Segundo Ciclo

 

Recién cuando llegó a su casa Esteban se atrevió a sacar el pie del acelerador. Ahora estaba temeroso.

No podía creerlo. ¡Había violado a una mujer! ¡Había violado a la hija de Ríos!... ¿Y si ella lo denunciaba?... ¿Si le contaba a alguien?

¡¿Qué?! No tenía pruebas. La muchacha era una puta, nadie lo ignoraba. Y además lo había provocado...

Sin embargo sabía que era posible encontrar a un violador analizando el ADN del semen. "¡Tendría que haber usado un preservativo!", repetía una y otra vez. "¡He sido un idiota!... Si incluso, con un poco de paciencia, ni siquiera hubiera tenido que forzarla", se reprochaba.

Aunque...

... no había estado del todo mal el asunto.

En realidad había estado muy bien.

Esteban recordó la cara de terror de Constanza y su pene se tensó. ¡Bien que se había asustado la puta!

Volvió a sentir una pequeña erección.

¿Qué pensaría la idiota?... ¿No estuvo buena la del mono?

¿Quién era ahora el dueño del circo?

* * *

—¡Buenos días, Dieguito! ¿Cómo anda tu maravillosa vida?

—Cada día más maravillosa.

—Dame un beso en la mejilla... ¿O acaso ya no me quieres?

—Por favor, Otilia... Estoy dispuesto a amarte hasta honrar el apellido Méndez Cané.

La vieja secretaria sintió que el rubor corría por sus mejillas. ¿Lo diría en tono de reproche, o de puro zalamero?... ¿Sabría algo acerca de su historia con el padre, hacía ya casi veinte años?... Miró los ojos castaños del muchacho, y alejó sus dudas. ¡Ese Dieguito era un juguetón!

—¿Anda por ahí el viejo?

—Veré si puede atenderte.

—No, claro que no puede atenderlo —terció Amanda con enojo—. El doctor Méndez Cané pidió expresamente que no lo interrump...

No se molestó en terminar la frase. Su compañera ya le había abierto las puertas del reino prohibido de su padre a ese bebé consentido, (la muy idiota era incapaz de negarle algo).

Pero cuando Diego todavía no acababa de salir de la oficina, volvió sobre sus pasos.

—¿Alguna de ustedes ha recibido una llamada extraña esta semana? —preguntó con curiosidad.

—¿Extraña?... No. Se lo hubiera comentado a tu padre —se apuró a contestar Otilia.

—¡Yo no recibí nada! —se defendió Amanda, mientras en su interior refunfuñaba: "Con tanta gente inocente que secuestran todos los días...", se dijo, "... y a este pájaro de cuentas lo dejaron libre. ¡Qué injusticia!".

* * *

En el pensionado todos notaron el vuelco que había dado el carácter de Constanza: ¡si hasta humana parecía!

Comenzó a compartir las cenas con las demás; a trabar algo parecido a una amistad con Loly; y a callar su lengua frente a las desgracias ajenas. Incluso el día en que la gorda resbaló, “patinando” el piso del comedor en medio de contorsiones para acabar finalmente con una ensaladera en la cabeza, ella no dijo nada.

Y cuando la noche del sábado Loly salió vistiendo con orgullo la blusa favorita de Constanza, todo el mundo entendió que algo muy grave le estaba ocurriendo.

* * *

Loly sintió repicar el móvil que llevaba en el bolso. Últimamente casi había dejado de sonar, así que imaginó que ésta era la llamada que estaba esperando.

Primero se cercioró de que Constanza no estuviera cerca, y luego atendió.

Sí, era el papá de Cony.

Y aunque no se conocían personalmente, varias veces ella había forzado la charla entre los dos, buscando trabar una amistad. Sentía una particular atracción por ese hombre moreno que le sonreía desde un retrato en la mesa de noche de su hija. Él aceptaba su conversación, complacido, pero nunca había ido más allá. De hecho sólo usaba ese número cuando Cony no contestaba, (cosa que ocurría cada vez con más frecuencia).

—Elu, tengo que hablar contigo... —susurró Loly al señor Ríos en un tono misterioso.

—Bueno, te escucho.

—No, no... Ahora no... Cony puede llegar en cualquier momento, y si se entera lo que te quiero contar, ¡me mata!

—¡Me asustas! ¿Es algo serio?

—Prefiero hablarlo personalmente.

Eleuterio Ríos supo por el tono de la mocosa que lo estaba presionando, pero igual no quiso dilatar el asunto. Constanza ya le había dado demasiados dolores de cabeza, y bien podía haber vuelto a las andadas. Prefirió no arriesgarse: —Nos vemos en Rond Point a las ocho —dijo por fin.

Y el corazón de Loly comenzó a palpitar con fuerza.

* * *

—Querido padre, ¿te acuerdas que hace dos meses me ordenaste que dejara la auditoría del grupo Testi, y yo me negué y seguí trabajando allí...?

—Sí, ya sé. Ahora me vas a decir que yo tenía razón, y que no encontraste nada.... ¡Eres un cabeza dura!... ¡Te lo dije!...

—No... Si encontrar algo, encontré...

—Sí, seguro… Siempre hay algo. Pero tienes que entender que a mí me sale muy caro poner el estudio a trabajar por una diferencia de centavos.

—De centavos, puede ser. De cinco millones...

Diego alargó a su padre una gruesa carpeta. Estaba orgulloso. Se había enfrentado a él, y le había ganado. Se había jugado el todo por el todo, y por primera vez se sentía un verdadero profesional.

Miró al viejo doctor dar vuelta las páginas con avidez. Sabía que cuando estas cosas ocurrían, y en especial si había tanto dinero involucrado, la voz se corría en la plaza y el prestigio del estudio subía en forma dramática. Y todo eso gracias a él.

—¡Esto es maravilloso!... ¡No se puede negar que eres mi hijo!...—repetía Méndez Cané, incapaz de no tener parte del crédito.

“…o nieto de tu padre”, pensaba Diego, consciente de que había heredado de su abuelo el amor por las Ciencias Económicas, y de su padre la afición por las mujeres.

—¡Esto es fabuloso! —insistía el otro.

—Bueno, ahora tendrás que avisarme con tiempo el horario para leerle el informe a la gente de Testi, y por favor que Otilia me acerque el original cuanto antes, así lo firmo...

—¡Por supuesto, hijo!... ¡Y te felicito otra vez!

Diego dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta, pero cuando ya casi estaba por salir, escuchó una vez más la voz de su padre:

—No hay nada que hacer... —dijo con orgullo—. ¡Un Méndez Cané nunca pierde!

* * *

Loly estuvo caminando por los bosques de Palermo con sus tacones más altos durante media hora. ¡Se había perdido!... Buenos Aires todavía la confundía, y después de su visita a la exclusiva peluquería de Cony no tenía dinero para un taxi, (ni tampoco para comer, por cierto).

Cuando ya casi estaba a punto de darse por vencida, apareció, como una meca, la esquina redondeada de la confitería.

La muchacha la observó decepcionada. Era un lugar algo antiguo para su gusto, aunque se notaba muy exclusivo. Se escondió tras la saliente de un edificio y trató de recuperar algo de la dignidad perdida. Se acomodó la minifalda, peinó su cabello, y comenzó a caminar con aire despreocupado. Y allí iba ella, haciendo correctamente su papel de mujer de mundo, cuando al entrar al lugar un maldito escalón la hizo tropezar en forma bastante ostensible. Se quedó paralizada, sin saber qué hacer, insultándose en su interior por ser tan torpe. Y no fue sino hasta sentir la mano del padre de Cony que venía en su auxilio, que recuperó algo de compostura.

—¿Te lastimaste?

Loly creyó que se desmayaba en ese preciso momento. Pero no de nervios, sino de emoción: esa figura grande y morena parecía cubrirla con su sombra, envolviéndola en un escudo protector. Se sentía contenida. Iluminada por aquellos ojos oscuros...

Él, sin preguntarle ni siquiera el nombre, la llevó con total seguridad hacia su mesa. Ella se dejó conducir.

Sí, definitivamente estaba enamorada.

* * *

—No te puedes enamorar de un fulano por haber compartido sólo un rato —insistía Marcela, sin lograr convencer a Agustina.

—¿Pero quién habla de amor? Yo digo que al menos podrías saludarlo cuando lo ves en la facultad.

—¿Para qué?

—¡¿Cómo para qué?!... ¡No te entiendo! —gritó Agustina exaltada.

—Lo que tú no entiendes es que con Méndez Cané vivimos en mundos paralelos. Y los paralelos nunca se encuentran. ¡Elemental, mi querida doctora!

—No. Que nunca se encuentran, no. Se encontraron la otra noche del recital del Ópera, y los planetas chocaron.

—¿Qué dices?

—Que siempre haces la misma tontería. ¿Qué pasó el día del cumpleaños de Inesita, con el Dr. Badaracco?

—¿Qué tiene que ver el Dr. Badaracco en esto?

—Joven, buen mozo, con dinero, título universitario, y muy interesado en ti. ¿Eso te dice algo?... A mí me recuerda a, por lo menos, otros tres: Raúl, el amigo de Richard; tu compañero de trabajo que no me acuerdo cómo se llama; y Méndez Cané.

—Detente, por favor.... Estás demasiado acelerada. Además mi compañero de trabajo no tiene dinero. Y ninguno de esos que mencionaste “está muy, (o aunque sea un poco), interesado en mi”. No soy yo la que los echa.

—Tampoco la que los busca.

—Sabes que soy incapaz de “buscar” a nadie.

—¡De eso se trata, niña! Vivimos en el siglo veintiuno. Se acabó eso de sentarte a esperar que suene el teléfono. Ahora, por si no te has enterado, las mujeres vamos al frente.

—Pues esta mujer se cree tan valiosa, que le gusta que la busquen. Así hay una selección natural y sólo el mejor la encuentra.

—¡Como antes!

—Como siempre... Lo realmente bueno no se caza ni se conquista. Se encuentra.

—¿Eso te lo enseñaron las monjas, no?

—Puede ser.

—¡No te digo! ¡Por eso son todas solteronas!

Las dos amigas se miraron y ya no pararon de reír.

* * *

Eleuterio Ríos estaba un poco desilusionado con la mocosa. Por cierto era una morenita bastante atractiva, pero mucho menor que, incluso, su propia hija. ¡Lástima! Al ir a su encuentro había pensado, que ya que la niñita venía tan fácil, quizás... Pero ahora, al verla así de intimidada, más le despertaba la ternura de una hija, que la lujuria de una mujer.

—Tú dirás. ¿Qué ocurre con Constanza?

¡Constanza! Loly ya casi había olvidado que ese era el motivo de su encuentro con Elu.

—Ah, sí... Es algo muy serio... A mi casi ni quería contármelo. Y eso que soy la mejor amiga...

—Bueno, no des más vueltas ¿de qué se trata?

—Yo sé que es algo muy duro para decirle a un padre, pero... Constanza va a dejar la facultad —terminó diciendo Loly en un tono solemne.

Eleuterio la miró sorprendido: ¡ésta sí que era una muchacha inocente! ¿Muy duro para un padre?... Muy duro había sido encontrar a su hija de trece años haciendo el amor con el chofer, o recogerla totalmente inconsciente en medio de los cuerpos vomitados y sudorosos de otros adictos. ¡Eso había sido duro!

—Cony siempre deja la facultad. Ya estoy acostumbrado... ¿Hay algo más?

—No —contestó Loly, desconcertada. No imaginaba cómo Elu podía hacerse tan poco problema por algo tan grave. De haberle anunciado algo así a su propio padre, él la hubiera asesinado luego de representar una pequeña tragedia griega. Que Loly obtuviera un título era el sueño de su vida. Desde niña era lo único de lo que hablaba... ¿Por qué su padre no se parecía a Eleuterio? ¿Por qué insistía con eso de que lo más importante era lo que se hacía por los demás?... No se necesitaba saber qué había hecho Elu para darse cuenta de la clase de hombre que era... ¡Bastaba con mirar el Rolex de oro que llevaba en la muñeca!

Loly calló, y Eleuterio comenzó a observarla complacido. Podía adivinar la admiración en sus ojos. Antes todas las mujeres solían mirarlo así.., hermosas mujeres. Jóvenes... Ahora sólo se le acercaban las maduras, o las caza fortunas.

Por eso, al ver la mirada arrobada de esa niñita inocente, se sintió halagado.

Había pensado en irse ni bien se enterara de lo que había hecho Constanza esta vez, pero en cambio decidió quedarse un rato más con la muchacha... ¿Qué pensarían los otros? ¿Qué era su hija? ¿O qué todavía Eleuterio Ríos era capaz de conquistar a una mujer tan joven?

* * *

 

Diego fue directamente a la oficina de su padre para buscar a Otilia. Necesitaba conocer la causa por la cual todavía no le habían llevado el informe Testi para que lo firmara.

Para su sorpresa la oficina estaba vacía. No era nada raro que no estuviera su padre, porque él nunca llegaba antes de las diez. Pero sus secretarias….

Se sentó a esperar. No quería volver a su puesto sin haber firmado el informe. Estaba excitado. Sabía que ese asunto significaba alcanzar una nueva posición en el estudio: pasar de ser “el hijo de”, a ser, él también, el “doctor Méndez Cané”. Se lo había ganado.

—¡Deja de tocar mis cosas!... —lo reprendió Amanda al entrar—. Aunque no lo creas, a algunos nos gusta tener nuestro escritorio ordenado.

Diego dejó el lápiz que había estado usando como palillo de batería. Se sintió un poco avergonzado al notar que le había roto la punta. Sabía que su padre era realmente obsesivo respecto a eso, y que había tenido varios encontronazos con el personal por un lápiz mal afilado.... Buscó el sacapuntas e intentó rectificar su error, pero Amanda se lo arrebató de las manos. ¡Cómo odiaba a ese muchacho! Era igual al padre. La misma basura, pero más joven.

—¿Qué viniste a hacer aquí? El doctor Méndez Cané avisó que no regresaba hasta mañana.

—¿Cómo que no regresa? ¿Eso significa que ya estuvo aquí? Si apenas son las diez…

Amanda lo miró sorprendida. ¡No sabía nada! ¡El viejo no le había dicho nada! Sintió una involuntaria sonrisa dibujándose en sus labios.

—¿Cómo? ¿No te informaron que hoy fue la reunión con la gente de Testi? —dijo saboreando cada palabra.

Diego empalideció. —¿Cómo la reunión?... ¡No puede ser!!... ¡No me dijeron nada!... Ni siquiera firmé....

—¡Firmar tú!

—¡Pero yo hice el trabajo! —se enfureció Diego.

—¿Y desde cuándo le importó eso a tu padre? —Y con sorna agregó—: Ah... Creíste que porque eras el hijo... ¡Qué equivocado! Ustedes, los Méndez Cané, son todos iguales... Tu abuelo se lo hizo a tu padre, y tu padre a ti... Se llama chuparle la sangre a la gente. Aprovecharse de todos. ¡Se llama ser un cabrón!.... Y no creas que es por lo del diploma, no. ¿O acaso nunca te preguntaste por qué éste es el único estudio del planeta que no tiene asociados? ¡No!... Y si no me crees pregúntale al Dr. Franchinotti... ¡Treinta años hace que está aquí y todavía no firma nada! ... ¡Firmar!... ¡Qué ocurrencia!..

Diego la miró humillado, y por primera vez Amanda sintió algo de lástima por él.

—No le des importancia —agregó, tratando de suavizar las cosas—. Es algo que ustedes llevan en la sangre.... Y además, ¿para qué quieres firmar? Algún día esto va a ser todo tuyo. Es cuestión de sentarte y esperar... Como hizo tu padre.

* * *

Llovía como si nunca fuera a parar. Ella se lo había dicho a su madre, pero doña Estela “que no, que igual la vereda hay que lavarla..., que si fuera por ti, que eres una perezosa, ya no se podría caminar por los “regalitos” que dejan los perros”. Y ahí iba ella, la tonta de Normita, a lavar la vereda a las siete de la mañana, para que a las cuatro de la tarde lloviera como la peste, y mañana otra vez tuviera que levantarse a las siete de la mañana para levantar las hojas que dejó la tormenta, (maldito barrio de Belgrano, lleno de árboles que lo único que hacen es escupir hojas en la maldita vereda).

Normita iba por la calle luchando por mantener su paraguas erguido a pesar del viento.

Su cerebro seguía parloteando, (únicamente se callaba cuando podía enterarse algo de la vida de los demás): "Yo no sé también quién me manda a salir con esta puta lluvia para comprar un chocolate cuando expresamente le dije a doña Estela que me comprara uno en el mercado, pero “para qué hija, que ya estás muy rellenita”, y yo que “para qué, si ya estoy muy rellenita, me voy a privar”. Como si algún fulano me fuera a seguir por la calle por comer un chocolate más o menos... Y con los nervios que tengo yo... ¿Cómo descargo la ansiedad, si no? Y, por fin, ¿qué diferencia hace un puto chocolate?".

Normita llegó hasta la pensión y abrió la puerta. Intentó cerrar el paraguas mientras luchaba con la bolsa de golosinas que llevaba en las manos, y el viento. Estaba tan distraída, que sólo cuando sintió el frío del metal en su espalda se dio cuenta de que estaba siendo asaltada.

Muerta del susto, irrazonablemente, intentó conformar al ladrón con su posesión más preciada en ese momento: la bolsa con golosinas; pero el hombre le señaló el interior de la pensión.

Mientras recorrían la casa en busca de dinero, sintiendo el frío del arma en su espalda, Normita pensó que lo realmente irónico de la situación era que, por primera vez, un puto chocolate había hecho toda la diferencia.

* * *

Marcela trató de refugiarse bajo el exiguo techo de la parada de autobuses. Ella, y otros cien estudiantes de la facultad, que aguardaban con impaciencia la llegada del transporte que los llevaría a su casa antes de que la lluvia arruinara también sus libros y carpetas.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Habría alguna marcha en el centro que impedía la llegada del autobús?... Descartó la idea. Siempre había protestas, pero no a esa hora y con semejante lluvia. ¿Se habría inundado alguna calle? ¡Seguramente! Bastaban tres gotas para que la ciudad se convirtiera en un caos. Y aquello ya calificaba de diluvio.

Con algo de curiosidad vio un auto detenerse en la parada, casi junto a ella. Como todos allí miró fijamente el vidrio que bajaba, pero, para su sorpresa, tras él apareció Diego.

—¡Sube! —gritó autoritario.

Marcela observó a su alrededor para cerciorarse de que no se dirigiera a alguien más, y se acercó al auto.

—Pero voy a la pensión... Te desvías de tu camino…

—¡Sube!— volvió a ordenar casi sin mirarla.

Varios autos comenzaron a tocar bocina, impacientes, pero Diego parecía decidido a no moverse hasta que ella lo obedeciera. Así que sin mucho convencimiento por fin lo hizo.

Fuera por lo que fuera que se había ofrecido a llevarla, era evidente de que no era para charlar. Al menos no en ese momento. Diego parecía amargado, con la vista fija en el tránsito. Y a diferencia de la otra vez en que habían viajado juntos, ninguna música sonaba en el interior del auto, convirtiendo el camino hacia Belgrano en muy largo y silencioso.

Cuando llegaron a la pensión él estacionó el auto en la puerta, sin apagar el motor. Ella le dio brevemente las gracias por haberla llevado, y se bajó.

Llovía torrencialmente. Marcela tenía las llaves en la mano, y Diego, como todo un caballero, se quedó aguardando a que entrara. Pero cuando ella intentó abrir la puerta de calle la llave simplemente no encajó. Probó varias veces más...

—¿Ocurre algo? —gritó él desde el auto.

— No sé... No abre...—respondió la joven mientras tocaba el timbre con insistencia.

Su compañero apagó el motor y se bajó del auto sin molestarse en buscar un refugio para la lluvia.

Marcela se desesperó: ¿qué estaba ocurriendo que nadie contestaba?

Diego, en cambio, tomando las llaves de su mano hizo su propio intento. Pero tampoco tuvo éxito.

—No es la llave —sentenció—. ¿Tienes otra?

—¡No, no tengo más que esta!

La pobre muchacha comenzó a golpear la puerta, mientras la lluvia los empapaba a ambos.

—Vamos —ordenó Diego, señalando el auto.

—No. Está bien... Ve tú... Ya has hecho suficiente... Puedo esperar a que alguien llegue en el barcito de aquí a la vuelta.

Diego la observó con furia, como si hubiera dicho algo realmente ofensivo.

—Vamos —volvió a decir con autoridad.

Y sin esperar respuesta la tomó del brazo y la arrastró hacia su auto.

* * *

En la comisaría todo era caos y confusión. Más de diez personas como testigos, y lo que era peor, ¡todas ellas mujeres!

—A ver, señorita, ya le he dicho que la declaración la tomo de a una —insistió el cabo por décima vez.

—¡Pero yo tengo que irme! —gritaron las pensionistas al unísono. Todas estaban apuradas.

—Pues van a tener que esperar.... De lo contrario las pongo presas a todas, y hasta mañana no salen —amenazó el policía, convencido de que si alguna de esas mujeres pasaba la noche allí, el que se metía en una celda de aislamiento era él.

—Como iba diciendo... —continuó Constanza en voz muy baja, para exasperar a las demás—, cuando escuché los gritos de un hombre en el patio, supe que algo ocurría. Como mi cuarto es el del fondo, me encerré y di aviso por mi móvil.

—Así que usted no habló con el ladrón en ningún momento...

—Como hablar, hablé... El muy idiota estaba empeñado en amenazarme con matar a Normita si yo no le abría la puerta... ¡Cómo si a mí me importara Normita! Ni muerta le abría con el cuarto lleno de joyas como lo tengo, sólo para preservar la vida de esa gorda infame... Además, seguro que si le disparaba, la bala terminaba atascándose en medio de toda la grasa de semejante ballena...

El cabo había dejado de escribir y la miraba absorto.

¿Lo diría de verdad, o se estaría burlando?

* * *

Diego abrió la puerta de su piso y encendió la luz. Marcela había quedado unos pasos atrás, y no parecía dispuesta a entrar.

—¿Qué? ¿Te vas a quedar allí? —le preguntó con enojo—. Puedes pasar tranquila. Hoy no estoy de humor para violarte.

La muchacha se sintió un poco avergonzada por su desconfianza, y buscó una excusa plausible.

—Estoy empapada. Voy a mojar tu alfombra... —contestó, todavía del otro lado de la puerta.

— Pasa —repitió él, mientras la tomaba del brazo para que entrara.

Una vez en la sala Diego se fue directamente a su cuarto, sin dirigirle la palabra.

Ella se quedó allí, parada en medio de aquel bello espacio minimalista, por donde, (de seguro), había pasado la mano de un decorador profesional, y adonde ella tenía la clara sensación de no pertenecer. Y no sólo por estar empapada, despeinada y desarreglada en medio de ese ordenado desorden, sino por ser ella, tal como era. Se sentía ridícula e incómoda.

En pocos minutos apareció Diego, sin camisa y descalzo. Involuntariamente (¿?) la mirada de ella se perdió en los músculos de ese varón espléndido. ¡Guau!

Luego agachó la cabeza, avergonzada.

—Toma —ordenó él—. Esta ropa te va a quedar grande, pero es lo único que tengo... Ahí está el cuarto de baño. Cámbiate.

El breve contacto con sus manos fuertes, y la proximidad con su cuerpo todavía mojado, bastaron para que un escalofrío recorriera a la muchacha. Eso la hizo enrojecer aún más. Como si Diego pudiera adivinar lo que ocurría en su interior.

Odiaba cuando su cuerpo la traicionaba de esa forma, recordándole que a pesar de todo también era una mujer.

* * *

—¿Nombre? —preguntó el agente, mientras tomaba un sorbo de café para aclarar un poco sus pensamientos. Ésta era la última, y todavía no tenía ni idea de lo qué había ocurrido.

—Agustina Roca. Este es mi documento. Soy otra de las pensionistas. Como las demás, yo también estaba en mi cuarto cuando escuché los gritos en el patio. Salí y dejé que el ladrón entrara con Normita, a la que usaba como escudo. Sacó cien pesos del cajón de mi compañera, que en ese momento no estaba en la casa, y doscientos del mío... Después quiso entrar al cuarto de Constanza Ríos, pero ella estaba encerrada adentro, y se negó a abrirle. El ladrón amenazó con matar a Normita, y todas pensamos que iba a hacerlo, porque le apuntó a la cabeza. Y justo ahí se escuchó el ruido de la sirena del patrullero... Entonces quiso, no sé, algo así como ir a la entrada, supongo, pero... Parece que en ese momento empujó a Normita, y ella perdió el paso, o algo... La cuestión es que lo pisó. ¡El tipo se retorció del dolor!... Y Normita, muerta del susto, se dio vuelta, y sin querer lo golpeó con el cuerpo de tal forma que al tipo se le cayó el arma.... Todos nos quedamos petrificados, incluso el ladrón, que cuando reaccionó quiso alcanzar el revólver otra vez. Entonces, no sé qué pasó por la cabeza de Normita, que lo empujó con tal fuerza, que el tipo pegó la cabeza contra un macetero y quedó inconsciente. Ahí fue cuando entró la policía.

El cabo miró el reloj. Hacía cinco horas que estaba tomando declaraciones y recién ahora comprendía lo ocurrido.

Miró la voluminosa forma de esa a la que llamaban Normita, y sonrió. Vio la escuálida figura del pobre ladrón, todavía atontado, y no pudo evitar una sonora carcajada. Todos se le quedaron mirando, pero él, simplemente, no podía dejar de reír.

* * *

Marcela salió del cuarto de baño. Llevaba uno jeans de Diego que, para su horror, no le resultaban tan grandes: su cadera servía de freno a la cintura, aunque, por supuesto, había tenido que doblar varias veces la botamanga. Además tenía una camisa de tela fina, esa sí, gracias a Dios, inmensa.

Una música suave y hermosa envolvía todo el ambiente.

Diego la observó sentarse en el sillón más alejado al suyo sin decir palabra. ¡Era increíble esa mujer! Hasta esa ropa le quedaba más sexy que la que llevaba habitualmente a la facultad. Sonrió. Medrano era una cabeza dura: no se había sacado la ropa interior. Era evidente porque todavía estaba mojada, y se traslucía a través de la ropa seca. ¿Tendría miedo de que se la comiera? Siguió mirándola, a pesar de que podía sentir la incomodidad de ella... Se perdió en sus ojos tan azules, su cabello mojado, su vientre chato, sus pezones firmes, marcándose a través de la tela sutil de la camisa, y sus pechos duros y deliciosamente grandes... ¡Increíble! ¡Se estaba excitando con Medrano!

—Tu piso es hermoso —dijo ella, para charlar de algo, cualquier cosa que le quitara la presión de ese silencio—. ¿Te salió muy caro?

—Lo compró mi padre, diez años atrás.

—¿Y pagas mucho de gastos comunes?

—¿Qué? ¿También trabajas en una inmobiliaria? —dijo él de mal modo.

—No. Es que estoy a punto de comprarme uno, y ando mirando por esta zona, porque aunque es más cara, tengo la garantía de que si me va mal puedo rentarlo con rapidez.

—No entiendo: ¿lo quieres para vivir o como inversión?

—Para vivir, pero si pierdo el trabajo, o me pasa algo...

—Veo que no consideras una opción el volver a tu pueblo con tus padres.

—Mis padres murieron cuando yo tenía cinco años. Me crie en Mendoza, en un Convento.

—¿Un Convento? —repitió, sin poder evitar una carcajada—. ¡Ah! Ahora entiendo quién te enseñó a elegir tu vestuario.

—Muy gracioso —contestó Marcela, que ya estaba acostumbrada a las reacciones de la gente cuando mencionaba esa parte de su pasado.

—¿Y trabajando en este país has reunido el dinero como para comprar un piso? Debes ser la única argentina que gana muy bien.

—Nada de eso, ¡gano una miseria! Pero como mi padre había ejercido varios años como médico en España, pude cobrar hasta los veintiún años una pensión que me permitió sobrevivir, y según la política cambiaria del momento, incluso ahorrar. Y por el resto... Trato de gastar lo menos posible.

—Bueno, me queda claro que en ropa o en cosméticos no se te va el dinero...

—¡Que obsesión que tienes...!

—Pero ¿qué más? ¿Qué haces? ¿No tomas taxis, no comes afuera...?

—¿Taxi? Jamás subí a un taxi que tuviera que pagar yo. Veo que no tienes ni idea de lo que es ser pobre. ¡Taxi!... Lo que evito es tomar el autobús. Si el trayecto es de menos de quince calles, camino.

—¿Autobús? ¿Te burlas de mí? ¿Qué te ahorras con eso? ¿Para tanta miseria es la cosa?

—¡Eh! ¡Planeta Tierra! ¡Argentina! Los pobres también existen, por si no te has enterado.

—Bueno, pero... Ya que eres tan pobre como para invertir en un piso en Recoleta, una de las zonas más caras de la ciudad, podrías comprarte también algo para ti.

—¡Y dale!... Mira, te voy a dejar tranquilo... El veintidós de julio cambio todo mi “look”, ¿contento?: ropa, peluquería, lo que haga falta.

—¿El veintidós de julio? Te estás burlando…

—No. El veintidós de julio.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre ese día? ¿Es tu cumpleaños, o algo así?

—No. El diecinueve tenemos el último examen parcial, y el veintidós se inician las vacaciones en la facultad. Ese día comienzo a buscar un buen trabajo. Y aunque estoy totalmente en contra del concepto, lo cierto es que en las entrevistas es fundamental la apariencia. Así que en realidad no voy a hacer un gasto, sino una inversión.

Diego la miró con incredulidad.

—Lo tienes todo calculado. No das un paso sin pensarlo dos veces... ¡Que aburrida! —comentó con una mezcla de cansancio y desprecio.

No era la primera vez que a Marcela la llamaban “aburrida”. Ya no la ofendía. Quizás todas las miserias que había presenciado en el Convento la habían vuelto consciente de que cada día de su vida era un momento único e irrepetible. Y quizás por eso había aprendido a disfrutar cada minuto como si fuera el último. Pero no podía decírselo a Méndez Cané. Él no iba a entender que una mañana fuera distinta a otra por el olor de un tilo, o por el sol colándose entre los edificios... No, los dos vivían en mundos paralelos, y él nada conocía sobre el de ella. Se limitó entonces a sonreír y aceptar.

—Sí, soy muy aburrida.

Pero Diego interpretó de inmediato que había mucho que Marcela callaba. ¿Qué le pasaba a esa mujer? ¿Se estaba burlando? ¿También ella se creía superior?... Y entonces pudo sentir como se le escapaba por la boca toda la furia contenida de ese día.

—Sí, claro que lo eres: aburrida y controladora. ¡Todo tiene que ser a tu manera! ¡Igual que mi padre!

“¡Ah!”, pensó Marcela, “el problema es con el padre”.

—.... Nada te viene bien. No importa lo que yo haga... Nada les viene bien... ¿A ver si se creyeron de verdad que no soy nadie? Que no existo... Como cuando no me saludas en la facultad, por ejemplo...

—Tu padre no es alguien fácil, pero es tu padre —respondió Marcela, escuchando sólo lo que él en verdad quería decirle—. Y créeme, te lo digo por experiencia propia: en materia de padres, es mejor sentir una molestia constante, que una perfecta ausencia.

—No, eso no es cierto. Es mejor estar solo, pero ser fiel a uno mismo, que estar rodeado de gente, y no ser nadie. Gente, por otra parte, que ni siquiera eres capaz de odiar, a pesar de todo lo que te dañe... Eso te destruye.

—Pero tú eres fiel a ti mismo.

—No, no lo soy. Soy lo que otros esperan de mí. ¡Pero si ni nombre tengo!: ¡Diego Méndez Cané! ¡¿No pudieron pensar en otra cosa?!... Hijo de..., nieto de..., Dieguito...

—Diego —lo interrumpió Marcela con convencimiento, mirándolo a los ojos.

Y su voz se le metió a él en el corazón.

Por un momento cruzaron miradas y callaron, pero por fin ella agachó la cabeza, algo ruborizada.

—Apenas vi a tu padre un rato, en un examen —rompió el silencio Marcela—. En realidad, le bastó ese rato para torturarme. Acepto que no es fácil... Mira, yo no lo conozco demasiado, y jamás vi a tu abuelo, pero te conozco a ti. Te he escuchado muchas veces en la facultad... Y no porque “portas apellido”, sino porque tu voz sobresale sobre las otras. Eres inteligente, rápido, y tus opiniones valen la pena. Aprendí mucho con tus preguntas... No sé de qué te quejas. Te pusieron un nombre con historia, y tal parece que estás dispuesto a hacer historia con ese nombre... La auditoría de la que me hablaste la otra vez, por ejemplo... Realmente has logrado impresionarme.

—Una auditoría que en este momento lleva la firma de mi padre.

—¿Ese es tu problema? ¡Bienvenido a la realidad!... En el estudio en que estoy soy la única que trabaja, y no sólo no firmo, lo cual sería un lujo, sino que tengo el sueldo más bajo de todos.

—No, pero no entiendes... Sé que todavía no me recibí... Pero es que mi abuelo le hizo lo mismo a mi padre… No importa cuán bueno sea, nadie espera nada de mí. Parece que sólo hay lugar para un Méndez Cané en cada época… Es como cuando voy a dar un examen: sólo por orgullo me mato estudiando, pero cuando llego a la mesa me hacen dos preguntas tontas y me despachan con un diez. Así no sirve.... Así no me sirve.

—¿Y si lo hablas con tu padre?

—¡Ja!

—¿Y si buscas otro trabajo?

Diego empalideció.

—¿Cómo otro trabajo? ¿Cómo voy a buscar otro trabajo?... Todos se mueren por ser contratados por el estudio Méndez Cané, y justo yo, que soy el dueño...

—Ese es el problema: no eres el dueño. Eres un empleado, asúmelo... No te menosprecies. Tú puedes brillar con luz propia en cualquier sitio. Es cuestión de que abandones el ala protectora de papi, y te decidas a crecer.

—¡Para ti es fácil!... Estás acostumbrada a ser “pobre”... Yo, en cambio, ¿quién me va a pagar lo que gano en el estudio? No puedo conformarme de repente con un sueldo de dos mil....

Marcela lo miró sorprendida ¿Dos mil le parecía poco? Para un puesto como el que buscaban, el sueldo era de escasos mil quinientos... Y ni mencionar los ochocientos que ella ganaba en la actualidad, por diez horas de trabajo casi insalubre.

—Vuélvelo a pensar. Hay más cosas aparte del dinero.

Marcela sintió que habían llegado a un punto muerto. Al parecer Méndez Cané no estaba preparado para ser simplemente Diego.

—¿Me permites hacer una llamada? Alguien tiene que haber llegado a la pensión.

Diego la vio alejarse hacia el teléfono, (¡qué buena estaba!), y sintió el efecto relajante de haber largado parte del veneno acumulado durante ese día.

Curiosamente, a pesar de no haber sido reconocido por su trabajo, se sentía de alguna forma compensado por el hecho de que una mujer brillante como Medrano lo considerara “una voz que sobresalía sobre las otras”... ¿Cómo había dicho? Sí, “alguien que llevaba un nombre con historia, y que estaba dispuesto a hacer historia con su nombre”... Eso sonaba muy bien.

De repente se sintió hambriento. Tomó el móvil e intentó vanamente que sus proveedores habituales le trajeran comida. Todo Retiro estaba inundado. Y, aunque su estómago comenzaba a quejarse, no estaba nada mal haber quedado aislado… con Marcela.

* * *

Constanza obligó a su padre a ir a buscarla a la comisaría. Y si bien él tuvo que atravesar calles inundadas para lograrlo, se sentía satisfecho de que, al menos esta vez, su hija estuviera allí en calidad de testigo y no de imputada.

Cuando llegó a la comisaría a la primera que vio fue a Loly, pero ninguno de los dos se saludó. Incluso cuando Constanza los presentó actuaron como si fueran desconocidos. Eleuterio se sentía en falta con su hija porque no le gustaba mentirle más de lo necesario. En cambio Loly parecía excitada con la farsa. De hecho hacía grandes aspavientos por el honor de conocer al fin al padre de su amiga.

Cuando su hija le pidió que la llevara a comer, Eleuterio se vio en la obligación de invitar también a Loly, que no se les despegaba.

Una vez en el restaurante las muchachas se mostraron alegres y distendidas. Él, en cambio, estaba incómodo. No le gustaba hacerle de padre a hijas ajenas. Ya bastantes dolores de cabeza tenía con la propia.

Eleuterio no era un hombre fácil. Sólo Constanza lograba doblegarlo a su antojo. Y es que él no podía evitar sentirse culpable porque la madre de ella los había abandonado. Por eso Cony era tan consentida. Y quizás por eso había pasado por tantas experiencias en su vida.

—Voy al “toillete” —dijo Constanza a Loly—. ¿Me acompañas?

—No... No tengo ganas, gracias.

Constanza la miró con algo de sorpresa. ¿Desde cuándo las mujeres iban al cuarto de baño sólo cuando tenían ganas? Pero por fin se fue sola, sin insistir.

Loly esperó a que su amiga desapareciera por la puerta para tomar la mano de Eleuterio.

—No has comido nada —le dijo con aire de preocupación.

Él clavó sus ojos oscuros en ella. ¿Qué buscaba esa mocosa? Mejor que no insistiera, porque a él no le gustaba joder a la hija de nadie, pero... todavía era un hombre bien puesto, y no parecía una buena idea el provocarlo.

Retiró la mano con enojo: —No tengo hambre.

Ella se quedó mirándolo, algo cortada. Pero de inmediato retomó el diálogo.

—Te quería agradecer por la otra vez... No sabes lo valiosas que han sido para mí tus palabras...

¿De qué hablaba esa pendeja? ¿Qué palabras? ¿Por qué insistía en comportarse como una puta, cuando todavía era una nena? Pero se había equivocado de hombre. Como buen empresario, Elu sabía que existían ciertos negocios que, por más ventajosos que parecieran, había que dejarlos pasar. Y acostarse con una menor era uno de ellos. ¡Lástima! La mocosa tenía uno de los mejores culos que hubiera visto en su vida.

* * *

—¡Que raro!... Suena, suena, pero nadie contesta. ¿Estará funcionando el teléfono, o también se habrá descompuesto por la lluvia?

Rara vez Marcela parloteaba, pero de nuevo estaba incómoda en casa de Méndez Cané. Él insistía en mirarla fijamente, (y no a los ojos), mientras ella trataba de comunicarse. Se sentía desnuda y en peligro en aquel piso de soltero, y no porque pensara que él fuera capaz de lastimarla. Por el contrario, parecía un buen tipo... No. Lo que la preocupaba eran sus propias emociones. Temía que Diego notara ese temblor que comenzaba a adueñarse de su cuerpo cada vez que él se acercaba.

—Es muy tarde —insistió la joven—. Mejor me voy...

—Está todo inundado —se defendió él. Y en un tono invitante, agregó—: Estamos aislados...

—Nadie está aislado a dos calles de Retiro... Camino hasta la estación terminal, me tomo el tren a casa, y listo.

Marcela había hablado con decisión. Él, en cambio, le replicó con suavidad, mientras la rodeaba con sus brazos para sacarle el teléfono de las manos.

—Tú te sientas, te calmas, y esperas a que pase la lluvia... Después te llevo.

Marcela no discutió. Más porque se sentía turbada por tanta proximidad, que porque pensara que Diego tenía razón.

Él volvió a tomar distancia. Le gustaba observar cómo la camisa de ella se transparentaba en el contraluz, y más aún le gustaba verla parada allí, tímida y asustada. Tan distinta a la Medrano de la facultad.

—Si quieres podemos ir a la cocina, para ver si hay algo para comer —sugirió Diego al fin, más por piedad hacia su víctima que por hambre— A causa de la lluvia hoy no hacen envíos —explicó.

Ella aceptó la invitación sin dudar. La cocina de cualquier casa era un lugar que la hacía sentir segura y con algo para hacer.

Juntos revisaron el refrigerador y los armarios, ambas cosas casi vacías. Era evidente que se trataba de la casa de un soltero. Sin embargo Marcela iba encontrando algunos elementos que separaba con método. Su compañero, que desconocía el contenido de sus propios anaqueles, la dejaba hacer, divertido.

—A ver qué tenemos... —dijo al fin la muchacha, con aire de cocinera—. Leche..., dos huevos...

—Los huevos deben ser de Ramona, la señora que limpia.

—Nos los prestará entonces. Champiñones en lata, ¿también de la señora?

—No, de la inauguración de la planta en Rosario.

—... crema.... ¡y no está vencida!... ¿Para qué usas la crema, si es algo que se pueda contar a una niña criada en un Convento?

Diego sonrió. —El café.

—¡Ah!... Manteca, un poco de queso, muy poco tocino... Alcanza... Sal, pimienta...

La muchacha comenzó a batir y a cocinar. Diego la observaba complacido. Cada tanto ella le pedía ayuda. Él se prestaba solícito, aprovechando cada movimiento para rozarla sutilmente. Le gustaba ese juego de seducción, pero sobretodo le gustaba jugarlo con Medrano.

A los pocos minutos la comida estaba lista y emplatada con fino gusto: "omelette de champiñones".

—¿Dónde aprendiste a hacer esto? —preguntó Diego, sorprendido.

—Con las monjas.

—¡Ah! Las monjas... Comían bien las monjas ¡Esto está espectacular!

—No. No se comía así en el Convento... Te mueres del colesterol si comes todos los días así... No, teníamos un micro emprendimiento. Hacíamos catering para las fiestas de las familias más pudientes de Mendoza. Modestamente, todavía somos recordadas en toda la región de Cuyo. Incluso una vez nos contrataron en la provincia vecina de San Juan para una fiesta de doscientas personas.

—¿Y tú cocinabas?

—¡Claro! Me enseñó una de las hermanas, que es francesa... ¡Es divertido! Aún ahora, cada vacación, o para las fiestas, siempre regreso, y ayudo un poco. ¡Me encanta cocinar!

—¿Y tu vocación por las Ciencias Económicas?

—También la adquirí con el “catering”. Alguien tenía que llevar las cuentas... ¿Tienes ganas de un postre?

—¡Claro!

Marcela flambeó unos duraznos que había encontrado en el refrigerador, con el coñac importado del dueño de casa. Habitualmente no hubiera hecho semejante derroche, pero estaba segura de que a Diego no le importaba... Luego los cubrió con crema chantilly, y el plato estuvo listo. Su anfitrión la miraba con la misma maravilla con que se observa a un mago. Difícilmente entraba a la cocina, y le resultaba extraño que allí se pudieran generar tal deliciosa mezcla de sabores.

Luego Marcela volvió a insistir con el teléfono, mientras una vez más Diego ponía música. En silencio se sentaron uno frente al otro para escucharla. Desde su lugar la pobre niña ardía. Todavía le quemaba la piel el recuerdo del cuerpo musculoso y perfecto de él, tan cerca, rozándola, casi abrazándola, mientras preparaban la comida. E incluso ese perfume de hombre que invadía el cuarto y al que no estaba acostumbrada, le hacía perder la cabeza. Le daba mucha vergüenza la forma descarada en que él la estaba mirando, pero a la vez, (¡cómo negarlo!), cuando sus ojos se encontraban sentía un placer intenso que hacía cosquillear su sexo.

En su manual de buena niña cristiana no figuraba una situación semejante, y Marcela, que no se sentía preparada para enfrentarla, se limitaba a ponerse de pie de tanto en tanto, (cada vez que no soportaba más), para volver a llamar a la pensión. Quería hacer algo que la distrajera de la dulce seducción que comenzaba a atraparla.

Por fin, y tras varios intentos, Agustina atendió la llamada y le contó acerca del robo y su larga estancia en la comisaría.

Ya no existían más excusas para permanecer juntos. La lluvia había parado, la ciudad casi regresaba a la calma.

Él estaba decidido a llevarla a casa, y Marcela tuvo que ceder.

Durante el camino no se dirigieron la palabra. ¡Demasiadas cosas para decirse!, así que sólo la música resonó en el pequeño espacio que los unía.

La música...

—Llegamos —dijo Diego, estacionando el auto.

—Mañana te devuelvo la ropa

—Pero no la lleves a la facultad. En tal caso vamos a tomar algo, y...

La joven no lo dejó terminar. Quería bajarse cuanto antes y volver a su vida aburrida y controlada, pero segura.

—Gracias por traerme..., y por todo lo demás. Adiós —exclamó secamente, mientras se apuraba a cerrar la puerta del auto, para así evitar todo otro contacto.

Él la observó alejarse.

Marcela tocó timbre, y cuando ya alguien le había gritado que iba a buscar la llave nueva para abrirle, sintió la voz de Diego detrás suyo... Muy cerca. Demasiado cerca.

—Marcela...

La muchacha giró, sorprendida.

—¡Adiós! —dijo él.

Y la besó en la mejilla.

Después la miró fijamente, y ella se perdió en sus ojos castaños.

Cuando sonaron pasos del otro lado, Diego se alejó, subió a su auto, esperó a que le abrieran la puerta, y se fue.

Ella, en cambio, se quedó un momento afuera, mareada con sus sentimientos.

¡La había llamado Marcela!

* * *

Agustina preguntó una y otra vez de quién era la ropa que traía puesta, pero Marcela se la ingenió para dar respuestas graciosas o equívocas... No quería mencionar a Diego, es decir, a Méndez Cané. No quería volver a pensar en él. No debía hacerlo. Era inútil. Quizás sus vidas no eran del todo paralelas. Quizás eran dos rectas que esa noche se habían cortado en un punto, pero que a partir de entonces comenzaban irremediablemente a separarse, para no volver a encontrarse nunca más.

Cuando se fue a acostar rezó, como hacía todas las noches últimamente, por Flavia, para que su bebé pudiera nacer, y por las hermanas del Convento. Pero también sintió la necesidad de rezar por Diego. Era un buen muchacho y merecía encontrarse a sí mismo.

Se sintió satisfecha. Eso la había atraído de él: su soledad. La necesidad que tenía de alguien que lo escuchara. De seguro esa había sido la única razón para aquella noche tan extraña.

Ahora todo estaba de nuevo bajo control.

Durmió con placidez hasta la mañana siguiente. No podía recordar qué había soñado, pero al levantarse, satisfecha y relajada, notó una humedad distinta entre sus piernas...

¡Maldición! Odiaba cuando su cuerpo se empeñaba en recordarle que, a pesar de todo, también era una mujer.

* * *

—Entiende que ni siquiera tienes un título.

Hacía más de media hora que su padre intentaba convencerlo.

—Además, he hablado de ti durante todo el “meeting”. Pero no correspondía que estuvieras allí. No podía decir que el trabajo era sólo tuyo... Cuando alguien viene al estudio, paga por Méndez Cané, entiéndelo.

—Yo también soy Méndez Cané, por desgracia.

—¡Por supuesto!... Y es por ti que cuido esos detalles. Este estudio es tu herencia... Tú eres el más interesado en que no pierda prestigio.

Diego actuaba como si su padre no existiera. Recién acababa de levantarse, y lo único que quería era desayunar. Había pasado una noche increíble, y no tenía ganas de discutir. Además sabía que era inútil.

Méndez Cané, en cambio, lo seguía de cuarto en cuarto. No había nada peor que cuando se sentía culpable. Y sólo se detuvo al llegar a la cocina, sorprendido por los platos del postre que todavía estaban sobre la mesa.

—Parece que ayer tuviste acción.

—¡No! En absoluto.

—¿Y quién vino, entonces?

—Alguien de la facultad.

—¿Que sabe cocinar? —preguntó con suspicacia mientras levantaba una sartén del fregadero.

Diego no le contestó.

—Cuídate de las mujeres que vienen a tu casa y cocinan... —insistió el viejo—. Seguro que te quieren "enganchar".

Diego sonrió ante la lógica de su padre.

Evidentemente no conocía a Marcela Medrano.

* * *

—¡Estoy enamorada! —dijo Lucía con convicción, y Marcela no pudo menos que sorprenderse.

Estaban en el Banco, esperando a que la gente de contaduría las atendiera. Debían discutir unas comisiones mal cobradas, y como el jefe de Lucía consideraba que a la muchacha le faltaba garra para hacerlo, había enviado también a Marcela. Pero ambas mujeres apenas se conocían... ¿A qué venía semejante confesión entonces? ¡Y justo ese día!... ¿Por qué hablar de amor en medio del trabajo? ¿Por qué hablar de amor?

Lucía estaba un poco decepcionada de que Marcela no le preguntara nada, así que insistió.

—Estoy enamorada de Diego Torres.

—¿El cantante, o el de la oficina?

—El de la oficina —contestó, esperando algún tipo de reacción.

Pero la reacción no se produjo.

—¿Qué opinas de él? —insistió Lucía.

—¿De Diego? ¡Un gran tipo! Es muy inteligente, viene de una buena familia... y es bastante buen mozo, si voy a ser sincera. Un poco inseguro en la profesión, pero con algo más de experiencia...

—Para ti es alguien “casi” perfecto.

—Claro... Me animaría a decir que sin el “casi”.

—Y, entonces ¿por qué no te has enamorado de él? A mí me parece que está muerto contigo.

Marcela se quedó helada. ¿A que venía eso ahora?

—Mira..., él alguna vez me dijo algo, pero... Uno no manda en esas cosas —respondió con timidez.

“Uno no manda en esas cosas”...

Aquella mañana, y luego de la noche anterior, esperaba ardientemente que eso no fuera tan cierto.

—¿Estás segura? Porque yo sí que estoy muy enamorada de él. Y no quiero tener problemas... Si no te interesa preferiría que no estuvieran juntos en la oficina. Creo que dadas las circunstancias no es mucho pedir —le aclaró a Marcela su adversaria.

Su tono había pasado de amable a imperativo ¿Tanta pasión le despertaba Torres?

—¿Estudio Pinti y asociados?

—Sí, somos nosotras —contestó Lucía con total naturalidad, recobrando el buen ánimo.

Marcela la observó sorprendida.

¿Sería ella también capaz de jugarse así algún día por el hombre que amaba?

¿Sería ella capaz de amar?

* * *

—Lo lamento Flavia, es imposible... Aquí no lo puedo hacer, ya te dije... Pero la salita de Lanús está muy buena.

—¡Muy buena! ¡Qué dices! La fui a ver ayer. No tiene nada. ¡Si hasta la camilla llevaba una sábana sucia!

—¿Y qué quieres? ¿Un cinco estrellas? ¿No sabes que el aborto es ilegal en la Argentina?... Tú pretendes que te atiendan en un hospital, y eso es imposible. Al menos los que yo conozco. ¡Pero no se necesita un hospital! Un aborto es muy fácil... No tiene por qué haber complicaciones.

Flavia volvió a sentir la sangre manando entre sus piernas y manchando el pavimento sucio de ese lugar al que la llevó “la mami”, tantos años atrás. También entonces le habían dicho que no iba a pasar nada...

—Y si no, pídele a Pérez Prado que te pague un viaje a una clínica de Estados Unidos... ¿El bebé es suyo, no?

Flavia lo miró sin contestar.

—¡Lástima! Te has metido con el tipo equivocado... Pérez Prado es una buena persona, y siempre le fue muy fiel a Clarita. Por eso lo de ustedes fue el comentario de todo el hospital... Mira que hace años que trabajo aquí y nunca... Bueno, él tiene dinero suficiente como para financiarte. Si quieres yo puedo hablarle, y...

Los ojos de Flavia despidieron chispas...

—No se te ocurra mencionarle jamás lo que te dije... Si me entero que hablaste con él soy capaz de matarte... ¡Y no estoy jodiendo!

De inmediato el joven doctor supo por su tono que ella decía la verdad: No había dudas de que Flavia era una mujer desesperada.

* * *

Marcela llevaba más de quince minutos sentada y quieta, mirando con total concentración los giros que daba la ropa de Diego en la lavadora.

Vueltas y vueltas... Así estaba su cabeza... Vueltas y más vueltas...

Tenía que decirse esto, aunque le doliera el orgullo. Tenía que reconocerse a sí misma que...

Bueno, que Méndez Cané le gustaba...

... Demasiado.

Se sintió liberada de sólo pensarlo. Y ahora que lo había sacado afuera podía analizarlo fríamente, (¿fríamente?).

... Por un lado estaba Diego y...

Otra vez se perdió en su pecho musculoso y desnudo.

... Por un lado estaba Méndez Cané. Sí, era cierto, un tipo increíble. Pero no era ella la única en notarlo. ¿Acaso no había tenido un efecto perturbador en la misma Cony, que estaba acostumbrada a salir con muchos tipos increíbles?... ¿Y en la facultad? ¿Con cuántas mujeres lo había visto durante los últimos años? Le dolía el estómago de sólo pensarlo... No era la única, aunque sí quizás la última que le faltaba para completar sus conquistas antes de recibirse.

¿Por qué tenía que gustarle justo este Diego? ¿Por qué no se enamoraba del otro, del de la oficina? Buen chico, buena familia, lindo... ¡El tipo perfecto!... ¡Pero no! Méndez Cané era el que aparecía en sus sueños.

¿Y por qué Diego insistía en buscarla? Quedaba claro que no era por su apariencia... Y justo lo que él le criticaba tan duramente, (ser aburrida y controladora), eran sus mejores logros, (ser estable y equilibrada)... ¿Qué le gustaba, entonces, a él de ella?

Por un momento volvió a sentirse recorrida por su mirada, como cuando había estado parada junto al teléfono. Y volvió a estremecerse como cada una de las veces que él la había rozado.

Mal que le pesara, sabía con exactitud lo que él buscaba en ella: ¡lo mismo que todos!

La única diferencia, (que no se atrevió a confesarse), era que esta vez era ella la que deseaba ardientemente que lo encontrara.

* * *

—¿Qué te pareció Loly?

Constanza moría por conocer la opinión de su padre. Estaba algo celosa y bastante arrepentida de haber roto su costumbre de no presentarle amigas al viejo Ríos. Sabía que era un gran mujeriego, y sospechaba que esa, y no otra, era la razón por la que los había abandonado su madre... Pero no era aquello lo que más la inquietaba, sino que Loly hubiera pasado toda la noche alabándolo. Eso, francamente, la había molestado.

—Tu amiga es... —dudó Eleuterio—. ¿Qué edad tiene? Es muy joven.

—Sí, es muy joven... Creo que veinte.

—¿Es medio puta, no?

—Puta y media —contestó Cony con rencor—. Le gustan todos.

Su padre la miró algo contrariado. Estaba cansado de no equivocarse con las mujeres...

En realidad, simplemente estaba cansado.

—¿Te sientes bien? —preguntó Cony con sorpresa, al verlo, (por primera vez en su vida), desarreglado. Ese no parecía su padre, siempre tan enérgico... ¿qué le estaba ocurriendo al viejo?...

Eleuterio sintió algo de vergüenza ante su hija. Usualmente ella apenas lo miraba, (¡si hasta el día en que se dejó hacer la permanente por una novia, Cony ni lo notó!). ¿Por qué le hacía entonces esa pregunta justo ahora, en que arreciaba aquel extraño ardor entre las piernas que había estado atormentándolo durante los últimos meses? ¿Era tan evidente?

—¡No!... ¡Estoy perfecto! —se apuró a mentir—. ¡Soy el mismo de siempre!

* * *

La máquina ya había parado y Marcela seguía con la mirada fija en el tambor de la lavadora. La dueña del negocio estaba tan asombrada por su actitud, que hasta llegó a fantasear con que hubiera algo raro adentro del aparato, como un gato o algo así. Peores locos le habían tocado, como el tipo que no había tenido mejor idea que echar allí su novela, frustrado porque nadie la quería publicar.

Pero no. Esta muchacha parecía una loca tranquila.

—Discúlpame. Se acabó el ciclo.

—¿Cómo? —preguntó Marcela, sorprendida.

—Que se acabó el ciclo.

—¿Sabes que tienes razón...? —murmuró convencida, sin mirar en absoluto la lavadora—. Éste ha sido sólo un ciclo. ¡Y se ha acabado!