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No se podía decir que la despedida se estuviera desarrollando en el mayor silencio. Era difícil decir si las personas que se apretujaban y aplastaban allí eran todas parientes y amigos o si en la multitud se habían mezclado curiosos. Charlotte Auerbach se encontraba justo en el centro, pero medio paso detrás de su padre, que iba encorvado sin dar sensación de decrepitud. Había que fijarse mucho para determinar en medio del gentío quién sostenía a quién. Tal vez padre e hija se apoyaban y se indicaban mutuamente: aquí estoy. No estás solo. Resistiremos esto juntos. Charlotte, con pañuelo en la cabeza y gafas de sol, cuidaba de mostrarse reservada y hacía todo lo posible para no dar la impresión de estar convirtiendo el entierro de su madre en un escenario para hacer su entrada. Su noble actitud estaba impresa en cuatricromía en papel cuché y a doble página, multiplicada millones de veces para un público lector que con curiosidad buscaba una respuesta a la pregunta: «¿Reconciliación al cabo de treinta años?». El titular de debajo, un poco más pequeño: «Charlotte Auerbach, junto a su padre en horas difíciles».

—Lista para Hollywood, la imagen —dije.

—Una perfecta puesta en escena —opinó Bea.

Alioscha se inclinó sobre la revista.

—Pero, bueno, ¿quién es esa mujer y a quién le interesa si se reconcilia con su padre? —inquirió.

Siempre lo olvidaba: Alioscha venía de otro mundo. Detrás del telón de acero nunca había estado sentado en pijama delante del televisor viendo las películas de Charlotte Auerbach, no había brincado en las discotecas al ritmo de sus canciones ni había rugido «Las bacterias hacen ferias» o «Mobiliario para el loquinario». ¡Dios mío, lo que se había perdido! En mi país, una generación entera de adolescentes quiso parecerse a ella. Hasta yo intenté por aquel entonces peinar a Régula con laca pegajosa para que diera la impresión de que el viento le había echado el pelo en determinada dirección sin deshacer el moño que iba dentro. Copiábamos sus pasos de baile, sorprendentemente lánguidos, e imitábamos los gallos que le salían al cantar. Para la mayoría de los chicos fue su primer sex Symbol, en la imaginación de muchas chicas la mejor amiga, para los padres la hija que les hubiera gustado tener. Charlotte era «Charly», divertida, descarada e… inofensiva.

—Yo la habría odiado —afirmó Alioscha.

Puede que a Charlotte le ocurriera algo similar en algún momento. Hasta para tirarse un pedo había que estar en sintonía con la gerencia. Una vida encorsetada que impedía cualquier desarrollo, cualquier crecimiento, y por ello también toda floración no planificada. Hasta que llegó la oferta de Hollywood.

Entonces un clamor cruzó la República. Con su decisión de saltar el charco, Charlotte polarizó el país. Para unos era la heroína que se había hecho adulta y podía por fin transmitir al mundo una nueva imagen de Alemania. Para otros era una traidora que había fallado a sus fans y a todos aquellos a los que debía su éxito, sobre todo a su padre, que era también su manager. Se produjo la ruptura entre él y su hija. En aquella época era inimaginable que los dos volvieran a estar unidos y en armonía como ahora, junto a la tumba de la esposa y madre. Yo recordaba aún aquel titular que provocó un alboroto, una cita literal de «Charly»: «¡Me cago en vosotros!». Y poco después: «¡Soy americana!». Aunque en los años siguientes hizo que se hablara de ella no tanto por sus películas como por sus aventuras y separaciones, una cosa sí consiguió: en un determinado momento, la «divertida Charly» pasó a ser «la Auerbach».

Bea me miró con esa expresión indefinida suya.

—Como es Leo —dijo—, Charlotte quiere modelar el mundo, y hacerlo concretamente con arreglo a lo que ella se imagina. Por eso sobrevalora fácilmente sus capacidades. La dignidad se convierte entonces en pose, la actitud aristocrática en altivez. Por eso su felicidad nunca es duradera —Bea se echó hacia atrás en su asiento—. Me haría falta conocer su ascendiente.

Alioscha hojeó la revista.

—Tomas, ¿dónde están tus consejos de peluquería? —preguntó.

—Más adelante, tesoro. En la sección de belleza.

No había contado con que Charlotte Auerbach, dos días después de peinarse, entraría en liza otra vez. Yo tenía otras preocupaciones.

Me absorbía la cuestión de cómo sustituir a Kitty en la recepción. Estaba por ejemplo Florentine, la nueva, en la peluquería desde principios de enero. Sus compañeros la llamaban ya «Fio», pero yo estaba todavía muy lejos de eso. A mí, hasta entonces, me había llamado la atención sobre todo por el volumen de voz con que lanzaba de un lado a otro del establecimiento una serie de preguntas innecesarias: «¿Por qué tenemos un café tan malo? ¿Por qué están las toallas tan deshilachadas? ¿Qué hace esa bolsa encima del sofá?».

—¿Una bolsa? Ni idea. Pues quítala de ahí.

De pronto me pareció como si una pared oscura se hubiera deslizado delante de la peluquería. Miré a la calle.

Un enorme todoterreno, uno de esos monstruos que utilizan como segundo coche las mujeres de Grünwald para ir, por ejemplo, a la peluquería, se había detenido en doble fila.

El cristal ahumado de la ventanilla lateral se deslizó hacia abajo, dejando ver la cabeza de Charlotte Auerbach. Me hizo un guiño. Yo le hice otro y descolgué el cuadro de citas. ¿Quería peinarse otra vez antes de salir para Los Angeles? Por desgracia, no sé leer los labios.

Normalmente, Kitty habría sacado ahora sus zapatos planos de debajo del mostrador y se habría acercado hasta el coche a recibir a Charlotte. Ay, Kitty. Cuántas veces había sermoneado yo a todo el mundo: cuidado con las suelas lisas en los empinados escalones, con esa moqueta de fibra de coco.

Para recibir los dos besitos con lápiz de labios rosa metí el cuerpo por la ventanilla, estirándome sobre el asiento del copiloto, y confieso que casi me sentí un poco abrumado. Menudo trabajo de negros había sido, dos días antes, romper con los alicates todas las uniones de aquellas extensiones y quitar del pelo con aceite los restos de plástico. Pero había valido la pena. Con el espeso flequillo, la nuca escalonada y los lados graduados, no sólo había creado una abundancia que tapaba sin problemas todas las cicatrices de todos los liftings pequeños y grandes, sino que además había devuelto a Charlotte una cierta clase. Bea también había hecho un gran trabajo con el color: Strawberry-Blond, nivel diez, con el aclarador Sunrise y el matizador Violet-red: perfecto.

—Tengo que hablarte de algo —dijo Charlotte—. ¿Tienes un momento?

—¿De qué se trata?

—De mi cabeza. ¡Otra vez has hecho un milagro! Por eso me dije: sólo Tommy y nadie más.

—Es muy amable por tu parte. Cuando estés de vuelta en Los Angeles ve a Bob-Hermann. Dale recuerdos míos. Te apuntaré la dirección.

—Tommy, tengo que hablarte de algo. Diez minutos, okay?

Un bocinazo. El camión de la basura se aproximaba traqueteando, y casi enfrente estaba aparcado ya desde por la mañana un camión de mudanzas. Charlotte metió gas.

¿Diez minutos para hablar o para encontrar aparcamiento? Sea como fuere, esto último, en Glockenbach, es imposible.

En el salón, examiné el pelo de la señora Weber y ordené que esta vez le dejaran el flequillo un poco más largo. Así tiene una caída más bonita.

—Cuando venga Charlotte —avisé—, mandádmela al despacho, por favor.

Hablé por teléfono con mi asesor fiscal. Revisé el correo, pero estaba distraído. Arriba, probablemente, Alioscha estaba ya cociendo la kasba, las gachas rusas de trigo sarraceno que cada día se hacían más espesas y que él, siempre que estaba allí, me servía cada mañana, junto con una cucharada de mantequilla y el argumento de la abuela de que esa papilla grisácea refuerza las defensas contra cualquier enfermedad. Yo tenía que reconocer que aquel potingue me proporcionaba una alegría anticipada. Significaba que Alioscha estaba aquí. A pesar de todo, apartaría una gran porción para Kitty y se la llevaría al hospital, así quedaría menos.

Cuando acababa de decidir conectarme un rato a Internet, oí a Charlotte en la escalera. Le abrí la puerta.

Como en la escena inicial de una comedia ligera, arrojó lejos de sí un enorme bolso y un enorme abrigo de piel y exclamó:

—¿Sabías que mi papi está de canguro en casa de tu hermana? ¡Mi papi de canguro! ¡Imagínate!

Encendí la luz del techo. El lustre bronceado de sus brazos hacía recordar que en alguna parte de este mundo debía de haber brillado el sol en las últimas semanas.

—Siéntate —le dije cortésmente—. No comprendo. ¿Tu padre, de canguro con Anna y Jonas?

—Resulta que tu hermana vive en la calle Mainzer y mi padre justo a la vuelta de la esquina, en la Karl-Theodor —tiritando, miró las numerosas sillas que tengo alrededor de la mesa de reuniones como si las estuviera contando. Con o sin lustroso bronceado, hacía falta estar loco para ir sin mangas en febrero y en Munich. Prosiguió—: Pero las dos casas comparten el mismo jardín trasero. Una vez, uno de los niños rompió un cristal de casa de mis padres.

Lo recordaba. Ocurrió la primavera pasada. La pequeña Anna había tenido que ir no sé dónde a disculparse. Pero yo no tenía ni idea de que se tratara de la casa de los Auerbach. Pensé: ¿por qué me cuenta todo eso?

—Ya ves. ¿No era más que eso? —dije.

—Fue el comienzo de una estupenda amistad. Mi padre y tu cuñado se pasan ahora la vida jugando al ajedrez. Las tardes con Christopher significan mucho para mi padre, especialmente ahora, después de la muerte de mi madre.

—Pues es estupendo —le tendí la dirección de Bob-Hermann, Midway Row 1044, Los Ángeles, y miré el reloj—. ¿Eso es todo?

—Todo no —Charlotte sostuvo la tarjeta entre las puntas de los dedos y dijo, como si leyera un texto que tuviera delante—: Se trata de la serie Así es la vida. Tina me ha ofrecido un papel en ella. Un papel protagonista.

¿Qué debía decir yo: «Mi cordial enhorabuena», o: «Me lo temía»? Hoy sí sé lo que hubiera debido decirle: no aceptes.

—¿Y bien? —pregunté.

—¿Crees que podría tomar una tacita de té?

Al hacer la pregunta, la voz y los ojos de Charlotte parecieron los de una niña que busca envolver una petición de la manera más inocente posible.

Cuando introduje «muerte», «Isar» y «actor» en la búsqueda y me salieron más de mil resultados, sentí el deseo de desconectar inmediatamente el ordenador. Pero luego empecé a mover el ratón por la mesa.

Dubai, un show de travestís. Clic y fuera. Cena sacra en el Theater Rechts der Isar. Clic y fuera. Después: Miinchner Morgen. Antiguo actor de series sacado muerto del Isar en las primeras horas del 4 de febrero. La policía baraja la hipótesis del suicidio… Escuetos hechos que no aclaraban nada de lo que pudiera haber sucedido en las horas, días y semanas anteriores. Yo sabía un poco sobre la vida de Johannes Beyerle en la serie, pero nada sobre su vida privada.

La siguiente información era algo más detallada: «La serie de televisión era su vida. Johannes Beyerle se precipita a la muerte». Lo imprimí. Mientras lo leía salí al salón de casa.

Estaba soltero. Tenía poco más de cincuenta años. Había grabado casi cinco mil capítulos. Llevaba haciéndolo casi veinte años. Su cara estaba inseparablemente asociada a Así es la vida. Transformación de «malvado» a «tío cariñoso».

Alioscha estaba tumbado delante del televisor con el mando a distancia en la mano, zapeando. Se oyó la sintonía, una mezcla de penas de amor, nostalgia y dramatismo; enseguida la reconocí. Eran las siete y media.

En la pantalla, una joven. Su peinado desgreñado expresaba un dramatismo semejante al de los violines de la música de fondo. Miraba con fijeza unos fragmentos de vidrio esparcidos por el suelo. Entra un hombre…

HOMBRE (asustado):

Trixi, ¿qué pasa?

TRIXI (mecánicamente, sin apartar la mirada de los cristales): La foto de papá. Lo único que me quedaba de él.

Alioscha, hechizado, tenía la mirada clavada en la pantalla. Me senté a su lado.

EL HOMBRE SE ARRODILLA Y EMPIEZA A RECOGER LOS CRISTALES DEL SUELO.

HOMBRE (comprensivo):

Es duro para ti, Trixi. Estos últimos tiempos has tenido que soportar mucho. Primero no saber que él era tu padre. Y luego este terrible accidente. El coma. Tuvimos esperanza y miedo. Pero ahora está muerto. Y tienes que aprender a aceptar su muerte.

TRIXI (furiosa):

No puedo aceptarla. Jamás, ¿me oyes, Max? ¡Jamás, jamás, jamás!

TRIXI GOLPEA CON EL PUÑO EL PECHO DE MAX.

TRIXI (estallando en sollozos):

Ya no tengo a nadie. Estoy sola. Terriblemente sola.

MAX QUIERE TOMARLA EN SUS BRAZOS PARA CONSOLARLA, PERO TRIXI LO RECHAZA Y SE APARTA LLORANDO. NO VE QUE MAX MIRA LA FOTO LLENO DE ODIO.

En un primer plano aparecía el rostro del actor ahora fallecido, sonriendo afablemente.

En los ojos de Alioscha hubo un fulgor como el que sólo brota del interés, del amor o incluso del sufrimiento. Automáticamente, uno se sentía acosado por las preguntas: ¿lograría Trixi superar algún día la muerte de su padre? ¿Y qué tramaba ese Max? Tenía que decírselo a mi madre cuando tuviera oportunidad.

Ya había oscurecido cuando salí con Alioscha a dar un paseo. Discutimos sobre lo raro y hasta macabro que era aquello: una persona muere en la ficción y poco después le ocurre lo mismo en la realidad. El duelo y la desesperación interpretados en la pantalla adquirían un nuevo significado. La diferencia entre ficción y realidad, según Alioscha, quedaba anulada.

Le contradije: en la realidad Johannes Beyerle había muerto y dejaba un vacío; en la serie, el siguiente actor ascendía, y ya está.

La nieve derretida, acumulada en los bordes de la acera, se había helado y a la luz de las farolas mostraba un color gris pardusco. Aquél era el lúgubre momento de preguntar a Alioscha cuánto tiempo iba a quedarse. Él no había abierto la boca. Sin embargo, había vaciado el macuto y colocado el cepillo de dientes de gruesas cerdas junto al mío, eléctrico. Pero aún no se había puesto a preparar la kasba. Y luego esa barba…

Reflexioné si con una sola pregunta no iba a destruir el sueño de que pudiera quedarse algo más que los pocos días de costumbre, tal vez incluso todo el resto del mes de febrero; a fin de cuentas, el mundo del arte también podía funcionar sin él. Torcimos para tomar el puente de Reichenbach.

El tráfico en la calle, a nuestras espaldas, era más ruidoso que el Isar allí abajo, que me parecía a millas de distancia. Miramos fijamente las oscuras aguas. ¿Había sentido Beyerle el golpe, el agua helada? ¿Había caído de cabeza o de pie? El shock causado por el frío ¿provoca una parada cardíaca inmediata?

Me envolví mejor en la bufanda y me subí el cuello del abrigo.

—A Charlotte Auerbach le han ofrecido un papel principal en AELV. Quiere que yo sea su estilista personal. Tengo que peinarla todos los días para su nuevo papel —dije.

Alioscha se inclinó mucho sobre el antepecho. Pasé el brazo alrededor de él.

—Eso significaría que tendría que ir cada mañana a Unterföhring, a la productora de AELV.

Él escupió.

—Dice que, si no acepto, renunciará al papel. Lo dice realmente en serio. Una diva amable, ¿verdad?

—Tengo que decirte una cosa.

Sonó como dicho de pasada. Y me pareció una confesión. Yo había dicho ya mil veces a Alioscha que no era necesario que me lo contara todo siempre.

—Mi jefa me ha despedido.

—¿Qué?

—Katharina Nikólskaya me ha echado de la galería. Crisis financiera. Ya no tengo empleo.

Era sólo el trabajo. De inmediato se me vinieron a la cabeza las ventajas que aquello podría suponer para nosotros. Pero en aquel momento no quería expresarlo así. Para Alioscha, al fin y al cabo, era un golpe.

—Lo siento —murmuré.

—He estado bregando durante años para nada —prosiguió—. Y en la primera ocasión recibo… —buscó la palabra— ¿un húmedo apretón de manos? No. Una patada en el culo.

—Mientras tanto, tú simplemente haz lo que quieras. Y luego te lloverán los trabajos. Como la petición de Charlotte Auerbach. Dime, ¿qué te ha parecido?