CAPÍTULO 15
—PAQUETE para Sara Santana —me informa el cartero cuando estoy a punto de salir por la puerta.
—¿Le traen unas inyecciones contra la rabia? —pregunta Mike, quien sigue encogido de dolor.
Lo ignoro, o al menos lo intento, y me dirijo al cartero para recoger el paquete.
—Firme aquí —me indica.
Al ver el remitente, todos los músculos de mi cuerpo se tensan. Prácticamente le lanzo el bolígrafo a la cara al cartero, y corro a meterme en el coche con el paquete temblando entre mis manos. Lo rasgo con ansiedad, y una carta cae sobre mis manos. La caligrafía es pulcra y estudiada. Tan sólo hay una línea escrita, que deja de interesarme en el momento que vislumbro el interior del paquete. Un cuadro decorado con macarrones pintados de colores, evidentemente fabricado por unas manos infantiles, y tras el cristal, la fotografía de una familia que es el puro reflejo de la felicidad. El hombre, de piel rojiza, lleva a su hija en brazos, y la niña se cuelga a su cuello. Ambos entornan los ojos hacia una mujer morena que les sonríe con un ramo de margaritas en la mano.
Sostengo el marco en las manos con cierta incredulidad. Mi hermana, "El Apache" y Zoé. La estampa representa a una familia idílica. Y de no ser por mi conocimiento de la historia, y por haber presenciado in situ la brutalidad de "El Apache", casi podría decir que ellos son el reflejo de la familia perfecta.
No todo es lo que parece. Reza la carta.
No logro entender las palabras, y mucho menos la intención de las mismas. Ya sé que en la vida de mi hermana nada era lo que parecía. De hecho, pude presenciar la brutalidad con la que su exmarido la trataba.
¿Qué pretende "El Apache" al enviarme este mensaje?
Desde luego, si lo que busca es complicarme la vida, acaba de colocar otro nuevo problema en mi colapsado cerebro, que amenaza con colgar el cartel de vacaciones.
Le doy la vuelta al marco y me encuentro con una tarjeta de color púrpura y letras turquesas. Sin duda, quien la ha hecho no entiende nada de diseño gráfico, ni conoce la importancia de la armonía cromática.
Leo la tarjeta con gran perplejidad.
La Chamana Oneida.
Intérprete de sueños, intermediaria entre el mundo espiritual y natural, profeta y experta en proyección astral.
¡Vaya con la tal Oneida, tiene más profesiones que Ana Obregón! Imagino que esta miente más que yo. Porque, una cosa es afirmar que hablo alemán en mi currículum, y otra muy distinta decir que hablas con los muertos, ves el futuro y te observas a ti mismo mientras duermes.
Estoy a punto de arrojar la tarjeta por la ventana cuando me percato de que, por el lado contrario, tiene apuntado algo. Es la letra de "El Apache".
Para conocer la verdad, tienes que escuchar. Para escuchar, tienes que comprender lo que ella te dice.
Un pensamiento absurdo cruza por mi mente. Evidentemente, es imposible que "El Apache" sepa que sueño con mi hermana, y lo más espeluznante, que la he visto con mis propios ojos. Sólo hay una persona a la que se lo conté, y dudo que Héctor le hiciera tal confesión a "El Apache". De todos modos, si "El Apache" ha descubierto mi secreto, sigo sin entender los motivos que le pueden llevar a enviarme este mensaje.
"Sólo quiere atormentarte —me asegura mi subconsciente—, para él, tú eres una bifurcación de Erika. Pretende hacerle daño a tu hermana a través de ti".
Sí, eso tiene más sentido.
Guardo todo el contenido del paquete en la guantera del coche y comienzo a conducir, de camino a la oficina. No puedo evitar, no obstante, sentir una opresión en el pecho debido al efecto que la fotografía ha tenido en mí. Inconscientemente, tomo el camino más largo y emprendo más tiempo del debido en llegar al trabajo.
Una música lenta suena en la radio, y me dejo llevar por la melodía. Los párpados comienzan a pesarme y tengo que hacer un gran esfuerzo por mantener los ojos abiertos. Por algún motivo ilógico me es muy difícil, y cuando me descubro dormida, abro los ojos de inmediato y me encuentro con una mujer en medio de la carretera.
Es Érika.
Giro el volante y piso el freno. El coche gira ciento ochenta grados y se queda clavado en el asfalto. El frenazo ha levantado una humareda grisácea que me impide ver con claridad, pero puedo percibir la sombra femenina y voluptuosa frente al coche, detenida en la carretera. Abro la puerta y salgo del vehículo muy aturdida.
—¡Érika!
Corro hacia la figura, que se evapora antes de que pueda alcanzarla. Las risas de una madre y su hija me hacen darme la vuelta. Zoé y Érika ríen mientras un hombre de piel rojiza les hace fotografías. Érika lanza un beso a la cámara, y él lo recibe con un gesto teatral y se lo lleva al corazón. Entonces, mi hermana me mira y me guiña un ojo.
La visión se evapora nuevamente, y ahora, Érika, a lo lejos, llora desconsolada. Tiene el cabello húmedo y pegado al rostro, la piel blanca y azulada y los ojos inyectados en sangre. Alza una mano hacia mí, pidiéndome ayuda, y yo, doy un paso para cogerla. No logro tocarla, pues se desvanece de nuevo al instante.
—¡Muévase, tenemos prisa! ¿Pero qué hace ahí parada? —me grita uno de los conductores.
Contemplo anonadada la fila de coches que se ha formado tras el mío. Corro a meterme dentro, ante los alaridos e improperios que me lanzan todos los conductores. Con el corazón acelerado, arranco el coche y lo aparco a un lado de la carretera, pues estoy demasiado conmocionada para conducir en este momento.
Apoyo la cabeza contra el volante, cierro los ojos y me tapo los oídos. ¿Qué me está pasando?
Expiro e inspiro tratando de tranquilizarme. Me pongo a contar. Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos.
—¡Señora, salga del vehículo inmediatamente! —me grita una voz.
Unos nudillos dan varios golpes sobre la ventanilla del coche, yo me sobresalto y me golpeo con el volante. Un municipal, con cara de pocos amigos, me señala que baje del vehículo. Suspiro.
Hago lo que me dice y pongo cara de inocencia.
—¿Se cree que puede detener el vehículo en mitad de la autopista? Podría haber ocasionado un accidente.
—Lo lamento, agente.
—Y ha aparcado el coche como si esto fuera la ciudad —señala con el bolígrafo hacia el coche.
Lo veo apuntar furiosamente en la libreta, y deduzco que de esta no me va a librar nadie. Apunta tanto que creo que el bolígrafo va a echarle humo, y como me puede la curiosidad, le echo un vistazo al papel. De inmediato, el policía lo aparta con un gruñido.
—Le juro que no ha sido mi intención. Me he mareado y.
—¿Ha bebido? —me interrumpe.
—Por supuesto que no —aclaro—, soy una conductora ejemplar y. —Carné y documentación —me pide.
Yo hago lo que me pide, comprendiendo que mi colaboración será lo único que me libre de la ira de la autoridad policial.
—Le voy a hacer un control de alcoholemia —me informa.
—Señor agente, si pudiera darse prisa.tengo que ir al trabajo.
—¿Ahora tiene usted prisa? No parecía tenerla cuando ha detenido el coche en mitad de la autovía.
—Ya le he dicho que me he mareado —replico aireada.
El agente se quita las gafas de sol y me taladra con la mirada.
—¿Quiere que también le ponga una multa por desobediencia? —me advierte.
Me quedo callada de inmediato, aunque no puedo evitar sentir un desprecio natural hacia el policía. Definitivamente Erik no es el policía más odioso del mundo, y si él estuviera aquí, no me cabe duda de que me comprendería.
¡Yo no tengo la culpa de ver fantasmas en mitad de la autopista!
El recuerdo de mi hermana me estremece, y me impide soplar sobre la boquilla del alcoholímetro, con lo que desespero al policía y consigo arrancarle un grito.
—¡Más fuerte, señora! No tengo todo el día. —Yo tampoco —replico disgustada.
El agente vuelve a apuntar en su libreta, y yo soplo como si quisiera desatar un huracán en plena autovía. Cuando el alcoholímetro marca cero, le echo una mirada de superioridad al agente. Él se encoge de hombros, me entrega el papel y se marcha, ordenándome que ponga el coche en marcha de inmediato.
Ojeo la multa. No, de esta no me libraba.
Cuando aparco en el parking, me retoco el maquillaje para infundir un poco de vitalidad a mi malogrado aspecto. Parece que hubiera visto un fantasma, aunque suene redundante. Consigo esbozar la mejor de mis sonrisas falsas y me encamino hacia mi primer día de trabajo.