Capítulo 9
Meg miró aturdida el cañón de la pistola. Docenas de pensamientos cruzaron por su mente, pero sólo uno consiguió captar su atención: no volvería a ver a Steve.
Miró a Lang a los ojos. Aquel hombre no tenía aspecto de querer matarla.
El agente señaló la puerta de la casa con la cabeza.
—He dicho que nos vamos —murmuró—. Salga ya.
Meg vaciló.
—¿No podemos...?
Lang le cogió un brazo con firmeza y la empujó hacia adelante. Meg sintió la presencia del arma, aunque no se clavara contra su espalda. Notó que el hombre miraba a uno y otro lado, como si esperara compañía.
Tal vez los agentes enemigos dispararan contra él. Pero no era problable. Si habían oído lo que acababa de decir, esperarían que les entregara a la joven. Se preguntó si le pagarían algo a cambio y llegó a la conclusión de que sí. La cogerían como rehén y la utilizarían para cambiarla por Ahmed. Sintió náuseas.
—¡Eh! —gritó Lang desde el porche—. Hagamos un trato, muchachos. Tengo algo que ofrecer.
—¡Traidor! —exclamó Meg con furia.
—Deje de protestar —dijo él con calma—. ¿Qué me dicen? —gritó en voz alta.
—Ya le hemos oído —dijo una voz con acento extranjero—. ¿Cuánto quiere por la mujer?
Lang se volvió hacia la voz.
—Déjeme acercarme y hablaremos de ello. No disparen.
—Muy bien.
Apareció una figura. Lang midió la distancia que había desde donde estaba el coche hasta donde estaba el hombre y empezó a caminar con Meg hacia el punto medio.
—No pierda la calma —dijo inesperadamente—. Por el amor de Dios, no tenga ahora un ataque de nervios.
—No soy esa clase de mujer —murmuró ella—. Pero no voy a permitir que me entregue a esa gente sin luchar.
—Muy bien. Pero no empiece a luchar hasta que yo se lo diga, ¿vale? Respiro mejor si no tengo agujeros en el pecho.
Levantó la cabeza y la empujó hacia adelante. Cuando estaban más cerca del coche, comenzó a cambiar de dirección casi imperceptiblemente.
—¡Espere! ¡Alto ahí! —gritó la voz.
Lang echó a correr, arrastrando a Meg consigo. Lo repentino de su movimiento sorprendió a los dos hombres que había ya a la vista. Levantaron sus armas y Lang lanzó un gemido.
—¡Alto! —advirtió la voz con acento extranjero—. No intenten entrar en el coche.
Lang se detuvo en la puerta de su coche azul y levantó la cabeza. El viento movía su cabello oscuro en torno a su rostro.
—¿Por qué no? —preguntó—. Hace una noche fantástica para dar un paseo. —¿Qué hace?
—Yo creía que era evidente —replicó—. Me marcho.
—¡Usted ha dicho que quería hacer un trato! Suelte a la chica y puede marcharse.
—¡Obliguéme usted!
Empujó a Meg al interior del coche y cerró la puerta. Saltó al otro lado y puso el motor en marcha. Miró un segundo por el espejo retrovisor y arrancó a toda velocidad. Se oyeron unos disparos, pero no se detuvo.
Meg sentía náuseas. Acurrucada contra la puerta, se preguntaba si podría saltar del coche sin matarse. Las acciones de Lang le resultaban cada vez más confusas. ¿Quería conseguir un precio mejor?
—No sea tonta —dijo el agente, cortante. No la miró, pero era evidente que adivinaba lo que pensaba—. Se mataría.
—¿Por qué? —gimió ella—. ¿Por qué?
—Ya lo descubrirá. Sea buena chica y quédese quieta. No le pasará nada; se lo prometo.
—Steve le matará —dijo ella con frialdad.
El hombre enarcó las cejas.
—Probablemente. Pero tendrá que ponerse a la cola —murmuró—. Ha sido lo único que se me ha ocurrido en el calor del momento.
Miró por el espejo retrovisor y musitó algo sobre que una fuerza de agentes internacionales los seguían.
—¿Lo persiguen? —sonrió ella—. Espero que le rompan los neumáticos, lo secuestren y lo vendan corno esclavo.
Lang sonrió encantado.
—¿Seguro que quiere prometerse con Ryker? —preguntó—. Yo soy dos años más joven que él y tengo una tía que la mimaría como a una niña pequeña.
—Se avergonzará de usted cuando acabe en la cárcel por traidor.
Lang movió la cabeza. —Agáchese, preciosa. -¿Qué?
El hombre la empujó hacia abajo un segundo antes de que una bala se estrellara contra el parabrisas, lanzando cristales rotos por todas partes, incluido el cuerpo de Meg.
—¡Oh, Dios mío! gritó ella.
—Mantenga la calma —dijo él con sequedad—. No se deje llevar por el pánico.
Otra bala pasó entre ellos. Meg mantuvo la cabeza baja.
—Es emocionante, ¿verdad? —gritó el hombre. Sus ojos azules brillaban al entrar en la autopista justo delante de sus perseguidores—, ¡Me encanta ser un agente secreto.!
Meg, en el sucio del coche, lo miró como si estuviera loco.
El agente empezó a cantar una canción popular mientras hacía eses con el coche en un esfuerzo por evitar las balas.
—¡Agárrese! ¡Allá vamos!
Giró el coche y éste dio media vuelta, colocándose en el otro lado. Cerca se veían luces azules y se oían sirenas.
—¡La policía! —exclamó ella—. Espero que lo llenen de plomo. Espero que coloquen su cabeza encima de un poste y tiren su cuerpo a los tiburones.
Lang cogió el micrófono de su radio.
—¿Habéis recibido la señal? —preguntó—. Ahí están, muchachos. Cogedlos.
Detuvo el coche y Meg se asomó por el cristal roto. Los coches de la policía pasaron con rapidez a su lado, en persecución de los dos coches que seguían antes a Lang y a ella.
—Vamos, diga la verdad —comentó el hombre, sonriéndole—. ¿No ha sido más emocionante que verlo en la tele?
Meg sintió náuseas. Comenzó a hablar, pero de repente, llevó la mano a la cerradura de la puerta. Consiguió abrirla justo a tiempo y vomitó todo lo que había comido aquel día.
Lang le pasó un pañuelo y la miró con lástima. Los dos iban sentados en el asiento de atrás de uno de los coches de la policía.
—Deberían encerrarte y tirar la llave —le dijo el lugarteniente de policía a Lang—. ¡Pobrecita!
—Ya te he dicho que no se me ocurrió otra cosa —replicó el agente—. Los oí hablar. Sabía que iban a secuestrarla. Así que causé algunas interferencias para llamar su atención y dejé que me oyeran decirle que iba a venderla. Os avisé desde el coche para que supierais que algo iba mal. No tuve tiempo de pensar en otra cosa. Ellos iban ya hacia la casa cuando la saqué de allí.
—¡Pero no era necesario que le apuntaras con un arma! protestó el policía.
—Claro que sí —replicó Lang—. Si no lo hago, habría empezado a luchar conmigo. Pero al ver la pistola, salió sin protestar. Y como ellos creían que iba a entregársela, no empezaron a disparar hasta que era demasiado tarde.
—Sigo pensando...
Lang suspiró, sacó su automática y la depositó en la mano del policía.
El hombre la miró confuso.
—Examínala.
El policía le dio la vuelta y suspiró, moviendo la cabeza.
Lang tendió la mano. Cuando le devolvieron el arma, sacó la parte que faltaba de su bolsillo y la colocó en su sitio. Luego metió el revólver en su funda.
—¿No estaba cargada? —preguntó Meg.
—No. ¡Y usted pensaba que iba a venderla! Me ha llamado de todo —le dijo al policía—. Traidor. Ha dicho que esperaba que colgaran mi cabeza de un poste.
El policía reprimió una carcajada.
—No sabía que trataba usted de protegerme —se defendió Meg.
—La próxima vez, dejaré que se la lleven —dijo Lang—. Pueden meterla en un harén y espero que la vistan de plástico transparente.
El policía no pudo reprimirse más y soltó una carcajada.
—Eso me gustaría —repuso Meg con altanería—. Al menos me quedaría mejor que a usted.
—Yo tengo unas piernas que vuelven locas a las mujeres —le informó él—. Las revistas de mujeres me piden fotos continuamente.
—¿con o sin su pistola? —preguntó ella.
Lang sonrió.
—¿Le da rabia no tener usted una? ¿Tiene envidia de mi pistola?
Meg se echó a reír. Aquel hombre era incorregible.
—Muy bien, le pido disculpas por haber pensado que me había traicionado —le dijo— Pero estuvo usted muy convincente. No sabía que fuera tan buen actor.
—No soy el único —musitó él con sequedad.
Levantó la cabeza al ver acercarse un coche.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó.
Meg siguió la mirada de sus ojos. Era una limusina negra. El corazón se le paró en el pecho al ver a Steven saltar al suelo y dirigirse hacia ella.
Al acercarse, lanzó un puñetazo a Lang, que éste evitó sin dificultad.
—Se encuentra bien —dijo, apartándose—. Se lo explicaré cuando se calme.
—Será mejor que me lo explique desde un lugar donde no pueda alcanzarlo —replicó Steve.
—¡Te lo dije! —exclamó Wayne, apareciendo detrás de Steve—. Eres un idiota. Te dije que no hicieras nada por tu cuenta.
—Si no lo hago, se la habrían llevado ellos -contestó Lang, exasperado— ¿Qué querías que hiciera? ¿Pedir refuerzos desde el maletero del coche de los terroristas de camino al río?
—No te tirarían al río; contaminarías y matarías a todos los peces.
Se alejaron discutiendo. Steven se detuvo delante de Meg y la miró un momento.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—Sí, gracias a Lang —replicó ella—. Aunque en aquel momento, no le daba las gracias precisamente —añadió; señaló los restos del coche en el que huyeran los dos.
Steve no los miró mucho rato. No podía. Cogió a Meg en sus brazos y la estrechó con fuerza mientras pensaba en todo lo que podía haberle ocurido.
—Supongo que te han estropeado la velada con Daphne —musitó ella.
—Si te hubiera pasado algo, no sé lo que habría hecho —gimió él.
Meg le pasó los brazos bajo la chaqueta. Era un placer estar tan cerca de él mientras a su alrededor brillaban luces azules y rojas y unas voces murmuraban en la distancia.
—Será mejor que la lleve a casa, señor —dijo el lugarteniente de policía—. Ya está todo en orden.
—Lo haré. Gracias.
La condujo hacia la limusina.
—¿Qué hay de Lang? —preguntó ella—. ¿Wayne y él no van contigo?
—Pueden ir con la policía o hacer autostop —musitó Steve—. En especial Lang.
—¿Y qué hay de Daphne?
—Te voy a llevar a casa, Meg—. En este momento, no importa nadie más.
—¿Está David en casa?
Steven asintió.
—No sabe nada de esto. No he querido preocuparlo.
Para sorpresa del hombre, Meg se subió a sus rodillas en cuanto el chófer puso el vehículo en marcha.
—Aquí no puedes ponerte el cinturón —protestó.
—No creo que pueda pasarme nada más esta noche. Déjame quedarme.
Steven la abrazó todo el camino hasta la casa.
David se puso pálido al enterarse de lo ocurrido.
—¿Pero cómo lo sabían? —gruñó.
—La casa tiene micrófonos —dijo Meg, sentada en el sofá—. Lang tenía un aparato para producir interferencias.
—Sí, uno de los agentes me explicó cómo se hace, pero no había visto un aparato de esos hasta que llegué a casa. Al entrar y ver uno en el suelo y descubrir que no estabas, comprendí que había ocurrido algo. Pero no sabía el qué.
—Lo siento —dijo Steven—. En cuanto Wayne me informó de la persecución, salí por la puerta. No quería preocuparte —hizo una mueca—. Tengo que llamar a Daphne y decirle dónde estamos.
Meg no quiso mirarlo mientras marcaba el número.
—Voy a cambiarme —le dijo a David—. Ha sido una noche muy dura.
—Ya me imagino. ¡Estás cojeando!
—Siempre cojeo —musitó ella—. Hoy está peor porque he abusado —se rió sin humor—. No creo que vaya a curarse, David. No creo que se cure nunca.
Su hermano la observó alejarse preocupado. Steven, después de explicarle lo ocurrido a Daphne, colgó el teléfono y se volvió hacia David.
—Todo esto se está yendo de las manos —musitó— No podré soportarlo mucho más. Meg está pálida como un fantasma y ese maldito agente podía haberla matado conduciendo de ese modo.
—¿y si no la hubiera sacado de la casa, Steve? —intentó razonar David con él—. ¿Qué habría pasado entonces?
Steve se metió las manos en los bolsillos. Aquello era algo en lo que no soportaba pensar.
—¡Dios mío! —exclamó.
—¿Quieres café? —preguntó David—. Estaba a punto de hacerlo.
—Está bien. Tomaré uno. A partir de ahora, Ahmed estará más protegido que Fort Knox. Subiré a ver a Meg. Tenía nauseas.
—Eso no me sorprende. El tobillo también le molesta —se volvió hacia el otro— No podrá volver a bailar. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, lo sé. ¿Por qué otra cosa crees que está dispuesta a casarse conmigo? —preguntó con cinismo —Los dos sabemos que si tuviera elección, optaría por su carrera.
—Procura recordar que ni tu padre ni nuestra madre querían que se casara contigo.
—Ya lo sé.
—Y Meg era muy joven y tenía miedo —miró un momento al otro—. ¿Te ha explicado por qué?
—Me dijo algo de que tenía miedo de quedarse embarazada.
—Miedo, no. Terror. Estaba con nuestra hermana cuando murió de parto. Había ido a visitarlos y se quedó encerrada por la nieve. Lo vio todo sin poder hacer nada por ayudar.
Steve se volvió con rostro atormentado.
—¿Meg estaba presente? No me dijo nada de eso.
—Todavía no puede hablar de ello. La afectó mucho. Meg tenía sólo diez años. Era, y sigue siendo, un tema doloroso. No lo menciona nunca.
—Comprendo.
¡Pobre Meg! No era de extrañar que hubiera tenido miedo. Se sintió culpable por no haber hecho más preguntas y haberse enterado antes. Se preguntó si seguiría igual de aterrorizada, pero lo ocultaba.
—Sube a verla; yo prepararé el cafe —dijo David, dándole un golpecito en el hombro.
Meg acababa de salir de la ducha cuando entró Steve en el cuarto de baño.
La joven dio un respingo y apretó la toalla contra ella.
—Tienes un bonito color cuando te ruborizas —sonrió él—. Pero ya conozco tu cuerpo, Meg. Hemos hecho el amor.
—Lo sé, pero...
El hombre le quitó la toalla y la miró.
—Eres muy hermosa —musitó—. Podría emborracharme con tu belleza.
—David está abajo —le recordó ella, cogiendo la toalla—. Y los espías nos tienen bien controlados. Probablemente nos estarán mirando ahora.
—No se atreverían a poner cámaras en el baño —murmuró él.
—¿Estás seguro?
Steven la cogió en sus brazos.
—Sí —susurró—. ¿No es mejor así? Yo te ocultaré de cualquier mirada que no sea la mía.
Meg sintió los labios de él contra los suyos.
—Sabes a menta —susurró el hombre.
—Es la pasta de dientes —dijo la joven.
—Abre la boca —susurró él—. Me gustaría besarte mejor.
Meg se estremeció, pero obedeció. Las manos de él acariciaron sus pechos firmes al tiempo que la besaba con pasión.
—Te deseo —susurró contra la boca de ella—. Podríamos tumbarnos en esa alfombra y hacer el amor.
La joven sintió los labios de él en su garganta antes de que llegaran a sus pechos.
—David está abajo —protestó.
—Y nosotros estamos prometidos —susurró él—. No pasa nada si hacemos el amor. Hasta los Puritanos lo hacían cuando ya estaban prometidos.
—Steve —gimió ella.
El hombre la besó con lentitud, con ansia, moviendo sus labios sobre ella hasta que se dejó embargar por el placer.
—Pensándolo mejor —dijo, levantándola en el aire—, la alfombra no me bastará esta vez. Quiero poseerte en sábanas limpias.
Meg lo miró a los ojos.
—Tú también me deseas, ¿verdad? —preguntó él, con suavidad.
—Te he deseado siempre —contestó ella—. Pero Daphne...
—Yo no me acuesto con Daphne.
La joven pensó con tristeza que quizá era ésa la razón de que la deseara a ella. Pero aquello no tenía sentido, ni explicaba lo acuciante de su necesidad. Perdía el control sólo con tocarla y ella era impotente para detenerlo.
—No puedo —gimió.
—¿Por qué no?
—¡David está abajo! —exclamó ella.
Steve se esforzaba por no olvidarlo. Pero el hecho de verla desnuda hacía que no le resultara fácil.
—¿Por qué no me has dicho nunca que estabas con tu hermana cuando murió? —preguntó con suavidad.
Meg se puso tensa. Steve sonrió con ternura y la tapó con la toalla. La llevó al dormitorio y se sentó a su lado, esforzándose por controlar su pasión. La joven acababa de pasar un mal trago y aquél no era el momento idóneo.
—¿Creías que no lo comprendería? —insistió.
—Tú me deseabas mucho —musitó ella—, pero estabas muy distante emocionalmente. La única vez que estuvimos a punto de llegar a un contacto íntimo, te portaste como si no importara tomar precauciones. Yo era joven y me avergonzaba mucho todo lo que tuviera que ver con el sexo. No sabía cómo decírtelo, así que me puse tensa. Y tú estallaste y me dijiste que saliera de tu vida.
—Llevaba un mes deseando acariciarte de aquel modo —le recordó él—. Perdí el control, lo sé. Pero tú me obsesionabas. Todavía me obsesionas, ¿no lo has notado? Te toco y pierdo el control. Eso no ha cambiado.
—Y no te gusta perder el control.
Steve negó con la cabeza.
—Ni siquiera contigo, pequeña.
Meg levantó una mano y le tocó la barbilla.
—Yo también pierdo el control cuando tú me tocas —le recordó.
—Y ahora ya puedes permitirte perderlo. El ballet no se interpondrá ya entre nosotros.
—No hables así. No seas tan cínico —le suplicó ella—. Te inventas muchas razones por las que quiero casarme contigo y ninguna de ellas tiene nada que ver con la auténtica.
—¿Y cuál es la auténtica? ¿Mi dinero? ¿Mi cuerpo? —preguntó él, sonriendo con frialdad.
—No puedes creer que te quiero de verdad? —preguntó ella, con tristeza—. Es demasiado sentimental para ti.
—El único sentimiento que me interesa es el que experimento cuando te tengo debajo de mí.
Meg se ruborizó.
—Eso es sexo.
—Eso es lo que tenemos —asintió él—. Bien mirado, es lo único que leñemos. Y probablemente sea suficiente, Meg. Puedes encontrar un modo de ocupar tu tiempo en Wichita y gastar mi dinero y yo llegaré a casa todas las noches muriéndome de ganas de meterme en la cama contigo. ¿Qué más necesitamos?
Hablaba con mucha amargura. Y Meg no sabía qué podía hacer para llegar hasta él.
—Tú dijiste que querías un hijo —le recordó.
—Y hablaba en serio —frunció el ceño al recordar lo que le había contado David—. ¿Tú también hablabas en serio?
—Sí —sonrió—. Me gustan los niños.
—Yo no he conocido a muchos —confesó él—. Pero supongo que se puede aprender a ser padre —le apartó la toalla con lentitud y la miró con curiosidad—. La primera vez no pensé en nada. Y desde luego, no en dejarte embarazada —le tocó el vientre, vacilante—. ¿Qué te parece si haceros el amor y los dos pensamos al mismo tiempo en hacer un hijo?
La joven sintió que el corazón le latía con fuerza. Lo miró con adoración.
—Sería muy excitante —susurró con voz ronca.
Steven acercó la mano de ella a su cuerpo para que percibiera el efecto violento que habían producido en él sus palabras.
—Maldito sea tu hermano —musitó—. Quiero desnudarme y hacer el amor contigo ahora mismo.
La besó con angustia mientras sus manos exploraban el cuerpo de ella. Meg gimió y el hombre apretó los dientes.
—No podemos —murmuró ella.
—Lo sé. Lo sé —la abrazó con violencia—. Meg, le necesito.
—Yo también te necesito —musitó ella—. Te necesito mucho.
—¿No quieres que lo hagamos? —le susurró él al oído—. Tendría que ser rápido. Sin ternura ni dilaciones —lanzó una maldición al darse cuenta de lo que le ofrecía—. ¡No! ¡Oh, Dios! Así no.
Se obligó a separarse de ella. Meg vio, atónita, que estaba temblando.
—Me voy para dejar que te vistas —dijo el hombre, de espaldas a ella—. Lo siento —se volvió a mirarla—. Quiero hacer el amor, no sólo sexo. Y tenemos que pensar en esto. Si no estás ya embarazada, tenemos que pensar en si queremos que lo estés.
Meg sonrió con gentileza. Steve hablaba de un modo distinto.
—Yo no necesito pensar en ello —musitó—. Pero si tú sí, puedes tomarte todo el tiempo del mundo.
Steven se ruborizó. La miró con ojos hambrientos, se estremeció y se volvió.
—Te veré abajo —dijo con voz estrangulada.
Salió sin mirar atrás y cerró la puerta con firmeza.
Meg creyó haber visto algo nuevo en su rostro. Algo que bastó para que olvidara todo el terror vivido aquella noche y le diera por primera vez esperanzas de llegar a encontrar la felicidad con él.