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Santa Cruz de Aguér, abril de 1528

La Santa Ana pasó delante de la bocana del puerto justo cuando se ponía el sol.

—¿Qué pasa? ¿Por qué vaciláis? —le espetó el capitán al timonel. Solo lograba mantenerse en pie apoyado en dos muletas.

—Vos mismo visteis lo que pasó en Mogador. ¿Y si los portugueses también tuvieron que batirse en retirada aquí? Nunca se puede saber con seguridad.

—¡Tonterías! ¡Haced el favor de dirigir la mirada hacia allí, allí, a la fortaleza, voto a bríos! ¿Es que estoy rodeado de ciegos? —exclamó el capitán soltando un bufido.

—¿Habéis olvidado lo que me prometisteis? —preguntó una voz severa a sus espaldas.

El capitán volvió la cabeza: allí en la escalera estaba la anciana que durante semanas lo había cuidado y se había encargado de su recuperación firme y concienzudamente. Tuvo que prometerle por lo más sagrado que no se excitaría, solo por eso pudo permanecer en cubierta mientras entraban a puerto.

No excitarse… ¡Bah! ¿Cómo se supone que debía evitarlo cuando faltaba tan poco para concluir su odisea? Desde su apresurada partida de Mogador la noche anterior, Miguel tenía azogue en el cuerpo. ¡Supuso una consternación considerable! Casas destruidas, una ciudad que parecía paralizada, grupos de fieros soldados patrullando por las calles, humildes trabajadores que escupían y maldecían a sus espaldas porque él también era portugués… Y eso pese a que hacía semanas que habían derrotado a los rebeldes. Pese a su estado, se apresuró a dirigirse a la casa del sherif Alí y su corazón jamás había latido tan deprisa.

La casa estaba desierta, las habitaciones vacías y solo el cojo Mohammed montaba guardia y cuidaba de las plantas del pequeño patio interior. ¡Ni rastro de Mirijam!

Fue Mohammed que de inmediato mandó llamar a Hassan y, graças a Deus, este por fin pudo informarle sobre la huida a tiempo y la salvación de Mirijam, y ello supuso un alivio enorme.

—Dicen que vive en Santa Cruz, capitán —dijo Hassan encogiéndose de hombros—. Pero puede que solo sea un rumor. No lo sé con exactitud, solo sé una cosa: que hayan destruido los hornos de calcinación y el taller de alfombras es una desgracia, una desgracia para todos.

Pero en ese momento todo eso le resultaba indiferente, siempre que Mirijam estuviera sana y salva.

Al recordar su preocupación por ella, el sudor volvió a perlarle la frente. Miguel se la enjugó y en el acto oyó el carraspeo de advertencia de la tata Gesa. Resistirse era inútil, pues le había prometido que se cuidaría, que no haría ningún esfuerzo, así que se sentó en el sillón que hacía horas habían dispuesto para él en cubierta, estiró las piernas y se esforzó por parecer tranquilo y relajado.

Después de todo, que siguiera con vida tras el infame y vil ataque del abogado, solo era gracias a la entrega y paciencia de Gesa, como también a los conocimientos médicos de las beguinas de Amberes. Pero ¡esa Gesa Beeke era peor que cualquier carcelero!

Ni un pelillo osaba zafarse de su cofia almidonada y ningún marinero hubiese osado blasfemar en su presencia. ¡Los hombres incluso se lavaban sus mugrientas manos antes de comer, solo porque ella se lo exigía! Sonrió con malicia al recordar que también él había reprimido unas cuantas blasfemias cuando Gesa estaba presente.

En cambio, Joost Medern, el eternamente mareado escribiente, adoraba a la anciana. Ella iba a verlo varias veces al día, le llevaba infusiones calmantes y sopas ligeras, y hacía que el viaje fuera menos penoso.

«Excelente —pensó Miguel—, porque entonces Medern pronto habrá recuperado sus fuerzas y podrá encargarse de todo el condenado papeleo». Ello lo alegraba muchísimo, si bien tuvo que esforzarse por convencerlo y entregarle un talego lleno de monedas. Aunque no fuera por Medern, ¡esa mujer valía su peso en oro!

Además, ¿qué hubiese hecho él sin la ayuda de esa mujer durante el largo viaje de regreso? Lo había cuidado y animado y había charlado largas horas con él. Era un auténtico tesoro, aun cuando a primera vista no lo pareciera.

—¡La bandera de Portugal! —rugió el vigía en ese momento—. Puedo verla. Por encima de la fortaleza ondean los colores portugueses.

Miguel soltó un suspiro de alivio.

—Bien, ¿acaso no os lo dije? Pero ahora acelerad el ritmo, so perros holgazanes, para que por fin entremos a puerto.

Mientras la Santa Ana realizaba las maniobras finales, la vieja Gesa permaneció de pie junto a la borda, tal como había hecho desde que la costa africana surgió de las brumas por primera vez, con la vista dirigida a la ciudad. Su rostro estaba sereno pero su corazón palpitaba impacientemente, como el de una muchacha. Por fin estaba allí y por fin volvería a ver a Mirijam.

Cuando el capitán le preguntó si quería acompañarlo no había dudado ni un instante. Había dicho «sí» con gran alegría y agradecido a Dios de rodillas por la gracia concedida. Anhelaba ver a su pequeña, arreglarle el cabello, ayudarla a vestirse y preparar comida para ella. E igual que antaño, la velaría y protegería. ¡Cuánto tiempo había tenido que arreglárselas sin sus dos muchachas!

El sonido de las velas restallando contra el mástil hizo que Gesa regresara a la realidad y se aferrara a la borda. No debía olvidar que Mirijam se había convertido en una mujer adulta y que jamás volvería a ver a su bonita y encantadora Lucia. ¡Cuántas cosas le había contado ese hombre impetuoso, pero en el fondo bueno como el pan sobre sus muchachas: era increíble! ¡Terrible, incomprensible! Gesa se persignó.

Sin los cuidados de Gesa el capitán no hubiera podido emprender el regreso durante bastante tiempo. El veneno ya se había extendido por su cuerpo cuando por fin pudo reunirse con la anciana, en cuanto el diabólico abogado dio el último suspiro. ¡Confiaba en que ahora ardiera en las catacumbas del infierno!

—Bien, mi buena Gesa, ¿satisfecha? Te lo dije: não tem problema. Ya verás, ahora todo irá bien. En mi casa Mirijam estará segura y con la ayuda de Dios quizá llegue a tiempo para darle la bienvenida a mi hijo a este mundo —dijo el capitán con voz enronquecida.

¿La pequeña Mirijam de los rizos indomables se convertiría en madre? Claro que lo sabía, al fin y al cabo el capitán apenas había hablado de otra cosa durante el viaje, pero todavía no lograba asimilarlo.

Ambos suspiraron al unísono y se miraron como dos conjurados; por una vez, Gesa dejó que el capitán le rodeara los hombros con el brazo y la estrechara.

La llegada de la Santa Ana a esa hora tardía interrumpió la tranquilidad reinante entre los trabajadores del puerto, cuya tarea cotidiana ya había acabado. Se apresuraron a amarrar la nave, riendo y gritando e incluso antes de instalar y sujetar la pasarela para bajar a tierra, la buena noticia ya había corrido por la ciudad. Luis, el contramaestre, se quitó la gorra, lanzó un salivazo al mar y en tono orgulloso dijo:

—Bienvenido a casa, capitão. Al parecer, nuestro regreso goza de la bendición divina. Vuestra esposa se encuentra sana y salva en vuestra casa de Santa Cruz.

—Ahora deberíais descansar, de verdad —dijo Cadidja—. Puedo daros un masaje en la espalda y las piernas, ¿o preferís tomar un baño antes de acostaros?

Mirijam alzó la prenda que estaba cosiendo y una sonrisa le cruzó el rostro. Acababa de confeccionar otra diminuta camisita del más fino algodón y de delicadas costuras que no rozarían la piel de un recién nacido.

—¿Tomar un baño? Sí, enseguida.

Pero en vez de ponerse en pie y dirigirse al hamam, se recostó contra los cojines. Incluso la perspectiva de sumergirse en el agua tibia y disfrutar del aroma perfumado del jabón no la impulsó a levantarse y se limitó a cerrar los ojos.

La rosa damascena del pequeño patio interior estaba en flor y su fragancia embriagadora invadía todas las habitaciones. Un aroma nostálgico, porque evocaba el de Mogador… Pero Mogador se encontraba a una distancia mucho mayor que el día de viaje que separaba Santa Cruz de su antiguo hogar.

Aún estaba afectada porque nadie la hubiese advertido del ataque inminente de los saadíes, ni los vecinos ni sus trabajadores. No lo comprendía, puesto que ella se había considerado uno de los suyos, parte de esa comunidad. ¿Cuáles serían las circunstancias actuales allí? ¿Acaso su casa aún permanecía en pie, y también el taller de alfombras y la torre desde la que se disfrutaba de aquella vista magnífica? Algún día tendría que regresar y comprobar qué había ocurrido con sus manufacturas y sus trabajadores. «Algún día —pensó—, pero todavía no».

Mirijam se acomodó en los cojines; de momento le resultaba muy difícil tomar las decisiones más sencillas, cualquier esfuerzo, por más pequeño que fuera, era demasiado pese a que se había propuesto darle la vuelta a toda la casa y arreglarla según sus propias necesidades… pero ¿qué hacía en cambio? Dejaba pasar un día tras otro sin aprovecharlos. Ni siquiera había sacado todas las cosas de sus arcones. Había que disponer los libros del abu en los estantes, poner en orden sus documentos y encargarse de muchas otras cosas antes de que naciera el niño.

Al menos había hecho construir el pequeño hamam, el único cambio que realizó en la casa de Miguel, todo lo demás seguía igual, casi como si de lo contrario la vida de su esposo pudiera peligrar.

Suspiró. ¡Con cada hora que pasaba el anhelo por su presencia aumentaba! Notó un tirón en el vientre.

—Chitón —murmuró—, no te inquietes. —A veces, cuando estaba sola, hablaba con su niño—. ¿Estás impaciente? Aguarda un poco más, pronto llegará tu hora.

Pero también ella aguardaba, aguardaba y albergaba esperanzas. Satisfecha con su aislamiento y la tranquilidad, vivía al pie de la alcazaba con Cadidja, Moktar y Budur, su mujer. De vez en cuando el ajetreo de la ciudad portuaria llegaba hasta la casa y oía el traqueteo de los carros, música y toda clase de estrépitos, pero ninguno la impulsaba a hacer averiguaciones. Otro tirón recorrió su cuerpo abultado y se apoyó la mano en el vientre para sosegar al niño. A lo mejor ya había llegado el momento…

No confiaba en la comadrona del barrio, por desgracia, porque cuando fue a visitarla el tufo de la carne puesta a secar al sol sobre trozos de tela le resultó demasiado desagradable. Quizá su olfato se había vuelto más sensible, o quizá fue a causa del asco causado por los negros enjambres de moscas posados sobre los trozos de carne… Como fuera, debido a las intensas ganas de vomitar tuvo que alejarse de inmediato. En todo caso, debía darse prisa y buscar otra comadrona, porque de lo contrario tal vez se enfrentaría a solas al parto, solo acompañada por Cadidja y Budur. Aguzó el oído y prestó atención a los escasos sonidos de la casa. Al parecer, el viejo Moktar regaba el pequeño jardín como solía hacer cada atardecer, y Budur apilaba leña junto al fogón de la cocina. Cadidja hacía traquetear la olla de hierro en que calentaba agua mientras charlaba con el viejo. ¿De qué hablarían ambos todo el tiempo?

Por fin se puso de pie y guardó la nueva camisita en el arcón, junto a las mantas, las almohadas y las demás cosas que ya había confeccionado para el niño. Antes de cerrar la tapa y dirigirse al hamam, las rozó cariñosamente con la mano.

Mirijam dejó que Cadidja la ayudara a desvestirse. Su diminuto hamam le agradaba, pese a que allí no había mosaicos ni estanques de agua caliente y fría, sino solo ánforas de arcilla y cuencos de plata llenos de agua. En vez de bancos tibios solo había un pequeño taburete, en el que tomó asiento.

Primero Cadidja le cepilló concienzudamente el pelo antes de derramar agua tibia encima de su cabeza y espalda; Mirijam soltó un profundo suspiro de placer.

Instalar el hamam en cuanto llegó había sido una medida inteligente. Cuando visitó el hamam público del barrio, este literalmente temblaba debido al parloteo de las mujeres porque la aparición de la esposa del capitán Alvaréz había generado un gran alboroto en el vecindario. Desde entonces ya no tuvo ganas de estar entre desconocidas; puede que se hubiera vuelto huraña, lo cual no sería de extrañar tras todo lo que había pasado.

—¿No os encontráis bien? —preguntó Cadidja.

—Me encuentro perfectamente, solo estaba pensando en lo que diría el capitán al respecto.

—¿Sobre la muerte del sherif Alí? ¿O sobre la traición de los habitantes de Mogador y las batallas?

Eso también, pensó, pero aún más sobre la decisión que ella había tomado, aunque él no supiera nada de su dilema y jamás debería saber nada. Porque había algo de lo que ella se había convencido: el sueño de Cornelisz era un sueño de niña, una ilusión, una fata morgana, y ya no guardaba la más mínima relación con ella ni con la vida que llevaba.

Suspiró y cogió el jabón con ademán decidido.

—Sobre todo lo ocurrido los últimos meses, en especial sobre el hamam que he instalado sin pedirle permiso. Ve a buscar más agua tibia, por favor.

«¿Dónde estará?», volvió a pensar. Ambos acordaron que estaría de regreso cuando florecieran las rosas… pero hacía días que estas florecían esplendorosamente.

¿Acaso una tormenta había apremiado a la nave o le había sucedido algo a él? ¿Con qué se habría encontrado en Amberes? ¿Habría tenido éxito en su encuentro con el abogado? Quizás incluso había logrado hacer algo respecto a su herencia. Ay, lo más importante era que regresara.

Hacía tiempo que en los alrededores volvía a reinar la tranquilidad. Las rebeliones habían sido reprimidas, los saadíes se habían retirado a las montañas y al desierto y los portugueses habían salido victoriosos en todas partes. Como si nada hubiese ocurrido, administraban y regulaban sus posesiones a lo largo de la costa, cobraban impuestos y aranceles a los campesinos y tenderos y reclutaban soldados, todo como siempre.

Pero había algo de lo que estaba segura, lo había comprendido durante los meses pasados: para ella ya nada era como siempre.

¡Ojalá volviera! Lo echaba tanto de menos, su mirada alegre y sus fuertes brazos… Se enjuagó el jabón de la piel.

Cuando volvió a llenar el cuenco de plata de agua sintió un dolor que la atravesó como una puñalada y soltó un grito, el cuenco se le escapó de las manos y cayó al suelo con estrépito. De pronto su vientre se endureció como si fuera de madera y un líquido tibio se derramó a lo largo de sus muslos formando un charco a sus pies.

¡El niño!

Quiso llamar a Cadidja, pero otra oleada de dolor la invadió. Surgía de lo más profundo de su ser y le impedía respirar. Mirijam jadeó y se encogió, y solo a duras penas logró mantenerse en pie. Soltó un quejido.

El dolor volvió a desaparecer lentamente y Mirijam se enderezó con cuidado. ¿Es que el niño quería nacer en ese momento? ¡Oh, ojalá Aisha estuviera allí!

—¡Cadidja! —gritó—. ¡Ven, ayúdame!

Mirijam temblaba. Estaba de pie en el umbral del hamam sosteniendo su abultado vientre con las manos. ¿Qué debía hacer? ¿No sería mejor que se tendiera en alguna parte? ¿Qué pasaría?

—Ahora mismo, enseguida estaré con vos.

Casi no oyó la voz de Cadidja, porque al mismo tiempo estalló un estruendo junto a la puerta principal. Al parecer, alguien la estaba aporreando, gritando y bramando. ¿Qué sucedía?

—¡Abrid la puerta! —oyó de pronto.

El corazón le dio un vuelco.

—¡Moktar, pedazo de sordo, abre! ¡Budur, por todos los diablos! ¿Es que nadie me oye?

¡Miguel! ¡Era la voz de Miguel!

—¡El capitán ha regresado y quiere estar junto a su mujer!

—¡Miguel! —gritó ella—. ¡Miguel, por fin! ¡Nuestro hijo está a punto de nacer! —Mirijam rio—. ¡Miguel! —volvió a gritar, y se apresuró a envolverse en un paño grande para salir a su encuentro, pero ¿y si la oleada de dolor regresaba? Sería mejor quedarse donde estaba.

¡Miguel había vuelto! Ahora todo iría bien, todo. Ella misma ignoraba por qué estaba tan segura, pero sentía mucha confianza. Oyó cómo sus pasos y su voz se aproximaban.

—¿Dónde estás, Mirijam? ¡Contesta de una vez!

—¡Aquí! ¡Estoy aquí! —dijo, llorando y riendo al mismo tiempo, deseosa de lanzarse a sus brazos.

Entonces de pronto él estaba allí, avanzando a lo largo del pasillo. Pero al verla dejó caer las muletas y se acercó a ella cojeando. Y por fin ambos se abrazaron y Mirijam se acurrucó contra su pecho.

—¡Oh, Miguel, cuánto te he esperado! ¿Dónde estabas durante tanto tiempo? ¿Por qué andas con muletas? ¿Estás herido?

Pero un instante después soltó un alarido y se soltó del abrazo de Miguel: al igual que antes, un dolor insoportable la obligó a encogerse.

—¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? —rugió Miguel, que palideció—. ¡Di algo, por amor de Dios!

Pero Mirijam jadeaba y gemía, lo apartó con una mano y con la otra se apoyó en el taburete. No podía articular palabra, el dolor era aún más agudo, se extendía por todas partes y un gemido surgió de su garganta. Miguel quiso incorporarla para volver a abrazarla.

—Dejadme hacer a mí, capitán, esto es un asunto de mujeres.

Una anciana que llevaba una cofia almidonada pasó junto al capitán y rodeó los hombros de Mirijam con un brazo fuerte, la sostuvo y la apoyó.

Al principio Mirijam no reconoció a la vieja, pero cuando el dolor se redujo lentamente y recuperó el sentido, supo quién era de inmediato. Le temblaron las rodillas y no solo por el esfuerzo soportado. Contempló el rostro de la anciana con mirada interrogativa y una sonrisa insegura.

—¿De verdad eres tú… tata Gesa? ¿O eres una imagen onírica?

—¡Ahora no es momento para ensoñaciones, querida muchacha! ¿Alguien puede decirme dónde se encuentra tu cama? Y han de calentar agua en abundancia. Vamos, apartaos, capitán, vuestra esposa está a punto de tener un niño.

En plena noche, cuando las estrellas ya habían recorrido la mitad de su camino, Gesa Beeke salió por fin al jardín y se reunió con Miguel.

—Todo ha ido bien, ahora podéis ir con vuestra mujer. Os felicito de todo corazón, capitán, el Señor os ha regalado una hija hermosa y sana. Vuestra querida esposa quiere que lleve el nombre de Sarah-Lucia.

Pero sus últimas palabras resonaron en la noche sin ser oídas: ya hacía rato que Miguel había salido disparado hacia la cama de su mujer.