IV

No olía a él. No había llegado aún. Automáticamente, con una mirada abstraída consultó el reloj.

Las doce de la noche.

Dio unas vueltas por la casa y después se fue a su cuarto. Empezó a quitarse la ropa con lentitud. El vestido, las medias, la combinación. Quedó medio desnuda. Se cerró en el cuarto de baño y se quitó el resto de la ropa, se metió bajo la ducha después de colocar un gorro cubriendo su pelo. El agua templada producía un goce raro.

Se frotó con un cepillo y después salió del baño y cubrió su cuerpo desnudo con una bata de felpa color verde oscuro. En chinelas y cayéndole el cabello rojizo sobre los hombros se agitó. Miró a un lado y otro.

No quería pensar.

Por primera vez en su vida temía pensar. En Jack, en su amistad entrañable que se hacía afecto profundo en el amor que sentía por Michael. Nada tenía que ver el amor que sentía por Michael con el afecto que profesaba a Jack. Nada en absoluto, pero eran dos sentimientos.

y si bien no temía al que sentía por su marido, empezaba a causarle inquietud el que sentía por Jack.

Que Jack la amaba era un hecho. Sin duda lo era.

Tenía ella una especial intuición de mujer para captar tales cosas. ¿Podía decírselo a Michael? Se lo diría.

y Michael comprendería que las cosas no podían seguir así, ni tenía derecho a mantenerla cerrada en casa como una ingrata adúltera.

y si no era Jack, sería otro cualquiera. Ella no era mujer reprimida. Ella se consideraba lo bastante valiente para sentirse sola o acompañada pero segura de sí misma, no obstante, los sentimientos tan vivos por Michael, ¿no se irían muriendo a falta de alimentarios? Porque el amor no se componía tan sólo de una atracción sexual, de una posesión al amanecer o a medianoche. Había algo más, y todo ello estaba recopilado en Jack y, seguramente, en cualquier otro hombre. Michael era distinto. Vivía para su profesión y para amar locamente a su mujer cuando llegaba a casa lúcido, sin cansancio, porque si llegaba muy cansado, tampoco la atendía aduciendo cansancio, sueño, desgana...

O tal vez sin aducir nada.

Se sentó en el borde del lecho y poco a poco fue tirándose hacia atrás. La bata de felpa se separó un poco mostrando parte de sus pantorrillas.

Casi en seguida oyó el llavín en la cerradura y los pasos recios.

—¿Cris? ¿Has vuelto?

La esposa no respondió. Estaba adormilada, quedó en la misma postura con los ojos semicerrados.

—Cris...

Lo tenía ante ella. Sin gabán, sin chaquetá, en mangas de camisa.

No era guapo Michael. Un hombre muy hombre, sí, muy profesional, muy varonil, pero no era guapo aunque sí muy interesante.

—Cariño, si pareces estar rendida...

Se sentaba a su lado y la asía por los hombros y su mano se metía bajo la bata.

—Vine tan pronto pude. ¿Qué tal lo has pasado?

y al hablar la volvía a besar.

Le buscó la boca con aquel hacer suyo inconfundible. Era lo bueno que tenía. Nadie como él para esas cosas. Pero... ¿con quién otro probó ella a hacer cosas semejantes? Con nadie. Tuvo amigos, pretendientes, pero hombres que entraran en la intimidad de su vida, sólo Michael, por tanto no podía comparar.

No obstante, para ella, en aquel momento los besos de Michael eran como bendiciones turbadoras. Las vivía, las correspondía. Se arrebujó contra él, le cruzó los brazos, cayó hacia atrás arrastrándolo con ella.

—No debes dejarme tanto tiempo sola.

Era una queja.

Un suspiro.

Pero Michael no la oía.

Michael la estaba queriendo como era su costumbre habitual. Con toda su alma, con todo su ser.

Fue después, cuando ambos estaban calmados, tendidos en el lecho, que ella se recostó en su hombro susurrando:

—Me gustaría ser enfermera.

El la apartó asombrado.

—¿Para qué?

—No sé. Para estar siempre contigo.

—Te aburrirías. Es una profesión muy dura.

—Pero me gustaría.

—No seas absurda, cariño mío.

—Mich...

—Sí, dime.

—¿Qué haces durante todo el día fuera de casa?

—Trabajar —se asombró él.

—¿Y no te gustaría que yo trabajase contigo?

—Pues... no. Creo que no. Yo en la consulta, en el hospital, cerca de mis enfermos soy otro hombre. Prefiero aue me conozcas sólo así.

—Una mujer debe de conocer todas las facetas de su marido.

—Pero, mujer, ¿a qué fin todo esto esta noche?

—Es que pienso.

—¿En qué?

—En mí, en ti... ¿Qué sé yo de ti? Que eres un gran amante. Pero... ni siquiera quieres tener un hijo.

El casi enrojeció.

—Eres tan joven y tan bonita... Me da algo de miedo cerrarte aquí con un hijo. Más adelante, cuando yo esté más desocupado.

—No, Mich. vo quiero tener un hijo.

—Te vas a deformar.

—¿Y por eso me vas a querer menos?

La apretó contra sí. Casi la puso sobre él y le buscó la boca.

—No digas eso.

—Es que a veces pienso que sov tu amante. Una adúltera aue busca al amante a escondidas.

—Cris, te prohíbo...

—¿No es así como me amas?

—Claro que no.

—Mich... quisiera estar más cerca de ti. Sé que necesito estar más cerca. ¿Oyes? Todos los días y a todas horas. En mis ratos libres me haré enfermera y me iré a trabajar contigo.

El rió.

Ni lo creía, ni lo deseaba.

El prefería tenerla así. Así como la tenía. Incluso aunque pareciera una amante. Le gustaba aquella amante que tenía.

—Compartir tus inquietudes —decía Cris sobre sus labios—. Tus alegrías, tus disgustos..., tus soledades.

—Pero si yo no tengo soledades, cariño.

—¿Lo ves?

—¿Qué he de ver?

—Que tú no las tienes, pero las tengo yo. ¿De qué forma llenarlas? Estando a tu lado.

La apretó más. La quiso con todo su ser.

La perturbó con su amor. Casi era un amor erótico, fuera de toda normalidad. Luego decía a media voz, sofocado, buscándole los labios una y otra vez.

—Estás a mi lado. ¿No lo ves? ¿No te das cuenta? ¿Qué más quieres estar a mi lado? Yo te deseo así, así como eres, así como estás. Todo lo demás son paparruchas. Lo nuestro es verdadero, sincero, está aquí entre nosotros, en nosotros, en nuestras ansiedades y necesidades. ¿Qué más podemos pedir?

Ella hubiera pedido mucho más.

Pero no lo dijo.

Sería inútil.

Sabía que Mich no la entendía. Nunca la entendería.

Por eso continuó con su vida habitual.

Saliendo con Jack, aunque Jack no siempre llegaba, o saliendo sola y esperando por Michael noches enteras. Unas veces llegaba lleno de ansiedades, otras, Michael llegaba cansado, muerto de sueño, algunas noches ni siquiera llegaba.

Admiraba su profesionalidad, la forma absoluta con que cumplía con su deber de médico, pero ¿y ella? ¿Qué hacía ella entretanto?

Pensar.

Volverse loca.

Hacerse a la idea de que vivía sola y que algunas noches de su vida (muchas) su amante acudía a verla. ¿Era suficiente?

Deseó tener un hijo.

Tal vez así las cosas cambiaran. No intentó convencer a Michael. Ni siquiera le mencionó el asunto, pero dada la experiencia adquirida a su lado, hizo cuanto pudo para que aquel hijo se engendrara.

A veces tenía conversaciones con Jack. Largas, confusas, delatoras.

En las huidas de Jack notaba lo que aquél sentía. Pero ella necesitaba una compañía afectuosa, aunque no amorosa, y Jack era el único hombre que su marido le enviaba para acompañarla cuando él no podía hacerlo, que era casi siempre.

Por eso su amistad con Jack se iba estrechando.

Jack era distinto a Michael. Entretanto en Michael había una pasión desmedida, incontrolable, en Jack había una sensibilidad especial para comprenderla, para saber lo que pensaba antes de que lo dijera, para adivinar sus pensamientos, para tener largos tête a tête interminables.

Con Michael no se podía hablar más que de pasión, porque cuando estaba con ella para la pasión vivía. Con Jack, en cambio, se podía hablar de política, de literatura, de los sentimientos humanos, de comprensión y desazones, inquietudes y despechos.

Así, aquellas conversaciones se hacían interminables y así llegaban a entendimientos profundos sin que ellos mismos se dieran cuenta.

Fue uno de aquellos anocheceres que Jack llegó a su casa cuando ella se vestía para salir.

—¿No te ha llamado tu marido? —preguntó desde el salón.

—No.

—Pues lo hará. Se marcha.

Casi inmediatamente apareció Cris en el umbral de la puerta del living que desembocaba en el salón grande. Vestía una falda lisa con un pliegue delante y una camisa aún por fuera de la cinturilla de la falda. Llevaba el cepillo en la mano y el rostro sin maquillaje, lo que le hacía más niña y más hermosa.

—¿Qué dices?

Jack tomaba su copa habitual.

—Me ha llamado para decírmelo y para recomendarme que no te descuidara.

—Pero... ¿adonde va?

—A un congreso a Nueva York.

—¡Oh...! —y después, sin poderlo evitar—. ¿Solo?

—Pues no me dijo que fuese acompañado.

Sonaba el teléfono en aquel instante.

—Es él —dijo Cris desilusionada—, me dará la noticia, se irá después de venir a recoger su maletín y se acabó... —puso el auricular en el oído—. Diga.

—Oye, Cris —era él, en efecto—, tengo que irme de viaje esta misma noche... Un congreso, ya sabes.

Ella no sabía. Le amaba, pero apenas si sabía nada de su marido excepto de la forma que amaba cuando la hacía suya.

—Iré por casa a recoger el maletín. Tú puedes salir igual. Ya sé dónde lo tengo todo. Vendré dentro de una semana.

Le estallaban las sienes.

Sentía los ojos de Jack fijos, quietos en su rostro.

y hubiera querido evitar lo que dijo. Pero no pudo.

—¿Solo? ¿No puedo... acompañarte?

—Imposible. Hasta la semana próxima, cariño.

Así. Sin más.

Oyó el chasquido del teléfono y después se quedó rígida mirando a Jack.

—Márchate, Jack —dijo—. Hoy no salgo. Espero por él.

Jack giró sobre sí, depositó el vaso sobre el mostrador del bar y salió recogiendo su gabán y su sombrero.