“1.° enero 1865
El señor Benoît Moreau, director de la Oficina de Estadísticas del Ministerio de Comercio, a su sobrino Alphonse Jonnés, cuando tenga veintiún años:
Mi querido niño, confío este depósito a tu buena madre. Cuando lo recibas, estarás en edad de servirte de él, es decir, en edad de amar, y yo habré muerto, ya que este año cumpliré ochenta y siete años, en tanto tú cuentas sólo seis. Así es el mundo.
La edad que tendrás cuando recibas este anillo, en cuanto leas lo que estoy escribiendo, por curioso que pueda parecerte, la he tenido yo. Sin duda, no conservarás de mí más que el recuerdo de mis cabellos blancos peinados a la romana y mis arrugas bien afeitadas, a cambio de los fieros bigotes que hoy día apasionan a la juventud. Este semblante lo he conservado así por afecto a la época en que, sobrecargado de estudios, cosa sumamente rara en el tiempo de la Revolución, llegué a Brest provisto de dos maletas, algunos aparatos de geografía y astronomía y una gran desesperación, por la ansiedad de subir a bordo del “Océano”, uno de los navíos que participaban en la expedición a Santo Domingo.
Era el 11 de noviembre de 1801. Se trataba de reconquistar Santo Domingo, donde los negros, con gran contento de Inglaterra, se habían rebelado a las órdenes de Toussaint Louverture.
Mi primer acto fue atravesar corriendo las calles de Brest para contemplar la rada, verdadero mar interior donde, bajo un vivo sol invernal, avisté nuestra flota: treinta y cuatro barcos franceses y españoles, de los que dieciocho eran buques de línea de setenta y cuatro a ochenta cañones. El “Océano”, buque almirante, contaba con ciento veinte, y además había dieciséis fragatas, corbetas, balandros..., y esta flota debía completarse con escuadras de Rochefort, Lorient y Tolón. No era la primera vez que yo veía el mar, pero sí la primera que de un solo vistazo abarcaba tal número de buques de guerra.
Estaban cargando el “Océano”. El muelle estaba cubierto de balas de heno, manadas de caballos, jaulas de gallinas, muebles, bagajes de toda especie. Parecía el desalojamiento de una ciudad. A esto hay que añadir el espectáculo del “Océano” en sí mismo, aquel formidable buque de tres puentes, presentando una dotación de mil individuos y un cuerpo expedicionario de dos mil, y en torno a aquel leviatán, de trescientos pies de longitud, se apiñaba una multitud de esquifes cargados con todo lo que se podía necesitar; una cisterna grande como un estanque, cuyas bombas, movidas por un grupo de forzados encadenados, arrojaba chorros de agua dulce en los mil toneles alineados simétricamente al fondo de la bodega; una barca polvorín cuyo pabellón amarillo pregonaba que en sus flancos llevaba la peligrosa pólvora para la batalla; un parque de balas de cañón que iban hundiéndose en el fondo del buque; por fin, un auténtico bazar oriental, un verdadero mercado normando organizado sobre embarcaciones frágiles, conducidas por vendedores, aldeanos y todos cuantos deseaban vender o comprar a buen precio, comprendidos los joyeros y los mercaderes de antiguas costumbres.
Te preguntarás, mi querido Alphonse, por qué te cuento mi embarque en Brest, en relación con un pequeño anillo provisto de una púa. ¡Paciencia! Aquel día, tampoco yo, al ir a bordo del inmenso navío almirante, sabía que por toda fortuna traería de Santo Domingo un simple anillo. A decir verdad, no pensaba en nada, aturdido como estaba por un pesar cuyas causas eran bien patentes: una jovencita morena que me había despreciado, casándose con un pasante de procurador. Hoy le concedo circunstancias atenuantes, ya que mi cortejo había sido tan torpe que tal vez la desventurada ni siquiera se había dado cuenta. Pero, durante el mes que pasé en Brest esperando cesase el viento del Oeste, no sentía tanta indulgencia y me abandoné libremente a los excesos de mi tristeza.
No fue hasta el 2 de diciembre de 1801 (20 Brumario, año X, como decimos los viejos todavía), que levamos anclas ocho navíos, a fin de reunimos, bajo Belle Isle, con la división de Lorient.
Habíamos partido majestuosamente, muy temprano, al son de todos los cañones del fuerte. Al sentir balancearse el barco, trepé la escalerilla y guiado por mi admiración fui hacía la toldilla donde, sentado sobre un rollo de cables y sujetando fuertemente, para protegerme de la tempestad, dos grandes amarras, asistí un poco resguardado por la gran vela de mesana, al aparejo de los buqués que iban a seguirnos. La costa se alejaba. El clamoreo y la espesura de las rompientes nos rodeaban. Hipnotizado por la poderosa marcha de la escuadra navegando en tres líneas a pesar de la tormenta, no me cuidaba de la borrasca ni del granizo que me apedreaba.
Según lo dicho por los marinos más veteranos, fue la peor travesía realizada por una expedición transatlántica. El viento estuvo constantemente desencadenado, el mar embravecido, y la bruma espesa. Habíamos partido tres o cuatro meses demasiado tarde. Mis camaradas padecían de mareo, mucho más que yo que había adoptado la costumbre de vivir en la toldilla, envuelto en mi capote, en tanto que ellos se obstinaban en morar al fondo de una escalerilla de dos pisos, una batería que atestaban seis filas de hamacas y que apestaba con el olor fétido de los entrepuentes.
A veces nos dominaba el terror, como una noche en que la agitación del oleaje y la oscuridad eran tales que no sólo se rompió el orden de marcha de la flota, sino que el mando de cada navío se mostró tan inseguro que a cada segundo temíamos chocar con una nave vecina. Las horas transcurrieron voceando con los altavoces a los navíos que escuchábamos navegar muy cerca y que, por su parte, mediante la misma maniobra de salvamento oral, nos informaban de su vecindad y de sus movimientos.
—¿Cuál eres?
—El “Océano”. ¿Y tú?
—El “Patriota”.
—Evita. ¡Evita a babor!
—¡Larga! ¡Larga a estribor!
Al apuntar el alba, un grito de espanto conmovió a la masa de soldados apiñados en el puente (los marineros que habían contemplado cosas casi peores, callaban). El “Océano” se hallaba tan peligrosamente encajado entre la popa del “San Pablo” y el costado del “Escipión”, que en el momento en que nuestra proa nos arrastraba entre aquellas dos enormes moles, con una cortina de espuma, comencé a reír nerviosamente. Acababa de recordar una cita de Molière, aprendida en la escuela, que apenas hacía medio año había abandonado:
“¿Qué iba a hacer en esta galera?”
—¿Se ríe usted, joven?
Di media vuelta. Una forma blanca avanzaba hacia mí, procedente de cubierta, sujetándose a las jarcias cada vez que el barco se inclinaba peligrosamente. Suspendida a una amarra, la forma explicó con una voz suave que contrastaba con los gritos de los hombres, el rumor de las velas y el mar, que oí sin perder palabra:
—Me he despertado. He llamado. Leclers no estaba allí... He salido al pasillo a gatas y he oído gritos. He pensado que naufragábamos. Y ahora veo que usted se está riendo. Esto me tranquiliza. Supongo que estará celebrando una fiesta con sus camaradas, ¿verdad? ¡Pero confiese que en plena noche es una hora bastante idiota!
Detrás de ella yo distinguía la oscura mole del “Patriota”. Llegamos a acercarnos tanto, que un calabrote del otro navío, mucho más bajo que el nuestro, debió enredarse en nuestra ancla. Se quebró con una detonación seca y azotó las jarcias de nuestra vela de mesana, como si de un potente latigazo se tratara. Al mismo tiempo, el “Océano” se inclinó por estribor, pareciendo hundirse en uno de esos pozos marinos que los golpes del gobernalle formaban a nuestro alrededor. Volvió a incorporarse un breve segundo y picó de proa Las velas nos enviaron una lluvia y el buque almirante, levantándose, subió casi en vertical, con la popa a pocas brazas del “Patriota”, para volver a caer medio minuto después en línea, y, al ver la claridad grisácea que alumbraba ya el cielo por el horizonte, pensé que estábamos ya a salvo.
Pensé en ello con una mujer en brazos, ya que la misteriosa forma blanca no había soportado el primero de los tres golpes de mar sufridos por el “Océano”, Sosteniéndome con una amarra, había logrado asirla antes de su caída. Durante las dos oscilaciones siguientes la había apretado contra mi cuerpo, viéndola tremendamente asustada y luego me esforcé en reanimarla. No era cosa fácil. Tenía que entendérmelas con una chica muy joven, a la que el terror tornaba cargante, y que so me escapaba a cada golpe de mar. A veces nos deslizábamos juntos y sólo oía sus chillidos de rata perseguida. El descenso por la escalerilla fue una pesadilla. Al final nos hallamos en el lujoso corredor del Estado Mayor, lujoso porque estaba alumbrado con quinqués. No sabía bien con quién tenía que habérmelas. A bordo del barco había bastantes mujeres, particularmente entre el séquito de la generala Leclerc, hermana de Napoleón Bonaparte, que había partido a reconquistar Santo Domingo junto a su marido, como si se tratase de un viaje de placer. Supuse que mi bella desconocida sería una de sus doncellas o lectoras. Entonces, la joven me mordió y la solté.
—Puesto que el barco se hunde, ¿por qué me habéis bajado aquí, en lugar de conducirme a un bote de salvamento? ¡No quiero morir todavía!
La tranquilicé como pude. Ella me escuchaba con los ojos agrandados por el temor. El quinqué que la iluminaba acababa de decirme que era una joven estupenda. La tormenta había empapado por completo su amplio camisón de noche que, haciéndose cómplice de mis sueños de adolescente, me revelaba aquel hermoso cuerpo juvenil con los más ingeniosos artificios, destacando la garganta y los hombros, moldeando el busto y descubriendo unas admirables pantorrillas blancas a la indiscreción de mis emocionadas miradas.
El navío se balanceaba menos. La joven abatió sus largas pestañas, se subió la camisa en torno a la garganta con una mano, alisó vagamente su larga cabellera y, empujando una puerta, desapareció, no sin dejarme el recuerdo de una mueca insolente y desdeñosa que parecía un desafío, entrevista en la duración de un relámpago.
Pocos minutos después estaba durmiendo ya en mi hamaca. Cuando me desperté el cielo estaba azul.
Unos días después navegábamos por las aguas más encalmadas que bañan las Canarias.
Nos aproximamos bastante a aquel grupo de veinte hijas del océano para distinguir el cono de verdor aterciopelado que parece formar la isla de Las Palmas, la blancura de Santa Cruz y el rebaño de minúsculas velas blancas y rápidas que van y vienen por doquier con la fiebre de las abejas en torno a su panal. El capitán me prestó su largavistas para que pudiera divisar el pico volcánico de Tenerife que, desdichadamente para mi egoísta curiosidad, no mantenía ninguna erupción, ni sostenía ninguna de esas nubes multicolores que tanto había admirado en las estampas.
Pero como ves, mi querido Alphonse, estaba muy lejos de las nubes volcánicas que habían rodeado mi estancia en Brest y mi embarco. Al partir, un marino que había observado mi tristeza y adivinado maliciosamente sus causas, me dijo un proverbio de marinero, del que primero dudé, pero que no tardé mucho en poder comprobar:
—Las penas de amor no cuadran con los viajes, las penas del amor no cuadran en el mar.
En verdad, si había conseguido victoriosamente olvidar los ojos negros cuya inclemencia me había impulsado a cruzar el mar, mi corazón no se hallaba tan vacío como antes. Ahora tienes la edad que yo tenía entonces, o poco menos, y espero que ya habrás adivinado que la blanca aparición, a la que había ayudado a llegar hasta su lecho (aunque en mi imaginación juvenil esto significaba: a la que había salvado), ocupaba ampliamente mis pensamientos. Transcurrieron sin embargo diez días sin verla. No hay que olvidar que en aquella nave éramos más de cuatro mil personas. No hay nada tan seductor para un joven amante como la dificultad, la ignorancia y el misterio. A veces formulaba ciertas preguntas, pero con vaguedad, pues temía las bromas de mis camaradas. Y a buen seguro me las hubiesen gastado si hubiesen sabido que estaba enamorándome de una mujer a la que apenas conocía.
El paso del trópico me permitió volver a verla. Pienso que esta tradición burlesca y brutal acabará por desaparecer. Las constituciones están hechas para ser violadas y las tradiciones para ser traicionadas.
La ceremonia tuvo lugar bajo un sol resplandeciente. Cada uno de nosotros se había despojado alegremente de sus pesadas prendas, muy a propósito para et invierno de Brest, y nos paseábamos por el puente en chaleco y pantalones de algodón. ¡Cómo nos burlábamos de los parisienses que temblaban de frío en aquel diciembre! Nos prometíamos asombrarles al poder contarles los encantos de un estío de doce meses. Los aparejos estaban bellamente pintados. La gente, abonando una cantidad podía ahorrarse la inevitable ducha que tiene lugar en forma de bautismo. Los jóvenes soldados, para asegurarse bien de la eficacia del bautismo, preferían la ducha. Algunos incluso aceptaron la ceremonia del tatuaje, y bien pronto no se vio sobre (el puente más que unos muchachos semidesnudos corriendo bajo los chorros lanzados por los cubos de agua y otros, agachados, que se dejaban impregnar con pastas policromas del más extraño efecto.
En plena fiesta, oí una risa fresca. Levanté la vista. Ataviada con un vestido de muselina rosa que revelaba sus hombros, una jovencita morena reía mientras hacía voltear su sombrilla, de un amarillo pálido, alrededor de su cabeza. El general Leclerc y otros oficiales que la rodeaban intentaban llevársela.
—¡Me tienes que obedecer! —bramaba el general.
Y el almirante Villaret de Joyeuse, muy empenachado, se excusó, por su parte.
—Estamos en una nave de guerra. Nuestras fiestas no están hechas para los ojos de las mujeres.
—¡No, no! —objetó la dama con una exquisita carcajada—. Esto me recuerda las “Bacanales” de Giogone, que he visto en Milán. Una armada tan excelente tiene derecho a desnudarse un poco. Es un placer para la esposa de un general comprobar que los soldados de su marido poseen, todos, cuerpos de atletas.
De hecho, no se recataba en contemplarles. Se la llevaron. Y yo la había reconocido. Aterrado, aturdido, tan orgulloso como alicaído, ahora ya sabía que aquella a quién había sostenido entre mis brazos era la generala Leclerc, hermana del Primer Cónsul. Pero..., completamente inabordable, como no tardé en comprobar a partir de mis primeros esfuerzos para establecer contacto. Me avergonzaba mi pequeña temeridad, cuando oía a unos marinos que habían servido en unos barcos que repatriaban a unos colonos de las islas contar que durante la travesía de aquel grupo de militares, civiles, y mujeres, se habían producido mil intrigas y que a fin de conseguir su objetivo, ciertos jóvenes amantes no habían temido, portadores de noticias o ya con una cita prometida, acercarse a la batería vigilada, donde se hallaban las mujeres, saltando las portolas o suspendiéndose a cien pies del combés.
Sin embargo, mi ídolo no se hallaba protegido por obstáculos insuperables sino por mi temor a que apenas doblase el pasillo de lujo alguien cayese sobre mí, preguntándome:
—¿Qué deseáis?
Yo parecía tener sólo dieciséis años. Llevaba muy torpemente un uniforme de lugarteniente que no había conquistado en el campo de batalla, sino que me habían otorgado en recompensa de mis méritos escolares. Llegado el caso, habría sabido valerme mucho mejor de un compás que de un sable. Me ruborizaba por cualquier cosa y mis mentiras eran tan visibles como el caballero Trópico el día en que cruzamos la línea, descendiendo de la gran gavia a caballo de un palanquín gigantesco.
Cuando creía estar ya al cabo de mis esfuerzos con respecto a Pauline Leclerc, no podía imaginarme lo que podría decirle. No podía ufanarme de mis campañas ni de mi familia que, aunque honorable, se hallaba desprovista absolutamente de lustre, ni de un porvenir que no entreveía muy lisonjero, ni de un pasado amoroso que no había comenzado. En mi inocencia, ignoraba que eso mismo hubiera podido servirme, puesto que las mujeres suelen enternecerse delante de un adolescente desarmado. Por lo tanto, cada vez que intentaba acercarme al pasillo prohibido, lo hacía más que con la esperanza de encontrarme cara a cara con Pauline, con el temor de verme en su presencia.
Cuando el día llegó, nos aproximábamos a Santo Domingo. Ya interrogábamos con impaciencia a los vigías y achacábamos su silencio a la bruma gris que en el horizonte enlazaba un mar resplandeciente con un ardiente cielo.
Me había dado cuenta de que cada vez que la dama de mis pensamientos se paseaba por el puente en compañía de una de sus doncellas y de oficiales superiores una de sus manos no abandonaba jamás un pañuelito de batista que oprimía contra su pecho o sus labios. ¡Cómo envidiaba yo a aquel pañuelo! Tuve la idea de convertirlo en mi cómplice. Un grumete seguía a menudo a Pauline, haciendo las veces de paje, para retener o apartar las jarcias y anunciar las brumas. Aquel chiquillo me permitió que le corrompiese. Robó para mí el pañuelo, y aquella misma tarde, muy orgulloso, me presenté en el camarote de lujo, fingiéndome encargado de una comisión, lo cual no dejaba de ser verdad.
—He hallado este pañuelo sobre un rollo de cuerdas. Creo que es de vuestra ama y me he permitido traerlo —le dije a la doncella.
Habían intentado amueblar el camarote de la generala Leclerc como un auténtico dormitorio. Incluso, había un piano.
—Es muy amable de devolverme el pañuelo —me agradeció una voz etérea—. Acérquese.
Di unos pasos. La joven se hallaba tendida en una litera. A su lado, un libro abandonado, un tambor de bordado, un espejo, testimoniaban su indolencia.
—Ciudadano —me dijo con franqueza—, os he visto en alguna parte.
Nos hallábamos en una época en que siempre se decía “ciudadano”, aunque también se decía ya “señor”. No tuve tiempo de preguntarme si era o no delicado recordarle la famosa noche de la tormenta, porque, en frases entrecortadas, lo había soltado ya.
—También me acuerdo —exclamó, con aire ausente—. ¡Qué mal tiempo! ¿Verdad?
Calló. Yo me había quedado plantado como una encina. No acertaba ni a irme.
—Bueno, muchas gracias...
Era una despedida. No podía engañarme, pero tampoco hallaba la fortaleza necesaria para terminar una entrevista de la que tanto había esperado. No encontraba nada más que decir, como hubiera podido hacerlo un hombre más experimentado, sin duda alguna. Quizá éste le dijera que había robado el pañuelo para tener el placer de devolvérselo, y que sus remordimientos eran inmensos, pero mucho menos que sus esperanzas.
—Por otra parte está muy sucio —comentó ella—. Antoinette, te lo regalo.
Fue el golpe de gracia. Petrificado, me quedé atónito ante las insolentes miradas de la futura princesa; era todavía demasiado novato para saber que cuando una mujer se tomaba la molestia de mostrarse insolente todavía hay esperanzas. Eh fin, boquiabierto y con la vista baja, me habría muerto allí mismo, como un cosaco, si un grito breve, seco, cortante, repetido por los más diversos acentos en el mismo tono, no hubiera exclamado:
—¡Tierra!
—¡Tierra! —repitió Pauline—. ¡Ah, ya era hora! ¡Las malditas tormentas y las ideas del almirante nos han retrasado quince días! ¡Cuarenta y seis días de travesía, es una gran vergüenza! ¡Y nadie a mi alrededor en el momento de la gran noticia! Me tratan como a una verdulera. Vamos, mi pobre amigo, dadme el brazo, porque deseo contemplar esta famosa tierra.
No había ningún mérito en acompañar a Pauline por los pasillos y la escalerilla hasta el aire libre, ya que el buque apenas cabeceaba. Pero tuve buen cuidado en no pisar su vestido con una de mis botas, en no tropezar y en seguir de lejos sus frases deshilvanadas, por miedo a que escuchase los latidos de mi corazón. ¡Jamás hubiese esperado tanto de un pañuelo!
Las jóvenes son menos tímidas de lo que se piensa y los jóvenes más de lo que se cree. Una vez enamorados, si su amor resulta complicado, sus complicaciones desafían al nudo gordiano. Yo habría debido saborear hasta el éxtasis mi aparición sobre el puente, a la vista de toda la tripulación, del brazo de la divina Pauline; yo, a quien una muchacha provinciana había despreciado unas semanas antes. Pues bien, yo ya me sentía despechado, entristecido, como los amantes traicionados. Hasta mi olfato parecía acudir la frialdad salina de las noches solitarias que había pasado en la toldilla, soñando con ella, el perfume de bergamota que impregnaba su pañuelo cuando lo había presionado contra mi cara, antes de que me sirviese de introductor, y, en fin, el aroma del camarote de Pauline, que apenas acababa de abandonar, y del que solamente podía recordar, ahora que la brisa del mar me azotaba el rostro, la mescolanza del benjuí de un jabón, la lavanda del lecho y la resina de los tabiques. Al mismo tiempo, entreveía la penumbra, cortada en dos, por el brazo de luz de un ojo de buey, el roce de algún vestido de seda, y el espejo que había reunido mi rostro y el de Pauline en la misma imagen.
—¡Poned atención!
Creo que por unos instantes fui yo quien se apoyó en su brazo. En su agitación, los oficiales que corrían de un extremo a otro de la nave, no repararon en la generala, de cuyo brazo continuaba yo llevándola como un sonámbulo.
—Bueno, ¿es que no os fijáis? —me dijo, con una sombra de enojo.
La miré. Iba peinada a la troyana. Sus mechones oscuros acariciaban la piel de sus desnudos hombros, una piel blanca y transparente, firme como la carne sabrosa de un fruto, tan lisa y tan tibia, según creía adivinar. Me ahogaba.
—¡Por favor! ¿Estáis loco?
Con la punta de la sombrilla me señaló el horizonte. Los que como yo no han viajado creen que cuando el vigía anuncia tierra..., se ve la tierra. Pues bien, sólo se veían árboles, de un verde alegre, cuyas copas aéreas parecían flotar en el cielo, sin troncos ni suelo para sostenerlos. Era Samana, la península de Santo Domingo. Ascendía lentamente sobre el horizonte, y al mismo tiempo, se elevaban las velas de las escuadras de Loriet y de Rochefort, que nos esperaban a unos cuantos cables de la costa. Dispararon cañonazos. Pesados pájaros volaban sobre nuestras cabezas. El perfume salpicado de pimienta de Santo Domingo, por oleadas, barría el puente.
—Decididamente —observó Pauline—, tengo que componerme.
Y tuve el honor de volver a acompañarla. No la dejé hasta llegar a sus aposentos, donde volví a la penumbra con cierta tristeza familiar. La joven me tendió la mano, que besé.
En aquel momento, la nave, cambiando de proa para reunirse con las dos escuadras que nos esperaban, osciló con rudeza. Pauline se precipitó entre mis brazos. Tuve que sujetarla fuertemente, pudiendo haberme aprovechado del abandono en que, durante unos instantes, la había colocado su sorpresa. Naturalmente, no lo hice.
—Decididamente...
No añadió más. Fui yo quien, alejándome, me encargué de interpretar aquel adverbio de modo. Podía significar:
“Decididamente, estamos destinados, por los caprichos del mar, a caer en brazos uno del otro.”
O también:
“Decididamente, tenéis una suerte loca de la que sin embargo, no sabéis aprovecharos, mi pobre amigo.”
De todas formas, yo estaba loco, y seguí estándolo durante los días y noches que siguieron, puesto que no desembarcamos. La noche del 14 de enero, apenas reunida la flota delante de Samana, se dispersó. Los buques que llevaban a bordo la división del general Kerverseau nos abandonaron para dirigirse, por el gran canal de Puerto Rico, a la costa meridional donde se halla situada la ciudad de Santo Domingo. Nuestra flota se dirigió hacia la ciudad de Cabo Francés, a la sazón capital de las vastas y ricas provincias de que se componía la colonia. Antes de llegar dejamos dos divisiones navales destinadas a desembarcar en Puerto Príncipe y en el Fuerte Delfín, en ejecución del plan preparado por el general Leclerc y el almirante Villaret de Joyeuse. Al fin continuamos vela al Cabo Francés, donde debían tener lugar las principales operaciones marítimas y militares.
Me hallaba enajenado. Íbamos a desembarcar y tal vez a batirnos, ya que el jefe de los indígenas, Toussaint Louverture, aunque había sido nombrado gobernador de la isla pocos meses antes por el Consulado, actuaba de tal forma que bien podíamos creer que no acogería más que por las armas una expedición oficialmente pacífica, aunque evidentemente destinada a limitar sus poderes y a restablecer los de Francia. Yo era muy joven y aspiraba el olor de la pólvora; la olía ya y en ella se mezclaba el aroma del tocador de Pauline. En fin, mi querido Alphonse, tu madre te dirá que toda mi vida he sentido una pasión, rayana en el ridículo, por la geografía (hasta el punto de enseñarla, aunque no me hallase suficientemente preparado para la pedagogía, como miembro corresponsal del Instituto, si bien mis gustos por las sociedades de sabios sean más bien moderados). Tenía ante mis ojos, y pronto acabé mis investigaciones, no sólo una fauna y una flora aún poco conocidas, sino una fabulosa geología y una agrupación volcánica que esperaba su Plinio. La expedición, a ejemplo de la de Egipto, se ufanaba de su curiosidad científica, por lo que se me había destinado a un grupo de investigadores que mandaba el coronel De Pataud, oficial del antiguo régimen que había enseñado astronomía en Brienne. Este, que deseaba la creación de una oficina oceanográfica en el Ministerio de Marina, no pasaba por alto ningún fenómeno marítimo. Me hacía subir al puente para revelar con él las líneas de corriente provocadas, en las cercanías del Cabo Francés, por los cayos o arrecifes de coral, que forman entre ellos unos pasos bastante estrechos aunque profundos que no permiten el acceso de los buques. Su navegación es peligrosa, ya que la complicación de las corrientes derrota frecuentemente a las naves mejor gobernadas que surcan aquellas aguas, rozando las aristas cortantes de las rocas, como le ocurrió luego al “Desaix” y al “San Genaro”. Otro obstáculo en la entrada del puerto del Cabo Francés presentaba también gran interés para los sabios: era una alternancia de las corrientes de aire, que durante el día venían del mar y por la noche de tierra. Estas mareas atmosféricas, según establecimos rápidamente, estaban causadas por la diferencia de temperatura que presentaba la isla, azotada por los rayos del sol y por el mar recalentado con su acción.
Había muchas dificultades que abordar. Los conocimientos geográficos y las estadísticas no estaban al alcancen de nuestros jefes. Todavía se consideraban las teorías del mundo físico como un lujo intelectual, y sin embargo, sin ellas, los proyectos mejor concebidos y los más diestramente ejecutados pueden fracasar miserablemente, como a nosotros nos ocurrió.
El 19 de enero (14 lluvioso), nuestra flota se presentó delante del puerto de Cabo Francés, del que Toussaint de Loverture había hecho quitar las bayos. Nuestras señales de reconocimiento no recibieron respuesta. Era evidente que Toussaint de Louverture nos declaraba la guerra. La flota habría tenido que penetrar inmediatamente en la rada, desembarcando a toda la tropa en los muelles. Pero el viento no tardó en cesar y la escuadra se vio obligada a alejarse hacia el mar abierto, con el fin de precaverse contra los arrecifes. Esta es la verdad. Unos han afirmado que aquella tardanza en desembarcar había sido debida a las disputas entre el general Leclerc y el almirante Villaret; otros, a la ausencia de pilotos que conociesen bien la rada. Los historiadores sienten debilidad por las causas humanas, y se olvidan de los elementos. En fin, fuimos víctimas de la alternancia de los vientos contra los que ninguna potencia está armada. Esta versión resulta menos emotiva, pero tiene el mérito de ser exacta. Hoy día, cuando los buques navegan a vapor, tal obstáculo podría ser superado, pero entonces no lo era.
En mi calidad de geógrafo yo había seguido esta disputa del hombre contra los elementos con un interés sostenido. Cuando solicitaron voluntarios para subir a bordo de una pinaza, me adelanté el primero. Dicha pinaza era la “Aguja”, que nos había acostado y estaba encargada por el general de entrar en la rada, como precursora, mientras que los grandes navíos se alejaban prudentemente. Al saltar a bordo me volví con la esperanza de que la bella Pauline asistiese a mi heroico comportamiento. Por ello me portaba como un héroe desconocido. ¡Ay! Ya se había retirado a sus aposentos.
—Vos me estáis azotando las orejas con vuestro viento —le había dicho al almirante unos minutos antes—. Todo esto me fastidia. Me habría gustado cenar en tierra.
Estas frases, en las que hoy no vería más que la insolencia algo estúpida de una mujer bonita, eran entonces para mí un rasgo de ingenio de los más espirituales. Y con el corazón encogido no dejé de volverme a menudo hacia la oscura mole del “Océano”, cuyo tamaño se hallaba en desproporción con la frágil criatura a la que servía de estuche.
Mientras tanto, la ciudad iba creciendo ante nuestra vista. Era muy clara y me pareció inmensa a la media luz del atardecer, que ocultaba la perspectiva de las calles. A veces, una ola bastaba para ocultármela por entero ya que bajo el viento de aquella hora la marejada y la resaca se combinaban para tornar particularmente peligrosa nuestra navegación entre los escollos. Afortunadamente, como nos decían los marineros, la “Aguja” se deslizaba por entre los cayos como una piragua y hendía el aire como una gaviota. Lo cierto es que avanzábamos con velocidad. Pasamos por entre las corrientes y nos dirigimos hacia el fuerte Picolet que custodiaba la ciudad, provisto de baterías de mar que decían eran formidables.
Novato en la guerra, contemplaba las humaredas que se elevaban tras los parapetos sin adivinar que nos estaban disparando. Era hacernos mucho honor, como observó riendo el capitán, puesto que atendiendo a su escaso tamaño, con un poco de metralla habrían podido hundirnos. Por suerte, los artilleros enemigos, negros y mulatos, tan poco duchos en las armas de gran calibre como yo mismo, disparaban a ciegas, sin acertarnos jamás. Una sola andanada, extraviada, atravesó nuestras velas como para demostrarme que había escapado a un peligro real y que mi bautismo de fuego había tenido lugar según los cánones establecidos. Me puse a temblar de la cabeza a los pies, aunque lo disimulé, y si la generala Leclerc hubiese seguido a la pinaza con un largavistas, habría podido sentirse orgullosa de su adorador. ¡Pero la pobre mujer poco sospechaba de mis suspiros!
Sin duda en el Instituto Imperial, mi querido Alphonse, aprenderás en pocas líneas el fracaso de la flota francesa delante de Cabo Francés, el incendio y luego el asesinato en masa de los colonos que tuvo lugar a continuación. Puesto que la historia, tal como se enseña en las aulas grises y sombrías es una traición de los sucesos reales, puesto que sólo sirve para dar ideas falsas, bajo pretexto de señalar datos, explicar a grandes rasgos y formular nociones generales.
Toussaint de Louverture, como supimos después, cabalgó hacia la ciudad. Esta, al mando de los insurgentes, nos bombardeaba con fuego de cañón por las bocas de sus dos fortines. La pólvora y los hachones estaban ya dispuestos para incendiar la ciudad francesa más bella de ultramar. ¿Y qué crees tú que hacíamos mientras tanto mis camaradas y yo? Bebíamos vino de Madeira a bordo de un buque americano.
En efecto, para evitar los cañonazos nos habíamos apresurado a penetrar en el puerto, deslizándonos en medio de los barcos mercantes, todos neutrales, que izaron sus pabellones para saludar al nuestro, sirviéndonos de escudo. Telémaco y Cristóbal, los tenientes de Toussaint, no quisieron ponerse en contra de todas las naciones de la Tierra. Una flotilla de elegantes lanchas y canoas nos había rodeado. Los americanos, españoles, daneses, se apresuraron a visitamos y a invitarnos. Yo acepté la hospitalidad del cónsul americano. Y mientras mi capitán negociaba con un negro cubierto de dorados, que había llegado a bordo de una barca esculpida y pintarrajeada, y cenaba bajo una elegante toldilla que cubría el castillo de popa del buque americano, degustando vinos franceses y españoles, bebiendo todos los licores del mundo, y escuchando distraídamente las lamentaciones del bravo cónsul que había abandonado su mansión por aquel navío, porque sabía que si la flota francesa forzaba la rada, la ciudad bajo las órdenes de Toussaint, sería pasto de las llamas y todos los blancos asesinados.
Sin embargo, después de cenar, volví en mí al darme cuenta, en la resplandeciente noche del puerto, de que la pinaza no se hallaba ya en él. Había vuelto a la flota sin mí.
—Mañana volverá a verla —me respondió apaciblemente el cónsul, que era regordete, calvo y muy amable.
En mi locura, que mezclaba estrechamente la guerra y el amor, pensé que aquella frase se refería a mi Pauline. En efecto, me sentía menos desdichado por hallarme separado de la expedición que por estar bajo otro techo que el de mi diosa, si es que puede llamarse techo al conjunto de tablas y velas que nos albergaba desde hacía cincuenta días.
Mi nuevo amigo que respetaba mi calidad de oficial francés, creyéndome en posesión de una experiencia de la que carecía en absoluto, y que se enternecía ante mí por tener un hijo de veinte años en Boston, me aseguró que a bordo hallaría una litera que no tenía nada que envidiar a las del “Océano”. Al día siguiente, la expedición francesa desembarcaría y yo recuperaría mi puesto. Pero aquellas amables previsiones no debían llegar a realizarse. Esto lo sabes ya, Alphonse, y no voy a cansarte con el relato de mis aventuras de aquella expedición, puesto que como todos los viejos que han tenido una juventud agitada, seguida de una existencia tranquila, he fastidiado ya bastante a todo el mundo con mis discursos y mis recuerdos. Y estoy seguro de que tu madre se habrá vengado de la paciencia con que tuvo que escucharme, relatándote también los sucesos de mi terrible noche en Cabo Francés.
Sabrás pues, que poco antes de medianoche, y como unas damas holandesas hubiesen enviado a su viejo cochero negro a solicitar del cónsul hospitalidad en el buque americano, yo me ofrecí para ir a buscarlas en compañía de un secretario del cónsul. No llevaba más que mis botas y mi pantalón, con un capote de corte americano, para no revelarle al regimiento de negros exaltados que patrullaba por las calles mi nacionalidad y mi graduación. Sabes que en el momento en que en compañía de aquellas damas, descendíamos por una de las hermosas calles que convergen en lo más profundo del puerto, me sorprendió una terrible detonación. El “general” Cristóbal se había enterado, por el mensajero que había expedido a bordo del “Océano”, que los franceses no aceptaban su ultimátum y se disponían a desembarcar al alba, por lo que hizo saltar el polvorín, provocando voluntariamente el incendio de los depósitos de algodón y, con ello, el del resto de la ciudad.
Al mismo tiempo, vimos desembocar un centenar de negros armados de antiguas alabardas, viejos fusiles franceses o carabinas inglesas completamente nuevas. Los uniformes también resultaban variados. Había levitas francesas, casacas rojas e inglesas, capas españolas, y hasta cascos de ceremonia portugueses. Algunos no llevaban de uniforme más que las botas, con un vestido ligero, y sin embargo éstos resultaban los más impresionantes. Varios llevaban antorchas. Hundían las puertas de las residencias a hachazos y se dedicaban a incendiar cuanto hallaban a su paso.
Si Cabo Francés ardía, aquellas damas estaban transidas. Se habían echado los velos sobre sus caras tostadas por el sol, y temblaban en el fondo de la calesa. Una mulata, a hachazos, defendía a su amante español. Los cuerpos negros, casi desnudos, estaban llenos de heridas escarlatas. La resina crepitaba. Los niños europeos de un colegio estaban siendo perseguidos por negros armados con asadores para empalarlos. Las niñas eran arrastradas hacia callejuelas sombrías, para aplicarles otros tormentos. Comencé a lamentar haber subido a la pinaza, y luego sentí haberla abandonado por el buque americano. Y todavía más haber dejado la seguridad de éste por las dramáticas calles de la ciudad. La culpa era de aquellas damas holandesas a las que me había comprometido imprudentemente a llevar a bordo. Vi cabriolear, en medio de la sombría marea de los negros, a Cristóbal, el general, con unas resplandecientes charreteras, formidable en su gigantesca estatura. Vi a Telémaco, el alcalde negro de Cabo Francés, echarse a sus pies suplicándole que perdonase a la ciudad. Los hombres de Toussaint de Louverture no sólo asesinaban a los franceses, sino que exterminaban con el mismo lujo de torturas y el mismo salvajismo expeditivo a sus propios hermanos de raza. Por fin, el humo ocultó las estrellas que, sin embargo, brillan más bajo aquel clima. No vi nada más.
Un golpe de culata en la frente acabó de cegarme. Y ya sabrás por tu madre cómo me encontré de madrugada a algunas leguas de la ciudad, en una pendiente rocosa, en medio de otros cautivos.
A nuestros pies, lo que había sido Cabo Francés, acababa de consumirse en medio de oscuras volutas de humo. La escuadra entraba en la rada. Nuestros soldados, en batallones, descendían a los muelles. Demasiado tarde, ya no quedaba ciudad.
Ya conoces mis otras aventuras, que son clásicas en la familia. Recordarás la historia del lorito de un colono francés que, atrapado con nosotros (por una pata) hacía temblar a los negros de espanto, declarando de vez en cuando:
—Atención, voy a hacer estragos.
Y la vieja comerciante inglesa que, no dudando de que la insurrección había sido fomentada por los agentes provocadores de su país, repetía constantemente:
—Habrían podido avisarme, esto habría sido mucho más correcto.
Ya conoces la caña de azúcar a la que debo no haber muerto de hambre y de sed; la historia del cocodrilo amaestrado importado de Caracas; la forma cómo troqué mi hopalanda y las condiciones en que fui el primero en bailar el vals en Santo Domingo, y quizá, entre todos los aficionados a esta danza, en practicarla en una situación tan extrema. Sabes que poco después me hallaba a diez leguas de Cabo Francés y de nuestros bravos regimientos, en plena montaña, o sea en una región totalmente desconocida, en medio de enormes angustias. Sabes, en fin, que me evadí, que llegué al mar y que gracias a éste llegué finalmente a Cabo Francés.
Pero en los relatos que se hacen en familia, rodeado de oídos jóvenes, piden que se haga gracia de ciertos hechos. Figúrate que mi salvador tenía en realidad dieciséis años y la figura más bella del mundo. Se llama Eliama, no pertenecía a la raza de Santo Domingo. La habían detenido en el momento en que intentaba abandonar Cabo Francés para reunirse con su tribu.
La isla San Vicente, su patria, la conocía por los relatos escuchados a bordo. Los caribes que la habitaban se hallaban desde hacía siglos bajo la protección de Francia, lo que no impedía que los ingleses los exterminaran. Hacía varios años que nuestra ayuda se había debilitado y la joven indígena era la embajadora de la última tribu que había sobrevivido a los ataques de los ingleses. Odiaba a éstos, aunque tampoco amaba a los hombres de Toussaint de Louverture, que acusaba de estar luchando contra Francia sólo para entregar la isla a la corona de Inglaterra.
Nos habíamos conocido sencillamente. Me había dado una fruta, una de estas frutas sin nombre europeo que se hallan allá, en el momento en que yo me arrastraba por la maleza, sin fuerzas, bajo los golpes de culata. Le había dado las gracias con una mueca que pretendía ser una sonrisa, no sospechando que hablase francés. Estaba muy orgulloso de unas palabras que ella conocía de nuestro idioma y que pronunciaba con un acento delicioso, aunque desconcertante. Aquella misma noche tardé bastante en comprender que me proponía fugarnos juntos Yo había perdido todas mis energías y acepté su proposición como hubiese podido renunciar a fugarme, para dejarme matar por nuestros feroces guardianes. En plena noche, me tocó la espalda con la mano. No sospechaba que ante mí se abría una nueva existencia.
Ya que el joven que se levantó tropezando y se deslizó detrás de la muchacha en un túnel de lianas, no teniendo otras ropas que los restos de unos calzones, iba, en el tiempo futuro, a convertirse en alguien muy distinto del tímido personaje que había desembarcado del “Océano” en Santo Domingo, con la pinaza “Aguja”. ¡Y seguramente habrás adivinado que el famoso anillo tiene algo que ver con esta extraña metamorfosis!
Como la mayoría de las islas del archipiélago, el suelo sobre el que nos hallábamos era de origen volcánico. La montaña por cuya ladera nos íbamos deslizando estaba atravesada por ríos de lava solidificada. Si quieres una comparación, suponte un reloj de sol, cuyos radios fuesen de lava. Pese a la noche, pese a las nubes, no podíamos extraviarnos. Eliama se esforzaba en orientarme, aunque esto no fuese necesario pues los conocimientos geográficos, incluso los teóricos, son muy útiles a un aventurero. Yo comprendía que nos alejábamos casi en línea recta del cono volcánico, y digo casi porque la caída de la lava había seguido, no el camino más corto, sino la línea de menor resistencia, que a veces oblicuaba, para reemprender poco después su eje que nos dirigía hacia el mar. Al ser de día, lo vimos a nuestros pies. Eliama halló un poco de agua y me trajo una especie de corteza que resultó ser un fruto. Luego desapareció.
Es preciso agregar que hasta aquel momento la había tomado por una vieja. Del talle a las rodillas iba vestida con hojas de palmera. Su busto se hallaba aprisionado en unas bandas de algodón casi negro que le daban el aspecto de una momia. En cuanto a su rostro, me había parecido tan sucio como pustulento.
Exhalé un grito. Venía hacia mí, los cabellos anudados atrás como las mujeres de la antigua Grecia y adornados con plumas y flores rojas. Su atavío se limitaba a una corona de clemátides azul celeste, colocadas en torno a su cuello, y un cinturón de plantas herbáceas anudado a su talle. Aquellas plantas tenían una tonalidad verde claro. Su cuerpo brillaba como el mármol de las más bellas estatuas de mujer que hubiese visto, un cuerpo como creía que existía sólo en la exaltada fantasía de los escultores. Luego debería conocer a Cánova. Un día le reproché, riendo, el optimista de su cincel. Teníamos ante nosotros —esto fue en Milán, diez años después— unos cuerpos femeninos concebidos por él en mármol de Carrara. Los muslos estaban unidos en un mismo y perfecto corte, y los pechos se levantaban con una intrepidez victoriosa. Cánova tuvo que confesar que su arte embellecía a la Naturaleza. Con cierta tristeza (se llama tristeza a la añoranza de una emoción pasada), le manifesté que había conocido a una criatura que desafiaba al cincel más adulador: pensaba en Eliama.
Al leerme, creerás, quizá, mi querido Alphonse, que soy víctima de un recuerdo de juventud. Una bailarina del “Babille”, una diva del “Jardín del Elíseo”, las elegantes de los bulevares te parecerán tan maravillosas como Eliama. Y ello sería posible si dichas damiselas no luciesen esa especie de argollas que los hombres les imponen para que, de lejos, la realidad se asemeje a sus sueños. Eliama era una maravilla sin defectos. Su color era maravilloso, tornando aún más turbadores el rosa Violáceo con que se adornaba su garganta, el lila de sus labios y la blancura de sus dientes que eran algo azules, como la penumbra de su cabellera.
Tardé bastante en comprender que se trataba de la misma persona, y aún en adivinar las causas del afeamiento voluntario al que se había prestado por medio del barro y los jugos de plantas. Traducido en francés trivial y corriente, la explicación de su maquillaje era que no quería provocar deseos.
Entonces me estremecí al evocar las orgías a las que las desdichadas prisioneras blancas o negras se habían visto obligadas durante nuestra marcha. El más ebrio de los soldados de Toussaint de Louverture no habría, en efecto, soñado en darle a Eliama, tal como yo la había conocido, más que un puntapié al pasar.
La joven demostraba ingenuamente el placer que experimentaba en gustarme. De no haber sido mi amor por Pauline, mi extremada fatiga y la necesidad que sentíamos de llegar al mar lo antes posible, le hubiese hecho la corte a aquel ídolo de color. ¿Acaso lo estaba deseando?
Volvimos a ponernos en ruta. Mi mirada no la abandonaba. Por primera vez, la expresión que había oído en la boca de los marinos evocando sus conquistas en los puertos, me parecía justa:
“¡Una chica capaz de hacer saltar el arsenal de Brest!”
Aunque ella sabía hallar el camino mucho mejor que yo, descubriendo impenetrables cortinas de vegetación, fallas directrices, adivinando un puente de lava sobre una hondonada, un hoyo inesperado, una brecha en un océano de zarzas, yo avanzaba el primero para evitar ver hundirse ante mí, en aquel decorado de plantas tropicales, aquel cuerpo semidesnudo en el que el esfuerzo de la marcha, del salto o la escalada, lejos de destruir las perfectas líneas, todavía hacía más deseable las formas largas y plenas que parecían anudarse o desatarse para dar salida libre a un nuevo sortilegio amoroso.
Sobre un lecho de palmas pasamos una noche turbadora. Al principio, Eliama oró una plegaria mitad católica, mitad pagana. Luego, se tumbo desnuda a mi lado. Pienso que si no cedí al llamamiento de los sentidos, fue por miedo a traicionar una confianza, que tal vez ella no me concedía, más que por el exceso de admiración hacia unas formas que me creía indigno de poseer. Bastardeado por la civilización, no me sentía con fuerzas para obtener sobre aquel lecho de hojas de palma una maravilla tan pura de la naturaleza. ¡Y además, seguía siendo el jovenzuelo a quien el desprecio de una morenucha había hecho huir de Francia!
Al día siguiente atravesamos una plantación que había sido completamente incendiada. Varios cadáveres de negros y blancos estaban diseminados por unas plantaciones de algodón. Era mediodía y hacía tanto calor que dormimos bajo un cobertizo medio carbonizado. Cuando nos despertamos, nos echamos a reír a carcajadas: los dos estábamos blancos como la nieve, ya que las plumas del algodón se habían pegado a nuestros cuerpos empapados en sudor.
Por fin encontramos un sendero que conducía al mar, y hacia él nos encaminamos entre dos vertiginosas murallas de rocas. Éramos tres. Eliama había recogido a un pachón, sin duda el perro del colono. Cuando el perrito se hallaba demasiado fatigado, Eliama, con aquella naturalidad que sellaba cada uno de sus gestos, lo levantaba y lo llevaba sobre sus muñecas, como nuestras elegantes sus manguitos de piel. Ladraba. Le sermoneaba para hacerle comprender que no debía atraer la atención sobre nosotros. Nos lamía dulcemente las manos. Entonces adiviné que Eliama no me había arrastrado a aquella fuga para que la protegiese, sino que me había recogido como al pachón porque le había parecido un ser desamparado.
Nos escondimos tras unos cañizales para esperar la llegada de la noche. Algunos pacíficos indígenas daban vueltas en torno a sus cabañas, situadas mucho más altas que el nivel del mar por temor a las mareas que en aquellos países acompañan a las erupciones volcánicas y los ciclones. Tan pronto oscureció, nos deslizamos a la playa y empujamos al agua una de las piraguas.
¿Cómo conocía Eliama mucho mejor que un geógrafo el relieve de la costa que habíamos contorneado para llegar a la rada de Cabo Francés? Jean Jacques Rousseau pretende que el hombre nace bueno, y es posible que así sea. Pero yo creo, sobre todo, que nace sabio y que un salvaje sabe más por instinto que nosotros por experiencia, por el razonamiento y el estudio. En medio de aquellas tinieblas, la muchacha me anunciaba que íbamos contorneando un bosque de manglares, o que evitábamos la punta de una roca; al alba salimos a mar abierto por temor a los arrecifes de coral que ella presentía según el murmullo del agua.
El océano no estaba agitado. Durante todo el día nos acunó un suave balanceo. Sólo padecíamos por el aplastante calor. El perro se quejaba, durmiendo. El pellejo lleno de agua que habíamos encontrado en la piragua tocaba a su fin. Ganar la orilla era tentador, aunque peligroso. Para refrescamos, nos echábamos agua a menudo por encima de nuestros cuerpos. Yo temía a los tiburones, pero Eliama se echaba a reír, agitaba la mano y se hundía en el agua, arrastrándome en la estela de su cuerpo desnudo. Era una condenación verla secarse a continuación, tendida en el fondo de la piragua. Era coqueta, amante de adornarse con flores, pero la libertad con que movía sus brazos y sus piernas daba a entender que el pudor, la gran arma de las damas civilizadas, era algo completamente desconocido para ella, al menos, en su ceremonial europeo.
Después de una nueva noche, tuvimos la sorpresa cuando se levantó el día, de divisar una corbeta de guerra a poca distancia. Me incorporé, agitando los brazos. Sólo entonces distinguí el pabellón inglés. Ya era tarde. Nos habían avistado y el buque había derivado ligeramente en nuestra dirección. No iba muy de prisa, ya que el viento había cesado y una parte de su velamen iba colgando. Eliama, a quien la vista del pabellón inglés había inundado de rabia, empezó a remar frenéticamente. Yo la imité. Estos maravillosos esquifes indígenas son tan aptos para la carrera, que íbamos con más rapidez que la corbeta, que se hallaba casi encalmada. Habríamos podido escapar tanto más fácilmente cuanto que un buque de guerra se interesa muy poco, en general, por las idas y venidas de una piragua, si su capitán, que a no dudar había divisado a mi bella indígena, gracias a su catalejo, no hubiese dado órdenes de cañonearnos.
Hablando con sinceridad, no intentaban alcanzarnos, sino detenernos. Tres balas cayeron lejos, por la parte de babor. Sin embargo, la impaciencia debió apoderarse del capitán, puesto que una cuarta nos rozó con gran estrépito, hundiéndose a unos veinticinco pies delante del esquife. El movimiento del aire y el mar fue tan intenso e imprevisto que nos encontramos sumergidos en el agua, aturdidos, y por mi parte un poco sofocado ya que al volcar no había logrado reprimir un grito y había tragado una buena bocanada de agua salada. El perrito nadaba dando vueltas, quejándose. Eliama le cogió por la piel del cuello y a pesar de esta carga empezó a nadar con aquel estilo extraño y veloz de los salvajes hacia las rocas, que por desgracia quedaban bastante lejos. Yo la seguí, jadeante. Un rizo encrespaba la superficie del agua. Di media vuelta para atisbar brevemente. La corbeta, cuyas velas se hallaban ya hinchadas en su totalidad, corría ahora velozmente sobre el mar, con una estela de espuma bajo su proa.
No tardó en situarse entre nosotros y la costa. Una canoa fue botada al agua. Empujada por seis manos brutales, Eliama fue arrojada al fondo de la embarcación, donde continuó debatiéndose con la piel húmeda como la de esos enormes peces que tanto nos divertía arponar durante la travesía, y que morían, retorciéndose, sobre el puente del “Océano”. Pegado a su espalda, el pachón gemía tristemente. Sentado en el banco, no dejaba de felicitarme de haber escapado a los tiburones, pese a temer un poco las casamatas y los pontones donde los ingleses dejan morir lentamente a sus prisioneros de guerra. Pues todo hay que confesarlo, mi querido Alphonse, durante aquella fuga náutica sólo había pensado en los tiburones.
Cinco minutos después nos hallábamos sobre el puente de la corbeta. Yo había reflexionado. Lo más hábil era mostrarse cortés y considerar muy natural que el capitán nos devolviese a la joven y a mí (y al perro pachón) a Cabo Francés. Inglaterra y Francia, cuando había salido del Continente, se hallaban en los preliminares de la paz; el oficial de aquel barco no podía ignorarlo.
—Capitán —le dije tras esta meditación—, puedo asegurarle que si el buque al que tengo el honor de pertenecer, el “Océano”, hubiera hallado en su ruta un inglés en dificultades, se habría complacido repatriándolo.
—Ya veremos —me espetó en francés.
Era un individuo gordinflón, de cara rojiza, con una frente de venas abultadas y color violáceo. Su atuendo era más que descuidado. Me decepcionó; la anglomanía que desde hacía mucho tiempo dominaba en nuestras modas, me había dado una idea muy distinta de un oficial de la marina de Su Majestad.
—Usted afirma ser un oficial —continuó, después de haberse* enjugado el rostro con un pañuelo gigantesco—, pero le resultaría muy difícil demostrarlo.
Luego interrumpió mis explicaciones:
—¡Lo cierto es, por Júpiter, que no viste el uniforme del ejército francés! Seguramente es usted un espía. Se hallaba observando las maniobras de mi barco. Y tengo derecho a pensar que estaba esperando la llegada de la noche para perpetrar algún golpe.
Esbocé una sonrisa.
—No tenemos ni armas ni pólvora. Por tanto, poco daño podíamos causarle a su barco. Tal vez el perro pachón con sus colmillos...
Bien reflexionado, no era un chiste muy oportuno. Sin embargo, de momento me hizo reír. Pero el capitán inglés ni se sonrió. Golpeó con el puño la borda y gritó en inglés unas interjecciones que no entendí. Luego, su mirada se posó en Eliama y, cambiando bruscamente de tono, nos invitó en francés, a descender a su camarote para descansar. Me costó bastante conseguir que Eliama aceptase la invitación. Miraba a su alrededor, como un animal atrapado, presta a tirarse al agua. En la lucha había perdido su falda de hojas de palma, por lo que no le quedaba más que su collar de flores. Pero con toda seguridad no era su atavío paradisíaco lo que la turbaba; lo que no podía soportar era la idea de hallarse sobre la cubierta de un buque inglés. Acabó no obstante por aceptar la invitación del capitán. Este se hizo a un lado ante la escotilla para dejarla pasar, con una cortés rigidez que la desnudez de Eliama hacía risible. Para completar el cortejo descendió también el pachón con el hocico pegado a los talones de la joven india y dejando a su paso un reguero de agua de mar. Bajé a mi vez; el capitán cerró la marcha ceremoniosamente y no tardamos en llegar a su camarote, en torno a una mesa que al instante quedó bien provista de platos y bebidas dispares. Había bizcochos de mar con mantequilla, torreznos, bananas, té, ron y vino de las islas. No me molestó en absoluto verme ante una mesa bien surtida, con platos civilizados, y particularmente con bebidas agradables; bebí tres tazas de té, una tras otra, aunque me repugne ese líquido, repugnancia que no he perdido nunca pese a la anglomanía de nuestras costumbres. Jamás he podido tragármelo, excepto por prescripción médica.
Eliama no tocó nada. Insistiendo, conseguí que se acabase una escudilla de agua que el pachón había dejado a medio consumir. Esto fue todo. En la conversación, había intentado que el capitán se enterase de que mi intención era ir al encuentro de una gran fragata francesa que estaba en una bahía cercana. Con esto esperaba inspirarle el temor de un encuentro inesperado con ese buque imaginario, pero me vi desalentado cuando se echó a reír, espetándome:
—Su fragata habrá chocado con un buque fantasma yéndose a pique, porque desde que estoy recorriendo estos mares no he visto la menor vela francesa. Lo más probable, no obstante, es que usted haya soñado, puesto que he divisado a su flota completamente reunida. Se halla anclada sosegadamente en Cabo Francés, sin ocuparse de usted para nada. Y por mi parte...
Encendió uno de aquellos largos cigarros que se fuman en Cuba, consultó sus gruesas manos y dictó su veredicto después de haber apurado lo que quedaba en la botella de ron.
—Me han confiado una misión de inspección, ¿comprende? Dentro de quince días debo recalar en Jamaica, ya que, a fin de no ocultarle nada, esta cáscara de nuez ya ha disparado bastante y ha dado suficientes bordadas en su vida. Fíjese, a cada ola parece necesitar el carpintero. Bien, le desembarcaremos a usted. Examinaremos su caso. Y es muy posible que le devuelvan a Cabo Francés, aunque eso no soy yo quien deba decidirlo.
Con un gesto acalló mis objeciones, y concluyó:
—Solucionado este problema, le aconsejo que se vaya a fumar un cigarro al puente. Es la hora de la serena. Mientras tanto, aprovecharé la ocasión para interrogar a esa jovencita.
—¡Inútil! No se quedará en mi ausencia.
—Señor oficial francés, en Inglaterra hay leyes. Tengo que escuchar el relato de esta joven con toda libertad. Nada me demuestra que no la haya usted secuestrado. Además, es una menor.
Podía hacer dos cosas: estallar en carcajadas o reventar de furor. Los ingleses habían asesinado a millares de indígenas tratándolos como a animales feroces, por lo que resultaba cómico oír a aquel capitán que enfocaba el caso de Eliama como si se tratase de una joven europea seducida por un mal chico a la orilla del Támesis.
No tuve tiempo de reírme ni de enojarme. Ante mi expresión, el oficial inglés había comprendido mi postura. Me eché para atrás. Cuatro manos me sujetaron a la silla. Me ataron los brazos y las piernas. Junto con mi silla fui sacado velozmente del camarote, e izado al puente. El sol me cegó. Me retorcía de rabia, con lo que sólo conseguía que las cuerdas se hundiesen en mi carne, lastimándome. Unos marinos, sentados sobre rollos de cuerdas y cables, me contemplaban, riendo. Yo debía resultar un ente extrañamente ridículo, y uno de ellos estalló en carcajadas. Esperaban las órdenes de su capitán. En tanto el capitán debía estar interrogando a Eliama en su camarote y, por muy joven que yo fuese, me preguntaba con horror qué clase de cuestiones le estaría planteando.
A pesar de mi angustia, iba siguiendo con la vista el anteojo de un oficial subalterno, a pocos pasos de mí. A nuestras espaldas, el cielo acababa de oscurecerse súbitamente. Al este, unas nubes violetas, aparecidas de repente, estriaban el disco del sol. El vendaval hizo crujir el velamen. El navío se enderezó y luego empezó a navegar más de prisa, desviando el rumbo, lo que le acercó a las rocas. El oficial llamó al capitán. No oí la respuesta. El vendaval, que a cada momento se tornaba más violento, contrariaba la marcha de la nave. El mar se levantaba, y la corriente rechazada por la tempestad hacia las rocosas cavernas comenzó a dejar oír un estruendo ensordecedor. Los hombres se levantaron de un salto. Creí que habíamos encallado con una roca. En aquel instante, Eliama surgió en el puente.
Creí oírla chillar. Pero en realidad, se trataba del perro pachón que corría a sus alcances, y que lanzaba aullidos de espanto, casi humanos. Cuando la joven estuvo a mi lado, vi que sus hombros y sus piernas le sangraban. En sus pupilas se reflejaba el odio más acendrado, pero también una especie de triunfo que me hizo temer que al intentar defenderse de las, acometidas del capitán, lo hubiese matado. En tal caso, y conociendo como conocía a los ingleses, sabía que nos colgarían sin tardanza.
Llevaba un cuchillo en la mano. Con precisión, cortó mis ataduras, bajo las miradas de la impasible tripulación. El suboficial se limitó a pedirle que le devolviese el cuchillo. Ella se lo tiró à los pies. Los ingleses se pusieron a hablar y parecieron acordar algo. Dos de ellos se aprestaron a bajar al camarote del capitán, pero en aquel instante, apareció aquél con el rostro hadado en sangre, mudo, centelleante la mirada, y blandiendo con terrible flema uno de aquellos látigos de los que se sirve la marina inglesa para castigar a los marineros.
Los nueve cabos erizados tremolaban en el extremo del mango. Adiviné sus dolorosas quemaduras. Me adelanté. No era que tuviese valor. Era que no podía asistir al suplicio de Eliama, sabiendo que luego tendría que sufrir otro suplicio aún peor.
Ella me retuvo por los cabellos. ¡Se estaba riendo! De entre sus cabellos sacó una plumita blanca que tiñó en la sangre que le corría por la espalda. La arrojó hacia el aire, y el viento que soplaba con suma violencia la llevó hacia los arrecifes.
Se elevó un murmullo; los marineros se apelotonaron, supersticiosos como buenos marinos, y desarmar dos ante los sortilegios de las Antillas, donde la magia se mezcla a los actos cotidianos. Fascinados, intentaron seguir hasta lo más lejos posible el vuelo infernal de la pluma. El capitán también se había inmovilizado, con una mano en la visera de la gorra. Y como el don de imitación es instintivo en el ser humano, hice converger mi vista con la de toda la dotación. Un ligero silbido me volvió en mí.
Me giré hacia Eliama. Mientras los demás se hallaban profundamente absortos en el espantoso fenómeno, la joven salvaje se había apoderado de un hacha suspendida cerca del palo de mesana. Eliama me contempló con ojos centelleantes y luego, con brazo firme, rompió la driza del gobernalle. El resultado inmediato fue poner la corbeta cara al viento y, por el efecto de las velas en los mástiles, hacerla retroceder hacia la línea de las rompientes.
El pachón corrió detrás de Eliama, y yo corrí detrás del pachón al que ayudé a saltar sobre un cañón. Alcanzamos los obenques y nos lanzamos al agua. Eliama había vuelto a asir el perrito por el cuello. Recuerdo que al zambullirnos oí un tiroteo desordenado. Pero no hubo continuación. El navío había sido ya aspirado por la resaca mortal. La tripulación debía intentar un supremo e inútil esfuerzo. Yo no distinguía, en medio de una estela empurpurada por el sol poniente, más que la vigorosa silueta de Eliama que se izó la primera sobre una roca y me tendió la mano, resollante, victoriosa y apretando al pachón contra su pecho.
En el primer instante, la corbeta se quebró por la quilla. La vimos elevarse fuera del agua y luego el mar la arrojó de costado, atrayéndola hacia un remolino que testimoniaba los daños causados por los arrecifes a la arboladura. El desdichado navío se hundió de proa, se acostó por estribor y poco después los únicos indicios fueron las tablas del puente barridas por el agua. Nosotros, en tanto, habíamos ya vuelto a zambullirnos para llegar a una playa de arena rosada, al fondo de una grieta entre las roquedades.
Mi aventura con Eliama terminó allí. Al cabo de una hora, llegaba mi fragata imaginaria, atraída por los cañonazos de la corbeta inglesa, tan imprudentemente disparados. Lanzaron unos botes al mar. No pudo salvarse ningún inglés, pero por la noche yo pude dormir en una hamaca, y al día siguiente, en la rada de Cabo Francés, me despedía de la joven del Caribe. Supe que ella había mantenido una larga entrevista con el almirante a propósito de la isla de San Vicente. ¡Ay!, ¿qué se dedujo de todo ello? La fiebre amarilla y la reanudación de la guerra en Europa no permitieron que los franceses salvasen a los últimos hermanos de raza de Eliama. Esta fue el ser más salvaje que he hallado jamás. Pero también la mujer más hermosa que me haya sido dable admirar, y sin embargo juro que cuando la evoco es con la más pura de las ternuras.
Me abrazó sobre el puente al dejarme, besándome, lo que hizo reír a mis camaradas. Hubiese querido provocarles a todos juntos a un duelo cuando, curiosos, se dirigieron a mí para informarse acerca de la manera de hacerse el amor en el Caribe. ¡Dios mío, iba a olvidarme de un detalle! Al decirnos adiós, la joven me regaló un anillo.
Sí, mi querido Alphonse, se trata del anillo que tienes en las manos, si es que has sentido curiosidad por examinarlo al llegar a este punto de tu lectura. Es muy raro, trenzado, pero provisto en su cúspide de lo que tu madre llamaría una pelota de púas. Para defenderse de los malos espíritus, en Caldea, en Siria, se utilizaban las varillas en las que se ensartaban. Las gárgolas de “Notre Dame” proceden de la misma tradición. Pues bien, las pequeñas púas de este anillo están dirigidas contra los espíritus que se oponen al amor.
No lo entendí al momento porque las palabras medio francesas, medio caribes con que acompañó su entrega, carecían de la coherencia indispensable para los europeos. Pero durante mi estancia en La Providencia (el hospital de Cabo Francés, uno de los raros edificios de aquella bella ciudad, que habían resistido al incendio), mi vecino de cama, un joven capitán que presumía de etnógrafo, me aseguró que este anillo era un auténtico “porta amor”. ¿Por qué asombrarse? Nosotros poseemos nuestros amuletos. Nos burlamos de las supersticiones, pero no nos gusta transgredirlas. Y los que faltan a ellas por sistema son también supersticiosos. Hay que observar que me habían educado en el seno de una familia republicana en la que se adoraba a Voltaire, donde nos descubríamos la cabeza para hablar de la Razón, donde los redactores de la Enciclopedia remplazaban a los evangelistas. El anillo, pues, me hacía sonreír. Pero era joven, y con todo el ardor por la vida aventurera. El azar poco tiene que ver en las vidas bien reguladas. Pero gobierna la existencia del guerrero, del navegante, del hombre de acción. Como dijo Corneille:
“Y si uno perece, otro subsiste.”
No hay recetas seguras para escapar a un naufragio, explorar una costa desconocida, elegir una tripulación, o jugarse una fortuna en un cargamento. La parte correspondiente al azar es inmensa, de ahí que el azar tenga tendencia a ser llamado Providencia, casualidad, o fatalidad. En fin, las circunstancias en las que yo había recibido aquel regalo, la mano que me lo había entregado, los encantos y los peligros que habían sido compañeros de mi estancia en aquellos parajes, contribuían, si no a que creyese absolutamente en la virtud de este amuleto, al menos a sentirme reconfortado por su posesión.
Además, asaeteados a preguntas, los viejos colonos a quienes en el hospital curaban las atroces heridas y quemaduras recibidas durante las trágicas jornadas de la revolución, habían estado, no sin las reservas habituales, contando los recuerdos en que la potencia mágica de las Antillas se traducía a cada palabra.
En fin, cuando abandoné el hospital, curado ya de las fiebres que se habían apoderado de mi cuerpo durante mi estancia en el interior del país, llevaba puesto el anillo. Claro está que de ninguna manera, ni bajo ninguna circunstancia, habría dejado de llevar puesto un regalo de Eliama, pero, a fuer de ser sincero, no lo consideraba únicamente como un regalo, y cuando hube recuperado la salud y volví a sentir en mí los ardores naturales de mi juventud, lo asocié a mis esperanzas amorosas.
Debidamente sermoneado por mi capitán, el cual había tenido ciertas dificultades en impedir que el general Humbert me persiguiese en causa como desertor, cuando el “Aguja” había vuelto sin mí, volví a caerle en gracia al suministrar informes tácticos y geográficos acerca de las regiones que había recorrido comí) prisionero y respecto al litoral que había estado siguiendo muy de cerca y cuyas corrientes había podido observar.
Me enviaron a la isla de las Tortugas, donde se había trasladado el Estado Mayor después de cuarenta días de una guerra terrible en la que la destrucción de la revolución negra acompañó a la de la colonia. Por turnos, los regimientos agotados iban a descansar a aquella tierra en calma, saluble y hospitalaria. El general Leclerc habitaba allí con su esposa, en el seno del cuartel general, y bajo la protección de un poderoso destacamento de su guardia. A guisa de castillo, utilizaban una inmensa morada denominada la Habitación Labattut que, flaqueada por sus numerosas dependencias, tranquilizaba a los europeos, intentando semejar un castillo rodeado de su villorrio.
Compartía mi dormitorio con un oficial en una pequeña construcción erigida en medio de la plantación. Eh aquella isla todo crecía con facilidad; el mar era un buen proveedor de pescado, los negros vivían felices y nosotros tan dichosos como aquéllos.
¡Había vuelto a ver a la generala Leclerc! La primera vez que la entreví en la parte de la plantación dedicada a la caña de azúcar, comprendí que nunca había dejado de amarla. No, esto no era olvidar a Eliama. ¡Aquella joven escultural seguirá siempre presente en mi memoria hasta la muerte! Pero, como ya te he confesado, era demasiado salvaje para mis gustos. Además, la joven había sentido hacia mí un sentimiento mezcla de compasión. En una palabra: me había protegido. Yo la había adorado sin franquear el abismo que me separaba de aquella maravillosa criatura a la que no osaba igualarme.
Pauline, por el contrario, estaba a la altura de mis deseos. Su frágil cuerpo sólo pedía abandonarse. Brillante de ungüentos, su piel esperaba las caricias. Sin esfuerzo, hubiese podido quebrarla entre mis brazos. El roce de sus ropas, la finura de sus zapatitos, que dejaba entrever cuando subía a una calesa, la gracia de su desnudo brazo y de su manita seductora al abanicarse, el perfume europeo que dejaba en pos de sí, la envolvían con los encantos que en su adolescencia los jóvenes franceses asocian a la mujer.
En fin, llegó mi turno de hacerme cargo del puesto de guardia de la Habitación Labattut. Pauline pasó por delante de mí. Me rozó. Abatí los ojos al suelo y callé. El anillo destellaba en mi mano. Lleno de valor, me atreví a decirle:
—¡Ay, señora, hoy no habéis perdido vuestro pañuelo!
La joven se detuvo en seco.
—¡Caramba, caramba! —murmuró, mirándome fijamente.
Aquello fue todo, pero los enamorados se contentan con muy poco. Durante una semana fui rememorando aquella exclamación encantadora. Mi recién adquirida seguridad me impulsaba a hallar en la misma, debidamente resumida y enmascarada, el aplomo de que yo había dado muestras.
Me convencí de ello cuando fui nombrado para escoltar a la generala en su paseo. No era mi turno. Era preciso, pues, que alguien lo hubiese provocado. Me imaginé, mientras me ponía mi más resplandeciente uniforme, la indolencia afectada con la que sin duda ella habría dicho:
—¿Quién viene de escolta hoy? ¿Lecourt? ¡Oh, no lo quiero! Me recuerda a Grosetti, el lugarteniente de Paoli, que nos perseguía con un asador. La última vez que me acompañó me dio jaqueca. Que venga cualquiera... Por ejemplo, ese joven que estaba de guardia el otro día.. Es mudo como una carpa y no me molestará. Sí, esto es, que nombren a Moreau.
Al llegar, sudoroso y centelleante delante del peristilo de la Habitación Labattut, distinguí a Lecourt en unas angarillas. Le habla mordido una trucha. Y lo que es más, una trucha que habíamos traído de Europa. Con lo vanidoso que era, no podía ufanarse de haber sido herido por una fiera del país. Me reí de buena gana y luego, al subir hacia el portal fruncí el ceño. Por esto me habían nombrado, porque Lecourt estaba rebajado de servicio y en mi calidad de más joven en el escalafón de lugartenientes, era yo quien debía hacer de reemplazante. Mi decepción no obstante no resistió a la idea que me asaltó mientras cruzaba el palio interior: si Lecourt había sido mordido era porque yo estaba de suerte.
Me hicieron esperar en una fresca galería. En lugar de aburrirme, de arder de impaciencia, continué maravillándome de la mordedura de Lecourt. A bordo del "Océano” había conocido a un joven oficial que me había iniciado en lo que hoy en día llamamos corrientemente la estadística. Me admiró la infinitésima serie de probabilidades que existían para que una trucha mordiese a Lecourt, confiándome así la escolta de la generala. Cuando apareció ésta, me miró el anillo.
—¡Vos aquí! —exclamó, echándose a reír.
Es un milagro del amor el que, incluso extinguido, conserve una poderosa vitalidad. Al escribir esta frase revivo aquellos instantes y aún me siento emocionado. Veo entreabrirse aquella adorable boca. Por un ventanal de la galería, diviso aún las palmeras de un árbol que se recorta bajo un ardoroso cielo. Yo que ahora tanto sufro al subir las escalinatas del Instituto, yo, que busco un hombro amigo en que apoyarme cuando he paseado cinco minutos por mi jardín de Saint Michel en Auxerroir, me siento de repente tan gallardo como entonces, haciendo resonar mis botas sobre las losas, mientras la generala, con su bella manita, apartaba de su rostro el velo de gasa a fin de ver los peldaños del porche al posar en ellos los pies.
Para colmar mi dicha, se hallaba sola en su calesa. ¡Ni siquiera un lacayo!
Yo caracoleaba a mis anchas, seguido de mi pelotón, aunque bastante atrasado, a causa del polvo blanquecino que levantaban los cascos de los caballos. Seguíamos el único camino en buen estado de la isla que durante un largo recorrido un palmeral resguardaba del abrasador sol. Nos detuvimos al llegar a un claro. Un caballero fue y volvió corriendo de la Habitación, antes de que se derritiese por completo un sorbete que había ido a buscar para complacer un capricho de la generala, que quiso tomarlo tendida sobre la hierba.
No recuerdo sus frases. Yo sudaba de tal forma que ella me prestó su abanico. Lo besé furtivamente. Como de ordinario, debí contestarle muchas necedades. De repente, en el momento de levantarnos, exclamé con un aplomo desconocido:
—El pañuelo..., ¿recordáis el pañuelo?
Pauline arrugó la naricilla, y con aquel desdén encantador, que tan bien le sentaba, murmuró:
—Sí, el que me devolvisteis, aquel que estaba tan sucio, que me vi obligada a regalárselo a Toinon...
—Sí, vos se lo regalasteis a Toinon, pero el pañuelo no lo habíais perdido. Fui yo quien os lo robó.
—¿Para qué?
—Para devolvéroslo.
Al pronunciar “para devolvéroslo”, tuve la impresión de decirlo con un grato timbre de voz. Es una de las reglas más sorprendentes del amor. Cerca del objeto amado, uno se torna guapo. Si se amase en pleno Beauce, un insospechado relieve realzaría el paisaje. Las frases más insípidas se convierten en sentencias por arte del amor. Yo he hallado mil sutiles intenciones en la necia novela de madame Genlis que Pauline me prestó aquel día, y que leí durante la noche.
¡Porque me presto un libro! Después de mi confesión, se limito a entrecerrar sus párpados, adornados con las más bellas pestañas del orbe, y murmuró con un tono lánguido:
—¿De veras?
No le preocuparon demasiado los motivos de mi robo. Por tanto, me ahorró las precisiones de mi acción, si bien reconoció mi condición de adorador.
—Sois un joven peligroso —añadió—. Regresemos.
Para ser sincero, al pronunciar ese adjetivo halagador, se me rio en las narices al tiempo que me alargaba la mano para que la ayudase a levantarse, mano que no me abandonó hasta llegar al coche. ¡Oh, su mano! ¡Ah, el coche! Oh, la vuelta!
El camino, cuando regresamos a la Habitación, estaba atestada de indígenas con sus mujeres y niños que habían venido a esperarles al monte. Yo conocía el poder que la incomparable belleza de Pauline ejercía sobre aquella sencilla población, que no había tomado parte en nuestra cruel guerra y que solamente deseaba adorarla. El día de su llegada, el pueblo la había seguido tumultuosamente hasta la Habitación El domingo, una muchedumbre se estacionaba constantemente ante la puerta, espiando las ventanas para contemplar la primera aparición de la diosa. Aquella noche me presté a defender a Pauline de la energía con la que los indígenas manifestaban su admiración, placer que se mezclaba con la complicidad. Yo la adoraba como ellos, pero tenía la suerte de ser oficialmente su caballero andante. ¡La suerte! Ya ves, Alphonse, como esta palabra se desliza de mi pluma casi inadvertidamente, incluso procediendo de un viejo ya a vuelto de todo como yo.
¡Sí, aquella noche tuve suerte! Tuve la suerte de ser dichoso. El esplendor de la isla, la facilidad de aquella existencia, la opulencia de la naturaleza, todo ello se acomodaba a maravilla con el estado de ánimo en que el apretón de la mano de madame Leclerc me había sumido. ¡Me hallaba exaltado antes de tiempo!
El canto de los negros acompañó nuestro regreso. Desde entonces lo he oído a menudo, cuando la fiebre o la fatiga hace correr mi sangre con más ardor y más fortaleza, ya que la cadencia de la música antillana es la misma cadencia de la sangre.
Encontramos delante de la Habitación a unos granaderos muy ocupados en defender el acceso. El contraalmirante Magon le explicó a la generala las causas de aquella efervescencia. Desde largo tiempo antes, los indígenas preparaban una fiesta, y el ejército, para sellar su cordialidad con ellos, había colaborado en la organización de la misma. Los marinos habían talado un claro y proporcionado todo lo que les hacía falta a los protagonistas de la danza africana. Pero todavía les faltaba la certeza de que Pauline Leclerc asistiese a la fiesta, honrándola con su presencia.
—¿Puedo prometérselo? —insistió el contraalmirante.
Reflexioné lo más de prisa posible. Puesto que era su escolta, también lo sería en el baile. Si quería aprovecharme de mi suerte, era preciso insistir. En lucha con mi maldita timidez, presioné los dedos, uno contra otro. ¡Y el anillo me animó!
—¡Vayamos! —le dije en voz baja.
Si hubiese tenido tiempo de preparar mi frase, habría sido muy distinta. Aquel “vayamos” que exclamé con un acento por demás autoritario, suponía entre ambos unas relaciones inexistentes todavía.
—¡Pobre gente! —se compadeció Pauline—. Si han hecho tantas cosas para complacerme..., sería demasiado cruel negarles mi asistencia.
—¿Entonces, aceptáis, madame? —preguntó el almirante, al que le gustaban las cosas ciaras.
—¡Sí, Dios mío! Iré poco después de cenar.
Los negros prorrumpieron en un clamoreo estentóreo, en tanto Pauline desaparecía por la galería. Era tarde, pero el radiante cielo no palidecía. Me quedé inmóvil en el portal, aturdido por mi propia audacia.
—¡Eh, joven!
Era el contraalmirante que volvía sobre sus pasos.
—Puesto que estáis de escolta, como me lo ha hecho observar nuestra querida generala, os necesitaremos para la fiesta. Por tanto..., os quedaréis a cenar.
Casi no recuerdo aquella cena. A los postres, el almirante nos obsequió con observaciones sobre las marsopas, los tiburones y otros habitantes del mar, lo que le llevó a hablarnos de sus campañas..., de una manera muy pintoresca, como diría el señor de Merimée. Evocó las Indias y concluyó bruscamente que habíamos cometido una linda idiotez enviando aquella estupenda armada y aquella magnífica flota a Santo Domingo, y no a la costa hindú o al imperio de los Maratas, nuestro antiguo aliado, acaudillado por Tittu Saib, y que, abandonado por nosotros, se doblegaba bajo los impuestos británicos; y una segunda idiotez al no reemprender el dominio de Santo Domingo con la expedición de una sola corbeta, confirmando a Toussaint de Louverture en su cargo de gobernador general y a los negros en sus libertades, recientemente adquiridas.
—Y, poco a poco, habríamos vuelto a hacernos cargo de todo. Toussaint de Louverture admira a Bonaparte. Le ha enviado una misiva que lleva por firma: “El Primero de los Negros al Primero de los Blancos”. Es ya muy viejo. A su muerte, habríamos vuelto a ser los amos de la isla, sin dificultad.
Medité las palabras del almirante. Eran las de la prudencia. Pero en aquel momento me parecieron desplazadas. Y como a la generala la política le aburría tanto como a mí, cambiamos una mirada de complicidad.
—¡La fiesta nos espera! —dijo Pauline con voz lánguida—. Y no sería cortés hacernos esperar.
El almirante empezó a pronunciar ciertas consideraciones sobre las ventajas de la espera entre los hombres, y especialmente entre los hombres de color, cuando Pauline, poniendo fin a su elocuencia, apartó el sillón y se levantó, dando con ello la señal de partida.
—Hay refrescos en el patio. Si quieren esperarme, caballeros, voy a cambiarme. Por muy salvajes que sean, hay que asistir a una fiesta con todas las galas y pienso componerme como si se tratase de acudir a un baile en casa de madame Tallien.
Nos obsequió con una irónica reverencia, barrió el mosaico con su trenza y desapareció con una fingida discreción que fascinó nuestras miradas.
Al instante volvió a aparecer para advertirme, con un tono perfectamente natural:
—Teniente, ¿estáis de escolta, verdad? Entonces, venid y esperadme en la antecámara.
Con un ademán de impaciencia, el contraalmirante me ordenó obedecer, pero el señor de Norvins, agregado civil que era uno de los amigos de la generala, un individuo de finas facciones y cuyo papel era la representación del espíritu ligero, sugirió:
—Si se trata de consejos para el tocado de un baile de negros, aceptad mi candidatura, querida amiga.
Hacía mucho tiempo que sospechaba que se hallaba algo enamoriscado de la generala, cosa que no le reprochaba, bien entendido. ¡Lo comprendía demasiado bien! Los jóvenes muy enamorados lo comprenden todo, salvo que alguien se halle enamorado de otra mujer, que no sea la del objeto de sus preferencias.
Pauline no había contestado. El roce de su vestido nos indicó que se alejaba por la penumbra del corredor. La seguí, en tanto Norvins giraba los tacones detrás del almirante y los demás invitados.
Me esperaba una gran decepción. Pauline, cuyas camareras se hallaban enfermas (minadas por la fiebre) en Cabo Francés, o ya repatriadas, se veía obligada a servirse de una joven negrita. Esta me invitó con el gesto a que me sentase en la antecámara para esperar, cerca de una antorcha. Sólo estaba separado de la estancia donde Pauline se cambiaba por una abertura ojival, cerrada por los pliegues de una cortina de gasa, como las que se emplean a menudo allí para apartar a los mosquitos, sin impedir la circulación del aire.
—¿Estáis aquí, señor lugarteniente?
—Sí, señora, yo...
Me había levantado, instintivamente. Ella oyó el rechinar de mis botas sobré las losas y lanzó un grito de espanto.
—¡No entréis, desdichado! Estoy en..., bueno, me estoy vistiendo. Pero podemos hablar. Durante la cena, he sentido deseos de haceros una pregunta. Pero como vuestro querido almirante sé había convertido en mentor, mi Curiosidad habría sido mal recibida. Y además, se refiere a...
Se interrumpió. Oí cómo pedía alfileres. Por su modo de hablar comprendí que tenía unos cuantos entre los labios, y supuse que se estaría peinando. Naturalmente, me la imaginaba desnuda, muy blanca destacándose de la sombra de la habitación, solamente iluminada por los espejos que retenían la luz como los estanques, y servida por la negrita vestida con un uniforme de algodón. Imaginar es la palabra exacta, puesto que no conocía su cámara. Cuando comprendí que volvía a dirigirse a mí, me estremecí, sobresaltado.
—Sí..., ese pañuelo... Vos me habéis confesado hoy que me lo robasteis. ¿Por qué no lo reconocisteis en el mismo momento?
—Porque no me atreví —respondí, sin reflexionar.
—¿Ah, sí? ¿Y en cambio, os atrevéis hoy? ¿Qué ha cambiado entre los dos? ¿Es que esta tarde he sido tan imprudente que os he dado el derecho a mostraros más osado que antes?
Yo no la veía. No podía distinguir si su cara había adquirido realmente una severa expresión. Hubiera querido contestar, ¿pero qué podía decir? En el momento de abrir la boca me quedé sorprendido por mi diferencia de actitud aquella tarde en el claro, y unas semanas antes a bordo del “Océano”. ¿De dónde me venía aquella nueva osadía? ¿Del anillo? No me atrevía a mencionarlo. Murmuré, por tanto, una explicación asaz confusa, de donde se deducía que después del desembarco en Cabo Francés me había ocurrido...
—¿Qué os ha ocurrido?... ¡Huy, no tires así! Antes desata la cinta. ¡Dios mío, Zozo! ¿Eres tonta? Sí, os escucho, ¿qué es lo que os ha ocurrido, mi joven amigo? Sé que fuisteis hecho prisionero por Toussaint de Louverture. ¿Todavía? ¡Pues bien, tira fuerte! ¡No, no, mujer, suavemente, sin apretar! ¡No, dale vuelta a la trenza por la cintura...! Bueno, ¿os habéis muerto?
Tenía que nombrar a la divinidad de ébano que me había servido de guía, arrancándome de las manos de mis carceleros. Pero me repugnaba servirme del nombre de una joven que había tenido conmigo las más puras de las relaciones, para seducir a otra mujer. Renuncié, pues, a la parte romántica de mi aventura, y como Pauline había terminado de reñir a su doncella porque no hallaba con bastante rapidez un frasco de colonia de Montpellier, declaré:
—Salí con bien del trance. Uno tiene que ingeniárselas en Santo Domingo. Y, además, existen los sortilegios.
—¡De veras! ¿Aprendió magia mientras estuvo prisionero de los negros? ¡Oh, sí, os creo muy capaz de ello! El caballero de Norvins se burla de la magia, pero yo...
No terminó la frase. Luego me preguntó cómo había logrado evadirme. Esta curiosidad en una mujer que, como la mayoría de las mujeres consagradas sólo a su belleza, no pensaba de ordinario más que en sí misma, me sorprendió agradablemente. ¡Se interesaba por mí! Con atropelladas frases intenté trazarle un cuadro de mi captura y fuga. Por un pudor casi supersticioso, callé. Bruscamente después de haber pronunciado impensadamente el nombre de Eliama.
—¿Elia... qué? —quiso saber, riendo, Pauline.
Al ver que seguía callado, insistió, y luego estalló en una carcajada afectada, aunque también decepcionada.
—¡Os mostráis excesivamente misterioso, amigo mío! No, no temáis, no pretendo arrancaros vuestros secretos. Esto sólo se hace con los que poseen suma importancia.
A solas en la antecámara, me ruboricé. El roce de una tela me indicó que la generala se hallaba ya ataviada, que estaba atravesando la estancia. Compareció. Creí que estaría enfadada, llena de desdén hacía mí. Me sonrió. Sonreía de una manera sumamente personal. Al principio miraba el suelo. Luego, con un matiz de desdén casi imperceptible, su mirada iba ascendiendo de las botas a los ojos. Pero al llegar a ellos, esquivaba el encuentro de las miradas. Las aletas de la nariz se dilataban. Y comenzaba a sonreír, muy lentamente, como para sí misma. Luego, con brusquedad, miraba a pleno rostro.
—¿No me dais vuestro brazo?
Había dejado ya de sonreír y caminaba a mi lado, mientras el velo de su vestido golpeaba mis botas, y ella parecía ignorarme por completo.
Ya no volvió a dirigirme la palabra hasta llegar a su calesa. Su presencia en el patio interior había sido saludada con un murmullo de entusiasmo. Aquella tela blanca de su vestido, audazmente descotado y cuyo velo flotaba sobre un forro de seda, y particularmente la corona de flores frescas, a la antillana, que ella había adaptado, de un antillano muy parisiense, provocaron al mismo tiempo los sutiles cumplidos de Norvins, las felicitaciones más rudas del almirante y el balbuceo admirativo de los demás oficiales. Y en verdad que aquella noche era la reina más que nunca. En la isla no había una sola mujer blanca..., y ni un solo rey, puesto que el general Leclerc no debía llegar hasta el día siguiente.
—¡Vaya! —exclamó, al tiempo que su calesa iba bamboleándose—. Al parecer, mi tocado no es de vuestro gusto.
Había olvidado que, aunque sólo haya modificado un solo detalle de su atavío, cualquier mujer gusta de la alabanza. Me excusé como pude, aunque el rumor de nuestra cabalgada casi ahogaba mis palabras. Para, llegar al claro donde se desarrollaba la “chica”, nuestro cortejo había abandonado el camino, dirigiéndose a un sendero, cuyos árboles formaban con sus hojas una especie de túnel sobre nuestras cabezas, y que los caballeros se veían en ocasiones obligados a apartar con sus sables para impedir que arañasen a nuestra Pauline. De vez en cuando yo contemplaba trechos de cielo por en medio del espeso follaje. El centelleo de las estrellas me hería la vista. Y como los sables se movían continuamente, haciendo bastante ruido, me daba la impresión de que eran los astros los que crepitaban en aquella cálida noche.
Cuando desembocamos en el claro, la “chica” estaba ya en todo su apogeo, como dicen los cronistas mundanos. ¡De todas maneras, aquellos que hoy día acompañan a la emperatriz a las recepciones de Compiègne o de Biarritz, no hallarían adjetivos bastantes para describir aquella “chica”!
Pauline fue a sentarse en un gran sofá de hojas de plátano, empavesado con pabellones que nuestros marinos habían colocado elegantemente bajo una bóveda de frangipanes y perfumados laureles rosados. Se tendió con gracia. Los demás nos agrupamos a su lado. Como yo estaba de escolta, me quedé tan cerca de su persona que cuando agitaba la cabeza, sus cabellos me rozaban la mano.
El espectáculo era infernal. Imagínate, mi querido Alphonse, unos negros en todo el frenesí de sus lujuriosas costumbres. Los que todavía llevaban alguna prenda parecían más indecentemente desnudos que los otros. No había uno solo de sus ademanes que, en París, no hubiese provocado la llegada de un agente de policía. Hay que reconocer que bajo aquel cielo exótico la decencia era una palabra tan desprovista de sentido como el “frío”. Todos nosotros guardábamos una serenidad bastante fingida. Sin embargo, vibrábamos ante aquel espectáculo a la vez solemne y lascivo a la móvil luz de las antorchas. No era una danza, era la expresión de los ritmos iniciales de la vida y la reproducción. Y aquella mescolanza de melopea instrumental y voces humanas rigurosamente acompasada por los tambores indígenas, no era una música. ¿Pero acaso la danza y la música, antes de ser las artes reguladas que conocemos, no sirvieron para expresar las más primitivas pasiones?
Un inmenso clamor nos dispensaba afortunadamente de intercambiar las impresiones que mucho nos hubiese costado formular, ya que era difícil comentar una bacanal que nuestra educación europea reprobaba.
Sólo el almirante, orgulloso de su voz de comandante, intentó cubrir el tumulto para preguntarle a Pauline si creía aquel espectáculo conveniente para ella, pregunta terriblemente enojosa, puesto que la desdichada no podía en rigor emitir ninguna opinión respecto a aquella orgía sin faltar a la decencia. Se resguardó detrás de su abanico y fingió no ver nada, lo que era, en realidad, lo más acertado.
Poco a poco, nuestros oídos se acostumbraron al estruendo. Pudimos cambiar unas cuantas frases, cosa que resultó bastante molesta. Norvins, que había estado detenido bajo el Terror, y detestaba a los de la Montaña, fingía creer que los salvajes entonaban la “Carmañola”, y pretendía reconocer entre ellos al sosias de Marat. El almirante, que había visto cosas semejantes, pero que no sabía qué postura adoptar ante Pauline, creyó mostrarse muy político fingiéndose interesado solamente en el esfuerzo físico exigido por aquella pantomima.
—¡Buen trabajo de músculos! —gritó con todos sus pulmones—. Son unos colosos. Estos tipos se dan buena maña.
Aquello provocó la risa de Norvins. El rostro de Pauline desapareció por completo detrás del abanico de plumas. Redoblando su ardor, el ruido de los tam-tams y tambores ahogó nuestros murmullos. El claro no era más que una fosa humana donde las parejas obstinadas caían agotadas para volver a levantarse poseídos de un furor sagrado. El abanico de Pauline chasqueó sobre mi puño. Me incliné hacia ella.
—Decidme, Moreau...
Era la primera vez que me llamaba por mi apellido. Hubiese preferido que me llamase por mi nombre, pero lo ignoraba. Y nuestros ojos nunca se habían hallado tan cerca. Tuve que inclinar más la cabeza para oírla mejor. Mi corazón latía al ritmo de los tambores. Los grupos de hombres y mujeres cubiertos de sudor, aceite y perfumes, que danzaban agitados por el transporte del deseo, entre los muros de palmas aceradas como dagas, bajó un profundo cielo aterciopelado, debió verlos Pauline reflejados en mis pupilas. Cerró los ojos, como temerosa. Entre los olores animales de la danza, las esencias mágicas de la hoguera de plantas odoríficas, encendida por el brujo, los poderosos aromas del bosque, percibí de repente el discreto perfume de mi ídolo, el mismo que había percibido a bordo del “Océano”. Mi rostro se acercó a sus labios tal vez más de lo debido. Sentí su aliento en mi boca. Me asombró estúpidamente que no me dirigiese la palabra.
—Por favor —me dijo, al fin—, llevo aquí ya mucho tiempo. Lo he hecho para no ofender a los danzarines. No habría resultado muy gentil de mi parte marcharme antes. Tampoco lo sería si me quedase más tiempo. Para no enojar a estas buenas gentes..., decidle de mi parte al almirante que se quede un poco más todavía. En cuanto a vos, reunid la escolta y acompañadme.
Al escuchar su entrecortado acento comprendí por qué había tardado tanto en hablar. Se hallaba tan emocionada como yo. Un minuto me bastó para transmitir la decisión de la generala Leclerc al almirante y marcharme con ella, sin atraer la atención de los negros.
La ayudé a montar a la calesa. Estaba trémula y le falló el pie al posarlo en el estribo. Su cuello rozó mi espalda. El vehículo arrancó, rodeado de los caballeros del séquito. La selva volvió a cubrirnos con su tupido follaje, atenuando apenas el resplandor de aquella noche tropical y el constante clamoreo de la fiesta.
Aunque casi continuamente iba yo cabalgando a la derecha de la calesa, Pauline no me dirigió ni una sola palabra en aquel regreso. Yo no distinguía más que la blancura nívea de su ropaje como, en la noche de tempestad, a bordo del “Océano”, la blancura de la camisa desgarrada bajo la cual se me había aparecido en medio de las ráfagas del vendaval. ¡Qué lejos quedaba todo aquello! Yo era otro hombre. La noche era distinta. El clima era otro, en que el magnetismo de los cuerpos parecía regulado por otras leyes.
Al ayudarla a apearse, delante del porche, creo que la sostuve entre mis brazos antes de depositarla en tierra. Era una de las mujeres más bellas de Europa, la hermana del general más célebre del mundo, y yo sólo era un joven ardoroso, es decir, todo, en aquella noche.
Subimos os peldaños sin mirarnos. Yo escuchaba su respiración y quizá ella escuchaba la mía. Al llegar a la antecámara, el portaantorchas se alejó con una cómplice rapidez. Sí, todo cuanto alentaba sobre la tierra era cómplice de nuestra febril voluntad de combatir a cuerpo descubierto.
—¡Vete, Zozo, déjame!
Pauline se ¡labia expresado con voz desfalleciente. La negrita huyó por los corredores. El velo de gasa nos cayó «encima, animado de rumores indolentes. Las palabras que, apretada contra mi pecho, pronunció Pauline, fueron solamente:
—No, más bajo... Sí... ¡Cuidado! Suavemente...
Nuestros dedos se entrelazaban en las cintas de seda que intentábamos desenlazar con una torpeza común. El blanco cuerpo de Pauline iluminó la estancia un instante. Antes de caer a su lado, me había despojado de mis vestiduras con el furor del hombre cuyas ropas empiezan a arder. Sólo conservé mi anillo.
Fue el único bien que me llevé de las Antillas cuando a los dos días —¿casualidad o no?— me reembarcaron para Europa.
Me desesperé por tener que separarme de Pauline sin saber que huía de la epidemia de fiebre amarilla que iba a, estallar.
Estaba triste, pero esto no me impidió entretenerme con los gabieros que me enseñaban a trepar por las escalas de cuerda, a izarme a las gavias a fuerza de piernas y puños, a jugar con los aparejos, cuerdas flotantes de las que utilizan los marineros —a quienes la escala de cuerda fija sirve de ruta— como de senderos para sostenerse en su camino aéreo. Empleaba mis fuerzas con alegría. Las trabas de una juventud solitaria y constreñida se habían roto.
Sí, este anillo que te transmito, mi querido Alphonse, había obrado esta maravilla. Además, yo pertenecía a la dichosa raza de los que disfrutan amando. Esta dicha, quisiera poder ofrecértela como herencia con este anillo que se halla ligado al mismo ritmo de la vida. Sin embargo, no quisiera que te convirtieses en un don Juan. Sé, pues, un hombre amable, pero debes serlo en favor de aquellas que sean dignas de tu amor. Sé el intérprete de los votos de la naturaleza, que son ardientes, pero continúa siendo hombre, es decir, evita el engañar, el traicionar y el hacer sufrir.
No le enseñes estas líneas a tu querida madre. Esto son confidencias de hombre a hombre. Y si el sortilegio de este anillo te asusta, eres libre de arrojarlo al mar.”