DIEZ

La lluvia ha cesado. Stralsund rezuma frío y humedad.

Ella observa todos los movimientos de sus vecinos sentada en el balcón del dormitorio. Los Amstelheim se van a dormir, acaban de apagar las luces de la planta alta.

Ella lleva, por lo menos, un par de horas allí. Sabe que el Trabant blanco aparecerá de un momento a otro y no quiere despistarse. Ya ha pagado bastante caro lo sucedido por la tarde, no puede dejar de culparse y de sobresaltarse cada vez que piensa (y eso es algo que hace constantemente) que a Annette la sacaron de su habitación sin que ella hiciera nada por impedirlo.

Dos horas atrás, ella decide castigarse y se sienta en el balcón, donde es consciente de que los murciélagos pueden atacarla. Pero antes se ha cuidado de no dejarles pasar hacia el dormitorio de la niña. Coloca cinta aislante en las ventanas de la habitación de la pequeña por dentro y en la puerta del pasillo por fuera. No hay modo de que entren. Annette está protegida, bien protegida.

En el caso de que los animales lleguen al extremo de volver a morderla, se ha perjurado no hacer nada que los espante, está decidida a aguantar incluso aunque le deformen la cara y le abran surcos en la cabeza. Ella piensa que es eso lo que le van a hacer. Annette desapareció una vez por su culpa, hoy ha estado a punto de volver a ocurrir. Tanto en aquella ocasión de 1945 como en esta, ella es la culpable.

Los ve en el cielo azul cobalto. Son como pequeñas ánimas negras que planean hacia donde ella está sentada. Cierra los ojos y se pone de pie en una actitud que se condice con el respeto y el temor. Ella ha leído que en Papúa y Nueva Guinea hay tribus que salen a cazar murciélagos gigantes y que su carne es similar a la del pollo. Le viene una arcada y se tapa la boca. No se ve capaz de hacer lo que los papuanos.

Abre los ojos cuando oye al primer murciélago que choca en lo alto de la ventana y se cuela a través de la unión de las maderas. Y al segundo y al tercero y, finalmente, una bandada ebria y risueña que se agolpa en la entrada de la madriguera. Ella intenta contarlos, quiere saber cuántos son, con cuántos convive, pero es imposible, son demasiado rápidos y todos apiñados forman una mancha oscura, como una lengua negra que se escabulle en el cajón de la persiana.

Ella no los ve, pero sabe que se enseñan mutuamente los colmillos, los mismos con los que salen a asesinar cada noche. Sabe que se han comido algunos insectos, ella no piensa que se comen a personas, no cree en los vampiros de los libros y no le impresionó ni Nosferatu ni la película de Béla Lugosi que vio en el Babylon Mitte de Berlín antes de que estallara la guerra. Pero no tiene dudas de que ellos vuelven después de una noche de muerte.

Los siente encima de su cabeza y el cuerpo se le tensa de tal manera que le duelen las manos aferradas a la baranda del balcón, como si se sujetara para no caer al vacío. La están observando. Algunos de ellos han sacado las cabezas por las rendijas y le miran la calva. Ella les oye la risa insidiosa y hasta les ve las encías rosadas y se promete no dejarles la casa, no la van a echar de allí.

Se va a meter corriendo en la habitación cuando un pinchazo agudo en la cabeza le recuerda por qué lleva dos horas pasando frío en el balcón.

Annette ha empezado a cantar, pero ella no se puede mover de donde está. Ahora no, Annette, ahora no, piensa, y mueve los labios para que no la oigan, pero el canto de la pequeña se va alzando cada vez más angustioso, cada vez más inaguantable. Ella suelta las manos de la baranda y se cubre las oídos. Restriega las palmas contra las orejas para no escuchar a la niña, para no saber nada de los murciélagos.

El reflejo de una luz barre el jardín. Ella mira a la izquierda cuando el Trabant aparca delante de su casa. Un cosquilleo molesto le recorre la espalda. Se destapa las orejas y se abraza. Quiere protegerse. Los murciélagos se han quedado tranquilos, pero Annette sigue cantando una canción penetrante, lastimosa, es lo más parecido al llanto, pero ella sabe que es gutural, que es animalesco, pero esta vez, a causa de los nervios, le resulta muy fastidioso e irritante. Se gira para mirar hacia atrás, hacia la habitación y ve el pasillo y en él la puerta de la niña sellada con cinta aislante.

Los del Trabant hablan y ríen.

—Karl, baja del coche, niñato… —Peter y Albert ríen y al rato se escucha el sonido de una puerta que se abre y se cierra.

—Estás temblando, muchacho. ¿Qué te pasa, gallina?

A ella, Peter Amstelheim le produce cierto resquemor, no lo ve de fiar y le teme. Lo mismo, aunque no tanto, le sucede con Albert Groß. De cualquier modo, ella tiene un presentimiento, un mal pálpito.

Los muchachos hablan y ella les escucha espantada desde la oscuridad del balcón.

—¿Tú no le viste los ojos, Karl? Eres un cagón, te asustas por nada.

—Yo no soy un cagón.

—Un poquito, sí, hermanito…

—Déjame en paz.

—¿Quién te enseñó en qué consiste la diversión, Karl? Tu hermano mayor, como siempre. Si no fuera por mí, aún no sabrías ni andar.

—Yo creo que se desmayó enseguida y que no sintió nada.

—¡Cómo que no sintió, Albert! Si no hubiera sentido no me habría puesto como me puso…

—Cállate de una vez, si a ti te pone lo que sea.

—¿Acaso a ti no te puso esa tripita blanca con su ombliguito lleno de sangre?

—No seas gilipollas, Peter, y deja de poner voz de zorrón —dice Karl.

—¡Qué espectáculo! —afirma Albert bajando la voz.

—¡Ya lo creo! Os dije que merecía la pena una excursión hasta allí —afirma Peter satisfecho.

—¿Y si alguien nos ha visto?

—¡Qué va! No seas miedoso, Karl, en la estación, a esas horas, no anda gente. Además, él se lo buscó, por maricón.

Peter coge una piedra y la lanza entre los árboles. Ella se inquieta al oír los chasquidos quebradizos de hojas y ramas en su jardín.

—De última, siempre está el todopoderoso señor Groß para salvarnos… ¿O no? Tu padre nos salvaría si fuera necesario, ¿verdad Albert?

—Por supuesto… —responde con suficiencia—, después de todo, en Stralsund, mi padre es el Partido Socialista Unificado…

—¡Así se habla! ¡Brindemos por el Partido Socialista Unificado!

—¡Por el Partido Socialista Unificado!

—¡Por la República Democrática Alemana!

—¡Sí! ¡Y por el líder Groß!

—¡Viva!

Ella oye el sonido de las botellas al chocar entre sí, oye risas y más choques de botellas…

—¿Sabíais que con una pistola como esta se suicidó Hitler? —dice Albert.

—No. ¿Y esa de quién es?

—De mi padre. La compró en Bremen cuando tenía veinte años.

—Por cierto, tu padre va a ir a la Universidad de Greifswald a dar una charla en cuanto se reanude el ciclo lectivo —dice Peter.

—Lo sé, me lo ha dicho Sibylle.

—El maricón de Thomas, muy amigo de tu novia por cierto, era uno de los que se negaba a asistir.

—¿Qué tiene que ver que fuera amigo de Sibylle?

—Nada, pero a tu padre no le gustaría que a Sibylle le llenasen la cabeza con ideas antisocialistas.

Peter lanza una carcajada y Karl le sigue con timidez.

—El muy gilipollas de Thomas llegó a decirme que no iría a la charla porque no quería que le adoctrinaran. ¿Te lo puedes creer? El chico no tenía ni puta idea de con quién estaba hablando…

—Mi padre no adoctrina…

—Ya lo sé.

—Él trabaja para que seamos buenos ciudadanos de la RDA —asevera Albert con la misma convicción de siempre, mientras juega con el revólver.

—Esconde eso que no estamos en una película de vaqueros —dice Karl—. Nuestro padre opina lo mismo acerca del adoctrinamiento…

—Sí, con el cuento ese de que él es un hombre de ciencias piensa tonterías la mayor parte del día.

—Sí, un hombre de ciencias que sabe pensar por sí mismo y que dice que ningún cagatintas del Partido le va a enseñar cómo hacerlo…

—¿El medicucho ese de tu padre le llama cagatintas a mi padre?

—¿Y por qué no? Heinrich Groß no es más que el delegado del Partido en una ciudad de provincias…

—Mejor que te calles, Karl, si no quieres acabar mal.

—Ya está bien —tercia Peter—. Karl, nuestro padre no sabe lo que dice. Ya hace muchos años, desde la bendita muerte de nuestra hermana, sólo sigue instrucciones… La muerte de nuestra hermana nos persigue…

Peter Amstelheim coge otra piedra de la calle y la lanza dentro del jardín. Ella se sobresalta y en la penumbra del amanecer busca con la mirada dónde puede haber caído.

Ella oye una tercera piedra que cae entre los brezales del jardín.

—¿Qué haces?

—Yo le llamo tirar piedras al jardín de una loca, hermanito —responde Peter riendo y lanza una cuarta piedra.

—Déjala en paz…

—No te preocupes que la solterona seguro que duerme a estas horas.

—¿Alguien se la habrá follado alguna vez? —pregunta Albert Groß.

—Los que la probaron, dicen que de joven no estaba nada mal, que tenía el cuerpo y la cabeza en su sitio…

—Sí, pero eso da igual ahora…

—¿No te gusta que volvamos a esa historia, Albert?

—Deberías dejar el tema, Peter.

Ella se acerca todo lo que puede a la barandilla del balcón para ver y escuchar mejor. Siente palpitaciones y está segura de que los ojos de los murciélagos siguen asomados en lo alto, escrutándola por entre las junturas de las maderas.

—¿De qué estáis hablando?

Ella oye la voz de Karl Amstelheim que entra en la conversación.

—De nada. ¿Y si le damos un susto?

—¿Qué quieres decir? —insiste Karl Amstelheim.

—Hay veces que pareces tonto, hermanito. Creo que has quedado un poco estúpido después de magrearle el culo al marica en la estación.

Peter le da un golpe amistoso en el hombro a su hermano.

—¿O te has enamorado del chico Berg? Sí, te lo veo en los ojos. Karl Amstelheim se siente viudo…

Karl le da un puñetazo a Peter en el pecho y ambos se ponen a luchar junto al Trabant, Peter apoyado de espaldas en la puerta del coche y Karl frente a él. Peter se ríe y esquiva los reveses. Karl lo coge de la solapa, Peter se zafa dándole un golpe en la boca del estómago y lo pone de espaldas contra el coche, invirtiendo las posiciones.

—Ya basta… —Albert intenta calmarlos.

El menor de los Amstelheim boquea buscando el aire. A ella le arde el estómago debido a lo que ve y oye. Peter acerca la cara a la de su hermano.

—No vuelvas a tocarme, Karl. ¿Lo has entendido, hijo de puta?

—Suficiente por hoy, parecéis dos niños.

Peter sigue mirando fijamente a Karl durante unos segundos más hasta que lo acaba soltando. Karl se dobla por la cintura y cae de rodillas junto al Trabant. En la noche serena y fría que ha seguido al aguacero, ella escucha la respiración entrecortada del menor y la agitación del mayor.

—Es verdad, Karl, Albert tiene razón —dice Peter algo inclinado para poder atusarse el flequillo en el espejo retrovisor del coche.

Karl Amstelheim escupe al suelo, las luces de la calle inyectan el cordón de baba y espuma que sale por su boca.

—Seguidme, metámonos a investigar el jardín de la loca… Hace unos años tenía un columpio en el jardín trasero, veamos si aún lo tiene…

Ella se da cuenta de que desliza suavemente sobre el suelo del balcón la silla de metal en la que ha estado sentada. El sonido se amplifica en el silencio. Los gamberros se detienen en seco y levantan la cabeza hacia donde ella está asomada. Peter y Albert la miran, Karl sigue viendo al suelo.

—Vamos, Peter, dejemos esto para otro día, ya es muy tarde —dice Albert Groß apuntándole a ella con el revólver.

Ella se mete dentro de la habitación y cierra las puertas del balcón. El corazón le palpita aceleradamente y tiene ganas de vomitar. Los murciélagos aletean con torpeza antes de llegar a colgarse en sus sitios y Annette sigue cantando. No ha cesado de cantar ni un segundo desde que los tres amigos aparcaron el Trabant.

Ella va hasta el pasillo apoyándose en los bordes de los muebles y se detiene delante de la puerta de Annette. La niña se está moviendo, ella lo sabe porque la cama no deja de crujir. Ella no entiende por qué no se está quieta, por qué la martiriza con canciones al alba y con esa respiración dificultosa que tanto la agobia, como si estuviera amordazada.

Nadie enciende la radio, pero ella escucha la voz del locutor pidiéndole a los alemanes que no salgan de sus casas y que cierren las ventanas para que la aviación enemiga no aviste los centros urbanos.

Annette se afana por despegar la cinta aislante de las ventanas, ella oye cómo rasga el ambiente por encima de la voz del locutor.

—¡Annette!

La palma de la mano derecha se le enrojece de tanto golpear la puerta. Apoya la oreja en el instante en que los ruidos desaparecen. Ella se queda quieta, expectante, hasta que la niña vuelve con el canto lamentoso.

—¡Ya basta, Annette! No me di cuenta de que te llevaban a la calle, me distraje, lo sé, y sé que te había jurado protegerte. Lo siento, Annette, lo siento…

Las rodillas se le aflojan y con el lado izquierdo del cuerpo apoyado en la puerta se desliza hasta llegar al suelo. Annette continúa cantando.

—No es justo que me lo reproches así, pequeña. Te prometo que no volverá a ocurrirte nada…

Ella no consigue detener las lágrimas ni el ascendente ardor en la boca del estómago. Se acurruca delante de la puerta de la habitación de la pequeña y apoya la calva en la madera del suelo.

Al cabo de un rato, ella abre los ojos empañados por una lámina de agua y ve los listones de madera del suelo que se angostan a la distancia, delante de la puerta del cuarto de baño.

Un portazo y el Trabant que se aleja.

En el aire sigue suspendido el sonido monótono de la canción que canta Annette.

Ella se seca las lágrimas y descubre con nitidez los encerados festones marrones, con claroscuros, zigzagueando como culebras diminutas entre las heridas y surcos del suelo…