26
GWEN MANDÓ A LOS CRIADOS al desván con instrucciones de que buscasen cualquier cosa que pudiese servir para alegrar una fiesta. Mientras estaban arriba, rebuscó en un dormitorio de invitados bastante descuidado que apenas usaban. Debajo de la cama encontró los fuegos artificiales y, en un armario, un montón de linternas de papel cubiertas de polvo. Una o dos estaban rotas, pero a las demás solo habría que quitarles el polvo con un plumero.
Abrió un antiguo baúl y se fijó en un paquete grande y plano que alguien había escondido al fondo. Lo sacó, lo dejó sobre la cama, desató los cordeles y echó a un lado el papel. Dentro había un precioso sari rojo, hecho de seda y bordado con hilos de plata y oro. Lo acercó a la luz y examinó el intrincado dibujo de pájaros y flores que decoraba unos de los bordes. Era el sari de Caroline, el que llevaba puesto en el retrato. Lo contempló durante un rato, pensando en Caroline y en Thomas, y se sorprendió cuando se le llenaron los ojos de lágrimas; pero, sin querer remover el pasado ni complicar el presente, volvió a envolverlo y lo dejó en su sitio.
Los criados bajaron unas tiras de banderolas del desván. Estaban bastante deslucidas, pero Gwen les dijo que las lavaran y las tendiesen para que se secaran. El jardinero trasplantó algunas de las flores que empezaban a brotar en los parterres de un lateral del jardín a las macetas de la terraza de atrás, y Naveena sacó varios cuencos de madera satinada, llenos de especias e incienso, para repartirlos por toda la casa.
Gwen se centró en la comida. Decidió no hacer nada ostentoso, sino servir los panes típicos ceilandeses: pan de flores, pan de arroz y coco, kiri roti y otros platos sencillos.
Una vez arregló todo lo relacionado con la casa, pensó en qué ponerse. Quería estar especialmente guapa para el regreso de Laurence, así que se decidió por un vestido del tono exacto de sus ojos: un bonito color violeta oscuro. Había comprado la seda en Colombo hacía tiempo y, tras enseñarle una foto de un vestido sacada de la revista Vogue al cingalés que hacía mucha de sus prendas, le había pedido que lo copiase. Aunque el vestido terminado aún no había llegado de Nuwara Eliya, esperaba que se lo enviasen a tiempo si no tenía ocasión de ir a recogerlo personalmente.
Gracias a los emocionantes preparativos, los días pasaron rápidamente, llenos de decisiones y cambios de última hora. Además, tuvo que ocuparse de una pequeña crisis y de una riña entre los criados. Naveena cuidaba de Hugh mientras Gwen supervisaba dónde colocar las flores y cuántas velas encender. Esperaba que la fiesta les levantase el ánimo a todos, incluido McGregor.
Cuando llegó el día, una nerviosa Gwen se encargó de los últimos retoques y de elegir la ropa que iba a ponerse Hugh para dar la bienvenida a su padre. Cuando lo acercó a la luz de la ventana e intentó cortarle el flequillo con las tijeras de coser, el niño apenas consiguió quedarse quieto.
—No te retuerzas —dijo— o te saltaré un ojo.
Hugh soltó una risita y se tapó un ojo.
Gwen rio. Nunca habían pasado tanto tiempo separados de Laurence y la excitación desbordante de Hugh resultaba contagiosa.
Por la tarde, solo una hora o dos antes de que empezase la fiesta, Naveena entró corriendo con una caja plana y alargada. Había llegado el vestido de Gwen. Abrió la caja, apartó el papel de seda blanco y contuvo la respiración mientras sacaba lentamente de la caja la preciosa creación de seda. Era perfecto. No era demasiado corto, y tenía una falda de vuelo y el cuerpo decorado con diminutas perlas de peltre. Se pondría el collar y los pendientes de perlas a juego. Por suerte, había pagado el vestido antes de que se produjesen sus pérdidas financieras, así que nadie podía acusarla de tirar el dinero. Se lo colocó frente al pecho y dio varias vueltas.
Naveena sonrió.
—Va estar preciosa, señora.
Gwen cuidó de Hugh mientras este jugaba con sus barquitos en la bañera. Cuando por fin consiguió convencerlo de que saliese, lo envolvió en una toalla grande y estrechó su cuerpo cálido contra el de ella; pero ya no era un bebé, y pronto se escabulló. Después de ponerle un trajecito de chaqueta blanco con el que parecía todo un caballero, se sentó frente al tocador, con el corazón acelerado.
A las seis en punto, justo cuando empezaba a cambiar la luz, Gwen terminó de vestirse y se roció el pelo recogido con su perfume favorito. Las banderolas estaban colgadas, las velas estaban encendidas, el ponche estaba preparado y la delicada fragancia de las ramitas de canela al quemarse perfumaba el aire. Cuando empezaron a llegar los invitados, el mayordomo los condujo hasta la terraza y la habitación exterior, a un lado de la casa.
No iba a ser una fiesta demasiado grande: solo estaban invitados los dueños de otras plantaciones y sus mujeres, algunos amigos de Verity y los colegas del Hill Club de Laurence, que habían venido de Nuwara Eliya. Para las siete, ya había llegado la mayoría. La gente se arremolinaba en grupitos desperdigados por toda la casa y los jardines, hasta la orilla del lago. Hugh pasaba entre los invitados ofreciendo anacardos tostados de un cuenco de plata y cautivando a todo el mundo con sus perfectos modales y su sonrisa beatífica. El único que faltaba era Laurence… y Verity, por supuesto. Consciente de que debían de haber llegado mucho antes de las seis, Gwen empezó a inquietarse.
Representó su papel de buena anfitriona, saludando a los invitados con inclinaciones de cabeza, animándolos a socializar, preguntándole a Florence por su salud y charlando con Pru. Pero a medida que pasaba el tiempo y dieron las ocho y luego las nueve, empezó a acelerársele el corazón y se le hizo un nudo en el estómago. Ya habían servido la comida, y seguían sin tener noticias de su marido y su cuñada. Empezó a darse cuenta de que quizá la velada fuese un terrible error y luchó con los sentimientos encontrados que la desgarraban: su deseo de ver a Laurence, su miedo ante lo que Verity pudiera haberle contado del incendio y de la muerte del hombre y su preocupación por si habría hecho lo correcto al organizar una fiesta.
Las carreteras eran traicioneras, sobre todo de noche, y Verity conducía demasiado rápido. Gwen empezó a preocuparse porque les hubiese ocurrido algo terrible. Tal vez estuviesen muertos en una cuneta después de haber sufrido un choque, o puede que el coche hubiese volcado en un barranco. Presa del pánico, se sentó y contempló el lago. El lago tenía algo de atemporal que aplacó su ansiedad, que aumentaba vertiginosamente. Y entonces, justo cuando empezaba a perder la esperanza de que llegasen aquella noche, oyó que un coche se acercaba a la parte delantera de la casa. Tenían que ser ellos. No esperaban más invitados.
Salió corriendo hacia la puerta principal, seguida de unos cuantos invitados, entre ellos el doctor Partridge, Pru y Florence.
—Ahí están —comentó Florence.
—Más vale tarde que nunca —dijo el médico.
Gwen no podía hablar. Cuando vio a Laurence bajarse del coche, las lágrimas le corrieron por las mejillas. Su marido miró a su alrededor, muy recto, y a Gwen se le paró el corazón. No se movió, y lo que debieron de ser unos pocos segundos le parecieron un siglo. Contuvo la respiración, mientras nadie decía nada. «Verity me habrá echado la culpa, se lo habrá contado todo, y Laurence nunca volverá a confiar en mí», pensó. Toda su vida pasó frente a sus ojos, cientos de recuerdos, miles de momentos. Buscó excusas, intentó pensar en alguna forma de justificar sus actos pero, a fin de cuentas, un hombre había muerto por su culpa.
Laurence dio unos pasos en torno al coche y se sintió tan insignificante que quiso girarse sobre los talones y salir corriendo o, aún mejor, que se la tragase la tierra. No podía soportar que Laurence pensase mal de ella. Se secó las lágrimas de las mejillas y lo miró como era debido. Su marido la observaba con dulzura y sus patas de gallo se acentuaron cuando una amplia sonrisa se extendió por su rostro. Gwen soltó el aliento y, en vez de salir huyendo, corrió hacia su marido. Laurence la abrazó, la levantó en el aire y le dio varias vueltas.
—Te he echado muchísimo de menos —le susurró al oído.
Gwen seguía sin poder hablar.
—Veo que me has organizado una pequeña fiesta de bienvenida —dijo, mientras la dejaba de nuevo en el suelo—. Tendré que ir a cambiarme. Ha sido un viaje agotador.
—No importa —dijo, y volvió a abrazarlo, a pesar de que tenía la camisa sucia y empapada en sudor—. Hay más invitados en la parte de atrás.
—Fantástico —dijo—. Cuantos más, mejor.
Verity, que esperaba al otro lado del coche, lo observó todo con rostro inexpresivo, pero Gwen dejó escapar un enorme suspiro de alivio. Todo iba a salir bien.
Aquella misma noche, cuando Laurence y Gwen se quedaron a solas, su marido le contó cómo le habían ido las cosas. Aunque las acciones mineras habían perdido todo su valor, había encontrado un socio dispuesto a invertir en la nueva plantación. Todavía no estaban fuera de peligro, y les esperaban tiempos difíciles, pero, siempre que hiciesen los cambios necesarios, saldrían adelante.
—No me dijiste lo grave que era la situación, ¿verdad? —le preguntó.
—No pude, Gwen. La verdad es que ni yo mismo lo sabía.
—Así que cuando me prometiste que nunca venderías la plantación…
Laurence le puso un dedo sobre los labios.
—Creí que habías dicho que iba a ser imposible encontrar un inversor, tal como están las cosas.
—Y era verdad, pero se trata de alguien a quien conoces bien.
Gwen enarcó las cejas.
—¿No será mi padre? No tiene tanto dinero; tendría que vender Owl Tree.
—No es tu padre.
Le acarició la mejilla sin afeitar con la palma de la mano, sintiendo la aspereza de su barba.
—Entonces ¿quién? Dímelo.
Laurence la miró con una sonrisa de oreja a oreja.
—Mi nueva socia es tu prima Fran.
Gwen hizo una mueca.
—No te creo. ¿Por qué iba a invertir Fran? No sabe nada del té. Si ni siquiera le gusta.
—Algún día obtendrá un buen rendimiento; pero lo hizo por ti, Gwen. Para que no perdiéramos la plantación. Solo va a invertir en la parte que acabo de comprar, no en la antigua plantación de mi familia; pero al financiar la nueva plantación, no tendré que vender esta y nuestra casa estará a salvo.
Gwen sintió un alivio casi abrumador.
—¿Le pediste ayuda a Fran?
—No. Quedamos para almorzar, le hablé de nuestra situación y se ofreció a ayudarnos en ese mismo momento. En fin —dijo, acariciándole el pelo—, ya basta de hablar de mí. ¿Cómo habéis estado por aquí?
—Ha habido algunos problemas. Yo…
Laurence le enredó los dedos en el pelo y tiró con delicadeza de la cabeza de Gwen para poder mirarla a los ojos.
—Si te refieres a lo del incendio, ya me lo ha dicho Verity.
Gwen respiró hondo.
—Verity no ha estado muy feliz últimamente. Me preocupa.
—Yo la veo bien. Un tanto intranquila, quizá. Pero estoy muy orgulloso de ti.
—¿En serio?
—Gwen, ayudaste a una niña herida de la única forma que se te ocurrió. Eres una muy buena persona.
—¿No crees que me inmiscuí en los asuntos de la mano de obra?
—Era una niña.
—Entonces ¿sabes lo del culi de cocina? Me refiero al que murió.
—Debemos tomarnos en serio cualquier muerte que se produzca en la plantación. Fue muy desafortunado…
—Fue horrible, Laurence.
—Pero no fue culpa tuya. Actuaste de corazón, y hablaré con McGregor mañana por la mañana.
—Creo que a él también le está costando adaptarse.
—Como he dicho, hablaré con él. A veces los acontecimientos se nos escapan de las manos y pasan cosas imposibles de prever. No necesariamente es cuestión de echar las culpas a nadie, sino de tomar conciencia de que hasta la más pequeña falta de prudencia puede desencadenar algo terrible.
—¿Mi falta de prudencia?
—No, Gwen, no creo que ese fuese el problema.
Se sintió tan aliviada de que no estuviese enfadado que por fin pudo dar rienda suelta a los nervios, el agotamiento y la ansiedad de las últimas semanas. Laurence la abrazó mientras lloraba, y cuando lo miró a los ojos, vio que él también los tenía húmedos.
—Han sido momentos difíciles para todos, y la muerte de alguien siempre es algo que afecta profundamente. Creo que mi mayor tarea va a ser levantaros la moral, empezando por ti.
Gwen sonrió mientras Laurence le quitaba las horquillas del pelo y los tirabuzones le caían sobre los hombros.
—Lo he hecho lo mejor que he podido, Laurence.
—Lo sé.
Le tocó el hoyuelo de la barbilla y volvió a notar la barba incipiente.
—¿Quieres que me afeite?
—No. Te quiero tal y como eres.
—Esta noche estás preciosa —dijo, enroscándose un rizo en torno al dedo corazón.
Al principio Gwen se refrenó, sintiendo la misma vergüenza que la había invadido el día en que se conocieron, hacía tantos años, en Londres. Sonrió al pensarlo, se dejó llevar y permitió que la desnudase.
Laurence la trató con delicadeza y ternura y se lo tomaron con calma. Después descansaron uno en brazos del otro y, por fin, sintió que el corazón se le iba tranquilizando hasta quedar en completa calma.
—Eres lo más precioso para mí, Gwen. No siempre me expreso tan bien como me gustaría, pero espero que lo sepas.
—Lo sé, Laurence.
—Qué menuda eres, ¿verdad? Después de todo lo que ha pasado, sigues siendo igual de dulce y de delgada que una niña. Siempre serás mi niña, pase lo que pase.
Gwen se fijó en que su voz había adoptado un tono serio y, con los ojos a pocos centímetros de los de ella, Laurence parecía examinarla.
Laurence despertaba el amor más profundo en su interior, y eso importaba más que cualquier otra cosa. Sonrió al pensar en los pequeños detalles de su vida en común: en la calidez de su mano cuando se despertaba preocupada en plena noche, en cómo cantaba desafinado cuando creía estar solo y en lo fuerte que era la confianza que sentía por ella. Cuando le ponía la mano sobre el corazón, como solía, se sentía segura y completamente protegida contra toda desgracia. Y pensar que, de no haberlo conocido, quizá no habría sabido jamás lo que era amar, y gracias a ese amor había florecido como persona y como esposa. La lucha había merecido la pena, y ahora se enfrentarían a lo que les deparase el futuro juntos. Sería un nuevo comienzo. No le preguntó si había visto a Christina durante el tiempo que había pasado fuera.