III

—¿A qué hora hay que levantarse? —siseó Luima, bostezando—. ¿Es tu tía de las que levantan a una con el alba para ir a misa?

Mey se derrumbó en la cama paralela a la de su amiga.

—Tía Mónica —dijo en el mismo tono bajo de voz— no exige nada determinado a las personas que accidentalmente viven con ella. Andrés Morris está equivocado. Tiene fama de mujer austera en la villa, de muy buenas costumbres. Eso sí, pero nunca impone esas costumbres a nadie.

—Menos mal.

—¿Qué te ha parecido?

Luima abrió un ojo; buscaba a tientas el pijama.

—¿Dónde lo habré puesto? —y sin transición, como si no oyera a su amiga hasta aquel instante—: ¿Andrés?

—No, mujer. Mi tía.

—Un poco arrugada, pasada de moda y llena de. tontos prejuicios; pero en el fondo una buena persona. Quedó algo pasmada al vernos, ¿no? Con esas faldas que sin llegar a lo mini son casi, nuestras melenas y nuestros pitillos...

—Ve esas cosas en la villa; no vayas a pensar que aquí una se chupa el dedo.

—Aquí está.

—¿Quién?

—El pijama. ¿No hay forma de darse un baño, Mey?

—Con agua fría... sí, por supuesto. A estas horas no se encendió la cocina, y como el agua caliente funciona con el termo...

—Nunca me baño con agua caliente. ¿Dónde está el baño?

—Oye, ¿qué te ha parecido?

—¿Tu tía?

—Andrés Morris.

Luima, que ya iba en la puerta de la alcoba en dirección al próximo baño, se detuvo en seco.

—Tú ya sabes lo que me pasa —comentó indiferente—. Tengo novio, y aunque me hace sufrir creo que estoy enamorada de él.

—En el tren me dijiste que no estabas segura de amarle.

—Desde los quince años que ando tonteando con Arturo, como comprenderás, me miraré mucho antes de enamorarme de otro. En realidad, prefiero no sufrir, y de hacerlo, considero que es mejor sufrir por algo conocido que exponerse a sufrir más por algo nuevo.

Se alejó.

Regresó media hora después con la ropa colgada al brazo, el pijama y el batín puestos, calzando chinelas y llevando el cabello recogido tras la nunca con una cinta.

—Considero a Andrés —dijo como siguiendo la conversación interrumpida— un mirón impertinente. ¿Que sabes de él?

—Es buen chico. Muy moderno, muy estudioso y muy enamoradizo.

—Hum —colgó la ropa en el respaldo de una silla y se tendió en el lecho tapándose con el cobertor—. Sólo ansío dormir unas cuantas horas seguidas. ¿Qué hora es?

—Las nueve y media de la mañana.

—Puaff. Cierra las persianas, y si te da por levantarte no hagas ruido. Yo me quedaré aquí durmiendo a pierna suelta, hasta que despierte por mis propios medios, si es que tu tía no tiene objeción que poner.

—Tía Mónica, pese a su estrafalario modo de ser, conoce muy bien a la juventud, y es tolerante con ella —y sin transición—: ¿No seguimos hablando de Andrés Morris?

Luima abrió un ojo e hizo una mueca.

—¿Para qué?

—No sé. Cuando nos despedimos en la estación retuvo mucho tu mano, y después, cuando oprimió la mía, me dijobajísimo: «Me gusta tu amiga. ¿Dónde podré veros esta tarde?» ¿Tú qué dices a eso, Luima?

—No tengo ganas de complicarme la vida. Pronto cumpliré dieciocho años y te aseguro que termino casándome con Arturo, aunque sea un salvaje.

—Quizá si trataras a Andrés...

—¿Te has vuelto casamentera, Mey?

—Es que sé lo mucho que te hace sufrir Arturo. Te has puesto en relaciones con él y yo estimo que no te conviene.

—¡Qué cosas dices! —y después, perezosa—: Si me dejaras dormir...

Mey la dejó.

Ella no pudo dormir y bajó despacio hacia la planta baja. Su tía vivía en un bonito chalecito, confortable. Era tía de su madre, y alguna vez, en las vacaciones, ella le escribía pidiéndole asilo. Le gustaba la villa de Encinares Bajo y la gente que en ella vivía. Su madre siempre le recomendaba prudencia. Decía invarlablemente: «Tía Mónica es tolerante, pero hay cosas que no tolera, como trasnochar, dormir demasiado, faltar a misa los domingos, tener demasiados amigos... Ten cuidado. Tú eres una chica moderna, pero no soporto que vayas a perturbar la tranquilidad de tu tía.»

Encontró a ésta en el ancho vestíbulo lleno de flores regando las macetas.

—¿No has dormido? —preguntó asombrada—. Si no has viajado en coche-cama estarás rendida.

—Duermo poco, tía Mónica. ¿Te ayudo?

—No, gracias, estoy terminando. ¿Y tu amiga?

—Se ha dormido. Puede que no despierte hasta las seis de la tarde. Es muy dormilona.

Tía Mónica dejó la pequeña regadera sobre un macetero y se volvió hacia la Joven. La miró fijamente.

—¿Qué clase de amiga es? Es ésta la primera vez que me traes una amiga.

—Es una gran chica, tía Mónica. Trabajamos juntas. Le llevo un año, pero te aseguro que ella tiene más experiencia que yo, más estudios y más talento.

—No te preguntaba eso. Su familia, sus costumbres... Ya sabes.

—Es hija de un funcionario de Correos. Su madre es una gran persona, muy católica y practicante diaria.

—¿Y la chica?

—¿Luima?

—Quó nombre más raro.

—Es un diminutivo de Luisa María. Es estupenda.

—No me gustarla que llamarais la atención aquí —apuntó fríamente—. Ten presente que en una villa como Encinares Bajo todo el mundo se conoce.

—Pierde cuidado, tía Mónica. Luima es una chica decentísima y no te dará dolores de cabeza.

* * *

Vestía pantalones blancos, blusa negra por fuera del pantalón y calzaba mocasines negros. El cabello trenzado en una sola coleta ancha y colgando al hombro llevaba una bolsa de baño.

Así bajó corriendo las escaleras hasta la planta baja.

—¡Mey! —llamó—. ¡Mey!

Salió una mujer de edad madura, recogiendo la punta del delantal.

—Mey ha salido —al ver a la joven guardó silencio.

—Soy Luima Ortiz, amiga de Mey. Usted —sacudió la cabeza—, no es la tía de Mey.

—Soy la muchacha —dijo la aludida con cierta sequedad—. Me llamo Patro y estoy al servicio de la señorita Mónica desde que tenía su edad.

—¿La mía?

—La suya.

—Ah... Eso no sucede hoy en ningún sitio —sonrió Luima tranquilamente—. Dígame, Patro, ¿dónde está Mey?

—Se ha ido por ahí con unas amigas.

En aquel instante sonó el timbre del teléfono.

—Aguarde, por favor. La señorita se ha ido al rosario —miró la bolsa de baño de la joven, murmurando antes de ir hacia el parato telefónico, que seguía sonando—: Se está metiendo el sol. ¿Sabes usted qué hora es, señorita...?

—Luima.

—¿Señorita Luima?

—No tengo nunca reloj. Si algo detesto en vacaciones es llevar el reloj en la muñeca.

Patro arrugó la nariz y giró en redondo. Se metió en una salita próxima diciendo casi en seguida:

—Es para usted, señorita Luima.

—Mey —dijo la joven entrando, sin soltar la bolsa de baño.

—Es voz de hombre —rezongó la muchacha, muy fríamente.

¿Hombre?

¿Arturo? ¿Arturo descubriendo su paradero?

Oh, no, no, no.

En aquel instante de lo que menos ganas tenía era de Arturo.

—¿Habla o no habla? —preguntó Patro mostrando en su mano el auricular.

—Sí, claro, claro —y después—: Dígame...

—Hola.

—¿Andrés?

—El mismo. Te estoy esperando junto a casa de Mónica. He traído un «coupé» rojo.

—Oh.

—¿No sales?

En vista de que Patro no se movía, Luima tapó el auricular y se apresuró a decir:

—Gracias, Patro. Muchas gracias.

Como si nada.

Patro no entendía. No se movía del umbral.

De ahí que, destapando el receptor, terminó rápidamente:

—Salgo ahora.

Y colgó.

Al girar se encontró con Patro, que la miraba escrutadora.

—¿No está la señorita Mónica?

—Ya se lo dije. Se ha ido al rosario.

—Voy a dar un paseo. Seguramente me encontraré con Mey.

—Ya saben ustedes que aquí se cena a las nueve en punto.

¡Oh, Dios! ¿Quién iba a aguantar a aquellas cacatúas? Ella jamás comía a tales horas. Merendaba en una cafetería con Arturo, y si no estaba éste, con su pandilla. Luego se iban a una sala de fiestas y jamás regresaba a casa hasta las once. Iba a estropear el estómago comiendo tan pronto.

—¿Lo sabe la señorita Mey? —preguntó un poco retadora, sin proponérselo.

—Mey —recalcó Patro— sabe de sobre las costumbres de esta casa.

—Si lo sabe la señorita Mey —recalcó ella a su vez—, regresaré con ella.

—Son las seis y media.

—Gracias, Patro.

Y salió corriendo, dejando la bolsa de baño colgada en el perchero.

Lucía el sol.

Las calles limpias, no muy anchas, bordeadas por pequeños chalecitos, como una avenida residencial en miniatura.

No tuvo tiempo de mirar mucho, porque sonó el claxon del «coupé» y echó a andar tranquilamente hacia el vehículo.