Dios mío, pensó Mae. Es el paraíso.

El campus era enorme y laberíntico, inundado de los colores del Pacífico, y sin embargo no había detalle que no hubiera sido tenido en cuenta y diseñado con la máxima habilidad. En unas tierras que antaño habían sido unos astilleros, después un autocine y por fin un mercadillo y un solar deprimido, ahora había lomas suaves y verdes y una fuente de Calatrava. Y una zona para picnics, con mesas desplegadas en círculos concéntricos. Y pistas de tenis, tanto de tierra como de hierba. Y una cancha de voleibol, donde ahora estaban los niñitos de la guardería de la empresa, corriendo, chillando y reverberando como el agua. Y en medio de todo esto también había un centro de trabajo, más de ciento sesenta hectáreas de acero pulido y cristal que albergaban la sede de la empresa más influyente del mundo. El cielo era impoluto y azul.

Mae estaba cruzando todo esto en su travesía a pie, desde el aparcamiento al edificio central, intentando transmitir la impresión de que se sentía cómoda allí. El sendero serpenteaba alrededor de las arboledas de limoneros y de naranjos, y entre sus adoquines rojos y silenciosos destacaban losas desperdigadas con mensajes suplicantes de inspiración. En una de ellas había la palabra «Sueña» grabada a láser en la piedra roja. En otra ponía: «Participa». Y había docenas más: «Encuentra tu comunidad», «Innova», «Imagina». A punto estuvo de pisarle accidentalmente la mano a un joven con mono de trabajo gris que estaba instalando una nueva losa con la inscripción «Respira».

Aquel lunes soleado de junio, Mae se detuvo frente a la entrada principal, bajo el logotipo grabado en el cristal. Aunque la empresa todavía no tenía seis años de antigüedad, su nombre y su logotipo —un círculo rodeando una trama de líneas entretejidas, con una pequeña «c» en el centro— ya se contaban entre los más conocidos del mundo. En aquel campus central trabajaban más de diez mil empleados, pero el Círculo tenía oficinas por todo el planeta, y seguía contratando todas las semanas a centenares de mentes jóvenes y brillantes. Llevaba cuatro años seguidos siendo elegida la empresa más admirada del mundo.

A Mae ni se le habría ocurrido que tuviera posibilidades de trabajar en un lugar así de no haber sido por Annie. Annie era dos años mayor que ella y ambas habían compartido habitación durante tres semestres en la universidad, en un feo edificio que habían hecho habitable gracias a lo extraordinariamente unidas que estaban; eran algo a medio camino entre amigas y hermanas, o bien primas a quienes les gustaría ser hermanas y así tener una razón para no separarse nunca. El primer mes que habían vivido juntas, Mae se había roto la mandíbula una tarde-noche, tras desmayarse durante los exámenes finales por culpa de la gripe y la mala alimentación. Annie le había dicho que se quedara en la cama, pero Mae había ido al 7-Eleven en busca de cafeína y había despertado en la acera, bajo un árbol. Annie la había llevado al hospital y había esperado allí mientras le cosían la mandíbula, y después se había quedado toda la noche con Mae, durmiendo a su lado en una silla de madera, y luego, ya en casa, se había pasado días alimentando a Mae con una cañita. Era un nivel tremendo de compromiso y aptitud, que Mae no había visto nunca en una persona de su edad o más o menos de su edad, y a partir de entonces Mae le había sido leal de una forma que ella misma no habría imaginado nunca.

Mientras Mae seguía en Carleton, probando distintos itinerarios troncales, primero historia del arte, después marketing y por fin psicología, y sacándose la carrera de psicología sin tener plan alguno de trabajar en ese terreno, Annie se licenció, hizo su MBA en Stanford y recibió ofertas de trabajo de todas partes, aunque la más importante fue la del Círculo, adonde llegó cuatro días después de terminar el máster. Ahora tenía un título altisonante —directora de Garantizar el Futuro, bromeaba ella— y animó a Mae a que se presentara a un puesto de trabajo en la empresa. Mae lo hizo, y aunque Annie insistía en que no había usado sus influencias, Mae estaba segura de que sí las había usado, de manera que ahora sentía una deuda incalculable hacia su amiga. Había un millón de personas, mil millones, que querrían estar donde estaba Mae en aquel momento: entrando en aquel atrio de diez metros de altura y surcado por la luz de California, en su primer día de trabajo para la única empresa que importaba realmente.

Empujó la pesada puerta para abrirla. El vestíbulo era tan largo como un desfile y tan alto como una catedral. Las alturas estaban llenas de oficinas, cuatro pisos de oficinas a cada lado, con todas las paredes de cristal. Brevemente invadida por el vértigo, bajó la vista, y en el suelo inmaculado y resplandeciente vio reflejada la expresión de preocupación de su cara. Notó una presencia detrás de ella y obligó a su boca a sonreír.

—Tú debes de ser Mae.

Mae se giró para encontrarse una cara joven y hermosa suspendida encima de un pañuelo violeta y una blusa de seda blanca.

—Soy Renata —dijo.

—Hola, Renata. Estoy buscando a…

—A Annie. Ya lo sé. Está de camino. —A Renata le salió de la oreja un ruido, un tintineo digital—. Mira, está…

Renata estaba mirando a Mae pero viendo otra cosa. Interfaz retinal, supuso Mae. Otra innovación que había nacido allí.

—Está en el Viejo Oeste —dijo Renata, volviendo a mirar a Mae—, pero llegará pronto.

Mae sonrió.

—Espero que lleve galletas y un caballo bien recio.

Renata sonrió cortésmente pero no se rio. Mae sabía que la empresa bautizaba cada parte del campus con el nombre de una época histórica; era una estrategia para que aquel lugar enorme resultara menos impersonal y menos corporativo. Mucho mejor que llamar a los sitios Edificio 3B-Este, como hacían en el último sitio donde Mae había trabajado. Solo habían pasado tres semanas desde su último día de trabajo en las instalaciones municipales de su pueblo —se habían quedado estupefactos al presentar ella su dimisión—, pero ya le parecía imposible el haber malgastado una parte tan grande de su vida allí. Al cuerno con aquel gulag, pensaba Mae, y con todo lo que representaba.

Renata seguía recibiendo señales de su auricular.

—Oh, espera —dijo—. Ahora me está diciendo que está liada. —Renata miró a Mae con una sonrisa radiante—. ¿Por qué no te acompaño a tu mesa? Me dice Annie que pasará a buscarte dentro de una hora más o menos.

Mae se emocionó un poco al oír aquello, «tu mesa», y se acordó inmediatamente de su padre. Su padre estaba orgulloso. «Muy orgulloso», le había dejado grabado en el buzón de voz; debía de haberle grabado el mensaje a las cuatro de la madrugada. Ella lo había encontrado al despertarse. «Muy, muy orgulloso», le había dicho con voz estrangulada. No hacía ni dos años que Mae se había licenciado y allí estaba ahora, trabajando remuneradamente para el Círculo, con seguro médico incluido y con un apartamento en la ciudad; por fin ya no era una carga para sus padres, que tenían otras muchas cosas de que preocuparse.

Mae siguió a Renata hasta el exterior del atrio. En el jardín salpicado de luz había un par de jóvenes sentados sobre un montículo artificial, con una especie de tablet transparente en las manos y hablando con gran intensidad.

—Tú estarás en el Renacimiento, que es aquello —le dijo Renata, señalando al otro lado del jardín, en dirección a un edificio de cristal y cobre oxidado—. Es donde está toda la gente de Experiencia del Cliente. ¿Habías venido aquí alguna vez?

Mae asintió con la cabeza.

—Sí. Unas cuantas veces, pero a ese edificio no.

—Así que has visto la piscina, la zona deportiva. —Renata hizo un gesto con la mano en dirección a un paralelogramo azul y al edificio enorme y anguloso, el gimnasio, que se elevaba tras él—. Por allí están los centros de yoga, crossfit, pilates, masajes, spinning… Me han dicho que haces spinning, ¿no? Ahí detrás están las pistas de petanca y el nuevo espacio para jugar a espiro. La cafetería está al otro lado del césped… —Renata señaló la exuberante extensión verde, donde había un puñado de personas con ropa de trabajo y desparramados como si estuvieran tomando el sol en la playa—. Y ya hemos llegado.

Se detuvieron delante del Renacimiento, también provisto de un atrio de diez metros, con un móvil de Calder girando lentamente en las alturas.

—Ah, me encanta Calder —dijo Mae.

Renata sonrió.

—Sí, ya lo sé. —Se lo quedaron mirando juntas—. Este estaba colgado en el Parlamento de Francia. O algo parecido.

El viento que las había seguido hasta el interior hizo girar ahora el móvil de tal manera que uno de sus brazos se quedó señalando a Mae, como si le diera la bienvenida en persona. Renata la cogió del codo.

—¿Estás lista? Subamos por aquí.

Entraron en un ascensor de cristal ligeramente tintado de color naranja. Las luces se encendieron y Mae vio que aparecía su nombre en las paredes, junto con su foto del anuario de su instituto. BIENVENIDA, MAE HOLLAND. A Mae le salió un ruido de la garganta, casi como una exclamación ahogada. Llevaba años sin ver aquella foto y se alegraba mucho de haberla perdido de vista. Debía de ser cosa de Annie, atacarla una vez más con aquella imagen. Estaba claro que la chica de la foto era Mae —la boca ancha, los labios finos, la piel cetrina y el pelo negro—, pero en aquella foto, más que al natural, sus pómulos marcados le daban una expresión severa, y sus ojos castaños no sonreían, sino que se limitaban a mostrarse pequeños y fríos, listos para la guerra. Desde la época de la foto —en la que salía con dieciocho años, furiosa e insegura— Mae había ganado un peso que la favorecía mucho; la cara se le había suavizado y le habían salido curvas, unas curvas que llamaban la atención a hombres de todas las edades y motivaciones. Después de acabar la secundaria, se había esforzado por ser más abierta y más tolerante, y ahora la puso nerviosa el hecho de ver allí aquel documento de una época remota, en la que ella siempre estaba pensando mal del mundo. Justo cuando ya no la podía soportar más, la foto desapareció.

—Sí, todo funciona con sensores —le dijo Renata—. El ascensor lee tu acreditación y te saluda. Esa foto nos la dio Annie. Debéis de ser muy amigas si tiene fotos tuyas del instituto. En todo caso, espero que no te moleste. Es algo que hacemos sobre todo con las visitas. Y normalmente se quedan impresionadas.

A medida que el ascensor subía, fueron apareciendo por las paredes del ascensor las actividades programadas para la jornada, imágenes y texto que se desplazaban de un panel al siguiente. Cada anuncio venía acompañado de vídeo, fotos, animación y música. A mediodía había un pase de Koyaanisqatsi, a la una demostración de automasajes y a las tres refuerzo abdominal. Un congresista del que Mae no había oído hablar nunca, canoso pero joven, daba una rueda de prensa en el Ayuntamiento a las seis y media. En la puerta del ascensor se lo veía hablar en un estrado, con banderas ondeando detrás, remangado y cerrando los puños para mostrar su severidad.

Las puertas se abrieron, partiendo al congresista por la mitad.

—Ya hemos llegado —dijo Renata, saliendo a una estrecha pasarela de rejilla de acero.

Mae bajó la vista y notó que se le encogía el estómago. Podía ver hasta la planta baja, cuatro niveles más abajo.

Mae intentó aparentar ligereza.

—Supongo que no ponéis aquí arriba a nadie con vértigo.

Renata se detuvo y se giró hacia Mae, con cara de preocupación.

—Por supuesto que no. Pero tu perfil decía…

—No, no —dijo Mae—. No me pasa nada.

—En serio. Te podemos poner más abajo si…

—No, no. En serio. Está perfecto. Lo siento. Estaba de broma.

Renata estaba visiblemente agitada.

—Vale. Tú dímelo si hay algún problema.

—Te lo diré.

—¿De verdad? Porque Annie querrá que me asegure.

—De verdad, te lo prometo —dijo Mae, y sonrió a Renata, que se recuperó y siguió andando.

La pasarela llegó a la planta principal, amplia, llena de ventanas y dividida en dos por un largo pasillo. A ambos lados, las oficinas tenían fachadas de cristal del suelo al techo, con sus ocupantes visibles en el interior. Todos ellos tenían su espacio decorado de forma elaborada pero con gusto: una oficina estaba llena de parafernalia marítima, la mayor parte de la cual parecía flotar en el aire, colgada de las vigas al descubierto, mientras que en otra había hileras de bonsáis. Pasaron frente a una pequeña cocina con todos los armarios y los estantes de cristal y la cubertería magnética, pegada a la nevera en filas pulcras, todo iluminado por una enorme araña de luces donde resplandecían bombillas multicolores, extendiendo sus brazos de color naranja, melocotón y rosa.

—Pues esta es la tuya.

Se detuvieron ante un cubículo, gris, pequeño y cubierto de un material que parecía lino sintético. A Mae se le cayó el alma a los pies. Era casi exactamente igual que el cubículo donde había estado trabajando los últimos dieciocho meses. Era lo primero que veía en el Círculo que no había sido replanteado, que guardaba algún parecido con el pasado. El material que cubría las paredes del cubículo era —ella no se lo creía, le parecía imposible— arpillera.

Mae era consciente de que Renata la estaba observando y también de que su propia cara estaba traicionando algo parecido al horror. Sonríe, pensó. Sonríe.

—¿Te parece bien? —dijo Renata, recorriendo rápidamente la cara de Mae con la mirada.

Mae obligó a su boca a indicar algún nivel de satisfacción.

—Genial. Es bonito.

No era lo que se había esperado.

—Muy bien, pues. Te dejo para que te familiarices con el espacio de trabajo, y enseguida vendrán Denise y Josiah para orientarte y darte lo que necesites.

Mae volvió a componer una sonrisa, y Renata dio media vuelta y se marchó. Mae se sentó, notando que el respaldo estaba medio roto y que la silla no se movía, tenía las ruedas atascadas, todas las ruedas. Le habían puesto un ordenador en la mesa, pero era un modelo muy antiguo que ella no había visto en ninguna otra parte del edificio. Mae estaba desconcertada, y su estado de ánimo se desplomó en el mismo abismo donde había pasado los últimos años.

¿Acaso alguien todavía trabajaba en una empresa de servicios públicos? ¿Cómo había acabado Mae trabajando allí? ¿Cómo lo había tolerado? Cuando la gente le preguntaba dónde trabajaba, casi prefería mentir y decir que no tenía trabajo. ¿Acaso la cosa habría sido mejor de no haber estado en su pueblo?

Después de seis años aproximadamente de odiar su pueblo y de maldecir a sus padres por haberse mudado allí y por someterla a aquello, a sus limitaciones y a su escasez de todo —diversiones, restaurantes, mentes iluminadas—, recientemente Mae había empezado a recordar Longfield con algo parecido a la ternura. Era un pueblecito situado entre Fresno y Tranquillity, constituido en municipalidad y bautizado en 1866 en honor de un granjero sin imaginación. Ciento cincuenta años más tarde, su población había crecido hasta quedarse un poco por debajo de las dos mil almas, la mayoría de las cuales trabajaban en Fresno, a unos treinta kilómetros de distancia. Vivir en Longfield era barato, y los padres de las amigas de Mae eran guardias de seguridad, maestros y camioneros aficionados a la caza. De las ochenta y dos personas que se habían graduado en la promoción de Mae, ella era una de las doce que habían ido a una universidad de cuatro años, y la única que había ido al este de Colorado. El hecho de que se marchara tan lejos, y contrajera una deuda tan grande, solo para regresar y trabajar para el Ayuntamiento local, era algo que la destrozaba, y también a sus padres, aunque de puertas afuera dijeran que su hija estaba haciendo lo correcto, aprovechando una oportunidad sólida y empezando a pagar sus créditos de estudios.

El edificio de los servicios municipales, el 3B-Este, era un bloque funesto de cemento con ventanas en forma de estrechas ranuras verticales. Por dentro, la mayoría de las oficinas tenían las paredes de hormigón y todo estaba pintado de un verde horrible. Era como trabajar en un vestuario. Mae era aproximadamente una década más joven que el resto de los ocupantes del edificio, y hasta los que estaban en la treintena eran de otro siglo. Se maravillaban de las habilidades de ella con los ordenadores, que eran básicas y comunes a todo el mundo que ella conocía. Pese a todo, sus compañeros de trabajo en el edificio municipal estaban asombrados. La llamaban «Centella Negra», en referencia casposa a su pelo, y le decían que tenía «un porvenir muy halagüeño» en la gestión municipal si jugaba bien sus cartas. ¡En cuatro o cinco años, le decían, podría ser jefa de informática de toda la subestación! La exasperación de ella no conocía límites. No había ido a la universidad, pagando 234.000 dólares de formación de élite en el terreno de las humanidades, para acabar en un trabajo así. Pero era un trabajo, y a ella le hacía falta el dinero. Sus créditos de estudios eran voraces y exigían ser alimentados todos los meses, de manera que aceptó el trabajo y el sueldo y se mantuvo alerta por si aparecía algo mejor.

Su supervisor inmediato era un hombre llamado Kevin, que trabajaba como director visible de tecnología del departamento de servicios públicos pero que, paradójicamente, no sabía nada de tecnología. Sabía de cables y de salidas dobles; debería haber estado manejando un equipo de radioaficionado en su sótano en lugar de supervisar a Mae. Cada día de cada semana llevaba la misma camisa de botones de manga corta y las mismas corbatas de colores oxidados. Era ofensivo a todos los sentidos, con un aliento que olía a jamón y un bigote peludo y alborotado, como dos patitas que emergían, hacia el sudeste y el sudoeste, de unos orificios nasales enormes.

No habría habido problema, pese a sus muchas ofensas, de no ser por el hecho de que estaba convencido de que a Mae le importaba todo aquello. Estaba convencido de que a Mae, licenciada por Carleton, llena de sueños especiales y dorados, le importaba su trabajo en el departamento de gas y electricidad. De que ella se preocuparía si Kevin consideraba que no había rendido lo suficiente durante un día determinado. Aquello la ponía furiosa.

Las ocasiones en que él la llamaba a su despacho, en que cerraba la puerta y se sentaba en una esquina de su mesa, eran atroces. «¿Sabes por qué te he hecho venir?», le preguntaba, como si fuera un policía de carreteras que la hubiera hecho parar. En otras ocasiones, cuando estaba contento del trabajo que ella había hecho esa jornada, hacía algo peor: la elogiaba. La definía como «su protegida». Le encantaba aquella palabra. La presentaba a las visitas así, diciendo «Esta es mi protegida, Mae. Es bastante espabilada, la mayoría del tiempo», y le guiñaba un ojo como si él fuera un capitán y ella su segundo de a bordo, los dos veteranos de muchas aventuras sonadas y devotos el uno del otro para siempre. «Si ella misma no se lo impide, le espera un futuro halagüeño.»

Ella no lo podía soportar. Cada día que había pasado trabajando allí, los dieciocho meses, se había preguntado si tal vez podría pedirle un favor a Annie. Nunca se le había dado bien pedir aquella clase de cosas: que la rescataran, que la sacaran de allí. La idea la hacía sentirse una molestia, un engorro, un «incordio», como lo llamaba su padre, algo que no le salía con naturalidad. Sus padres eran personas discretas a quienes no les gustaba molestar a los demás, personas discretas y orgullosas que no aceptaban regalos de nadie.

Y Mae era igual, pero aquel trabajo la estaba convirtiendo en otra persona, en alguien capaz de hacer lo que fuera para marcharse. Todo resultaba repulsivo. Había literalmente una fuente de oficina. Había literalmente fichas perforadas. Certificados de mérito cada vez que alguien hacía algo que se consideraba especial. ¡Y el horario! ¡De nueve a cinco, nada menos! Todo daba la sensación de ser de otra época, de una época justamente olvidada, y le infundía a Mae la sensación de que no solo ella estaba echando su vida a perder, sino que la empresa entera estaba echando a perder la vida en general, desperdiciando potencial humano y ralentizando la rotación del planeta. Y el cubículo que ella tenía en aquel lugar era un concentrado de todo aquello. Las mamparas que la rodeaban, destinadas a facilitar que se concentrara plenamente en el trabajo que tenía entre manos, estaban cubiertas de arpillera, como si cualquier otro material la fuera a distraer, o bien fuera a sugerirle formas más exóticas de pasar su tiempo. De manera que se había pasado dieciocho meses en una oficina donde pensaban que, de todos los materiales que ofrecían el hombre y la naturaleza, el único que su plantilla debía ver, todo el día y todos los días, fuera la arpillera. Una arpillera a granel, arpillera de pobres, rebajada de precio. Juraba por Dios, para sus adentros, que cuando se marchara de allí jamás volvería a tocar aquel material, ni siquiera a admitir su existencia.

Y no esperaba volver a verlo. ¿Con qué frecuencia, después del siglo XIX, con la excepción de las tiendas del siglo XIX, se encontraba uno arpillera? Mae daba por sentado que no se la encontraría nunca más, y sin embargo allí estaba ahora, en aquella nueva oficina del Círculo, y cuando la vio, y sintió su olor a moho, se le llenaron los ojos de lágrimas:

—Puta arpillera —murmuró para sus adentros.

De pronto oyó un suspiro a sus espaldas, seguido de una voz.

—Ahora me da por pensar que esto no ha sido tan buena idea.

Mae se dio la vuelta y se encontró a Annie, con los brazos en jarras y los puños cerrados, con pose de niña enfurruñada.

—Puta arpillera —dijo Annie, imitando su mohín, y luego se echó a reír. Cuando se le pasó la risa, consiguió decir—: Ha sido increíble. Muchas gracias, Mae. Sabía que lo odiarías, pero quería ver cuánto. Siento que hayas estado a punto de llorar. Joder.

Ahora Mae miró a Renata, que tenía las manos en alto en gesto de rendición.

—¡No ha sido idea mía! —dijo—. ¡Me ha obligado Annie! ¡No me odies!

Annie soltó un suspiro de satisfacción.

—He tenido que comprar este cubículo en Walmart. ¡Y el ordenador! Me costó una eternidad encontrarlo en internet. Yo pensaba que podríamos traer un trasto parecido del sótano o algo similar, pero la verdad es que en todo el campus no tenemos nada que sea así de viejo y de feo. Por Dios, tendrías que haberte visto la cara.

A Mae le latía el corazón con fuerza.

—Tía, tú estás enferma.

Annie fingió confusión.

—¿Yo? Yo no estoy enferma. Yo soy la leche.

—No me puedo creer que te hayas esforzado tanto para hacérmelo pasar mal.

—Pues sí. Así es como he llegado a donde estoy. Todo es cuestión de planificación y de puesta en práctica. —Le dedicó a Mae un guiño de vendedor y a Mae se le escapó la risa. Annie era una lunática—. Ahora vámonos. Voy a enseñarte todo esto.

Mientras la seguía, Mae tuvo que recordarse a sí misma que Annie no siempre había sido una alta ejecutiva de una empresa como el Círculo. Hubo un tiempo, apenas hacía cuatro años, en que Annie era una estudiante universitaria que llevaba pantalones de pijama de franela de hombre a clase, a las cenas y a las citas informales. Annie era lo que uno de sus novios, y había habido muchos, siempre monógamos y siempre formales, llamaba una friki. Pero podía permitirse serlo. Su familia tenía dinero, desde hacía muchas generaciones, y además era muy guapa, tenía unas pestañas muy largas, un hoyuelo en la barbilla y un pelo tan rubio que solo podía ser natural. Todo el mundo conocía su efervescencia y su incapacidad aparente para dejar que nada la molestara más de un minuto. Pero también era una friki. Era flaca y desgarbada, y usaba las manos de forma exagerada, peligrosamente, cuando hablaba, y era propensa a irse grotescamente por las ramas en las conversaciones y a las obsesiones extrañas: las cuevas, la perfumería amateur o la música doo-wop. Era amiga de todos sus ex, de todos sus tíos y de todos los profesores (los conocía a todos en persona y les mandaba regalos). Había estado involucrada en casi todos los clubes y causas de la universidad, o bien los había dirigido, y sin embargo encontraba tiempo para dedicarse en cuerpo y alma a su trabajo de curso —bueno, a todo—, mientras que en las fiestas siempre era la más dispuesta a ponerse en ridículo para que los demás se relajaran y también la última en marcharse. La única explicación racional de todo esto habría sido que no durmiera, pero no era el caso. Dormía de forma opulenta, entre ocho y diez horas al día, podía dormir en cualquier parte, en los trayectos en coche de tres minutos, en el reservado mugriento de una cafetería cercana al campus, en los sofás de la gente, en cualquier momento y lugar.

Mae sabía todo esto de primera mano, puesto que había hecho de chófer para Annie en muchos trayectos largos, por toda Minnesota, Wisconsin y Iowa, con rumbo a incontables y casi siempre insignificantes competiciones de cross-country. Mae había conseguido una beca parcial para correr en Carleton, que era donde había conocido a Annie, dos años mayor, a quien se le daba bien correr sin apenas esforzarse, aunque solo le preocupaba de vez en cuando el hecho de si ella, o el equipo, perdían o ganaban. En una competición Annie se entregaba por completo, provocando a los oponentes e insultando sus uniformes o bien sus resultados en los exámenes de aptitud académica, y en la siguiente se mostraba completamente desinteresada en el resultado pero contenta de estar participando. Y durante aquellos largos trayectos en su coche, que ella prefería que condujera Mae, Annie ponía en alto los pies descalzos o bien los sacaba por la ventanilla, y empezaba a hablar ociosamente sobre el paisaje que atravesaban, o bien se pasaba horas especulando acerca de lo que ocurría en el dormitorio de sus entrenadores, un matrimonio con peinados idénticos y casi militares. Mae se reía de todo lo que decía Annie, y aquello la distraía de las competiciones, donde ella, a diferencia de Annie, necesitaba ganar, o por lo menos clasificarse bien, para justificar el subsidio que le había suministrado la universidad. Siempre llegaban pocos minutos antes de la competición, y Annie se había olvidado de en qué carrera tenía que correr, o bien el hecho mismo de si tenía que correr.

Así pues, ¿cómo era posible que aquella persona dispersa y ridícula, que seguía llevando un pedazo de su manta de infancia a todas partes en el bolsillo, hubiera ascendido tanto y tan deprisa por el Círculo? Ahora era una de las cuarenta mentes más cruciales de la empresa —la Banda de los 40—, con acceso a sus planes y datos más secretos. ¿O que pudiera forzar la contratación de Mae sin esfuerzo alguno? ¿O que pudiera organizarlo todo en una simple cuestión de semanas después de que Mae se tragara finalmente su orgullo y le pidiera el favor? Aquello daba fe de la voluntad interior de Annie, de su misteriosa y crucial noción del destino. Por fuera, Annie no daba señales de poseer una ambición llamativa, pero Mae estaba segura de que dentro de Annie había algo que insistía en aquello, en el hecho de que ella debía estar allí, en aquel puesto, sin importar de donde viniera. Si hubiera crecido en la tundra siberiana, ciega e hija de pastores, aun así habría llegado a donde estaba ahora.

—Gracias, Annie —se oyó decir a sí misma.

Atravesaron unas cuantas salas de conferencias y áreas de descanso y se adentraron en la nueva galería de la empresa, donde colgaba media docena de obras de Basquiat, recién adquiridas de un museo casi arruinado de Miami.

—No las merecen —dijo Annie—. Y siento que estés en Experiencia del Cliente. Sé que parece una mierda, pero te aseguro que la mitad de los altos cargos de la empresa empezaron ahí. ¿Me crees?

—Te creo.

—Bien, porque es verdad.

Salieron de la galería y entraron en la cafetería de la segunda planta —«El Comedor de Cristal… ya sé, es un nombre espantoso», le dijo Annie—, diseñada para que los comensales comieran repartidos en nueve niveles distintos, con todos los suelos y las paredes de cristal. A primera vista daba la sensación de que había un centenar de personas comiendo suspendidas en el vacío.

Atravesaron la Sala de Préstamo, donde se prestaba cualquier cosa, de bicicletas a telescopios pasando por alas delta, gratis, a cualquier miembro de la plantilla, y luego entraron en el acuario, un proyecto defendido por uno de los fundadores. Se plantaron ante un tanque, tan alto como ellas, lleno de medusas, lentas y fantasmagóricas, que ascendían y descendían sin razón ni dinámica aparente.

—Te voy a estar vigilando —dijo Annie—, y cada vez que hagas algo magnífico me aseguraré de que se entere todo el mundo para que no tengas que estar mucho tiempo ahí. Aquí la gente asciende de forma bastante segura, y ya sabes que contratamos casi exclusivamente a gente de dentro. De manera que haz las cosas bien y mantén la cabeza gacha y te asombrará lo deprisa que vas a salir de Experiencia del Cliente y cazar algún puesto suculento.

Mae miró a los ojos de Annie, que resplandecían bajo la luz del acuario.

—No te preocupes. Estoy contenta de estar en cualquier puesto de aquí.

—Es mejor estar al pie de un escalafón por el que quieres subir que en medio de uno por el que no, ¿verdad? De una mierda de escalafón hecho de mierda…

Mae se rio. Fue la impresión de oír aquellas palabrotas procedentes de una cara tan dulce.

—¿Siempre has dicho tantas palabrotas? No recuerdo esa faceta tuya.

—Lo hago cuando estoy cansada, que es casi siempre.

—Con lo dulce que eras…

—Lo siento. ¡Joder, lo siento, Mae! ¡Me cago en la puta, Mae! Vale. Vamos a ver más cosas. ¡La perrera!

—¿Hoy no trabajamos o qué? —preguntó Mae.

—¿Trabajar? Esto es trabajar. Esta es la tarea que te asignan el primer día: familiarizarte con el lugar y con la gente y aclimatarte. ¿Sabes cuando te ponen suelos nuevos de madera en casa…?

—Pues no.

—Bueno, pues cuando te los pongan vas a tener que dejarlos ahí diez días, para que la madera se aclimate. Y luego te instalas.

—Y en esta comparación, ¿la madera soy yo?

—La madera eres tú.

—Y luego me instalo.

—Sí, luego te instalamos. Te clavamos con diez mil clavos pequeñitos. Te va a encantar.

Visitaron la perrera, un concepto ideado por Annie, cuyo perro, el Doctor Kinsmann, acababa de fallecer, pero que había pasado unos cuantos años de felicidad allí, sin necesidad de alejarse de su propietaria. ¿Por qué iban miles de empleados a dejar sus perros en casa cuando los podían traer aquí, para que estuvieran con gente y con otros perros y tuvieran quien los cuidara en vez de estar solos? Este había sido el razonamiento de Annie, rápidamente aceptado y ahora considerado visionario. Visitaron a continuación la discoteca —que a menudo se usaba de día para algo llamado baile extático, que según Annie era muy buen ejercicio—, después vieron el enorme anfiteatro al aire libre y el pequeño teatro interior —«Aquí hay unos diez grupos de improvisación cómica»—, y por fin llegaron al almuerzo en la cafetería principal de la primera planta, en cuyo rincón, sobre una tarima, había un hombre tocando la guitarra que se parecía a un cantautor ya mayor al que los padres de Mae escuchaban…

—¿Ese no es…?

—Sí —dijo Annie, sin aminorar la marcha—. Hay alguien todos los días. Músicos, humoristas, escritores. Es el proyecto personal de Bailey, traerlos aquí para que puedan tener visibilidad, sobre todo teniendo en cuenta lo mal que están las cosas ahí fuera para ellos.

—Sabía que venían a veces, pero ¿dices que es todos los días?

—Los contratamos con un año de antelación. Tenemos que sacudírnoslos de encima.

El cantautor estaba cantando apasionadamente, con la cabeza inclinada y el pelo cubriéndole los ojos, rasgando febrilmente la guitarra con los dedos, pero la enorme mayoría de la cafetería le prestaba poca atención o ninguna.

—No me imagino cuánto debe de costar eso —dijo Mae.

—Oh, por Dios, no les pagamos. Ah, espera, a este tipo lo tienes que conocer.

Annie detuvo a un hombre llamado Vipul, que según Annie pronto iba a reinventar la televisión entera, un medio que estaba más encallado que ningún otro en el siglo XX.

—En el diecinueve más bien —dijo él, con un ligero acento indio y un inglés preciso y distinguido—. Es el último sitio en el que los clientes nunca consiguen lo que quieren. El último vestigio de la organización feudal entre el creador y el espectador. ¡Ya no somos vasallos! —dijo, y enseguida se excusó.

—Este tipo está a otro nivel —dijo Annie mientras cruzaban la cafetería.

Se detuvieron en otras cinco o seis mesas, conociendo a gente fascinante, todos los cuales trabajaban en algo que Annie calificó de «revolución mundial», «cambio histórico» o «cincuenta años por delante de su época». El espectro de trabajos que se llevaban a cabo allí era asombroso. Conocieron a un par de mujeres que estaban trabajando en un vehículo de exploración submarina que haría que la fosa de las Marianas dejara de ser un misterio.

—Harán un mapa de la fosa como si fuera Manhattan —dijo Annie, y ninguna de las mujeres le discutió la hipérbole.

Se detuvieron junto a una mesa donde había un trío de jóvenes mirando una pantalla incorporada a la mesa que mostraba planos en 3-D de un nuevo tipo de vivienda de bajo coste que se podía adoptar por todo el mundo en vías de desarrollo.

Annie cogió de la mano a Mae y tiró de ella hacia la salida.

—Ahora vamos a ver la Biblioteca Ocre. ¿Has oído hablar de ella?

Mae no había oído hablar de ella, pero no quería confesarlo.

Annie le echó una mirada de complicidad.

—En realidad no deberías verla, pero yo digo que sí.

Entraron en un ascensor de metacrilato y neón y ascendieron por el atrio, a lo largo de cinco niveles de plantas y oficinas visibles.

—No entiendo cómo estas cosas pueden encajar en el balance final —dijo Mae.

—Oh, Dios, yo tampoco lo entiendo. Pero esto ya no es una simple cuestión de dinero, como imagino que sabrás. Hay suficientes ingresos para mantener las pasiones de la comunidad. Esos tipos que trabajan en las casas sostenibles eran programadores, pero un par de ellos estudiaron arquitectura. De manera que escribieron una propuesta, y a nuestros Sabios les entusiasmó. Sobre todo a Bailey. Le encanta dar rienda suelta a la curiosidad de las grandes mentes jóvenes. Y su biblioteca es una locura. Es en esta planta.

Salieron del ascensor a un largo pasillo, este con acabado de madera de cerezo oscura y nogal, donde una serie de arañas de luces emitían una serena luz de color ámbar.

—Qué clásico —comentó Mae.

—Has oído hablar de Bailey, ¿verdad? Le encantan estos rollos antiguos. Caoba, bronce, vidrieras de colores. Es su estética. En el resto de los edificios está en franca minoría, pero aquí hace lo que quiere. Mira esto.

Annie se detuvo ante un cuadro de gran tamaño, un retrato de los Tres Sabios.

—Espantoso, ¿verdad? —dijo.

El cuadro era torpe, como si lo hubiera pintado un artista de instituto de secundaria. En él los tres hombres, los fundadores de la empresa, estaban colocados en formación piramidal, los tres vestidos con sus mejores galas y con expresiones que hablaban, caricaturescamente, de sus personalidades. Ty Gospodinov, el visionario y niño prodigio del Círculo, llevaba unas gafas anodinas y una capucha enorme, sonriente y mirando a la izquierda; parecía estar disfrutando del momento, él solo, sintonizado con una frecuencia lejana. La gente decía que bordeaba el síndrome de Asperger, y la imagen parecía subrayar esa idea. Con su pelo negro y descuidado y su cara sin arrugas no aparentaba más de veinticinco años.

—A Ty se lo ve perdido, ¿verdad? —dijo Annie—. Pero no es posible que lo estuviera. Ninguno de nosotros estaría aquí si él no fuera también un genio de la dirección empresarial. Debería explicarte la dinámica. Vas a ascender deprisa, o sea que te la explicaré.

Ty, cuyo nombre completo era Tyler Alexander Gospodinov, era el primer Sabio, explicó Annie, y todo el mundo lo llamaba Ty a secas.

—Eso lo sé —dio Mae.

—Ahora no me interrumpas. Te estoy dando la misma charla que les doy a los jefes de Estado.

—Vale.

Annie continuó.

Ty era consciente de ser, en el mejor de los casos, socialmente torpe, y en el peor un completo desastre para las relaciones interpersonales. Así pues, apenas seis meses antes de que la empresa saliera a Bolsa, tomó una decisión tan sagaz como provechosa: contrató a los otros dos Sabios, Eamon Bailey y Tom Stenton. La maniobra tranquilizó a los inversores y acabó triplicando el valor de la empresa. La salida a Bolsa cosechó tres mil millones de dólares, una cifra sin precedentes pero no inesperada, y una vez olvidadas todas las preocupaciones monetarias, y con Stenton y Bailey a bordo, Ty fue libre de flotar, de esconderse y de desaparecer. A cada mes que pasaba se lo veía menos por el campus y en los medios. Se fue volviendo un ermitaño, y su aura personal, de forma intencionada o no, se magnificó. Los espectadores del Círculo se preguntaban: «¿Dónde está Ty y qué anda tramando?». Sus planes se mantenían en secreto hasta el momento mismo de anunciarse, y cada vez que el Círculo presentaba alguna novedad estaba menos claro si venía del propio Ty o si era producto del grupo cada vez más grande de inventores, los mejores del mundo, que ahora la empresa tenía en su redil.

La mayoría de los observadores daban por sentado que él continuaba involucrado, y algunos insistían en que tanto su impronta personal como su talento para las soluciones globales, elegantes e infinitamente ajustables a escala, seguían presentes en todas las innovaciones importantes del Círculo. Había fundado la empresa al acabar el primer año de la universidad, sin ninguna visión particular para los negocios ni metas mensurables. «Solíamos llamarlo Niágara —decía su compañero de piso en uno de los primeros artículos publicados sobre él—. Las ideas le salían así, le brotaban de la cabeza a millones, a cada segundo de cada día, era una cosa sobrecogedora, no se acababa nunca.»

Ty diseñó el sistema inicial, el Sistema Operativo Unificado, que combinaba todas las cosas de la red que hasta entonces habían estado separadas y mal hechas: los perfiles de usuarios de medios sociales, sus sistemas de pago, sus distintas contraseñas, sus cuentas de correo electrónico, sus nombres de usuario, sus preferencias y todas y cada una de sus herramientas y manifestaciones de intereses. La vieja forma de hacer las cosas —una transacción nueva y un sistema nuevo para cada página y cada compra— era como coger un coche distinto para hacer cada recado. «Lo normal no es que necesites tener ochenta y siete coches», diría más tarde, después de que su sistema hubiera conquistado la red y el mundo.

Así pues, lo que hizo él fue ponerlo todo, todas las necesidades y herramientas de todos los usuarios, en un solo recipiente, y así es como inventó TruYou: una sola cuenta, una sola identidad, una sola contraseña y un solo sistema de pago por persona. Se acabaron las demás contraseñas y las identidades múltiples. Tus aparatos sabían quién eras, y tu única identidad —el TruYou, el «yo verdadero», imposible de deformar o enmascarar— era la persona que pagaba, se inscribía, respondía, hacía de espectador y reseñaba, veía y era vista. Tenías que usar tu nombre de verdad, que estaba vinculado con tus tarjetas de crédito y tu banco, de manera que pagar siempre resultaba simple. Un solo botón para el resto de tu vida en la red.

Para usar cualquiera de las herramientas del Círculo, que eran las mejores, las más dominantes, ubicuas y gratuitas, tenías que hacerlo como tú mismo, como tu yo real, como tu TruYou. Se había acabado la era de las identidades falsas, de los robos de identidad, de los nombres múltiples de usuarios, de las contraseñas y los sistemas de pago complicados. Cada vez que querías ver algo, usar algo, comentar sobre algo o comprar algo, había un solo botón, una sola cuenta, todo bien ligado y fácil de rastrear y simple, todo operable por medio del teléfono móvil o el ordenador portátil, la tablet o el retinal. En cuanto te hacías con ella, tu cuenta única ya te llevaba hasta el último rincón de la red, hasta el último portal y la última página de pago, hasta todo lo que quisieras hacer.

TruYou cambió internet, de cabo a rabo, en el curso de un año. Aunque había páginas que al principio se resistieron, y los defensores de internet libre clamaron por el derecho de ser anónimo en la red, TruYou se propagó como un maremoto y aplastó toda oposición significativa. Empezó con las páginas comerciales. ¿Por qué iba una página no pornográfica a querer usuarios anónimos cuando podía saber exactamente quién estaba entrando por su puerta? De la noche a la mañana, todos los foros de comentarios se volvieron civilizados y todos los que posteaban se volvieron responsables. Los trolls, que hasta entonces habían sido más o menos los dueños de internet, fueron repelidos de vuelta a las tinieblas.

Por su parte, quienes deseaban o necesitaban rastrear los movimientos de los consumidores en la red habían dado con su Valhalla: ahora los auténticos hábitos de compra de la gente real se podían registrar y calibrar en gran medida, gracias a lo cual el marketing se podía orientar con precisión quirúrgica. La mayoría de los usuarios de TruYou, la mayoría de los usuarios de internet que solo querían simplicidad, eficiencia y una experiencia limpia y funcional, se quedaron encantados con los resultados. Ya no les hacía falta memorizar doce identidades y contraseñas; ya no necesitaban tolerar la locura y la rabia de las hordas anónimas; ya no tenían que aguantar marketing al por mayor que, en el mejor de los casos, intentaba acertar tus gustos y erraba el tiro por un kilómetro. Ahora los mensajes que uno recibía eran precisos y certeros y, en la mayoría de las ocasiones, hasta bienvenidos.

Y Ty había llegado a todo esto más o menos por accidente. Estaba cansado de recordar identidades, de introducir contraseñas y la información de su tarjeta de crédito, de manera que diseñó un código que lo simplificara todo. ¿Acaso usó a propósito las letras de su nombre en TruYou? Según él, solo fue consciente de la coincidencia más adelante. ¿Acaso tenía alguna idea de las implicaciones comerciales de TruYou? Él afirmaba que no, y la mayoría de la gente daba por sentado que ese era el caso, que la monetización de las innovaciones de Ty era cosa de los otros dos Sabios, que eran quienes tenían la experiencia y la visión de negocio para hacerla realidad. Fueron ellos quienes explotaron económicamente TruYou, quienes encontraron formas de cosechar ganancias con todas las innovaciones de Ty, y fueron ellos quienes hicieron crecer la empresa hasta convertirla en la fuerza que absorbería en su seno a Facebook, Twitter, Google y por fin a Alacrity, Zoopa, Jefe y Quan.

—Tom no sale muy bien —señaló Annie—. En realidad no tiene tanta pinta de tiburón. Pero he oído decir que a él le encanta el cuadro.

A la izquierda y por debajo de Ty estaba Tom Stenton, el presidente de magnitud colosal y autodenominado «Capitalista Prime» —le encantaban los Transformers—, vestido con traje italiano y sonriendo igual que el lobo que se comió a la abuela de Caperucita Roja. Tenía el pelo oscuro, con vetas grises en las sienes y una mirada inexpresiva e indescifrable. Su modelo eran los agentes bursátiles de Wall Street de los años ochenta, carentes de reparos a la hora de exhibir su riqueza y de mostrarse solteros y agresivos y posiblemente peligrosos. Era un titán global manirroto de cincuenta y pocos años que parecía hacerse más fuerte a cada año, y derrochaba su dinero y su influencia sin miedo. No le daban miedo los presidentes. No le intimidaban los pleitos de la Unión Europea ni las amenazas de los hackers chinos patrocinados por el Estado. Nada le preocupaba, nada le resultaba inalcanzable y nada estaba fuera de su rango salarial. Era propietario de un equipo de la NASCAR y de un par de yates de carreras y pilotaba su propio avión. Era el anacronismo del Círculo, su presidente extravagante, y generaba sentimientos encontrados entre muchos de los jóvenes utópicos del Círculo.

El consumo extravagante al que era aficionado se encontraba notablemente ausente de las vidas de los otros dos Sabios. Ty tenía alquilado un apartamento destartalado de dos dormitorios situado a unos kilómetros de distancia, pero la verdad era que nadie lo había visto llegar nunca al campus ni tampoco marcharse de él; simplemente se daba por sentado que vivía allí. Y todo el mundo sabía dónde vivía Eamon Bailey, en una casa de tres dormitorios muy visible y profundamente modesta, situada en una calle ampliamente accesible a diez minutos del campus. Stenton, sin embargo, tenía casas en todas partes: en Nueva York, en Dubái y en Jackson Hole. Una planta en lo alto de la Millenium Tower de San Francisco. Una isla cerca de la Martinica.

Eamon Bailey, de pie junto a él en el cuadro, parecía estar completamente en paz, y hasta disfrutando, en compañía de aquellos hombres, que eran los dos, por lo menos en apariencia, diametralmente opuestos a los valores de él. Su retrato, debajo y a la derecha del de Ty, lo mostraba tal como era: canoso, de cara rubicunda y ojos centelleantes, risueño y sincero. Era la cara pública de la empresa, la personalidad que todo el mundo asociaba con el Círculo. Cuando sonreía, que era casi constantemente, sonreía su boca, sonreían sus ojos y hasta sus hombros daban la impresión de sonreír. Era mordaz. Era gracioso. Tenía una forma de hablar que resultaba al mismo tiempo lírica y mundana, concediéndoles a sus oyentes expresiones maravillosas y un momento más tarde puro sentido común en el idioma de la calle. Era de Omaha, de una familia de seis miembros excesivamente normal, y no tenía básicamente nada notable en su pasado. Había estudiado en Notre Dame y se había casado con su novia, que había estudiado al lado, en Saint Mary’s, y ahora ellos también tenían cuatro hijos, tres hijas y por fin un varón, aunque el niño había nacido con parálisis cerebral. «Ha nacido especial —había dicho Bailey al anunciar el nacimiento a la empresa y al mundo—. Así que lo querremos todavía más.»

De los tres Sabios, Bailey era el que más números tenía de dejarse ver por el campus, para tocar el trombón estilo Dixieland en el concurso de talentos de la empresa, y también el que más números tenía de aparecer en tertulias televisivas en representación del Círculo, soltando risitas cuando hablaba —quitándole importancia— de tal y de cual investigación de la Comisión Federal de Comunicaciones, o bien cuando desvelaba alguna nueva aplicación ultrapráctica o alguna innovación tecnológica que cambiaba las reglas del juego. Le gustaba que lo llamaran Tío Eamon, y cuando se paseaba dando zancadas por el campus, se comportaba como un tío entrañable, un Teddy Roosevelt en su primer mandato, accesible, genuino y vocinglero. Los tres juntos, tanto en la vida real como en aquel retrato, componían un ramillete extraño y discordante, pero no había duda de que la combinación funcionaba. Todo el mundo sabía que funcionaba, aquel modelo tricéfalo de dirección, y prueba de ello es que la dinámica fue emulada por todas las compañías del Fortune 500, con resultados desiguales.

—Entonces —preguntó Mae— ¿por qué no se pudieron pagar un retrato de verdad hecho por alguien que supiera hacer su trabajo?

Cuanto más miraba aquel cuadro, más extraño se volvía. El artista había colocado a los Sabios de tal manera que cada uno tenía puesta una mano en el hombro del de al lado. El resultado no tenía sentido alguno, y desafiaba la forma en que los brazos podían doblarse o estirarse.

—A Bailey le mata de la risa —dijo Annie—. Él lo quería en el vestíbulo principal, pero Stenton lo vetó. Sabes que Bailey es coleccionista y todo eso, ¿no? Tiene un gusto increíble. O sea, tiene imagen de ser el fiestero, el tío normal y corriente de Omaha, pero también es un entendido en arte, y está bastante obsesionado con conservar el pasado, y hasta el arte malo del presente. Espera a ver su biblioteca.

Llegaron a una puerta enorme, que parecía y probablemente fuera medieval, diseñada para mantener a raya a los bárbaros. Al nivel del pecho le sobresalían dos llamadores gigantes en forma de gárgolas, y Mae soltó el chiste fácil.

—Vaya par de melones.

Annie soltó un soplido de burla, pasó la mano por un panel azul de la pared y la puerta se abrió.

Annie se volvió hacia ella.

—Para flipar, ¿no?

Era una biblioteca de tres plantas, tres niveles construidos alrededor de un atrio abierto, todo a base de madera, cobre y plata, una sinfonía de colores apagados. Habría con facilidad diez mil libros, la mayoría encuadernados en cuero y colocados pulcramente en unas estanterías relucientes de barniz. Entre los libros se erigían severos bustos de seres humanos notables, griegos y romanos, Jefferson y Juana de Arco y Martin Luther King. Del techo colgaba una maqueta de la Spruce Goose, ¿o tal vez era la Enola Gay? Había una docena aproximada de globos terráqueos de anticuario iluminados desde el interior, con una luz suave y mantecosa que calentaba diversas naciones perdidas.

—Muchas de estas cosas las ha comprado cuando estaban a punto de ser subastadas o directamente perdidas. Es su cruzada personal, ya sabes. Visita las fincas caídas en desgracia y habla con la gente que está a punto de verse obligada a malvender terriblemente sus tesoros, y no solo les paga precios de mercado, sino que les da a los propietarios originales acceso ilimitado a las cosas que él les ha comprado. Luego los ves a menudo por aquí, tipos canosos que vienen a leer o a tocar sus cosas. Uy, esto lo tienes que ver. Te va a dejar alucinada.

Annie llevó a Mae escaleras arriba, por los tres rellanos revestidos de intrincados mosaicos, que Mae dio por sentado que eran reproducciones de piezas bizantinas. Subió ayudándose de la barandilla de bronce y reparó en que esta no tenía huellas dactilares ni manchas de ninguna clase. Vio lámparas de lectura verdes de contable, y telescopios entrecruzados de colores cobre y dorado relucientes, orientados al otro lado de las muchas ventanas de cristal biselado.

—Mira hacia arriba —le dijo Annie, y ella obedeció, y se encontró con que el techo era una vidriera que representaba febrilmente una multitud de ángeles desplegados en círculos—. Es de una iglesia de Roma.

Llegaron al piso superior de la biblioteca, y Annie condujo a Mae por una serie de angostos pasillos flanqueados por libros de lomos redondeados, que a ratos le llegaban casi a la coronilla: biblias y atlas, historias ilustradas de guerras y levantamientos, de naciones y de pueblos desaparecidos largo tiempo atrás.

—Muy bien. Mira esto —dijo Annie—. Espera. Antes de enseñártelo, tienes que aceptar un acuerdo verbal de confidencialidad, ¿de acuerdo?

—Vale.

—En serio.

—Te lo digo en serio. Me lo estoy tomando en serio.

—Bien. Ahora, cuando mueva este libro… —dijo Annie, sacando un volumen de gran tamaño titulado Los mejores años de nuestras vidas—. Mira ahora —dijo, y retrocedió un paso. Lentamente, la pared, que albergaba un centenar de libros, empezó a moverse hacia dentro, revelando una cámara secreta en el interior—. Frikismo de primera, ¿verdad? —dijo Annie, mientras entraban.

La cámara interior era redonda y estaba llena de libros, pero el foco de atención era un agujero en mitad del suelo, rodeado de una baranda de cobre; por el agujero del suelo descendía un poste, en dirección a las regiones desconocidas de más abajo.

—¿Hace de bombero? —preguntó Mae.

—Ni puñetera idea —dijo Annie.

—¿Adónde va a parar?

—Que yo sepa, va a parar al aparcamiento de Bailey.

A Mae no se le ocurrió ningún adjetivo para aquello.

—¿Tú has bajado alguna vez?

—Qué va, el mero hecho de enseñármelo ya fue un riesgo. Eso me dijo. Y ahora yo te lo estoy enseñando a ti, lo cual es una tontería. Pero es una muestra de la mentalidad del tipo. Puede tenerlo todo y elige tener un poste de bombero que baja siete plantas hasta el aparcamiento.

Del auricular de Annie salió aquel ruido como de una gotita, y ella dijo «Vale» a quien estuviera al otro lado de la línea. Era hora de marcharse.

—Bueno —le dijo Annie en el ascensor. Estaban bajando a las plantas principales del personal—. Tengo que irme a trabajar un rato. Es hora de la inspección de los alevines.

—¿Hora de qué? —preguntó Mae.

—Ya sabes, pequeñas empresas emergentes que confían en que la enorme ballena, o sea nosotros, las encontremos lo bastante sabrosas como para comérnoslas. Una vez por semana montamos una serie de reuniones con esos aspirantes a Ty, y ellos intentan convencernos de que necesitamos adquirirlos. Es un poco triste, porque es que ya ni siquiera fingen que tienen ingresos, ni potencial para conseguirlos. Pero escucha, te voy a poner en manos de dos embajadores de la empresa. Los dos se toman su trabajo muy en serio. De hecho, ándate con ojo con su devoción por el trabajo. Ellos te enseñarán el resto del campus y yo te recogeré para la fiesta del solsticio que hay después, ¿vale? Empieza a las siete.

Las puertas se abrieron a la segunda planta, cerca del Comedor de Cristal, y Annie le presentó a Denise y a Josiah, los dos de veintiséis o veintisiete años, los dos provistos de la misma sinceridad de mirada serena y los dos con camisas de botones sencillas de colores elegantes. Los dos le dieron sendos apretones a Mae con ambas manos y parecieron a punto de hacerle una reverencia.

—Aseguraos de que no trabaje hoy —fueron las últimas palabras de Annie antes de desaparecer otra vez en el ascensor.

Josiah, un tipo flaco y muy pecoso, volvió hacia Mae su mirada de ojos azules que no parpadeaban nunca.

—Nos alegramos muchísimo de conocerte.

Denise, alta, delgada y asiática-americana, sonrió a Mae y a continuación cerró los ojos, como si estuviera saboreando el momento.

—Annie nos lo ha contado todo de vosotras dos, nos ha dicho que os conocéis de siempre. Annie es el alma de este sitio, así que tenemos mucha suerte de tenerte aquí.

—Todo el mundo quiere a Annie —añadió Josiah.

La deferencia que mostraban hacia Mae resultaba algo incómoda. Estaba claro que eran mayores que ella, pero se comportaban como si ella fuera una eminencia de visita.

—En fin, ya sé que quizá resulte en parte redundante —dijo Josiah—, pero si no te importa nos gustaría hacerte la visita guiada completa que les hacemos a los recién llegados. ¿Te parece bien? Prometemos que no será muy pesado.

Mae se rio, les encareció a hacerlo y se puso a seguirlos.

El resto del día fue un revuelo de habitaciones de cristal y presentaciones breves e imposiblemente cálidas. Todo el mundo a quien le presentaban estaba ajetreado, al borde del exceso de trabajo, pero aun así estaban emocionados de conocerla, felices de tenerla allí, cualquier amiga de Annie… Le enseñaron el centro sanitario y le presentaron al médico con rastas que lo llevaba, el doctor Hampton. La llevaron a ver la clínica de urgencias y le presentaron a la enfermera escocesa que admitía a los pacientes. La llevaron a ver los huertos orgánicos, de un centenar de metros cuadrados, donde había dos hortelanos empleados a tiempo completo dando una charla a un grupo de circulistas mientras estos probaban la última cosecha de zanahorias, tomates y col rizada. Luego la llevaron a ver la zona de minigolf, el cine, las boleras y la tienda de comestibles. Por fin, en lo que a Mae le pareció que era la esquina misma del campus —podía ver la verja del otro lado y los tejados de los hoteles de San Vincenzo donde se alojaban los invitados del Círculo—, visitaron las residencias de los empleados de la empresa. Mae había oído hablar de ellas: Annie le había contado que a veces se quedaba a pasar la noche en el campus y que ya prefería aquel alojamiento a su propia casa. Mientras caminaba por los pasillos y veía aquellas pulcras habitaciones, todas con sus relucientes cocinas americanas, mesas de trabajo, sofás de lo más mullido y camas, Mae tuvo que admitir que su atractivo era visceral.

—De momento hay ciento ochenta habitaciones, pero estamos creciendo deprisa —dijo Josiah—. Con unas diez mil personas más o menos en el campus, siempre hay un porcentaje de gente que trabaja hasta tarde o que necesita echar una siesta durante el día. Estas habitaciones siempre están libres y limpias: basta con mirar en internet cuáles están disponibles. Ahora mismo se llenan deprisa, pero el plan es que en los próximos años haya por lo menos varios miles de habitaciones.

—Y después de las fiestas como las de esta noche, siempre se llenan —dijo Denise, con lo que pretendía ser un guiño de complicidad.

La visita continuó a lo largo de la tarde, con una parada para probar la comida de la clase de cocina, que aquel día impartía un famoso chef joven conocido por no desperdiciar ninguna parte de ningún animal. El chef le presentó a Mae un plato llamado «asado de careta de cerdo», que Mae probó y descubrió que sabía como el beicon pero más grasiento. Le gustó mucho. En su recorrido por el campus se cruzaron con otros visitantes, grupos de estudiantes universitarios, cuadrillas de vendedores y lo que parecía ser un senador acompañado de las personas que se hacían cargo de él. Pasaron por un salón recreativo con máquinas de pinball antiguas y una pista de bádminton interior, donde, según Annie, tenían en nómina a un antiguo campeón del mundo. Para cuando Josiah y Denise la devolvieron al centro del campus, ya empezaba a atardecer y el personal estaba instalando antorchas tiki en la hierba y encendiéndolas. Varios millares de circulistas empezaron a congregarse con la puesta del sol, y allí, entre ellos, Mae supo que ya nunca jamás querría trabajar —ni siquiera estar— en ninguna otra parte. Su pueblo natal, junto con el resto de California y el resto de Estados Unidos, le parecían un caos total perdido en un país en vías de desarrollo. Fuera de los muros del Círculo, todo era ruido y pugna, fracaso e inmundicia. Aquí, sin embargo, todo se había perfeccionado. Las mejores personas habían construido los mejores sistemas, y los mejores sistemas habían cosechado fondos, unos fondos ilimitados que hacían posible aquello: el mejor lugar para trabajar. Y era natural que lo fuera, pensó Mae. ¿Quién podía construir una utopía más que la gente utópica?

—¿Esta fiesta? Esto no es nada —le aseguró Annie a Mae, mientras paseaban junto a la mesa de doce metros del bufet. Se había hecho oscuro y el aire nocturno estaba refrescando, pero en el campus reinaba una calidez inexplicable y brillaban centenares de antorchas rebosantes de luz de color ámbar—. Esta fiesta es idea de Bailey. No es que vaya de Madre Tierra ni nada, pero sí que le gustan las estrellas y las estaciones, de forma que el solsticio es patrimonio suyo. En algún momento aparecerá y dará la bienvenida a todo el mundo, o por lo menos tiene costumbre de hacerlo. El año pasado llevaba una especie de camiseta sin mangas. Está muy orgulloso de sus brazos.

Mae y Annie pasearon por entre la hierba frondosa, llenando sus platos y luego encontrando asiento en el anfiteatro de piedra construido sobre un arcén alto y cubierto de hierba. Annie se dedicó a rellenarle el vaso a Mae con una botella de Riesling que le explicó que se hacía en el mismo campus, una especie de brebaje nuevo que tenía menos calorías y más alcohol. Mae miró al otro lado del césped, hacia las antorchas susurrantes y desplegadas en hileras, cada una de las cuales conducía a los celebrantes a una actividad distinta —limbo, kickball, el baile del Carro Eléctrico—, ninguna de ellas relacionada de ninguna forma con el solsticio. La aparente arbitrariedad y la ausencia de horario imperativo generaban una fiesta que planteaba pocas expectativas y las rebasaba con facilidad. Todo el mundo se puso como una cuba rápidamente y Mae no tardó en perder a Annie, y por fin en perderse del todo, hasta que pudo encontrar el camino que llevaba a las pistas de petanca, que estaban siendo usadas por un pequeño grupo de circulistas de más edad, todos ya en la treintena, para jugar a los bolos con melones. Así consiguió regresar al césped, donde se unió a una partida de un juego que los circulistas llamaban «Ja», y que parecía consistir simplemente en tumbarse, superponiendo los brazos o las piernas o ambas cosas. Cada vez que la persona que tenías al lado decía «Ja», tú también lo tenías que decir. Era un juego espantoso, pero de momento Mae lo necesitaba, porque le estaba dando vueltas la cabeza y se sentía mejor estando horizontal.

—Mira a esta. Qué en paz se la ve —dijo una voz cercana.

Mae se dio cuenta de que la voz, que era de hombre, se estaba refiriendo a ella, de manera que abrió los ojos. Pero no vio a nadie junto a ella. Solo vio el cielo, que estaba en su mayor parte despejado, con volutas de nubes grises sobrevolando rápidamente el campus con rumbo al mar. A Mae se le cerraban los ojos, aunque sabía que no era tarde, no debían de ser más de las diez, y no quería hacer lo que hacía a menudo, que era quedarse dormida después de un par o tres de copas, de manera que se puso de pie y se fue en busca de Annie, o de más Riesling, o de ambas cosas. Encontró el bufet pero lo encontró devastado, como un banquete asaltado por animales o por vikingos, de manera que caminó hasta la barra más cercana, donde se había acabado el Riesling y solo se ofrecía un brebaje a base de vodka y alguna bebida energética. Se marchó de allí, preguntándole a la gente con quien se cruzaba si habían visto el Riesling, hasta que notó que se le ponía delante una sombra.

—Hay más por allí —dijo la sombra.

Mae se giró para encontrarse con unas gafas que emitían destellos azules y que coronaban la silueta difusa de un hombre. Este dio media vuelta para marcharse.

—¿Te sigo? —preguntó Mae.

—Todavía no. Estás quieta. Pero si quieres más vino tendrás que seguirme.

Ella siguió a la sombra, primero por el césped y después por debajo de un dosel de árboles altos por entre los cuales se filtraba la luz de la luna, como un centenar de lanzas plateadas. Ahora Mae pudo ver mejor a la sombra; llevaba una camiseta de color arena y una especie de chaleco por encima, de cuero o de ante, una combinación que Mae llevaba tiempo sin ver. Por fin el hombre se detuvo y se agachó al pie de una cascada, una cascada artificial que caía por el costado de la Revolución Industrial.

—He escondido aquí unas cuantas botellas —dijo, con las manos sumergidas en el estanque que recogía el agua de la cascada.

Como no encontró nada, se puso de rodillas y hundió los brazos hasta el hombro. Así consiguió agarrar dos botellas finas y verdes, se incorporó y se giró hacia ella. Por fin Mae pudo verlo bien. Su cara era un triángulo de contornos suaves, que finalizaba en una barbilla con un hoyuelo tan sutil que ella no lo había visto hasta aquel momento. Tenía piel de niño, ojos de hombre mucho mayor y una nariz prominente que, a pesar de estar torcida, conseguía conferirle estabilidad al resto de su cara, como la quilla de un yate. Sus cejas eran gruesas líneas que corrían hacia sus orejas, redondas, grandes y de color rosa princesa.

—¿Quieres volver a la partida o…?

Parecía estar sugiriendo que el «o» podía ser mucho mejor.

—Claro —dijo ella, dándose cuenta de que no conocía a aquel tipo, no sabía nada de él.

Pero como tenía aquellas botellas, y como ella había perdido a Annie, y además confiaba en todo el mundo que estuviera dentro de los muros del Círculo, y en aquel momento tenía tanto amor para todo el mundo que estuviera dentro de aquellos muros, donde todo era nuevo y todo estaba permitido, Mae lo siguió de regreso a la fiesta, o por lo menos a su extrarradio, donde se sentaron en una escalinata circular y alta que dominaba el césped y se quedaron mirando cómo las siluetas del fondo corrían, chillaban y se caían.

El hombre abrió las dos botellas, le entregó una a Mae, dio un sorbo de la suya y dijo que se llamaba Francis.

—¿No Frank? —preguntó ella.

Cogió la botella y se llenó la boca de aquel vino acaramelado.

—La gente intenta llamarme así, pero yo… les digo que no.

Ella se rio y él también.

Trabajaba en desarrollo de proyectos, le explicó, y llevaba casi dos años en la empresa. Antes había sido una especie de anarquista, un provocador. Había conseguido el trabajo hackeando el sistema del Círculo hasta llegar más adentro que nadie. Ahora formaba parte de su equipo de seguridad.

—Hoy es mi primer día —comentó Mae.

—No te creo.

Y luego Mae, que tenía intención de decir «No es coña», decidió innovar, pero en el curso de su innovación se hizo un lío y acabó articulando las palabras «No es coño», dándose cuenta casi al instante de que recordaría aquellas palabras, y se odiaría a sí misma por decirlas, durante décadas.

—¿No es coño? —preguntó él, en tono neutro—. Me parece muy tajante. Has tomado una decisión con muy poca información. No es coño. Uau.

Mae intentó explicarle lo que había tenido intención de decir, el hecho de que se le había ocurrido, o por lo menos a algún departamento de su cerebro se le había ocurrido, introducirle algún cambio a la expresión. Pero no importaba. Ahora él se estaba riendo, y sabía que ella tenía sentido del humor, y ella sabía que él también lo tenía, y de alguna manera él la hacía sentir segura, le daba la sensación de que no volvería a sacar aquello a colación, de que aquella ordinariez que ella acababa de decir quedaría entre ellos, de que los dos entendían que todo el mundo cometía equivocaciones y de que, si todos reconocían el hecho de ser igualmente humanos, igualmente frágiles y propensos a decir cosas ridículas y a hacer el ridículo mil veces, había que dejar que aquellas equivocaciones cayeran en el olvido.

—Primer día —dijo él—. Pues felicidades. Un brindis.

Entrechocaron las botellas y dieron sendos sorbos. Mae levantó su botella hacia la luna para ver cuánto quedaba; el líquido se volvió de un color azul como de otro mundo y ella vio que ya había engullido la mitad. Dejó la botella.

—Me gusta tu voz —dijo él—. ¿Siempre la has tenido así?

—¿Grave y ronca?

—Yo la definiría como «curtida». Diría que tiene «alma». ¿Conoces a Tatum O’Neal?

—Mis padres me hicieron ver Luna de papel cien veces. Para animarme.

—Me encanta esa película —dijo él.

—Pensaban que yo acabaría siendo como Addie Pray, mundana pero adorable. Querían a una chica masculina. Me cortaban el pelo como a ella.

—Pues a mí me gusta.

—¿Te gusta el pelo estilo chico?

—No. Tu voz. De momento es lo mejor que tienes.

Mae no dijo nada. Tuvo la sensación de haber recibido una bofetada.

—Mierda —dijo él—. ¿Ha sonado raro? Estaba intentando hacerte un cumplido.

Hubo una pausa incómoda; Mae había tenido unas cuantas experiencias terribles con hombres que hablaban demasiado bien y que se saltaban los peldaños que hiciera falta para aterrizar en cumplidos inadecuados. Se giró hacia él, a fin de confirmar que no era lo que ella había pensado —generoso e inofensivo—, sino deforme, nervioso y asimétrico. Cuando lo miró, sin embargo, vio la misma cara suave, las mismas gafas azules y los mismos ojos ancianos. Tenía una expresión afligida.

Él se quedó mirando su botella, como si quisiera echarle la culpa.

—Solo quería hacer que te sintieras mejor con tu voz. Pero supongo que he insultado al resto de ti.

Mae pensó en aquello un momento, pero su cerebro, atiborrado de Riesling, andaba despacio y con movimientos pegajosos. Por fin renunció a analizar la declaración de él o sus intenciones.

—Creo que eres raro —le dijo.

—No tengo padres —dijo él—. ¿Quizás eso me disculpa un poco? —Luego, consciente de que estaba revelando demasiado y de forma demasiado desesperada, dijo—: No estás bebiendo.

Mae decidió dejarle que abandonara el tema de su infancia.

—Ya he terminado —dijo—. Ya me ha hecho efecto del todo.

—Lo siento de verdad. A veces me equivoco con el orden de las palabras. En esta clase de cosas me lo paso mejor cuando no hablo.

—Eres raro de verdad —volvió a decir Mae, y lo decía en serio.

Tenía veinticuatro años y nunca había conocido a nadie así. Aquello probaba la existencia de Dios, pensó ebriamente, ¿no? El hecho de que hubiera podido encontrarse a miles de personas a lo largo de lo que llevaba de vida, todos tan parecidos y todos tan olvidables, y de pronto apareciera aquel tipo, nuevo y extravagante y hablando de forma extravagante. Cada día había algún científico que descubría alguna especie nueva de rana o de nenúfar, lo cual también parecía confirmar la existencia de algún artista divino del espectáculo, de algún inventor celestial que nos ponía juguetes nuevos delante, escondidos pero no demasiado, allí donde nos pudiéramos topar con ellos. Y aquel tal Francis era algo completamente nuevo, un espécimen nuevo de rana. Mae se giró para mirarlo, planteándose la posibilidad de besarlo.

Pero estaba ocupado. Con una mano estaba vaciando su zapato, del que caía un chorro de arena. Con la otra parecía estar arrancándose a mordiscos la mayor parte de la uña.

Ella salió de su ensoñación y pensó en su casa y en su cama.

—¿Cómo va a volver la gente a sus casas?

Francis contempló una melé de personas que parecían estar intentando formar una pirámide.

—Pues están las residencias, claro. Pero apuesto a que ya están llenas. También debe de haber ya unas cuantas lanzaderas listas. Probablemente te lo hayan dicho.

Hizo un gesto con la botella en dirección a la entrada principal, donde Mae pudo distinguir los techos de los minibuses que había visto al llegar aquella mañana.

—La empresa hace análisis de costes de todo. Y un empleado que se fuera en coche a casa demasiado cansado o, en este caso, demasiado borracho para conducir… en fin, a largo plazo las lanzaderas salen mucho más baratas. Y son unas lanzaderas tremendas. Por dentro son como yates. Solo les falta tener camas.

—Tener camas, ¿eh? Ya te gustaría.

Mae le dio un puñetazo a Francis en el brazo, consciente de que estaba coqueteando, consciente de que era una estupidez coquetear con otro circulista en su primera noche y de que era una estupidez beber tanto en su primera noche. Pese a todo, estaba haciendo todas aquellas cosas y además feliz de hacerlas.

Una figura se acercó flotando hacia ellos. Mae miró con curiosidad apagada y distinguió primero que la figura era femenina. Y después que la figura era Annie.

—¿Te está acosando este tipo? —preguntó.

Francis se apartó rápidamente de Mae y se escondió la botella detrás de la espalda. Annie se rio.

—Francis, ¿por qué estás siendo tan furtivo?

—Lo siento. Pensaba que habías dicho otra cosa.

—Uau. ¡Conciencia culpable! He visto que Mae te daba un puñetazo en el brazo y he hecho un chiste. Pero ¿estás intentando confesar algo? ¿Qué has estado tramando, Francis Garbanzo?

—Garaventa.

—Sí, ya sé cómo te llamas.

»Francis —dijo Annie, dejándose caer torpemente entre ambos—, necesito pedirte una cosa, en calidad de estimada colega tuya pero también de amiga. ¿Me dejas?

—Claro.

—Vale. ¿Puedes dejarme un rato a solas con Mae? Es que tengo que darle un beso en la boca.

Francis se echó a reír pero enseguida se interrumpió, consciente de que ni Mae ni Annie se estaban riendo. Atemorizado y confuso, y visiblemente intimidado por Annie, no tardó en bajar las escaleras y alejarse por el césped, esquivando a los celebrantes. A continuación se detuvo en medio del césped, se dio la vuelta y levantó la vista, como para asegurarse de que Annie tenía efectivamente intención de reemplazarlo en el puesto de acompañante nocturna de Mae. Una vez confirmados sus miedos, se metió debajo del toldo de la Edad de las Tinieblas. Intentó abrir la puerta pero no lo consiguió. Tiró de ella y la empujó, pero la puerta no se movió. Consciente de que lo estaban mirando, se alejó hasta doblar la esquina y desapareció de la vista.

—Y dice que está en el equipo de seguridad —dijo Mae.

—¿Eso te ha contado? ¿Francis Garaventa?

—Supongo que no me lo tendría que haber contado.

—Bueno, no se ocupa realmente de la seguridad-seguridad. No es del Mossad. Pero ¿acaso he interrumpido algo que claramente no tendrías que estar haciendo en tu primera noche aquí, pedazo de idiota?

—No has interrumpido nada.

—Yo creo que sí.

—No. Qué va.

—Que sí. Lo sé.

Annie localizó la botella que Mae tenía a los pies.

—Yo creía que se nos había acabado todo hacía horas.

—Quedaba algo de vino dentro de la cascada, en la Revolución Industrial.

—Ah, sí. La gente esconde cosas ahí.

—Acabo de oírme a mí misma decir: «Quedaba algo de vino dentro de la cascada, en la Revolución Industrial».

Annie miró hacia el otro lado del campus.

—Lo sé. Joder. Lo sé.

Ya en casa, después del trayecto en lanzadera y de que alguien le diera un chupito de gelatina a bordo, después de escuchar cómo el chófer de la lanzadera hablaba en tono nostálgico de su familia, de sus gemelos y de su mujer, que tenía gota, Mae no pudo dormir. Se quedó tumbada en su futón barato, en su cuarto diminuto, en el apartamento largo y estrecho que compartía con dos casi desconocidas, ambas azafatas de vuelo, a las que no veía casi nunca. Su apartamento estaba en la segunda planta de un antiguo motel, era humilde, imposible de limpiar y estaba impregnado de los olores a desesperación y comida mala que habían dejado allí sus antiguos residentes. Era un lugar triste, sobre todo después de pasar el día en el Círculo, donde todo estaba hecho con cuidado, cariño y el don de la precisión. En su cama baja y espantosa, Mae durmió unas horas, se despertó, rememoró el día y la noche anteriores, pensó en Annie y en Francis, en Denise y Josiah, en el poste de bombero, en la Enola Gay, en la cascada y en las antorchas tiki, todas ellas cosas típicas de las vacaciones y de los sueños e imposibles de conservar, pero también sabía —y era eso lo que no la dejaba dormir y la hacía girar la cabeza a un lado y a otro con una especie de felicidad de niña pequeña— que iba a volver a aquel lugar, al lugar donde pasaban todas aquellas cosas. Que allí era bienvenida y le daban trabajo.

Le tocaba entrar a trabajar temprano. A su llegada a las ocho, sin embargo, se dio cuenta de que no le habían dado mesa de trabajo, por lo menos una de verdad, de manera que no tenía a donde ir. Esperó una hora, bajo un letrero que decía HAGÁMOSLO. HAGAMOS TODO ESTO, hasta que llegó Renata y se la llevó a la segunda planta del Renacimiento, a una sala amplia, del tamaño de una pista de baloncesto, donde había una veintena de mesas de trabajo, todas distintas y todas talladas en madera rubia siguiendo patrones orgánicos. Todas separadas por mamparas de cristal y colocadas en grupos de cinco, como si fueran pétalos de flores. Estaban todas desocupadas.

—Eres la primera en llegar —dijo Renata—, pero no te queda mucho rato sola. Las zonas de Experiencia del Cliente se suelen llenar muy deprisa. Y no estás nada lejos de la gente con cargos superiores.

E hizo un gesto amplio con el brazo, indicando la docena aproximada de oficinas que rodeaban el espacio abierto. Los ocupantes de todas ellas eran visibles a través de las particiones de cristal, supervisores de entre veintiséis y treinta y dos años, iniciando ya sus jornadas, con aspecto relajado, competente y sabio.

—A los diseñadores les encanta el cristal, ¿eh? —dijo Mae, sonriente.

Renata se detuvo, frunció el ceño y consideró aquella idea. Se pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja y dijo:

—Creo que sí. Puedo comprobarlo. Pero primero debería explicarte cómo funciona esto y qué te espera en tu primer día de verdad.

Renata le explicó los detalles de la mesa, la silla y la pantalla, todo lo cual había sido ergonómicamente perfeccionado y se podía ajustar para adaptarlo a quienes preferían trabajar de pie.

—Puedes dejar tus cosas y ajustar tu silla, y… Oh, parece que tienes un comité de bienvenida. No te levantes —dijo, y se apartó.

Mae siguió la mirada de Renata y vio a un trío de caras jóvenes que caminaban hacia ella. Un hombre medio calvo de veintimuchos años le ofreció su mano. Mae se la estrechó y el tipo le dejó una tablet de gran tamaño delante, sobre la mesa.

—Hola, Mae, soy Rob, de pagos. Seguro que a mí te alegras de verme. —Sonrió y después soltó una risa cordial, como si acabara de reparar nuevamente en lo gracioso de su comentario—. Bueno —dijo—. Ya te lo hemos rellenado todo. Solo te queda firmar en estos tres sitios.

Y señaló la pantalla, donde relucían tres rectángulos amarillos, esperando la firma de ella.

Al terminar, Rob cogió la tablet y sonrió con gran calidez.

—Gracias y bienvenida a bordo.

Dio media vuelta para marcharse y su lugar lo ocupó una mujer corpulenta con una piel impoluta de color cobrizo.

—Hola, Mae, soy Tasha, la notaria. —Le enseñó un libro de gran tamaño—. ¿Tienes el carnet de conducir? —Mae se lo dio—. Perfecto. Necesito que me eches tres firmas. No me preguntes por qué. Y tampoco me preguntes por qué tiene que ser sobre papel. Normas gubernamentales.

Tasha señaló las tres casillas consecutivas, y Mae firmó en las tres.

—Gracias —dijo Tasha, y a continuación le ofreció una almohadilla entintada de color azul—. Ahora pon tu huella dactilar al lado de cada una. Y no te preocupes, que esta tinta no mancha. Ya verás.

Mae presionó con el pulgar en la almohadilla y luego en las casillas que había al lado de las tres firmas. La tinta se veía perfectamente en la página, pero cuando Mae se miró el pulgar, lo tenía absolutamente limpio.

Tasha enarcó las cejas al ver la cara risueña de Mae.

—¿Lo ves? Es invisible. El único sitio donde se ve es este libro.

Aquello era la clase de cosa por la que Mae había venido. Allí todo se hacía mejor. Hasta la tinta para huellas dactilares era avanzada e invisible.

Al marcharse Tasha ocupó su lugar un hombre flaco con una camisa roja de cremallera. Estrechó la mano de Mae.

—Hola, soy Jon. Ayer te mandé un e-mail para que me trajeras tu certificado de nacimiento…

Y juntó las manos como si estuviera rezando.

Mae se sacó de la bolsa el certificado de nacimiento y a Jon se le iluminaron los ojos.

—¡Lo has traído! —Dio una palmada rápida y silenciosa y sonrió dejando al descubierto todos los dientes diminutos—. La primera vez nadie se acuerda. Eres mi nueva favorita.

Cogió el certificado y le prometió que se lo devolvería después de hacer una copia.

Detrás de él apareció un cuarto miembro de la plantilla, un tipo de unos treinta y cinco años y aspecto beatífico, la persona de más edad con diferencia que Mae conocía en lo que llevaba de día.

—Hola, Mae. Soy Brandon y tengo el honor de entregarte tu nueva tablet.

Tenía en la mano un objeto reluciente y translúcido, de bordes negros y lisos como la obsidiana.

Mae estaba aturdida.

—Pero si estas todavía no han salido a la venta.

Brandon sonrió de oreja a oreja.

—Es cuatro veces más rápida que su predecesora. Yo llevo toda la semana jugando con la mía. Mola mucho.

—¿Y me van a dar una?

—Ya te la han dado —dice—. Lleva tu nombre.

Puso la tablet de lado para enseñarle que le habían inscrito el nombre completo de Mae: MAEBELLINE RENNER HOLLAND.

Él se la entregó. Pesaba lo mismo que un plato de cartón.

—Y a ver, supongo que tú ya tenías tablet.

—Sí. Bueno, tengo un portátil.

—Portátil. Uau. ¿Puedo verlo?

Mae lo señaló.

—Ahora me da la sensación de que debería tirarlo a la basura.

Brandon palideció.

—¡No, no lo tires! Por lo menos recíclalo.

—Oh, no, lo decía en broma —dijo Mae—. Lo más seguro es que me lo quede. Tengo todas mis cosas dentro.

—¡Muy oportuno, Mae! Es justamente lo próximo que voy a hacer. Tenemos que trasladar todas tus cosas a la tablet nueva.

—Ah, ya lo puedo hacer yo.

—¿Me concedes el honor? Llevo toda la vida formándome para este momento.

Mae se rio y apartó su silla. Brandon se arrodilló junto a la mesa de ella y puso la tablet nueva al lado de su portátil. En cuestión de minutos ya había trasladado toda su información y sus cuentas.

—Vale. Ahora hagamos lo mismo con tu teléfono. ¡Tachán!

Metió la mano en su bolsa y sacó a la luz un teléfono nuevo, varios pasos significativos por delante del de ella. Igual que la tablet, ya tenía el nombre de ella grabado en el dorso. Juntó sobre la mesa los dos teléfonos, el viejo y el nuevo, y rápidamente y sin cable alguno trasladó todo el contenido del uno al otro.

—Vale. Ahora se puede acceder a todo lo que tenías en el teléfono viejo y en el disco duro desde la tablet y el teléfono nuevo, pero también hay copia de seguridad en la nube y en nuestros servidores. Tu música, tus fotos, tus mensajes y tus datos. No se pueden perder jamás. Si pierdes la tablet o el teléfono se tardan seis minutos exactamente en recuperar todas tus cosas y descargártelas en el siguiente aparato. Estarán aquí el año que viene y el siglo que viene.

Los dos miraron los aparatos nuevos.

—Ojalá nuestro sistema hubiera existido hace diez años —dijo—. En aquella época me cargué dos discos duros distintos, que es como que se te queme la casa con todas tus pertenencias dentro.

Brandon se puso de pie.

—Gracias —le dijo Mae.

—De nada —dijo él—. Y de esta forma te podemos mandar las actualizaciones de software, las aplicaciones, todo, y saber que estás al día. En Experiencia del Cliente todo el mundo necesita tener la misma versión de cualquier software, como te puedes imaginar. Creo que ya está… —dijo, retrocediendo. Luego se detuvo—. Oh, y es crucial que todos los aparatos de la empresa estén protegidos con contraseña, de manera que te he dado una. Está escrita aquí. —Le dio un papel que tenía una serie de dígitos, numerales y símbolos tipográficos extraños—. Espero que la puedas memorizar hoy y luego tirar el papel. ¿Trato hecho?

—Sí, trato hecho.

—Luego podemos cambiar la contraseña si quieres. Tú me avisas y yo te doy otra. Son todas generadas por ordenador.

Mae cogió su viejo portátil y lo acercó a su bolsa.

Brandon se lo quedó mirando como si fuera una especie invasora.

—¿Quieres que me deshaga yo de él? Lo hacemos de una forma muy respetuosa con el medio ambiente.

—Tal vez mañana —dijo ella—. Me quiero despedir de él.

Brandon sonrió con indulgencia.

—Ah. Lo entiendo. Muy bien, pues.

Hizo una reverencia y se marchó, y detrás de él Mae vio aparecer a Annie. Tenía la barbilla apoyada en los nudillos y la cabeza inclinada.

—¡Ahí está mi niña, que ya se ha hecho mayor!

Mae se levantó y le dio un abrazo.

—Gracias —le dijo al cuello de Annie.

—Oooh.

Annie intentó separarse de ella.

Mae la abrazó con más fuerza.

—En serio.

—De nada. —Annie logró soltarse al fin—. Modérate. O bueno, sigue si quieres. La cosa se estaba empezando a poner sexy.

—En serio. Gracias —dijo Mae con voz temblorosa.

—No, no, no —dijo Annie—. Nada de llorar el segundo día.

—Lo siento. Es que estoy muy agradecida.

—Para. —Annie se acercó y la volvió a coger—. Para. Para. Joder. Mira que estás chiflada.

Mae respiró hondo, hasta tranquilizarse.

—Creo que ya lo tengo bajo control. Ah, mi padre dice que también te quiere. Todo el mundo está muy contento.

—Vale. Es un poco extraño, dado que no lo conozco personalmente. Pero dile que yo también lo quiero. Con pasión. ¿Está bueno? ¿Es un maduro buenorro? ¿Le va la marcha? A lo mejor podemos arreglar algo. Y ahora, ¿te parece bien si nos ponemos a trabajar?

—Sí, sí —dijo Mae, sentándose otra vez—. Lo siento.

Annie enarcó las cejas maliciosamente.

—Tengo la sensación de que es el primer día de escuela y acabamos de descubrir que nos han puesto en la misma clase. ¿Ya te han dado una tablet nueva?

—Ahora mismo.

—Déjame verla. —Annie la examinó—. Oooh, el grabado es todo un detalle. Nos vamos a meter en toda clase de líos juntas, ¿verdad?

—Espero que sí.

—Mira, aquí viene tu líder de equipo. Hola, Dan.

Mae se secó apresuradamente la cara húmeda. Miró más allá de Annie y vio acercarse a un hombre apuesto, bajito y pulcro. Llevaba sudadera con capucha marrón y lucía una enorme sonrisa de satisfacción.

—Hola, Annie, ¿cómo estás? —dijo, estrechándole la mano.

—Bien, Dan.

—Me alegro mucho, Annie.

—Tienes a una buena pieza aquí, espero que lo sepas —dijo Annie, agarrándole la muñeca a Mae y dándole un apretón.

—Oh, lo sé —dijo él.

—Cuídamela bien.

—Lo haré —dijo él, y se giró hacia Mae.

Su sonrisa de satisfacción se convirtió en una expresión de algo parecido a la certidumbre absoluta.

—Yo vigilaré cómo la cuidas —dijo Annie.

—Me alegra saberlo —dijo él.

—Te veo en el almuerzo —le dijo Annie a Mae, y se marchó.

Ya solo quedaban Mae y Dan, pero a este no le había cambiado la sonrisa. Era la sonrisa de un hombre que no sonreía para la galería. Era la sonrisa de un hombre que estaba exactamente donde quería estar. Ahora cogió una silla.

—Es genial tenerte aquí —dijo—. Me alegro mucho de que aceptaras nuestra oferta.

Mae escrutó su mirada en busca de señales de insinceridad, dado que no existía persona racional en el mundo que hubiera rechazado una invitación a trabajar allí. Pero no encontró nada parecido. Dan la había entrevistado tres veces para el puesto y las tres había parecido inquebrantablemente sincero.

—Imagino que ya has hecho todo el papeleo y las huellas dactilares, ¿no?

—Creo que sí.

—¿Quieres dar un paseo?

Dejaron la mesa de ella y, al final de cien metros de pasillo de cristal, cruzaron unas puertas dobles y salieron al aire libre. Subieron por una amplia escalinata.

—La azotea está recién acabada —dijo él—. Creo que te gustará.

Cuando llegaron a lo alto de las escaleras, se encontraron unas vistas espectaculares. La azotea dominaba la mayor parte del campus, la ciudad circundante de San Vincenzo y la bahía que se extendía más allá. Mae y Dan lo contemplaron todo y luego él se volvió hacia ella.

—Mae, ahora que estás a bordo, quiero transmitirte algunas de las creencias centrales de esta empresa. Y la principal es que, por muy importante que sea el trabajo que hacemos aquí, y es muy importante, también queremos asegurarnos de que aquí puedas ser una persona humana. Queremos que este sea un lugar de trabajo, claro, pero también tiene que ser un lugar humano. Y eso implica fomentar la comunidad. De hecho, tiene que ser una comunidad. Es uno de nuestros eslóganes, seguro que lo sabes: «Lo primero es la comunidad». Y ya has visto los letreros que dicen: «Aquí trabajan personas humanas». Yo insisto en que estén. Es una cuestión que defiendo personalmente. No somos autómatas. Esto no es una cadena de montaje. Somos un grupo de las mejores mentes de nuestra generación. O generaciones. Y asegurarnos de que este sea un lugar donde se respeta nuestra humanidad, donde se honren nuestras opiniones y donde se escuchen nuestras voces, es igual de importante que los ingresos, los precios de las acciones y las iniciativas que se emprendan aquí. ¿Te parece cursi?

—No, no —se apresuró a decir Mae—. Para nada. Es por eso que estoy aquí. Me encanta la idea de que lo primero es la comunidad. Annie me lo lleva diciendo desde que empezó. En mi último trabajo nadie se comunicaba muy bien. Era básicamente lo contrario de esto, en todos los sentidos.

Dan se giró para mirar las colinas que se elevaban al este, cubiertas de mohair y de zonas verdes.

—Pues me parece fatal. Con la tecnología que hay disponible, la comunicación nunca debería estar en tela de juicio. Entenderse nunca debería ser inalcanzable ni complicado. A eso nos dedicamos aquí. Se puede decir que es la misión de esta empresa, o por lo menos mi obsesión. La comunicación. El entenderse. La claridad.

Dan asintió enfáticamente, como si su boca acabara de formular por su cuenta algo que a sus oídos les parecía muy profundo.

—En el Renacimiento, como sabes, nos encargamos de la Experiencia del Cliente, EdC, y algunos pueden pensar que es la parte menos excitante de toda esta empresa. Pero tal como lo veo yo, y tal como lo ven los sabios, en realidad es la base de todo lo que sucede aquí. Si no les damos a los clientes una experiencia satisfactoria, humana y humanista, nos quedamos sin clientes. Es bastante elemental. Somos la prueba de que esta empresa es humana.

Mae no sabía qué decir. Estaba completamente de acuerdo. Su último jefe, Kevin, no habría sido capaz de hablar así. Kevin no tenía filosofía. Kevin no tenía ideas. Kevin solo tenía olores corporales y bigote. Mae estaba sonriendo como una tonta.

—Sé que aquí estarás de maravilla —dijo él, y estiró el brazo hacia ella como si quisiera ponerle la mano en el hombro pero hubiera cambiado de opinión por el camino. Dejó caer la mano sobre el costado—. Volvamos abajo para que puedas empezar.

Dejaron la azotea y bajaron la amplia escalinata. Regresaron a su mesa de trabajo, donde vieron a un hombre de pelo crespo.

—Ahí está —dijo Dan—. Temprano como siempre. Hola, Jared.

Jared tenía una cara serena y lisa y unas manos que descansaban inmóviles y pacientes sobre su amplio regazo. Llevaba pantalones caqui y una camisa de botones que le venía una talla pequeña.

—Jared es quien te va a hacer el training y también será tu contacto principal aquí en EdC. Yo superviso el equipo y Jared supervisa la unidad. De manera que somos las dos personas con quienes tratarás principalmente. Jared, ¿estás listo para empezar con ella?

—Sí —dijo—. Hola, Mae.

Se puso de pie, le ofreció la mano y Mae se la estrechó. Tenía una mano redondeada y suave, como de querubín.

Dan se despidió de ambos y se marchó.

Jared sonrió y se pasó una mano por el pelo crespo.

—Bueno, pues, hora del training. ¿Preparada?

—Del todo.

—¿Necesitas café o té o algo?

Mae negó con la cabeza.

—Estoy lista.

—Bien. Sentémonos.

Mae se sentó y Jared acercó su silla a la de ella.

—Muy bien. Como sabes, de momento solo harás mantenimiento simple de clientes para pequeños anunciantes. Ellos mandan un mensaje a Experiencia del Cliente y ese mensaje nos es desviado a uno de nosotros. Al principio al azar, pero en cuanto empiezas a trabajar con un cliente, ese cliente te seguirá siendo desviado a ti, para que haya continuidad. Cuando recibas la consulta, averiguas la respuesta y se la mandas. Esa es la esencia. Muy sencillo en teoría. ¿Me sigues de momento?

Mae asintió con la cabeza y los dos repasaron las veinte preguntas y peticiones más comunes; a continuación él le enseñó un menú de respuestas precocinadas.

—A ver, esto no quiere decir que te limites a pegar la respuesta y mandarla. Tienes que hacer que cada respuesta sea personal y específica. Tú eres una persona y ellos son personas, de manera que ni tienes que imitar a un robot ni tienes que tratarlos a ellos como si fueran robots. ¿Me entiendes? Aquí no trabajan robots. No queremos que el cliente piense que está tratando con una entidad sin rostro, de manera que tienes que asegurarte siempre de inyectarle humanidad al proceso. ¿Te parece bien?

Mae asintió con la cabeza. Le gustaba aquello: «Aquí no trabajan robots».

Repasaron una docena aproximada de situaciones hipotéticas a modo de práctica y con cada una de ellas Mae fue puliendo un poco más sus respuestas. Jared era un instructor paciente y se dedicó a plantearle todas las posibles situaciones con clientes. En caso de quedarse encallada, ella le podía reenviar la consulta a su cola y él se haría cargo de ella. A eso se dedicaba la mayor parte del día, le explicó Jared: a aceptar y responder las consultas con las que se encallaban los representantes menos veteranos de Experiencia del Cliente.

—Pero no te pasará muy a menudo. Te sorprenderá ver cuántas consultas vas a poder sortear ya de entrada. Ahora pongamos por caso que has contestado la consulta de un cliente y que el cliente parece satisfecho. Entonces tú les mandas el cuestionario para que lo rellenen. Es una lista de preguntas rápidas sobre tu servicio y su experiencia general, y al final se les pide que te puntúen. Ellos devuelven el formulario y tú sabes inmediatamente qué tal lo has hecho. La puntuación aparece aquí.

Él señaló la esquina de la pantalla, donde había un número muy grande, 99, y debajo una parrilla con más números.

—El noventa y nueve grande es la puntuación del último cliente. El cliente te puntuará en una escala de, adivina, uno a cien. La puntuación más reciente te sale aquí, y luego en esta otra casilla se hace la media con el resto de las puntuaciones de la jornada. De esa forma siempre sabes qué tal lo estás haciendo, durante el último rato pero también en general. Vale, sé lo que estás pensando. «Muy bien, Jared, pero ¿qué puntuación media es la normal?» Y la respuesta es que, si bajas por debajo de noventa y cinco, deberías dar marcha atrás y ver qué puedes mejorar. Tal vez puedas subir la media con el siguiente cliente o tal vez has de ver cómo hacerlo mejor. Pero si no para de bajar, lo que te toca es reunirte con Dan o con otro líder de equipo para buscar procedimientos más efectivos. ¿Te parece bien?

—Pues sí —dijo Mae—. Te agradezco mucho esto, Jared. En mi anterior trabajo, yo no tenía ni idea de qué tal me estaba yendo hasta, no sé, las evaluaciones trimestrales. Era enervante.

—Pues entonces esto te encantará. Si los clientes rellenan la encuesta y ponen la puntuación, que es algo que hacen casi todos, entonces les mandas otro mensaje. En este les das las gracias por rellenar el cuestionario y les animas a que le cuenten a un amigo la experiencia que acaban de tener contigo, usando las herramientas de las redes sociales del Círculo. Idealmente, como mínimo te comentan en Zing o te ponen una sonrisa o un ceño fruncido. En el mejor de los casos posibles, puedes conseguir que te comenten en Zing o en otra página de servicio al cliente. Si conseguimos que la gente hable en Zing sobre la experiencia fenomenal de atención al cliente que ha tenido contigo, entonces todo el mundo sale ganando. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo.

—Vale, hagamos uno de verdad. ¿Lista?

Mae no lo estaba, pero no lo podía decir.

—Lista.

Jared descargó una consulta de un cliente, la leyó y soltó un breve resoplido burlón para indicar que era de las más fáciles. Eligió una de las respuestas preparadas, la adaptó un poco y le deseó al cliente un día fantástico. La conversación duró unos noventa segundos, y al cabo de un par de minutos, la pantalla confirmó que el cliente había contestado el cuestionario y apareció una puntuación: 99. Jared se reclinó en el asiento y se giró hacia Mae.

—No está mal, ¿verdad? Noventa y nueve es una buena puntuación. Pero no puedo evitar preguntarme por qué no ha sido un cien. Miremos. —Abrió el cuestionario del cliente y examinó las respuestas—. Bueno, no hay señal clara de que ninguna parte de su experiencia no haya sido satisfactoria. A ver, la mayoría de las empresas te dirían: «Uau, noventa y nueve puntos de cien, es casi perfecto». Y yo digo: «Exacto: es casi perfecto, vale. Pero en el Círculo, ese punto que falta nos molesta». Así pues, veamos si podemos llegar al fondo de la cuestión. Lo que hacemos es mandarles este otro mensaje.

Y le enseñó otro cuestionario, este más breve, que le preguntaba al cliente qué cosas de su interacción se podrían haber mejorado y cómo. Y se lo mandaron al cliente.

La respuesta volvió al cabo de unos segundos. «Todo ha estado bien. Lo siento. Tendría que haberos puesto un 100. ¡Gracias!»

Jared dio un golpecito a la pantalla y levantó los pulgares en dirección a Mae.

—Vale. A veces te puedes encontrar con alguien que no es muy sensible a la medición. Así que está bien preguntarles, para asegurarte de que todo queda claro. Ahora ya tenemos una puntuación perfecta. ¿Estás lista para hacerlo tú?

—Sí.

Descargaron otra petición de un cliente y Mae buscó entre las respuestas preparadas, encontró la adecuada, la personalizó y la mandó. Cuando le llegó la encuesta, le habían puesto una puntuación de 100.

Jared pareció momentáneamente asombrado.

—Te han puesto un cien a la primera, uau —le dijo—. Ya sabía yo que lo harías bien. —Se había quedado perplejo, pero enseguida recobró la compostura—. Vale, creo que estás lista para hacer unas cuantas más. A ver, un par de cosas antes. Encendamos tu segunda pantalla. —Encendió una pantalla más pequeña que había a la derecha de ella—. Esta es para los mensajes internos de la oficina. Todos los circulistas te mandan mensajes por tu canal principal, pero te aparecen en la segunda pantalla. Con esto te quiero aclarar la importancia de los mensajes y ayudarte a distinguir qué es qué. De vez en cuando verás mensajes míos por aquí, para ver cómo anda todo o para comunicarte algún ajuste o alguna noticia. ¿Vale?

—Entendido.

—Ahora, acuérdate de rebotarme cualquier cosa que te tenga encallada, y si necesitas parar y hablar, puedes mandarme un mensaje o pasar a verme. Estoy al final del pasillo. Durante las primeras semanas espero que estés en contacto conmigo bastante a menudo, de una forma u otra. Así es como voy a saber que estás aprendiendo. De manera que no lo dudes.

—No lo haré.

—Perfecto. A ver, ¿estás lista para empezar de verdad?

—Sí.

—Vale. Eso quiere decir que te abro la compuerta. Cuando te suelte la avalancha encima, tendrás tu propia cola de clientes, y te pasarás las próximas dos horas inundada, hasta el almuerzo. ¿Preparada?

Mae se sentía preparada.

—Sí.

—¿Estás segura? Muy bien, pues.

Él le activó la cuenta, le hizo un saludo marcial en broma y se marchó. La compuerta se abrió, y en los primeros cuatro minutos ella contestó cuatro consultas, con una puntuación de 96. Estaba sudando a mares, pero se sentía electrizada.

En su segunda pantalla le apareció un mensaje de Jared. «¡Muy bien de momento! A ver si podemos subirlo pronto a 97.»

«¡Está hecho!», escribió ella.

«Y manda el segundo cuestionario a los que no lleguen a 100.»

«Vale», escribió ella.

Mandó siete cuestionarios complementarios, y tres de los clientes subieron sus puntuaciones a 100. A las 11.45 había contestado diez consultas más. Ahora su promedio era 98.

En su segunda pantalla apareció otro mensaje, este de Dan. «¡Fantástico, Mae! ¿Cómo te sientes?»

Mae se quedó asombrada. ¿Un líder de equipo que te escribía para ver cómo te iba, y con tanta amabilidad, ya el primer día?

«Bien. ¡Gracias!», contestó ella, y bajó la consulta del siguiente cliente.

Apareció otro mensaje de Jared debajo del primero.

«¿Puedo hacer algo? ¿Alguna pregunta?»

«¡No, gracias! —escribió ella—. De momento voy bien. ¡Gracias, Jared!» Regresó a la primera pantalla. Al segundo apareció otro mensaje de Jared.

«Acuérdate de que solo te puedo ayudar si me dices cómo.»

«¡Gracias otra vez!», escribió ella.

A la hora del almuerzo había contestado treinta y seis consultas y su puntuación era de 97.

Le llegó un mensaje de Jared. «¡Buen trabajo! Mandemos el segundo cuestionario a todos los que no lleguen a 100.»

«Voy», contestó ella, y mandó el segundo cuestionario a todos los que le faltaban. Subió unos cuantos 98 a 100 y vio un mensaje de Dan: «¡Un trabajo fantástico, Mae!».

Al cabo de unos segundos, en la segunda pantalla apareció otro mensaje, este de Annie, debajo del de Dan: «Dan dice que lo estás haciendo de coña. ¡Así me gusta!».

A continuación le llegó un mensaje diciéndole que la habían mencionado en Zing. Hizo clic para leerlo. El comentario lo había escrito Annie. «¡La novata Mae lo está haciendo de coña!» Lo había mandado al resto del campus del Círculo: 10.041 personas.

El zing se reenvió 322 veces y recibió 187 comentarios. Le aparecieron en la segunda pantalla en forma de hilo de comentarios cada vez más largo. Mae no tuvo tiempo de leerlos todos, pero los ojeó rápidamente y le sentó bien la validación que representaban. Al final de la jornada, su puntuación era 98. Le llegaron mensajes de felicitación de Jared, Dan y Annie. A continuación una serie de zings, anunciando y celebrando lo que Annie llamó «la puntuación más alta de ningún novato en EdC de todos los tiempos. Chupaos esa».

Al llegar a su primer viernes, Mae ya había atendido a 436 clientes y se sabía de memoria las respuestas genéricas. Ya no la sorprendía nada, aunque la variedad de clientes y de sus negocios era mareante. El Círculo estaba en todas partes, y aunque hacía años que ella lo sabía, de forma intuitiva, oírlo ahora de boca de aquella gente, de aquellas empresas que contaban con que el Círculo publicitara sus productos, rastreara su impacto digital y averiguara quién estaba comprando sus artículos y cuándo, le confería a todo un nivel de realidad muy distinto. Ahora Mae tenía contacto con clientes de Clinton, Luisiana, y Putney, Vermont; de Marmaris, Turquía, de Melbourne, Glasgow y Kioto. Todos eran invariablemente educados en sus consultas —un legado de TruYou— y amables con sus puntuaciones.

A media mañana de aquel viernes, su promedio semanal era 97 y le estaban llegando aprobaciones de todos los miembros del Círculo. El trabajo era exigente y el flujo no se detenía, pero había la suficiente variación, y la validación era lo bastante frecuente, como para que ella se adaptara a un ritmo cómodo.

Y justo cuando estaba a punto de contestar otra consulta le llegó un mensaje de texto por el teléfono. Era de Annie: «Come conmigo, mema».

Se sentaron en una loma baja, con dos ensaladas entre ellas y el sol haciendo apariciones intermitentes desde detrás de las lentas nubes. Mae y Annie contemplaron a un trío de jóvenes, pálidos y vestidos como ingenieros, que intentaban pasarse un balón de fútbol americano.

—O sea que ya eres una estrella. Me siento como una mamá orgullosa.

Mae negó con la cabeza.

—No lo soy para nada. Me queda mucho que aprender.

—Claro que sí. Pero ¿un 97 hasta ahora? Es una locura. La primera semana yo no subí de 95. Tienes un talento natural.

Un par de sombras oscurecieron su almuerzo.

—¿Podemos conocer a la novata?

Mae levantó la vista, protegiéndose los ojos del sol.

—Claro —dijo Annie.

Las sombras se sentaron. Annie los señaló con el tenedor.

—Estos son Sabine y Josef.

Mae les estrechó la mano. Sabine era rubia, robusta y tenía los ojos entornados. Josef era flaco, pálido y tenía unos dientes cómicamente mal puestos.

—¡Ya me está mirando los dientes! —se lamentó, señalando a Mae—. ¡Los estadounidenses estáis obsesionados! Me siento como un caballo en una subasta.

—Pero es que los tienes realmente mal puestos —dijo Annie—. Y aquí tenemos un plan dental buenísimo.

Josef abrió el envoltorio de un burrito.

—Creo que mis dientes ofrecen un respiro necesario en medio de la extraña perfección de los dientes de todos los demás.

Annie inclinó la cabeza para examinarlo.

—Pues yo creo que te los deberías arreglar. Si no por ti, al menos por la moral de la empresa. Le provocas pesadillas a la gente.

Josef hizo un mohín teatral con la boca llena de carne asada. Annie le dio unos golpecitos en el brazo.

Sabine se giró hacia Mae.

—¿O sea que estás en Experiencia del Cliente?

Mae se fijó en que Sabine llevaba tatuado en el brazo el símbolo del infinito.

—Pues sí. Llevo una semana.

—He visto que de momento lo estás haciendo muy bien. Yo también empecé ahí. Casi todo el mundo.

—Y Sabine es bioquímica —añadió Annie.

Mae se quedó sorprendida.

—¿Eres bioquímica?

—Eso mismo.

Mae no tenía ni idea de que en el Círculo trabajaran bioquímicos.

—¿Y te puedo preguntar en qué estás trabajando?

—¿Si lo puedes preguntar? —Sabine sonrió—. Claro que lo puedes preguntar. Pero yo no tengo por qué contestarte.

Todo el mundo soltó un suspiro, pero Sabine se detuvo.

—En serio, no te lo puedo contar. Al menos de momento. En general trabajo en cosas relacionadas con el aspecto biométrico. Ya sabes, escaneo de iris y reconocimiento facial. Ahora mismo, sin embargo, estoy con algo nuevo. Aunque me gustaría…

Annie clavó en Sabine una mirada suplicante, destinada a hacerla callar. Sabine se llenó la boca de lechuga.

—En fin —dijo Annie—, Josef trabaja en Acceso a la Educación. Está intentando introducir tablets en las escuelas que ahora mismo no se las pueden permitir. Es un buenista. También es amigo de tu nuevo amigo, Garbanzo.

—Garaventa —la corrigió Mae.

—Ah, conque te acuerdas. ¿Y lo has vuelto a ver?

—Esta semana no. He estado demasiado ocupada.

Josef se quedó boquiabierto. Acababa de caer en la cuenta de algo.

—¿Tú eres Mae?

Annie hizo una mueca.

—Ya lo hemos dicho. Claro que es Mae.

—Lo siento. No lo había oído bien. Ahora sé quién eres.

Annie soltó un resoplido burlón.

—¿Qué pasa, que os habéis estado contando todos los chismes de la gran noche de Francis? ¿Él ha estado escribiendo el nombre de Mae en su cuaderno, rodeado de corazoncitos?

Josef tomó aire con gesto indulgente.

—Pues no, solo me ha contado que había conocido a una chica muy maja y que se llamaba Mae.

—Qué tierno —dijo Sabine.

—Resulta que Francis le dijo que estaba en el equipo de seguridad —dijo Annie—. ¿Por qué iba a decirle eso, Josef?

—Eso no es lo que dijo —protestó Mae—. Ya te lo he contado.

No pareció que a Annie le importara aquello.

—Bueno, supongo que se puede considerar seguridad. Trabaja en seguridad infantil. Él es básicamente el núcleo de todo un programa destinado a prevenir los secuestros. Y es capaz de hacerlo.

Sabine, con la boca llena otra vez, estaba asintiendo vigorosamente con la cabeza.

—Claro que lo hará —dijo, escupiendo trocitos de ensalada con vinagreta—. Ya está hecho.

—¿El qué? —preguntó Mae—. ¿Evitar todos los secuestros?

—Podría —dijo Josef—. No le falta motivación.

A Annie se le abrieron mucho los ojos.

—¿Te habló de sus hermanas?

Mae negó con la cabeza.

—No, no me dijo que tuviera hermanos ni hermanas. ¿Qué pasa con ellas?

Los tres circulistas se miraron entre ellos, como intentando evaluar si la situación permitía contar aquella historia.

—Es una historia espantosa —dijo Annie—. Sus padres eran unos perdidos. Creo que en la familia había unas cuatro o cinco criaturas, y Francis era el más pequeño o el segundo más pequeño. En fin, el padre acabó en la cárcel y la madre le daba a las drogas, o sea que a los críos los acabaron mandando a sitios distintos. Creo que uno se fue con sus tíos, y a sus dos hermanas las mandaron a un hogar de acogida, que fue donde las secuestraron. Creo que no se llegó a saber si las habían… ya sabes, regalado o vendido a los asesinos.

—¿A los qué? —Mae se había quedado aturdida.

—Joder, las violaron y las metieron en armarios y luego tiraron sus cuerpos en una especie de silo para misiles abandonado. O sea, es la historia más espantosa de todos los tiempos. Él nos la contó a unos cuantos cuando estaba intentando vender su programa de seguridad infantil. Joder, mírate la cara. No te lo tendría que haber contado.

Mae no podía hablar.

—Es importante que lo sepas —dijo Josef—. Por eso Francis está tan entregado a la causa. O sea, su plan eliminaría en gran medida la posibilidad de que volviera a pasar algo parecido. Espera. ¿Qué hora es?

Annie miró su teléfono.

—Tienes razón. Toca largarse. Bailey va a hacer una presentación. Ya deberíamos estar en el Gran Salón.

El Gran Salón estaba en la Ilustración, y cuando entraron en aquel recinto gigantesco con 3.500 localidades, decorado con maderas cálidas y acero pulido, el lugar bullía de expectación. Mae y Annie encontraron uno de los últimos pares de asientos libres de la segunda galería y se sentaron.

—Lleva apenas unos meses terminado —dijo Annie—. Cuarenta y cinco millones de dólares. Bailey se inspiró para las bandas en el Duomo de Siena. Bonito, ¿verdad?

La atención de Mae se vio captada por el escenario, donde acababa de aparecer un hombre caminando hacia un estrado de metacrilato, en medio de un estruendo de aplausos. Era un hombre alto de unos cuarenta y cinco años, panzudo pero con aspecto saludable, vestido con vaqueros y jersey de pico azul. No había ningún micrófono a la vista, pero cuando se puso a hablar, su voz se oyó amplificada y clara.

—Hola a todos. Me llamo Eamon Bailey —dijo, entre otra salva de aplausos que él se apresuró a acallar—. Gracias. Me alegro mucho de veros a todos. Unos cuantos de vosotros habéis llegado a la empresa después de mi última presentación, ya hace un mes. ¿Podéis poneros de pie los novatos?

Annie le dio un codazo a Mae. Mae se puso de pie y escrutó el auditorio, donde había otras sesenta personas de pie, la mayoría de la edad de ella, todas con aspecto tímido y todas discretamente elegantes. Entre todas representaban hasta la última raza y etnia del mundo, y gracias a los esfuerzos que hacía el Círculo para obtener permisos para trabajadores extranjeros, también había un espectro asombroso de naciones de origen. El aplauso del resto de los circulistas fue estridente y se entremezclaba con vítores aquí y allí. Mae se sentó.

—Estás muy mona cuando te sonrojas —le dijo Annie.

Mae se hundió en su asiento.

—Novatos —dijo Bailey—, os espera algo especial. Esto se llama el Viernes de los Sueños, y nos sirve para presentar cosas en las que estamos trabajando. A menudo las presenta alguno de nuestros ingenieros, diseñadores o visionarios, y otras veces yo en solitario. Y hoy, para bien o para mal, me toca solo a mí. Y por eso me disculpo de antemano.

—¡Te queremos, Eamon! —dijo una voz del público.

Se oyeron risas.

—Vaya, gracias —dijo él—. Yo también os quiero. Os quiero como la hierba ama al rocío y como los pájaros aman una rama.

Hizo una breve pausa que permitió a Mae recobrar el aliento. Ella había visto aquellas charlas en internet, pero el hecho de estar allí en persona, viendo cómo trabajaba la mente de Bailey y oyendo su elocuencia improvisada, superaba a todo lo que se hubiera podido imaginar. ¿Cómo debía de ser, pensó ella, ser alguien así, tan elocuente e inspirador, y sentirse tan cómodo delante de miles de personas?

—Sí —continuó—. Ya ha pasado un mes desde la última vez que me subí a este escenario, y sé que mis sustitutos no han resultado satisfactorios. Lamento haberos privado de mí mismo. Soy consciente de que no hay sustituto posible. —El chiste arrancó risas por el auditorio—. Y sé que muchos os habéis estado preguntando dónde coño me había metido.

Una voz procedente del frente de la sala gritó «¡Haciendo surf!», y la sala entera se rio.

—Bueno, es verdad. He hecho un poco de surf, y en parte es de eso de lo que os quiero hablar. Me encanta el surf, pero cuando lo quiero practicar necesito saber primero el estado de las olas. A ver, antaño te levantabas y llamabas a tu tienda de surf y les preguntabas qué tal las olas. Hasta que ellos dejaban de cogerte el teléfono.

Del contingente de más edad de la sala vinieron risas de complicidad.

—Cuando proliferaron los móviles, podías llamar a tus colegas que llegaban a la playa antes que tú. Pero también ellos dejaron de cogerte el teléfono.

Otra risotada del público.

—Ahora en serio. No es nada práctico hacer doce llamadas cada mañana, y además, ¿se puede confiar en lo que opina otro de las condiciones del mar? Con las escasas olas que tenemos por aquí, los surfistas no quieren compartirlas con más gente. Luego llegó internet y empezaron a aparecer genios que ponían cámaras en las playas. Podíamos conectarnos y ver imágenes de muy baja calidad de las olas de Stinton Beach. ¡Era casi peor que llamar a las tiendas de surf! La tecnología era bastante primitiva. La tecnología de streaming lo sigue siendo. O lo era. Hasta ahora.

Por detrás de él descendió una pantalla.

—Fijaos. Así era como se veía la cosa.

En pantalla apareció un navegador estándar de internet, y una mano invisible tecleó en la casilla del URL la dirección de una página web llamada SurfSight. Apareció una página mal diseñada, con la imagen diminuta en streaming de una playa en el centro. Estaba pixelada e iba cómicamente despacio. Se oyeron risitas ahogadas entre el público.

—Casi inservible, ¿verdad? Pues bueno, como sabemos, el streaming de vídeo ha mejorado bastante en los últimos años. Pero sigue siendo más lento que la vida real, y la calidad de pantalla es bastante decepcionante. Así pues, hemos dedicado el último año a resolver, creo yo, los problemas de calidad. Volvamos a cargar esa página para mostrarla con la nueva calidad de vídeo.

Se volvió a cargar la página y la playa apareció a pantalla completa y con una resolución perfecta. Hubo exclamaciones de admiración por toda la sala.

—Pues sí, son imágenes de vídeo en directo de Stinson Beach. Se trata de Stinson en este mismo momento. Se ve bastante bien, ¿eh? ¡Tal vez debería estar allí, en lugar de aquí plantado con vosotros!

Annie se inclinó hacia Mae.

—Lo que viene ahora es increíble. Fíjate.

—Veo que muchos de vosotros seguís sin estar muy impresionados. Ya sabemos que hay muchos aparatos que pueden producir streaming de vídeo en alta resolución, y muchas de vuestras tablets y teléfonos ya los soportan. Pero esto que os traigo hoy tiene un par de aspectos nuevos. El primero es cómo estamos obteniendo esta imagen. ¿Acaso os sorprendería enteraros de que la imagen no viene de una cámara grande, sino de una de estas?

Les mostró un aparatito del tamaño de una piruleta y con la misma forma.

—Esto es una cámara de vídeo, y es el modelo exacto que está generando esta calidad increíble de imagen. Una calidad de imagen que resiste este nivel de ampliación. De manera que ese es el primer aspecto fantástico. El hecho de que ya podemos conseguir calidad de resolución de alta definición con una cámara del tamaño de un pulgar. Bueno, de un pulgar muy grande. Y el segundo aspecto fabuloso es que, como podéis ver, esta cámara no necesita cables. Está transmitiendo la imagen vía satélite.

Una salva de aplausos hizo temblar la sala.

—Esperad. ¿Os he dicho que funciona con una batería de litio que dura dos años? ¿No? Pues así es. Y nos falta un año para conseguir un modelo totalmente alimentado por energía solar. Y es sumergible, resistente a la arena, al viento, a los animales, a los insectos y a todo.

Más aplausos se adueñaron de la sala.

—Así pues, esta mañana he instalado esa cámara. La he pegado con cinta adhesiva a una estaca y he clavado la estaca en la arena, en las dunas, sin permiso ni nada. De hecho, nadie sabe que está ahí. Pero, bueno, como iba diciendo, esta mañana la he encendido, me he vuelto en coche a la oficina, he accedido a la Cámara Uno de Stinson Beach y he recibido esta imagen. No está mal. Pero eso no es todo, ni mucho menos. La verdad es que esta mañana he estado muy ocupado. He ido con el coche y he puesto otra en Rodeo Beach.

La imagen original de Stinson Beach se encogió y se desplazó a un rincón de la pantalla. Emergió otra ventana que mostraba las olas de Rodeo Beach, situada a unos kilómetros de la primera, en la costa del Pacífico.

—Y ahora Montara. Y Ocean Beach. Fort Point.

Con cada playa que Bailey mencionaba aparecía otra imagen en directo. Por fin quedó en pantalla un mosaico de imágenes que mostraba seis playas, todas en directo, visibles con una claridad perfecta y colores brillantes.

—Y acordaos: estas cámaras no las ve nadie. Las he escondido bastante bien. A una persona normal le parecen simples hierbas, o alguna clase de palo. Lo que sea. Pasan desapercibidas. Así pues, durante unas cuantas horas de esta mañana me he dedicado a instalar señales de vídeo de una claridad diáfana en seis ubicaciones que me ayudarán a decidir cómo planificar mi jornada. Y toda nuestra tarea consiste en averiguar lo que antes no sabíamos, ¿verdad?

Varias cabezas asintieron. Se oyeron unos cuantos aplausos.

—Vale, pues, a ver, muchos estáis pensando: Vaya, esto no es más que televisión de circuito cerrado cruzada con tecnología de streaming, satélites y tal. Vale. Pero, como sabéis, a una persona normal y corriente le resultaría prohibitivamente caro hacer esto con la tecnología existente. Pero ¿qué pasaría si todo esto fuera accesible y económicamente estuviera al alcance de todo el mundo? Amigos, estamos planteándonos vender estas cámaras… bueno, en unos meses… a cincuenta y nueve dólares cada una.

Bailey sostuvo con el brazo extendido la cámara de piruleta y se la lanzó a alguien que estaba en primera fila. La mujer que la cazó al vuelo la sostuvo en alto, se giró hacia el público y sonrió entusiasmada.

—Podéis comprar diez por Navidad y eso os dará acceso constante a todos los sitios donde queráis estar: a la casa, al trabajo y a las condiciones del tráfico. Y las puede instalar cualquiera. Se tarda cinco minutos como mucho. ¡Pensad en las implicaciones!

La pantalla que tenía detrás se vació, las playas desaparecieron y apareció un mosaico de imágenes nuevo.

—Esta es la vista desde mi jardín de atrás —dijo, revelando las imágenes en directo de un jardín pulcro y modesto—. Este es mi jardín delantero. Mi aparcamiento. Esta la he puesto en una colina que domina la carretera 101 y que tiene mucho tráfico en hora punta. Esta otra la he puesto cerca de mi puesto de aparcamiento, para asegurarme de que nadie me lo ocupa.

Pronto la pantalla mostró dieciséis imágenes distintas, todas retransmitidas en directo.

—A ver, estas son únicamente mis cámaras. Para acceder a ellas solo tengo que teclear «Cámara 1, 2, 3, 12», la que sea. Fácil. Pero ¿y si queremos compartirlas? O sea, ¿qué pasa si mi colega tiene colocadas unas cuantas cámaras y me quiere dar acceso a ellas?

De golpe el mosaico de la pantalla se multiplicó, pasando de dieciséis ventanas a treinta y dos.

—Estas son las pantallas de Lionel Fitzpatrick. A él lo que le gusta es esquiar, por eso ha instalado las cámaras para que le enseñen el estado de la nieve en doce ubicaciones repartidas por todo Tahoe.

Aparecieron doce imágenes en directo de montañas de cimas blancas, valles de color azul helado y riscos coronados por coníferas de color verde oscuro.

—Lionel puede darme acceso a la cámara que él quiera. Es como cuando mandabas una petición de amistad a alguien, pero ahora además tienes acceso a sus señales de vídeo en directo. Olvidaos del cable. Olvidaos de tener quinientos canales. Si tenéis mil amigos, y cada uno tiene diez cámaras, ahora tenéis diez mil opciones de vídeo en directo. Si tenéis cinco mil amigos, tenéis cincuenta mil opciones. Y pronto podréis conectaros con millones de cámaras de todo el mundo. ¡Volved a imaginaros lo que eso implica!

La pantalla se atomizó en un millar de minipantallas. Playas, montañas, lagos, ciudades, oficinas, salas de estar. La multitud prorrumpió en aplausos fervorosos. Por fin la pantalla fundió a negro, y del negro emergió un símbolo de la paz, en blanco.

—Imaginaos ahora lo que esto implica en el ámbito de los derechos humanos. La gente que protesta en las calles de Egipto ya no necesitará llevar una cámara en la mano para ver si capta alguna violación de los derechos humanos o un asesinato y luego se las apaña para sacar la grabación de las calles y la cuelga en la red. Ahora basta con pegar una cámara con cola a una pared. Y, de hecho, eso es justamente lo que hemos hecho.

Un silencio asombrado se adueñó del público.

—Veamos la cámara 8, que está en El Cairo.

Apareció un plano en directo de una escena callejera. Había pancartas tiradas por la calle y una pareja de policías antidisturbios de pie a lo lejos.

—Ellos no saben que los estamos viendo, y sin embargo los vemos. El mundo está mirando. Y escuchando. Subid el audio.

De pronto el público del auditorio pudo oír claramente una conversación en árabe entre los peatones que pasaban cerca de la cámara sin darse cuenta.

—Y, por supuesto, la mayoría de las cámaras se pueden manipular manualmente o por medio de reconocimiento de voz. Mirad esto: cámara 8, gira a la izquierda. —En la pantalla, la perspectiva que tenía la cámara de la calle de El Cairo trazó una panorámica hacia la izquierda—. Ahora a la derecha.

Panorámica a la derecha. Bailey demostró cómo la cámara se movía hacia arriba, hacia abajo y en diagonal, todo con una fluidez notable.

El público volvió a aplaudir.

—Acordaos de que son cámaras baratas, fáciles de esconder y no necesitan cables. De manera que no nos ha costado nada colocarlas por todas partes. Ahora veamos Tahrir.

Exclamaciones ahogadas del público. En pantalla apareció un plano en directo de la plaza Tahrir, la cuna de la revolución egipcia.

—Hemos hecho que nuestra gente en El Cairo se pasara esta última semana poniendo cámaras. Son tan pequeñas que el ejército no las puede encontrar. ¡No saben ni dónde buscarlas! Enseñemos el resto de las cámaras. Cámara 2. Cámara 3. Cuatro. Cinco. Seis.

Ahora había seis planos de la plaza, todos tan nítidos que se podía ver el sudor de las caras y se podían leer fácilmente las identificaciones de los soldados.

—Ahora de la 7 a la 50.

Apareció un mosaico de cincuenta imágenes que parecían cubrir todo el espacio público. El auditorio volvió a bramar. Bailey levantó las manos, como diciendo: «Todavía no. Hay mucho más».

—Ahora la plaza está en calma, pero ¿os imagináis que pasara algo? Los responsables quedarían en evidencia al instante. Cualquier soldado que cometiera un acto de violencia quedaría grabado instantáneamente para la posteridad. Se los podría juzgar por crímenes de guerra o lo que fuera. Y aunque vaciaran la plaza de periodistas, las cámaras seguirían allí. Y daría igual cuántas veces intentaran suprimir las cámaras, porque son tan pequeñas que nunca averiguarían a ciencia cierta dónde están ni quién las ha colocado ni cuándo. Y el hecho de no saberlo impediría abusos de poder. A cualquier soldado le preocupará la posibilidad de que lo graben una docena de cámaras para la posteridad arrastrando a una mujer por la calle. Y hará bien en preocuparse. Hará bien en preocuparse de estas cámaras. Hará bien en preocuparse de SeeChange. Que es como las llamamos.

Hubo una ráfaga de aplausos, que creció a medida que el público entendía el doble sentido de las palabras del nombre.

—¿Os gusta? —dijo Bailey—. Vale, pues esto no solo se aplica a las regiones con tumultos sociales. Imaginaos cualquier ciudad que recibiera esta cobertura. ¿Quién cometería un delito sabiendo que lo pueden ver en cualquier momento y en cualquier parte? Mis amigos del FBI creen que esto reduciría los índices de criminalidad en un setenta o un ochenta por ciento en cualquier ciudad donde tuviéramos una saturación real e importante de cobertura.

El aplauso arreció.

—Pero de momento regresemos a los lugares del mundo donde necesitamos más transparencia y casi nunca la conseguimos. Aquí tenéis un montaje de lugares del mundo donde hemos puesto cámaras. Imaginaos ahora el impacto que habrían tenido estas cámaras en el pasado, y el que tendrán en el futuro si se repiten los problemas. Aquí hay cincuenta cámaras puestas en la plaza de Tiananmen.

La pantalla se llenó de planos en directo de la plaza y el público volvió a estallar en aplausos. Bailey continuó revelando su cobertura de una docena de regímenes autoritarios, desde Jartum hasta Pyongyang, cuyas autoridades no tenían ni idea de que estaban siendo observadas por tres mil circulistas en California. De hecho, no tenían ni idea de que podían ser observadas, de que aquella tecnología era posible o lo iba a ser algún día.

Bailey volvió a vaciar la pantalla y caminó en dirección al público.

—Vosotros me entendéis, ¿verdad? En esta clase de situaciones estoy de acuerdo con La Haya y con los activistas en favor de los derechos humanos de todo el mundo. Los culpables tienen que rendir cuentas. Los tiranos ya no pueden seguir escondiéndose. Hace falta documentar las cosas y pedir cuentas, y así se hará, y nosotros necesitamos ser testigos. Y a este fin, yo insisto en que se sepa todo lo que sucede.

Sus palabras aparecieron en la pantalla.

QUE SE SEPA TODO LO QUE SUCEDE.

—Amigos, estamos en el amanecer de la Segunda Ilustración. Y no estoy hablando de construir un edificio nuevo en el campus. Estoy hablando de una época en que dejemos de permitir que la mayoría de los pensamientos, actos, logros y descubrimientos humanos se pierdan como el agua de una gotera. Ya permitimos que sucediera una vez. Aquello se llamó la Edad Media, la Edad de las Tinieblas. Si no fuera por los monjes, se habrían perdido todos los descubrimientos del mundo. Pues bueno, vivimos en una época parecida, en la que nos dedicamos a perder una gran parte de lo que hacemos, vemos y aprendemos. Pero no tiene por qué ser así. Gracias a estas cámaras y a la misión del Círculo.

Se giró una vez más hacia la pantalla y leyó su mensaje, invitando al público a que se lo aprendiera de memoria.

QUE SE SEPA TODO LO QUE SUCEDE.

Se volvió una vez más hacia el público y sonrió.

—Vale, ahora quiero llevarme esta cuestión a casa. Mi madre tiene ochenta y un años. Ya no se desplaza con la misma facilidad que antes. Hace un año se cayó y se rompió la cadera, y desde entonces me preocupa su estado. Le pedí que instalara unas cuantas cámaras de seguridad para que yo pudiera acceder a ellas por circuito cerrado, pero se negó. Ahora, en cambio, estoy tranquilo. El fin de semana pasado, mientras ella estaba echando la siesta…

Una risotada se elevó del público.

—¡Perdonadme! ¡Perdonadme! —dijo—. No tuve elección. Ella no me dejó alternativa. Así que entré con sigilo y le instalé cámaras en todas las habitaciones. Son tan pequeñas que no llegará a darse cuenta nunca. Os lo enseño ahora mismo. ¿Podemos poner las cámaras 1 a 5 de la casa de mi madre?

Apareció un mosaico de imágenes, entre ellas la de su madre, que iba arrastrando los pies por un pasillo con mucha luz y envuelta en una toalla. Estallaron las carcajadas.

—Ay. Quitemos esa. —La imagen desapareció—. En todo caso, lo importante es que yo sé que ella está bien, y eso me infunde una sensación de paz. Como todos sabemos aquí en el Círculo, la transparencia genera tranquilidad. Ya no tengo que preguntarme: «¿Cómo está mi madre?». Y ya no tengo que preguntarme: «¿Qué está pasando en Birmania?».

»Estamos fabricando millones de unidades de este modelo, y yo vaticino que dentro de un año tendremos a nuestro alcance un millón de señales de streaming en vivo. Habrá muy pocas zonas pobladas a las que no tengamos acceso por medio de nuestras pantallas portátiles.

El público volvió a bramar. Alguien gritó:

—¡Lo queremos ya!

Bailey continuó:

—En lugar de buscar en internet para encontrar unos vídeos editados y de calidad terrible, ahora iréis a SeeChange y teclearéis «Birmania». O bien teclearéis el nombre de vuestro novio del instituto. Lo más probable es que alguien haya puesto una cámara cerca, ¿verdad? ¿Por qué no se iba a ver recompensada vuestra curiosidad sobre el mundo? ¿Queréis ver Fiyi pero no podéis ir? SeeChange. Es la transparencia suprema. Sin filtros. Verlo todo. Siempre.

Mae se inclinó hacia Annie.

—Esto es increíble.

—¿Verdad que sí? —le dijo Annie.

—Pero a ver, ¿estas cámaras tienen que ser estacionarias? —dijo Bailey, levantando un dedo con gesto de reprimenda—. Claro que no. Resulta que ahora mismo tengo a una docena de ayudantes por todo el mundo que llevan las cámaras al cuello. Vamos a visitarlos, ¿de acuerdo? ¿Me podéis poner la cámara de Danny?

En pantalla apareció una imagen de Machu Picchu. Parecía una postal, una simple vista desde lo alto de las ruinas vetustas. De pronto empezó a moverse, en dirección al yacimiento. La multitud ahogó una exclamación y a continuación prorrumpió en vítores.

—Son imágenes en directo, aunque supongo que es obvio. Hola, Danny. Ahora vamos con Sarah, que está en el monte Kenia. —En la pantalla gigante apareció otra imagen, esta de los yacimientos de pizarra de las alturas de la montaña—. ¿Puedes indicarnos la dirección del pico, Sarah? —La cámara trazó una panorámica ascendente, revelando la cúspide de la montaña, envuelta en nieblas—. Fijaos, esto abre la posibilidad de tener sustitutos visuales. Imaginaos que yo estoy enfermo en cama, o que estoy demasiado mal de salud como para explorar la montaña en persona. Así que mando a alguien ahí arriba con una cámara al cuello y así lo puedo experimentar todo a tiempo real. Hagámoslo en unos cuantos lugares más.

Presentó imágenes en directo de París, de Kuala Lumpur y de un pub de Londres.

—Ahora experimentemos un poco, usándolo todo junto. Yo estoy sentado en casa. Me conecto y quiero ver qué tal está el mundo. Enséñame el tráfico de la 101. Las calles de Yakarta. Gente haciendo surf en Bolinas. La casa de mi madre. Enséñame las webcams de todos mis compañeros del instituto.

Con cada una de sus órdenes fueron apareciendo imágenes nuevas, hasta que en pantalla hubo un centenar de imágenes simultáneas de streaming en directo.

—Nos volveremos seres omniscientes que lo ven todo.

Ahora el público estaba de pie. Los aplausos retumbaron por la sala. Mae apoyó la cabeza en el hombro de Annie.

—Que se sepa todo lo que sucede —susurró Annie.

—Estás radiante. De verdad.

—No estoy radiante.

—Parece que estés en estado.

—Ya te había entendido. Para.

El padre de Mae extendió el brazo por encima de la mesa y le cogió la mano. Era sábado y sus padres la habían sacado a cenar para celebrar su primera semana en el Círculo. Siempre estaban con sensiblerías de aquel estilo, por lo menos últimamente. Cuando ella era niña, hija única de una pareja que durante mucho tiempo se había planteado no tener hijos, su vida familiar había sido más complicada. Durante la semana, a su padre apenas se lo veía por casa. Era conserje de un edificio del parque de oficinas de Fresno, trabajaba catorce horas diarias y le dejaba todas las tareas domésticas a su madre, que trabajaba tres turnos semanales en el restaurante de un hotel y reaccionaba a toda aquella presión con un mal genio explosivo, dirigido casi siempre a Mae. Cuando Mae tenía diez años, sin embargo, sus padres anunciaron que habían comprado un aparcamiento de dos plantas cerca del centro de Fresno y se pasaron los años siguientes turnándose para trabajar en él. A Mae le resultaba humillante que los padres de sus amigos le dijeran: «Eh, he visto a tu madre en el aparcamiento». O bien: «Dale las gracias otra vez a tu padre por no cobrarme el otro día», pero sus finanzas no tardaron en estabilizarse y la familia pudo contratar a un par de empleados para hacer algunos turnos en su lugar. Y en cuanto sus padres se pudieron tomar días libres, y planear las cosas con más de unos meses de antelación, se amansaron y se convirtieron en una pareja madura de lo más tranquila y exasperantemente tierna. Fue como si, en el curso de un año, pasaran de ser los típicos padres jóvenes y agobiados a ser unos abuelos reposados, afables y sumidos en la inopia total acerca de lo que quería su hija. Al graduarse ella de la escuela de secundaria, se la llevaron en coche a Disneyland, sin entender del todo que ya era demasiado mayor, y que el hecho de ir allí sola —o con dos adultos, que en la práctica era como ir sola— se contradecía con la idea misma de la diversión. Sin embargo, lo hicieron con tan buena intención que ella no pudo negarse, y al final se divirtieron de una forma mecánica que ella no sabía que fuera posible con los padres de una. Cualquier resto de resentimiento que ella les pudiera tener por las incertidumbres emocionales de los años pasados era sofocado por las constantes aguas frías de las postrimerías de la mediana edad de ellos.

Y ahora habían venido en coche hasta la bahía, para pasar el fin de semana en el hostal más barato que habían podido encontrar, que estaba a veinticinco kilómetros del Círculo y tenía pinta de casa encantada. Acababan de salir a cenar a un restaurante falsamente elegante del que los dos habían oído hablar, y si alguien resplandecía allí eran ellos. Estaban radiantes.

—¿Y qué? ¿Ha sido fantástico? —le preguntó su madre.

—Pues sí.

—Lo sabía.

Su madre se reclinó en su asiento y se cruzó de brazos.

—No quiero trabajar nunca más en otra parte —dijo Mae.

—Qué alivio —dijo su padre—. Nosotros tampoco queremos que trabajes en otra parte.

Su madre se inclinó de golpe hacia delante y cogió a Mae del brazo.

—Se lo he dicho a la madre de Karolina. Ya la conoces. —Arrugó la nariz, que era lo más parecido a un insulto de que ella era capaz—. Me puso una cara como si le acabaran de meter una estaca afilada por el trasero. Temblaba de envidia.

—Mamá…

—Dejé caer tu sueldo.

—¡Mamá!

—Me limité a decirle: «Espero que pueda salir adelante con un sueldo de sesenta mil dólares».

—No me puedo creer que le hayas dicho eso.

—Es verdad, ¿no?

—En realidad son sesenta y dos mil.

—Ay, caray. Voy a tener que llamarla.

—Ni se te ocurra.

—Vale, no la llamaré. Pero está siendo divertidísimo. Me limito a dejarlo caer en las conversaciones. Mi hija está en la empresa más codiciada del planeta y tiene cobertura total.

—No lo hagas, por favor. Simplemente he tenido suerte. Y Annie…

Su padre se inclinó hacia delante.

—¿Cómo está Annie?

—Bien.

—Dile que la queremos.

—Se lo diré.

—¿No ha podido venir esta noche?

—No. Estaba ocupada.

—Pero ¿la has invitado?

—Sí. Os manda un saludo. Pero trabaja mucho.

—¿A qué se dedica exactamente? —le preguntó su madre.

—Pues, de hecho, a todo —dijo Mae—. Está en la Banda de los 40. Participa en todas las grandes decisiones. Creo que su especialidad es tratar con los problemas de regulación en otros países.

—Estoy segura de que tiene un montón de responsabilidad.

—¡Y acciones! —dijo su padre—. No me puedo ni imaginar la fortuna que debe de tener.

—Papá… Deja de imaginarte esas cosas.

—¿Por qué trabaja, con todas las acciones que tiene? Yo estaría en una playa. Tendría un harén.

La madre de Mae le puso una mano sobre la suya.

—Vinnie, para ya. —Luego le dijo a Mae—: Espero que tenga tiempo de disfrutarlo.

—Lo tiene —dijo Mae—. Seguramente ahora mismo estará en una fiesta que hay en el campus.

Su padre sonrió.

—Me encanta que lo llaméis «campus». Mola mucho. Nosotros a esos sitios los llamábamos «la oficina».

La madre de Mae puso cara preocupada.

—¿Una fiesta, Mae? ¿Y tú no querías ir?

—Sí, pero quería veros a vosotros. Y fiestas hay muchas.

—¡Pero si es tu primera semana! —Su madre parecía afligida—. Tal vez deberías haber ido. Ahora me siento mal. No te hemos dejado ir.

—Creedme. Montan fiestas día sí y día no. Son una gente muy sociable. No pasa nada.

—No estarás parando para almorzar todavía, ¿verdad? —le preguntó su madre.

Le había dicho exactamente lo mismo cuando Mae había empezado a trabajar para el municipio: que la primera semana no hay que parar a la hora del almuerzo. Queda mal.

—No te preocupes —dijo Mae—. Ni siquiera he usado el cuarto de baño.

Su madre puso los ojos en blanco.

—En fin, déjame que te diga lo orgullosa que estoy. Te queremos.

—Y a Annie —dijo su padre.

—Eso. Os queremos a ti y a Annie.

Comieron deprisa, conscientes de que el padre de Mae se cansaría pronto. Había insistido él en salir a cenar, aunque en su pueblo ya no lo hacía casi nunca. Su fatiga era constante, y podía presentarse de pronto y con intensidad, llevándolo casi al colapso. Cuando hacían una escapada como aquella, era importante estar preparados para retirarse deprisa, y lo hicieron antes del postre. Mae los acompañó a su habitación, y allí, entre las docenas de muñecas que tenían los propietarios del hostal, desperdigadas por la habitación y mirándolos, Mae y sus padres tuvieron ocasión de relajarse sin miedo a lo que pudiera pasar. Mae todavía no se había acostumbrado al hecho de que su padre tuviera esclerosis múltiple. Solo hacía dos años que se la habían diagnosticado, aunque los síntomas llevaban años siendo visibles. Había empezado arrastrando las palabras, luego intentaba coger cosas y su brazo pasaba de largo y por fin se había caído dos veces en el vestíbulo de su casa al intentar llegar a la puerta. De manera que habían vendido el aparcamiento, habían sacado una suma decente y ahora dedicaban su tiempo a gestionar el tratamiento médico, lo cual implicaba por lo menos unas horas diarias estudiando facturas médicas y batallando con la aseguradora.

—Ah, el otro día vimos a Mercer —dijo su madre, y su padre sonrió.

Mercer era uno de los ex novios de Mae, uno de los cuatro novios serios que había tenido en el instituto y en la universidad. Por lo que respectaba a sus padres, sin embargo, era el único que contaba, o por lo menos el único al que ellos tenían en cuenta y recordaban. También se debía en parte al hecho de que seguía viviendo en el pueblo.

—Qué bien —dijo Mae, deseosa de atajar aquel derrotero de la conversación—. ¿Sigue haciendo lámparas de brazos con astas de ciervo?

—No te pases —dijo su padre, captando el retintín de ella—. Tiene su propio negocio. Y no es que él se jacte, pero parece que le va muy bien.

Mae sintió la necesidad de cambiar de tema.

—De momento llevo un promedio de 97 —les dijo—. Dicen que para una novata es un récord.

La expresión de las caras de sus padres fue de perplejidad. Su padre parpadeó lentamente. No tenían ni idea de a qué se refería.

—¿Eso qué es, cielo?

Mae lo dejó correr. En cuanto había oído salir las palabras de su boca, se había dado cuenta de que el comentario sería demasiado largo de explicar.

—¿Cómo van las cosas con la aseguradora? —preguntó, y se arrepintió al instante.

¿Por qué hacía aquella clase de preguntas? Ahora la respuesta se tragaría la noche entera.

—Mal —dijo su madre—. No sé. Tenemos la póliza equivocada. O sea, no quieren asegurar a tu padre, así de claro, y parece que están haciendo todo lo que pueden para que nos marchemos. Pero ¿cómo nos vamos a marchar? No tenemos a donde ir.

Su padre se incorporó hasta sentarse.

—Cuéntale lo de la receta.

—Ah, sí. Tu padre lleva dos años tomando Copaxone, para el dolor. Lo necesita. Sin él…

—Al dolor le entran… las malas pulgas —dijo él.

—Pues ahora la aseguradora dice que no le hace falta. Que no lo tienen en la lista de medicaciones aprobadas de antemano. ¡Y eso que él lleva usándolo dos años!

—Parece una crueldad innecesaria —dijo el padre de Mae.

—No han ofrecido ninguna alternativa para el dolor. ¡Nada!

Mae no supo qué decir.

—Lo siento. ¿Queréis que busque alguna alternativa en internet? O sea, ¿habéis mirado si los médicos pueden encontrar otro fármaco que la aseguradora sí pague? Un genérico, tal vez…

Siguieron así una hora, y al final Mae estaba hecha polvo. La esclerosis múltiple, el hecho de que ella no pudiera ralentizarla y su incapacidad para traer de vuelta la vida que su padre había conocido, todo aquello la atormentaba, pero la situación con la aseguradora era otra cosa, era un delito innecesario, algo excesivo. ¿Es que las aseguradoras no se daban cuenta de que el coste de su ofuscación, de sus negativas y de toda la frustración que causaban únicamente empeoraba la salud de su padre y amenazaba la de su madre? En el mejor de los casos, era una actitud ineficiente. Seguramente todo el tiempo que se pasaban denegando la cobertura, discutiendo, haciendo caso omiso y frustrando les salía menos a cuenta que otorgar el acceso a los cuidados adecuados.

—Ya basta de esto —dijo su madre—. Te hemos traído una sorpresa. ¿Dónde está? ¿La tienes tú, Vinnie?

Se congregaron en la cama alta y cubierta por una raída colcha de retales y su padre le entregó a Mae un regalo pequeño y envuelto en papel. El tamaño y la forma de la caja sugerían un collar, pero Mae sabía que no podía ser un collar. Lo desenvolvió, abrió la caja de terciopelo y se rio. Era una pluma, una de aquellas cada vez más difíciles de encontrar, plateadas y extrañamente pesadas, que requerían ser cuidadas y recargadas y que servían principalmente para exhibirlas.

—No te preocupes, no la hemos comprado —le dijo a Mae su padre.

—¡Vinnie! —se quejó su madre.

—En serio —dijo él—. No la hemos comprado. Me la regaló un amigo mío el año pasado. Le dio lástima que yo ya no pudiera trabajar. No sé cómo pensaba qué iba a usar yo una pluma, si apenas puedo teclear. Pero, bueno, nunca fue un tipo muy listo.

—Hemos pensado que te quedaría bien en la mesa —añadió su madre.

—¿Somos los mejores o qué? —dijo su padre.

La madre de Mae se rio y, todavía más importante, su padre se rio también. Soltó una risa enorme con la panza. En la segunda fase de sus carreras de padres, la fase de la tranquilidad, a él le había dado por reír, por reírse todo el tiempo y de todo. Su risa había sido la banda sonora de los años de adolescencia de Mae. Se reía de cosas que eran abiertamente graciosas y de otras que como mucho provocarían una sonrisa, y también de cosas que lo tendrían que haber molestado. Cuando Mae se portaba mal, por ejemplo, a él le parecía hilarante. Una noche la pilló escabulléndose por su ventana para ir a ver a Mercer y a punto estuvo de desplomarse de la risa. Todo le resultaba cómico, todo lo que tuviera que ver con la adolescencia de ella lo mataba de la risa. «¡Tendrías que haberte visto la cara cuando te he pillado! ¡Impagable!»

Pero luego llegó el diagnóstico de la esclerosis múltiple y el júbilo desapareció casi por completo. El dolor era constante. Los períodos en que no se podía levantar, en que no confiaba en que las piernas lo sostuvieran, eran demasiado frecuentes y demasiado peligrosos. Todas las semanas le tocaba ir a urgencias. Y por fin, gracias a los esfuerzos heroicos de la madre de Mae, visitó a unos cuantos médicos que le prestaron atención y le dieron los fármacos adecuados que lo estabilizaron, por lo menos durante una temporada. Luego vinieron las debacles con las aseguradoras y el descenso a aquel purgatorio de atención sanitaria.

Aquella noche, sin embargo, su padre estaba boyante, y su madre también estaba de buen humor, había encontrado jerez en la cocinita del hostal y se había puesto a compartirlo con Mae. Su padre no tardó en quedarse dormido, sin desvestirse, encima de la ropa de cama, con todas las luces encendidas y con Mae y su madre todavía hablando a pleno volumen. Cuando vieron que se había quedado roque, Mae se hizo una cama a los pies de la de ellos.

Por la mañana se levantaron tarde y fueron a almorzar a una cafetería. Su padre comió bien, y Mae vio que su madre fingía despreocupación y que los dos hablaban sobre la última iniciativa empresarial extravagante de un tío caprichoso, algo relacionado con criar langostas en arrozales. Mae sabía que su madre no podía dejar de estar nerviosa ni un momento, nerviosa por su padre y porque este comiera fuera dos veces seguidas, y que lo estaba vigilando con atención. A él se lo veía contento pero enseguida se le agotaron las fuerzas.

—Vosotras id pagando —les dijo—. Yo me voy a echar un momento en el coche.

—Podemos ayudarte —dijo Mae, pero su madre la hizo callar.

Su padre ya estaba de pie y acercándose a la puerta.

—Se cansa. No pasa nada —dijo su madre—. Ahora tiene una rutina distinta. Descansa. Hace cosas, camina, come, se pasa un rato animado y luego descansa. Todo es muy regular y tranquilizador, la verdad.

Pagaron la cuenta y salieron al aparcamiento. Mae vio los mechones ralos del pelo blanco de su padre a través de la ventanilla del coche. La mayor parte de su cabeza quedaba por debajo del marco de la ventanilla, de tan recostado que estaba en el asiento de atrás. Cuando llegaron al coche, vieron que estaba despierto y mirando las ramas entrelazadas de un árbol que no tenía nada de especial. Él bajó la ventanilla.

—Bueno, esto ha sido maravilloso —les dijo.

Mae se despidió de ellos y se marchó, contenta de tener la tarde libre. Condujo en dirección al oeste, bajo un cielo soleado y tranquilo, por entre un paisaje de colores sencillos y claros, azules, amarillos y verdes. Al acercarse a la costa, dobló en dirección a la bahía. Si se daba prisa, todavía le quedarían unas horas para ir en kayak.

Mercer la había introducido al kayak, una actividad que hasta entonces ella había considerado poco elegante y aburrida. Sentarse en la misma línea de flotación, luchando por mover aquel remo con forma de cucharilla de helado. El retorcimiento constante le parecía doloroso, y el ritmo demasiado lento. Pero luego lo había probado, con Mercer, usando no los modelos profesionales, sino el más básico, aquel donde te sentabas encima con las piernas y los pies al descubierto. Habían remado por la bahía, moviéndose más deprisa de lo que ella se esperaba, y habían visto focas moteadas y pelícanos, y Mae se había convencido de que era un deporte infravalorado de un modo vergonzoso, y de que la bahía era una masa de agua lamentablemente desaprovechada.

Habían zarpado desde una playa diminuta, dado que para alquilar el material no hacía falta ni formación ni equipamiento ni papeleo. Solo había que pagar quince dólares la hora y en cuestión de minutos ya estabas en la bahía, fría y despejada.

Ahora salió de la carretera y llegó a la playa, donde encontró el agua plácida y cristalina.

—Hola —le dijo una voz.

Mae se giró para encontrarse con una mujer mayor, patizamba y de pelo crespo. Era Marion, la propietaria de Maiden’s Voyages. Ella era la doncella a la que aludía el nombre de su negocio, y llevaba quince años siéndolo, desde que había abierto al público tras ganar un pastón en el ramo de la papelería. Marion le había contado aquella historia a Mae la primera vez que esta le había alquilado el equipo, la misma que le contaba a todo el mundo y que a ella le parecía divertidísima: el hecho de que había ganado dinero vendiendo material de papelería y había abierto un negocio de alquiler de kayaks y surf de remo. Mae no tenía ni idea de por qué a Marion le parecía tan graciosa. Pero Marion era una persona cálida y complaciente, hasta cuando Mae le pedía que le sacara un kayak cuando apenas faltaban unas horas para cerrar, como estaba haciendo hoy.

—El mar está precioso —dijo Marion—. Pero no te vayas muy lejos.

Marion la ayudó a llevar el kayak por la arena y las rocas hasta las olas diminutas. Le puso el salvavidas a Mae.

—Y recuerda, no molestes a la gente de las casas flotantes. Tienen las salas de estar al mismo nivel que tu mirada, o sea que nada de fisgar. ¿Vas a querer botas o impermeable? —le dijo—. Puede que se levanten olas.

Mae dijo que no y se metió en el kayak, descalza y con la misma chaqueta de punto y los mismos vaqueros que había llevado al almuerzo. Tardó unos segundos en dejar atrás las barcas de pesca, las olas que rompían y a los practicantes de surf con remo y en llegar a las aguas abiertas de la bahía.

No vio a nadie. El hecho de que casi nadie usara aquella masa de agua llevaba meses confundiéndola. No había motos acuáticas. Pocos pescadores deportivos, nadie haciendo esquí acuático y solo alguna que otra embarcación a motor. Había veleros, pero no tantos como cabría esperar ni mucho menos. El agua helada solo lo explicaba en parte. ¿Tal vez era simplemente que en el norte de California había muchas otras cosas que hacer al aire libre? Era un misterio, aunque Mae no tenía queja. Así le quedaba más agua para ella.

Fue remando hasta el vientre de la bahía. Era verdad que se estaban levantando olas, y el agua fría le empezó a bañar los pies. Sin embargo, le resultó agradable, tanto que estiró el brazo y cogió un puñado de agua con la mano ahuecada y se mojó la cara y la nuca. Al abrir los ojos se encontró a una foca moteada a seis o siete metros de distancia, mirándola como la miraría un perro tranquilo al entrar ella en su jardín. Tenía la cabeza redonda, gris y provista de la misma pátina brillante que el mármol pulido.

Se dejó el remo sobre el regazo y miró cómo la foca la miraba a ella. Los ojos del animal eran como botones negros, vacíos de pensamientos. Ella no se movió y la foca tampoco. Estaban las dos paralizadas en aquella contemplación mutua, y el momento, por su forma de alargarse y regocijarse en sí mismo, pedía continuidad. ¿Para qué moverse?

Le llegó una ráfaga de viento, trayéndole el olor acre de la foca. Ella ya se había fijado en aquello la última vez que había salido con el kayak, en lo fuerte que olían aquellos animales, un olor a medio camino entre atún y perro sucio. Era mejor ponerse contra el viento. Como si le acabara de entrar la vergüenza, la foca se sumergió bajo el agua.

Mae siguió alejándose de la costa. Se puso como meta llegar a una boya roja que acababa de ver, cerca del recodo de una península, en las profundidades de la bahía. Tardaría media hora aproximadamente en llegar a ella, y por el camino dejaría atrás varias docenas de barcazas y barcas de pesca ancladas. Muchas habían sido reconvertidas en casas flotantes, y ella sabía que no tenía que mirar por las ventanas, pero no lo pudo evitar; estaban llenas de misterios. ¿Por qué había una motocicleta en esta barcaza? ¿Por qué había una bandera confederada en aquel yate? A lo lejos vio un hidroavión volar en círculos.

Se levantó un viento a su espalda que la hizo dejar atrás enseguida la boya roja y acercarse a la orilla opuesta. No había planeado desembarcar allí, y nunca antes había llegado a cruzar la bahía, pero pronto tuvo la orilla a la vista y acercándosele a marchas forzadas, mientras el agua perdía profundidad y bajo la superficie empezaba a verse la zostera.

Se bajó de un salto del kayak y sus pies aterrizaron sobre los guijarros redondeados y suaves. Mientras empujaba el kayak hacia arriba, las aguas de la bahía subieron y le envolvieron las piernas. No fue una ola, fue más bien una subida uniforme del nivel del mar. Ella estaba de pie en una orilla seca y al momento siguiente el agua le llegaba a las espinillas y la dejaba toda empapada.

Cuando el agua volvió a descender, dejó tras de sí una ringlera ancha de algas grotescas y enjoyadas, azules, verdes y, bajo cierta luz, iridiscentes. Ella la sostuvo en sus manos y vio que era lisa y gomosa y tenía los bordes extravagantemente rizados. Mae tenía los pies mojados y el agua estaba fría como la nieve, pero no le importaba lo más mínimo. Se sentó en las rocas de la playa, cogió un palo y se puso a dibujar con él, repiqueteando en los guijarros lisos. Varios cangrejos diminutos, desenterrados e irritados, se alejaron correteando en busca de nuevos refugios. Un pelícano aterrizó playa abajo, sobre el tronco de un árbol muerto, blanqueado por los elementos e inclinado en diagonal, emergiendo del agua de color gris metálico, señalando perezosamente al cielo.

A continuación Mae se sorprendió a sí misma sollozando. Su padre estaba fatal. No, no estaba fatal. Lo estaba llevando con gran dignidad. Pero aquella mañana había algo completamente fatigado en él, algo derrotado y resignado, como si supiera que no podía luchar al mismo tiempo con lo que le estaba pasando a su cuerpo y con las empresas que gestionaban su tratamiento. Y ella no podía hacer absolutamente nada por él. No, sí que podía hacer mucho por él. Podía dejar su trabajo. Podía dejarlo y ayudar a hacer las llamadas telefónicas, a luchar todas las batallas que había que luchar para mejorar su estado. Era lo que haría una buena hija. Lo que haría una buena hija, una hija única. Una buena hija única se pasaría los siguientes tres o cinco años, que tal vez fueran los últimos años de movilidad y de plenas capacidades de su padre, ayudándolo a él y a su madre, formando parte de la maquinaria familiar. Pero ella sabía que sus padres no se lo permitirían. Nunca la dejarían hacerlo. De manera que estaba atrapada entre el trabajo que necesitaba y amaba y sus padres, a quienes no podía ayudar.

Pero le sentó bien llorar, dejar que le temblaran los hombros, sentir las lágrimas calientes en la cara, notar su sabor infantil a sal y secarse los mocos con los bajos de la camisa. Cuando terminó volvió a sacar el kayak al mar y se encontró a sí misma remando con brío. Ya en mitad de la bahía, se detuvo. Se le habían secado las lágrimas y se le había serenado la respiración. Estaba tranquila y se sentía fuerte, pero en lugar de alcanzar la boya roja, que ya no le interesaba para nada, lo que hizo fue quedarse sentada, con el remo en el regazo, dejando que las olas la mecieran suavemente, notando que el sol cálido le secaba las manos y los pies. Era algo que hacía a menudo cuando se encontraba lejos de la costa: se quedaba sentada muy quieta, sintiendo el volumen enorme del océano debajo de ella. En aquella parte de la bahía había tiburones leopardo, rayas murciélago, medusas y hasta alguna que otra marsopa, pero ella no vio ninguna de aquellas bestias. Estaban escondidas en las aguas oscuras, en su mundo negro y paralelo, y el hecho de saber que estaban allí, pero no dónde, ni tampoco nada más, le produjo en aquel momento una extraña sensación de que todo estaba bien. Muy a lo lejos, podía ver el lugar donde la boca de la bahía daba paso al océano, y allí, abriéndose paso por una franja de niebla ligera, vio un enorme buque contenedor que navegaba hacia alta mar. Pensó en moverse pero no vio razón para ello. No veía razón alguna para ir a ninguna parte. Estar allí, en medio de la bahía, sin nada que hacer ni ver, ya era más que suficiente. De manera que allí se quedó, arrastrada lentamente por la corriente, durante casi una hora. De vez en cuando volvía a notar aquel olor a atún y perro y se giraba para encontrar a otra foca llena de curiosidad, y entonces las dos se miraban entre sí, y Mae se preguntaba si la foca sabría, como lo sabía ella, lo bueno que era aquello: la suerte que tenían de tener todo aquello para ellas solas.

A media tarde los vientos procedentes del Pacífico arreciaron y no resultó fácil regresar a la costa. Cuando llegó a casa le pesaban los brazos y las piernas y notaba la cabeza embotada. Se preparó una ensalada y se comió media bolsa de patatas fritas mirando por la ventana. Se quedó dormida a las ocho y durmió once horas.

La mañana fue ajetreada, tal como ya le había prevenido Dan. A las ocho en punto los había reunido a ella y al centenar largo de representantes de EdC y les había recordado que abrir la compuerta de los mensajes el lunes por la mañana era algo que siempre entrañaba riesgos. Todos los clientes que querían respuestas a lo largo del fin de semana las esperaban sin falta el lunes por la mañana.

Y tenía razón. Se abrió la compuerta, llegó el diluvio de mensajes y Mae estuvo trabajando para contener la inundación hasta las once más o menos, momento en que se produjo algo parecido a un respiro. Había atendido cuarenta y nueve consultas y su promedio era 91, el más bajo que había obtenido hasta la fecha.

«No te preocupes —le escribió Jared—. Es normal en lunes. Limítate a mandar todos los cuestionarios complementarios que puedas.»

Mae llevaba toda la mañana enviando complementarios, pero sin demasiado éxito. Los clientes estaban de mal humor. La única buena noticia de la mañana le llegó por el canal de mensajes interno de la empresa, cuando le apareció un mensaje de Francis invitándola a comer. Oficialmente, a ella y al resto del personal de EdC les daban una hora para almorzar, pero ella no había visto a nadie ausentarse de su mesa durante más de veinte minutos. Era el tiempo que ella se cogía, a pesar de que siempre le resonaban en la mente las palabras de su madre, que equiparaba el almuerzo a una violación monumental del deber.

Llegó tarde al Comedor de Cristal. Miró a su alrededor y luego hacia arriba, hasta que por fin lo vio, sentado varios niveles más arriba, con los pies colgando de un taburete alto de metacrilato. Ella lo saludó con la mano pero no consiguió que él la viera. A continuación le gritó, con toda la discreción que pudo, pero sin éxito. Por fin, sintiéndose tonta, le mandó un mensaje de texto y vio cómo él lo recibía, examinaba la cafetería, la encontraba y le devolvía el saludo con la mano.

Ella avanzó por la cola, compró un burrito vegetariano y una especie de refresco ecológico nuevo y se sentó al lado de él. Francis llevaba una camisa de botones limpia y arrugada y pantalones de operario. Su atalaya tenía vistas a la piscina exterior, donde un grupo de empleados estaban intentando sin mucho éxito jugar un partido de voleibol.

—No parece un grupo muy atlético —señaló él.

—No —admitió Mae.

Mientras él miraba los chapoteos caóticos de más abajo, ella intentó superponer la cara que tenía delante a la que recordaba de su primera noche. Las cejas pobladas y la nariz prominente eran las mismas. Ahora, sin embargo, Francis parecía haberse encogido. Mientras usaba un cuchillo y un tenedor para cortar su burrito por la mitad, las manos se le veían extrañamente delicadas.

—Es casi perverso —dijo—, tener tanto equipamiento deportivo en un sitio donde no hay ninguna aptitud para el deporte. Es como una familia de devotos a la Ciencia Cristiana viviendo al lado de una farmacia. —Se volvió hacia ella—. Gracias por venir. Me preguntaba si te volvería a ver.

—Sí, ha habido mucho trabajo.

Él señaló su comida.

—He tenido que empezar. Lo siento. Para serte sincero, no estaba del todo seguro de que fueras a venir.

—Siento llegar tarde —dijo ella.

—No, créeme, lo entiendo. Tienes que lidiar con la avalancha del lunes. Los clientes lo esperan. El almuerzo es muy secundario.

—Tengo que decir que lamento mucho el final de nuestra conversación de la otra noche. Siento lo de Annie.

—Pero ¿llegasteis a enrollaros? Intenté encontrar un sitio desde donde mirar, pero…

—No.

—Se me ocurrió que si me subía a un árbol…

—No. No. Fue cosa de Annie. Es una idiota.

—Una idiota que forma parte del uno por ciento que manda aquí. Ya me gustaría a mí ser esa clase de idiota.

—Me estabas hablando de cuando eras niño.

—Dios. ¿Puedo echarle la culpa al vino?

—No tienes por qué contarme nada.

Mae se sentía fatal por saber lo que ya sabía, y confiaba en que él se lo contara otra vez a fin de coger la versión anterior y de segunda mano de su historia y reemplazarla por la versión directa de labios de él.

—No, no pasa nada —dijo—. Tuve ocasión de conocer a un montón de adultos interesantes que cobraban del gobierno por cuidarme. Fue maravilloso. ¿Cuánto tiempo te queda, diez minutos?

—Hasta la una.

—Vale. Ocho minutos, pues. Tú come. Yo hablo. Pero no de mi infancia. Eso ya lo conoces. Doy por sentado que Annie ha contado las partes escabrosas. Le encanta contar esa historia.

Y así es como Mae intentó comer todo lo que pudo y lo más deprisa que pudo mientras Francis hablaba de una película que había visto la noche anterior en el cine del campus. Al parecer, la directora había estado allí para presentarla y al acabar había contestado preguntas.

—La película trataba de una mujer que mata a su marido y a sus hijos, y durante el turno de preguntas salió a la luz que la directora llevaba tiempo metida en una larga batalla con su ex marido por la custodia de sus hijos. De manera que todos estábamos allí mirándonos y pensando: ¿Esta mujer está resolviendo sus traumas en la pantalla o qué?

Mae empezó a reírse, pero se interrumpió al acordarse de la espantosa infancia que había tenido Francis.

—No pasa nada —dijo él, sabiendo de inmediato por qué ella se había detenido—. No quiero que pienses que me tienes que tratar con algodones. Ya ha pasado mucho tiempo, y además, si no me sintiera cómodo en este territorio no estaría trabajando en ChildTrack.

—Bueno, aun así, lo siento. Se me da mal saber qué puedo decir. Pero ¿el proyecto va bien? ¿Cuánto te falta para…?

—¡Sigues totalmente incómoda! Me gusta —dijo Francis.

—¿Te gustan las mujeres que se sienten incómodas?

—Sobre todo en mi presencia. Te quiero de puntillas, incómoda, intimidada, esposada y dispuesta a postrarte cuando yo te lo ordene.

Mae intentó reírse pero descubrió que no podía.

Francis clavó la vista en su plato.

—Mierda. Cada vez que mi cerebro aparca el coche en la entrada, mi boca atraviesa la pared del fondo del garaje. Lo siento. Te juro que estoy intentando resolverlo.

—No pasa nada. Háblame de…

—ChildTrack. —Él levantó la vista—. ¿Te interesa de verdad?

—Sí.

—Porque como me hagas empezar, haré que tu diluvio del lunes parezca una fruslería.

—Nos quedan cinco minutos y medio.

—Vale, ¿te acuerdas de cuando intentaron poner los implantes en Dinamarca?

Mae negó con la cabeza. Tenía un vago recuerdo de un caso terrible de secuestro e infanticidio…

Francis miró su reloj, como si fuera consciente de que explicar el caso de Dinamarca le robaría un minuto. Suspiró y empezó a hablar:

—Bueno, pues hace un par de años el gobierno de Dinamarca intentó introducir un programa para implantarles chips en las muñecas a los niños. Era fácil, se tardaba dos segundos, no causaba problemas médicos y funcionaba de forma inmediata. Y así todos los padres sabían dónde estaban sus hijos. Lo limitaron a niños de menos de catorce años, y al principio todo fue bien. Los problemas judiciales desaparecieron porque apenas había objeciones, las encuestas estaban por los aires. A los padres les encantaba. O sea, les encantaba. Se trataba de niños, y había que hacer todo lo posible para que no les pasara nada, ¿verdad?

Mae estaba asintiendo con la cabeza cuando se acordó de que aquella historia tenía un final espantoso.

—Pero un día desaparecieron siete criaturas. Los padres y la policía pensaron: No hay problema. Sabemos dónde están los niños. Y siguieron los chips, pero cuando rastrearon las señales, que llevaban las siete a un mismo aparcamiento, se encontraron todos los chips dentro de una bolsa de papel, todos ensangrentados. Solo los chips.

—Ahora me acuerdo. —Mae se sintió mal.

—Encontraron los cuerpos al cabo de una semana, y para entonces había cundido el pánico entre la gente. Se volvió irracional. Pensaron que los chips habían causado los secuestros y los asesinatos, que de alguna manera los chips habían provocado a los autores de la matanza, que habían hecho su tarea más tentadora.

—Fue un horror total. Fue el final de los chips.

—Sí, pero el razonamiento no tuvo ninguna lógica. Sobre todo aquí. ¿Cuántos secuestros tenemos, doce mil al año? ¿Y cuántos asesinatos? El problema fue que los chips se insertaron a flor de piel. Cualquiera que se lo propusiera los podía arrancar de la muñeca. Demasiado fácil. En cambio, las pruebas que hacemos aquí… ¿has conocido a Sabine?

—Sí.

—Pues bueno, ella está en el equipo. No lo admitirá, porque está haciendo una serie de cosas relacionadas de las que no puede hablar. Pero para esto, ha encontrado la manera de implantar un chip en el hueso. Y eso lo cambia todo.

—Oh, joder. ¿Qué hueso?

—No importa, creo yo. Estás haciendo una mueca.

Mae corrigió su expresión y trató de parecer neutral.

—Vale, es una locura. O sea, a mucha gente le aterra la idea de que llevemos chips en la cabeza y en el cuerpo, pero esta cosa tiene el nivel tecnológico de un walkie-talkie. Lo único que hace es decirte dónde está algo. Todos los productos que compras llevan un chip de estos. Te compras un equipo de música y lleva un chip. Te compras un coche y tiene un puñado de chips. Hay empresas que ponen chips en los paquetes de comida para asegurarse de que sigue fresca cuando llega a la tienda. No es más que un mecanismo de seguimiento. Y si lo incrustas en el hueso, se queda ahí y no se puede ver a simple vista, a diferencia de los chips en las muñecas.

Mae dejó su burrito en el plato.

—Pero ¿en el hueso de verdad?

—Mae, piensa en un mundo donde nunca más pudiera cometerse un delito grave contra un niño. Ni uno. En el mismo momento en que un niño no estuviera donde tiene que estar, se dispararía una alerta enorme y al niño se lo podría encontrar de inmediato. Lo podría encontrar todo el mundo. Todas las autoridades sabrían al instante que ha desaparecido, pero también sabrían dónde está. Podrían llamar a la madre y decirle «Eh, no pasa nada, se ha ido al centro comercial», o bien podrían encontrar al agresor sexual en cuestión de segundos. La única esperanza que tendría un secuestrador sería llevarse al niño, meterse con él en el bosque, hacer algo y escaparse antes de que el mundo entero le cayera encima. Pero tendría un minuto y medio para hacerlo.

—O podrían interferir la señal que transmite el chip.

—Vale, pero ¿quién tiene esa competencia? ¿Cuántos pedófilos hay que sean genios de la electrónica? Muy pocos, imagino. De manera que coges todos los secuestros infantiles, violaciones y asesinatos y los reduces en un noventa y nueve por ciento. Y el precio es que las criaturas tengan un chip en el tobillo. ¿Tú quieres a un niño vivo con un chip en el tobillo, a un niño que sabes que crecerá seguro y que podrá volver a ir corriendo al parque y a la escuela en bicicleta, y todo eso…?

—Estás a punto de decir «o bien».

—Sí, ¿o bien quieres a un niño muerto? ¿O años enteros de preocupación cada vez que tu hijo se va andando a la parada del autobús? O sea, hemos hecho encuestas entre los padres del mundo entero y en cuanto vencen sus escrúpulos iniciales nos dan un índice de aprobación del ochenta y ocho por ciento. En cuanto les entra en la cabeza que es posible, se ponen a gritarnos: «¿Por qué no tenemos esto ya? ¿Cuándo va a llegar?». O sea, esto iniciará una nueva edad de oro para los jóvenes. Una era libre de preocupaciones. Mierda. Ahora llegas tarde. Mira.

Señaló el reloj. La 1.02.

Mae echó a correr.

La tarde fue implacable y su puntuación apenas llegó a 93. Al final de la jornada estaba agotada y se volvió a la segunda pantalla para encontrar un mensaje de Dan. «¿Tienes un segundo? Gina, de CircleSocial, quería verte unos minutos.»

Ella le contestó: «¿Puede ser dentro de un cuarto de hora? Tengo un puñado de complementarios por mandar y llevo desde mediodía sin mear». Era verdad. Hacía tres horas que no se levantaba de la silla, y también quería intentar que su puntuación subiera de 93. Estaba segura de que era por culpa de aquel promedio tan bajo por lo que Dan quería que se viera con Gina.

Dan solo escribió «Gracias, Mae», unas palabras a las que ella no paró de dar vueltas mientras iba al cuarto de baño. ¿Acaso él le estaba dando las gracias por estar disponible dentro de un cuarto de hora, o bien le agradecía sardónicamente aquel nivel de confidencia higiénica que él no quería para nada?

Mae ya casi estaba en la puerta de los baños cuando vio a un hombre con vaqueros verdes ajustados y un jersey ceñido de manga larga, plantado en el pasillo, bajo una ventana alta y estrecha, mirando su teléfono. Bañado en una luz azul blanquecina, parecía estar esperando instrucciones de su pantalla.

Mae entró en el baño.

Cuando terminó, abrió la puerta para encontrarse al tipo en el mismo sitio, pero ahora mirando por la ventana.

—Se te ve perdido —le dijo Mae.

—Qué va. Solo estaba decidiendo algo antes de ir, ya sabes, arriba. ¿Trabajas aquí?

—Sí. Soy nueva. Estoy en EdC.

—¿EdC?

—Experiencia del Cliente.

—Ah, vale. Antes lo llamábamos simplemente Atención al Cliente.

—O sea que tú no eres nuevo…

—¿Yo? No, no. Llevo tiempo por aquí. Aunque no mucho en este edificio.

Sonrió, miró por la ventana y, mientras estaba mirando, Mae aprovechó para examinarlo. Tenía los ojos oscuros, la cara ovalada y el pelo gris, casi blanco, aunque no podía tener más de treinta años. Era flaco, nervudo y los vaqueros ajustados y el jersey ceñido de manga larga le daban a su silueta esas pinceladas biseladas de la caligrafía.

Él se giró hacia ella, parpadeando y reprendiéndose a sí mismo por sus malos modales.

—Perdón. Soy Kalden.

—¿Kalden?

—Es tibetano —dijo—. Quiere decir algo dorado. Mis padres siempre quisieron ir al Tíbet, pero lo más cerca que llegaron fue Hong Kong. ¿Tú cómo te llamas?

—Mae —dijo ella, y se estrecharon la mano.

Él tenía un apretón recio pero mecánico. Le habían enseñado a dar la mano, sospechó Mae, pero seguía sin verle el sentido.

—O sea que no estás perdido —dijo Mae, consciente de que la esperaban de vuelta en su mesa; hoy ya había llegado tarde una vez.

Kalden lo notó.

—Oh, tienes que marcharte. ¿Te acompaño hasta allí? Así veo dónde trabajas.

—Mmm… —dijo Mae, que de pronto se sentía bastante incómoda—. Claro.

Si no supiera lo que sabía, y si no pudiera verle la acreditación colgada del cuello, habría dado por sentado que Kalden, con su curiosidad enfática pero distraída, era alguien que se había colado en el edificio o alguna clase de espía corporativo. Pero qué sabía ella. Llevaba una semana en el Círculo. Aquello podía ser una prueba. O un simple circulista excéntrico.

Mae lo llevó hasta su mesa.

—Está muy limpia —dijo él.

—Lo sé. Recuerda que acabo de empezar.

—Y yo sé que a algunos de los Sabios les gusta que las mesas del Círculo estén muy limpias. ¿Alguna vez los has visto por aquí?

—¿A quiénes? ¿A los Sabios? —Mae soltó un soplido de burla—. Aquí no. Por lo menos todavía no.

—Sí, supongo que no —dijo Kalden, y se inclinó hasta poner la cabeza al nivel del hombro de Mae—. ¿Puedo ver el trabajo que haces?

—¿Mi trabajo?

—Sí. ¿Puedo mirarte? O sea, si no te incomoda.

Mae hizo una pausa. Todas las cosas y las personas con las que había tenido contacto en el Círculo hasta entonces se ceñían a un modelo lógico y a un ritmo, pero Kalden era una anomalía. Su ritmo era distinto, atonal y extraño, aunque no desagradable. Tenía una cara franca y unos ojos líquidos, gentiles y sin pretensiones, y hablaba en un tono tan suave que cualquier posibilidad de amenaza parecía remota.

—Claro. Supongo —dijo ella—. Pero no es muy emocionante que digamos.

—Quizá sí y quizá no.

De manera que se quedó a mirar cómo Mae contestaba consultas. Cada vez que ella se giraba hacia él después de una operación supuestamente mundana, se encontraba con que la pantalla danzaba luminosamente en los ojos del tipo y con que su cara permanecía fascinada, como si jamás hubiera visto nada tan interesante. En otros momentos, sin embargo, parecía distante, como si viera algo que ella no podía ver. Estaba mirando la pantalla, pero sus ojos parecían estar viendo algo situado en sus profundidades.

Ella siguió a lo suyo y él continuó haciéndole preguntas de vez en cuando: «¿Quién era esa persona?», «¿Te pasa muy a menudo?», «¿Por qué has contestado así?».

El tipo estaba cerca de ella, demasiado cerca de haber sido una persona normal con ideas cotidianas sobre el espacio personal, pero estaba más claro que el agua que no era esa clase de persona, que no era normal. Mientras observaba unas veces la pantalla y otras veces los movimientos de los dedos de Mae sobre el teclado, su barbilla se fue acercando mucho al hombro de ella, hasta que su respiración suave se hizo audible y su olor, un olor sencillo a jabón y a champú de plátano, le llegó transportado por las pequeñas exhalaciones de él. Por fin dio la cosa por acabada. Carraspeó y se puso de pie.

—Bueno, será mejor que me vaya —dijo—. Me largo. No quiero estropearte el ritmo. Estoy seguro de que te veré por el campus.

Y se marchó.

Antes de que Mae pudiera analizar nada de lo que acababa de suceder, le apareció otra cara al lado.

—Hola. Soy Gina. ¿Te ha dicho Dan que vendría?

Mae asintió con la cabeza, aunque no recordaba nada de aquello. Miró a Gina, que era unos años mayor que ella, confiando en recordar algo de ella o de ese encuentro. Los ojos de Gina, oscuros y cargados de delineador y de sombra de ojos de color azul nocturno, le sonrieron, aunque Mae no sintió que de ellos emanara ninguna calidez, ni tampoco del resto de Gina.

—Dan me ha dicho que ahora era un buen momento para activarte todos los perfiles sociales. ¿Tienes tiempo?

—Claro —dijo Mae, aunque no tenía ni un minuto.

—Supongo que la semana pasada estuviste demasiado ocupada para abrirte la cuenta social de la empresa, ¿no? Y supongo que tampoco habrás importado tu perfil antiguo…

Mae se maldijo a sí misma.

—Lo siento. He estado bastante agobiada.

Gina frunció el ceño.

Mae dio marcha atrás, enmascarando su patinazo con una risa.

—¡No, en el buen sentido! Pero todavía no he tenido tiempo para las cosas extraoficiales.

Gina inclinó la cabeza y carraspeó teatralmente.

—Qué interesante que lo veas así —dijo, sonriendo, aunque no parecía precisamente contenta—. Nosotros consideramos que tu perfil y la actividad que tienes en él son cosas integrales a tu participación aquí. Es así como tus compañeros de trabajo, hasta los que están al otro lado del campus, pueden saber quién eres. La comunicación no es una cosa extraoficial, ¿verdad que no?

Mae se quedó avergonzada.

—No —dijo—. Claro que no.

—Si visitas la página de un compañero de trabajo y le escribes algo en su muro, eso es algo positivo. Es un acto de comunidad. Y, por supuesto, no me hace falta decirte que esta empresa existe gracias a esos medios sociales que tú consideras «extraoficiales». Imagino que antes de venir aquí habrías usado tus medios sociales, ¿no?

Mae no estaba segura de qué podía decir para aplacar la ira de Gina. Había estado muy cargada de trabajo y no quería parecer distraída, de manera que había retrasado el momento de reactivar su perfil social.

—Lo siento —acertó a decir—. No quería sugerir que fuera extraoficial. En realidad me parece algo primordial. Simplemente me estaba aclimatando a este trabajo y quería concentrarme en aprender mis nuevas responsabilidades.

Pero Gina estaba en plena vena y no pensaba detenerse hasta terminar su exposición.

—¿Eres consciente de que «comunidad» y «comunicación» vienen de la misma raíz, communis, que en latín quiere decir «común, público, compartido por muchos»?

A Mae le latía el corazón a cien.

—Lo siento mucho, Gina. He luchado para conseguir un trabajo aquí. Todo eso ya lo sé. Estoy aquí porque creo en todas esas cosas que dices. Simplemente la semana pasada estuve un poco alterada y no tuve ocasión de activarlo.

—Vale. Pero que sepas, en adelante, que tener actividad social y estar presente en tu perfil y en todas las cuentas asociadas es una de las razones de que estés aquí. Consideramos que tu presencia en la red es parte integral de tu trabajo aquí. Está todo conectado.

—Lo siento. Pido disculpas otra vez por expresar mal mis sentimientos.

—Bien. Bueno, empecemos por activar esto.

Gina pasó el brazo por encima de la mampara de Mae, cogió otra pantalla, más grande que la segunda, la puso al lado del ordenador de Mae y se la conectó.

—Muy bien. Así pues, tu segunda pantalla seguirá siendo tu forma de estar en contacto con tu equipo. Será exclusivamente para asuntos de EdC. Tu tercera pantalla es para tu participación social, en el Círculo de la empresa y en el Círculo general. ¿Queda claro?

—Sí.

Mae miró cómo Gina activaba la pantalla y sintió una punzada de emoción. Nunca había tenido un equipo tan complejo. ¡Tres pantallas para alguien que estaba tan abajo en la jerarquía! Solo pasaba en el Círculo.

—Muy bien, primero quiero que volvamos a tu segunda pantalla —dijo Gina—. Me parece que no has activado CircleSearch. Hagámoslo. —Apareció un mapa tridimensional muy elaborado del campus—. Es muy sencillo, y simplemente te permite encontrar a cualquiera en el campus en caso de que necesites hablar cara a cara con él.

Gina señaló un punto rojo que parpadeaba.

—Aquí estás tú. ¡Estás que ardes! Es broma. —Como reconociendo que aquello podría considerarse inapropiado, Gina cambió de tema rápidamente—. ¿No decías que conocías a Annie? Vamos a teclear su nombre. —Apareció un punto azul en el Viejo Oeste—. Está en su despacho, menuda sorpresa. Annie es una máquina.

Mae sonrió.

—Pues sí.

—Estoy muy celosa de que la conozcas tan bien —dijo Gina, sonriendo, aunque de forma muy breve y poco convincente—. Y aquí vas a ver una aplicación nueva y muy chula, que nos hace una crónica diaria del edificio. Puedes ver cuándo ha entrado cada empleado y cuándo ha salido del edificio. Eso nos permite conocer muy bien la vida de la empresa. Esta parte no la tienes que actualizar tú, por supuesto. Si vas a la piscina, tu identificación actualiza automáticamente esa información en la red. Más allá de tus movimientos, todos los comentarios adicionales son cosa tuya, y por supuesto se te anima a que los hagas.

—¿Comentarios? —preguntó Mae.

—Ya sabes, como por ejemplo qué te ha parecido el almuerzo, alguna novedad en el gimnasio, lo que sea. Puntuaciones básicas, comentarios y «Me gusta». Nada fuera de lo normal, y está claro que todas las opiniones nos ayudan a mejorar nuestros servicios a la comunidad del Círculo. Pues esos comentarios se hacen justo aquí —dijo, y le mostró que se podía hacer clic sobre cualquier edificio y sala, y dentro de ellos se podían añadir comentarios sobre cualquier cosa y sobre cualquiera.

»Así pues, esa es tu segunda pantalla. Es para tus compañeros de trabajo, para tu equipo y para encontrar a gente en el espacio físico. Ahora vamos con las cosas divertidas de verdad. Pantalla tres. Aquí es donde aparecen casi todos tus mensajes sociales y de Zing. Me han dicho que no sueles usar Zing, ¿no?

Mae admitió que no lo usaba, pero lo quería usar.

—Perfecto —dijo Gina—. Pues ya tienes cuenta de Zing. Te he abierto una: MaeDay, como el festivo que conmemora la guerra. Mola, ¿verdad?

Mae no estaba segura de que le gustara el nombre, y tampoco recordaba ningún festivo que se llamara así.

—También te he conectado la cuenta de Zing con la comunidad total del Círculo, ¡de manera que tienes 10.041 seguidores nuevos! Qué genial. En términos de tus zings, esperamos unos diez al día más o menos, pero eso sería el mínimo. Estoy segura de que tendrás mucho más que decir. Ah, y aquí tienes tu lista de reproducción. Si escuchas música mientras trabajas, la red le manda automáticamente esa lista a todo el mundo, y la integra en la lista de reproducción colectiva, que selecciona las canciones más reproducidas en un día, una semana o un mes determinados. Tiene las cien canciones más populares del campus, pero también lo puedes organizar de mil maneras: los temas más populares de hip-hop, de indie, de country, lo que sea. Recibirás recomendaciones basadas en la música que pongas y en lo que ponga otra gente con gusto parecido. Todo se va difundiendo entre todos mientras trabajas. ¿Me sigues?

Mae asintió con la cabeza.

—Ahora, al lado del canal de noticias de Zing, verás la ventana de tu canal social principal. También verás que la dividimos en dos secciones, el canal social de InnerCircle y tu canal social externo, o sea, el OuterCircle. Qué chulo, ¿no? Los puedes fusionar si quieres, pero nos parece útil mantener dos canales separados. Aunque, por supuesto, el OuterCircle sigue estando en el Círculo, ¿verdad? Todo está en el Círculo. ¿Me sigues de momento?

Mae dijo que sí.

—No me puedo creer que te hayas pasado aquí una semana sin estar en el canal social. Tu mundo va a vivir una revolución.

Gina tocó la pantalla de Mae y el flujo de mensajes del InnerCircle de Mae se convirtió en una avalancha que invadió su monitor.

—Fíjate, también estás recibiendo los de la semana pasada. Es por eso que hay tantos. Uau, fíjate en todo lo que te perdiste.

Mae siguió el contador del pie de la pantalla, que calculaba todos los mensajes que le había mandado cualquier persona del Círculo. El contador hizo una pausa al llegar a los 1.200. Después a los 4.400. La cifra siguió creciendo y creciendo, deteniéndose de vez en cuando hasta quedarse en 8.276.

—¿Esos son los mensajes de la semana pasada? ¿Ocho mil?

—Puedes ponerte al día —dijo Gina en tono jovial—. Quizá esta misma noche. Ahora abramos tu cuenta social normal. La llamamos el OuterCircle, pero es el mismo perfil y el mismo canal que tienes desde hace años. ¿Te importa si la abro?

A Mae no le importaba. Miró cómo su perfil social, el que tenía desde hacía años, aparecía en la tercera pantalla, al lado del canal del InnerCircle. Una cascada de mensajes y fotos, unos cuantos centenares, llenaron el monitor.

—Vale, parece que aquí también te tienes que poner al día —dijo Gina—. ¡Qué festival! Diviértete.

—Gracias —dijo Mae.

Intentó parecer tan excitada como pudo. Necesitaba caerle bien a Gina.

—Ah, espera. Una cosa más. Te tengo que explicar la jerarquía de mensajes. Mierda. Casi me olvido de la jerarquía de los mensajes. Como se entere Dan, me mata. A ver, ya sabes que tus responsabilidades de EdC de la primera pantalla son lo primero. Tenemos que servir a nuestros clientes con toda nuestra atención y todo nuestro corazón. Eso queda claro.

—Sí.

—En la segunda pantalla puedes recibir mensajes de Dan y Jared, o de Annie, o de alguno de los supervisores directos de tu trabajo. Esos mensajes informan de la calidad minuto a minuto de tu servicio. De manera que son tu segunda prioridad. ¿Está claro?

—Está claro.

—La tercera pantalla son tus canales sociales, el Inner y el OuterCircle. Pero no se trata de mensajes superfluos. Son igual de importantes que los demás mensajes, lo que pasa es que van en tercer lugar de prioridad. Y a veces son urgentes. Ten vigilado sobre todo el canal del InnerCicle, porque es ahí donde te enterarás de las reuniones del personal, de las convocatorias obligatorias y de cualquier noticia. Si hay una noticia del Círculo que sea muy urgente te vendrá marcada de color naranja. Las cosas extremadamente urgentes también te llegarán en forma de mensaje en el teléfono. ¿Lo tienes siempre a la vista? —Mae asintió mirando el teléfono, que estaba justo debajo de las pantallas de su mesa—. Bien —dijo Gina—. Pues esas son las prioridades, y en cuarto lugar viene tu participación en el OuterCircle. Que es igual de importante que todo lo demás, porque aquí valoramos tu equilibrio entre vida y trabajo, ya sabes, el balance entre tu vida en la red de aquí de la empresa y la de fuera. Confío en que quede claro. ¿Es así?

—Sí.

—Bien. Pues me parece que ya estás lista. ¿Alguna pregunta?

Mae dijo que no tenía ninguna.

Gina inclinó la cabeza con gesto escéptico, indicando que sabía que a Mae todavía le quedaban muchas preguntas pero que no quería hacerlas por miedo a parecer poco informada. Gina se puso de pie, sonrió y ya estaba dando un paso atrás cuando se detuvo.

—Mierda. Me he olvidado de una cosa más.

Se agachó al lado de Mae y tecleó unos segundos hasta que apareció un número en la tercera pantalla, muy parecido a la puntuación promedio de EdC. Decía: MAE HOLLAND: 10.328.

—Este es tu Nivel de Participación, que aquí llamamos PartiRank. Hay quien lo llama Nivel de Popularidad, pero en realidad no lo es. No es más que una cifra generada por un algoritmo que da cuenta de toda tu actividad en el InnerCircle. ¿Me entiendes?

—Creo que sí.

—Tiene en cuenta los zings, los seguidores externos de tus zings ajenos, tus comentarios en los perfiles de otros circulistas, las fotos que cuelgas, tu asistencia a los eventos del Círculo y los comentarios y fotos que cuelgas sobre esos eventos. Los circulistas más activos ocupan puestos superiores, claro. Como puedes ver, ahora mismo tú ocupas un lugar bajo, pero es porque eres nueva y te acabamos de activar el canal social. Pero cada vez que postees o comentes o asistas a algo, eso se tendrá en cuenta, y verás cómo escalas posiciones. Eso es lo divertido. Cuando posteas, subes en las listas. A un puñado de gente le gusta tu post y entonces subes en picado. La cosa va cambiando durante todo el día. ¿Chulo, verdad?

—Mucho —dijo Mae.

—Te hemos dado un pequeño empujoncito… Si no, estarías en el puesto 10.411. Ya te digo que es solo para divertirnos. No se te juzga por el lugar que ocupas en la lista ni nada de eso. Hay circulistas que se lo toman muy en serio, claro, y nos encanta que la gente quiera participar, pero en realidad el rango no es más que una forma divertida de ver cómo tu participación se manifiesta en el seno de la comunidad global del Círculo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Vale pues. Ya sabes cómo contactar conmigo.

Y diciendo aquello, Gina dio media vuelta y se marchó.

Mae abrió el canal interno de la empresa y se puso manos a la obra. Estaba decidida a leerse todos los mensajes internos y externos aquella misma noche. Había anuncios dirigidos a toda la empresa de los menús diarios, del tiempo que iba a hacer cada día y de las frases inspiradoras de la jornada: los aforismos de la semana anterior habían sido de Martin Luther King, Gandhi, Salk, la Madre Teresa y Steve Jobs. Había anuncios de las visitas al campus de la jornada: una agencia de adopción de mascotas, un senador estatal, un congresista de Tennessee y el director de Médecins Sans Frontières. Mae descubrió, sintiendo una punzada de remordimiento, que aquella misma mañana se había perdido una visita de Muhammad Yunus, galardonado con un premio Nobel. Repasó lentamente los mensajes, uno por uno, en busca de cualquier cosa que fuera razonable esperar que ella contestara en persona. Había encuestas, cincuenta por lo menos, que les pedían a los circulistas sus opiniones sobre diversas políticas de empresa y sobre las fechas óptimas para encuentros venideros, grupos de interés, celebraciones y períodos de vacaciones. Había docenas de clubes que solicitaban miembros y mandaban aviso de todas sus reuniones: había grupos de propietarios de gatos —al menos diez—, unos cuantos de conejos y seis de reptiles, cuatro de los cuales dejaban bien claro que eran solo para propietarios de serpientes. Lo que más abundaba eran los grupos de dueños de perros. Mae contó veintidós, pero estaba segura de que había más. Uno de los grupos, dedicado a dueños de perros muy pequeños, Perritos de la Suerte, quería saber cuánta gente se apuntaría a un club de fines de semana para dar paseos, hacer excursiones y prestar apoyo; Mae no hizo caso de aquel. Luego, dándose cuenta de que no hacerle caso únicamente provocaría que le llegara un segundo mensaje más apremiante, escribió una respuesta en la que explicaba que no tenía perro. Alguien le pedía que firmara una petición a favor de más opciones veganas en el almuerzo; ella la firmó. Había nueve mensajes de diversos grupos de trabajo internos de la empresa, que le pedían que se uniera a sus subCírculos para obtener actualizaciones más específicas y compartir información. De momento se apuntó a los grupos dedicados al ganchillo, al fútbol y a Hitchcock.

Parecía haber un centenar de grupos para gente con hijos: padres y madres primerizos, gente divorciada con hijos, gente con hijos autistas, con hijos adoptados de Guatemala, con hijos adoptados de Etiopía y con hijos adoptados de Rusia. Había siete grupos de improvisación cómica, nueve grupos de natación (el miércoles anterior había tenido lugar un encuentro interno de la empresa en el que habían participado centenares de nadadores, y ahora un centenar de los mensajes trataban de aquella competición: de quién había ganado, de cierto fallo técnico relacionado con los resultados y del hecho de que iba a haber un mediador en el campus para resolver cualquier cuestión o disputa que quedara). Había visitas, por lo menos diez al día, de empresas que presentaban al Círculo productos nuevos e innovadores. Coches nuevos que ahorraban combustible. Nuevas zapatillas deportivas de comercio justo. Nuevas raquetas de tenis de fabricación local. Había reuniones de todos los departamentos imaginables: I+D, búsqueda, redes sociales, promoción, comunidades profesionales, asuntos filantrópicos y venta de publicidad; con un vuelco del corazón, Mae vio que se había perdido una reunión considerada «básicamente obligatoria» para todos los recién llegados. Había tenido lugar el jueves pasado. ¿Por qué no se lo había dicho nadie? «Menuda idiota —se contestó a sí misma—. Sí que te lo dijeron. Por aquí.»

—Mierda —dijo.

A las diez de la noche ya había leído todos los mensajes y alertas internos de la empresa, de modo que pasó a su cuenta de OuterCircle. Llevaba seis días sin visitarla y se encontró 118 avisos solo del día en curso. Decidió leerlos todos, empezando por los más recientes y yendo hacia atrás. Entre los recientes había uno de una amiga suya de la universidad, que había colgado un mensaje diciendo que tenía una gripe estomacal; al mensaje le seguía un largo hilo de comentarios, de amigos que le sugerían remedios, algunos que se compadecían de ella y otros que colgaban fotos destinadas a animarla. Mae puso «Me gusta» a dos de las fotos y a tres de los comentarios, a continuación le posteó un comentario deseándole una pronta recuperación y el link a una canción, «Puking Sally», que había encontrado. Aquello generó un nuevo hilo de comentarios, 54 en concreto, sobre la canción y la banda que la había compuesto. Uno de los amigos que comentaban dijo que conocía al bajista de la banda y lo añadió a la conversación. El bajista en cuestión, Damien Ghilotti, ahora vivía en Nueva Zelanda y trabajaba de ingeniero de estudio, pero aseguró que le alegraba saber que «Puking Sally» todavía ayudaba a las víctimas de la gripe estomacal. Su comentario emocionó a todos los presentes y aparecieron 129 comentarios más; todo el mundo estaba emocionado de tener noticias del bajista de la banda en persona, y en los últimos comentarios a Damien Ghilotti lo invitaban a tocar en una boda si le apetecía, o bien a visitar Boulder, o Bath, o Gainesville, o Saint Charles, Illinois, si en algún momento estaba de paso por allí, y siempre tendría una casa donde alojarse y una comida caliente. Cuando apareció en la conversación Saint Charles, alguien preguntó si alguno de los presentes tenía noticias de Tim Jenkins, que estaba combatiendo en Afganistán; habían visto una mención a un chaval de Illinois que había muerto abatido a tiros por un rebelde afgano disfrazado de agente de policía. Al cabo de sesenta mensajes más, los comentaristas ya habían esclarecido que el muerto era un Tim Jenkins distinto, este de Rantoul, Illinois, no de Saint Charles. Hubo muestras generalizadas de alivio, pero pronto el hilo dio paso a un debate a muchas bandas sobre la eficacia de la guerra y de la política exterior estadounidense en general, sobre si ganamos o perdimos en Vietnam, o en Grenada, o hasta en la Primera Guerra Mundial, y sobre la capacidad de los afganos para gobernarse a ellos mismos, y sobre el tráfico de opio que financiaba a los rebeldes, y sobre la posibilidad de que se legalizara cualquier droga ilegal en América y Europa. Alguien mencionó la utilidad de la marihuana para aliviar el glaucoma, y otra persona mencionó que también era útil para la esclerosis múltiple, y a continuación se produjo una conversación frenética entre tres personas que tenían en su familia a un enfermo de esclerosis múltiple; fue entonces cuando Mae, sintiendo una oscuridad que le desplegaba las alas por dentro, se desconectó.

Mae ya no conseguía mantener los ojos abiertos. Aunque solo había repasado tres días de su agenda social atrasada, apagó el ordenador y se dirigió al aparcamiento.

El flujo de consultas del martes por la mañana fue más llevadero que el del lunes, pero la actividad de su tercera pantalla la mantuvo pegada a la silla durante las tres primeras horas del día. Antes de que apareciera la tercera pantalla, siempre había tenido algún remanso de paz, aunque fuera de diez o doce segundos, entre el momento de responder a una consulta y el momento de saber si su respuesta había sido satisfactoria o no. Mae solía usar aquel tiempo para memorizar las respuestas genéricas, redactar algún cuestionario complementario o consultar su teléfono de vez en cuando. Ahora, sin embargo, aquello se estaba volviendo difícil. Cada pocos minutos, la tercera pantalla le soltaba cuarenta mensajes nuevos de InnerCircle y unos quince de OuterCircle y de Zing, y Mae se veía obligada a dedicar hasta el último instante de inactividad a ojearlos rápidamente, asegurarse de que no hubiera nada que exigiera su atención inmediata y regresar a su pantalla principal.

Al final de la mañana, el flujo ya era razonable, y hasta estimulante. Pasaban tantas cosas en aquella empresa, y había en ella tanta humanidad y buenos sentimientos, y era un ambiente pionero en tantos sentidos, que ella sabía que estaba mejorando como persona por el mero hecho de estar en compañía de los circulistas. Era como una tienda de alimentación ecológica bien llevada: por el mero hecho de comprar allí, ya sabías que eras una persona más sana; no podías elegir nada malo, porque las cosas malas ya habían sido vetadas. Pues lo mismo pasaba en el Círculo: sus miembros ya habían sido seleccionados, y por tanto su reserva genética era extraordinaria y su reunión de mentes fenomenal. Era un lugar donde todo el mundo se esforzaba, de forma constante y apasionada, para mejorarse a uno mismo y a los demás, para compartir el propio conocimiento y diseminarlo por el mundo.

A la hora del almuerzo, sin embargo, ya estaba hecha polvo, y se moría de ganas por pasar una hora sentada en el césped, con la corteza cerebral extirpada y en compañía de Annie, que había insistido en ello.

A las 11.50 apareció un mensaje de Dan en la segunda pantalla: «¿Tienes unos minutos?».

Avisó a Annie de que tal vez llegaría tarde, y al llegar al despacho de Dan se lo encontró apoyado en la jamba de la puerta. Él le dedicó una sonrisa amable al verla, pero tenía una ceja enarcada, como si hubiera algo en ella que lo desconcertara, algo que no fuera capaz de identificar. Dan señaló el interior de la oficina con el brazo y ella pasó en silencio a su lado. Él cerró la puerta.

—Siéntate, Mae. Doy por sentado que conoces a Alistair.

Ella no había visto al hombre que estaba sentado en el rincón, pero ahora que lo veía, se dio cuenta de que no lo conocía. Era un tipo alto, de veintimuchos años, con un remolino estudiado de pelo castaño ceniciento. Estaba reclinado en diagonal en una silla redondeada, con el cuerpo delgado muy rígido, como si fuera un tablón. No se puso de pie para presentarse, de manera que Mae le ofreció la mano.

—Encantada de conocerte —dijo ella.

Alistair soltó un suspiro enorme de resignación y le dio la mano como si estuviera a punto de tocar algo podrido que la corriente del mar hubiera arrastrado a la orilla.

A Mae se le secó la boca. Algo iba muy mal.

Dan se sentó.

—Bueno, espero que podamos arreglar esto lo antes posible —dijo—. ¿Quieres empezar tú, Mae?

Los dos hombres se la quedaron mirando. Dan la miraba fijamente, mientras que la mirada de Alistair transmitía dolor pero también expectación. Mae no tenía ni idea de qué decir ni de qué estaba pasando. A medida que el silencio se prolongaba y se volvía más incómodo, Alistair se puso a parpadear con furia, intentando refrenar las lágrimas.

—No me lo puedo creer —consiguió decir.

Dan se volvió hacia él.

—Alistair, venga. Ya sabemos que estás dolido, pero no perdamos la perspectiva. —Dan se giró hacia Mae—. Voy a señalar lo obvio. Mae, estamos hablando del almuerzo portugués de Alistair.

Dan dejó que las palabras flotaran en el aire, esperando que Mae saltara a responderlas, pero Mae no tenía ni idea de qué querían decir aquellas palabras: ¿el almuerzo portugués de Alistair? ¿Acaso podía decir que no tenía ni idea de a qué se refería aquello? Ella sabía que no. Había llegado tarde al canal de noticias. Debía de tener algo que ver con aquello.

—Lo siento —dijo ella.

Sabía que iba a tener que andar con pasos de plomo hasta averiguar de qué trataba todo aquello.

—Es un buen comienzo —dijo Dan—. ¿Verdad, Alistair?

Alistair se encogió de hombros.

Mae continuó avanzando a tientas. ¿Qué sabía ella? Que se había celebrado un almuerzo, eso estaba claro. Y estaba claro que ella no había asistido. El almuerzo lo había planeado Alistair y ahora estaba dolido. Eran todas suposiciones razonables.

—Me habría encantado ir —se aventuró a decir, y de inmediato vio ligeras señales de confirmación en las caras de ellos. Iba por el buen camino—. Pero no estaba segura de si… —Ahora se arriesgó—. No estaba segura de si sería bienvenida, como soy nueva…

Las caras de ellos se suavizaron. Mae sonrió, consciente de haber pulsado la tecla adecuada. Dan negó con la cabeza, contento de ver confirmada su sospecha: que Mae no era una persona intrínsecamente mala. Se levantó de su silla, dio la vuelta a su mesa y se apoyó en ella.

—Mae, ¿acaso no te hemos hecho sentir bienvenida? —le preguntó.

—¡Oh, sí! Ya lo creo. Pero yo no formo parte del equipo de Alistair, y tampoco estaba segura de cuáles eran las normas, ya sabes, sobre el hecho de que la gente de mi equipo asistiera a los almuerzos de miembros más veteranos de otros equipos.

Dan asintió con la cabeza.

—¿Lo ves, Alistair? Ya te dije que había una explicación sencilla.

Alistair puso la espalda recta en su asiento, como si se preparara para volver a intervenir.

—Pues claro que eres bienvenida —dijo, dándole a Mae una palmadita juguetona en la rodilla—. Aunque pases un poco de todo.

—A ver, Alistair…

—Lo siento —dijo él, y respiró hondo—. Ya lo tengo bajo control. Estoy muy contento.

Hubo unas cuantas disculpas más, seguidas de bromas sobre los sobreentendidos y los malentendidos, y sobre la comunicación y el flujo y las equivocaciones y el orden del universo, y por fin llegó el momento de dejarlo correr todo. Se pusieron de pie.

—Démonos un abrazo —dijo Dan.

Y lo hicieron, formando una estrecha melé de comunión renacida.

Para cuando Mae regresó a su despacho, la estaba esperando un mensaje.

«Gracias otra vez por venir hoy a vernos a Alistair y a mí. Creo que ha sido muy productivo y útil. Recursos Humanos está al corriente de la situación, y para cerrarla siempre les gusta que emitamos una declaración conjunta. De manera que he escrito esto. Si te parece bien, simplemente lo firmas en la pantalla y me lo devuelves.»

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Día: Lunes 11 de junio

Participantes: Mae Holland, Alistair Knight

Historia: Alistair, del Equipo Nueve del Renacimiento, celebró un almuerzo para todos los empleados que habían manifestado interés en Portugal. Mandó tres avisos sobre el evento y Mae, del Equipo Seis del Renacimiento, no contestó a ninguno de ellos. Alistair se preocupó por que no le llegara confirmación ni comunicación de ninguna clase de Mae. Cuando se celebró el almuerzo, Mae no asistió, y Alistair se quedó comprensiblemente disgustado por el hecho de que ella no hubiera respondido a las repetidas invitaciones y luego no hubiera venido. Era un caso típico de falta de participación.

Hoy se ha celebrado una reunión entre Dan, Alistair y Mae, durante la cual Mae ha explicado que no estaba segura de si era bienvenida en un evento de tales características, debido a que lo estaba organizando un miembro de un equipo distinto, y además ella estaba en su segunda semana de vida en la empresa. Lamenta mucho haber causado preocupación y aflicción emocional a Alistair, por no mencionar el hecho de poner en jaque la delicada ecología del Renacimiento. Ahora todo está resuelto y Alistair y Mae son grandes amigos y se sienten rejuvenecidos. Todo el mundo está de acuerdo en que se ha garantizado y propiciado un borrón y cuenta nueva.

Bajo la declaración había una línea para que Mae firmara, y ella usó la uña para firmar con su nombre sobre la pantalla. Envió el documento y recibió el agradecimiento instantáneo de Dan.

«Maravilloso —escribió él—. Está claro que Alistair es un poco sensible, pero es solo porque está tremendamente comprometido con el Círculo. Igual que tú, ¿verdad? Gracias por cooperar tan bien. Has estado maravillosa. ¡Avante toda!»

Mae llegó tarde, confiando en que Annie todavía la estuviera esperando. Hacía un día cálido y despejado, y Mae encontró a Annie en el césped, tecleando en su tablet con una barra de cereales colgando de la boca. Levantó la vista hacia Mae con los ojos entornados.

—Eh. Qué tardona.

—Lo siento.

—¿Cómo estás?

Mae hizo una mueca.

—Ya sé. Ya sé. Lo he seguido todo —dijo Annie, masticando de forma extravagante.

—Para de comer así. Cierra la boca. ¿Lo has seguido?

—Estaba escuchando mientras trabajaba. Me lo han pedido. Y he oído cosas mucho peores. A todo el mundo le pasan varias de estas cuando está empezando. Come deprisa, por cierto. Te quiero enseñar una cosa.

A Mae la invadieron dos sensaciones una detrás de la otra. Primero, una profunda incomodidad porque Annie hubiera estado escuchando sin saberlo ella, y luego una oleada de alivio al saber que su amiga había estado con ella, aunque fuera de lejos, y le confirmara ahora que iba a sobrevivir.

—¿A ti? —le preguntó.

—A mí ¿qué?

—Si a ti te llamaron la atención de esa manera. Todavía estoy temblando.

—Pues claro. Quizá una vez al mes. Todavía me la llaman. Mastica deprisa.

Mae comió tan deprisa como pudo, mirando una partida de cróquet que se estaba jugando en el césped. Daba la impresión de que los jugadores se habían inventado sus propias reglas. Mae se terminó el almuerzo.

—Venga, de pie —dijo Annie, y pusieron rumbo a TomorrowTown—. ¿Qué? A tu cara todavía le sobresale una pregunta.

—Pero ¿tú fuiste al almuerzo portugués?

Annie soltó un soplido de burla.

—¿Yo? No, ¿por qué iba a ir? No estaba invitada.

—Pero ¿por qué lo estaba yo? No me apunté. No soy ninguna forofa chiflada de Portugal.

—Pero está en tu perfil, ¿no? ¿Tú no fuiste una vez a Portugal?

—Sí, pero no lo mencioné para nada en mi perfil. He estado en Lisboa, pero ya está. Y hace cinco años.

Se acercaron al edificio de TomorrowTown, cuya fachada era un muro de hierro repujado de aspecto vagamente turco. Annie pasó su acreditación frente a un panel de la pared y la puerta se abrió.

—¿Hiciste fotos? —preguntó Annie.

—¿En Lisboa? Claro.

—¿Y las tenías en el portátil?

Mae lo tuvo que pensar un segundo.

—Supongo.

—Pues debe de haber sido eso. Si las tenías en el portátil ahora están en la nube, y la gente escanea la nube en busca de esa clase de información. No te hace falta ir por ahí apuntándote a grupos de gente interesada en Portugal ni nada parecido. Cuando Alistair quiso montar su almuerzo, lo más seguro es que se limitara a hacer una búsqueda de todo el mundo del campus que había visitado el país, había hecho fotos o lo había mencionado en un correo electrónico o lo que sea. Así recibe automáticamente una lista y manda sus invitaciones. Eso le ahorra un centenar de horas de coñazo. Por aquí.

Se detuvieron ante un pasillo largo. Annie tenía los ojos iluminados con aire travieso.

—Vale. ¿Quieres ver algo surrealista?

—Todavía estoy flipando.

—No lo estés. Entra aquí.

Annie abrió una puerta que daba a una sala preciosa, a medio camino entre un bufet, un museo y una feria comercial.

—¿No es una locura?

La sala le resultaba vagamente familiar. Mae había visto algo parecido por la tele.

—Es como uno de esos sitios donde van los famosos a que les den obsequios, ¿verdad?

Mae examinó la sala. Había productos desplegados por docenas de mesas y tarimas. Aquí, sin embargo, en vez de haber joyas y zapatos de salón, había zapatillas deportivas y cepillos de dientes y una docena de clases de patatas fritas y bebidas y barritas energéticas.

Mae se rio.

—Sospecho que esto es gratis.

—Para ti, para la gente muy importante como tú y yo, sí.

—Dios bendito. ¿Todo?

—Pues sí, esta es la sala de muestras gratuitas. Siempre está llena, y son cosas que necesitan ser usadas de una forma u otra. Lo que hacemos es invitar a una serie rotatoria de grupos: a veces programadores, a veces gente de EdC como tú. Un grupo distinto cada día.

—¿Y uno coge lo que le da la gana?

—Bueno, hay que pasar tu acreditación por todo lo que cojas para que se sepa qué ha cogido cada cual. Si no, puede venir algún idiota y llevarse la sala entera.

—Yo todavía no he visto nada de todo esto.

—¿A la venta? No, nada de todo esto ha salido a la venta. Son prototipos y tiradas de prueba.

—¿Estos son Levi’s de verdad?

Mae tenía en la mano unos vaqueros preciosos, que estaba segura de que todavía no existían en el mundo.

—Puede que les falten unos meses para salir al mercado, puede que un año. ¿Los quieres? Los puedes pedir en una talla distinta.

—¿Y me los puedo poner?

—¿Qué quieres hacer, limpiarte el culo con ellos? Sí, quieren que te los pongas. ¡Eres una persona influyente que trabaja en el Círculo! Eres una líder de estilo, anticipas tendencias, todo eso.

—Pues son de mi talla.

—Bien. Llévate dos. ¿Tienes una bolsa?

Annie cogió una bolsa de tela con el logotipo del Círculo y se la dio a Mae, que estaba pululando junto a un expositor de fundas y accesorios nuevos de telefonía. Cogió una funda preciosa de teléfono que era recia como la piedra pero tenía una superficie lisa como la gamuza.

—Mierda —dijo Mae—. No me he traído el teléfono.

—¿Cómo? ¿Dónde está? —preguntó Annie, escandalizada.

—Supongo que en mi mesa.

—Mae, eres increíble. Eres supercentrada y sensata pero de pronto tienes unas lagunas extrañas de zumbada. ¿Has salido a comer sin el teléfono?

—Lo siento.

—No. Es lo que me encanta de ti. Eres parte humana y parte arcoíris. ¿Qué? No te enfades.

—Es que hoy me están pasando muchas cosas.

—No seguirás preocupada, ¿verdad?

—¿A ti te parece que no va a pasar nada con esa reunión con Dan y Alistair?

—Nada de nada.

—¿Solo es un tipo sensible?

Annie puso los ojos en blanco.

—¿Alistair? Hasta el delirio. Pero es un programador genial. Es una máquina. Se tardaría un año en encontrar y formar a alguien para que hiciera lo que hace él. Sí, nos toca tratar mucho con locos. Por aquí hay bastantes chiflados. Chiflados emocionalmente necesitados. Y está la gente como Dan, que les sigue la corriente. Pero no te preocupes. No creo que vayáis a coincidir mucho, por lo menos con Alistair.

Annie miró la hora. Se tenía que marchar.

—Tú te quedas hasta que tengas esa bolsa llena —le dijo—. Te veo luego.

Mae se quedó y se llenó la bolsa de vaqueros, comida, zapatillas, unas cuantas fundas nuevas para el teléfono y un sujetador deportivo. Abandonó la sala, sintiéndose como una ladrona, pero no se encontró con nadie a la salida. Cuando volvió a su mesa, había once mensajes de Annie.

Leyó el primero: «Eh, Mae, me doy cuenta de que no debería haber hablado mal de Dan y de Alistair. Ha sido un poco feo. Muy poco propio del Círculo. Haz como que no he dicho nada».

El segundo: «¿Has recibido mi último mensaje?».

El tercero: «Me estoy poniendo un poco paranoica. ¿Por qué no me contestas?».

Cuarto: «Te acabo de mandar un SMS y te he llamado. ¿Te has muerto? Mierda. Te has olvidado el teléfono. Das pena».

Quinto: «Si te ha ofendido lo que te he dicho de Dan, no me hagas el vacío. Te he dicho que lo sentía. Escríbeme».

Sexto: «¿Estás recibiendo estos mensajes? Esto es muy importante. ¡Llámame!».

Séptimo: «Si le cuentas a Dan lo que te he dicho, eres una zorra. ¿Desde cuándo nos chivamos la una de la otra?».

Octavo: «Me doy cuenta de que debes de estar reunida. ¿Sí?».

Noveno: «Ya hace 25 minutos. ¿Qué PASA?».

Décimo: «Solo quiero asegurarme de que has vuelto a tu mesa. Llámame ahora mismo o tú y yo hemos acabado. Pensaba que éramos amigas».

Undécimo: «¿Hola?».

Mae la llamó.

—¿Qué coño pasa, mema?

—¿Dónde estabas?

—Pero si te he visto hace veinte minutos. He acabado en la sala de muestras, he ido al lavabo y acabo de llegar.

—¿Te has chivado de mí?

—¿Si he hecho qué?

—¿Te has chivado de mí?

—Annie, ¿qué coño dices?

—Dímelo.

—No, no me he chivado de ti. ¿A quién?

—¿Qué le has dicho?

—¿A quién?

—A Dan.

—No lo he visto.

—¿Y no le has mandado un mensaje?

—No. Annie, mierda.

—¿Lo prometes?

—Sí.

Annie suspiró.

—Vale. Mierda. Lo siento. Le he mandado un mensaje y lo he llamado y no me ha contestado. Y luego no me has contestado tú, y mi cerebro se ha puesto a atar cabos de forma extraña.

—Hostia, Annie.

—Lo siento.

—Creo que estás demasiado estresada.

—No, estoy bien.

—Déjame que te invite a unas copas esta noche.

—No, gracias.

—¿Por favor?

—No puedo. Esta semana tenemos demasiado que hacer. Estoy intentando lidiar con esta cagada múltiple en Washington.

—¿Washington? ¿Qué ha pasado?

—Es una historia muy larga. La verdad es que no puedo hablar del tema.

—Pero ¿eres tú quien tiene que resolverlo? ¿Todo lo de Washington?

—Me pasan algunos de los líos con el gobierno porque, no sé, porque creen que mis hoyuelos me van a ayudar. Tal vez sea cierto. No lo sé. Solo sé que me gustaría ser cinco en vez de una.

—Se te ve fatal, Annie. Tómate la noche libre.

—No, no. Estaré bien. Solo tengo que contestar las preguntas de un subcomité. Irá bien. Pero me tengo que ir. Un beso.

Y colgó.

Mae llamó a Francis.

—Annie no quiere salir conmigo. ¿Tú quieres? ¿Esta noche?

—¿Salir-salir? Esta noche toca aquí una banda. Los Creamers, ¿los conoces? Tocan en la Colonia. Es un concierto benéfico.

Mae dijo que sí, que le parecía bien, pero cuando llegó el momento, no tuvo ganas de ver tocar en la Colonia a una banda llamada los Creamers. Engatusó a Francis para que cogieran el coche de ella y se fueron a San Francisco.

—¿Sabes adónde vamos? —le preguntó él.

—Pues no. Pero ¿qué haces?

Él estaba tecleando furiosamente en su teléfono.

—Estoy avisando a todo el mundo de que no voy.

—¿Has acabado?

—Sí.

Él dejó su teléfono.

—Bien. Bebamos primero.

De manera que aparcaron en el centro y encontraron un restaurante con un aspecto tan terrible, con fotos descoloridas y nada apetecibles de la comida pegadas sin orden ni concierto con cinta adhesiva a las ventanas, que supusieron que debía de ser barato. Estaban en lo cierto, de manera que comieron curry y bebieron Singha, sentados en unas sillas de bambú que chirriaban y apenas conseguían permanecer erguidas. Hacia el final de su primera cerveza, Mae decidió que se tomaría otra rápidamente y que poco después de cenar besaría a Francis en la calle.

Terminaron de cenar y lo hizo.

—Gracias —dijo él.

—¿Me acabas de dar las gracias?

—Me acabas de ahorrar un montón de conflictos internos. Yo nunca soy el que da el primer paso. Pero normalmente las mujeres tardan semanas en darse cuenta de que van a tener que tomar la iniciativa ellas.

Mae volvió a tener la sensación de estar siendo aporreada con información que complicaba sus sentimientos hacia Francis, que unas veces parecía encantador y otras completamente extraño y carente de filtros.

Aun así, como estaba en la cresta de una ola de cerveza Singha, se lo llevó cogido de la mano de regreso al coche, donde se besaron más mientras permanecían aparcados en un cruce de calles muy transitado. Un hombre sin techo los estuvo observando como los observaría un antropólogo, desde la acera, imitando el gesto de tomar notas.

—Vámonos —dijo ella, y salieron del coche y deambularon por la ciudad, encontrando una tienda de recuerdos japonesa abierta, y al lado mismo, también abierta, una galería llena de pinturas hiperrealistas de caderas humanas gigantes.

—Pinturas enormes de traseros enormes —señaló Francis mientras encontraban un banco donde sentarse en un callejón convertido en peatonal, bajo unas farolas que le daban un aire de luz azul de luna—. Eso sí que era arte de verdad. No me puedo creer que todavía no hayan vendido nada.

Mae le volvió a besar. Era lo que le apetecía hacer, y como sabía que Francis no iba a llevar a cabo ninguna maniobra agresiva, se sentía cómoda, besándolo más y sabiendo que sería una noche de besos y nada más. Se volcó en los besos, haciendo que transmitieran lujuria, amistad y la posibilidad del amor, y lo besó pensando en su cara, preguntándose si tendría los ojos abiertos, si le importaban los transeúntes que chasqueaban la lengua o que los abucheaban pero aun así pasaban a su lado.

En los días siguientes, Mae supo que tal vez fuera cierto, que tal vez el sol fuera su halo, que tal vez las hojas existieran para maravillarse de cada uno de los pasos de ella, para animarla y felicitarla por lo de aquel tal Francis y por lo que ambos habían hecho. Habían celebrado su juventud reverberante, su libertad, sus bocas húmedas, y lo habían hecho en público, incentivados por el hecho de que, por muchas penurias que hubieran pasado o fueran a pasar, estaban trabajando en el centro del mundo y tratando por todos los medios de mejorarlo. Tenían razones para sentirse bien. Mae se preguntó si estaba enamorada. No, sabía que no estaba enamorada, pero le daba la sensación de que por lo menos estaba a medio camino. Aquella semana, ella y Francis almorzaron juntos varias veces, aunque fuera brevemente, y después de comer, encontraban un sitio en el que pegarse el uno al otro y besarse. Una vez lo hicieron bajo una salida de incendios situada detrás del Paleozoico. Otra vez fue en el Imperio Romano, detrás de las pistas de pádel. A ella le encantaba el sabor de él, siempre limpio, simple como el agua con limón, y el hecho de que se quitaba las gafas y parecía un poco perdido y luego cerraba los ojos y estaba casi hermoso, con una cara tan lisa y carente de complicaciones como la de un niño. Tenerlo cerca les otorgaba una nueva chispa a los días. Todo era asombroso. Era asombroso estar sentados en el Renacimiento, tal como estaban ahora, esperando en el Gran Salón a que empezara el Viernes de los Sueños.

—Presta atención —le dijo Francis—. De verdad creo que te va a gustar.

Francis no le quiso contar a Mae cuál era el tema de la charla sobre innovación de aquel viernes. Al parecer el orador, Gus Khazeni, había formado parte del proyecto de seguridad infantil de Francis antes de desligarse para dirigir una unidad nueva. Hoy sería su primer anuncio público de sus descubrimientos y nuevos planes.

Mae y Francis estaban sentados en las primeras filas, por petición de Gus. Quería ver algunas caras amigas mientras hablaba por primera vez en el Gran Salón, dijo Francis. Mae se giró para escrutar la multitud y vio a Dan unas cuantas filas más atrás, y también a Renata y Sabine, sentadas juntas y concentradas en una tablet que tenían en medio de ambas.

Eamon Bailey subió a la tarima entre cálidos aplausos.

—Bueno, hoy tenemos algo especial para vosotros —dijo—. La mayoría conocéis a nuestra joya y hombre orquesta local, Gus Khazeni. Y la mayoría sabéis que hace un tiempo tuvo una inspiración y nosotros le pedimos que la siguiera. Hoy os va a hacer una pequeña presentación y creo que os va a encantar.

Y, diciendo esto, le cedió el escenario a Gus, que tenía esa extraña combinación de apostura prodigiosa y conducta tímida de mosquita muerta. O por lo menos esa fue la impresión que dio al cruzar dando pasitos el escenario como si fuera de puntillas.

—Muy bien, si sois como yo, si sois solteros y patéticos y os pasáis la vida entera decepcionando a vuestros padres y abuelos persas, que os consideran unos fracasados porque a estas alturas todavía no tenéis pareja reproductiva e hijos porque sois patéticos…

Risas del público.

—¿He usado dos veces la palabra «patéticos»? —Más risas—. Si mi familia hubiese estado aquí, la palabra habría salido muchas más veces.

»Muy bien —continuó Gus—, pero digamos que queréis complacer a vuestra familia, y quizá también a vosotros mismos, encontrando una pareja reproductiva. ¿Hay alguien aquí a quien le interese encontrar una?

Se levantaron unas cuantas manos.

—Venga ya. Mentirosos. Resulta que sé que el sesenta y siete por ciento de esta empresa son solteros. O sea que os hablo a vosotros. El treinta y tres por ciento restante se puede ir a hacer gárgaras.

Mae soltó una risotada. La interpretación de Gus era perfecta. Se inclinó hacia Francis.

—Me encanta este tipo.

El tipo continuó:

—Tal vez hayáis probado en otras páginas de contactos. Y digamos que habéis encontrado pareja, que todo ha ido bien y os encamináis a un encuentro. Todo está bien, la familia está feliz y hasta acarician brevemente la idea de que no eres un total desperdicio de su ADN.

»Pero, bueno, en cuanto le pedís a alguien si quiere salir con vosotros, estáis jodidos, ¿verdad? Bueno, precisamente jodidos no. Lo que estáis es célibes, pero queréis dejar de estarlo. De manera que os pasáis el resto de la semana agobiados intentando decidir adónde vais a llevar a vuestra pareja: ¿a cenar, a un concierto, al museo de cera? ¿A alguna clase de mazmorra? No tenéis ni idea. Como os equivoquéis, quedáis de idiotas. Ya sabéis que tenéis una amplia gama de gustos, de cosas que os gustan, y probablemente vuestra pareja también, pero la primera opción es demasiado importante. Necesitáis ayuda para transmitir el mensaje adecuado: y ese mensaje es que sois sensibles, intuitivos y decididos, que tenéis buen gusto y sois perfectos.

El público estaba riendo; no había parado de reír. Ahora la pantalla que Gus tenía detrás mostraba una parrilla de iconos, cada uno de ellos con información claramente indicada debajo. Mae pudo distinguir lo que parecían símbolos de restaurantes, de películas, música, compras, actividades al aire libre y playas.

—Muy bien —continuó Gus—. Pues echadle un vistazo a esto y acordaos de que no es más que una versión beta. Esto se llama LuvLuv. Vale, puede que el nombre sea una mierda. En realidad sé que es una mierda y estamos trabajando en ello. Pero es así como funciona. Cuando has encontrado a alguien y sabes su nombre, has hecho contacto y tienes una cita planeada… entonces es cuando entra LuvLuv. Tal vez ya hayáis memorizado su perfil de la página de contactos, su página personal y todos sus mensajes. Pero este LuvLuv os dan una información completamente distinta. Así pues, introducís el nombre de la persona con la que vais a salir. Es el principio. Entonces LuvLuv registra internet usando un motor de búsqueda muy potente y preciso para asegurarse de que no hagas un ridículo espantoso y puedas encontrar el amor y producir nietos para tu yaya, que se teme que puedas ser estéril.

—¡Eres la bomba, Gus! —gritó una voz femenina desde el público.

—¡Gracias! ¿Quieres salir conmigo? —dijo, y esperó respuesta. Como la mujer guardó silencio, él dijo—: ¿Veis? Es por eso que necesito ayuda. Ahora, para probar el software, creo que necesitamos a una persona de carne y hueso que quiera averiguar más sobre un potencial candidato romántico de carne y hueso. ¿Alguien se presta voluntario?

Gus escrutó al público, poniéndose teatralmente una mano a modo de visera.

—¿Nadie? Un momento. Veo una mano en alto.

Para espanto y horror de Mae, Gus estaba mirando en dirección a ella. Para ser más exactos, estaba mirando a Francis, que tenía la mano en alto. Antes de que ella pudiera decirle algo, Francis ya se había levantado de su asiento y se encaminaba al escenario.

—¡Dediquémosle a este valiente voluntario una ronda de aplausos! —dijo Gus, y Francis subió correteando los escalones y se vio envuelto en la cálida luz de los focos, junto a Gus.

Llevaba sin mirar a Mae desde que se había marchado de su lado.

—¿Cómo se llama usted, señor?

—Francis Garaventa.

A Mae le vinieron ganas de vomitar. ¿Qué estaba pasando? Esto no es real, se dijo a sí misma. ¿De verdad iba a hablar de ella sobre el escenario? No, se aseguró a sí misma. Solo está ayudando a un amigo, y van a hacer su demostración usando nombres falsos.

—A ver, Francis —continuó Gus—. ¿Debo suponer que tienes a alguien con quien te gustaría salir?

—Sí, Gus, es correcto.

Mae, mareada y aterrada, no pudo evitar sin embargo darse cuenta de que, en el escenario, Francis se había transformado, igual que le había pasado a Gus. Estaba siguiendo el guión, sonriendo de oreja a oreja, haciéndose el tímido pero con gran seguridad en sí mismo.

—¿Y esa persona existe de verdad? —preguntó Gus.

—Claro —dijo Francis—. Ya no salgo con personas imaginarias.

El público se rio jovialmente, y a Mae le dio un vuelco el corazón. «Oh, mierda —pensó—. Oh, mierda.»

—¿Y cómo se llama?

—Se llama Mae Holland —dijo Francis, y por primera vez la miró a ella.

Ella se estaba tapando la cara con las manos y mirando a hurtadillas por entre los dedos temblorosos. Con una inclinación apenas perceptible de la cabeza, él pareció darse por enterado de que Mae no estaba del todo cómoda con lo sucedido hasta entonces, pero nada más establecer contacto con ella, se volvió otra vez hacia Gus, sonriendo como un presentador de concurso.

—Muy bien —dijo Gus, y tecleó el nombre en su tablet—. Mae Holland.

En la ventana de búsqueda, su nombre apareció en letras de un metro de alto sobre la pantalla.

—Así que Francis quiere salir con Mae y no quiere hacer el ridículo. ¿Qué es lo primero que necesita saber? ¿Alguien lo sabe?

—¡Alergias!

—Vale, alergias. Lo puedo buscar.

Hizo clic en un icono que mostraba a un gato estornudando y automáticamente aparecieron debajo las siguientes líneas:

  • Alergia probable al gluten.
  • Alergia segura a los caballos.
  • Su madre tiene alergia a los frutos secos.
  • No hay más alergias probables.

—Vale. Hago clic en cualquier elemento de la lista para averiguar más. Probemos lo del gluten. —Gus hizo clic en la primera línea, revelando una lista descendente más compleja y densa de vínculos y bloques de texto—. Ahora, como podéis ver, LuvLuv ha buscado todo lo que Mae ha posteado en su vida. Ha cotejado esa información y ha analizado en busca de elementos relevantes. Tal vez Mae haya mencionado el gluten. Tal vez haya comprado productos sin gluten o los haya comentado en la red. Esto indicaría que probablemente sea alérgica al gluten.

Mae quería irse del auditorio, pero sabía que montaría una escena peor que si se quedaba.

—Miremos lo de los caballos —dijo Gus, e hizo clic en el siguiente punto de la lista—. Aquí podemos llevar a cabo una afirmación más categórica, porque el software ha encontrado tres ejemplos de mensajes posteados que dicen directamente, por ejemplo, «Tengo alergia a los caballos».

—¿Y esto te ayuda? —preguntó Gus.

—Pues sí —dijo Francis—. Estaba a punto de llevarla a unos establos a comer pan con levadura. —Le hizo una mueca al público—. ¡Menos mal!

El público se rio y Gus asintió con la cabeza, como diciendo «Menudo par estamos hechos».

—Muy bien —continuó Gus—. Ahora fijémonos que las menciones a la alergia a los caballos se remontan hasta 2010, y son nada menos que de Facebook. A todos los que pensasteis que fue una tontería pagar lo que pagamos por los archivos de Facebook, ¡mirad ahora! Vale, nada de alergias. Pero mirad esto, justo al lado. Esto es lo siguiente que yo tenía en mente: la comida. ¿Estabas pensando en llevarla a comer, Francis?

Francis contestó solícitamente.

—Pues sí, Gus.

Mae no reconocía a aquel hombre del escenario. ¿Adónde había ido Francis? Ella quería matar a esta versión de él.

—Muy bien, aquí es donde las cosas suelen ponerse feas e idiotas. No hay nada peor que esa típica partida de tenis: «¿Dónde quieres comer?», «Ah, a mí me da igual», «No, en serio. ¿Qué prefieres?», «A mí no me importa. ¿Y a ti?». Ya basta de… chorradas. LuvLuv te lo analiza todo. Todo lo que ella ha posteado, todas las veces que le ha gustado o no un restaurante, todas las veces que ha mencionado comida… Todo se ordena por importancia y se clasifica y así termino con una lista como esta.

Hizo clic en el icono de la comida, que reveló una serie de listas secundarias, con clasificaciones de tipos de comida, nombres de restaurantes y restaurantes ordenados por ciudades y por barrios. Las listas tenían una precisión asombrosa. En ellas hasta salía el sitio donde Francis y ella habían comido aquella misma semana.

—Ahora hago clic en el sitio que me gusta, y si ella pagó usando TruYou, sabré lo que pidió la última vez que comió allí. Haces clic aquí y ves los platos del día que habrá en esos restaurantes el viernes, que es el día de nuestra cita. Aquí está el tiempo medio de espera para tener mesa ese día. Se acabó la incertidumbre.

Gus continuó así durante la presentación entera, repasando las preferencias de Mae en materia de cine, en materia de sitios al aire libre para caminar y hacer footing, deportes favoritos y paisajes favoritos. La mayoría de las informaciones eran precisas, y mientras Gus y Francis se dedicaban a sobreactuar en el escenario, y el público se mostraba cada vez más impresionado por el software, Mae primero se escondió detrás de sus manos, después se hundió todo lo que pudo en su asiento, y por fin, cuando tuvo la sensación de que en cualquier momento le iban a pedir que subiera al escenario para confirmar el gran poder de aquella nueva herramienta, se escabulló de su asiento, cruzó el pasillo, salió por la puerta lateral del auditorio y se adentró en la luz blanca e insulsa de una tarde nublada.