CAPITULO 22

 

La correspondencia llegó ese fin de semana a Farnaise y Amandine recibió la suya contenta.  Siempre era agradable recibir cartas, esta vez eran de su madre, de una prima lejana, de Clarise y de un remitente desconocido. Sin esas cartas se sentiría aislada y solitaria, rezaba para que nunca dejaran de llegar.

En su habitación abrió los sobres con un cortaplumas y extrajo el delgado papel. Leyó primero la carta de Clarise.

“OH, amiga, cuánto me alegro que vuestro esposo al fin se decidiera a exorcizar a ese fantasma maldito. Parece un milagro. Yo sigo extrañando nuestras excursiones por el castillo. ¿Podré regresar algún día?

A veces deseo escapar, no porque me haya visto envuelta en un episodio escandaloso como la última vez. Dios sabe que desde que llegué me he comportado como una perfecta señorita de sociedad. Solo que Montfort aún no me ha hablado, y peor aún hace días que no aparece en ninguna recepción o tertulia y yo temo que tal vez se haya marchado de Paris sin despedirse.

En otoño Paris debería declararse en toque de queda, se vuelve un lugar tan gris y solitario. Solo unas pocas tertulias de rabiosos bonapartistas, y jóvenes rebeldes, ninguna fiesta que valga la pena. Y yo me quedo en casa encerrada, soportando los sermones de mi madre y los chismorreos desagradables de mi hermana.

¡OH, cuánto amo a ese hombre frívolo y malvado! ¿Cómo pudo ocurrir? Todo Paris conoce su afianzada reputación de Don Juan, y hay quienes le tildan de fatuo, inconstante y francamente inmoral, hablan de su juramento impío de no casarse jamás. Jamás, jamás… Y aún así, ese caballero ladino y seductor me ha hablado en demasiadas ocasiones y enviado flores en secreto, con una tarjeta sin firmar, con cálidas dedicatorias. Y si no hace una propuesta de matrimonio pronto creo que moriré de pena y angustia. ¡OH, no me digáis como tía Marie que debo ser paciente y tolerante! Y que en realidad ese hombre no me conviene ni como amigo y menos aún como marido. ¿Qué sabe ella del amor? Su principal labor es casar convenientemente a sus sobrinas y salvarlas del deshonor. Y dice que el marido ideal es un hombre de más de treinta y cinco, de sólida fortuna e intachable reputación. Cómo Monsieur Gillés, ¡un perfecto pelmazo! Con el que me aburriría hasta la muerte oyéndole hablar en tono pomposo, viendo como cuenta sus monedas antiguas una a una.

Sé que mi familia jamás aprobará al conde de Montfort. Pero si logro que me declare su amor y se case conmigo, ¡OH, nada más me importará!

Os lo aseguro. No podré aceptar a otro y si Montfort me abandona, si solo ha estado flirteando conmigo descaradamente, si solo he sido una distracción vana para él. ¡OH, Amandine, rezad por mí, rezad! Estoy enferma, no hago más que suspirar por ese bandido ladrón de corazones, le veo en todos lados, y hasta en sueños me persigue. Verle, solo verle cura mi angustia y desesperación, es como si resucitara (el Señor perdone mi herejía.)Porque la incertidumbre me mata día a día, y sin embargo cada vez que lo veo y sus ojos tienen ese brillo, como si echara chispas, y sus labios sonríen triunfales… Y yo pienso, “estoy perdida, es un demonio, no me engaño, pero cuánto le amo, cuánto le amo de todas maneras”.

Rezad por mí y yo lo haré por vos. Ojalá resolváis el enigma de ese fantasma y se marche del castillo, hasta entonces no podréis vivir tranquila.

Os extraño Amandine, ninguna amiga de Paris tiene vuestro afecto y sinceridad. ¿Siempre supisteis que sois mi mejor amiga? Sabedlo ahora, por si acaso, bueno, rezad por mí, rezad…”

               Clarise

La carta de Clarise la llenó de inquietud. Parecía francamente desesperada y totalmente entregada a su suerte. Montfort era un perfecto seductor, por lo tanto sus atenciones no podían ser serias, por eso no le hablaba de sus sentimientos, solo coqueteaba como villano para desesperar a su víctima y luego, huir. Porque no tenía dudas de que lo que más apenaba a su amiga era aceptar que su don Juan había escapado una vez más del compromiso. Debía hablar con su esposo al respecto, y que él enviara una carta a su amigo libertino. ¿Cómo se atrevía a tener tan viles propósitos con una joven decente? Que se aprovechara de sus amantes y queridas, debía tenerlas a montones, pero que no desgraciara la vida de una joven decente. Porque Clarise solo era un poco coqueta, y no merecía ser tratada de esa forma. Como presa de un seductor. Malvado Montfort.

—Philippe, necesito hablaros. Es urgente.

Entró en la biblioteca, su marido conversaba con Monsieur Venturini.

Latour la miró con sorpresa, el adivino se retiró luego de saludarla con suma cortesía.

Amandine le habló de la carta. Estaba furiosa pero Latour se sentó cómodamente con expresión casi divertida. Conocía bien a Montfort y también a Clarise y dudaba que el asunto tuviera consecuencias trágicas como aseguraba su esposa.           

—Os pido que le escribáis una carta a ese caballero, de inmediato.

—Querida, Montfort no es tan tonto, y si vuestra amiga cuida su reputación como corresponde… Nada malo ocurrirá.

—Pero Clarise está enamorada de ese hombre, ha perdido el sano juicio. Y ese caballero puede querer aprovecharse.

—Montfort no se aprovecharía de una joven decente. Excepto que realmente le interese y si le interesa, solo está demorando su caída final en los sagrados lazos del matrimonio.

Las palabras de su esposo la desconcertaron.

—Pero Philippe, todos conocen la fama de seductor de Montfort.

—Sí y hasta los más seductores y sinvergüenzas sucumben al flechazo del amor. No os preocupéis tanto, vuestra amiga no es tonta.

     —Escribidle por si acaso, por favor, si algo malo le ocurre a Clarise…

Latour hizo un gesto de contrariedad y finalmente prometió escribir a su amigo Montfort. Luego Amandine debió soportar la mirada de reproche y deseo de su esposo un deseo tan intenso y desesperado que le provocó vértigo. El no había vuelto a insistir, no se había acercado a su habitación y ella estaba desconcertada.

Y como si él se hiciera la misma pregunta sin encontrar una respuesta satisfactoria o sin desear buscarla, habló para llenar ese incómodo silencio.

—Debéis hablar con Monsieur Venturini y contarle todo lo que habéis visto, no ocultéis nada. Cualquier detalle puede ser trascendente.

Ella aseguró que lo haría y se retiró para leer el resto de la correspondencia. La carta de su madre solo le hablaba del bautismo de su sobrino Henri, de sus hermanas casadas y de sus amistades de Paris. Le reprochaba que no le respondiera en tiempo y que no le hablara de su marido ni del Château. ¿Había seguido sus consejos y llamado a un párroco para bendecir el castillo?  

Dejó la carta de su madre y leyó la de su prima y tomó la del remitente desconocido. La abrió y leyó rápidamente presa de la curiosidad. La letra era bella y pareja.

“Estimada Madame Latour.

                             Hace tiempo la difunta baronesa, madre de su esposo me escribió pues deseaba completar el árbol genealógico de su familia. Me hizo algunas preguntas que se remontaban a tiempos muy remotos. Le pedí tiempo pues debía recorrer todas las Iglesias y Alcaldías para corroborar los registros de nacimientos, matrimonios y defunciones.

Cuando le envié lo que había averiguado, que fue suficiente para hacer un árbol familiar ella volvió a escribirme pidiéndome que investigara sobre un ancestro en particular llamado Armand Le diable. No fue sencillo y demoré meses en responderle. Según recuerdo el mencionado barón apodado el diablo fue un personaje muy importante en Versalles, y tuvo dos esposas y muchos hijos. Falleció a la edad de cuarenta y ocho años, y solo le sobrevivieron tres hijos, olvidé sus nombres y no he podido encontrar los apuntes de esa tarea. Solo recuerdo que ella se interesó particularmente por la suerte de una de sus esposas llamada Madeleine. Y lo cierto es que la desdichada dama murió joven y padecía cierta tara hereditaria.

Lamento no poder darle más información, fue hace muchos años y solo he encontrado unos apuntes de ese trabajo formidable.

     Reciba Ud. un cordial saludo y envíele mis respetos a Monsieur Latour.

Atte.

                                             E.M 

 

La carta del genealogista era breve y concisa. Su suegra había estado sobre la pista de Armand, para saber sobre el fantasma. Tuvo dos esposas, una de ellas se llamaba Madeleine. Aquel nombre se reiteraba, la difunta baronesa y Adelaide la mencionaban diciendo que su espíritu no descansaba en paz. Porque ellas no sabían que el fantasma se llamaba Chloé, creían que era Madeleine la esposa loca de Latour que aparecía frente a los espejos. Ahora ella empezaba a dudar.

Era una desgracia que esos ancestros no retrataran a sus esposas. Así habría sido más sencillo. Escribió una misiva al genealogista agradeciéndole la información.

Su mente era un torbellino. ¿Y si acaso la dama que aparecía en el espejo era la segunda esposa de Armand? Encerrada en la torre donde encontró la muerte a edad temprana. Por eso estaba en el espejo y en ese lugar, su alma no encontraba paz.

Y sin embargo estaba el retrato, allí decía Chloé y era la misma imagen que aparecía en el espejo. Resultaba extraño que estuviera en la torre, si al menos su esposo le permitiera verlo de nuevo…

A media tarde se reunió con Monsieur Venturini en la sala de música pues este deseaba hacerle algunas preguntas. Rosalie y su marido habían salido luego del almuerzo, la primera fue de compras al pueblo y el segundo a recorrer las propiedades como siempre hacía. En el castillo reinaba un silencio absoluto.

—Madame, le ruego me diga cuanto sabe del fantasma. Todo, desde el principio.

Amandine habló y lo hizo casi sin pausa.  Él la escuchó con expresión pensativa y distante. Luego de decir cuánto sabía le preguntó: — ¿Cree usted que se trate de un fantasma malvado?

—Sería precipitado hablarle de mis impresiones Madame. ¿Pero Ud. ha dicho que aparece en el espejo y en la torre? ¿Está segura de ello?

— En realidad no, pero es extraño, es como si cambiara… En el espejo parece triste y en la torre se vuelve maligna. ¿No es extraño?

—Sí lo es, ¿pero está Ud. segura que se trata del mismo fantasma? ¿La ha visto?

Amandine no supo qué responder, suponía que era la misma y hasta el momento no se había ocurrido pensar que podía tratarse de otro fantasma. La idea le pareció descabellada. Y de pronto recordó algo.

—El padre André bendijo el Château pero al llegar a la torre no pudo, sufrió una fuerte impresión. Dijo que allí moraba un demonio y que yo debía buscar a un exorcista.

—Madame, un demonio no actúa de esa forma. Se trata de un fantasma, pero necesitamos saber por qué está allí atrapado, en el espejo y en la torre, aunque seguramente esté en la torre y el espejo solo sea su manera de comunicarse. 

—¿De veras? Tal vez su amante la abandonó y por eso no descansa en paz.

—Tal vez. No estoy seguro. Sería precipitado sacar conclusiones ahora Madame Latour. Necesito saber qué ocurrió en este lugar hace cientos de años.

Amandine sentía el mismo deseo, pero sus investigaciones avanzaban con excesiva lentitud. Y ese hombre no parecía dispuesto a compartir sus impresiones ni descubrimientos. Solo iba de aquí para allá husmeando y haciendo preguntas.

Todavía era muy pronto para saber lo que estaba ocurriendo en el castillo no para ellos que venían soportando la existencia espectral casi desde su llegada en primavera.

¿Quién era en realidad Monsieur Venturini? ¿Un adivino o un espiritista? Amandine sintió curiosidad pero no se atrevió a preguntarle.

Su esposo había llegado y fue a reunirse con él y entonces recordó que había olvidado hablarle de la carta del genealogista Etienne Maurice. Bueno, tal vez no fuera tan importante…