Muerte en el aire[3]
El inspector Stephen Lively, que se encontraba fuera de servicio y se dirigía a su casa, se detuvo en el puesto de periódicos situado bajo las escaleras que conducían a la estación del Elevado y eligió uno, ya con fecha del día siguiente, y una revista con el propósito de viajar entretenido. Su trayecto nocturno no sólo era largo, sino que se dividía en dos partes —desde la comisaría al South Ferry en el Elevado y de allí a Staten Island en el Transbordador—, de ahí las dos publicaciones separadas; una para cada parte del trayecto.
Dada la combinación de dos nombres como los suyos y, siendo como es la naturaleza humana, ¿qué se podía esperar como apodo sino… Step Lively[4]? Había surgido en la escuela cuando él, que tenía alrededor de siete años, se levantó y pronunció su nombre de pila de forma equivocada; finalmente dejó de luchar contra él cuando le siguieron llamando así en la patrulla y se dio cuenta de que lo llevaría encima el resto de sus días, le gustara o no.
No le habría resultado tan molesto si no hubiera sido totalmente inapropiado. Step Lively no había hecho un movimiento rápido en su vida. Observarle hacía pensar en una película a cámara lenta, o en un buceador de grandes profundidades avanzando dificultosamente a través de las algas del fondo del océano; daba la impresión de haber nacido cansado y de que empeoraba con el tiempo. El apodo probablemente hacía que esta característica suya resultara más evidente.
Por raro que parezca no era obeso… todo lo contrario: era alto y delgado, y cóncavo en la cintura donde los demás están abultados. Habitualmente llevaba la cabeza un poco inclinada hacia delante, como si le costara demasiado trabajo llevarla erguida. No sólo andaba despacio sino que también hablaba del mismo modo. Lo más importante era que pensaba deprisa; por lo que a resultados se refería, su historial en el cuerpo parecía demostrar que las carreras no siempre las ganan los rápidos. Se sabía que había atrapado a algunos de los individuos más hábiles y sagaces conocidos.
Era como una apisonadora de vapor persiguiendo a una motocicleta; no puede alcanzarla, pero puede ir detrás de ella sin piedad, agotarla, darle alcance lentamente y, finalmente, aplastarla. Por lo tanto los jefes de Step no se preocupaban mucho de que fuera la desesperación de los guardias de tráfico al cruzar una calle concurrida, o que sacara de quicio a la gente que tenía que hacer cola detrás de él. Se necesita algo más que eso para descalificar a un buen detective.
Step entró en el iluminado pasadizo de las escaleras y suspiró al ver la subida que le esperaba, como hacía todas las noches. Una escalera mecánica, como la que tenían otras estaciones, habría resultado mucho más cómoda.
Evitaba el metro, que le hubiera llevado al transbordador mucho más deprisa, por dos razones. Una era que tendría que recorrer una manzana más hacia el este para llegar a él. Y la segunda que aunque había que bajar para entrar, en vez de subir como en el otro caso, de todos modos había que subir a la salida, al término del trayecto; prefería realizar el trabajo duro al principio, y que al final le esperara un agradable y reposado descenso.
Colocó lentamente un pie, grande como un remo, en el primer escalón y ocho minutos después estaba arriba en el andén, con el martirio del ascenso dejado felizmente atrás hasta la noche siguiente. Cuando salió del torniquete, se encontró con un tren, que iba en dirección a la Sexta Avenida y cuyas puertas estaban a punto de cerrarse. Step pudo haberlo cogido; un hombre que venía detrás de él cruzó como una flecha y lo consiguió. Él prefirió no hacerlo. Habría tenido que apresurarse. Vendría otro dentro de un minuto. El viejo refrán sobre coches y mujeres era puro sentido común.
Estaba en la calle 59, y los trenes se alternaban. El siguiente iría en dirección a la Novena Avenida. Se separaban en la 53, pero ambos acababan en South Ferry, así que daba igual coger uno que otro. Además, en el de la Novena Avenida habría más asientos libres. Y así fue como, por no apresurarse, surgió esta historia.
A su debido tiempo apareció fulgurante un tren de tres vagones en dirección a la Novena Avenida. Step se levantó del banco —no habría sido propio de él permanecer de pie esperando— y cruzó tranquilamente hacia él. Bostezó y se dio unos golpecitos en la boca mientras avanzaba perezosamente por el pasillo. El malhumorado revisor, de bigotes de morsa, que había tenido que sujetar la puerta para que él entrara, sintió un repentino e inexplicable impulso de pincharle con un alfiler para ver si podía moverse deprisa o no, pero contuvo sabiamente el impulso, quizá porque no tenía un alfiler.
En el primer coche iba un solo pasajero, sentado en uno de los asientos colocados a lo largo y visible sólo hasta la cintura. El resto de él estaba oculto detrás de un periódico abierto, extendido al máximo. Step se dejó caer justo enfrente de él con un gruñido de satisfacción, abrió su propio periódico y se dedicó a relajarse. Todas las ventanas estaban abiertas a ambos lados del vagón, y el trayecto, en una noche cálida, resultaba agradable y aireado. Dos pares de piernas y dos tiendas de papel de periódico a ambos lados del pasillo, eran lo único visible. El revisor, quizá porque Step le irritaba vagamente, se trasladó al segundo vagón, entre las dos estaciones, en vez de permanecer en aquél.
El tren se deslizó Novena Avenida abajo a dieciocho metros de altura sobre el suelo; los edificios que lo superaban por un piso o dos, estaban situados a respetable distancia de los raíles. Pero luego en la Calle Doce se desviaba hacia la calle Greenwich y disminuía la distancia entre los edificios y el tren. Las viejas y roñosas casas de vecindad se aproximaban a él por ambos lados, se estrechaban formando un cuello de botella y casi rozaban los costados de los vagones cuando éstos pasaban entre ellas. Había, como máximo, una distancia de unos tres metros entre el raíl exterior de la superestructura y los aleros de las ventanas de los cuartos pisos; y allá donde sobresalían las escaleras de incendios, la distancia se reducía a la mitad.
Las salvaba de ser víctimas de constantes robos el hecho de que sencillamente no había nada que robar. No valía la pena asaltarlas. Cuatro o cinco estaban desalquiladas y tenían las ventanas clausuradas con tablones o bien formando cavidades con cristales rotos bostezando en la noche. A veces pasaba, como si flotara, una ventana levemente iluminada, tan cercana, que a los que iban en el tren les producía la pasmosa impresión de que estaban en la misma habitación que aquellos cuya intimidad interrumpían de aquel modo. Un hombre en ropa interior leyendo un periódico junto a una lámpara, una mujer inclinada sobre una tina de lavar en una cocina llena de vapor. Nunca volvían la cabeza cuando pasaban las rápidas luces como cometas o cuando se oía el rugido de las ruedas. Estaban tan acostumbrados a ello que ni se fijaban. No era más que parte de su entorno. Por regla general los que iban en el tren tampoco mostraban ningún interés. Los pocos pasajeros que había a esa hora tenían el periódico delante y daban la espalda a la escena que pasaba. La parte baja del West Side de Nueva York no tiene nada de bonita. El río, una manzana más arriba, está emborronado por los muelles, y las calles laterales que comunica con él están ocupadas por almacenes de frutas y verduras.
En el vagón delantero sus dos solitarios ocupantes seguían inmersos en la lectura. Habían pasado Christopher y Houston y estaban llegando a la calle Desbrosses. Cuando la dejaron atrás un momento después, el tren aminoró la marcha brevemente, redujo velocidad sin detenerse por completo y luego, casi inmediatamente, volvió a cogerla otra vez. Quizás fue debido a algún ligero tropiezo causado por una señal de la vía o a un momentáneo salto de la zapata que agarraba el raíl conductor. Step apartó los ojos del periódico y echó una mirada alrededor por encima del hombro, no por el cambio en el ritmo de la marcha, sino para saber lo cerca que estaba de su destino.
Había una ventana abierta justo frente a él, al mismo nivel que la ventana del vagón que la encuadraba, tan próxima que era casi como una continuación de ella, un túnel de conexión con la habitación delantera de la vivienda. No había luz en la habitación exterior, pero en ella brillaba débilmente un resplandor procedente de la habitación de atrás que llegaba a través de una puerta abierta. Al mismo tiempo las luces del tren la barrieron rápidamente y bañaron las paredes como una especie de diapositiva, de izquierda a derecha.
En el doble resplandor, delante y detrás, se vislumbraron dos figuras que se movían juntas de forma insegura. Un hombre y una mujer bailando como borrachos en la oscuridad, con exagerados movimientos de brazos y cabezas. Daban bandazos y se bamboleaban estrechamente abrazados.
—No sé qué estarán haciendo —pensó Step tolerante—. Hace demasiado calor para encender la luz, supongo.
El ruido de los vagones ahogó cualquier clase de música que pudiera animar sus extrañas actividades.
Justo cuando las dos ventanas superpuestas se separaron quedando fuera de perspectiva, las ruedas del tren crujieron ruidosamente como si pasaran sobre un defecto de los raíles. Al mismo tiempo una de las sombras que bailaba encendió una cerilla que se volvió a apagar inmediatamente, fue sólo un relampagueo naranja, y algún tipo de insecto entró volando en el coche y pasó junto al rostro de Step. Le dio un vago manotazo y volvió a su periódico. El tren cogió velocidad y se lanzó por la vía hacia la calle Franklin.
El individuo sentado al otro lado del pasillo se había quedado dormido, observó Step la siguiente vez que miró por encima del periódico. Sonrió ampliamente ante el aspecto que ofrecía. Aquel hombre era como él. Le parecía demasiado trabajo incluso el doblar el periódico y dejarlo a un lado. La brisa que entraba por el lado del vagón donde estaba sentado Step, le había aplastado el periódico contra la cara y los hombros; las manos ya no lo sujetaban, las tenía caídas, fláccidas, sobre el regazo. Las piernas, que se le habían quedado abiertas, extendidas, se bamboleaban de dentro afuera, como si fueran de goma, a causa del movimiento del vagón.
Step se preguntó cómo podría respirar con las hojas del periódico pegadas de aquel modo contra la nariz y la boca; a través del papel se podía ver perfectamente el promontorio de la nariz. Y aquel insecto que había entrado con el aire —parecía un gran escarabajo negro— estaba posado en el periódico justo encima. Step pensó en las innumerables situaciones cómicas que había visto, en las que alguien intentaba dar un golpe a una mosca posada en la cara de una persona que dormía, y, por supuesto, ésta recibía todo el impacto. Si hubiera conocido a aquel tipo habría sentido la tentación de intentarlo. Pero suponía un tremendo esfuerzo inclinarse a través del pasillo sólo para espantar un moscardón.
Cuando empezaban a acercarse a Franklin, la corriente de aire, debida a la velocidad del tren, les sobrepasó dejándoles atrás. Arrastró el cuadernillo exterior del periódico abierto, que el hombre dormido ya no sujetaba con los dedos, y lo lanzó remolineando por el pasillo. Step parpadeó y abrió los ojos de par en par. El insecto negro estaba todavía allí ¡cómo si saltara de forma invisible de una hoja a otra!
Step se puso de pie, y aunque el movimiento fue bastante lento hubo en él cierta tensión. Ya no sonreía. Justo en aquel momento el tren se detuvo. La sacudida tiró al durmiente sobre un lado de su cara y el resto del periódico salió revoloteando, separándose mientras caía. El insecto negro había saltado el último obstáculo y ahora estaba justo en mitad de la frente del hombre dormido, esta vez bordeado de rojo y con un hilo del mismo color que bajaba a lo largo de la nariz, como un horrible cordón de un ojo de cristal, e iba a perderse en la comisura de la boca. Step había visto demasiado para no reconocer un agujero de bala en cuanto lo veía. Aquel hombre estaba muerto. No necesitaba, para estar seguro, ponerle la mano debajo de la chaqueta, ni tocarle la mano extendida, atrapada debajo del cuerpo, que se bamboleaba sobre el pasillo como una pata de pollo. La muerte había saltado sobre él desde la misma letra impresa que estaba leyendo. ¡Tal y tal, de pronto… punto final! Un punto grande y negro, justo en el cerebro. Nunca llegó a saber qué le había herido; había muerto instantáneamente, sentado. No había sido la brisa la que había lanzado el periódico contra él sino la bala. No fue un insecto lo que pasó volando, en aquel momento, junto al hombro de Step; fue la bala.
Step extendió el brazo con calma y tiró dos veces de la cuerda de alarma situada sobre su cabeza. Las puertas se habían cerrado en Franklin, y el tren ya había dado una falsa arrancada que fue frenada inmediatamente con una sacudida. El revisor de bigotes como un manillar de bicicleta llegó corriendo desde el andén y el conductor sacó la cabeza de la cabina a la cabecera del convoy.
—¿Qué pretende usted? ¿Qué pasa aquí? —las palabras del revisor se esparcieron como perdigones en torno al distraído Step.
—Paren el tren —ordenó lentamente, casi con indiferencia—. Han matado a un hombre de un disparo.
Luego, cuando el empleado de la chaqueta azul se acercó jadeante por detrás e intentó apartarle a un lado con el codo, le reconvino suavemente.
—No se agolpe de ese modo. Usted no puede hacer nada. ¿Por qué se pone tan nervioso? Primero déjeme ver quién era…
El conductor dijo desde el otro lado.
—Sáquenlo. No podemos quedarnos aquí toda la noche. Tenemos que respetar el horario; vamos a dejar toda la línea hecha un nudo detrás de nosotros.
—¡Apártese! ¿Quién se ha creído usted que es? —preguntó el revisor agresivo.
—¿Otra vez tengo que pasar por eso? —repuso Step fatigado, e, indiferente, le enseñó su placa volviendo la mano, mientras seguía inclinado sobre la figura postrada. A partir de entonces no hubo más que respetuoso silencio a su alrededor, mientras seguía buscando en los bolsillos del cadáver con enervante lentitud.
Sin embargo su mente no estaba en absoluto perezosa, restallaba como un cable de alta tensión. ¿Y el sonido del disparo? En este caso no tenía que haberlo habido necesariamente, pero podría haber sido aquel crujido de las ruedas del vagón sobre una separación de los raíles. Y la cerilla que uno de aquellos dos vacilantes bailarines había encendido en la oscura habitación del edificio que habían dejado atrás, no había sido tal cerilla, no había brillado uniformemente lo suficiente, ni había durado lo bastante, no pudo haber sido más que el resplandor de un disparo cuyos resultados contemplaba ahora.
Conque bebiendo, de juerga, y luego entreteniéndose en disparar al azar a las ventanas de los trenes que pasaban, ¿no? Bueno, pues un pequeño cargo de homicidio les aplacaría los ánimos durante algún tiempo, a quienesquiera que fuesen.
—Dudley Wall —dijo leyendo un sobre—. Vive en Staten Island, igual que yo. Lástima, pobre hombre. Bueno, cójale por los pies y ayúdeme a trasladarle a la sala de espera.
Mientras el revisor avanzaba de espaldas, delante de él, por el pasillo, con el cadáver entre ambos, le reprochó:
—No ande tan deprisa. ¡No se nos va a escapar!
A partir de entonces avanzaron a paso de caracol para complacer a Step; cruzaron las puertas y atravesaron el andén con su carga. Le tendieron en uno de los bancos de dentro, junto a la cabina de control, y luego Step entró lentamente con el encargado y envió su informe a través del teléfono de este último.
—Ese tipo —susurró el revisor misteriosamente al conductor mientras regresaban a sus puestos—, tiene la enfermedad del sueño, ¡no puedes negármelo!
—Quizá tenga la tiña —aventuró el conductor. Arrancaron y los dos o tres trenes que se habían agrupado detrás pasaron relampagueantes uno tras otro, sin detenerse, para ganar el tiempo perdido.
—Tengo que volver a la calle Desbrosses —observó Step, al volver a salir—. Vigílenlo hasta que vengan a buscarlo.
Estaba seguro que reconocería la ventana de la casa cuando la viera, tanto si ellos estaban todavía allí como si no.
—Bueno, tendrá que bajar a la calle, cruzar, y luego subir al otro andén —le explicó el agente preguntándose a qué esperaba.
Step parecía horrorizado.
—Y luego cuando llegue allí ¿tendré que volver a bajar? ¿Y subir los cuatro pisos de escaleras de ese edificio? Dios santo, estoy completamente agotado. No podría hacerlo. Volveré caminando por los rieles, es la única forma que veo. Y bastante tengo con eso.
Suspiró profundamente, se apretó el cinturón un agujero más, y se dirigió al extremo más alejado del andén. Bajó por la corta escalerilla hasta el nivel de la vía y emprendió la marcha desde allí, caminando tenazmente y arrastrando una mano por la barandilla.
—¡Cuidado con los trenes! —le avisó el agente a gritos.
Step no le contestó en voz alta, habría sido demasiado trabajo, pero murmuró para sí mismo.
—¡Esta es una ocasión en que me alegro de ser tan delgado!
Uno de ellos le pilló a mitad de camino entre dos estaciones, y la visión del tren lanzándose contra uno resulta sumamente aterradora para una persona no acostumbrada a andar por las vías. Empezó a tambalearse, inseguro, en el angosto arcén, que parecía tener sólo unos pocos centímetros de anchura, y al darse cuenta que, si seguía mirándolo de frente, iba a caer desvanecido o delante del tren o bien a la calle, le volvió sabiamente la espalda, se aferró a la barandilla con ambas manos, y observó intensamente los tejados, ignorándolo hasta que hubo pasado velozmente a su lado. La velocidad que llevaba pareció arrancarle casi la chaqueta de la espalda.
Cuando pasó, lo contempló con gesto de censura:
—¡Vaya ciudad! ¡Todo son prisas por llegar a otro sitio distinto!
Luego continuó su trabajoso camino a lo largo de las vías, apiadándose de sus pies y acariciando la esperanza de que el tirador que buscaba no tuviera licencia para armas de fuego y pudiera aplicarle también una dura acusación de transgresión de la Ley Sullivan.
Las dos mitades del andén de la estación de Desbrosses Street aparecieron frente a él, iluminadas bajo la cubierta como las candilejas de un teatro. La casa debía estar por ahí. Recordaba que el tren ya había arrancado cuando él se volvió a mirar. Era de ladrillo rojo, pero toda la fila de casas eran iguales. Tampoco tenía escalera de incendios. ¡Un momento! Se había fijado en un cartel que había en la cornisa del edificio de al lado, pero no podía recordar en qué lado. Tampoco lo que decía, hasta que de repente lo tuvo frente a su cara una vez más, con esa vaga familiaridad que sólo pueden tener las cosas que se ven dos veces. Entonces supo que era aquél: PESCADO ESCABECHADO Y SALADO escrito en letras mayúsculas de metal deslucidas, con regueros de lluvia por debajo, sujeta cada letra por separado a la mampostería, al estilo de los anuncios del siglo XIX. Se detuvo frente al edificio que había al lado, por la parte de Desbrosses. Era aquél casi seguro. La misma ventana abierta de par en par a través de la cual los había visto bailar. Pero ahora no entraba luz de la otra habitación. Estaba oscura y vacía; no era más que un agujero en la fachada.
Tan cerca estaba que daba la impresión de que se podía tocar pero de hecho era mucho más inaccesible desde donde estaba ahora, que lo que parecía desde la ventana del tren. La separación era lo bastante ancha como para caer por ella y matarse a poco que se descuidara, y el alféizar estaba justo por encima de su cabeza ahora que había bajado a nivel de la vía.
Step Lively tenía el valor de sus convicciones. Entraría de aquel modo, sin tener que bajar hasta la calle y volver a subir por dentro de aquel edificio, aunque muriera en el intento. Miró a su alrededor vagamente pero con decisión. Habían estado reparando la vía por algún sitio cercano, y allí cerca se encontraba un montoncito muy ordenado de tablones cortos, colocado casi frente a él en el otro lado… pero con dos rieles conductores entremedias.
No dudó ni por un momento. ¿Qué era un raíl conductor comparado con subir cuatro tramos de escalera y quedarse totalmente sin aliento? Además tenían contracarriles encima, como si fueran canales cubiertos. No venía nada por aquel lado, así que empezó a cruzar por una de las traviesas, y se arqueó respetuosamente sobre el mortífero metal cuando llegó a él. Ya había dejado atrás las vías que iban al centro de la ciudad. Un tren que se dirigía a la parte alta estaba arrancando de Franklin, pero tardaría un poco en llegar allí. Tiempo suficiente para ir y volver a cruzar.
Alcanzó sano y salvo el estrecho andén del lado opuesto, cogió el tablón de arriba y se lo metió de costado bajo el brazo. El tren que venía estaba todavía a respetable distancia, aunque sus luces se iban haciendo más brillantes por momentos. Emprendió el camino de regreso con el tablón, cimbreándose de arriba abajo, como un balancín, aunque lo tenía bien agarrado. En realidad no era su peso lo que le dificultaba el transporte, sino su longitud, que le hacía perder el equilibrio. Era como un equilibrista que caminara sobre una cuerda con una pértiga demasiado larga. No lo llevaba exactamente por el centro y esto le impulsaba continuamente hacia delante. Para entonces el tren parecía ya tan grande como un granero; no había calculado lo rápido que recorrería la corta distancia entre las dos estaciones. Ya se podía ver todo el largo pasillo iluminado del primer vagón, a través de la puerta abierta de la cabina. Pero aquél no era momento de contemplaciones. Levantó un pie del raíl conductor y lo posó en el otro lado; luego intentó levantar el segundo. No le fue posible. Debió de haberle dado un pequeño giro equivocado. Se le había quedado aprisionado entre dos traviesas.
Durante una fracción de segundo no hizo nada en absoluto, lo cual es a veces el camino más inteligente, en cualquier caso, era lo que le resultaba más fácil. No obstante, no le quedaban muchos segundos, fraccionados o no. El rugido del tren iba in crescendo. Lo primero que habría hecho cualquier persona en aquella situación habría sido dar tirones y sacudidas al pie recalcitrante… con lo que sólo habría conseguido engancharlo irremediablemente. Step Lively se movía lentamente pero pensaba deprisa. Empleó aquella fracción de segundo en volver la cabeza y mirar por encima de la cadera, al pie traicionero. El tobillo había quedado hundido en el espacio abierto entre dos traviesas y se había atascado. Seguramente volvería a salir con facilidad si hacía el movimiento adecuado. Y no tenía tiempo de equivocarse. Así que empezó a volverse hacia él, como si fuera a colocarse justo enfrente del tren. Con aquel movimiento anuló la torcedura que le había hecho quedar atrapado; levantó libremente el pie con toda facilidad, y dio un paso atrás fuera del camino de la muerte, con el rostro vuelto hacia el tren, mientras éste se precipitaba hacia delante con un rechinar de frenos que no hubieran podido actuar a tiempo de salvarle. Tuvo la suficiente presencia de ánimo de dirigir el tablero hacia el cielo, como un soldado presentando armas, de forma que el tren no lo golpeara de lado y le tirara. Los coches pasaron tan cerca que casi le pelaron la nariz.
El maldito cacharro se paró a una distancia equivalente a la de un vagón, pero nunca supo si fue por causa suya o porque había llegado a la estación; tampoco se molestó en averiguarlo. Regresó al andén opuesto con unas rodillas que le hicieron avergonzarse de ellas, tal era su temblor.
—¡Sólo por esto —gruñó irracionalmente ante la ventana vacía— os voy a empapelar por intentar escapar estando detenidos o algo parecido!
Al colocar el tablón vio que salvaba el vacío perfectamente, pero con una inclinación bastante pronunciada, ya que el alféizar de la ventana estaba más alto que la barandilla de la estructura del tren «El». Sin embargo, la distancia era tan corta que aquello no le preocupó. Tomó la precaución de sacar la pistola para impedir que dispararan sobre él antes de que pudiera agarrarse al marco de la ventana, pero hasta el momento no había visto señales de vida en el interior de la habitación. Probablemente estaban durmiendo la mona.
Se subió a la barandilla, puso la rodilla en el tablero, y un minuto después se arrastraba a través de él en medio del aire, por encima del abismo estrecho pero muy profundo. El tablero se deslizó diagonalmente hacia abajo, hacia las vías, a causa de su peso, pero no lo suficiente como para salirse del alféizar. Al minuto siguiente Step se encontraba firmemente agarrado con la mano libre alrededor del marco de madera de la ventana; terminó el recorrido y entró.
Dio un profundo suspiro de alivio, pero ni siquiera entonces habría admitido que aquello resultaba mucho más trabajoso que subir unas cuantas escaleras. Él era así. Sin mirar hacia abajo, se había sentido oscuramente consciente de que la gente se arremolinaba abajo en la calle, gritando. Suponía que le habían tomado por un loco.
Un tren que iba hacia el centro de la ciudad pasó por detrás de él en ese preciso momento iluminando perfectamente el interior de la habitación, mejor que una linterna de bolsillo. Pero hizo algo más también… como si todos aquellos trenes tuvieran, aquella noche, algo personal contra él. Golpeó con un crujido el extremo más bajo del tablero que acababa de utilizar, y que se extendía demasiado hacia dentro de la vía, y lo lanzó violentamente a la calle. Como no se hallaba encima del tablón no le preocupó especialmente quedarse incomunicado… de todos modos tenía intención de bajar andando. Sólo esperaba que los que estaban en la acera lo hubieran visto caer con tiempo, para ponerse a salvo. Y debían de haberlo visto puesto que estaban mirando hacia arriba.
Pero antes de que pudiera seguir pensando en eso, las luces vacilantes del tren iluminaron las paredes y le mostraron que, después de todo, no estaba solo en la habitación.
Una de las dos personas que buscaba yacía allí, boca abajo, atravesada sobre la cama. Era la señora borracha, y a juzgar por el modo en que colgaban sus brazos de un lado y sus pies del otro, era más borracha que señora. Step apartó los ojos de ella y siguió el espectral cuadrado amarillo que formó la última ventana del vagón al recorrer tres de las paredes de la habitación, como lo habían hecho las demás, para desaparecer luego en dirección opuesta a la del tren. Gracias a la luz había podido ver un conmutador junto a la puerta. Lo que significaba que, aun siendo tan decrépito el lugar estaba acondicionado para la electricidad. Hubo un momento de total oscuridad y luego encendió la luz de la habitación.
Se volvió hacia ella.
—¡Eh, oiga! —rezongó—. ¿Dónde está el individuo que estaba aquí hace un par de minutos? ¡Levántese y contésteme antes de que…!
Pero ella no iba a contestar ya a nadie nunca más. El orificio de bala que tenía debajo del ojo izquierdo contestó en su lugar cuando le ladeó la cara diciendo: ¡Se acabó! Tenía la mejilla toda salpicada de quemaduras de pólvora. Había un símbolo de naipe, el as de diamantes carmesí, en el lugar de la colcha blanca donde había descansado la herida. Sus ojos recorrieron la habitación. No había radio ni nada que emitiera música. No habían estado bailando. Aquello había sido la lucha a muerte de la mujer en los brazos del hombre. El primer disparo no había hecho blanco, y había matado al hombre llamado Wall que iba en el primer vagón del Elevado; el segundo debía de haberse producido una fracción de segundo después de que la ventana del vagón de Step quedara fuera de línea. No era la misma bala la que los había matado a los dos; la de ella estaba todavía dentro de su cabeza. No había orificio de salida.
Step no se molestó en jugar a los detectives curioseando por allí, ni siquiera examinando las otras habitaciones de aquel piso pequeño y abigarrado. Su técnica hubiera asombrado a un profano y horrorizado a un profesional, pero, probablemente, sus superiores se habrían limitado a suspirar resignadamente y a exclamar encogiéndose de hombros: «Bueno, Step es así». En un asesinato cometido tan recientemente que todavía humeaba, todo lo que hizo para perseguir al asesino fue acercar una torcida mecedora, sentarse y empezar a liar un cigarrillo. Su actitud demostraba que le había fatigado demasiado caminar por las vías y que todo podía esperar hasta que hubiera descansado un poco. Sin embargo, un temblor ocasional de sus párpados revelaba que en el interior de su cabeza no había tanta tranquilidad como fuera.
Las manos de la mujer parecían fascinarle. Las puntas de los dedos tocaban el suelo, como si intentara darse la vuelta y ponerse cabeza abajo. Las tomó y las miró de cerca. Las uñas estaban pintadas y bien cuidadas. Las volvió poniendo las palmas hacia arriba. La piel no era áspera ni estaba enrojecida de fregar platos y hacer las tareas de la casa.
«No era lugar para ti la calle Greenwich —observó». Me pregunto de quién te estabas escondiendo.
Se le había formado una larga punta de ceniza en el extremo del cigarrillo y, aunque la habitación estaba muy descuidada, buscó a su alrededor algo donde echarla. No había ceniceros a la vista; evidentemente la muerta no había sido fumadora. Sacudió la ceniza en el aire, y al hacerlo sus ojos recorrieron el resquicio que quedaba entre dos maderas del suelo sin pintar. Había una colilla encajada entre ellas. La sacó con ayuda de un alfiler que llevaba en la solapa. La boquilla estaba todavía húmeda. Había observado que la mujer se debía de haber pintado los labios hacía muy poco. Pero la colilla no presentaba ni una mancha de carmín. Por lo tanto, no era de ella.
Dejó caer el cigarrillo que había estado fumando y lo aplastó, luego se pasó el otro por la nariz un par de veces. Un olor acre reemplazó inmediatamente al aroma de su habitual tabaco de Virginia. Avanzó un paso más, le aplicó en un extremo una cerilla encendida e intentó inspirar sin tocarlo con los labios, sujetándolo todavía con el alfiler. Tuvo que aspirar con fuerza para lograr que se encendiera. Instantáneamente se produjeron resultados. Los pulmones le picaron. Y, sin embargo, no era el humo del papel quemado lo que estaba aspirando, como en el caso de un cigarrillo corriente.
Ese humo estaba escapando por ambos extremos. Era el vapor de la hierba que tenía dentro.
Marihuana… hierba loca. Sin saberlo había empleado justamente el modo adecuado de fumarla, sin dejar que entrara en contacto con los labios. Lanzó una vacía y estruendosa carcajada, repentinamente, por encima de la cabeza de la mujer muerta. No había nada de qué reírse, lo pisó como si fuera una serpiente, abrió la boca y se la abanicó para aspirar aire puro. La ruidosa carcajada se convirtió en una risita y amainó. Se limpió la frente, se levantó, y se dirigió vacilante hacia la puerta del piso.
Mientras tanto el estrépito que se oía abajo, en la calle, parecía haberse centuplicado; no estaba seguro si aquello era cierto o si eran solamente los efectos del cigarrillo drogado. Sirenas ululando, campanas sonando, voces que gritaban… como si hubiera toda una muchedumbre arremolinada allá afuera.
Abrió la puerta del piso y no pudo ver más allá de sus narices. No había luces en el pasillo. Luego vio una extraña mancha borrosa a unos pocos metros, por encima de su cabeza, y se dio cuenta de que sí había luces… era que el edificio estaba ardiendo. No se encontraba ante la oscuridad sino ante una sólida pared de humo.
Todavía habría podido salir, llegar a la calle desde donde estaba, lanzándose rápidamente escaleras abajo sin más dilación. Sin embargo, Step Lively sumado a varias bocanadas de un cigarrillo drogado, no formaban una combinación bien calculada para lanzarse en ninguna dirección, ni arriba ni abajo. Dio media vuelta tosiendo, entró arrastrando los pies en el piso que acababa de dejar, y cerró la puerta ante el infierno de afuera.
Para hacerle justicia, no fue simplemente la inercia ni la pereza lo que le retuvo aquella vez. Cientos de hombres en cientos de incendios han retrocedido para sacar a alguien vivo. Pero muy pocos se han demorado para sacar a alguien que ya estuviera muerto. Sin embargo, para eso precisamente había vuelto Step. La mujer era su cuerpo del delito y no iba a dejarla allí, para que la incineraran.
Que se hubiera declarado un incendio, allí y entonces, exactamente en el edificio en que se había cometido un asesinato, era una coincidencia demasiado grande. Era casi seguro un incendio provocado por el asesino, con la esperanza de borrar todas las huellas de su crimen.
—Y si había estado fumando aquella endiablada colilla que yo recogí —se dijo a sí mismo—, es natural que no se detuviera a pensar si había alguien más en el edificio.
Recogió la colilla por segunda vez —lo que quedaba de ella— y se la metió en el bolsillo, con alfiler y todo. Luego envolvió a la mujer en la colcha con el simbólico as de diamantes, convirtiéndola en un bulto de ropa sucia, y se dirigió con ella a la puerta. La corriente falló justo cuando tanteaba ésta con una mano, y la habitación quedó a oscuras.
Sin embargo, un apagado resplandor rojizo brillaba en la caja de la escalera cuando logró abrir la puerta. Habría resultado muy conveniente para poder ver, pero ya no se podía respirar, no había más que un calor ardiente y un humo asfixiante. Desde abajo empezaron a saltar hacia arriba puntas de lanza amarillas, como si un ejército con bayonetas subiera por las escaleras. Volvió a meterse dentro, tosiendo secamente y con los ojos llenos de lágrimas, pero aferrado a la mujer como la horrenda Muerte, como si aquella fuera un ser querido en vez de una desconocida asesinada que había encontrado por casualidad.
La habitación estaba ahora toda envuelta en bruma, como lo había estado el pasillo la primera vez, pero se abrió camino a tientas hasta la ventana. No perdió la cabeza; ni siquiera se asustó. Eso estaba bien para mujeres o para tontos con tirantes, atrapados en el último piso de un edificio en llamas.
—De todos modos, no entré por la puerta —gruñó.
Sin embargo, le molestaba aquella turbulenta actividad a la que tenía que someterse.
«Tenía que haber llegado a casa hace un buen rato, y haberme quitado los zapatos…» —pensaba mientras se inclinaba sobre el alféizar e intentaba hacer señas a la multitud, a la que podía oír pero no ver, que había abajo en la calle.
El humo que salía a oleadas de las ventanas de abajo se la hacía invisible, y viceversa. Formaba entre ellos una manta uniforme… una manta sobre la que no se podía saltar. No obstante, los dispositivos de rescate debían de estar agrupados para entonces. Era de suponer que harían algo para ayudar a bajar a un individuo, tanto si podían verlo como si no. Era casi seguro que alguien le había visto trepar al interior.
Aunque hubiera tenido todavía el tablón, no habría podido volver a cruzar por él. Ahora, no sólo la tenía a ella, sino que parecía como si los pulmones y los ojos los tuviera llenos de arena debido a aquel maldito humo negro; no habría tardado en caerse del tablón. La bobada que acababa de decirse a sí mismo acerca de que en casa se habría quitado los zapatos, dio resultado. Colocó a la mujer atravesada sobre el alféizar, levantó una pierna y empezó a desabrocharse el zapato. Tardó unos cuarenta y cinco segundos en deshacer el nudo de los cordones y quitárselo… lo que para él suponía un récord de velocidad. Lo mantuvo en el aire y luego lo tiró a través del humo. Si por lo menos conseguía darle a alguien en la cabeza, quizá pensarían que los zapatos no bajan volando de los incendios a menos que haya alguien vivo arriba.
Y así fue. Un tramo de escalera brotó de la arremolinada oscuridad justo en el momento en que lo soltaba de la mano. La figura, cubierta con un casco, que trepaba velozmente como un mono encontró el zapato a medio camino con el puente de la nariz y estuvo a punto de caer al vacío. Agitó desaforadamente un brazo en el aire como una hélice, agarró de nuevo la escalera en el último instante, y continuó subiendo… con una pequeña hemorragia de nariz añadida a sus dificultades. Raramente había oído Step un lenguaje semejante.
—Vaya —murmuró con remordimientos—. Esto prueba que nunca compensa apresurarse demasiado. Lo que yo he dicho siempre.
El bombero se limpió la boca y gruñó:
—Venga, salga, el tejado va a ceder dentro de un minuto.
Ahora estaba al mismo nivel que los ojos de Step, fuera de la ventana. La habitación estaba a punto de estallar de calor; se oía cómo crujían, al dilatarse, los tablones del suelo.
Step levantó la figura que parecía una momia y la lanzó a través del alféizar en brazos del come-humos.
—Tenga este fiambre y mucho cuidado con él —dijo tosiendo—. Es muy valioso. Bajaré enseguida detrás de usted.
El bombero, sujeto a la escalera con las piernas, se echó la carga sobre el hombro, la agarró con fuerza con un brazo y empezó a bajar. Step comenzó a subirse de espaldas al alféizar. El humo era peor fuera que en la habitación, ya no podía ni ver la escalera. El borde plateado del humo, que parecía un halo todo alrededor, le indicó que estaban apuntando desde abajo un foco que no podía atravesar las masas densas e hirvientes. Encontró un barrote con el pie enfundado en el calcetín, dio pases en el aire hasta que finalmente conectó con uno de los invisibles escalones… y el resto no fue más que cuestión de ir tanteando con los pies. Inténtenlo ustedes alguna vez.
Luego permaneció donde estaba, hasta que se levantó casi la mitad del abrigo sobre los hombros y se cubrió la cabeza completamente con él. Descendió lentamente, ciego, sordo, chamuscado y respirando a través de la lana sólo un poquito cada vez. Bajó diez pisos, veinte, cincuenta… y el suelo seguía sin subir y venir a su encuentro. Decidió que aquel lugar debía de ser el Empire State disfrazado.
Una vez pasó a través de una fría y agradable rociada de líquido que despedía una da las mangueras y tan agradable resultaba, que casi sintió ganas de permanecer allí. Precisamente cuando había decidido que la escalera debía de estar moviéndose lentamente hacia arriba, como una cinta mecánica sin fin o una rueda de noria, y que por eso no llegaba a ningún sitio, unas manos le agarraron por los tobillos y hombros y le bajaron en volandas a tierra firme, un metro más abajo.
—Oiga, amigo —dijo el Jefe de Bomberos con paciencia—, si estaba en condiciones de bajar por sus propios medios, ¿no podía haberlo hecho un poco más deprisa? Soy un hombre muy nervioso.
Step sacó la cabeza del abrigo, se besó los nudillos, se inclinó y los frotó contra la acera de Greenwich Street. Luego se incorporó y protestó:
—¡Nunca me habían metido tanta prisa en mi vida como en la última media hora!
Echó una mirada hacia arriba, al edificio borroso por la calina cuyo contorno estaba empezando a emerger aquí y allá entre la bruma del humo.
—El fuego —le informó el Jefe, apartándose— fue controlado durante la media hora que usted tardó en pasar por el tercer piso. Lo apagamos definitivamente durante los… digamos, cuarenta y cinco minutos que tardó en bajar desde allí. El ayudante del comisario de policía está dentro llevando a cabo una investigación.
Aquello podía tender más al sarcasmo que a la exactitud, pero era un buen ejemplo de la impresión que causaba Step en la gente la primera vez que le veían.
—Dígale de mi parte —repuso Step—, que fue un incendio premeditado… y nada más que eso. Puede que no logre encontrar ninguna prueba, pero eso no altera en absoluto los hechos.
—¿Cree usted que fue un incendiario?
—Algo un poco peor. Un asesino. Un pirómano es un enfermo irresponsable, no puede evitarlo. Ese perro sabía exactamente lo que estaba haciendo; para llevar a cabo ambos crímenes se adormeció la conciencia, por anticipado, con marihuana.
Señaló a la figura tapada y tendida en la camilla.
—A esa mujer la mataron de un disparo más de un cuarto de hora antes de que se descubriera el incendio. Yo fui testigo. Soy Lively, de la comisaría del centro de la ciudad.
El jefe de bomberos murmuró algo que sonaba como:
—Puede que pertenezca a ese distrito pero de vivaz no tiene nada. —Pero fue lo bastante diplomático para hacer que quedara confuso—. Pero si usted fue testigo —dijo en voz alta—, ¿cómo es que el tipo…?
—¿Se ha esfumado? Yo no estaba en la habitación con ella, lo vislumbré todo desde un tren del Elevado que frenó un momento frente a la ventana. Entre ahí y dígale a su jefe que no se moleste en buscar latas de gasolina o trapos empapados en petróleo. No tuvo tiempo para preparar nada así; debió de limitarse a prender con una cerilla un periódico mientras bajaba corriendo las escaleras. ¿Dónde está el conserje o el portero, o es que no lo tenía este cuchitril?
—Está ahí enfrente, detrás de las cuerdas, entre la gente. Acompáñele e indíquele quién es, Marty.
Step siguió al bombero al que había golpeado con su zapato —que, por cierto, había desaparecido— cojeando con su pie descalzo y se agachó bajo la cuerda junto a un hombrecillo entrecano y sudoroso. Le mostró su placa en la palma de la mano, aumentando con ello su terror, y mientras recorría con la vista la multitud que les rodeaba, preguntó:
—¿Quién era la mujer del último piso exterior?
—¿Es usted del seguro? —gimió el hombre aterrorizado.
—No, del Departamento de policía. Venga vamos…
—Se llamaba Smiff. La señorita Smiff.
Step lanzó un suspiro. Y se había figurado, de todos modos, que la mujer se estaba ocultando de alguien, así que no importaba demasiado el nombre que hubiera dado.
—¿Cuánto tiempo llevaba viviendo en esta casa?
—Diez días.
—¿Quién la visitaba? ¿Vio usted a alguien?
—A nadie. Ni siquiera salía; mi mujer le llevaba la comida.
Estaba totalmente asustada, reflexionó Step. Muerta de miedo. Pero no le había valido de nada.
—¿Oyó algo esta noche, justo antes del incendio? ¿Estaba usted en el edificio? ¿Oyó un par de disparos? ¿Algún grito?
—No vi nada; el tren hace demasiado ruido. Sólo oí a un tipo reírse mientras bajaba las escaleras, como si alguien le hubiera contado un buen chiste. No paró de reír, hasta que llegó a la calle…
La marihuana, por supuesto. Sólo dos chupadas habían afectado a su propia capacidad de risa. En proporción, los efectos de un cigarrillo entero debían de durar horas. Step se alejó del inútil portero, hizo señas a uno de los agentes que mantenían controlada a la multitud detrás de la cuerda que servía de barrera, y se dio a conocer. La agitación disminuía ahora que la casa estaba vacía y el fuego había quedado dominado; en cuestión de minutos la gente empezaría a dispersarse. Arriba, los trenes del Elevado, que habían quedado retenidos en la estación de Desbrosses Street mientras el humo era muy espeso, comenzaban a pasar otra vez, aunque el tráfico de superficie seguía siendo desviado.
—¿Quién está aquí de servicio con usted? —preguntó Step al policía en voz baja.
—Otro compañero. Está allí, al otro extremo.
—¿Cree que entre los dos podrán mantener a la gente aquí, tal como están, otro par de minutos?
El policía pareció ofendido.
—Es lo que hemos estado haciendo. No ve usted a nadie en medio de la calle, ¿no?
—No comprende lo que quiero decir. ¿Puede poner otra cuerda a cada lado, agruparlos donde están y evitar que se vayan un rato más, hasta que yo pueda observarlos a todos con cuidado?
—No estoy autorizado para impedir que la gente vuelva a sus asuntos, siempre que no obstaculicen la labor de los bomberos…
—Asumo la responsabilidad. Hay alguien a quien quiero atrapar y tengo el presentimiento de que está aquí mismo, mirando. Se sabe que los incendiarios y los asesinos hacen eso cuando creen que no los descubrirán. Cuando se es ambas cosas el impulso de quedarse y regocijarse debe de ser doblemente fuerte.
—Ordéneme en voz alta que me marche —añadió bruscamente—, para que no resulte sospechoso que esté aquí hablando con usted.
El agente blandió su porra contra él y vociferó:
—¡Vuelva usted ahí! ¿Para qué cree que está esa cuerda? Vuélvase antes de que…
Step se apartó temeroso y empezó a abrirse camino a codazos hacia el interior de la apretada multitud que se agolpaba en la estrecha acera. Iba tan despacio como de costumbre, sin que pareciera dirigirse a un lugar determinado; tan sólo un curioso que se abría paso hasta un sitio desde donde se viera mejor. De vez en cuando miraba el edificio destruido o a lo que de él podía verse bajo la umbrosa estructura del elevado que dividía la calle verticalmente. Las linternas parpadeaban dentro del vestíbulo principal mientras los bomberos entraban y salían velados todavía por el humo que quedaba.
Sin embargo, no quedaba humo suficiente en el aire, y menos tan cerca del suelo, como para provocar en nadie un paroxismo de tos estrangulada como el que tenía el individuo que estaba situado justamente delante de él con un pañuelo apretado contra la boca. Step mismo había aspirado tanto humo como el que más y sus pulmones habían vuelto a funcionar tan bien como siempre. A partir de aquel momento permaneció frente al edificio quemado, deslizándose de costado hacia el hombre afectado por la tos. Los espasmos se acababan y bajaba el pañuelo; luego venía otro y lo subía de nuevo y casi se volcaba en él. Para entonces Step se había colocado disimuladamente junto a su hombro.
Cuando una persona sufre un ataque de tos, a casi todo el mundo se le ocurren dos maneras de ayudarle. Ofrecerle un vaso de agua o darle muy servicial unas palmadas en la espalda. Step no podía ofrecerle agua, así que escogió el segundo método para aliviarle. Golpeó al afligido entre los omoplatos: pero sólo una vez, no varias, y no con la fuerza suficiente como para que sirviera de algo.
—Está usted detenido —dijo inesperadamente—. Vamos.
El pañuelo encubridor cayó… esta vez hasta el suelo.
—¿Por qué? No sé de qué habla.
—Por dos asesinatos y un incendio provocado —dijo lentamente el fatigado Step—. Me refiero a usted. Y no tema reírse abiertamente. No necesita ocultarlo con el pañuelo e intentar hacer que parezca una tos. Eso ha sido lo que le ha delatado. Cuando se ha fumado marihuana, uno tiene que reírse, o si no… Pero un incendio no es el lugar adecuado para reírse. Y si hubiera sido una tos auténtica no habría permanecido aquí donde el humo le irritaba tanto. Ahora enséñeme dónde tiró la pistola antes de situarse aquí para observar y luego cogeremos un taxi. No puedo pedir a mis pies que den un paso más esta noche.
Su prisionero aulló de regocijo de forma incontrolable y luego jadeó:
—Nunca en mi vida he estado en ese edificio… —dijo retorciéndose convulsivamente.
—Yo le vi —repuso Step, mientras le empujaba lentamente delante de él a través de la multitud— desde la ventanilla de un tren del elevado.
Conocía el efecto soporífero que probablemente tenía la droga y sabía cómo le embotaría el juicio.
—Ella acudió a nosotros y nos dijo que temía que le ocurriera esto, nos pidió protección, y se la dimos. ¿Creía usted que podría irse como si tal cosa?
—Entonces ¿por qué tuvo que volverse contra Plucky en el juicio? Sabía lo que la esperaba. Él nos dijo…
—Ah, el juicio aquél por inmoralidad. ¿Y ella era uno de los testigos? Entiendo. —Step cerró de golpe la puerta del taxi en que se habían metido—. Gracias por decírmelo; ahora sé quién era esa mujer, quién es usted y por qué lo hicieron. Después de todo hay algo que decir en favor de la marihuana. No mucho, pero quizá un poco sí.
Cuando, con su presa esposada, se bajó del taxi al pie de la comisaría de Franklin Street, situada a cuatro manzanas de distancia, ordenó al taxista:
—Ahora toque la bocina hasta que salga alguien de ahí dentro.
Al salir sus compañeros encontraron al inspector Stephen Lively sentado en el último escalón de las escaleras de la comisaría, con su detenido al lado.
—Muchachos —dijo en tono de disculpa—, éste es el culpable. Y si tengo que volver a subir hasta ahí arriba tendréis que subirme a la sillita de la reina. ¡Estoy hecho migas!
Narrar una acción vertiginosa, de argumento muy sencillo pero unida a un ambiente muy concreto y poco frecuente, era una de las especialidades de Woolrich. Su relato más conocido de este tipo es «You Pays your Nickel» (Argosy, 8/22/36, más tarde reeditada con el título de «Subway»), pero hay otros que aún siguen dispersos: «The Showboat Murders» (Detective Fiction Weekly, 12/14/35), «Murder on the Night Boat» (Black Mask, 2/37) y (hasta ahora) el cuento anterior. Aunque hay docenas de relatos de misterio ambientados en trenes y en The Tragedy of X (1932) de Ellery Queen se utiliza con gran brillantez el tranvía, un tren elevado no ha formado nunca parte integral de un relato de crímenes excepto en «Muerte en el aire». La evocación casi cinematográfica del tren elevado y de lo que se podía ver a través de sus ventanillas durante la Depresión, hace de éste un relato típicamente Woolrichiano, y el tratamiento de la marihuana como una especie de producto demoníaco (que vuelve a aparecer en el excelente cuento de Woolrich titulado «Marihuana») sitúa a este relato en una época anterior a aquella en que la droga y los hechos con ella relacionados eran del dominio público.