5 de julio, 1878. Palacio de Riofrío

¿Cómo fui tan ciego y tan sordo —¡tan sordo y tan ciego!—, ignorando la tragedia y el calvario que nos acechaban? ¿De qué me sirve presumir que finaré en El Pardo, que Serrano desvariará, dirigiendo maniobras imaginarias, cuando yo ya no cuente ni aliente y que Cabrera iba a apagarse el año pasado, como en verdad fallecería, sin regresar a España? ¿Para qué prever el ámbar con su abeja, enterrado sabe Dios desde cuándo en el bosque de Radan, si Mercedes ha muerto a los cinco meses de nuestra boda? ¿Para qué sentir ahora, en el centro de mi ser y en los abismos detrás de la razón, que ella se extinguió dos veces, en este y en otro mundo, como creía recordar sus besos repetidos y calcados?

Huyendo de Madrid, a solas con Ceferino Rodríguez y Prudencio Menéndez, me encerré en Riofrío. Aquí el dolor me devora al sueño y paso las noches leyendo. O bien cabeceo por unos instantes y despierto perseguido por los gritos de atroces pesadillas, de las que luego no recuerdo nada. Como ebrio, temblando de fatiga, salgo al coto antes del alba en camisa, batín y zapatillas. En el parque me sorprenden los lentos y rojos amaneceres de julio. A hombros del Guadarrama, sobre La Granja y el camino de Balsain, aparécese un sol como la yema de un huevo o la boca ardiente de una tahona.

Mansos y apocados, viénense a mí ciervos y cervatos en el parque. Surgidos entre las últimas sombras, se les diría recién emborronados en el aire. Me habitué a llevarles la sal, que me lamen en las manos cada mañana. Ayer, entre el terco picoteo de los pájaros carpinteros y el revuelo de los esquiroles en la enramada, les confié a los venados:

—Como Polícrates, tirano de Samos, me asustaba de mi suerte.

A finales de mayo mostraba Mercedes presuntos síntomas de embarazo. Inapetente en el almuerzo, padecía náuseas y vahídos al levantarse. Quejábase también de creciente flaqueza y dolores en el útero. Fueron en forma de terciana los primeros accesos de la fiebre. Luego persistió la incesante calentura. La detuvo por unos días con valerianato de quinina el doctor Francisco Alonso Rubio, primer cirujano médico de la facultad de la Real Cámara y presidente de la Sociedad Ginecológica. Pero la desgana de mi pobre mujer acrecentaba su debilidad. En menos de nada volvióse una espina.

El 26 de mayo, por la mañana, recibimos juntos a una comisión del Consejo Superior de los Caballeros Hospitalarios. Por tarde, renovadas las punzadas de matriz y de ijada, no pudo asistir a la corrida de beneficencia, que presidí con mi hermana Isabel. Al par de días, aunque los dolores la tenían en un grito, acudió al hipódromo. Batiéndose con la jaqueca y el desfallecimiento, respondía sonriente y en pie a los aplausos del gentío.

Temprano se acostó por la noche, para no volverse a levantar. Como si agorara lo inevitable, minuciosamente anotó los asientos de sus gastos particulares, antes de encamarse. Su última entrada era de mil doscientos reales, por una aguja de corbata en forma de víbora ondulante, que ella me regalara. Cuando le mostré aquella presea al supersticioso Pepe Alcañices —¡Lagarto, lagarto! ¡Toca madera y líbrenos el cielo de la bicha!—, junto con un anillo que pensaba ofrecerle a Mercedes para su aniversario el día de San Juan, palideció entre las patillas. Pesaroso y ceñudo, sacudía la cabeza.

—¿Qué te ocurre ahora, hombre de Dios? ¿Temes que mi mujer no vaya a reponerse? ¿No quieres que tengamos a un niño más bello que los serafines?

—A su majestad le corresponde prefigurar el futuro, como siempre lo hizo —replicó desabrido—. Todo será para bien, si el señor lo dice.

Despuntado junio, volvió la fiebre con más de treinta y ocho grados y cien pulsaciones por minuto. Si antes bastaba un grano de quinina para reducir accesos más benignos, no servía entonces sino para cortarle la temperatura por unas breves horas. Al segundo día de recargo, amaneció Mercedes sedienta y presa de bascas. Vomitó algún líquido y comenzó a sangrar por la nariz. Aquella tarde mostraba los primeros indicios de torpeza en el habla y el oído. Francisco Alonso Rubio diagnosticó la fiebre tifoidea.

De fiebre tifoidea falleció en Sevilla una hermana de mi mujer, María Amalia, hace siete años. Aciaga fue la suerte de mis suegros con tres de sus hijos. A los dos años de partida María Amalia, moría Fernando, el mayor. En primavera de 1874, meses antes de la Restauración, perdían a Luis. En palacio, velada a todas horas por mi hermana Isabel, por la marquesa de Santa Cruz —la camarera mayor— y por mí, nublábasele a Mercedes la conciencia con el habla y el oído. Solo de buena mañana, al despertar, recobraba el sentido. En uno de aquellos raptos de lucidez, tan terribles como el sopor de la agonía, me heló la sangre de la frente a los zancajos al mirarme y decirme:

—Me voy con mi hermana, perdóname.

En un par de días, sufrió dos hemorragias intestinales. Su letargo se hizo más intenso. En vano quisieron recobrarla con vino de quina, pepsina y diastasa, así como dosis de hierro, mezclado con azúcar de leche. La fiebre tifoidea la trataban con dieta vegetal, limonadas y enemas de agua zaragatera salpicada de vinagre. Los vómitos se los cortaban con terroncitos de hielo, sorbetes de arroz y flor de limón, caldo frío con nieve y helado.

… como María Amalia.

El 21 de julio telegrafié a los Montpensier. Viniéronse de Radan a los dos días. Antes, afilada de ira la escueta delgadez, se trajo Guillermo Morphy una demanda llegada a mayordomía. Mi tío Antoine preguntaba si le permitirían comparecer en pantuflas, o con chanclos de goma sobre las medias. A cada paso que daba, volvían a supliciarlo los pies planos. Repuse que calzara como quisiera y lo hizo en zapatillas de raso negro, con sus armas bordadas en el empeine.

No reconoció Mercedes a sus padres. Llorando se le abrazaba mi tía Luisa Fernanda, hasta que el doctor Alonso Rubio la apartó con callada cautela. Clamaba ella que sería su castigo sepultar a todos los hijos. Darlos a la luz para sobrevivirlos. En una pausa del llanto, un carboncillo que a Mercedes le esbozó Federico de Madrazo —apunte de un cuadro, que no llegó a pintar— cayóse del muro impensadamente. Estrellando en el suelo, se hizo mil pedazos el cristal de aquel esbozo. Mi tío Antoine, aún más dado a agorerías que Pepe Alcañices, susurrábame:

On ne peut pas passer sous silence les signes d’un destin ténébreux! Même dans la désolation! (¡No cabe ignorar los avisos de un destino tenebroso! ¡Ni siquiera en la desolación!) Tuve una mala corazonada la antevíspera de vuestra boda. Sentí un coup d’épigle, un alfilerazo en el alma, al verte de negro riguroso. Me dijiste que aquella era jornada de luto oficial, por no sé qué piojoso príncipe de los Balcanes. Hace tres años perdí un bastón de ébano, con mi nombre y la corona de la casa en el puño de marfil. Me lo había regalado el municipio de Mont Doré, cuando me hizo hijo adoptivo y dio mi nombre a una plaza. Me alegré de haberlo extraviado, pues era signo de mal agüero. Para mi espanto, me lo devolvió el jefe de estación de Aranjuez muy orondo y riente. Le grand imbécile! Veinte veces se pasaron la vara, de mano en mano, desde que di en olvidarla en Mont Doré. Por último, fue a rebotar en el consulado de España en Clermont-Ferrand y el canciller la mandó a Aranjuez, sabiendo que parábamos allí camino de Madrid y de vuestras nupcias. ¿Y qué me dices de aquel cirio que se desplomó con su candelero en la basílica de Atocha, cuando os casaban? Nadie lo había empujado y nadie tocó el dibujo que acaba de caerse.

El día de San Juan cumplió Mercedes dieciocho años. Con despiadado sarcasmo, los celebraban los cañonazos de rigor. Cesadas las salvas, los doctores Corral y Oña, García Camisón y Alonso Rubio sostuvieron consulta médica con sus colegas José Calvo Martín, Cesáreo Fernández Losada, José Arce Luque, José Díaz Benito y Tomás Santero. Cerca de una hora conferenciaron a puerta cerrada. Apenas salieron, don Tomás Corral y Oña, marqués de San Gregorio por haberme traído al mundo, vínose a mí delegado por sus compañeros. Con un ademán le ahorré las palabras, antes de abrazarlo. Si bien lo supongo curado de flaquezas a sus años —frisará los setenta—, temblaba aquel hombre prendido a mis hombros. Por primera vez, acaté la realidad inevitable de que Mercedes moriría muy pronto. Sin remedio.

Mantuvo la lucidez hasta cerca del mediodía. Aunque sus grandes ojos negros parecían devorarle las delgadas facciones, le iluminaban la conciencia y los rasgos. También ella sabría cercana su hora suprema. Pero aceptaba su destino con extraña indiferencia: no solo resignada sino casi desentendida de su suerte, cuando el dolor físico no la atormentaba en demasía. Habríase olvidado de que juntos creíamos repetida la existencia y no imaginamos aquella agonía suya, en una previa vida. Tal vez por ello, en su implacable serenidad, casi se habría desmemoriado de mí.

Llegó el cardenal Moreno, arzobispo de Toledo, para conferirle los últimos sacramentos. No soportó el príncipe de la Iglesia la ardiente negrura de aquella mirada. En el muro se les doblaban las sombras al purpurado y al secretario, que se trajo de monago. Desde el fondo de mi mujer, diríase que un fulgor de eternidad los encogía y humillaba. A media voz, como si susurrara una impudicia, le preguntó el cardenal si se disponía a dedicarle la vida al Altísimo.

—Se la ofrezco. Pero siento morirme por Alfonso.

Repuso en tono muy claro, aunque tan frío como la hoja de una cuchilla. Fueron aquellas sus últimas palabras en la tierra. Gemía y a veces chillaba de dolor, llevándose las palmas a las sienes. O tentábase temblando muslos y rodillas, si no tiraba de la colcha a puñadas. Combatían sus violentas jaquecas con compresas de agua helada y el suplicio de las piernas con sinapismos de papel Rigollot, fricciones de sulfato de quinina en alcohol e inyecciones de sales antisépticas y febrífugas. Al exacerbársele la temperatura, la trataron con lavativas de una disolución de analgésicos. La sostenían con cucharadas de fría limonada, primero sulfhídrica y después hidroclórica, así como boles medianos de caldo de gallina. Quisieron añadirle al caldo unas cucharadas de jerez. Pero las cortaron en seguida, pues, aun inconsciente y al borde de la muerte, repugnábale el alcohol a Mercedes.

El 25 de junio volvieron a reunirse los doctores. No pude entonces acallar con un gesto al marqués de San Gregorio. Me dijo que el final llegaría en cualquier momento. Tal fue el triste consenso en la consulta. Derrumbada en una butaca, mi hermana Isabel sostenía un rosario de grandes cuentas negras en el halda. Mi suegra vivía sentada al lado de la cama, prendida a Mercedes como si creyese que la muerte no la arrancaría de sus brazos. Al borde de un diván, siempre en chanclos y con el báculo del paraguas entre las palmas, busbisaba el tío Antoine en francés, al igual que si orara a solas y desentendido de nuestra presencia.

Il y a trois jours, j’étais encore à Radan. Hace tres días aún estaba en Radan. Allí se prolongó el invierno este año y todavía cubren las nieves el Puy de Dôme. Parece que el tiempo se detuvo en los bosques. D’ailleurs, ça va très vite. ¡En cambio, qué de prisa va todo esto! Definitivamente, el destino escogió nuestra suerte. Évidemment, le destin a choisi pour nous. Fueron demasiados presagios para no tenerlos en cuenta. Ya lo decía yo, sin que nadie me hiciera caso. El retrato roto, el cirio caído, mi bastón de ébano, mi yerno de luto riguroso por no sé quién, por nadie, en vísperas de las bodas.

Al alba del 26 de junio se agravó Mercedes. Le pedí a Isabel que despertara a nuestras hermanas menores: a Pilar, Paz y Eulalia. En la pálida amanecida de verano se eternizaba el silencio. Ceniciento y entornados los ojos rasgados, aun mi tío Antoine callaba en su diván. Tan honda era la siniestra quietud, que a través de las puertas cerradas oíamos el pisar de los alabarderos. En cuanto regresó el cardenal Moreno, abrí la alcoba de par en par. A los pies de la cama rezaba el arzobispo de Toledo la oración de los agonizantes, mientras damas, oficiales y ayudantes de la real cámara le respondían de rodillas en el suelo. Aún vivía mi mujer, cuando llegaron las niñas con el gesto mediado de sueño y de espanto.

Falleció a las doce y cuarto del mediodía. Le cerré los ojos y crucé las manos en el embozo. Creo haberles confiado a mis hermanas: Esperaba que vuestras preces pudieran salvarla. Pero no recuerdo muy bien cuanto dije aquella mañana. Memoria adentro, oía el repique y el campanilleo de unas risas en Radan, en tanto brincaban las ardillas por los abetos. ¡Tú estás loco! ¡A caballo blanco! ¡A quién se le ocurre! ¡Vaya disparate! Entornados los ojos, en algún tablado de la conciencia se me apareció el caballo de mi pesadilla en Tudela. A sabiendas de que mentía, volví a decirme: No puede ser verdad. Esto es un sueño ajeno. Tal vez el de Mercedes, todavía viva. Pero todo era cierto y no cabía despertar posible. Solo el martirio de una vigilia interminable. En un aparte, le susurré a Cánovas:

—Para vivir y ver un día como este, más me valdría haber muerto en Navarra, cuando el golpe de sangre.

—Pensad, señor, que al menos ella ya no sufre —me replicó en voz muy baja.

Después de una conocida vida de libertino vergonzante —de crápula de derechas, decía Pepe Alcañices—, casó Cánovas ya muy mayor con una mujer más joven: Concepción Espinosa de los Monteros. Se le murió ella, tuberculosa según creo, a los veinticuatro o a los veinticinco años.

—Si padece o no, nosotros no lo sabemos.

Sorprendido y asustado, me miró a través de los quevedos. Algo iría a decirme; pero limitóse a humillar la cabeza. Sonaban horas y doblaban las campanas. Toda la mañana de junio olía a la jara de la sierra.

Asombrosamente, se abrió a solas un ventanal y vínose el mediodía traspasando los visillos. Nadie, salvo mi suegro y yo, llegó a percatarlo. Seguía acechándome Cánovas hasta el fondo de los ojos. Se preguntaría conmigo si los mismos inocentes no estarían condenados al dolor eterno: al infierno universal. Se me estampó en el alma su encaro estrábico, mientras leía el arzobispo un versículo de san Mateo. Porque después de la resurrección ni los hombres tomarán mujeres, ni las mujeres tomarán maridos; sino que serán como ángeles en el cielo. Luego afirmó que Dios no era el Señor de los muertos sino del regreso de la vida. Mi suegro cerró la ventana y enmudecieron los pájaros. No pude por menos de demandarme quién sería mi verdadero Dios, cuando no sabía de fijo si aún alentaba o fallecí con Mercedes y mi única certeza era la locura, que ella me descubrió riéndose en Radan.

Tan pronto la sepultaron en la capilla de San Juan, me vine del Escorial a Riofrío con mis ayudas de cámara. Aquí velo como un espectro, en este palacio de idénticas fachadas y balcones volados o vago a través de encinares, fresnedas y sotos de álamos. Aunque duerma muy poco, no me abruma la fatiga. Cuando me topo conmigo mismo en el espejo de la consola, casi no me reconozco. También el mozo, en el retrato que me hizo Casado del Alisal, se me antoja un extraño. Como un alma en pena, cruzo por las estancias desiertas entre cazadores de Snyders, monjes de Zurbarán, caballeros de Claudio Coello y apuntes para alegorías de Palomino. Antes que la alondra, amanezco con los venados o me levanto después de una noche en blanco. Luego, sentado en una piedra o al pie de una encina, aguardo a que Prudencio, despeinado y sin afeitar la rastrojera de las mejillas, me busque inquieto bajo el alba lívida.

—¡Señor, señor, su majestad no debiera irse así, sin avisar a nadie!

Anoche me enfrenté con una antigua pesadilla. Traspuesto, regresaba al sueño vivido en Viena, cuando Elena me hizo varón, en el piso oculto por la arboleda de palo de rosa. Calle Arenal arriba, envuelto en un gabán demasiado largo, vi a aquel hombre tan parecido a mí y tan semejante al ser mágico y diminuto, en la gota de sangre de la monja. Taciturno, vagaría, entre el crujiente revuelo de la hojarasca y la chillería de baratilleros y feriantes. ¿Quién eres? —creo haberle preguntado dormido—. ¿Eres el capitán Puigmoltó o el quinto helado en el arroyo de San Cristóbal? Disminuido por el sobretodo, no me oiría o aparentaba no escucharme. ¡Tú no serás nadie! —grité airado—. Ni aun ahora tienes voz ni nombre. En aquel punto, se volvió a mirarme con ojos desvaídos. Solo sueños y demonios se empeñan en hacernos creer que no existen —replicó lentamente—. ¿Acaso te olvidaste de tu cometa?

Despierto y desvelado, me sorprendió el alba entre el bosque y la dehesa. Un rastro de humedad en la aurora me estremecía de pies a cabeza. Como no llevaba sino un camisón, batín y zapatillas, me ceñí el cinto en un vano intento de arroparme. Recordé cómo temblaba prendido a mi madre, si bien de miedo entonces, cuando la monja me mostró la palma llagada. Di en pensar en la suelta cabellera de Mercedes, fragante a resina y definitivamente también a violetas, mientras nos abrazábamos en la nieve. Por primera vez, desde su muerte, veníase a mí su recuerdo sin desgarrarme el alma. Respiré hasta el fondo de mi ser y, al entreabrir los párpados, vi a la corza o a la cervata.

Parada ante mis rodillas, me lamía las manos. Reconocí en seguida su mirada limpia, reluciente y oscura. Los suyos eran los ojos de Mercedes, aunque puntos de oro pálido, parecidos al tono del ámbar, le espolvoreasen el fondo de las pupilas. No me sobresaltó ni llegó a dolerme el encuentro con su encaro. Vuelto sobre mí, me embargaba una sensación de sereno y beato desasimiento. No obstante, aun mirándonos en hito, el delgado filo de la eternidad me separaba de mi mujer. Antes de que yo echase de ver que la bestezuela se desvanecería en el alba, si intentaba abrazarla, la cervata o la corza huyóse por ensalmo y se perdió en la espesura.

Inmediatamente, con la súbita premura que se encienden los cometas en los cielos, advertí con ilógica certeza que Elena Sanz llegaría a Riofrío aquella misma mañana. Estaba escrito y determinado. Solo me cabía aguardarla y decirle que ya se cumplió la muda profecía de sor Patrocinio.