23: La espada ardiente

23

La espada ardiente

Malus rugió como un animal atrapado, se debatió y pataleó en la férrea presa de los guardias que lo sacaban de la sala del altar. Consumido por la cólera, usó la fuerza de sus captores contra ellos mismos para girar por la cintura y darle una patada en un costado de la cabeza al de la izquierda. La acorazada espinilla del noble resonó como un gong contra el pulimentado yelmo de latón, y el guardia dio un traspié, cosa que le permitió a Malus liberar el brazo.

El guardia de la derecha reaccionó con rapidez para un hombre de su inmenso tamaño, y tendió hacia la garganta de Malus una ancha mano del tamaño de una pala. Con un gruñido, el noble se agachó para que la mano pasara por encima, e intentó coger la empuñadura de hueso de la daga que el hombre llevaba envainada a la cintura. Logró aferraría y desenvainarla justo cuando una mano con garras le aprisionó una mejilla y un gélido dolor estalló en todos los nervios de su cuerpo.

Malus sufrió convulsiones bajo el terrible contacto de la bruja. Su cuerpo se curvó, tenso como un arco, y un rictus de dolor le petrificó el rostro. Malus oyó vagamente un chasquido seco, y se dio cuenta de que afretaba con tanta fuerza la empuñadura de hueso con la mano temblorosa, que la había partido.

Unas manos acorazadas lo recogieron con rudeza, le arrebataron la daga y lo levantaron del suelo. Tenía la mirada fija. No podía moverse ni respirar, ni siquiera parpadear. El dolor era tan intenso que apenas era capaz de pensar. El nombre de Tz’arkan afloró a su mente sin querer, pero no tenía la capacidad de pronunciarlo.

La bruja de Khaine se apartó de Malus y retrocedió con un gemido de miedo, y sus negros ojos destellaron de conmoción y horror mientras los guardias lo arrastraban afuera. Lo último que vio antes de que la oscuridad lo envolviera, fue el blanco rostro arrugado de la bruja que se tambaleaba, sus correosas facciones contorsionadas por una expresión de desesperación ante el atisbo del alma de Malus que se le había concedido.

En su momento, el dolor comenzó a disminuir como una lenta marea que abandonara su torturado cuerpo. Las visiones de rojo se resolvieron, poco a poco, en un cielo rojo con retorcidas formas de nubes de humo negro y ceniza. A lo lejos, rugió el trueno.

Unas figuras alargadas se movían por la periferia de su campo visual. Estaba tumbado de espaldas en medio de un bosque de hombres agonizantes cuyos cuerpos destrozados estaban empalados en astas de hierro altas como árboles jóvenes. Tenía el cuerpo extrañamente contorsionado sobre los grandes adoquines, como una estatua que hubiera caído del pedestal. Fuera de su campo visual se desplazaban lentamente figuras cuyos movimientos percibía apenas como sombras móviles proyectadas a través ele su cuerpo contorsionado.

Creyó oír que alguien alzaba la voz con enfado, así como gemidos de derrota y desesperación. Malus no sabía si eran reales o formaban parte de un sueño, y su mente divagaba con los ojos fijos en el móvil cielo carmesí.

En un momento dado creyó ver a la bruja de Khaine de pie junto a él, con un cuchillo curvo empuñado en una mano. En el aire cargado resonaban alaridos y gemidos, y cuando la miró a los ojos ella se lamentó como un fantasma y se apartó de su vista. Intentó reír, pero sólo logró emitir un lento gemido torturado.

El cielo se oscureció. El trueno sonó como tambores de guerra, y sobre su cara cayeron gotas de sangre mezcladas con ceniza arenosa. Unas manos lo cogieron por los brazos y lo levantaron. Mientras ascendía en el aire, se preguntó si lo estaban ofreciendo a la tormenta.

Luego descendió otra vez, y lo colocaron sobre una estructura de madera sin pulir en forma de X. Le estiraron las extremidades contraídas para adaptarlas a la dirección de los maderos cruzados. La cabeza le cayó hacia atrás, y las gotas rojo oscuro le corrieron por la piel hasta las orejas y los ojos.

Sintió que le quitaban los guanteletes. Algo frío y afilado ejerció presión sobre su muñeca derecha. Tenía la mente confusa y era incapaz de dar un sentido a lo que sucedía.

Entonces dieron el primer martillazo que le hundió el clavo profundamente en la muñeca, y Malus comenzó a gritar.

El restallido de un trueno le hizo vibrar la armadura como un gong, y despertó con un sobresalto. Dio un respingo y gritó al sentir el espantoso dolor que los clavos que lo sujetaban a los maderos le causaron en las muñecas y los tobillos partidos. El sufrimiento le contrajo el estómago, y vomitó sangre y bilis sobre el adoquinado.

Había caído la noche desde que los guardias lo habían clavado a los maderos y dejado en la plaza para que muriera. En lo alto corrían rayos que proyectaban una pesadilla de sombras sobre los adoquines de la plaza. La sangre y la ceniza se le habían secado en las mejillas para formar una frágil máscara mortuoria que confería una apariencia demoníaca a su rostro anguloso.

De no haber sido por la armadura, ya habría muerto, sofocado por su propia caja torácica, colgado de los maderos cruzados. Las placas, trabadas unas con otras, impedían que colgara sólo de las mutiladas muñecas, a las que descargaban de una parte del peso. Había estado perdiendo y recobrando el conocimiento durante horas, delirante a causa del dolor y la pérdida de sangre.

Ahora tenía la mente más clara. Tal vez se habían desvanecido los últimos vestigios del toque de la bruja, o bien sus nervios ya no tenían la capacidad de comunicarle la atroz realidad de las heridas sufridas. Ya era bastante con que pudiera detectar la solidez de la figura solitaria que se encontraba a pocos metros de distancia, silueteada por el destello de los rayos.

Gruñendo de dolor, logró levantar ligeramente la cabeza y mirar a la figura inmóvil.

—Sh… Shebbolai —susurró, con poco más que un ronco hilo de voz.

La figura se movió.

—Te creía muerto —le dijo el jefe. Se acercó a él, y otro rayo que delineó con nítido relieve su rostro cetrino mostró una expresión de enojo, atormentada—. ¿Cómo es posible? —preguntó—. Eres el primer guerrero de Naggaroth que acude aquí desde la llegada de los Reyes Intemporales. Venciste a mis mejores guerreros y llevas la marca de Khaine en los ojos. ¡Tienes que ser el Azote!

—Los Reyes Intemporales han olvidado el deber que tienen para con el Señor del Asesinato —afirmó Malus—. Han sido seducidos por el poder y la riqueza. Hace mucho tiempo, gobernaban este territorio para salvaguardar la espada de Khaine. Ahora, gobiernan sólo por su propio interés.

—¡No blasfemes! —le espetó Shebbolai.

—¡Tú sabes que es verdad! —insistió Malus. Intentó alzar la mirada hacia los cuerpos que colgaban cerca de él—. De camino hacia aquí me dijiste que tu tribu luchaba sólo raras veces. ¿De dónde, entonces, han salido todos estos hombres? Tienen aspecto de guerreros, pero ¿fueron enemigos apresados en batalla, o son miembros de tu propia tribu que se rebelaron contra los Reyes Intemporales y su ignominioso gobierno?

—¡Ahora tú estás aquí —dijo el jefe—, y el Tiempo de Sangre se halla cerca! ¿Cómo pueden negar lo que eres?

—Porque esto es lo único que tienen —respondió Malus—. Se han aferrado durante tanto tiempo a la vida y el poder, que esa lucha es la única que conocen. No pueden regresar a Naggaroth, no como están ahora, y cuando yo recupere la espada, ¿quién les temerá? Los siglos los han vuelto locos, Shebbolai, y débiles. Su tiempo se acaba. —Malus lo miró a los ojos—. Ahora ha llegado vuestro tiempo. De todos los cientos de jefes que han gobernado a los de la Espada Roja, eres tú quien cabalgará a la batalla junto al Azote elegido de Khaine.

Una expresión de reverencia transformó el rostro con cicatrices de Shebbolai.

—¿Qué quieres que haga?

—Dime dónde encontrar la Espada de Disformidad.

—No… no está aquí —dijo el jefe—. Hace mucho tiempo, cuando los reyes acababan de llegar, la espada pasaba de uno a otro con cada fase lunar con el fin de que todos compartieran la carga de salvaguardarla. Un día, el rey que tenía la espada se negó a entregarla, y lucharon entre ellos. La lucha duró siglos, o eso dice la leyenda. —Shebbolai se volvió a mirar el templo—. Dos de los reyes murieron durante esos enfrentamientos. Tú viste sus cráneos en la cámara relicario.

—¿Y la espada?

—Acordaron guardarla en un sitio que estuviera fuera de su alcance, salvo en las peores circunstancias, para no volver a pelear entre sí nunca más. Se llevaron la espada al norte, al interior de las montañas, y la escondieron en una cueva —explicó Shebbolai, ceñudo—, según dice la leyenda que ha pasado de generación en generación a través del linaje de los jefes. Guardar el secreto de los Reyes Intemporales ante el resto del mundo es parte del pacto que tenemos con ellos.

—Todo eso es fascinante —resolló Malus, impaciente—, pero ¿cómo voy a encontrar la espada?

—Sigue los cráneos —replicó el jefe—. Te conducirán a través de los barrancos hasta la cueva y su guardián.

—¿Guardián? —le espetó Malus—. ¿Qué clase de guardián?

El jefe se encogió de hombros.

—Las leyendas no lo dicen; algo lo bastante poderoso para guardar la espada durante mucho tiempo y no ser tentado por ella como lo fueron los reyes.

—Delicioso —gruñó el noble. El dolor de las muñecas comenzaba a aumentar otra vez. Apretó los dientes e intentó aliviarlas de una parte del peso, y gimió de dolor al descargarlo en los clavos que le atravesaban los pies justo por debajo de los tobillos.

Cuando el dolor cedió y se le aclaró la visión, miró a Shebbolai una vez más.

—Debes hacer correr la voz entre aquellos de tu tribu en los que puedas confiar —dijo—. Cuando regrese con la espada, el reinado de los Reyes Intemporales acabará. ¿Entiendes?

El jefe asintió con la cabeza.

—Entiendo.

—Bien. Ahora, bájame de esta condenada cruz —gimió. Pero Shebbolai permaneció impasible y miró a Malus a los ojos.

—Si todo lo que dices es verdad y eres el Azote de Khaine, deberías poder liberarte tú mismo. —Retrocedió ante la cruz—. Esperaré tu regreso —dijo, y desapareció oscuridad adentro.

Malus reprimió una maldición furibunda. Tenía un plan para Shebbolai y sus guerreros, así que por el momento necesitaba que el jefe estuviera de su lado. Además, pensó con amargura mientras intentaba en vano cerrar los puños, no habría en el mundo leche materna suficiente para curarlo de las heridas causadas por los clavos de los guardias.

Un rayo destelló en lo alto y cayó entre las astas de hierro de la plaza. Oyó alaridos y percibió el olor dulzón de la carne quemada. Inspiró profundamente.

Esta vez no sería una simple cata del poder del demonio. Se encontraba al borde del abismo, y el siguiente paso que daría sería hacia la oscuridad.

Restalló el trueno.

—¡Tz’arkan! —le gritó al sangrante cielo, y le ardieron las venas con el gélido toque del demonio.

El poder corrió por él en un helado torrente que desterró el miedo, la debilidad y el dolor. Lo recorría la fuerza de un dios. Apretó los puños, arrancó las muñecas de los clavos de hierro y rió como un demente mientras el hueso partido y la carne desgarrada se recomponían. Se inclinó para arrancar los clavos inferiores con las manos desnudas, y cayó de rodillas sobre los adoquines resbaladizos de sangre. Malus estrujó los clavos entre los dedos como si fueran de cera medio fundida, y los lanzó hacia lo alto.

Sintió la llegada del rayo antes de que destellara en lo alto. Oyó los latidos de los corazones de los hombres que morían lentamente entre el bosque de pértigas de hierro. Percibía el olor de todos y cada uno de los seres vivos de la ciudad, y veía los picos de las montañas del norte a pesar de la agitada oscuridad de lo alto.

No se parecía a nada que hubiese sentido antes. El demonio no sólo lo fortalecía y curaba: él era el demonio, y el demonio era él.

Encontró al gélido a un kilómetro y medio de la ciudad, tras haberle seguido el rastro por su peculiar olor acre. Cuando se le acercó, le gruñó amenazadoramente al tiempo que bajaba la maciza cabeza y chasqueaba las temibles fauces, pero lo había mirado a los ojos y le había impuesto su voluntad. El nauglir se resistió apenas un momento, para luego recular y gritar de dolor. Avanzó hasta la bestia a la que azotó una y otra vez con su poder hasta que se echó sobre el vientre y le permitió subir a la silla de montar.

Malus condujo a Rencor en torno a la ruinosa ciudad, a cubierto de la oscuridad, y ascendió hacia las escabrosas estribaciones de las montañas septentrionales. Sus sentidos agudos como navajas penetraban las tinieblas y le permitían recorrer los estrechos barrancos laberínticos como si fuera pleno día.

Shebbolai había dicho la verdad. Casi de inmediato comenzó a ver los huesos: esqueletos destrozados de hombres y caballos cuyos huesos largos estaban rotos y vaciados de tuétano y los cráneos partidos para sacarles los sesos. Las armaduras que les habían quitado y las espadas partidas que yacían, herrumbrosas, en la tierra, bastaban para equipar a un ejército. Durante la primera hora se entretuvo en contar los cráneos para calcular cuántas almas habían entrado en los barrancos para buscar la espada de Khaine. Antes de acabar la hora ya había contado mil, y no se molestó en continuar.

Al cabo de poco rato las anchas patas de Rencor avanzaban entre montones de huesos que aplastaba y pateaba. Conducían infaliblemente hacia lo alto, y en muchos casos se desviaban hacia sinuosos pasos laterales, pero Malus continuaba por la senda principal porque sabía adónde tenía que llevarlo.

—Quienquiera que viva aquí, demonio… tiene muy buen apetito —dijo.

—En ese caso, esperemos que esté durmiendo, Malus —replicó Tz’arkan. La voz que reverberó dentro del cráneo del noble no se diferenciaba en nada de la suya propia, como si él y el demonio fuesen simplemente dos espíritus encerrados en el mismo cuerpo—. En alguna parte de estos barrancos descansa la perdida Espada de Disformidad de Khaine. No nos marcharemos hasta haberla encontrado.

El tono de la voz del demonio enojó a Malus, como si él no fuese más que un esclavo dedicado a los asuntos de su amo. Por el momento, decidió contener la lengua. El poder de Tz’arkan había disminuido un poco, pero aún corría en libertad y le infundía una fuerza y un poder como no había conocido en meses.

El barranco se ensanchó más adelante para formar una Y que señalaba hacia la entrada de una cueva grande. Ante la cueva, el suelo del barranco estaba literalmente cubierto por una alfombra de huesos y despojos de muertos. Después de muchos largos meses, llegaba por fin a la meta.

Malus detuvo a Rencor y se deslizó cautelosamente de su lomo. El nauglir se apartó de él de inmediato y se alejó un poco más por el barranco. Le lanzó una mirada de advertencia a la bestia.

—Te encontré una vez, dragoncillo. Puedo volver a encontrarte —le advirtió, y volvió la atención hacia los huesos que cubrían el suelo rocoso. Era un sistema de alarma tosco pero efectivo, siempre y cuando el guardián de la espada tuviera el oído fino.

Escogió cuidadosamente el recorrido y comenzó a avanzar con prudencia entre la multitud de cazatesoros caídos. Intentó no pensar en el hecho de que muchos de ellos probablemente habían intentado hacer eso mismo.

—Con sigilo ahora, Darkblade —dijo Tz’arkan—. No despertemos a nadie.

Un rayo destelló silenciosamente en lo alto, y pareció que el campo de huesos se movía y deslizaba. Desorientado, Malus intentó pasar por encima de un cráneo amarillento que estaba justo en su camino, y en cambio, lo pisó directamente. El hueso antiguo se hundió con un crujido hueco que pareció resonar como el trueno entre las paredes del barranco.

Malus se quedó inmóvil, sin atreverse a respirar siquiera. Pasó un momento, y luego otro. Continuó esperando, aguzando el oído por si oía movimiento.

Pasaron dos minutos. Sólo entonces se relajó Malus y maldijo su deplorable suerte.

Fue entonces cuando la noche se estremeció con un rugido ensordecedor y de las profundidades de la cueva emergió una figura enorme.

El guardián de la espada era gigantesco. Sólo la parte inferior del cuerpo era más grande que un gélido, cubierto de escamas color añil y rojo oscuro. Las grandes patas de dragón que lo impulsaron en una atronadora carga ladera abajo, hacia Malus, levantaban nubes de polvo de hueso a cada pesado paso. Por encima del par de patas anteriores, donde normalmente estarían el cuello y la cabeza de un dragón, había en cambio un ancho cinturón de cuero decorado con escamas de oro y una hebilla en forma de calavera. Por encima del cinturón se alzaba el torso de un temible ogro ataviado con una tosca armadura que le protegía la cintura y le cubría los poderosos hombros. De los gruesos labios del shaggoth asomaban colmillos lo bastante gruesos para destripar a un jabalí, y los ojos azul hielo destellaban bajo una frente escabrosa y un casco de acero redondo. En una mano grande como una bandeja, el guardián empuñaba una espada más larga que el propio Malus, y la criatura la alzó, colérica, mientras iba hacia él.

—¡Madre de la Noche! —maldijo el noble.

—¡Malus, dadas las circunstancias, creo que dejaré que huyas!

La terrible espada silbó en el aire. Al hacerlo reaccionar el grito del demonio, Malus se lanzó hacia la izquierda y se puso justo fuera del alcance de la espada, que golpeó una pila de huesos e hizo volar esquirlas. Aun rugiendo de furia, el ogro-dragón pasó de largo y cambió con rapidez de dirección para girar y arremeter otra vez.

La criatura estaba entre Malus y el gélido. El noble miró frenéticamente en torno para buscar otra vía de escape, pero las paredes del barranco eran empinadas y lisas.

—¡No hay adonde huir! —exclamó.

El ogro dragón cargó otra vez hacia Malus con un terrible crujir de huesos aplastados. El noble alzó la espada para protegerse. No había manera de que pudiera intercambiar golpes con algo tan inmenso. Tendría que cansar al monstruo con ataques veloces como el rayo, de modo muy parecido a como le había visto hacer a Arleth Vann cuando mató al noble en la cripta.

Se agachó en cuanto la bestia se le acercó y barrió con la espada en diagonal con la intención de cortar al druchii desde un hombro hasta la cadera. En el último momento, Malus se lanzó hacia la izquierda, atravesándose en el camino del ogro dragón para desbaratar el efecto del golpe. La criatura lanzó un bramido furioso y el noble respondió con un grito de guerra druchii al tiempo que ponía todas sus fuerzas en un potente tajo dirigido justo por debajo del cinturón del shaggoth.

La pesada espada nórdica, movida por la terrible fuerza del demonio, golpeó de lleno al monstruo y la hoja de acero se hizo pedazos con un tañido discordante. Malus apenas tuvo tiempo de percibir su propia conmoción antes de que el ogro dragón lo atacara con una extremidad anterior provista de garras y le asestara un revés que lo lanzó dando volteretas por el aire.

Si le hubiera golpeado el mentón le habría arrancado limpiamente la cabeza, pero la zarpa del shaggoth le había dado de refilón en el pecho y abollado el grueso peto. Se sintió como si lo hubiera pateado un nauglir, y se esforzó por respirar cuando chocó contra una pila de viejos cráneos que había cerca de la pared del barranco.

Malus rodó para apartarse de la pila de huesos y le lanzó una feroz mirada de impotencia al monstruo. Intentó dominarlo mediante la fuerza de voluntad, como había hecho con el nauglir, pero al ogro dragón no le causó ningún efecto. Furioso, cogió un cráneo y se lo lanzó a la bestia con todas sus fuerzas.

—¡Te maldigo, criatura! —rugió—. ¡Te condeno a regresar al infierno!

El proyectil golpeó a la bestia en un costado de la cabeza y se hizo pedazos, sin dejar marca alguna en el grueso cráneo del monstruo.

Malus se sentía lleno de terror y desesperación. Los dones del demonio eran inútiles. ¿Había renunciado a los últimos vestigios de sí mismo a cambio de nada?

El ogro dragón bramó como un toro y giró al tiempo que preparaba la descomunal espada.

Malus sentía que lo inundaba la palpitante fuerza de Tz’arkan. Oía la sangre que le corría por las venas y percibía la furia de la violenta tormenta de lo alto, pero nada de eso importaba. Dentro de pocos instantes, el shaggoth lo partiría por la mitad.

Cuando el ogro dragón cargó hacia él, los ojos de Malus se volvieron hacia la oscura entrada de la cueva. «Maldito sea si voy a morir con las manos vacías», pensó.

El noble se puso de pie y corrió por el barranco. El ogro dragón bramó coléricamente, sorprendido por el repentino movimiento. Tz’arkan también se sorprendió.

—Malus, ¿adónde vas? ¡Corres hacia la cueva!

—Aún tenemos algo que hacer, ¿recuerdas? —contestó el noble.

—¡Estúpido! ¡Lo tenemos justo detrás! —dijo el demonio—. ¡Nos dejarás atrapados ahí arriba!

—Necesito una arma —gruñó Malus—. La Espada de Disformidad está ahí. Me servirá.

Malus llegó a la entrada de la cueva. Lo siguió un estruendo de pesados pies y huesos partidos cuando el shaggoth cargó por el barranco.

—¡La Espada de Disformidad de Khaine no es una jabalina que puedas usar en una pendencia! —se enfureció el demonio—. Es un talismán de glorioso poder…

—Sigue siendo una espada —replicó Malus—. ¡Cállate, demonio!

El noble entró corriendo en la cueva. Esperaba encontrarse con un largo pasadizo atestado de carroña que se adentrara en las tinieblas. Por el contrario, se halló en una amplia caverna de techo alto donde, no obstante, había montones de huesos y cuerpos en estado de putrefacción, salvo una zona despejada cerca del centro, donde evidentemente dormía el ogro dragón. Al otro lado de la zona despejada se alzaba un altar de piedra sobre el que descansaba una espada.

La Espada de Disformidad de Khaine tenía una hoja de doble filo casi tan larga como un draich, ligeramente más ancha en la punta que en la empuñadura con el fin de conferirle al arma mayor fuerza de impacto. Estaba metida en una vaina de hueso lacado de negro con filamento de oro y decorado con ardientes rubíes. La empuñadura del arma era larga y esbelta, hecha para dos manos y envuelta en cuero oscuro. Un gran rubí cabujón, como un ojo de dragón, destellaba en el punto en que la empuñadura se unía con la hoja. Relumbraba con el poder que radiaba de toda la espada en olas de calor invisible.

Malus contempló el arma y vio el potencial que se ocultaba en sus profundidades. Vio rojos campos de batalla y torres derrumbadas, ciudades saqueadas y reyes caídos. Con un arma semejante, un druchii podía conquistar el mundo.

—¡Malus, te lo prohibo! —gruñó el demonio. ¿Había un rastro de miedo en la voz de Tz’arkan?

El noble atravesó la cueva a la carrera. El shaggoth irrumpió en ella justo detrás de él, y estremeció el aire húmedo con sus furiosos gritos.

—¡Entonces moriremos aquí! —replicó Malus—. La elección es tuya.

En verdad, no lo era. Nada que el demonio pudiera decir o hacer evitaría que Malus pusiera la mano sobre la empuñadura de la Espada de Disformidad y la sacara de la vaina.

Estaba caliente al tacto, como si aquella arma antigua acabara de salir de la forja. El calor atravesó la piel de Malus y le inundó los músculos con su poder. Desenvainó la espada con un solo movimiento suave y quedó maravillado por el acabado negro de la hoja. Los filos destellaron como fuego en la oscuridad.

Con un bramido estentóreo, el ogro dragón cargó contra él. Malus no sintió miedo. Cuando se volvió para enfrentarse con la bestia que arremetía, sonreía como un lobo.

Avanzó para situarse en el camino del shaggoth y movió la espada en un limpio arco perfecto que era virtualmente idéntico al del golpe que había asestado antes. Los brillantes filos de la hoja dejaron un arco de luz fantasmal en la oscuridad al abrir un tajo a la altura de la cintura del ogro dragón. La bestia lanzó un alarido y fue arrojada hacia atrás por la fuerza del golpe. Cayó, desmañada, cerca de la entrada de la cueva, con la armadura semifundida y una herida terrible en el abdomen de la que manaba humo. La bestia estaba muerta, casi como si la hoja de la espada hubiese penetrado dentro del enorme cuerpo para apagarle la vida como la llama de una vela.

El noble contempló la espada, maravillado. El calor del arma le recorría el cuerpo y desterraba el gélido hielo de Tz’arkan. El corazón le latía con fuerza y su mente se inundó de un sentimiento que no había experimentado en muchos meses: esperanza.

—Buena espada —dijo Malus, con un susurro reverente—. No me extraña que la quisieras para tu colección.

El demonio parecía encogerse dentro de Malus, y su presencia mermó hasta que se enroscó como una serpiente en torno al negro corazón del noble.

—Desespero de ti, Malus —bufó Tz’arkan, cargado de odio—. Cuando hayas cumplido la última tarea, habrá un tremendo ajuste de cuentas.

Malus clavó los ojos en las profundidades tenebrosas. Una débil sonrisa apareció en su delgado rostro.

—Cuento con ello —dijo.