3

LA SEGUNDA CITA

La llamada telefónica llegó en un momento endemoniadamente inoportuno.

Estaban los dos juntos en la habitación.

Florence se había vestido antes que él; normalmente la anfitriona se viste antes que el anfitrión. Ella debería haber estado abajo, cuidando de los últimos detalles. Podría haberlo estado, era lo más lógico. Pero un problema con su brazalete la había retenido en la habitación. El cierre no funcionaba bien y le llevó un buen rato lograr cerrarlo.

Tenían un supletorio en la habitación. Posteriormente, a él se le helaría la sangre al pensar que había ido de un pelo que no fuese ella quien descolgase el teléfono. Incluso estaba más cerca que él del aparato, solo tenía que alargar el brazo. Si no hubiese sido por ese cierre del brazalete que le mantenía ambas manos ocupadas…

—Hugh —dijo ella, señalando el teléfono con un movimiento de la cabeza—. Espero que no sea nadie cancelando su asistencia en el último minuto, ahora que ya lo tengo todo organizado.

Él estaba ocupado con su pajarita.

—Deja que lo cojan abajo —le dijo.

Volvió a sonar.

—Obligarás a que uno de ellos suba a avisarnos, ahora que son absolutamente necesarios abajo.

Si hubiera soltado el brazalete, se le hubiera caído de la muñeca y hubiera acabado en el suelo. Todavía no había logrado cerrarlo.

El teléfono dejó de sonar.

Una sirvienta llamó a la puerta.

—Teléfono para el señor Strickland.

El brazalete estaba poniendo en funcionamiento toda la terquedad latente en el carácter de Florence. Se sentó ante su tocador con él. Cogió un clip para ajustar el cierre, como un experto reparando un reloj.

—Con fiesta o sin fiesta, voy a quedarme aquí sentada hasta que logre repararlo. Tenía pensado ponérmelo y no voy a bajar sin él. Hugh, deberías llevarlo a la tienda y hacer que me lo arreglen; la última vez ya me dio problemas.

Él ya había descolgado el teléfono.

—¿Diga? —contestó incautamente.

—Hola —respondió una voz impostada de soprano.

Sintió un impacto tan doloroso como el de un buen chorro de agua helada en plena cara.

Por suerte, en ese momento Florence no estaba mirándolo, porque solo tenía ojos para el cierre. Él se giró bruscamente hacia el otro lado, con el teléfono en la mano, para darle la espalda.

—Hola, Grainger —dijo.

—¿Grainger? —se mofó la voz de soprano—. ¿Desde cuándo? De acuerdo, habla como quieras y yo haré lo propio, porque tengo que hablar contigo.

Si colgaba sería peor. Florence se extrañaría por la brevedad de la conversación.

—Ahora estoy un poco liado —dijo él.

—Pues más vale que no perdamos tiempo y vayamos al grano. ¿No te has olvidado de algo este mes? Llevas un poco de retraso, ¿no? Ya ha pasado el día quince. He esperado todo lo que he podido, pero sigo teniendo mis gastos de siempre, ¿sabes?

—Ya hablamos de eso —respondió él cortante—. De ahora en adelante tienes que arreglártelas por tu cuenta, lo mejor que puedas.

—Me da igual lo que me dijeras. No vas a librarte de mí tan fácilmente.

—Mejor llámame mañana a la oficina.

—No, ni hablar. Me he pasado toda la semana intentándolo.

Y la anterior. Y toda la anterior. Nunca logro que me pasen contigo. Has dado la orden de que no lo hagan. Por eso te he llamado esta noche donde sabía que te encontraría. Y ahora te tengo donde quería, ¿verdad? Debería haberlo pensado antes.

Florence había logrado por fin arreglar el brazalete. Se había levantado y estaba saliendo de la habitación. Ya en la puerta, se volvió y extendió el brazo hacia él con impaciente indignación.

—¡Oh, por el amor de Dios, Hugh, cuelga ya, sea quien sea! Te necesito abajo conmigo, van a llegar en cualquier momento.

Cerró la puerta. Pero eso podía ser incluso peor. Podía descolgar el teléfono principal de abajo y escuchar accidentalmente la conversación entre ellos.

Aceleró la charla para concluirla sin contemplaciones.

—Escucha, zorra —dijo con ferocidad—. Estoy harto de ti. Ya te he aguantado bastante.

—Oh, ella ya ha salido de la habitación, ¿eh? Me debes mil quinientos dólares de este mes y otros mil quinientos que no me pagaste el mes pasado. ¿Vas a venir a traérmelos?

—Como vaya te vas a enterar.

—O vienes aquí o voy yo a tu casa. Me plantaré allí, delante de tu mujer y de todos sus invitados, y haré que el mundo entero se entere de los nuestro. Te doy de plazo hasta las nueve.

—¡Te mataré! —juró fuera de sí—. ¡Cómo asomes la cabeza por aquí, te mataré con mis propias manos!

Ella cortó sus propias carcajadas desdeñosas colgándole el teléfono.

El baile empezó hacia las nueve, después de la que resultó ser una de las cenas más memorables y brillantes de Florence. Los invitados de la segunda hornada, los que solo acudían al baile, fácilmente triplicaron o incluso cuadruplicaron el número de personas presentes. Era, desde cualquier punto de vista, una fiesta triunfal, que contaba con una orquesta conocida y números de cabaret intercalados. Cuando Florence organizaba un acto social, ponía toda la carne en el asador.

Él estaba cumpliendo con su deber con una de las amigas de Florence más maduras y menos atractivas, el tipo de invitada a la que un buen anfitrión deliberadamente presta especial atención simplemente porque forman parte de esa categoría; no por ella, sino por el bien de la fiesta, para evitar que se quede sola y se creen situaciones incómodas. Y mientras ella, con un kilo de maquillaje, enjoyada en exceso y con una sonrisa tonta demasiado forzada, iba danzando hacia atrás agarrada a él, con unos pequeños brincos que probablemente eran el último ejemplo vivo del doble paso de 1905, lentamente la amplia entrada del salón de baile fue apareciendo ante él hasta que la visualizó frontalmente.

Y de pronto la vio allí. Alta, ágil y chispeante con un vestido blanco de lentejuelas, la reconoció de inmediato, incluso a esa distancia. Estaba entregándole al mayordomo su estola de marta cibelina. La estola de marta cibelina que él le había regalado hacía mucho tiempo, cuando aún se amaban. Conocía su modo de proceder, la había visto preparándose para hacer su entrada en muchas habitaciones. Se ladeaba ligeramente con elegancia y giraba levemente una rodilla acercándola a la otra. Conocía su modo de sonreír con suficiencia, entrecerrando los ojos, con una actitud que irritaba a las mujeres, pero que de todos modos no estaba pensada para ellas. En ese momento, estaba haciéndolo. Él conocía ese truco que ella utilizaba de girar el antebrazo y con un ligero golpe desplazar cualquier pulsera que llevase hacia el codo. También estaba haciendo eso.

En las semanas que llevaba evitándola, se había cambiado el peinado. Hubo una época en que ella no hubiese tenido tiempo de cambiarse el peinado sin que él prácticamente la estuviese observando mientras lo hacía; en cambio, en esa nueva etapa había dispuesto de todo el tiempo del mundo.

El peinado no la favorecía. Pero en ese momento, nada que tuviese que ver con ella pocha gustarle a él; ni los cambios ni las cosas que seguían como antes. Simplemente ya no le gustaba.

Incluso logró vencer el miedo, la rabia y el odio, y se mantuvo firme, cuando no hacía tanto se hubiera derrumbado consternado.

Echó un vistazo a su alrededor y vio que Florence estaba al fondo de la concurridísima sala. (Tenían una sala realmente enorme para organizar fiestas, y por primera vez se sintió encantado por ello). Florence no la descubriría hasta que la lenta progresión del baile la acercase hasta donde estaba él. Pero cuando la viese… Aunque nunca se habían visto, era una invitada desconocida, alguien que acababa de aparecer por la puerta, y Florence como anfitriona era muy puntillosa con respecto a ese tipo de cosas. Él tenía que lograr llegar hasta allí primero.

Hizo un giro repentino y disparatado hacia un lado, simplemente para sacar a su molesta compañera de baile fuera de la pista y ahorrarle la humillación de ser abandonada allí en medio. Entonces la soltó sin decir ni una palabra, permaneció un instante inmóvil en la sala y se dirigió a grandes zancadas hacia la entrada de la galería. Su rostro parecía ligeramente lívido, pero también imperturbable. Su corazón bombeaba odio como una batidora.

—Buenas noches, señor Strickland —saludó ella cordialmente—. Ha sido todo un detalle invitarme.

—¿Lo he hecho? —dijo él en un susurro mortífero, sin apenas mover los labios.

Ella respondió con esa típica sonrisa vacía suya y entornando los ojos.

—Una fiesta estupenda. Y esa es una de mis canciones favoritas. ¿Bailamos?

De nuevo sus labios apenas se movieron:

—Te dije lo que haría. —El mayordomo todavía merodeaba por allí con la estola, y dirigiéndose a él añadió—. Espera un momento. No te la lleves todavía.

Ella siempre había tenido mucho aplomo. Y esa noche confiaba en él por completo; era lo que la había traído hasta allí. Hizo un gesto malicioso por encima del hombro.

—Muy bien, entonces no la guardemos. Está asegurada. Pero no esperarás que la lleve puesta en la pista de baile. —Deslizó su mano por debajo del brazo de él—. Y bailará usted conmigo, ¿verdad, señor Strickland?

Hizo un gesto al mayordomo para que se retirase y no pudiese oírlos.

—No te saldrás con la tuya —suspiró enfurecido.

Ella no le escuchaba. Miraba por encima del hombro de él, hacia el fondo de la sala.

—Es preciosa —murmuró casi extasiada—. ¿Por qué nunca le has hecho justicia? Debes estar ciego o algo por el estilo. ¿Cómo puedes haber preferido…? —No acabó la frase. Por un momento pareció haber sido completa e inconscientemente sincera.

Él echó un vistazo rápido y vio a Florence avanzando lentamente hacia la entrada de la sala del brazo de su compañero de baile. En ese momento no estaba mirándolos. Podía haberlo hecho un segundo antes, podía estar a punto de hacerlo dentro de un segundo. Él no esperó para averiguarlo.

El sudor perló su frente.

—¿El dinero zanjaría el tema? —preguntó rápidamente.

Ella le dio la respuesta de la manera más extraña. Levantó su pequeño pañuelo de gasa perfumado y se tocó levemente la frente.

—Quédate aquí, a un lado, un momento —le dijo él—. No hables con nadie.

—Jamás lo hago en este tipo de fiestas, si no soy presentada —le prometió ella—. Bueno, dime el nombre de alguien por si acaso…

—Eres amiga de Bob Mallory. Está allí medio achispado. No sabría si te conoce o no aunque viniese hasta aquí.

La dejó a toda prisa y se metió en la biblioteca. Estaba cerrando la puerta con llave cuando se percató de la presencia de una acaramelada pareja acurrucada bajo la luz de la lámpara. Levantaron las cabezas desde su posición semipostrada y lo miraron.

—¿Me disculpan un momento? —dijo él metiéndoles prisa.

—Oh, no pasa nada —le aseguró el joven—. No nos importa que entre alguien. —Y los dos volvieron a lo suyo.

—Lo que quiero decir es que necesito estar a solas en esta habitación un momento.

La chica le dio un codazo en las costillas a su compañero y susurró audiblemente:

—Debe de ser el anfitrión.

Y salieron cogidos de la mano, riéndose por lo bajo.

—No sabíamos que era zona prohibida —dijo el chico con insolencia por encima del hombro—. Debería habernos avisado.

Strickland cerró la puerta con llave. Abrió la caja fuerte de la pared y sacó la caja del dinero. Había un par de miles. Los cogió, y con mano temblorosa extendió un cheque al portador por otros quinientos. Sabía que ella no lo aceptaría barrado. Estaba tan nervioso y apurado que tuvo que romper el primer cheque y extender otro.

Abrió la puerta y volvió donde lo esperaba ella.

—Dame un momento tu bolso —dijo sin apenas mover los labios.

Metió el dinero y se lo devolvió.

—Y ahora… —Y miró significativamente hacia la puerta.

Ella se levantó, sin ninguna prisa. Hizo un leve gesto curvando las puntas de los dedos para llamar al mayordomo y este se acercó y le colocó la estola de marta cibelina sobre los hombros.

—Habría sido una fiesta estupenda —le comentó con impostado tono compungido a Strickland—. Y me había vestido con tanto mimo…

—Harry —dijo él—. Busquele un taxi a la señora.

Se quedaron solos un momento en la puerta.

—No podrás volver a hacerme esto nunca más —le prometió él con una sonrisa.

Cuando se marcharon los Rogers, ya solo quedaban dos parejas, los Whitings y los Deveraux. Y estaban también a punto de despedirse, pero Florence los animó a que se quedasen un poco más. Ella, que siempre tenía ganas de sacarse de encima lo más rápido posible a la retaguardia después de una noche agotadora como esa.

—El final de cualquier fiesta, ¿sabéis…? ¿Cómo decía esa vieja canción? «Es lo verdaderamente importante, lo mejor de todo». Vamos al estudio y tomemos la última. Estoy agotada de hacer de jefa de estación dando salida a los invitados.

Así que fueron allí y los seis se tomaron la última.

—Mirad, os mostraré de lo que hablo. —Se repantingó en el sofá, se desabrochó las sandalias con parsimonia y puso los pies descalzos en el suelo—. ¿Para qué damos fiestas en realidad? —preguntó—. Una siente alivio cuando se acaban.

—Por eso las damos —aventuró alguien—. Es como cuando dejas de golpearte la cabeza con un martillo.

—Strick parece cansado —comentó compasiva una de las mujeres.

Florence ni siquiera se volvió para mirarlo.

—Hugh siempre parece cansado —dijo sardónica.

¿No iban a irse nunca? Tenía ganas de inclinarse sobre la mesa y golpearla con el puño, una y otra vez, hasta reducirla a astillas. Ver como todos se ponían en pie de un salto, ver sus expresiones de asombro, ver como salían pitando en dirección a la puerta.

Pero no lo hizo. Uno nunca hace aquello que realmente le apetece hacer, reflexionó.

Se limitó a concentrar su mirada en la resplandeciente superficie de la mesa. Y después dejó su vaso encima con cierta brusquedad, de modo que hizo un ruido sordo.

Sin pretenderlo, funcionó casi tan bien como la más explosiva alternativa que se le había pasado por la cabeza.

Una de las mujeres se levantó como un resorte. La otra, unos segundos después. Las mujeres son más rápidas captando indirectas.

—Bueno, Flo, ahora sí que realmente tenemos que…

—Sí, antes de que nos echéis a patadas.

Nadie lo miró, pero él sabía que las otras cinco personas presentes eran plenamente conscientes de que él era la causa del éxodo.

Al diablo las convenciones.

Él ya había subido al dormitorio antes de que ella hubiese acabado de despedir a los invitados en la puerta.

Se quitó el frac y se puso una americana, la primera que encontró.

Entonces fue hasta la cómoda, abrió el cajón y cogió el revólver que guardaban allí desde aquella vez, hacía seis años, en que los asaltaron y robaron en su propia casa. Posteriormente se pudo recuperar todo lo sustraído, pero habían pasado un mal trago al verse encañonados con una pistola.

Se guardó el arma en el bolsillo de la chaqueta.

Ella entró en la habitación fresca y encantadora. Tan fresca y encantadora como si fuesen las ocho de la tarde y no las tres de la madrugada. Como si no acabasen de dar una fiesta. Como si no hubiera aparecido una invitada extra a la que nadie había invitado. (Bueno, tal vez para ella no había existido).

Cerró la puerta del dormitorio. Sonreía con benevolencia.

—Bueno, querido… —dijo con dulzura. Se colocó las manos detrás del cuello y empezó a quitarse el collar de diamantes. Mientras lo hacía, atravesó la habitación—. ¿Qué te ha parecido? Yo diría que ha sido una de nuestras fiestas más exitosas, ¿no crees?

—¿El qué? —dijo él, tratando de prestarle atención.

Ella se rio indulgente e insistió:

—La fiesta, querido.

Nada parecía poder contrariarla esa noche.

¡Oh, Dios mío, la fiesta! Él se estremeció sin exteriorizarlo.

—La cabeza —dijo—. Está a punto de estallarme.

—¿Por qué no te tomas una aspirina? —le sugirió ella.

—Una aspirina no… —empezó a decir él.

Antes de que pudiese acabar la frase, ella la terminó por él:

—No, una aspirina no te haría ningún efecto, ¿verdad?

Él la miró con recelo. ¿Qué quería decir con eso? ¿Qué sabía?

Aparentemente no iba con segundas, ella no sabía nada. Era él que se obsesionaba. Florence, que ya se había quitado el traje de fiesta y se había puesto un salto de cama de seda, estaba serena y relajada.

De pronto, él se dio cuenta de que ella se había acercado a la cómoda hacía un instante y había abierto el mismo cajón, pero ya lo había cerrado y se alejaba de allí cuando él se percató.

—¿Qué buscabas en la cómoda? —le preguntó él bruscamente.

—¿Por qué me lo preguntas? Estaba guardando una cosa —respondió ella sin precisar más. Se rio, como uno haría ante un niño enfurruñado—. ¿No puedo abrir el cajón de la cómoda?

Ella no podía haberse dado cuenta de que la pistola había desaparecido. Habría hecho algún comentario al respecto, y no lo hizo, ni palabra.

Ni siquiera se percató del disparejo pantalón a rayas del frac debajo de la americana. Estaba ensimismada, en su propio mundo; probablemente reviviendo y volviendo a saborear la fiesta. Él ya sabía que las mujeres tendían a hacerlo.

Agarró el pomo de la puerta del dormitorio y le anunció:

—Necesito tomar el aire. Es lo único que puede ayudarme a despejar la cabeza.

Ella no se opuso.

—Asegúrate de que llevas la llave, querido —fue todo lo que le dijo—. Los sirvientes, pobres, están tan cansados que no los despertaría ni un cañonazo.

—No te molestaré —le prometió sombríamente.

Ella se le acercó con aire inofensivo.

—Te daré las buenas noches ahora —le dijo, y le estampó uno de sus rutinarios besos en la mejilla.

Él se quedó inmóvil, demasiado tarde para esquivarlo.

Las yemas de los dedos de ella habían pasado rozando el bolsillo en el que tenía la pistola. Dedos hábiles, él solo se dio cuenta cuando ella ya los había apartado, que no ejercieron presión, solo se deslizaron superficialmente.

Florence no mostró reacción alguna. Debió de confundir el arma con una pitillera que él llevaba a veces. Él dirigió una mirada disimulada hacia el bolsillo cuando ella pasó delante de él. Pero ella no miró en esa dirección.

Florence fue hasta su cama y con suavidad retiró a un lado la colcha. Sonreía, se mostraba encantadora y fresca hasta el último momento. Uno podría haber pensado que los invitados todavía andaban por allí.

Con coquetería, se llevó dos dedos a los labios y después los propulsó en dirección a él, enviándole un último beso de buenas noches.

La última mirada que él le dirigió, mientras cerraba la puerta, se la mostró sentada en la cama, apoyada en las almohadas, a punto de coger un libro y leer un poco para conciliar el sueño; un halo de luz rosada procedente de la lámpara de la mesilla de noche daba un toque rosáceo a su cara y sus hombros; su cabello canoso, sedoso como el de una jovencita, caía en compactos rizos por debajo de sus hombros.

Parecía una marquesa dieciochesca lista para recibir en audiencia a la corte en su dormitorio.

Él bajó rápidamente por la escalinata que iba curvándose gradualmente (siempre había detestado esas escaleras, se tardaba mucho en bajarlas). La grotesca sombra que proyectaba, generada por la lámpara que dejaban encendida por las noches, en el amplio vestíbulo de abajo, iba dando saltitos junto a él por los paneles de mármol claro de la pared. Era como un fantasmal consejero que le animaba a cometer fechorías.

Al cruzar el vestíbulo se percató de algo extraño, un insignificante pero en cierto modo chocante recordatorio, un resto de la fiesta, que entonces le parecía que se hubiese celebrado hacía mil años. Una copa de champán que había quedado olvidada en la punta de una mesa junto a la pared, con una silla vacía justo al lado. Debía de ser la de ella, pensó. Era donde se había sentado a esperar mientras él le llevaba el dinero, en esa silla exactamente. Y aunque no recordaba haberla visto sosteniendo la copa o bebiendo de ella, debía haber pedido una o el mayordomo se la habría ofrecido.

De pronto, presa de una repentina rabia, fue hasta allí, cogió la copa, la alzó en un siniestro brindis y se la bebió. Acababa de celebrar la muerte de ella con su propia copa.

Una ráfaga de frío aire nocturno penetró en el vestíbulo, la puerta se cerró de golpe y él salió de la casa.

No llamó al timbre, no golpeó la puerta con los nudillos. No fue necesario. Había cogido la llave que ella le había dado hacía tiempo, y abrió sin apenas hacer ruido.

Retiró la llave, entró y cerró la puerta. Sin hacer mucho más ruido del que había hecho al abrirla.

Sabía dónde estaba exactamente el interruptor, sabía dónde tenía que poner la mano sin necesidad de mirar. Lo pulsó y las chillonas luces de tonalidad melocotón del techo, que ella había instalado formando un pequeño círculo, se encendieron.

Se conocía el lugar al dedillo. Lo sabía todo acerca de él. En una época había sido como su segunda casa. No, en una época había sido su primera casa, mientras que el sitio de donde venía había ocupado el segundo lugar. Era sorprendente cómo había cambiado todo.

Cada mueble, cada objeto, cada silla, habían desempeñado un papel en su historia. En aquella silla —justo esa de allí— se había sentado aquella noche que estaba un poco borracho, muy al principio, cuando prometió que no iba a volver nunca más con Florence; iba a romper con ella esa misma noche, en ese mismo momento. Ella tuvo que sentarse a su lado, en el brazo de la silla, y ponerse zalamera y sacarle la idea de la cabeza, y finalmente quitarle el teléfono que había estado sosteniendo en sus manos todo ese rato. Ella había calmado su estado de excitación y lanzándole un guiño cómplice, le había dicho: «Ahora todo nos va de maravilla, ¿para qué salimos del guión y buscarnos problemas? Toma, bebe otra copa e imagina que eres soltero, funcionará igual de bien».

Y la noche de las elecciones habían puesto los dos todo su dinero allí, encima de la radio. Él apostó a que ganarían los demócratas y a ella no le quedó otro remedio que hacerlo por los republicanos, porque no había nadie más para apostar. Pero quizá después de todo ella no había sido tan boba. Él la había retado para ver cómo reaccionaba, y ella había entrado en el juego; no se había enfurruñado ni quejado, y cuando él ganó insistió en que se quedase todo el dinero de la apuesta, lo obligó a hacerlo. Y al día siguiente tenía su estola de marta cibelina y con ella todo el dinero que había apostado de vuelta. ¿Cómo podía haber sabido que iba a funcionar así? Era como prestarle a alguien quinientos dólares (que, además, originalmente eran de ese alguien) por una noche y al día siguiente recibir un abrigo de piel como pago por los intereses. Un gran negocio.

Al pasar vio que en el atril del piano había una partitura abierta. Le echó un vistazo e hizo una mueca de desprecio al leer la letra de la canción: «Más pronto o más tarde, volverás…».

Esta vez no, se había acabado. Cogió la partitura con una mano, la arrugó hasta convertirla en una bola y la lanzó con rabia al otro lado de la habitación.

La puerta con espejo del dormitorio estaba entreabierta. La abrió del todo y permaneció allí de pie, mirándola. La resplandeciente luz de la sala iluminaba suficientemente el cuarto como para ver el interior con absoluta claridad, con apenas alguna que otra sombra de tono azul celeste aquí y allá.

Ella dormía en la cama, echada de lado, dándole la espalda. Verla allí, tan despreocupada, tan ajena a todo lo que había hecho, hizo que volviese a brotar todo su rencor.

La estola de marta cibelina reposaba descuidadamente sobre una silla, formando una suerte de tienda de campaña con el respaldo de la silla haciendo de poste. El vestido blanco estaba en una percha, pero no lo había guardado en el armario, sino que la percha pendía de la parte superior de la puerta y el vestido colgaba allí de cualquier manera.

El aire estaba cargado de su perfume. Una vez le había dicho cómo se llamaba. Tuf. (El había añadido una «o» y ambos se habían reído). Ella no había tenido que decirle el precio, él lo había visto muchas veces en los cargos de su cuenta. Unos cargos que habían dejado de producirse hacía algún tiempo, antes de que la verdadera presión y el verdadero chantaje empezase. Permaneció un rato contemplándola, recreándose en su rabia.

Hasta que, con sigilosa y fría determinación, empezó a desabrocharse la americana cruzada, en cuyo bolsillo notaba el peso de la pistola. Se la quitó, la dobló cuidadosamente y la colgó en el respaldo de la silla.

Avanzó y cerró las ventanas, para que no pudiese escapar por ellas casi ningún sonido, o ninguno en absoluto, de los que en breve iban a producirse. Entonces volvió a su posición anterior, detrás de la sinuosa espalda de ella, y se cogió el cinturón. Se lo sacó y lo agarró por la hebilla, usándola como empuñadura.

Se inclinó y retiró la ligera colcha y las sábanas con un único movimiento, que hizo que la tela se inflase como si fuese una ola. El tafetán crepitó y las sábanas de seda silbaron. Y allí apareció ella echada, con su torneada silueta, con un vaporoso camisón negro que le sombreaba el cuerpo.

Él hizo una mueca vengativa y levantó el cinturón como si fuese una serpiente retorciéndose que tuviese agarrada por la cabeza. ¡Así era como se trataba a las mujeres como ella! ¡Eso era lo que se merecían! ¡Eso era lo que conseguían! ¡Ese era el único trato que entendían!

El sonido que hacía al golpear era como un lento y espaciado aplauso. Otra vez, y otra, y otra; más rápido, y más, y más. Le fustigaba los firmes omoplatos, después las caderas, después la parte inferior de los muslos. Aparecieron rasgaduras blancas en la tela negra que sombreaba su cuerpo, como si no fuese más que polvo que se levantaba con cada latigazo. Se inflaba y ondulaba y volvía a su sitio con cada impacto.

Pero ese era el único movimiento…

De pronto la ira que le nublaba la visión se despejó lo suficiente como para permitirle reparar en que ella no había gritado, no había saltado, no había rodado hacia un lado tratando de escapar.

Y hacía rato que debería haber hecho todo eso.

Dejó caer el cinturón, que formó una suerte de charco circular. Se inclinó sobre la cama y le levantó la cabeza agarrándola del pelo. Esta se arqueó con demasiada facilidad, con demasiada flacidez. Se arqueó y no hubo ningún otro movimiento. Le habían partido el cuello.

Había estado azotando a un cadáver.

Al subir por esas escaleras curvas la sombra lo persiguió a lo largo de los paneles de la pared y él huyó de ella. Pero como las escaleras describían un giro, la sombra lo dejó marchar momentáneamente e implacablemente reapareció deslizándose ante él para encarársele acusadoramente cuando ya coronaba la escalinata. Él entrecerró los ojos y trató de mantenerla a raya alargando la palma de la mano; atravesó su azulada incorporeidad y logró llegar hasta la puerta del dormitorio y meterse en él. La sombra no lo siguió hasta allí. Pero aguardaba fuera.

Soltó un suspiro desde lo más profundo de las entrañas, acompañado de un ligero temblor, y giró la llave de la puerta.

Ella estaba o parecía estar dormida. El halo de luz rosácea había desaparecido. Sin embargo, su cabeza estaba apenas un poco más hundida en la almohada, si es que realmente se había movido algo, que cuando él la había dejado. Tenía los ojos claramente cerrados. Los rayos de sol del amanecer penetraban entre los listones de la persiana como si fueran lingotes de plomo candentes.

Guardó la pistola, volviendo de vez en cuando la cabeza para controlar que ella no lo estuviese mirando. Los párpados de su esposa no se movieron en ningún momento.

Se metió en el baño, tembló un poco e incluso lloró un poco por toda la tensión acumulada. Después se secó las lágrimas con una toalla y se sentó un rato en el borde de la bañera con consternada apatía. Al cabo de un rato, sin levantarse, se desnudó parcialmente; se quitó la americana, la corbata, se abrió el cuello de la camisa y se desabrochó el cinturón, pero no continuó.

Dormir, dormir, tenía que dormir; era el único modo de huir de todo eso, de olvidarlo: dormir. Se golpeó la cabeza varias veces con la palma de la mano, se pegó sin mucha fuerza, como para atraer el sueño. Pero el sueño no vendría de ese modo. Una agitación de pesadilla e insomnio bullía en su interior.

Abrió el armarito y cogió un frasco de somníferos. Se echó dos en la palma de la mano, y hasta tres. Levantó la mano entrecerrada en forma de cuchara, pero la detuvo a mitad de camino. De pronto tiró las pastillas haciendo una mueca al borde del llanto. Conseguir dormir de ese modo solo lograría que todo eso quedase encerrado en su cabeza.

No podía superarlo solo. No podía guardárselo para sí mismo. Tenía que hablar con alguien. Tenía que hablar con ella.

Lo cierto era que su matrimonio había llegado hasta allí. Y ella tenía que ayudarlo.

Volvió al dormitorio. Los lingotes de plomo se habían convertido en lingotes de plata. No tardarían en pasar al oro, pero todavía no era el momento.

Antes de acercarse a la cama, vio que después de todo ella estaba despierta. Seguramente acabaría de despertarse.

—Florence… —dijo sin aliento—. Florence…

—¿Hay algo que quieras contarme? —La entonación de la interrogación fue tan leve que apenas se percibió. No era una pregunta, era una constatación, pero él no tenía tiempo para matices de entonación.

—Sí, sí. Escúchame atentamente.

Se sentó en la cama junto a ella. Volvió a levantarse. Dio la vuelta a la cama. Se sentó al otro lado. El corazón de Florence estaba en ese lado.

—¿Estás suficientemente despierta para entender lo que voy a contarte?

—Más que suficiente. —Había algo cortante en la afirmación.

—Esa mujer… —Se detuvo de nuevo y se preguntó cómo debía seguir—. Anoche vino aquí una mujer. No sé si te percataste o no de su presencia…

Florence sonrió con una levísima sombra de ironía.

—Veamos —dijo ella—. Un vestido de Hattie Carnegie, blanco, y un brazalete de ciento cincuenta dólares. Pero creo que se compró con descuento, en rebajas, y después se le facturó al precio total… a alguien. Unos Perugia originales en los pies. Probablemente un treinta y siete. No más. Todo de muy buen gusto, de un gusto exquisito, pero… —Meneó la cabeza y arrugó la nariz—. Pero la percha es vulgar. No puede hacer nada al respecto, aunque la mona se vista de seda… Debe de tener treinta y cinco, aunque podría pasar por una jovencita de veintiocho.

«Tiene veintiocho», quiso espetar él en tono de protesta, pero se lo pensó dos veces. Tal vez lo había engañado y realmente tenía treinta y cinco.

—El perfume que llevaba debía de ser algo tipo Tuf, pegajoso y almibarado. —Él puso los ojos como platos y se quedó sin palabras—. Sí, Hugh, sí. Creo que sé de quién me hablas.

Ella encendió un cigarrillo, como dándole tiempo para que se recuperase. Incluso le ofreció uno, que él rechazó.

—Yo…, bueno…, no sé cómo explicarte esto, Florence. Hubo entre nosotros una relación de la que tú nunca supiste…

De nuevo la sonrisa irónica.

—¿Debo echarte una mano también con eso, Hugh?

Después de la primera calada, tiró la ceniza en el platito esmaltado con peana, saboreó el humo y miró hacia el techo pensativamente, como recopilando los datos de que disponía para brindarle a él toda su ayuda.

—Se llama Esther Holliday, vive en el apartamento D7 del 1604 de la avenida Farragut. Paga ciento cinco dólares al mes por él. Su número de teléfono es Warfield siete uno siete seis. Lleva en tu vida…, ¿o debería decir en tu cabello?, oh, más o menos unos cuatro años, o un poco más. No soy vidente, Hugh, no te puedo decir el día o el mes exactos en que te enamoraste de ella. Esas cosas van poco a poco. Pero sí puedo darte la estación y el año exactos, la primavera de 1943. «En primavera, la fantasía de un hombre maduro…». No debería haberme involucrado tanto en mi trabajo durante la guerra. —Dijo esto último como entre paréntesis, levantando su dedo índice con un gesto que era más juguetón que severamente admonitorio—. Estuviste enamorado de ella durante tres años. El último año y medio ya no la querías, pero te han faltado agallas para hacer algo al respecto.

Él parecía a punto de desmoronarse, como si estuviese sostenido por hilos poco tensos, como si fuese una marioneta a la que el titiritero hubiese abandonado.

—Lo sabes. Lo sabes todo.

—Hace años que lo sé —aseguró ella bruscamente. Decidió que ya estaba harta del cigarrillo y lo apagó; de todos modos solo lo había utilizado como una ayuda para mantener esa conversación. Por el bien de él.

—Y ahora ¿qué pasa? ¿Qué es lo que te mueve a… sincerarte precisamente ahora? Y no es que no te lo agradezca, ¿sabes? Un pequeño paso es mejor que nada.

—Florence, fui allí para…, para…

Esta vez ella dejó que se las apañase solo.

—Oh, Florence —dijo por fin, y se derrumbó, como agotado por su intento de contarle algo que ella no supiese ya. Ella no le había dejado ningún resquicio de dignidad en su confesión.

—Resultaba todo muy evidente —dijo ella con tono de reproche—. Una americana con tus pantalones de frac. Un bulto debajo de la americana. El revólver desaparecido del cajón. No fuiste muy discreto, ¿sabes? —Y con tono neutro añadió—: ¿Y lo hiciste?

Él se quedó mirándola horrorizado.

—Me limito a seguir todos los indicios que dejaste. Mostraste claramente tus intenciones, y sin embargo me miras en estado de shock cuando yo…

—¿Pero tienes que decirlo de ese modo tan deleznable? —alegó él casi patéticamente.

—Discúlpame —dijo ella—. Lo siento. —Y pareció realmente arrepentida—. No estoy habituada a convivir con la violencia, ¿sabes? Tendré que aprender a dejar de lado mi convencionalismo social.

Él tenía la cabeza inclinada hacia delante, de modo que le mostraba la raya de su cabello. Se tapaba la cara con ambas manos y hablaba a través de ellas. Su voz sonaba sofocada.

—Ya estaba muerta. La encontré estirada en la cama, ya muerta. Alguien, no sé quién, lo hizo. Yo solo sé que no fui yo.

Ella le cogió la mano y le acarició el dorso casi maternalmente.

—Claro que no lo hiciste, claro que no.

Él levantó la cabeza, se quedó pensativo y de pronto se le ocurrió algo importante:

—Puedo probarlo. Puedo demostrar que yo no lo hice. Espera un momento, dónde está ese… —Por un instante puso cara de pánico al percatarse de que ya no llevaba puesta la americana. Se levantó de un salto, fue hasta el lavabo y salió con la americana en la mano—. Aquí. Aquí está. Encontré esto en el suelo de su habitación. —Y le pasó una nota a Florence.

Ella la leyó en voz alta:

—«¿Y ahora cómo se siente, señor Strickland?». —Era muchísimo más rápida que él sacando conclusiones—: Deberías haber dejado la nota allí —dijo al instante—. Debería haberse quedado allí, donde quien sea la dejó. No debería estar aquí, donde no la descubrirán.

—Pero no quería que me relacionasen…

Ella cambió de opinión abruptamente:

—Quizá sea mejor. Sí, quizá hayas hecho bien. Pero, sobre todo, guárdala. Asegúrate de no extraviarla. Si llega a ser necesario, la podrás enseñar. Pero ya has destruido la mayor parte de su valor. No puedes demostrar que la encontraste allí, en la habitación, una vez que la has cogido. Puedes probar, o ellos podrán, que no la has escrito tú, pero podrías haberla encontrado en cualquier parte. Podría proceder de cualquier otro sitio. Pero ya es demasiado tarde para arreglarlo. —Al ver la consternación que sus reflexiones habían hecho aparecer en la mirada de él, añadió—: Pero incluso sin la nota, estás suficientemente a salvo. No pueden cargarte el crimen si no lo cometiste. Sería un fallo tremendo de la justicia. Esas cosas no pasan.

—Pero aparecerán por aquí. Tienen que hacerlo. Y me harán preguntas…

Ella asintió apesadumbrada.

—Indagarán en su pasado. Y vuestra relación ha sido… bastante larga.

—¡Florence, tienes que ayudarme! Sea lo que sea lo que encuentren hurgando en el pasado, no tendrá tanta importancia; al menos si podemos evitar que descubran lo de esta noche. ¿No te das cuenta? La gran fiesta que diste. Eso nos viene de maravilla. Docenas de personas me vieron aquí durante toda la velada, hasta el final. ¡Florence, yo no salí de casa después de que se marchasen los invitados! No salí en ningún momento, ¿lo entiendes? Florence, no contradecirás mi versión, ¿verdad? ¿Me apoyarás? Eres mi única esperanza.

—Soy tu esposa, Hugh —fue todo lo que dijo—. ¿Te olvidas de eso? Soy tu esposa. —Solo había cariñosa devoción en sus ojos cuando las miradas de ambos se cruzaron.

Él dejó caer la cabeza sobre el pecho de ella, con un profundo suspiro de alivio que era casi un sollozo.

Ella le acarició el cabello con suavidad, tratando de tranquilizarlo. Comprensiva e indulgente, con la mayor solicitud marital del mundo.

Había muerto la noche del martes al miércoles. El miércoles no sucedió nada. El jueves no sucedió nada. La noticia que apareció era neutra, impersonal; un texto frío, negro sobre blanco. Él contenía el aliento. El viernes finalmente saltó de los periódicos y cobró vida en forma de un hombre plantado ante su puerta.

—Hazlo pasar —le dijo a Harris. Pero se lo repensó—: No, espera un momento.

Probó una pose en la mesa del despacho, estudiando unos papeles. No, eso no resultaba adecuado, eso no era una oficina. Probó sentándose en una enorme butaca de cuero, se echó hacia atrás, hundiéndose en ella y cruzando las piernas. Volvió a levantarse, cogió un libro de la estantería y un puro del humidificador, y volvió a la butaca.

—De acuerdo, ahora ya puedes hacerlo pasar.

El tipo no impresionaba mucho. Era un hombre alto, escuálido y de mejillas chupadas. Se mostraba indeciso, parecía un novato. Hacía días que no se cambiaba la camisa, por uno de los puños asomaba una sucesión de hilos deshilachados.

—Siento molestarlo, señor Strickland —dijo—. Soy del departamento de policía. ¿Le importa que le haga algunas preguntas?

—Siéntese —respondió Strickland—. No, no me importa.

El tipo se sentó, muy inclinado hacia delante; la muñeca le quedaba totalmente a la vista. Echó un vistazo a la habitación con aire intimidado. Echó un vistazo a Strickland con aire intimidado. Como si no supiese que había gente que vivía en casas así.

—Coja un cigarrillo —le ofreció Strickland, para que se relajase—. Ahí tiene un encendedor.

Primero, por error, cogió el tintero.

—No, justo allí, lo tiene al lado.

Pero cuando lo cogió, no sabía hacerlo funcionar.

—Simplemente púlselo. Apriete un poco.

Pero él ya había dejado de intentarlo y había optado por una cerilla que llevaba encima.

Una vez utilizada, no sabía qué hacer con ella y tuvo que seguir sosteniéndola entre los dedos.

«Dios bendito, ¿por qué he estado tan asustado?», pensó Strickland.

—¿Qué preguntas quiere hacerme? —quiso saber.

El tipo se sobresaltó, como si hubiese olvidado lo que él mismo acababa de decir.

—Oh… ah. Sí, bueno…, ¿conocía usted a una mujer…, a una señorita…, llamada Esther Holliday?

—Sí, la conocía —respondió Strickland de inmediato.

—¿Y bien?

—Tan a fondo como puede conocerla un hombre. —Esperó a que su interlocutor asimilase el comentario. Y entonces continuó—: Soy muy franco con estas cosas, ¿sabe? —Y añadió—: Pero eso fue hace tiempo. Se terminó hace año y medio.

El tipo jugueteó con su cigarrillo. Realmente sacaba de quicio contemplarlo. Uno podría haber pensado que él era el interrogado y Strickland el interrogador.

—¿Sabe?, está muerta.

—Asesinada —le corrigió Strickland—. Lo leí en un periódico. Lo leí todo sobre el caso.

—No la había visto usted últimamente, ¿verdad, señor Strickland?

—No.

—¿Cuándo fue la última vez?

—Diría que hace seis meses.

—Oh. —Y al rato añadió—: Bueno… —Tenía menos chispa que un ginger ale preparado hacía una semana—. En ese caso… —Pareció que no sabía qué más decir, así que se puso en pie.

Strickland también se levantó. Y dejó su libro sobre la mesa que había entre ellos.

El tipo jugueteó con él, con la típica actitud de una persona torpe que no sabe cómo concluir una entrevista con elegancia y despedirse adecuadamente, de modo que trastea por allí indeciso.

—¿Es nuevo?

—Todo lo contrario —dijo Strickland con condescendencia—. Es muy viejo.

—Ah, como algunas de las páginas todavía no se han cortado…

—Todavía no he llegado hasta esas. —Lo que había que hacer en esos casos era responder muy rápido, sin siquiera tomar aliento entre la pregunta y la respuesta.

Distraídamente, Cameron pasó el pulgar por el borde de una de las páginas. Era la primera página del libro. Y las siguientes tres o cuatro estaban pegadas a ella.

Cerró el libro, se olvidó del tema y se marchó.

Estaban preparándose para acostarse. Él estaba sentado en el borde la cama, ya con el pijama, pero sin ganas o incapaz de echarse y descansar. Tenía la espalda arqueada, los hombros caídos, las manos ligeramente cerradas, con la desconsolada mirada fija en el suelo.

Ella, en cambio, estaba sentada ante su tocador. La cabeza también inclinada, pero concentrada en lo que estaba haciendo en ese momento y no abstraída como le sucedía a él. Estaba limándose las uñas, moldeando su forma.

Por fin ella rompió el silencio.

—¿Cómo tenía las manos? Me refiero a ella, ya sabes.

Sí, ya sabía. Hizo una mueca y se pasó el canto de la mano por la boca, como para quitarse un mal sabor.

—¿Te molesta que te la recuerde? —preguntó ella diplomáticamente.

—No —respondió él dejando escapar un suspiro—. Estaba pensado en ella de todos modos. No he dejado de hacerlo. Eran…, bueno, supongo que como las de cualquier mujer, suaves y más blancas que las de un hombre…

—No, me refiero a cómo las tenía colocadas. ¿En qué posición? Dijiste…, dijiste que le habían partido el cuello.

—Ah. —Entonces lo entendió—. Las tenía en alto, así. —Y se lo mostró—. Tratando de protegerse el cuello, tratando de librarse de lo que la estrangulaba. Estaban petrificadas en forma de garras. Igual que hubieran estado las de cualquiera en su situación.

Florence imitó el gesto con las suyas. Se las contempló en el espejo.

—Entonces tuvo que clavarle las uñas y arañar a su agresor. Debió dejarle marcas en las manos.

—Supongo que sí. Era lo único que podía hacer.

Y entonces, como ella no añadió nada más, él levantó la cabeza y comentó:

—¿Por qué me lo has preguntado?

—Supongo que por una asociación de ideas. Estaba mirándome las manos y he pensado en las de ella. Lo siento si…

—No pasa nada —aseguró él. Y volvió a bajar la cabeza.

Ella apagó las dos lámparas con pantalla de seda de su tocador. Se levantó y fue hasta la cama. La seda de su salto de cama produjo un tenue susurro cuando empezó a quitárselo. Se detuvo cuando lo tenía a la altura de los codos. Se volvió y lo miró preocupada.

—¿Podrás dormir?

—Lo intentaré.

—Sí, pero ¿lo lograrás? Eso es lo importante.

—No te preocupes por mí. Ya puedes apagar la luz.

—De acuerdo, pero no puedes pasarte toda la noche sentado en el borde de la cama.

—Temo que si me echo, volveré a revivirlo todo. Me pasó anoche. Cada vez que me despertaba, estaba bañado en sudor. Después de todo, fue una cosa horrible ver aquello. Es la primera vez en mi vida que presencio una cosa así. Y además, toparme con todo eso de ese modo, por sorpresa… —Pero el quid de la cuestión todavía no se lo había contado: era el modo en que había utilizado el cinturón.

Con la uña del dedo índice, Florence se rascó suavemente, como siempre hacía, la comisura de los labios.

—No puedes permitir que vuelva a sucederte esta noche —le dijo—. Si sigues así, tendrás que consultar a un médico. Creo que sé lo que haremos.

Se volvió a poner el salto de cama, se metió un momento en el lavabo y reapareció con un frasco de somníferos en la mano.

—Prueba con esto —le sugirió—. Hasta que superes el shock. Pon la mano.

Él la extendió dócilmente, como un niño.

Ella dio unos golpecitos al frasco hasta que cayeron dos píldoras en la palma de la mano de su marido. Puso el frasco en vertical y leyó la etiqueta.

—Dice que la dosis normal son dos pastillas. Creo que dado tu estado podrías tomarte tres. —Hizo caer una tercera. Sostuvo el frasco sin cerrarlo y le preguntó—: ¿Te asustaría probar con cuatro?

—No —respondió él—. Cualquier cosa es mejor que…

Dejó caer una cuarta y cerró el frasco.

—Te traeré un poco de agua —le dijo.

Cuando regresó con el agua, él se las tragó. Ya las tenía en la boca antes de que ella reapareciese.

—Ahora échate —le ordenó ella—. Y no te resistas. ¿Quieres que te ponga la mano en la frente?

Él sonrió tímidamente.

—No, gracias —dijo. Y le lanzó una mirada rápida y avergonzada—. Estás siendo muy cariñosa conmigo, Florence.

—¿Y qué esperabas que hiciese? —le preguntó con un afectuoso centelleo en la mirada.

—Después de todo, ella era…

—Eso ya es un asunto zanjado —aseguró ella. Siento que tenga que haber acabado de un modo tan desagradable. Pero en lo que a ti y a mí concierne, es agua pasada.

Florence le reacomodó la almohada. Incluso lo arropó colocándole la sábana por encima de los hombros. Y apagó la luz.

—Gracias, Florence —dijo él casi sollozando.

—Chist —respondió suavemente ella en la oscuridad—. Duerme. Limítate a dormir.

Las pastillas tardaron un rato en hacer efecto.

Estuvo a punto de sucumbir un montón de veces, pero sus nervios a flor de piel, como si fueran muelles, lo propulsaban de nuevo hacia la superficie de la conciencia. Hasta que finalmente se sumergió en las oscuras aguas del olvido y no volvió a emerger.

En un momento dado, en sus sueños, una luz que se extendía como una mancha de aceite flotó ante él, proyectó sobre él su halo brumoso y difuso, y se alejó.

Por la mañana, su repentino grito de asombro hizo que ella se asomase a la puerta del baño para ver qué sucedía.

Él tenía las manos levantadas en perpendicular, con el dorso ante sus ojos.

—Mira. Mírame. ¿Qué me he hecho? ¿De dónde ha salido todo esto? Acabo de descubrírmelo hace un minuto, cuando iba a abrir el grifo.

Ella se acercó rápidamente, le tomó una de las temblorosas manos entre las suyas y la examinó. El dorso estaba cubierto de marcas rojas, que formaban líneas apretadas, unas largas, otras cortas, unas de un rosa pálido, más superficiales, otras rojo oscuro y más profundas.

—No te asustes —le exhortó ella—. Debes de habértelo hecho tú mismo mientras dormías. —Le tomó la otra mano y también se la examinó. Chasqueó la lengua mostrando una afable conmiseración—. Tal vez seas alérgico a esas pastillas que tomaste. Puede que de algún modo te hayan irritado la sangre o la piel y eso haya hecho que te rascases incontroladamente. ¿Lo tienes por alguna otra parte del cuerpo?

Él se levantó la manga.

—No, no pasa de la muñeca. Aquí tengo algunas, pero no suben más arriba. —La miró con un pavor casi supersticioso—. Ahora recuerdo que tuve un sueño. Ella aparecía en él. He vuelto a revivirlo todo, de un modo diferente. Oh, ha sido horrible… —Se estremeció violentamente y apoyó una mano contra el espejo del armarito para mantener el equilibrio—. Ella pretendía que yo… No paraba de intentar que yo le hiciese lo que le habían hecho, ya sabes. Me cogía las manos con las suyas e intentaba una y otra vez llevarlas hasta su cuello. Y cuanto más lo intentaba ella, más trataba yo de evitarlo. En el sueño era yo quien gritaba, no ella. Ella tenía garras de acero, me clavaba las uñas en las manos y yo no podía librarme. Por fin logré arrancármelas, y su cara fue desvaneciéndose, como una bombilla que se apaga poco a poco. —Se secó el sudor que le cubría la frente. Y ella…, ella llevaba puesto tu salto de cama. Era ella, pero llevaba tu…

—Chist —dijo Florence. Le puso un momento el dedo sobre los labios para que guardase silencio—. No lo rememores. Mira lo que está haciéndote. Espera un momento, deja que te cure.

Cogió un poco de algodón, lo humedeció con linimento y se lo pasó suavemente por las laceraciones.

—Todavía me escuece —comentó él perplejo—. A pesar de que ya no sangran.

—Desaparecerán —le prometió ella—. Dentro de una semana no serás capaz de encontrártelas.

Después de que volviesen a requerirlo, mientras bajaba por las escaleras, se cruzó con Florence. Intercambiaron una mirada; los ojos de ella traslucían preocupación, los de él, aprensión.

Ninguno de los dos dijo nada, pero él levantó calladamente dos dedos para indicarle que esa era la segunda vez que venían.

Ella asintió y se mordisqueó el labio, como si a ella eso tampoco le hiciese ninguna gracia.

Finalmente, Florence le apretó el antebrazo para darle ánimos sin decir nada. Al hacerlo, de pronto dirigió la mirada a su mano, en cuyo dorso todavía eran perceptibles esos misteriosos arañazos nocturnos, aunque ya habían adquirido una tonalidad marronosa y se habían curado haciendo una costra.

Ella le indicó con nerviosismo que esperase donde estaba, que no bajase todavía. Y bajó apresuradamente los escalones que acababa de subir, regresó al vestíbulo, fue hasta el perchero en el que colgaban habitualmente las prendas para salir a la calle y rebuscó en los bolsillos del abrigo de su marido.

Regresó a la escalera y él vio que en la mano llevaba un par de guantes.

—Póntelos —le susurró.

—Pero ¿no les parecerá raro? ¿Con guantes en casa?

—Pero esas marcas… Pueden creer que son de… Es mejor que no las vean.

Él aspiró con fuerza, muy tenso.

—No había pensado en eso hasta ahora mismo —jadeó, consternado. Dios mío, pueden pensar que…

—No pensarán nada si no las ven. Trata de evitar que te las vean.

—¡Pero dentro de casa! ¿Cómo voy a poder?

—Bueno, pues entonces acabas de llegar. Mira, así. —Volvió a bajar por las escaleras. Y esta vez le trajo un sombrero y un gabán. Le puso el sombrero en una mano y le colgó el gabán del brazo como si acabase de quitárselo.

—Pero saben que estaba en casa cuando han entrado. El mayordomo se lo ha dicho.

—Entonces estás a punto de salir, vas de paso hacia la puerta. Hagas lo que hagas, déjate los guantes puestos.

En ese momento se abrió la puerta de la biblioteca y apareció el rostro de Cameron, que echaba un vistazo, intrigado por saber qué lo estaba retrasando.

La escena de desasosiego y conspiración que componían marido y mujer se rompió al ponerse ambos en movimiento. Pero quedó una sensación de culpabilidad. Se separaron, él siguió bajando por las escaleras y ella continuó subiendo. Pero los habían pillado quietos, habían reaccionado unos segundos demasiado tarde. No habían actuado con naturalidad. Sobre todo ella, a la que se le notó mucho que se alejaba precipitadamente de él.

Él bajó, volvió a abrir la puerta, que Cameron había cerrado después de echar ese fugaz vistazo, entró y la cerró tras él.

—¿Caballeros? —saludó afable.

Había tres hombres allí congregados, dos que no conocía y el del otro día. Eso no le gustó.

Repararon en el sombrero y el abrigo.

—¿Iba a salir, señor Strickland?

—Sí, iba a hacerlo.

—Lo siento. Pero esto es prioritario. —El tono podía ser cordial, pero era una orden directa.

—Muy bien —respondió él con docilidad—. Como ustedes digan. —Y dejó el abrigo sobre una silla y el sombrero encima.

—Siéntese, póngase cómodo. —Eso lo dijo Cameron. El tono seguía siendo cordial, y también una orden.

Se sentó. Y entonces se dio cuenta de que ella —o más bien su consejo— había conseguido de algún modo enfatizar los guantes, y las manos que ocultaban, en lugar de restarles relevancia. Esos guantes hacían que un reflector proyectase toda su luz sobre ellos. Estaba atrapado en los guantes, no podía quitárselos sin atraer la atención sobre sus manos, y tampoco podía dejárselos puestos sin provocar el mismo efecto.

—Serán solo unas preguntas. —Era Cameron de nuevo. Tranquilo, casi encantador se podría decir. Ese día no había apenas rastro de su torpeza habitual.

Strickland ya se había sentado. Había tenido que hacerlo. Intentaba mover las manos con delicadeza, que pasasen lo más desapercibidas posible. Trató de embutir una entre su muslo y el brazo de la silla. Así, si pudiera tal vez meter la otra parcialmente bajo la americana, entre los dos botones…

Los ojos de Cameron no parecían haberse posado en ningún momento en sus manos. Tampoco lo hicieron entonces, cuando las manos empezaron a deslizarse. Estaba seguro, porque sus propios ojos estaban clavados en los de Cameron. Iba a conseguirlo…

De pronto apareció ante él una cajetilla blanca y brillante, que le ofrecieron.

—Coja un cigarrillo, señor Strickland.

Su mano empezó a levantarse, pero rápidamente retrocedió.

—No, gracias. No… ahora no.

—Oh, vamos, únase a nosotros. Todos tenemos uno. Acompáñenos.

—No, en este momento no me apetece.

La cajetilla blanca fue retirada y desapareció. El truco les había fallado, o acaso sí les había funcionado.

—¿Hay algún motivo por el que lleve los guantes puestos en casa, señor Strickland?

La presión sanguínea casi le hizo estallar la cabeza.

—Yo… iba a salir.

—Pero se ha sacado el sombrero y el abrigo.

Suspiró abruptamente. Hizo acopio de arrogancia y dijo:

—¿Les molesta mucho que me deje los guantes puestos?

—No —dijo Cameron amablemente—. No, pero me inclino a pensar que deben molestarle. Los lleva del revés.

La costura que bordeaba cada dedo era gruesa y filiforme. Florence debía de haberlos sostenido por el lado equivocado mientras él embutía sus manos.

Desapareció la arrogancia. Y el color de su cara.

Esos tipos estaban esperando. Sus manos medían en esos momentos más de un metro de largo y medio metro de ancho. Estaban en primer plano.

—¿No cree que se sentiría más cómodo si se los quitase, señor Strickland? —Si Cameron pudiese haber sido calificado de cortés en algún momento, fue justo entonces.

—Si no quiero, no pueden obligarme a quitarme los guantes en mi propia casa —fue lo mejor que pudo argumentar.

—No. Pero en ese caso debe usted tener un motivo muy importante para no hacerlo.

—No tengo ningún tipo de motivo en absoluto. —En ese momento sudaba ostensiblemente.

—Entonces ¿por qué no lo hace? Parece que tiene calor. Mucho más calor que nosotros.

Llevó su mano hasta los dedos de la otra, estiró y el guante cayó al suelo.

Su respiración se oía por encima del silencio reinante. Sonaba como pasos en la arena.

—¿Eso es lo que no quería que viésemos? ¿Dónde se las ha hecho?

—Yo… no lo sé. Me levanté una mañana y ahí estaban. Mientras… mientras dormía debí… Tuve un sueño…

No dijeron ni una palabra. Su desprecio era estruendoso, más estruendoso que cualquier comentario desdeñoso. Los párpados de todos ellos parecían alzarse en señal de absoluto desprecio ante él.

Se habían colado en sus pesadillas.

Las preguntas, de hecho, se limitaron a dos.

—¿Niega usted que ella viniese aquí? ¿Qué vino a su casa esa noche, antes de que la mataran, intentando ser admitida en la fiesta que daba su esposa?

—¡Sí, lo niego! —respondió él con firmeza.

—Haz pasar al mayordomo —ordenó Cameron con tono neutro—. Y saca esa foto de la mujer que encontramos en su casa. La que el mayordomo ya ha identificado para nosotros. Haremos que lo vuelva a hacer delante de usted.

Strickland levantó la mano en señal de protesta, pero la bajó de nuevo, vencido y destrozado.

—Puede que llegase hasta la puerta. Yo… yo no la vi.

—No podemos probar que lo hiciera. Su vista es asunto suyo. Lo que sí podemos probar es que usted le dijo a alguien, en la puerta de su casa: «No vivirás para volver a hacerme esto». Y podemos probar que ese alguien era ella. Lo cual nos lleva, indirectamente, a la misma conclusión.

Dejaron que la información hiciese su efecto corrosivo. Él estaba desmoronándose como un castillo de arena ante la marea alta.

Y entonces llegó la segunda pregunta. La segunda y última.

—Ahora responda a esto: ¿niega usted que fuese a casa de esa mujer más tarde, esa misma noche, para… digamos, devolverle la visita? Devolvérsela con intereses.

—¡Lo niego! Docenas de personas me vieron aquí en la fiesta. Después subí y me fui directamente a dormir.

—No podemos interrogar a docenas de personas. Nos bastará con una. ¿Qué tal… —Cameron parecía estar improvisando. Volvió la cabeza hacia uno de sus compañeros— ese taxista que ya lo ha identificado al ver su fotografía, el que lo dejó justo delante de la puerta de la asesinada? Hacedlo entrar y le pediremos que repita la identificación con la persona de carne y hueso.

De nuevo, Strickland levantó vacilante la mano y la dejó caer exhausto. ¡Le había ofrecido mil dólares para que mantuviese el pico cerrado! ¿Qué podía mejorar mil dólares? Su aturdida mente le dio la respuesta, dejándole claro qué significaba eso: mil quinientos, o incluso dos mil dólares, por supuesto, que le pagaron después para que no mantuviese la boca cerrada. Que alguien le pagó.

—¿De dónde sacaron una fotografía mía? —les preguntó con aire ausente.

No le respondieron. Tenían, pensó, una expresión singular en sus rostros. Escurridiza. No podía poner la mano en el fuego sobre qué podía significar.

De pronto hicieron entrar a Florence en la habitación. Dos de ellos aparecieron con ella en medio. Una Florence reacia, con una mueca de indignación y mirada solidaria. Encogida e indefensa entre esos dos tipos duros.

Él hizo un amago de ponerse en pie.

—Caballeros, protesto… No pueden hacer esto… Les exijo que dejen a mi esposa al margen de esto.

Ellos no hicieron ni caso. La hicieron sentar con gran despliegue de cortesía y respeto. No era un testigo casual, al que pudiesen influenciar agobiándolo entre todos, al que pudiesen acosar, tender una trampa y atrapar. Era una gran dama, que había descendido de su pedestal por un momento, por su propia y gentil voluntad, dispuesta a enlodarse los pies en los pantanosos asuntos del mundo real.

—Ha dicho usted, señora Strickland, que su marido no salió de casa en la madrugada del treinta y uno de mayo, después de la fiesta que dio usted aquí.

—No exactamente —corrigió ella. He dicho que yo no vi que mi marido saliese de casa en la madrugada…

—¿Por qué insiste en expresarlo de ese modo? —preguntó Cameron.

—¿Por qué insiste usted en corregir la primera versión que le he dado? —preguntó ella a su vez con un tono totalmente cordial.

—Ahora vamos a preguntarle si le gustaría a usted corregir o cambiar su declaración.

—No, no me gustaría —respondió ella sin dudarlo.

—Está usted jugando con nosotros —le dijo Cameron educadamente—. Me temo que su intelecto es muy superior al nuestro. Ya sé lo que pretende usted. Como yo he utilizado las palabras «le gustaría», usted me responde literalmente: «No, no me gustaría».

—Solo puedo responderle a lo que me pregunta —le dijo ella triunfante—. Si no me ciño a lo que me pregunta, ¿qué se supone que tengo que hacer?

—Esto es un asunto serio, señora Strickland.

Ella lo miró apesadumbrada y dijo:

—Extremadamente serio.

—No estamos en la misma situación que cuando le hice la pregunta por primera vez. Por eso la he hecho bajar, para que volviese a responderla una vez más. Un taxista, Julius Glazer, ha identificado a su marido como un pasajero que llevó en su vehículo esa noche. —Cameron sacó un sobre—. Tengo aquí mil dólares que ese hombre me entregó, y acusa a su marido de habérselos ofrecido como soborno, para que no lo identificase. Su lealtad es comprensible, señora Strickland, pero no puede llevarla a mentirnos. Se lo preguntaré una vez más: ¿salió o no salió su esposo de esta casa durante la madrugada, en las horas posteriores a la fiesta?

—¿Pueden obligarme a declarar contra mi marido?

—No, no se puede hacer eso.

Suspiró profundamente. Bajó la cabeza. Y no respondió a la pregunta.

Sin embargo, al no hacerlo, había dado una respuesta.

Él vio como los tres inspectores se miraban con aire triunfal. El pánico se apoderó de él. Era el momento de sacarse el as de la manga. Era lo único que a esas alturas podía salvarlo.

—¡Florence, enséñales la nota! —estalló—. ¡La nota, Florence! ¡La nota que te dije que guardases! —Ella lo miró como si delirara—. ¡Florence, la nota! —En esos momentos ya casi gritaba.

Ella negó con la cabeza, perpleja. Y le lanzó esa conmovedora mirada de quien quiere ayudar a alguien, que haría todo lo que estuviese en su mano para conseguirlo, pero que no entiende en absoluto qué es lo que se le pide.

—¿Qué nota, Hugh? —le preguntó cariñosamente.

—Florence…, Florence… —Los detectives tuvieron que obligarlo a sentarse.

Ella se llevó el pañuelo a los ojos, lloraba de frustración al sentirse incapaz de entender qué era lo que él le pedía.

—Lo único que me diste…

—¿Qué? ¿Qué? —dijeron todos al unísono.

Ella miró involuntariamente su bolso, centrando la atención de todos en ese objeto cuando lo que pretendía era justamente lo contrario.

Cameron alargó la mano para cogerlo. Ella no se ofreció a entregárselo, pero tampoco trató de evitar que lo cogiera. Era toda una señora como para ofrecer resistencia. Él lo cogió de su regazo, lo abrió y examinó el contenido.

Enseguida sacó un papel.

—Un cheque de quinientos dólares —leyó—. Al portador. Extendido un día antes del asesinato…

Florence había quemado el papel equivocado. Había cometido un terrible error. Había quemado la nota que podía haberlo salvado, en lugar del cheque, que es lo que él le había pedido que quemase. Pero el daño no era irremediable, al menos el cheque estaba extendido «al portador». Podía estar relacionado con cualquier cosa, no necesariamente con el asesinato. No había nada en ese cheque que lo conectase…

Cameron le había dado la vuelta y estaba leyendo el dorso.

—Endosado —dijo— a Esther Holliday.

Se produjo un silencio digno de un funeral. Hasta que la voz enloquecida de Strickland lo rompió:

—¡No! ¡No! No estaba endosado cuando lo recupe… ¡Esa no es su firma! ¡Es imposible que lo sea! Ya estaba muerta cuando lo cogí… ¡Es una falsificación! Alguien tiene que haber…

De pronto su mirada se cruzó con la de Florence. Había algo en ella… Fría, sin lágrima alguna. Había una recóndita sonrisa que los demás no podían ver. Dejó de hablar, enmudeció como movido por un resorte. De su boca no salió ninguna palabra más.

Cameron inclinó la mano para iniciar una explicación y la bajó.

—«Cuando lo recuperé», acaba de decir. «Ya estaba muerta cuando lo cogí». Claro que lo estaba. Tuvo que matarla primero para poder coger el cheque. —Miró a los otros detectives—. Caso cerrado, caballeros. Sellado, firmado y listo para el juez. —Señaló las manos de Strickland—. Firmado con las uñas de la dama, aquí. Tomemos una o dos fotografías, porque ese tipo de letra no tarda en borrarse.

Abrió la puerta que daba al vestíbulo y llamó a alguien:

—Traiga el coche del señor Strickland. Tiene que acompañarnos a un sitio.

Ayudaron a Strickland a levantarse. En esos momentos ya era completamente incapaz de mantenerse en pie por sí solo. Florence, en cambio, seguía sentada. Él vio, o creyó ver, algo horrible de lo que los demás no debían de haberse percatado, porque no la conocían tan bien como él.

Porque ella estaba sentada cabizbaja, con un gesto de pesadumbre, como si estuviese rota por el dolor, pero se contuviese para no llorar o montar una escena. Tenía el codo apoyado en la mesa que había junto a la butaca y la mano en la cara, tapándose los ojos, de hecho, protegiendo de cualquier mirada toda la parte superior de su cara. Pero desde donde él permanecía en pie podía ver el verdadero gesto de su boca. Y aunque la mueca contrita que tensaba la comisura de sus labios y le hacía torcer ligeramente la boca a los demás les pudiese parecer un gesto de pesar, él sabía perfectamente que significaba otra cosa, porque se lo había visto en otras ocasiones. Era una rígida e infausta sonrisilla triunfal. El gesto helado de una victoria, que puede resultar amarga, pero también suculenta. La fantasmagórica sonrisa de una exquisita venganza.

Resultaba más horrible que la mueca cadavérica de Esther Holliday, pero igual de gélida.

Se volvió y lanzó una mirada suplicante al rostro (comparativamente) compasivo de Cameron.

—Déjeme hablar un minuto con mi esposa. Un minuto a solas. Solo un minuto antes de marcharme.

—No podemos perderlo de vista, señor Strickland. Desde este momento está usted detenido.

—Aquí, en esta misma habitación, con ustedes presentes, solo nos apartaremos un poco…

—Entrégueme su bolso, señora.

Se lo quitaron por precaución, para evitar que pudiese entregarle a escondidas algún tipo de arma con la que autolesionarse. No tenían de qué preocuparse, pensó él desolado. Ella era el arma, toda ella.

Florence se levantó y se apartó un poco de los detectives, colocándose cerca de la pared, y esperó tranquilamente a que él se acercase. Se la veía relajada, sonriente, encantadora. Toda ella era refinamiento, ese refinamiento que a él le había fascinado.

—¿Por qué me has hecho esto, Florence? Yo no maté a esa mujer.

Ella moduló su tono de voz cuidadosamente, para que nadie excepto él pudiese escucharla. Apenas movió los labios, pero él pudo distinguir cada una de sus palabras con terrible claridad. (Siempre había tenido una dicción impecable).

—Ya sé que no lo hiciste. Y ese fue quizá tu mayor error. Porque si lo hubieses hecho, eso habría pagado tu deuda conmigo. En ese caso te hubiese apoyado, a muerte, y hubiera luchado por ti y contigo hasta el final. Pero no lo hiciste. No fue tu mano la que me liberó de ella. Y eso deja tu deuda conmigo pendiente. Y yo no renuncio a cobrar mis deudas. Tendrás que pagarla tú solo, Hugh, y esos tres años de engaños y humillaciones tienen un coste elevado, muy elevado.

Al fondo se oyó un chasquido metálico cuando alguien sacó unas esposas.

Ella permaneció allí de pie, sonriéndole; relajada, encantadora, impasible.