CAPÍTULO IX

NO encontró diferencia en el castillo de sus mayores. Sin duda se habían efectuado reparaciones en él, pero fueron hechas a conciencia, puesto que en Welsh seguía imperando el regusto añejo, que era un signo tradicional de su raza.

Calladamente agradeció a Curt lo que hizo, respetando las tradiciones familiares. Lo recorrió todo, estancia por estancia. Estuvo incluso en la casita del jardinero. Ahora había ofrecido allí un refugio. Había además tres criadas, un ama de gobierno y una doncella. Todos la recibieron alborozados, pues alguno servía en su casa desde que Ana era una niña.

Los primeros días fueron casi consoladores. La novedad de verse en sus tierras, los vecinos que la visitaban, Tom que con Dolly pasó una tarde entera con ella y después la terrible soledad, la nostalgia de Curt...

—Estás muy enamorada, Ana —le dijo Tom antes de marchar.

—Sí, mucho —confesó Ana, vencida—. Ya ves tú de qué forma más tonta se encarcela una.

—Curt sabía lo que hacía.

Ella no respondió.

Marchó Tom con su novia y fue entonces cuando ella sintió la tremenda soledad. El domingo de la semana siguiente recibió una carta de Gel. Entre otras cosas le decía: <<Del señor ya sabrá por él mismo. Parece una sombra desde que usted se fue... >>

¡Saber por él mismo!. Qué inocencia la de Gel. ¿O es que Gel sabía demasiado y con sus frases quería indicarle su deber de mujer?.

Todos los domingos recibía carta de Gel. Le contaba lo ocurrido en la hacienda, lo que ella hacía, lo mucho en falta que la sentían, y nombraba al <<señor>> como al descuido, siempre refiriéndose a su soledad, a su reflexión.

Así pasó un mes sin tener carta de Curt. Ella tampoco le escribió. Una tarde, mes y medio después de haber dejado a su marido, una doncella vino a advertirle que un señor la esperaba en el salón.

Se estremeció de pies a cabeza. ¿Acaso Curt?. Salió precipitadamente y al cruzar el vestíbulo miró hacia el parque. Había allí un descapotable precioso, reluciente. Parecía haber salido de la fábrica aquel mismo día. Era de un color rojo vivo y, sin duda era un modelo salido al mercado recientemente. Su línea esbelta, su carrocería...

Se dirigió al salón con paso rápido y se encontró con un señor grueso, algo, desconocido.

—¿La señora Ana Perkins? —preguntó el visitante, inclinándose.

—Yo soy.

—Me llamo Samuel Douglas y pertenezco a la fábrica de automóviles del mismo nombre. ¿Cómo está usted, señora Perkins?.

Era la primera vez que le daban aquel tratamiento y se sintió emocionada a lo tonto, al menos ella se consideró tonta bajo aquella intensa emoción.

Saludó al visitante y éste explicó el motivo de su visita.

—El señor Perkins estuvo a visitarnos hace unos días y nos encargó le entregáramos un descapotable último modelo. Parece ser que... Pero, bueno, aquí tiene su tarjeta.

Ana se atragantó.

—Mi marido —dijo y sintió hondo placer en pronunciar la palabra <<marido>>— es muy original haciendo regalos.

—Como todos los maridos enamorados, señora.

Entregó la tarjeta, se inclinó ante ella y se marchó, acompañado por una doncella. Ana, antes de abrir aquel pequeño sobre, se acercó al ventanal. Vio al señor Douglas cruzar el parque y subir al automóvil negro que lo esperaba al otro lado de la verja. Un muchacho joven, uniformado, le abrió la portezuela y el auto negro rodó carretera abajo.

Ana curvó los labios en una sutil sonrisa. Curt, Curt.., ¿por qué lo había hecho?. ¿Y qué le hizo suponer al señor Douglas que Curt era un marido enamorado?.

Rompió el sobre y ante sus ojos saltó la tarjeta de Curt. Con trazos enérgicos, vigorosos, como Curt mismo, había escritas unas cortas líneas.

<<Lady Ana: hoy es tu santo y no quiero que
te falte mi recuerdo... El recuerdo espiritual de tu
persona lo tengo aquí, junto a mí constantemente.>>

<<Curt.>>

Ana apretó la tarjeta contra su boca y permaneció silenciosa varios minutos. Curt, aquel Curt de aspecto rudo y violento, aquel Curt que la obligó a casarse..., aquel Curt que la hizo suya sin preguntarle si ella quería serlo... Y la había doblegado y, de qué modo la había doblegado. Ella ya no tenía orgullo y sentía compasión por todos los humanos, y por Curt... no le hubiera importado sufrir la humillación de verse arruinada y sin una libra.

—Pero él no me llama —susurró mirando obstinada la tarjeta—. Con estas frases indica que me ama, pero no es bastante. No, no lo es. He sufrido mucho por su causa y no puedo ser yo quien dé el paso definitivo. Ha de ser él, le corresponde darlo a él.

***

Dos meses después, Ana recibió una carta de Gel. No era domingo y le extraño, pues Gel era una persona rutinaria y al escribirle aquel día lo hizo quizá empujada por un motivo poderoso. Rompió el sobre y leyó:

<<Mi distinguida y respetada señora: Creo un deber de mi parte advertirle que el señor se cayó del caballo ayer tarde, se ha dislocado un pie y roto dos costillas. Ha sido encamado y fue preciso llamar a una enfermera, pues, según el doctor, el señor está débil y a causa de la caída sufrió una fuerte conmoción cerebral. No consulté con nadie para escribirle, pues el señor aún permanece inconsciente y la enfermera me indicó que no era preciso molestar a la señora; pero yo... Ya me conoce la señora. Venga, se lo suplico. No me fío de estas enfermeras jóvenes y sabihondas que quieren gobernarlo todo y ocupan el lugar que las esposas han de ocupar en la vida de sus maridos. Perdone la señora y tenga en cuenta mis muchos años de experiencia en la vida. Yo, quizá no debiera decir estas cosas a la señora, pero...>>

Ana no leyó más. Subió como loca a su alcoba, hizo las maletas, buscó la arqueta en la cual guardaba sus joyas y la depositó entre las ropas. Pero de súbito abrió la arqueta, tomó la sortija de pedida que nunca lució en su dedo, y la colocó en éste con precipitación. Minutos después la servidumbre la despedía en el parque y Ana Welsh estrenaba el coche que le regaló su marido. Era las cinco de la tarde y para llegar a Mindlin tendría que rodar toda la noche y parte de la madrugada. Su estado febril era tal que una doncella le indicó lo conveniente de ir acompañada.

—Sube a mi lado —dijo rápida—. No tenemos tiempo que perder.

Fue aquélla la noche más angustiosa que Ana Welsh vivió jamás. Y en el interior de su ser bendijo a Gel que, con su experiencia, penetró en su corazón antes que el propio Curt.

A las siete de la mañana Ana aparcaba el auto ante la escalinata de su casa. Los criados, que empezaban sus faenas, se quedaron mirando admirados la grácil figura femenina que, ágil, saltaba al suelo con un profundo suspiro. No vio a nadie. Esbelta, pues el embarazo aún no había deformado su cuerpo, linda como nunca, con el color bronceado en su bella cara, la distinguida muchacha ascendió de dos en dos los escalones y entró en el vestíbulo. No miró a parte alguna. Ni siquiera vio la sonrisa radiante de Gel asomada por la puerta del cuarto de plancha. Gel suspiró como si desahogara y la vio ir directa hacia su alcoba. Allí estaba Curt Perkins y Ana iba a empujar la puerta, cuando una figura femenina, delgada y esbelta, joven y guapa, se le interpuso.

—No se puede pasar —dijo la voz firme de la enfermera.

Ana se volvió en redondo y sus bellos ojos chispearon de tal modo que la enfermera parpadeó admirando no sólo la belleza nada común de aquella mujer, sino su empaque de reina.

—Le digo que no se puede pasar —repiritó obstinada—. El enfermo duerme en este instante y no se le puede molestar.

—¿Me conoce? —preguntó Ana fríamente.

—No. Ni me interesa, señorita. He venido aquí a cuidar del enfermo y no permitiré que se le moleste.

Ana la analizó. Era bella, pero vulgar, y había estado ocupando su lugar en aquella casa. Su lugar junto a Curt... Esta idea la sacó de quicio y con brusquedad empujó la puerta e iba a entrar cuando la enfermera la asió por un brazo.

—Oigame, estoy aquí por orden del doctor y admitida por el señor Perkins, y no permitiré que me desobedezcan. Cierre la puerta y salga.

Ana apretó los labios y silabeó:

—Soy la señora Perkins.

Y nunca sintió tanto orgullo de poder llamarse así como en aquel instante. La enfermera abrió los ojos de un palmo, se atragantó, se disculpó y ella misma franqueó la entrada.

—Perdone —dijo bajo—. Yo no sabía...

—Me lo figuro.

Y entró, cerrando la puerta tras sí.

Curt, con los ojos muy abiertos, la miraba. Sin duda había oído todo cuanto habló con la puerta entreabierta. Ana avanzó despacio. Todo su ímpetu desaparecía a la vista de su marido, de aquel Curt Perkins que estaba allí, tendido en la ancha cama, en el lecho que eran tan suyo como de él, puesto que ambos lo había compartido.

—Hola, Ana. ¿Por qué has venido? —preguntó sin moverse. Ana apretó los labios.

Antes de responder se quitó el abrigo, lo tiró sobre una butaca, como hacía siempre y Curt hubo de sonreír, pues conocía el desorden de la bella aristócrata.

—Supe que estabas enfermo...

—Acércate más. No te veo bien. ¿Cómo estás, Ana?. Yo he pasado las mías, pero casi me encuentro bien, si no fuera por esta piernas y estas costillas que me mantienen inmóvil, diría que estaba aquí por deporte. ¿Quién te advirtió de mi caída?.

—Gel...

—¡Ah, Gel!. Sin duda es un poco entrometida. Siéntate, querida. ¿Has desayunado?. ¿Y en qué has venido desde Welsh?.

Ana se sentó en una silla baja, junto a la cabecera de la cama. Estaba morena y curtida por el sol, lo cual daba más realce a sus ojos y a su rubio pelo. Curt la miraba penetrante, fijo, como si quisiera leer más allá de cuanto ella decía.

—Vine en el coche que me regalaste —dijo al fin huyendo de aquella mirada—. Aún no te di las gracias, Curt.

—¿Desde Welsh en ese coche?. No es posible, Ana. Además... ¿Cuándo saliste de allí?.

—Ayer a las cinco de la tarde.

—Y en tu estado has pasado una noche entera ante el volante. ¿Te has vuelto loca?.

—No.

—Pero..., pero —se impacientó—, ¿qué idea tenéis los nobles del deber?.

—La misma que tú seguramente.

—Ha podido ocurrirte un percance, ¿me entiendes?. Un terrible percance del cual tendrías que lamentarte toda la vida. ¿A quién se le ocurre?.

—No te excites, Curt. No es necesario. Estoy aquí, gracias a Dios no ha ocurrido nada anormal y tú estás casi bien. Ahora me acostaré un rato, descansaré y como nueva.

—Puedes volverte a Welsh cuanto antes, Ana —dijo rabioso—. Si te guió hacia aquí la curiosidad o el deseo de verme morir, ya ves como no merecía la pena ni una cosa ni otra. No voy a morir, bien lo sabe Dios. No tengo ningún deseo, ¿me entiendes? —se excitó una vez más—. No pienso dejarte tranquila todavía.

Ana, por toda respuesta, pulsó el timbre y entró la enfermera.

—Dé un calmante al enfermo —ordenó— y baje las persianas para que duerma un rato.

—Oyeme... —chilló Curt.

Pero Ana no le dejó concluir. Se inclinó hacia él y todo su perfume que hacía dos meses que Curt no sentía junto a sí, lo sintió en aquel instante como una caricia sofocada. Ana le miró a los ojos y dijo sobre la boca masculina, que rozó suavemente con la suya:

—Duérmete, querido, y no sigas diciendo lo que no sientes. Duerme.

—Ana...

—Duerme. Luego, cuando hayas despertado aporrea el timbre que vendré a hacerte compañía —se incorporó y al encontrase con los ojos de la enfermera, añadió—: Ah, se me olvidaba, señorita. Puede volver al consultorio del doctor. Yo... me ocuparé de mi marido.

—Sí..., sí, señora.

—Hasta luego.

***

Curt aporreó el timbre, en efecto, y casi en seguida se abrió la puerta de la alcoba y entró Ana enfundada en pantalones azules, largos hasta los pies y un suéter blanco, escotado, enseñando el color bronceado de su piel.

—Hola —saludó alegremente, yendo hacia las persianas y alzándolas, sin dejar de mirar a su marido—. ¿Sabes cuántas horas has dormido?.

—No.

—Pues aproximadamente unas diez. Vino el doctor y ni te enteraste, se fue la enfermera y...

—¿Y por qué se fue la enfermera?.

Ana se sentó en el borde de la cama y sonrió.

—No me gustan las mujeres jóvenes a tu lado. Curt, es la pura verdad.

—¿Y por qué?.

—No me gusta, no sabría decir el porqué. ¿Te gustaría a ti que un hombre estuviera siempre a mi lado?.

Curt quiso incorporarse y lanzó un alarido de dolor.

—¡Maldita sea!. ¡Estas costillas...!. ¿Un hombre a tu lado, Ana?. ¿Otro hombre que no fuera yo?. Cielos, será mejor que me dejes solo. Me encuentro humillado y vulgar en esta postura. Además..., ¿por qué diablos me miras así?.

Ana le miraba, sí le miraba fijamente, con la sonrisa curvando el dibujo seductor de su boca. Curt aspiró hondo, se llevó la mano a la frente y al bajarla encontró el brazo de Ana. Le apretó con febril ansiedad y súbitamente la atrajo hacia su pecho. La cabeza de la joven quedó bajo la barbilla de Curt.

—Ana...

—Dime, Curt.

Este le apretaba con sus dos manos. Con una acariciaba la garganta y la mejilla femenina y con la otra la sujetaba contra sí. Ana cerró los ojos.

—Ana.

—Dime, Curt.

—Cielos, no sé qué decirte.

—Pues no me digas nada.

—¿Y te conformas?.

—Sí. No quiero recordar... ni tú ni yo, ¿sabes, Curt?. Ninguno de los dos.

Se separó un poco y Curt la miró largamente.

—¿Qué nos pasa, Ana?. Di, ¿lo sabes tú?.

—Creo que sí... Curt. Al menos sé lo que me pasa a mí.

Y alzó la mano en un movimiento natural. Curt apresó aquella mano, la acercó a sus ojos.

—Ana —susurró apenas sin voz—, esta sortija te la regalé yo. No quisiste ponértela.

—Pero ahora...

—¿Y por qué, Ana, por qué?.

La besaba al hablar. La besaba en una boca diferente. Él reconocía aquella boca, se reconocían los dos, pero todo era diferente y Curt sintió fuego por todo el cuerpo.

—Ana —gimió—, Ana...

La muchacha se apartó de él blandamente y quedó erguida ante el lecho.

—Ana, dime, por el amor de Dios, dime lo que ocurre. ¿Es un milagro del cielo?. ¿O es que el orgullo de milady ha desaparecido?. Es que —pasó una mano por la frente—. Ana, no me mires así... Acércate de nuevo a mí y que yo te bese, que comprenda en tu boca lo que ocurre.

Ana, sonriente, se dirigió a la puerta.

—Ven aquí, Ana, te lo ruego, te lo suplico.

—Luego, Curt. Ahora me espera Gel para entregarme las cuentas de dos meses.

—Gel..., ¿por qué, Ana?. Tú antes no querías saber nada de mi casa. ¿Por qué ahora quieres?. Dime...

—Por... Tú debes saberlo, Curt —susurró llegando a la puerta—Debes comprenderlo. ¿O es que me vas a someter a la dura violencia de tenértelo que decir?. ¿No lo comprendes, Curt?.

Salió y cerró la puerta, dejando a Curt con las sienes palpitantes y un imperioso deseo de tenerla otra vez junto a sí.