VII
Le extrañó la visita.
Miró dudosa a la doncella.
—Dice usted que un señor pregunta por mí, que quiere verme, que lo introdujo usted en el recibidor.
—Sí, así es.
—Está bien —admitió de mala gana—. Iré en seguida.
¿Fal? No. Decía en su carta que carecía de dinero para el regreso. Que no le iba mal, que trabajaba, pero que, dada su soledad, no se preocupaba en ahorrar dinero. Que si ella estaba dispuesta a reanudar la vida conyugal, le enviase el dinero para el regreso.
Sonrió desdeñosa. No podía. No le amaba. Nunca seria capaz de amarlo. Estuvo dispuesta a hacerlo en un tiempo, pero a la sazón sería como un castigo vivir de nuevo con él. No había provocado ella aquella situación. Fue el mismo Fal.
Se dirigió al saloncito y quedó envarada en el umbral.
Doug Dickinsor estaba allí, de pie, mirándola fijamente.
No sintió odio ni, pena. De hecho debía haberse endurecido mucho, porqué sólo sintió en aquel instante un gran cansancio.
—Usted...
Doug dio un paso al frente. Ya no era el hombre arrogante, impecable de antes. A la sazón era un hombre vulgar, enfundado en un traje gastado, descuidado. No olía a loción cara ni a buen tabaco. Parecía un hombre, eso tan sólo.
—¿Qué desea? —preguntó fríamente, ante el silencio de él.
Doug la miraba. Bella en verdad. Infinitamente turbadora, ¿Cliff? ¿Qué significaba aquella mujer para Cliff? Un hombre como míster Laug, no se decide a arruinar a otro sólo por entretenerse. ¿Tanto amaba Cliff a la hermana de su mujer?
—¿Qué desea? —preguntó Lyn, impaciente.
Doug sacudió la cabeza como si de súbito despertara. Dio otro paso al frente y quedó junto a ella, mirándola sin expresión definida.
—Estoy al borde de la ruina —dijo.
—Supongo que no pensará que yo puedo ayudarle. No soy capitalista.
—Pero sabes muy bien que quien me arruina es tu cuñado.
Lyn se estremeció de pies a cabeza. ¿Su cuñado? ¿Qué sabía Cliff de todo aquello? Sintió vergüenza. Una vergüenza indescriptible. Algo que no había sentido jamás junto a Cliff. El no estaba allí, pero era como si estuviera.
—¿Cliff? —preguntó, casi sin abrir los labios—. ¿Cliff?
—¿Es tu amante?
Lyn dio un paso atrás. ¿Qué decía aquel monstruo? ¿Ella amante de Cliff? Doug sería muy capaz de ser amante de su cuñada sin rubor alguno. Cliff, no.
—Eres la única que puede ayudarme —dijo Doug, roncamente—, Pide a Cliff que me deje en paz.
—¿Yo? ¿Qué tengo yo que ver en todo esto? Salga de aquí inmediatamente.
—Lo haré, pero antes habrás de prometerme...
—¡Nada! ¿Es que ya olvida usted cómo le supliqué?
—Divorcíate de tu marido y me casaré contigo.
Lyn esbozó una sonrisa. Una cáustica sonrisa desdeñosa. ¿Casarse con Doug? Sería tanto como morir en el cadalso e ir ella misma hacia la guillotina. No, no le amaba. Puede que durante algún tiempo creyera lo contrario. Hacía mucho tiempo, quizá siglos, que no pensaba en aquel hombre, que ni siquiera recordaba el daño que le había hecho.
—Salga de esta casa, Doug, y olvídese de ella, de mí y de todo cuanto pueda relacionarse conmigo. Usted es hombre que no hace mella en la mujer. Hiere, pero no perdura.
—Me amabas.
—Puede que lo creyera así o que usted me lo hiciera creer. Ahora... —miró ante sí— por primera vez en mi vida, soy feliz, sin tener nada. Nada —insistió—. Ni amor, ni ternura, excepto la de un hombre dolorido y unos niños desamparados. Y soy feliz. Eso es lo extraño.
—Cliff te ama. Sólo un hombre que ama puede vengarse así de la persona que le hizo daño al ser amado.
Lyn, espantada, dio un paso atrás.
—Está usted loco. Váyase inmediatamente.
Fue hacia la puerta y la abrió. El quiso retenerla, pero Lyn dio un paso atrás, como si aquella mano quemara o tuviera veneno. Lo dejó solo en el umbral. Giró en redondo y sin detenerse se dirigió a su alcoba. Necesitaba pensar, pensar, pero... ¿en qué?
¿En Doug? No. En lo que había dicho. ¿Cliff...? ¿Por qué? ¿Por qué lo hacía? ¿Merecía un gusano como Doua consideración alguna? No, pero..., ¿por qué lo arruinaba? Que lo dejara en paz. A ella no le dolía. A decir verdad, nunca le dolió Doug. Fue un vil engaño, una vil mentira todo aquello. Amor no. Amor se inició y desapareció al conocer su vileza.
Pasó los dedos por la frente. Necesitaba hablar con Cliff. Decirle..., ¿qué podía decirle? Se le caería la cara de vergüenza.
Se dejó caer en el borde de un sillón y quedóse ensimismada. Sentía en su ser un gran inquietud. ¿Cliff enamorado de ella? Era absurdo, totalmente absurdo y desorbitado.
* * *
Cliff no la encontró en la salita.
Preguntó a una doncella.
—No ha bajado. ¿Quiere que la llame, señor?
—Sí, por favor. Dígale que he llegado.
Se perdió en el saloncito. Ya no funcionaba la calefacción. Empezaba la primavera. Pensaba decir a Lyn que se fuera con ios niños a la finca. Aquella misma tarde tuvo ua conferencia con Hal. Le dio orden de que lo dispusiera todo. Nueva York en primavera, era demasiado pesado para sus hijos. El campo les sentaría muy bien. Sería un gran sacrificio separarse de los tres, de Lyn y de sus hijos. Pero él hacía mucho tiempo que aprendió a no ser egoísta.
Se hallaba de pie en mitad del saloncito cuando Lyn apareció en el umbral. Vestía una simple falda oscura, modelando sus caderas, un suéter de lana de cuello subido, perfilando las sinuosidades de su busto. Sobre los altos zapatos, parecía más esbelta. Cliff la miró quietamente. Hacia mucho tiempo que su presencia era como un consuelo infinito.
Aquella tarde notó algo desusado en Lyn. Fue inmediatamente hacia ella. La asió de la mano. Se la oprimió cálidamente.
—¿Qué te pasa?
Ella parpadeó.
—Nada.
—¿Nada? ¿Estás segura? —le levantó la barbilla con el dedo. La miró a los ojos. Ella no pudo sostener aquella mirada. Estaba roja como la grana—. Lyn..., ¿qué te ocurre?
—Nada, ya te lo dije.
—Pero esa expresión de tus ojos... Ese mirar huidizo. No puedes engañarme, Lyn —y con ternura que estremeció a la joven—: Sigues pensando en la carta de Fal...
¡Oh, no! Eso no. Fal era algo muy secundario. Algo que pasaba a segundo, tercer o cuarto término todos los días, y a veces se pasaba un día entero sin recordar que existia.
Cliff notó que, en efecto, no era Fal quien la contur baba. Le pasó un brazo por los hombros y la llevó con él, sin que Lyn opusiera resistencia, hacia el diván.
—Siéntate. Cuéntamelo todo.
—Doug... estuvo aquí.
Cliff tensó el busto.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Yo no sabía... —le temblaba la voz—que tú..., que tú...
—Lyn..., cállate.
—Tú sabías...
—Todo, pero, por favor, no lo recuerdes.
Ella se puso en pie de un salto. Lo miró con desaliento y a la vez con inquietud.
—¿Por qué lo haces? ¿Por qué? ¿Por mí?
—Ven aquí, Lyn.
—¿Por qué? —gritó desesperadamente—, ¿Por mí? Yo no tengo derecho a perturbar tu vida. No quiero que por mí hagas daño a nadie.
—Escucha, Lyn.
—No quiero. No quiero tampoco que ellos piensen lo que no es cierto. Lo que nunca será cierto.
—¿Qué dices? No te olvides que es Doug quien piensa y su mezquindad no puede rozarte ya. Está casi arruinado. Espero que sus barcos pasen a mi flota antes de un año. No precisamente por ti, sino porque no merece ser hombre de negocios.
—Por mí..., ¡no! Me humillarías.
—Lyn...
Ella retorció las manos una contra otra, desesperadamente.
Cliff se acercó y la empujó blandamente hacia el diván.
—Siéntate, Lyn —susurró—. Para ti puede ser un sacrificio vivir con nosotros. Para mí, ciertamente, es un consuelo.
—¡Cállate, Cliff!
—Hay cosas que, aunque uno calle, se ven, se sienten, se palpan—le dio la espalda—, ¿Qué nos ocurre, Lyn? ¿Te das cuenta? El solo pensamiento de verte en brazos de Pal me enloquece. Y sin embargo..., él tiene derecho.
—Por favor..., cállate.
—El cuerpo de Helen casi está caliente en su tumba —añadió con desaliento Cliff, derrumbándose en una butaca con las sienes apretadas entre los dedos—y yo siento de nuevo en mí como una loca ansiedad. La ansiedad de ser feliz, de tener una mujer a mi lado. Tú, Lyn, ¿te das cuenta? Y ello me avergüenza, me obliga a sentirme mezquino.
La joven ocultó el rostro entre las manos y permaneció inmóvil y silenciosa varios minutos.
—Lyn...
—Cállate, Cliff —susurró—. Cállate. Olvidemos todo lo que acabamos de decirnos. Pensemos que... Helen está ahí, tras nosotros, y que luego va a decirnos que hace frío o hace calor, o simplemente sonríe. ¿No comprendes? Ni tú ni yo podemos dar rienda suelta jamás a nuestros sentimientos. Tenemos el deber de doblegarlos. De ignorarlos al menos. No vivimos para nuestros placeres, Cliff, sino para tus hijos, para este hogar que Helen me confió, y que yo tengo el deber...
Se detuvo. Lo miró suplicante. El la miraba a su vez desesperadamente.
—Lyn...
—Ayer me preguntaste por qué no podía recibir a Fal... No te contesté. Quizá sentí vergüenza. Puede que hoy perdida un poco ésta, después de saber que tú no ignoras lo de mi pasado...,
—Helen me lo dijo.
—Debí suponerlo. No puedo resistir la idea de ver de nuevo a Pal —dijo sin transición—porque sería... una obligación moral que no puedo tolerar. No debo ser buena ni honrada. Es mi marido. Le juré fidelidad. Piel le seré, pero... no puedo ser de nuevo suya. Y sé a lo que me obliga la convivencia con él. ¡No puedo! —gritó con patetismo—. Me sería de todo punto insoportable sentir sus manos en mi cuerpo. Sería como cometer un pecado mortal.
—Lyn...
—¿Comprendes? ¿Lo comprendes ahora?
—¡Oh, Lyn, qué quieres que te diga! Lo comprendí desde el primer instante. Me hice cargo de todo cuanto leía en su carta y en tu rostro transido de dolor.
—Yo quisiera —dijo en un contenido alarido—, pero no puedo. No puedo, ¿me oyes? Y no quiero decírselo.
Como se dirigiera a la puerta, él trató de contenerla.
—No me detengas —pidió ahogadamente, asiendo el pomo—. No me obligues a cometer otra vileza ante la memoria de Helen. Ella ha muerto, sí, nosotros estamos vivos, somos seres humanos. Sentimos y padecemos. Pero los dos, tanto tú como yo, tenemos el deber de doblegamos.
—¿Hasta cuándo?
—Dios del cielo, ¿acaso lo sé yo? ¿Yo, pobre mujer, que ha caído ya dos veces? ¿Qué quieres que sea para ti? ¿Una débil amante? ¿Una pobre mujer desvalida? ¿O una cosa? ¿Otra cosa más?
—Lyn, cálmate, querida.
—No estoy excitada. Digo lo que siento, lo que pienso, y me rebelo ante mí misma porque soy débil, porque debo amarte, porque no quiero amarte, porque...
—¡Lyn!
—Déjame, Cliff. No me hables. No pienses en nada de lo que te he dicho. Olvida esta conversación y por favor —añadió ansiosamente, mirándole con lágrimas en los ojos—, cuando volvamos a vemos a la hora de comer, no recuerdes este instante. No vuelvas a pensar en él.
Echó a correr. Cliff se apoyó en la pared y ocultó el rostro entre las manos. Roncamente susurró:
—No puedo remediarlo, Helen. Tú has muerto. Ella está viva. Es; esa mujer excepcional que se parece a ti, que es como una continuación de ti misma, pero... está viva, Helen. ¡Viva! Y tú estás muerta.
Horrorizado, tambaleante, se dirigió a su despacho y se encerró en él.
* * *
—¿Qué tienes en los ojos, tía Lyn?
—Nada, cariño. Duerme.
—¿Lloras?
—No, no, Mary. Duerme. Te contaré el cuento del duende.
—Yo quiero oírlo también —dijo Díck desde su lecho—. ¿Puedo pasar con Mary, tía Lyn?
—No. Quédate ahí. Me sentaré en medio de las dos camas y os lo contaré. “Erase una vez...”
—¿Qué es eso, tía Lyn? ¿Te has mojado?
La niña le pasaba un dedo por el rostro y recogía la lágrima de Lyn.
—Te digo que sí, Mary, que me he mojado.
—¿También se mojan los ojos? —preguntó Dick a lo hombrecito.
—Por favor, dormid, hijjtos.
—Quiero oír el cuento.
Sorbió las lágrimas. Empezó otra vez.
—“Un día el duende...”
No podía. Se sentía desfallecer. De súbito apretó el rostro de Mary entre sus manos. “Helen —pensé—, perdóname. No debiste pedirme que me quedara a su lado. Tú ccnccías a Cliff. Sabias que ninguna mujer podría vivir a su lado sin admirarlo, sin...”
—¿No cuentas, tía Lyn?
Hizo un esfuerzo.
—“Una vez un duende...”
Le temblaba la voz, pero siguió contando. Mary empezó a cerrar los ojos. Dick cabeceó. Su voz susurrante siguió hablando cada vez más bajo. Al fin se detuvo. Los dos niños dormían.
En aquel instante una doncella le dijo muy bajo desde el umbral:
—La comida está servida, señora Lyn.
—Voy, voy ahora mismo. Avise al señor.
—El señor espera ya.
No se dirigió directamente al comedor. Fue a su alcoba. Lavó el rostro. Se miró al espejo fijamente.
—Helen —susurró—, Helen, querida...
Como si Helen estuviera presente y pudiera responderle, huyó de allí. Cuando llegó a! comedor, Cliff ¡a esperaba. Le sonrió tibiamente, como si momentos antes no se exaltaran los dos. Le retiró la silla y ella se sentó.
Comieron en silencio. A los postres, Cliff dijo con voz natural:
—Hoy hablé con Hal.
Ella le miró, un tanto asombrada.
—Sí, con Hal. Le pedí que lo ordenara todo. Creo que será conveniente que lleves los niños a la finca.
—Está bien.
—¿No quieres?
—Sí, si, naturalmente.
—Podéis pasar allí una temporada.
Lyn asintió con un breve movimiento de cabeza. Por encima de la mesa, con un súbito impulso natural, Cliff alargó la mano y la puso sobre los dedos femeninos que se estremecieron bajo los suyos.
—Lyn..., es mejor para todos.
—Sí.
—Lyn, escúchame...
—No —saltó ahogadamente—. No me digas nada.
—Iba a hablarte de Fal.
—No.
—Tú eres mujer que sabe cumplir con su deber. Si crees que Fal es ese deber tuyo...
—No lo es —dijo reconcentradamente, mirando al frente, retirando las manos de aquellos dedos que la aprisionaban—. No me considero con deberes para un hombre que me abandonó. Además... creyó que tú eras mi amante. Fue tan necio, tan absurdo, que no me conoció. No supo comprender que yo pude caer por inocente, por ingenua, por joven. Que jamás, bajo ningún concepto, haría daño a mi hermana. No supo comprender que era demasiado honrada para cometer tal vileza. Tú eres hombre y no puedes saber lo que eso ofende, hiere a una mujer. Yo estoy herida, pero no le guardo rencor porque no le amo. No aprendí a amarle, porque él no me lo permitió. Puedes creerme si te digo que me casé con él segura de llegar a quererle mucho. AI principio parecía comprensivo. Pero luego, entró en él como un veneno. No supo doblegar ese veneno, destruirlo, desterrarlo de su corazón, para atraerme. Me enterró más y más hasta destruirme. No. Nunca podré vivir a su lado nuevamente como una esposa. El solo pensamiento de sentir sus manos en mi cuerpo me enloquece de desespración.
—Y no obstante —susurró Cliff suavemente—, luchas con tu deber y tu repugnancia.
Terminaba la comida. Ambos se pusieron en pie.
—No lucho. He olvidado todo eso —se detuvo en el umbral de la salita—, Prefiero irme a la finca. Prefiero olvidar por un tiempo todo esto...
—Yo iré a veros con frecuencia.
—Ya... me... retiro, Cliff.
—¿Por qué? Otras veces charlamos un poco en la salita.
—¿Y de qué quieres hablar?
Cliff se agitó.
—Hablar a veces, aunque sea de nada, es como un desahogo.
* * *
Pasó en silencio delante de él.
De súbito, allí mismo, junto a la chimenea apagada, Cliff la inmovilizó, la sujetó por un brazo. La obligó a mirarlo.
—Dijiste antes algo muy, verdadero. Ella está muerta. Nosotros vivos.
—Suél... Suéltame.
—¿Te das cuenta, Lyn? Nosotros estamos vivos. Queramos o no, pisamos tierra firme. Vivimos, sufrimos y gozamos. Es ley de vida.
—Cállate, Cliff.
—Es que antes todo lo habías dicho tú. Algo tendré que decir yo. ¿Qué va a ser de nosotros viviendo en esta intimidad, condenados a la rebelión de nuestros propios sentimientos? No somos seres sobrehumanos, Lyn. Somos simples seres humanos, con nuestra lacras, nuestros deseos, nuestras pasiones.
—Cállate, te digo —gritó Lyn, arrancándose de su lado y quedando jadeante, sujeta al respaldo de un sofá—. ¿No me ves? ¿No ves que estoy temblando? ¿No ves que soy débil?
—Bendita debilidad.
—¡Oh, no! Inconsciente me ocurrió una vez. Consciente, no.
—¿Y existe mejor caída que la que obliga la debilidad sentimental?
—¿Y tú quieres? —preguntó retadora, apareciendo ante él aún más fascinadora de lo que imaginó—. ¿Tú quieres?
—Yo lo necesito.
—Y luego, sentirás vergüenza. Y luego me odiarás y te odiarás a ti mismo y ya no me considerarás la madre buena para tus hijos. No, Cliff. Estoy casada. Soy católica. No puedo divorciarme, ni puedo caer tan bajo como para convertirme en tu vulgar amante. ¿Te das cuenta, Cliff? —gritó con patetismo—. Somos dos, seres humanos vulgares. No sabemos ni podemos, por lo vulgares que somos, doblegar nuestras pasiones terrenales. Y ahí mismo, junto adonde tú estás ahora, estuvo tu mujer sentada, y tú le dirías que la amabas. ¿No comprendes?
Cliff comprendía, lo comprendía todo, pero al mismo tiempo sentía la loca ansiedad de poseerla. Mas era evidente que su conciencia no se lo permitía. Su conciencia y lo que Lyn iba despertando en ésta.
Derrumbado, maltratado por sus propias convicciones, que ella ponía bien de manifiesto, se dejó caer en un sillón y quedó inmóvil como una estatua, mirándola largamente. Ella entonces, impulsiva, con aquella femineidad que la caracterizaba, se acercó a él y puso sus dedos temblorosos en el cuello masculino. Impulsivo, Cliff asió aquellos dedos y los apretó contra su boca.
—Cliff —susurró Lyn quedamente—, Cliff querido... recapacita. Verás cómo mañana, cuando nuestra humana exaltación haya pasado, nos miramos cara a cara sin rencores ni pesares. ¿Lo que va a ocurrir entre los dos? No lo sé. ¿Lo que el destino nos tiene deparado? ¡Quién pudiera adivinarlo! Somos humanos, Cliff, pero seamos normales. Estimémonos mucho y pensemos que la renuncia nos hará más grandes ante nosotros mismos.
—¿Por qué has de ser asi? —susurró él bajísimo—. ¿Por qué has de tener valores incalculables que yo debo admirar a mi pesar? ¿Por qué se ha muerto mi mujer y quedaste tú, y por qué yo he de considerarte excepcional?
—Cállate, loco.
—Eres tan bruja. Lyn eres tan mujer, pese a tu poca edad...
—Maduré demasiado pronto. Ahora, Cliff, que los dos estamos calmados, ¿quieres que juguemos una partida de ajedrez? Te aseguro que calma los nervios más exaltados.