extraño paseo. Pero sé que de pronto estaba muy lejos de aquellas calles, muy lejos del pueblo, muy lejos de aquellas caras conocidas y brutales. Caminaba al lado de Emélia. Íbamos cogidos del brazo. Ella llevaba un abrigo de paño azul ribeteado de piel de conejo gris en el cuello y los puños, y el pelo, su hermoso pelo, recogido dentro de un sombrerito rojo. Hacía mucho frío. Teníamos mucho frío. Era la segunda tarde que pasábamos juntos. Devoraba con la mirada aquella cara, cada uno de sus gestos, las pequeñas manos, las risas y los ojos.
—Así que es usted estudiante...
Tenía un acento delicioso que se deslizaba sobre las palabras y les daba a todas, bonitas o feas, un dulce relieve. Era la tercera vez que dábamos la vuelta al lago, por el paseo Elsi. No estábamos solos. Había otras parejas parecidas a nosotros, que se observaban mucho y hablaban poco, se reían por nada y volvían a quedarse calladas. Le había pedido unas monedas a Ulli Rätte. Le compré una crepe muy caliente al vendedor que tenía el tenderete junto a la pista de patinaje. El hombre añadió una gran cucharada de miel diciendo:
—¡Para los enamorados!
Nosotros sonreímos, pero no nos atrevimos a mirarnos. Le tendí la crepe a Emélia. La cogió como si fuera un tesoro, la partió en dos y me dio la mitad. Caía la noche y, con ella, la helada, que volvía aún más sonrosadas las mejillas de Emélia y hacía brillar todavía más sus ojos color avellana. Nos comimos la crepe. Mirándonos. Era como si empezáramos a vivir. Ohnmeist soltó un largo gemido que me devolvió a la realidad. Se frotó la cabeza contra mí por última vez y se alejó con pequeños pasos, agitando la cola a diestro y siniestro, como si se despidiera. Lo seguí con la mirada hasta que se metió detrás de
la leñera que hay junto a la herrería de Gott. Sin duda, la había elegido como refugio para pasar el invierno.
No me había fijado en el camino que habíamos recorrido juntos. Habíamos llegado al final del pueblo, muy cerca de la iglesia y el cementerio. Seguía nevando con la misma intensidad. El bosque empezaba a menos de treinta metros y, sin embargo, no distinguía el lindero. La iglesia me hizo pensar en el padre Peiper, y, al ver luz en la cocina, decidí llamar a su puerta.
19
Peiper me había escuchado llenándose el vaso con regularidad y yo me había explayado. Lo había dicho casi todo. No había mencionado las páginas que escribo aparte del informe. Pero había hablado de mis dudas, de mis miedos. De esa extraña sensación de haber caído en una trampa, sin saber exactamente quién me la había tendido, por qué y, sobre todo, cómo conseguiría salir de ella. Cuando callé, Peiper dejó pasar unos instantes. Hablar me había sentado bien.
—¿Con quién te has sincerado, Brodeck, con el hombre o con lo que queda del sacerdote? —Dudé, porque sencillamente no sabía qué responder. Al verme apurado, Peiper añadió—: Te lo pregunto porque, aunque soy consciente de que ya no crees en Dios, no es lo mismo, ¿sabes? Voy a ayudarte un poco haciéndote una confidencia: yo ya tampoco creo demasiado en Dios. Le he hablado durante mucho tiempo, años y años. Me parecía que me escuchaba, incluso que me respondía, mediante signos, ideas que se me ocurrían, cosas que hacía, inspirado por él. Luego, todo eso acabó. Ahora sé que no existe, o que se ha ido para siempre, lo que viene a ser lo mismo: estamos solos. Eso es todo. No obstante, sigo con la función, está claro que mal, pero todavía tiene público. Eso no perjudica a nadie, y aquí
viven unas cuantas almas viejas que estarían aún más solas y más abandonadas si cerrara el teatro. Cada representación les da un poco de fuerza, la suficiente para continuar, ¿comprendes?
Sin embargo, hay un principio del que no he renegado, y es el del secreto, el secreto de confesión. Es mi cruz, y la llevo. La llevaré hasta el final. —De pronto me cogió la mano y la apretó
con fuerza—. Lo sé todo, Brodeck. Todo. Y ni puedes imaginarte lo que ese «todo» significa. —Al ver el vaso vacío, se levantó temblando y lanzando miradas ansiosas a las botellas que atestaban la cocina. Movió cinco o seis, hasta dar con una en que quedaba un poco de vino. La estrechó contra el pecho como quien abraza a un ser querido en la alegría del reencuentro, volvió a sentarse y se sirvió—. Los hombres son extraños. Cometen las peores acciones sin formularse demasiadas preguntas, pero luego no pueden vivir con el recuerdo de lo hecho. Necesitan desahogarse. Así que vienen a verme, porque saben que soy el único que puede aliviarlos, y me lo cuentan todo. Soy su cloaca, Brodeck. No soy el sacerdote, soy el hombre-cloaca. El individuo en cuyo cerebro pueden verter todas las inmundicias, todo el pus, para aliviarse, para aligerarse. Y a continuación se marchan tan campantes. Como nuevos. Bien limpios. Listos para volver a empezar. Sabiendo que la cloaca se ha cerrado sobre lo que le han confiado. Que no se lo contará a nadie, jamás. Entonces pueden dormir tranquilos. Mientras tanto, Brodeck, yo reboso, me desbordo, no puedo más, pero aguanto, trato de aguantar. Moriré con ese poso de horror en mi interior. ¿Ves este vino? Pues es mi único amigo. Me atonta y me ayuda a olvidar por unos instantes esa inmunda masa con que cargo, el pútrido cargamento que me han confiado entre todos. No te lo explico para que me compadezcas, sino para que lo comprendas. Tú te sientes solo en la tarea de contar lo peor; yo, en la de absolverlo. —Se interrumpió y, a la múltiple y vacilante luz de las velas, pude ver con claridad que sus ojos se humedecían—. No siempre he bebido, Brodeck, y tú lo sabes. Antes de la guerra sólo probaba el agua, y sabía que Dios estaba a mi lado. La guerra... Puede que los pueblos necesiten esas pesadillas. Destrozan lo que han tardado siglos en construir. Destruyen lo que ayer alababan. Autorizan lo que antes prohibían. Amparan lo que hasta entonces condenaban. La guerra es una mano inmensa que barre el mundo. Es la coyuntura en que
el mediocre triunfa y el criminal recibe la aureola de santo, ante quien todos se arrodillan, a quien todos aclaman, a quien todos adulan. ¿Tan insoportablemente monótona es la vida para los hombres, que desean la matanza y la destrucción de ese modo?
Yo los he visto correr hasta el abismo, caminar por el borde y mirar fascinados el horror del vacío, en el que se agitaban las pasiones más viles. ¡Destruir! ¡Manchar! ¡Violar! ¡Degollar! Si los hubieras visto... —El cura me cogió la muñeca con viveza y la apretó—. ¿Por qué crees que soportan mis incoherentes sermones y mis misas, trufadas de imprecaciones y delirios de borracho? ¿Por qué vienen todos? ¿Por qué nadie ha pedido mi destitución al obispo? Sencillamente, porque me temen, Brodeck, porque me temen y temen lo que sé sobre ellos. El miedo gobierna el mundo. Tiene a los hombres cogidos por los cojones. De vez en cuando, se los aprieta un poco, para recordarles que puede acabar con ellos cuando quiera. Contemplo sus rostros en mi iglesia, desde el púlpito. Los veo bajo su falsa placidez. Huelo su acre sudor. Lo huelo. Lo que les resbala por la raja del culo no es agua bendita, créeme. Deben odiarme por habérmelo confesado todo... ¿Te acuerdas de cuando eras monaguillo?
Yo era un niño muy pequeño y el padre Peiper me inspiraba mucho respeto. Tenía una voz profunda y aterciopelada, una voz que el vino aún no había enronquecido. Nunca reía. Yo llevaba un alba blanca y un cuello bermellón. Aspiraba el incienso, convencido de que de ese modo Dios penetraría en mí con mayor facilidad. La mía era una felicidad beatífica, sin tacha. No había razas. No había diferencias entre los hombres. Había olvidado quién era, de dónde venía. Nunca me había parado a pensar en el pequeño trozo de piel que faltaba en mis ingles, y nunca me lo habían reprochado. Todos éramos el pueblo de Dios. En nuestra pequeña iglesia, yo estaba junto al padre Peiper, al lado del altar. Él pasaba las páginas del Gran Libro. Alzaba la hostia y el cáliz. Yo agitaba la campanilla. Le
presentaba el agua y el vino, y el paño blanco para que se secara los labios. Sabía que había un Cielo para los justos y un Infierno para los culpables. Todo me parecía sencillo.
—Una vez vino a verme... —Peiper tenía la cabeza baja y su voz se había apagado. Pensé que volvía a referirse a Dios—. Vino, pero creo que no supe escucharlo. Era tan... distinto. No supe... no supe escucharlo. —De pronto comprendí que se refería al Anderer—. Esto no podía acabar de otro modo, Brodeck. Ese hombre era como un espejo. Sí, no necesitaba abrir la boca. Devolvía su imagen a cada uno. O tal vez fuera el último enviado de Dios, antes de que echara el cierre y tirara la llave. Yo soy la cloaca, pero él era el espejo. Y los espejos, Brodeck, acaban rompiéndose.
Como para demostrarlo, cogió la botella y la estrelló contra la pared. Luego tomó otra, y otra... Y mientras se rompían y el suelo de la cocina se llenaba de añicos, reía, reía como loco, gritando:
—Ziebe Jarh vo Missgesck! Ziebe Jarh vo Missgesck! Ziebe Jarh vo Missgesck! ¡Siete años de mala suerte!... De pronto, paró, se derrumbó sobre la mesa y, con la cara entre las manos, sollozó como un niño.
Me quedé a su lado sin atreverme a moverme ni hablar. Se sorbió la nariz dos veces, ruidosamente; luego, el silencio nos envolvió. Siguió así, con el torso sobre la mesa y la cabeza escondida entre los brazos, largo rato. Una tras otra, las velas acabaron de consumirse, y poco a poco la cocina se sumió en la penumbra. Del cuerpo de Peiper empezaron a brotar pacíficos ronquidos. La campana de la iglesia dio las diez. Salí de la cocina y cerré la puerta con suavidad.
Fuera me sorprendió la claridad. Había dejado de nevar y el cielo estaba despejado. Las últimas nubes seguían intentando agarrarse a los Schnikelkopf, pero el viento, que ahora soplaba del este, acababa de hacer limpieza desgarrándolas en delgados
jirones. Las estrellas habían esparcido sus adornos de plata. Cuando alcé la cabeza para mirarlas, tuve la sensación de sumergirme en un mar a la vez oscuro y deslumbrante cuyo fondo, negro como la tinta, estaba sembrado de innumerables e inmaculadas perlas. Parecían muy cercanas. Hasta esbocé el estúpido ademán de extender la mano, como si mis dedos hubieran podido coger un puñado, para metérmelas bajo la chaqueta y regalárselas a Poupchette.
El humo ascendía de las chimeneas en vertical. El aire se había vuelto muy seco, y la helada caía sobre la nieve amontonada delante de las casas y formaba una dura y reluciente costra sobre su superficie. En el bolsillo notaba las hojas que había leído hacía unas horas. Unas pocas hojas, finas y livianas, que sin embargo pesaban terriblemente y me quemaban la piel. Iba pensando en lo que me había dicho Peiper sobre el Anderer, intentando en vano descubrir si eran desvaríos de borracho o las palabras de un hombre acostumbrado a manejar parábolas. Y, sobre todo, me preguntaba por qué habría acudido a verlo el Anderer, cuando todos nos percatamos enseguida de que rehuía la iglesia y nunca iba a misa. ¿Qué le habría contado?
Al acercarme a la fonda Schloss, vi que la sala grande todavía seguía iluminada y de pronto, sin saber por qué, me dieron ganas de entrar.
De pie tras la barra, Dieter Schloss charlaba con Caspar Hausorn. Estaban tan inclinados el uno hacia el otro que parecían a punto de besarse. Lancé al aire un saludo que los dejó
petrificados, y fui a sentarme a la mesa del rincón, junto a la chimenea.
—¿Te queda vino caliente?
Schloss asintió. Hausorn se volvió hacia mí e hizo un débil movimiento con la cabeza que podía interpretarse como un
«buenas noches». Luego se inclinó de nuevo hacia el oído de Schloss y, tras susurrarle algo con lo que el fondista parecía estar
de acuerdo, cogió su gorra, apuró la cerveza de un trago y salió
sin volver a mirarme.
Era la segunda vez que iba a la fonda después del Ereigniës. Y como en la anterior, me costaba creer que la escena de la ejecución se hubiera desarrollado en un sitio tan normal. El bar de Schloss se parecía al de cualquier otro pueblo: unas mesas, sillas, bancos, estantes atestados de botellas, espejos enmarcados tan llenos de mugre que no reflejaban nada desde hacía mucho, el mueble donde se guardaban los juegos de ajedrez y damas, el suelo cubierto de serrín... Las habitaciones estaban arriba. Cuatro, exactamente. Tres no se habían utilizado en mucho tiempo. La cuarta, la más grande y también la mejor, había alojado al Anderer.
Al día siguiente del Ereigniës, tras visitar a Orschwir, había pasado casi una hora en casa de la tía Pitz, recuperando la calma, tranquilizando mi mente y mi corazón, mientras frente a mí la anciana pasaba las hojas del herbario y me refería las flores que dormían en su interior. Luego, cuando poco a poco mis pensamientos fueron aclarándose, me despedí de ella dándole las gracias y fui directamente a la fonda. Pero encontré la puerta y los postigos cerrados. Era la primera vez que la veía así. Aporreé
con insistencia y esperé. Nada. Volví a llamar, aún con más fuerza, y esta vez se abrió una ventana y apareció Schloss, escamado e inquieto.
—¿Qué quieres, Brodeck?
—Hablar contigo. Ábreme.
—Puede que no sea el mejor momento.
—Ábreme, Schloss. Ya sabes que tengo que redactar el informe.
Pronuncié «informe» sin darme cuenta. Era la primera vez que empleaba la palabra, y me produjo un efecto extraño, pero el que obró sobre Schloss fue inmediato. Volvió a cerrar la ventana y lo oí bajar a toda prisa. Segundos después, descorría los cerrojos y me abría la gruesa puerta.
—¡Entra, deprisa!
Volvió a cerrar a mis espaldas con tal rapidez que no pude evitar preguntarle si temía que se colara algún fantasma.
—No bromees con esas cosas, Brodeck... —murmuró, y se santiguó dos veces—. ¿Qué quieres?
—Que me enseñes la habitación. —¿Qué
habitación? —No te hagas el tonto. La
habitación. Schloss se quedó pensando,
indeciso. —¿Para qué quieres verla?
—Necesito verla ahora. Quiero ser preciso. No me gustaría dejarme nada. Tengo que contarlo todo.
Schloss se pasó la mano por la frente, que le brillaba como si acabara de frotársela con manteca.
—No hay mucho que ver, pero si te empeñas... Sígueme. Subimos. Schloss y su corpachón ocupaban toda la escalera y los peldaños crujían a su paso. El hombre resoplaba ruidosamente. Al llegar al rellano, sacó una llave de un bolsillo del delantal y me la tendió.
—Adelante, Brodeck.
Lo intenté tres veces antes de conseguir introducir la llave en la cerradura. No podía dominar el temblor de las manos. Schloss había retrocedido un poco y trataba de recuperar el aliento. Por fin, se oyó un débil clic. Empujé la hoja. Mi corazón parecía un pajarillo asustado. Me daba miedo volver a ver aquella habitación, tanto miedo como si esperara toparme con el muerto; pero lo que vi me dejó tan sorprendido que mi angustia se desvaneció al instante.
La habitación estaba totalmente vacía. Ya no había ni ropa ni maletas ni objetos ni muebles, a excepción del gran armario fijado a la pared. Abrí los dos batientes. También vacío. No quedaba nada. Era como si el Anderer nunca hubiera estado allí. Como si jamás hubiera existido.
—¿Adónde han ido a parar sus maletas?
—¿A qué te refieres, Brodeck?
—No te burles de mí, Schloss.
La habitación olía a madera húmeda y jabón. Habían baldeado y fregado el suelo. En el sitio que había ocupado la cama, se veía una gran mancha más oscura sobre el suelo de alerce.
—¿Has limpiado tú?
—Alguien tenía que hacerlo...
—Y esa mancha, ¿de qué es?
—¿Tú qué crees, Brodeck? —Me volví hacia él—. ¿Tú qué
crees? —repitió con expresión de hastío.
20
Esta mañana he despertado muy tarde. Y en mi cabeza suenan martillazos. Creo que realmente anoche bebí demasiado. La botella de aguardiente casi está vacía. Tengo la boca seca como el esparto, y todavía no me explico cómo conseguí llegar a la cama. Estuve escribiendo hasta tarde; recuerdo que ya no sentía los dedos, entumecidos por el frío. También recuerdo que las teclas de la máquina se atascaban cada vez más. El hielo había posado sus filigranas de helecho en el cristal, y estaba tan borracho que creí que era el bosque, que avanzaba para envolver el cobertizo y tragárselo, y a mí con él.
Al levantarme, Fédorine no me ha hecho preguntas. Me ha preparado una infusión, en la que reconocí el aroma del serpol, la hierbabuena y la siempreviva.
—Tómate esto, es bueno para lo que tienes —se ha limitado a decir.
Le he obedecido, como cuando era pequeño. Luego, me ha puesto delante un cesto que había traído Alfred Wurtzwi11er hacía un rato. Dentro había sopa de patata, un pan moreno, un trozo de jamón, manzanas y puerros; pero no dinero. No es lo habitual cuando llega algo de S., como muestra de que la Administración no me ha olvidado del todo: siempre se trata de un giro postal, acompañado por tres o cuatro documentos oficiales sellados varias veces, firmados y refrendados, que certifican el pago. Pero en el cesto sólo había comida. No he podido evitar relacionar la lectura de ayer ante el alcalde y los demás con aquellos alimentos. Es su forma de pagarme. De
pagarme un poco. Por el informe. Por lo que he escrito y, sobre todo, sobre todo, por lo que no he escrito.
Fédorine estaba lavando a Poupchette en un barreño. Mi hija palmoteaba y chapoteaba en el agua caliente riendo a carcajadas.
—¡Un pececillo! ¡Un pececillo! —repetía.
La he tomado en brazos, empapada como estaba, la he estrechado contra mi pecho y he besado su piel desnuda, suave y caliente, lo que la ha hecho reír aún más fuerte. Detrás de nosotros, junto a la ventana, con la mirada perdida en la inmaculada inmensidad del valle, Emélia tarareaba su canción. Como Poupchette se debatía en mis brazos, la he dejado en el suelo. La pequeña ha cogido un poco de espuma, ha corrido hacia su madre y se la ha lanzado. Emélia se ha vuelto hacia ella sin dejar de canturrear. Ha posado sus ojos sin vida en la preciosa sonrisa de Poupchette y luego ha seguido mirando la blanca lejanía. Me siento débil e inútil. Intento escribir cosas. Pero ¿quién las leerá? ¿Quién? Más me valdría coger de la mano a Emélia y Poupchette, echarme a la espalda a la vieja Fédorine, llenar un hato con comida, ropa y unos cuantos recuerdos bonitos, e irme lejos de aquí. Volver a empezar. Empezar de cero. Según parece, en eso se reconoce al hombre. «El hombre es un animal que siempre vuelve a empezar», nos decía Nösel en otros tiempos. Con las manos apoyadas en su gran escritorio, pronunciaba sus sentencias con pausas de tribuno, que siempre acompañaba de un gran silencio, que cada uno de nosotros llenaba a su manera.
«El hombre es un animal que siempre vuelve a empezar.»
Pero vuelve a empezar, ¿a qué? ¿A cometer los mismos errores, o a levantar sus frágiles andamiajes, que a veces consiguen auparlo a dos dedos del cielo? Eso Nösel nunca lo dijo. Quizá
porque sabía que la misma vida, la vida en que nosotros aún no habíamos entrado del todo, acabaría por hacérnoslo comprender tarde o temprano. O quizá porque sencillamente no lo sabía,
porque nunca había dudado y porque sólo había mamado de la teta de los libros, olvidando el mundo real y a quienes viven en él.
Ayer tarde, después de haberme traído el vino caliente, Schloss se había sentado frente a mí sin que lo invitara. Saltaba a la vista que quería decirme algo, pero yo no tenía nada que hablar con él. Todavía estaba dándole vueltas a lo que me había contado el padre Peiper. Además, lo único que deseaba era tomarme el vino caliente y sentir que el fuego me entonaba el cuerpo. Sólo eso. No buscaba otra cosa. Preguntas sin respuesta y cientos de pequeñas piezas de un gran mecanismo, que aún debía inventar para juntarlas, bullían en mi mente.
—Sé que no me aprecias demasiado, Brodeck —dijo de pronto Schloss, cuya presencia casi había olvidado—. Sin embargo, no soy el peor, ¿sabes? —Parecía aún más gordo y sudoroso que de costumbre. Se estrujaba las manos y se mordía los grasientos y agrietados labios—. No soy más que un mandado. No quiero problemas, pero eso no me impide pensar... Soy un hombre sencillo; no tengo tu inteligencia, pero, creas lo que creas, no soy malo. No soy el peor. Es verdad que cuando los Fratergekeime ocuparon el pueblo les di de beber. Pero ¿qué
querías que hiciera? Es mi trabajo. No iba a dejar que me mataran por negarles una jarra de cerveza... Te juro que siempre he lamentado lo que te pasó, Brodeck. Yo no tuve nada que ver, te lo aseguro... En cuanto a lo que le hicieron a tu mujer... Dios mío... —Cuando mencionó a Emélia, estuve a punto de escupirle a la cara, pero lo que dijo a continuación me dejó parado—. Yo también quería a mi mujer, ¿sabes? Puede que te resulte extraño, porque, como recordarás, no era muy guapa; pero desde que me falta tengo la sensación de vivir a medias. Ya no me importa nada. Si Gerthe hubiera estado aquí durante la guerra, puede que nunca les hubiera servido a los Fratergekeime. En su presencia me sentía fuerte... Puede que les hubiera escupido a la cara. Puede que hubiera cogido el cuchillo grande con el que pico la
cebolla y les hubiera abierto las tripas. Y además, si ella hubiera estado aquí, puede... puede que el Murmelnër siguiera vivo, puede que me hubiera dejado matar antes que permitir que lo mataran a él bajo mi techo...
Tenía el estómago revuelto. Sentía náuseas. El vino no me pasaba. En vez de entonarme, me mordisqueaba las entrañas, como si de pronto en mi vientre hubiera un pequeño animal que intentara clavar los dientes por todas partes. Veía a Schloss como jamás lo había visto. Era como si una cortina de niebla se hubiera desgarrado, revelando poco a poco un paisaje insospechado cuyos relieves se ordenaban con extraña armonía. Pero al mismo tiempo me preguntaba si Schloss no estaría intentando engatusarme. Es muy fácil lamentar las cosas después de ocurridas. No cuesta nada, y permite lavarse las manos y la memoria a la vez con mucha agua, hasta dejarlas limpias como una patena. De todas formas, lo que me había dicho Peiper sobre la confesión y la cloaca no era ninguna tontería. Todos debían de haber pasado por la iglesia, y Schloss no habría sido el último. Sin embargo, recordaba perfectamente la expresión y la actitud del fondista la tarde del Ereigniës: no me había dado la sensación de que se hubiera quedado atrás. No parecía desaprobar el crimen cometido bajo su techo, pese a lo que ahora decía. No era un hombre aterrado ni horrorizado por lo ocurrido. No sabía a qué carta quedarme. Y sigo sin saberlo. Seguramente, ésa es la gran victoria del campo sobre los prisioneros: unos están muertos y los que como yo consiguieron sobrevivir siempre guardarán un poso de suciedad en lo más profundo de sí
mismos. Nunca podrán volver a mirar a los demás sin preguntarse si en el fondo de las miradas que cruzan no brilla el deseo de acosar, de torturar, de matar. Nos hemos convertido en eternas presas, en seres que, hagan lo que hagan, siempre verán el día que comienza como una larga prueba que hay que superar y la noche que cae con una curiosa sensación de alivio. Llevamos en nuestro interior el fermento de la decepción y la
intranquilidad. Creo que nos hemos convertido, para el resto de nuestra vida, en la memoria de la humanidad destruida. Somos heridas que nunca se cerrarán.
—Seguramente no sabes que tuvimos un hijo —prosiguió
Schloss—. Supongo que, en su momento, Fédorine no te lo dijo en las cartas que te envió. Era la época en que estabas fuera, estudiando en la capital. Un hijo que no vivió más que cuatro días con sus noches. Un niño, que según la partera, la vieja Paula Beckenart, que en paz descanse, era un pequeño Schloss. Lo ayudó a salir del vientre de Gerthe un siete de abril. Fuera, los pájaros piaban y los brotes de los alerces eran tan gordos como ciruelas. Cuando me lo pusieron en los brazos, pensé que no sabría tenerlo. Me daba miedo apretarlo demasiado, ahogarlo con mis manazas, y también que se me cayera al suelo y se rompiera como el cristal. Gerthe se reía de mí, y el pequeño lloraba con todas sus fuerzas agitando los brazos y las piernas; pero, en cuanto encontraba el pecho de Gerthe, empezaba a sorber la leche y mamaba sin parar, como si quisiera vaciarla. Le había pedido a Hans Douda que le fabricase una cuna del tronco de un nogal, un hermoso nogal que se reservaba para hacerse un armario; pero le puse el dinero encima del banco y cerramos el trato. —Schloss tenía las uñas grandes y sucias. Mientras me hablaba de su hijo, intentaba limpiárselas, sin siquiera mirarlas, pero no conseguía quitarles la porquería incrustada en los bordes—. Ocupaba la cuna entera. Golpeaba el fondo con toda la fuerza de sus piececillos, haciendo un ruido curioso que recordaba los hachazos que se oyen a veces en lo profundo del bosque. Gerthe quería llamarlo Stephan, pero a mí me gustaba más Reichart. En realidad, nos había pillado desprevenidos: los dos estábamos seguros de que iba a ser niña. Y a esa niña que no llegó ya le habíamos puesto un nombre: Lisebeth; de Lise, mi madre, y Bethsie, la madre de Gerthe. Pero cuando apareció
nuestro hombrecito y la partera lo alzó en vilo, no teníamos un nombre para él. Durante los cuatro días de su corta vida, Gerthe
y yo no paramos de pelearnos entre risas. Yo decía «¡Reichart!»
y ella replicaba «¡Stephan!». Se convirtió en un juego, un juego que siempre acababa en abrazos y caricias. Así que el niño murió sin nombre, y desde entonces no he dejado de reprochármelo, casi como si fuera eso lo que lo mató. —Se interrumpió y bajó la cabeza. Estaba completamente inmóvil. Parecía haber dejado de respirar. Yo tenía en la boca el regusto a canela y clavo, y seguía sintiendo la misma mordedura en el estómago—. A veces, por la noche, sueño con él. Tiende hacia mí sus manos, aquellas manitas tan pequeñas, y luego se va, se aleja, como arrastrado por una fuerza, y yo no puedo gritar ningún nombre, no hay ninguno que pueda pronunciar para intentar retenerlo. —Schloss había levantado la cabeza y pronunciado esas palabras posando sus abotagados ojos en los míos. Su mirada lo llenaba todo, rebosaba, casi me ahogaba. Seguramente esperaba que le hablara, que le dijera algo, pero
¿qué? Sólo sé que los fantasmas pueden tener una vida tenaz y que a veces están más presentes que los vivos—. Una mañana me desperté y no oí ningún ruido. Gerthe no estaba en la cama. La encontré agachada junto a la cuna. Inmóvil, miraba al niño. La llamé. No respondió. Ni siquiera volvió la cabeza. Me acerqué a ella canturreando los nombres, Stephan, Reichart... Entonces Gerthe se levantó de un salto y se abalanzó sobre mí
como una fiera salvaje, intentando golpearme, agarrarme la boca, arañarme las mejillas... Miré la cuna y vi la cara del niño. Tenía los ojos cerrados y la tez del color de la pizarra. No sé cuánto rato me quedé con Schloss. Tampoco recuerdo si siguió hablándome de su hijo o permaneció callado frente a mí. En la chimenea, el fuego moría. Schloss no lo reavivó. Las llamas se apagaron y apenas quedaron ascuas. La sala se enfrió. Al cabo de un rato, me levanté y Schloss me acompañó a la puerta. Mantuvo mi mano apretada en la suya unos instantes y luego me dio las gracias. Dos veces. Gracias, ¿por qué?
En el camino de vuelta a casa, me zumbaba la cabeza y tenía la sensación de que mis sienes chocaban una contra otra como dos platillos. Me había sorprendido pronunciando el nombre de Poupchette en voz alta varias veces: «Poupchette, Poupchette, Poupchette...» Eran como guijarros sonoros que arrojaba al aire para que me hicieran llegar a mi hogar lo antes posible. No podía dejar de pensar en el hijo que había perdido Schloss, en cuanto me había contado sobre él, en las pocas horas que había pasado en este mundo... Qué extraña es la vida del hombre... Una vez metido en ella, a menudo te preguntas qué
haces aquí. Puede que sea precisamente por eso que algunos, un poco más listos que los demás, se limitan a entreabrir la puerta, justo para echar un vistazo y, al ver lo que hay dentro, les entran ganas de cerrarla. Puede que tengan razón.
21
Vuelvo al primer día. O mejor dicho, a la primera tarde. La tarde en que llegó al pueblo el Anderer. He mencionado su encuentro con el hijo mayor de Dörfer, pero no su entrada en la fonda minutos después. Pedí que me la contaran tres veces, tres personas distintas: el propio Schloss, Menigue Wirfrau, el panadero, que estaba tomando un vaso de vino, y Doris Klattermeier, una chica muy sonrosada de pelo pajizo que pasaba por la calle en ese momento. Hubo más testigos, en la fonda y fuera, pero los tres con quienes hablé me relataron los hechos del mismo modo, detalle más, detalle menos, y me pareció que lo mejor era dejarlo así.
El Anderer había desmontado para hablar con Hans Dörfer y siguió a pie calle adelante tirando de su yegua por la brida, mientras el asno los seguía a unos pasos. Al llegar a la fonda, ató
las riendas a la anilla y, en lugar de hacer como todo el mundo, es decir, empujar la puerta y entrar, llamó con los nudillos tres veces y aguardó. Era algo tan inusual que se quedó esperando un buen rato.
—Pensé que era un bromista, o un crío —me dijo Schloss. En resumen, no sucede nada. Ni abre ni le abren. Algunos, entre ellos Doris, ya se han parado para contemplar el espectáculo: el burro, la yegua, el cargamento y aquel buen hombre extrañamente ataviado, inmóvil ante la puerta con una sonrisa en la redonda y empolvada cara. Pasados unos minutos, vuelve a dar tres golpes, más secos y más fuertes.
—Esa vez, me dije que aquello no era normal y fui a ver.
Así que Schloss abre la puerta y se encuentra con el Anderer.
—¡Casi me quedé mudo! ¿De dónde había salido aquel fulano? ¿De un circo o de un cuento de hadas?
Pero el Anderer no le da tiempo a recuperarse. Se quita el sombrero, dejando al descubierto un cráneo muy redondo y muy calvo, le dirige un gracioso y elegante saludo con su extraño sombrero, y le dice:
—Le deseo muy buenas tardes, caballero. Mis amigos —y señala a la yegua y el asno— y yo hemos hecho un largo viaje y estamos muy fatigados. ¿Sería usted tan amable de ofrecernos su hospitalidad? Por supuesto, tenemos con que pagarle. Schloss está convencido de que el Anderer dijo: «Le deseo muy buenas tardes, señor Schloss.» Pero tanto Doris como Wirfrau me aseguraron que no fue así. Puede que el fondista, estupefacto ante la extraña aparición y su no menos extraña demanda, quedara ofuscado por un momento.
—Al principio no supe qué decir. ¿Cuántos años hacía que no nos visitaba nadie, aparte de quienes ya sabes? Además, esas frases las había dicho en Deeperschaft, la lengua del interior, no en dialecto, y mi oído ya no estaba habituado. Menigue Wirfrau me contó que Schloss estuvo unos instantes sin responder, mirando al recién llegado y rascándose la cabeza. Entretanto, por lo visto el Anderer permanecía inmóvil, sonriendo, como si todo aquello fuera tan normal y el tiempo, que parecía gotear lentamente de una estrecha manguera, no tuviera la menor importancia.
—El burro y la yegua tampoco se movían —comentó Doris Klattermeier—. Ambos animales miraban a Schloss con unos ojos que parecían entender.
Al decir eso, la chica se estremeció un poco y luego se santiguó dos veces. Aquí, si para la mayoría Dios es un ser lejano que vive en los libros y entre el incienso, el Diablo es un vecino al que muchos creen haber visto un día u otro.
No obstante, Schloss acabó respondiéndole.
—Le preguntó cuántas noches pensaba quedarse. —A Wirfrau fui a verlo cuando estaba amasando. Tenía el torso desnudo y el pecho y las pestañas cubiertos de harina. Cogía a pulso el enorme anillo de masa, lo levantaba, le daba la vuelta, lo dejaba caer en la artesa y volvía a empezar. Hablaba sin mirarme. Yo me había sentado en un saco junto a la leñera. El horno llevaba rato ronroneando, y la pequeña habitación parecía cocer impregnada del olor a leña que ardía—. El otro se quedó
pensando, sin dejar de sonreír, miró a la yegua y el asno como para pedirles opinión, y acabó respondiendo con su curiosa voz:
«Creo que nos quedaremos bastante tiempo.» Entonces Schloss, seguramente porque no sabía qué decir y no quería parecer idiota, asintió con la cabeza varias veces y lo invitó a entrar. Dos horas después, el Anderer se encontraba ya en la habitación que Schloss había limpiado a toda prisa. Le habían subido las maletas y los bultos, y la yegua y el asno estaban tumbados en un buen lecho de paja en la cuadra del tío Solzner, un viejo simpático como un cardo borriquero, que está pegada a la fonda. El Anderer había pedido que les pusieran una tina con agua muy limpia y un cubo de avena. Luego, fue a asegurarse de que estaban bien, les cepilló los flancos con un puñado de heno y les susurró unas palabras que nadie oyó. Antes de irse deslizó
tres monedas de oro —el equivalente a varios meses de manutención para las monturas— en la mano del tío Solzner. Y, al marcharse, se despidió de los animales y les dio las buenas noches.
Entretanto, la fonda se había llenado de gente que quería ver a aquel sujeto tan extravagante con sus propios ojos. Debo confesar que, pese a no ser excesivamente curioso, yo también fui a echar un vistazo. La noticia había corrido como la pólvora por las calles y las casas, así que en la fonda nos juntamos unas treinta personas, mientras fuera la cálida noche de primavera se posaba en los tejados. Pero nos llevamos un chasco, porque el
Anderer, que había subido a su habitación, no volvió a bajar. Los comentarios se sucedían, y los vasos de vino también, así
que Schloss no daba abasto para servir a todo el mundo. Es probable que estuviera diciéndose que, después de todo, la llegada de un forastero tenía cosas buenas. Llenaba la caja como un día de mercado o en un entierro. Menigue Wirfrau no paraba de describir la llegada del Anderer, su vestimenta, su yegua y su asno, y poco a poco, como todos lo invitaban a un trago para desatarle la lengua, empezó a adornar la historia trabándose de vez en cuando.
Pero, en ocasiones, se oían pisadas en el piso de arriba, y la sala guardaba silencio. Todos contenían la respiración y clavaban los ojos en el techo, como si quisieran atravesarlo. Trataban de imaginarse al recién llegado. Le daban forma y carne. Intentaban penetrar en los meandros de su mente, cuando ni siquiera lo habían visto.
En determinado momento, Schloss subió a preguntarle si necesitaba algo. Intentamos oír la conversación, pero fue en vano. Los que se acercaron a la escalera y aguzaron el oído tampoco se enteraron de nada. Cuando bajó Schloss, todos lo rodearon.
—¿Qué?
—¿Qué de qué?
—Pues que qué ha dicho.
—Que quiere un refrigerio.
—¿Un refrigerio? ¿Y eso qué es?
—Una cena ligera, me ha dicho.
—¿Y qué vas a hacerle?
—¡Pues lo que me ha pedido!
Todos se morían de curiosidad por ver qué aspecto tenía un refrigerio. La mayoría siguieron a Schloss a la cocina y lo observaron mientras disponía en una bandeja tres gruesas lonchas de tocino, una salchicha, unos pepinillos en vinagre, un tarro de crema, una libra de pan moreno, col en salsa agridulce y
queso de cabra, además de una copa de vino y otra de cerveza. En actitud solemne, Schloss se deslizó con la bandeja entre los parroquianos, que se apartaban en silencio como si pasara una imagen santa. Lo único que rompía el mutismo general era la voz de Wirfrau, que seguía contando la llegada del Anderer a la fonda. Ahora nadie lo escuchaba, pero en su estado no podía darse cuenta. No en vano, poco después, confundió la artesa con la cama y se durmió en la primera después de preparar la masa en la segunda. El día siguiente fue una jornada de resaca para él y sin pan para todos los demás.
Cuando llegué a casa, Fédorine estaba esperándome.
—¿Qué ha pasado, Brodeck?
Le conté lo que sabía. Ella me escuchó atentamente y luego meneó la cabeza.
—Eso no es bueno, nada bueno...
No eran más que palabras, pero consiguieron irritarme, y le pregunté secamente por qué decía eso.
—Cuando acaba de tranquilizarse el rebaño, hay que procurar que no vuelva a alborotarse —respondió. Me encogí de hombros. Estaba de buen humor. Hasta hoy no me había dado cuenta, pero probablemente era el único en el pueblo que se alegraba de que hubiera llegado un forastero. Tenía la sensación de que señalaba un renacer, una vuelta a la vida. Para mí, era como si hubieran retirado la gruesa plancha de hierro que cerraba la entrada de una cueva, donde, de pronto, el aire puro y los rayos de sol hubieran penetrado. Pero no me paré
a pensar que a veces el sol resulta molesto, que sus rayos, que iluminan el mundo y lo hacen resplandecer, no pueden evitar que se revele también lo que se intenta ocultar. La vieja Fédorine me conoce como si fuera un bolsillo en el que ha metido la mano miles de veces. Se colocó frente a mí, me miró a los ojos y luego me pasó la mano por la mejilla, una mano que temblaba al acariciarme.
—Soy muy vieja, mi pequeño Brodeck, muy vieja... Pronto ya no estaré aquí. Ten cuidado, Brodeck, ya has vuelto una vez de donde no se vuelve. Nunca hay una segunda oportunidad, nunca. Y ahora tienes cargas... Piensa en ellas, piensa en ellas dos...
No soy muy alto, pero hasta ese momento no me había percatado de lo pequeña que era Fédorine. Parecía una niña, una niña con cara de vieja, una criatura menuda, encorvada, apergaminada, frágil, con la piel ajada y surcada de arrugas, una criatura a la que un soplo de viento un poco fuerte habría podido barrer como al polvo. Bajo la telilla blanquecina, sus ojos brillaban, y sus labios se movían ligeramente. La rodeé con los brazos y la estreché contra mi pecho largo rato, mientras pensaba en los pájaros, en los pájaros, tan pequeños y perdidos, en los pájaros débiles, enfermos o heridos, que no pueden seguir a sus semejantes en las grandes migraciones y, al final del otoño, esperan con resignación en los aleros y las ramas bajas de los árboles, con las plumas despeinadas y el corazón desbocado, el frío que los matará. Besé a Fédorine muchas veces, primero en el pelo, luego en la frente y las mejillas, como cuando era niño, y recuperé su olor, un olor a cera, horno y ropa limpia, el olor que casi desde del comienzo de mi existencia bastaba para que una sonrisa apacible asomara a mis labios, incluso dormido. La tuve entre mis brazos mucho rato, mientras mi mente iba y venía entre los momentos de mi vida a la velocidad del rayo, pegando horas inconexas hasta formar un extraño mosaico, cuyo único efecto fue hacerme sentir un poco más el vacío del tiempo que había huido y de los instantes que nunca volverían. Fédorine estaba allí, abrazada a mí, y podía hablarle. Aspiraba su olor y sentía sus latidos. En cierto modo, también era como si mi corazón latiera en su interior. Volví a pensar en el campo. La idea de la muerte era lo único que ocupaba nuestras mentes. Habíamos vivido con la permanente conciencia de nuestra muerte; seguramente, eso hacía que algunos enlo
quecieran. Aunque sepa que un día morirá, el hombre no puede vivir continuamente en un mundo que no le devuelve más que la conciencia de su propia muerte, un mundo saturado de muerte y que sólo ha sido ideado para eso.
«Ich bin nichts», rezaba el letrero que pendía del cuello del ahorcado. Sabíamos que no éramos nada. Demasiado bien lo sabíamos. Nada. Una nada destinada a la muerte. Sus esclavos. Sus juguetes. Que esperan resignados. Curiosamente, el hecho de ser una criatura de la nada, habitante de la nada y habitado por ella, no me daba miedo. Mi propia muerte ya no me asustaba, o si lo hacía era por una especie de reflejo condicionado, irracional y fugaz. En cambio, cuando asociaba la idea de morir con Emélia o Fédorine, me resultaba insoportable. Lo que nos roe y puede destruirnos es la muerte de los demás, de nuestros seres queridos, no la nuestra. Contra la que tuve que luchar fue contra ella, blandiendo rostros y figuras ante su negra luz.
22
Al principio, el pueblo acogió al Anderer como a una especie de personalidad. Por lo demás, en todo aquello había algo mágico. La gente de aquí no es de carácter abierto. Seguramente, en parte se debe a nuestro paisaje de valles y montañas, bosques y gargantas, y a nuestro clima de lluvias, nieblas, heladas, tormentas de nieve y grandes calores. Y la guerra, por supuesto, no arregló las cosas. Cerró las puertas y las almas todavía más y les echó un candado, poniendo lo que contenían a cubierto de la luz.
Pero en un primer momento, pasada la enorme sorpresa de su llegada a nuestro pueblo, el Anderer supo desplegar pese a todo un encanto que ablandó hasta a los más hostiles. La gente quería verlo, hombres y mujeres, niños y viejos, y él se prestaba al juego de buen grado, sonriendo a diestro y siniestro, quitándose el sombrero ante las señoras e inclinándose ante los hombres, aunque sin despegar los labios. Tanto era así que, si algunos no lo hubieran oído hablar la primera tarde, lo habríamos creído mudo.
No podía salir a la calle sin que lo siguiera un pequeño enjambre de ociosos y risueños chavales, a quienes hacía menudos regalos que a ellos les parecían tesoros: cintas, canicas, cordeles dorados, papeles de colores... Sacaba estas cosas de los bolsillos, como si siempre los llevara llenos, como si sus maletas estuvieran repletas de objetos por el estilo. Cuando iba a la cuadra del tío Solzner a ver a sus animales, los chicos lo observaban desde la puerta, porque no se atrevían a entrar y tampoco él los animaba a hacerlo. Saludaba a la yegua y
el asno llamándolos siempre por sus nombres y tratándolos de usted, los acariciaba y deslizaba entre sus grises belfos trocitos de azúcar moreno que extraía de un saquito de terciopelo granate. Los chavales asistían al espectáculo con la boca y los ojos muy abiertos, preguntándose qué lengua empleaba para cincelar las palabras que susurraba a los animales. A decir verdad, hablaba más con la yegua y el asno que con nosotros. Schloss había recibido la consigna de llamar a su puerta a las seis en punto de la mañana y, en vez de entrar, dejar en el umbral la bandeja, donde siempre había lo mismo: un bollo
—que el Anderer pagaba por adelantado a Wirfrau—, un huevo crudo, una jarra de agua caliente y un gran cuenco.
—¡No beberá agua caliente sin más! —exclamó un día Rudolf Scheuling, que desde los doce años no probaba más que el schnick.
Lo que tomaba el Anderer era té, un té fuerte que manchaba de marrón el borde de las tazas. Yo lo había probado la vez que me había invitado a su habitación para charlar y enseñarme algunos libros. Dejaba un regusto a cuero y humo, y también a salazón. Nunca había bebido nada parecido.
Para almorzar, bajaba a la gran sala. A esa hora, siempre había curiosos que habían ido a verlo y, sobre todo, a observar sus modales, unos modales muy finos, una forma muy elegante de sostener el cuchillo y el tenedor, de deslizados en la pechuga de un pollo o la carne de una patata.
Los primeros días, Schloss trató de hurgar en su memoria en busca de recetas dignas de su huésped, pero no tardó en desistir, a petición del interesado, que pese a su orondo corpachón y su buen color, apenas se alimentaba. Al final de una comida, su plato nunca estaba vacío. Siempre se dejaba la mitad. En cambio, no paraba de beber grandes vasos de agua, como si lo devorara una sed tan constante como insaciable, lo que había provocado que Marcus Graz, flaco como un silbido, comentara
que por suerte no meaba en el Staubi, porque si no el río se habría desbordado.
Por la tarde, sólo cenaba una sopa, algo ligero, aunque en realidad, más bien caldos que sopas, y luego subía a su habitación, tras saludar a los presentes con un movimiento de la cabeza. Su ventana permanecía iluminada hasta tarde. Algunos incluso aseguraban que no se apagaba en toda la noche. En cualquier caso, la gente se preguntaba qué podía hacer. Las primeras tardes que pasó entre nosotros, las dedicó a recorrer las calles metódicamente, como si estuviera haciendo una división en zonas o un listado. En verdad, nadie se dio cuenta, porque para eso habría habido que seguirlo a todas horas, lo que sólo hacían los niños.
Ataviado como para ocupar su puesto en un viejo cuento cubierto de polvo y salpicado de palabras en desuso, avanzaba con los pies un poco hacia fuera, la mano izquierda posada en un elegante bastón con pomo de marfil y la derecha sujetando el pequeño cuaderno negro, que se movía entre sus dedos como un extraño animal domesticado.
A veces sacaba una de sus monturas a pasear, o la yegua o el asno, nunca los dos juntos, y, acariciándole los flancos de vez en cuando, la llevaba de la brida hasta la orilla del Staubi, un poco más arriba del Baptisterbrücke, para pastar en la tupida y tierna hierba. Por su parte, plantaba las gruesas posaderas en la misma tierra y se quedaba allí sin moverse, contemplando la corriente y los blancos remolinos, como si esperara ver surgir un milagro entre la espuma. Los niños se mantenían a cierta distancia, un poco más arriba, en el ribazo. Respetaban su silencio y, en esas ocasiones, ninguno arrojaba piedras al agua.
El primer hecho importante se había producido a las dos semanas de su llegada. Creo que la idea fue del alcalde, aunque no puedo asegurarlo. Nunca se lo he preguntado, porque es lo de menos. Lo importante es lo que pasó esa tarde. La tarde del 10
de junio.
A esas alturas, ya habíamos comprendido que el Anderer no estaba de paso entre nosotros, que iba haciéndose al pueblo y seguramente se disponía a quedarse en él mucho tiempo. Ese 10
de junio se extendió el rumor de que el municipio, con su alcalde a la cabeza, iba a ofrecer un recibimiento en toda regla al recién llegado.
Habría
un
discurso,
música
e
incluso
un
Schoppessenwass, lo que en dialecto designa una especie de gran mesa llena de comida, bebidas y vasos que suele montarse con motivo de algún festejo popular.
Al amanecer, el Zungfrost se afanaba en construir una especie de pequeño estrado, que más bien recordaba a un cadalso, cerca del mercado. Los martillazos y chirridos de sierra empezaron a oírse incluso antes de que el sol royera la negrura del cielo, lo que había sacado de la cama a más de un curioso. A las ocho, todo el mundo conocía la noticia. A las diez, en la calle había más gente que un día de mercado. Esa tarde, mientras el Zungfrost acababa de pintar en una ancha pancarta de papel colgada sobre el estrado la frase de bienvenida con grueso y tembloroso trazo, «Wi sund vroh wen neu kamme», una extraña frase salida de Diodème, dos buhoneros avisados no se sabía cómo ofrecían a quienes los rodeaban medallas bendecidas y polvos contra las ratas, cuchillos e hilo, almanaques y semillas, estampas y sombreros de fieltro. Yo los conocía, porque me los encontraba a menudo en los senderos de las montañas o los bosques. Eran padre e hijo, a cual más sucio y con el pelo negro como ala de cuervo. Nadie sabía sus nombres. Los llamaban De Runhgäre, los Andarines, porque eran capaces de recorrer considerables distancias en muy pocas horas. El padre me saludó.
—¿Quién os ha dicho que había una fiesta?
—El viento.
—¿El viento?