15
La Fortaleza De Thorbardin
Ya no cabía duda de que, basado en los informes neidars, Kal-Thax había sido invadido y que Thorbardin sería atacada. A la bestia de la niebla no se la había vuelto a ver desde el día en que había matado a Mazo Puntal de Martillo y a los cien miembros de la Guardia Independiente en el Fin del Cielo, y había quienes opinaban que se había marchado. Pero la mayor amenaza, la presencia de los hechiceros que la habían liberado, persistía, y estaban determinados a recuperar el objeto que los enanos les habían arrebatado, la Piedra de los Tres, sobre la que la Torre de la Alta Hechicería de Kal-Thax debía construirse.
Durante nueve décadas, los thanes aliados de Thorbardin habían trabajado para crear la más poderosa de las fortalezas, en las entrañas de las montañas, debajo del pico Buscador de Nubes. Y ahora la fortaleza pasaría la prueba de fuego, con el destino de toda la raza enana puesto en juego. Si Thorbardin caía, entonces todo Kal-Thax caería.
Al mando del regente, Willen Mazo de Hierro, Thorbardin se preparaba para el asedio. Los depósitos y almacenes se estaban abasteciendo con provisiones; los defensores se entrenaban en cavernas y corredores; y las grandes fundiciones que rodeaban el Pozo de Reorx rugían de actividad conforme el hierro daergar y la pirita theiwar entraban en la fabricación del acero para ser transformados en armas. Los herreros estaban entrenados en la fabricación de armas, ya que recientemente habían terminado un importante pedido de armamento para algún comprador del reino humano de Ergoth; armas que, según se rumoreaba, eran para un hombre llamado Darr Bolden. Pero ahora las forjas trabajaban en turnos dobles ya que todos los guardias, soldados y reservistas de Thorbardin, e incluso todos los civiles físicamente capacitados para sostener un arma, habían sido llamados a filas.
Los tambores cantaban a través de las montañas, y las patrullas neidars recorrían la campiña cercana sirviendo de escolta a comunidades enteras de einars, que no estaban afiliados a ningún clan, hacia la seguridad de la gran fortaleza. Llegaban a millares y entraban como una riada a través de los grandes accesos de la Puerta Sur y la Puerta Norte, pasando ante las casas de guardia donde el obturador de la Puerta Sur se encontraba listo para ser cerrado, y ante el obturador idéntico de la Puerta Norte, que todavía estaba siendo instalado a toda prisa sobre su ariete. Poblaciones al completo llegaron de los valles y los campos, conduciendo su ganado y llevando sus pertenencias, para desaparecer en el vasto laberinto subterráneo que era Thorbardin.
En Hybardin, Daebardin, Theibardin, Theibolden y Daerbardin; en Cava Norte y Ribalago; en la ciudad kiar sin nombre, y en todos los núcleos establecidos de asentamientos, los martillos repicaban. Se estaba habilitando espacio adicional para los refugiados, y leñadores y tejedores trabajaban para levantar grandes campamentos temporales en las cuevas de plantaciones del este y el oeste, de las que se había retirado a los gusanos remolcadores. Estos animales, unas criaturas gigantes de nueve metros de longitud, que en sus amorfas cabezas tenían racimos de tentáculos, se encontraban en cavernas más retiradas, donde los cuidadores kiars las utilizaban para limpiar y alisar campos para más plantaciones.
Cambit Vaina de Acero, protector de vías y calzadas, al principio intentó contar y hacer un registro de todos los que venían del exterior, a fin de intentar impedir infiltraciones de gentes que no pertenecían al reino. Pero la marea de refugiados era tan ingente que sus escribientes se encontraron desbordados por el trabajo, y malhumoradas muchedumbres se iban amontonando en las entradas. Así pues, adoptó otro método. A la entrada de cada una de las dos cámaras del Eco del Yunque hizo instalar unos cables tirantes cruzados de lado a lado, a la altura de un metro cincuenta centímetros. A ambos extremos, había guardias apostados, con órdenes de detener a cualquiera que tuviera que agacharse o inclinar la cabeza para pasar por debajo de los cables. Ningún humano o elfo adulto pasaría tal inspección, y ningún ogro de cualquier edad.
Más allá de los campos de los einars, otras poblaciones, —las de los establecidos neidars a quienes la mayoría llamaban ahora enanos de las colinas—, empezaron a desplazarse hacia el interior, en dirección a la fortaleza, algunos para refugiarse en ella y otros para unirse a sus primos, los guardabosques neidars, como primera línea de defensa.
Cale Ojo Verde había dejado claro al jefe de jefes que los neidars combatientes permanecerían en el exterior, pasara lo que pasara.
—Thorbardin puede que sea impenetrable —argumentó—, ¿pero qué tiene de positivo si no queda nadie fuera para defenderla?
Willen Mazo de Hierro estaba en todas partes, o eso parecía, examinando las defensas, revisando tropas, reuniéndose con los dirigentes y los protectores. Seguido por Cale Sendagrís y los Diez, el regente hylar estaba en perpetuo movimiento de un lado a otro de Thorbardin.
Barek Piedra, capitán general del ejército, estudiaba planes y estrategias con sus comandantes, siempre teniendo presente que serían precisas dos líneas defensivas si los hechiceros y sus «aliados» —las recientes hordas de mercenarios humanos seguían viniendo de las tierras colindantes con Ergoth y los territorios agrestes que había más allá— lanzaban un ataque detrás de las estribaciones exteriores. Horbardin había sido construida para defensa, pero nunca había pasado la prueba de fuego de un verdadero conflicto. Y, además de la amenaza de tropas y ejércitos, ahora debía enfrentarse a las fuerzas apenas conocidas de la Brujería.
Gema Manguito Azul, protector de vigilancia y seguridad, pasó revisión a todas sus fuerzas y después delegó el mando directo en manos de otro daewar, Lodar Faldón Amarillo, capitán de los guardias de corte. Gema tenía otra misión y para llevarla a cabo dispondría de un centenar de los mejores cavadores daewars, un centenar de theiwars seleccionados entre voluntarios, —todos los cuales habían trabajado como barqueros en el mar de Urkhan—, y una tropa de los mejores zapadores de minas de Vog Cara de Hierro, todos ellos envueltos de la cabeza a los pies en un tejido resistente al calor creado por los tejedores de Daebardin con las fibras recolectadas por los kiars. Además, había puesto a trabajar a una docena de vidrieros, soplando enormes globos de cristal equipados en un extremo con unas bocas de treinta centímetros de diámetro, así como conteras de trabillas para hombros.
Parte de la misión empezaba en el Pozo de Reorx, justo encima de los respiraderos de las fundiciones, donde los conductos de centrales térmicas distribuían calor a varias ciudades. Aquí, los zapadores daergars, con máscaras y gruesas prendas exteriores del tejido especial, se pondrían a trabajar para instalar una cubierta de hierro, articulada con bisagras, encima del conducto abandonado que se había empezado a abrir años atrás a fin de proporcionar calor a Hybardin, antes de descubrir un método mejor.
La otra parte de la misión estaba a kilómetros de distancia, trescientos metros lago adentro de la orilla meridional del mar de Urkhan. Una docena de transbordadores se habían congregado allí, sobre la reluciente superficie del agua, atados entre sí de manera que formaban una pequeña isla flotante. Debajo de cada embarcación había cabos para trepar, largos cabos con contrapesos de piedra que descansaban en el fondo del lago.
Cavadores daewars, serios y nerviosos, estaban reunidos en las embarcaciones, equipados con botas de suelas de plomo y cinturones de herramientas. Cada uno de ellos llevaba puesto en la cabeza un globo de cristal, sujeto con correas por debajo de los sobacos. Un cabo de remolque iba sujeto a cada cinturón, y los cavadores fueron bajados por los laterales, en grupos de diez, por unos jocosos y sonrientes barqueros theiwars.
Cada cavador se hundió como una piedra hasta el fondo del lago, trabajó furiosamente durante unos ocho minutos, y después fue sacado del agua, dándole ocasión de respirar aire fresco antes de volver a sumergirse. Probablemente era la peor experiencia en la vida de los cavadores, intentar hacer un agujero debajo del agua mientras vivían gracias al aire contenido en una frágil bola de cristal, y, lo que era aún peor, depender por completo de un puñado de «theiwars amantes del deslustre» para que los subieran a la superficie antes de que se ahogaran. Con toda seguridad, ninguno de ellos lo habría intentado siquiera de no ser por el respeto que les inspiraba Gema Manguito Azul, por no mencionar la cuantiosa recompensa prometida por Olim Hebilla de Oro a todos los que sobrevivieran.
Así, mientras los zapadores de minas cubrían el viejo conducto de la central térmica en el Pozo de Reorx, los cavadores trabajaban al otro extremo, perforando hacia el mismo conducto a fin de inundarlo con agua.
Fue Willen Mazo de Hierro, como regente, quien aprobó el proyecto. Ahora, mientras observaba cómo los cavadores buzos descendían desde las embarcaciones, el regente suspiró y se volvió hacia Gema Manguito Azul.
—Roguemos a todos los dioses, Gema, —dijo—, para que este invento funcione como es debido… si llegamos a necesitarlo. Porque, como no funcione, imagino que el consejo de thanes destripará y cortará en pedacitos a un ex regente y a un excelente militar por tener ideas descabelladas.
Con todos estos intensos preparativos en marcha, Sauce Nube de Estío no tuvo mucho que hacer salvo observar cómo la fortaleza de Thorbardin cobraba vida a su alrededor. Damon el Anunciado se negó en redondo a que lo acompañara en su expedición de estudio de hechicería, y desde su regreso había estado tan ocupado, metido en todo tipo de preparaciones, que apenas si lo llegó a ver de pasada.
Al principio, Sauce no se apartaba de Tera Sharn, aprendiendo las costumbres de Thorbardin. Después, cuando Tera se vio involucrada en un «plan de defensa de damas para los hogares», Sauce deambuló de aquí para allí a solas, explorando el inmenso reino subterráneo que —ya lo tenía decidido—, iba a ser su hogar si se las ingeniaba para que Damon se fijara en ella unas cuantas veces más. Vestida con las ropas finas y prácticas que Tera le había enseñado cómo ponerse, pero sin resignarse a soltar su hacha de leñador, que llevaba consigo a todas partes, la muchacha einar deambulaba por los alrededores, extasiándose con las maravillas de Thorbardin. El sistema de control de los conductos solares la fascinaba, del mismo modo que lo hacía el esplendor nocturno del Templo de las Estrellas, encima del Pozo de Reorx. Viajaba en los elevadores y en las carretillas de tracción por cable, paseaba por las vías públicas, y exploraba las galerías con sus millares de tiendas y puestos. Observaba a los artesanos mientras trabajaban, ya fuera en las forjas, los telares, las lanzaderas, o los tornos. Vio los sombríos corredores de Daerbardin; los silenciosos, umbríos pasajes de Theibardin; y las luminosas plazas públicas, llenas de colorido, de Daebardin. Y, en más de una ocasión, se encontró en la situación de tener que rechazar grupos de jóvenes enanos que rivalizaban por atraer su atención.
Estaba fascinada con las inmensas cavernas de cultivos, miles de campos subterráneos y cornisas cuajadas de enredaderas, donde los clanes habían aprendido a cultivar un centenar de tipos de cosechas útiles. Pero las entradas a los suburbios de cultivos del este y del oeste estaban abarrotadas de campamentos de refugiados, así que la joven se dirigió hacia la antigua caverna del norte, más allá de Theibardin. Era allí, contaban, donde se habían hecho los primeros cultivos. Entonces se la llamaba la primera madriguera, y casi todos los experimentos de agricultura subterránea aplicados con posterioridad en los campos de cultivos más recientes se habían llevado a cabo allí. Pero el suburbio norte propiamente dicho sólo se utilizaba en la actualidad para granjas de cultivos propios.
Iba de camino hacia allí, paseando a través del bazar de Daebardin que había a la orilla del lago, cuando una aguda voz musical la llamó desde atrás.
—¡Eh, hola! —gorjeó Shillitec Medina Pieveloz—. ¡Tenía la esperanza de encontrarme con alguien conocido! ¡Caray! ¿No es este el sitio más extraño que has visto en tu vida? He intentado verlo todo, pero hasta ahora sólo he recorrido una pequeña parte.
—¿Qué estás haciendo aquí? —replicó Sauce, lanzando una mirada furibunda a la menuda y delgada criatura con un gran copete de cabello—. Tú no deberías estar en Thorbardin. Thorbardin es sólo para los enanos.
—¿Es eso cierto? —La kender soltó una risita—. Bueno, supongo que da lo mismo, porque nadie me dijo que me marchara cuando entré.
—¿Cómo entraste?
—Sólo pasé, como hacían todos los demás. Había esa gran entrada, con enanos por todas partes, ofreciendo un aspecto fiero y solemne, y luego todo tipo de enanos que iba entrando, así que también entré. Tenían un cable tendido a esta altura, aproximadamente. —Se puso de puntillas y levantó la mano hasta donde alcanzó—. Y, después de que había cruzado por debajo del cable, ya estaba dentro. Nada del otro mundo. ¿Tuviste que caminar bajo el cable tú también?
—Pero no es posible que nadie se haya fijado en ti desde entonces. —Sauce frunció el ceño—. Sin duda alguien tiene que haberte dicho que te vayas.
—Oh, claro que sí —gorjeó Shill—. Me dijeron que me marchara en aquel agradable sitio donde comí pan y carne caliente. Y también me dijeron que me largara en un lugar muy grande donde hacía mucho calor y todo el mundo estaba sudando y haciendo un montón de ruido con sus martillos. Y, por supuesto, también me lo dijo ese enano poco amistoso que tenía todas esas cosas preciosas extendidas sobre su mesa. Me gritó. Claro que nunca me ha importado que me griten. ¿Y a ti?
—¿Qué clase de cosas preciosas?
—Oh, cosas como esta. —Shill buscó en su bolsita del cinturón y sacó una impresionante gargantilla de brillantes joyas engastadas en filigranas de oro—. Cosas bonitas de todo tipo.
—No me extraña que chillara —rezongó Sauce.
—Oh, no las robé. Estaban tiradas en el suelo. Supongo que alguien las tiró o algo así. ¿Adónde vamos?
—Yo voy a visitar una caverna de cultivo. No sé adónde piensas ir tú.
—Eso no suena mal. Te acompañaré.
—¿Y qué te hace pensar que me gustaría que me vieran aquí, en Thorbardin, en compañía de una… kender?
—No te preocupes, —le aseguró Shill—. Si alguien te pone reparos, yo responderé por ti. Sólo tendré que decirles que eres mi enana.
Sin tener, en apariencia, más opción en el asunto, Sauce reanudó su excursión con Shill pegada a sus talones y parloteando sin parar. Dio la casualidad de que, a pesar de que se cruzaron con multitudes de afanosos enanos en cada recodo e intersección, la criatura que la seguía no atraía más que alguna que otra mirada ligeramente curiosa. Al cabo de un rato, llegó a la conclusión de que nadie esperaba encontrar un kender en Thorbardin y, por ende, nadie reconocía a uno cuando lo tenía delante. Y la llamativa kender, —con sus capas de abigarradas prendas multicolores y sus diversas bolsas y mochilas hinchadas hasta reventar—, podía pasar a primera vista por un chiquillo enano desnutrido y con demasiado pelo.
Por su parte, Shill no paraba de hablar, disfrutando de la excursión enormemente. Sus brillantes ojos, a cuyo escrutinio escapaba muy poco, estaban en constante movimiento, viendo todo cuanto había que ver. Un grupo de kiars venían en su dirección, llevando porras y equipamiento del día. Sauce se apartó a un lado para dejarlos pasar, pero Shill se metió justo entre medio del grupo, mirando boquiabierta sus musculosos brazos, su pelo alborotado y desaseado, sus ralas barbas y sus ojos demasiado juntos. Mientras la kender pasaba, agachándose bajo un codo aquí, eludiendo el pisotón de una bota de pieles allí, unos pocos kiars volvieron la cabeza para mirarla.
—¿Qué era eso? —preguntó uno.
—¿Quién sabe? —dijo otro—. El cachorro de alguien.
—Pues vaya cachorro de aspecto chocante, —comentó el primero, mientras se encogía de hombros.
Sauce estuvo tentada de preguntar al kiar si se encontraban en la calzada correcta para ir al suburbio norte. Los kiars eran gente rara; por lo general bastante afables, y en ocasiones verdaderamente amistosos, eran notorios por su naturaleza mudable. Según había oído contar, un amistoso kiar podía volverse repentinamente colérico y agresivo sin un motivo aparente. Muchos entre los otros clanes evitaban el trato con los kiars por completo.
Aún así, Tera Sharn le había dicho que los kiars eran, —como grupo—, intensamente leales a Thorbardin y a sus líderes. Y eran los más diestros de todos los clanes en las tareas de labranza en campos subterráneos. Parecían poseer una misteriosa habilidad para conducir en manada y manejar los gigantescos gusanos remolcadores que tiraban de las explanadoras y los arados, giraban los trituradores de piedra y acarreaban la capa superior de tierra fértil para las cuevas de cultivos. Grandes, fuertes y necios, los gusanos gigantes eran un excelente recurso en los campos de cultivo, pero pocos enanos que no pertenecieran al clan kiar eran capaces de controlarlos. Y un gusano sin control podía resultar mortal, como los enanos habían aprendido mucho tiempo atrás.
Shill alcanzó a Sauce, parloteando ahora sobre los kiars, y la enana echó una ojeada en derredor cuando la luz se reflejó en algo brillante. La kender sostenía una pequeña redoma plateada y la observaba con curiosidad.
—¿Qué es eso? —señaló Sauce.
—No lo sé. Lo he encontrado en algún sitio. Mira, tiene un tapón.
Sin esperar comentario alguno, la kender desenroscó el tapón de la redoma y miró por la boca del recipiente.
—También hay plata dentro, —dijo. Ladeó el recipiente y una gota grande de un líquido brillante y metálico cayó en el suelo del túnel, donde se extendió, tan reluciente como un espejo nuevo—. Muy bonito —opinó Shill.
Sauce se agachó, tocó el metal líquido con la punta de un dedo, precavidamente, y lo olisqueó. Estrechó los ojos y echó la cabeza hacia atrás, frunciendo el entrecejo.
—¡Tamex! —escupió—. Tamex, el falso metal. ¡Deshazte de eso! ¡Es veneno!
—¿Lo es? —Shill se encogió de hombros—. Pues a mí me parece que es bonito. Mira, verteré un poco en la palma de mi mano y…
Una fuerte mano se disparó y, arrancando bruscamente el recipiente de los dedos de la kender, lo lanzó contra la pared; en su camino, la redoma dejó una estela de brillante mercurio.
Shill miró fijamente el recipiente tirado; luego, su mano enrojecida por el cachete. Después alzó la vista hacia el furioso semblante de Sauce, y en la comisura del ojo se le formó una lágrima.
—No tenías que hacer eso, —dijo con un hilo de voz.
—No, es cierto, —barbotó Sauce—. Podía haberte dejado jugar con esa porquería, y quizá ver cómo te ponía enferma o incluso te volvía loca o lo que sea que el tamex hace con la gente. Vamos a ver: ¿de dónde lo has sacado?
—Allí atrás, —señaló la kender, conteniendo a duras penas un sollozo—. Donde estaban esos kiars. Quizá alguno de ellos lo perdió o algo por el estilo.
Sauce miró fijamente a la dirección por la que habían venido, recordando algo que le habían contado sobre los kiars. Algunos de ellos, se decía, traficaban con azogue. Una capa del falso metal podía hacer que una herramienta oxidada pareciera nueva y brillante, al menos el tiempo suficiente para engañar a un incauto comprador. Traficar con el falso metal era un crimen serio en Thorbardin. Muchos enanos incautos habían sido envenenados por el contacto con el tamex.
Sauce se estremeció, de repente muy contenta de no haberse parado a hablar con esos kiars en particular.
Shill sollozaba quedamente, y Sauce se arrodilló a su lado.
—Lo siento, —se disculpó—. Estaba asustada. No quería hacerte daño.
El suburbio de cultivos del norte era inmenso, una cueva natural de kilómetro y medio de ancho en algunos sitios y casi cinco de longitud. Aquí la luz era tenue, procedente de unos cuantos conductos solares desperdigados y varios estratos anchos y sesgados de cuarzo natural que llegaban hasta las altas vertientes de la montaña. Lejos, a la derecha según la perspectiva de las muchachas, alcanzaron a ver conductores trabajando con los gusanos remolcadores de nueve metros de largo, echando la capa superior de humus en un campo recién allanado. Un muro distante separaba la madriguera posterior de la principal. La kender intentó echar a correr en aquella dirección, pero Sauce todavía la tenía sujeta de la mano.
Arrastrando a la reacia kender tras de sí, Sauce se encaminó hacia el norte. En la distancia había campos ya terminados y plantados. Sobre ellos, en los muros de la caverna, había gradas y terraplenes en los que crecían vides frutales y plantas trepadoras de muy diversas variedades. Cuanto más se aproximaban, más dulce olía el aire, en opinión de Sauce; era casi como las brisas en los campos de la aldea… Sacudió la cabeza, intentando alejar cualquier pensamiento sobre Cañada del Viento. Evocar su vida allí acababa por traerle a la memoria lo que había ocurrido, y era un recuerdo extremadamente doloroso.
Tirando de Shill tras ella, deambuló entre los campos maravillándose. Estas no eran cosechas einars. Algunas cosas, como cereales y fibras finas, no crecían en el subsuelo; pero otras cosas que sí podían hacerlo, habían sido plantadas por los clanes aliados. Justamente en este campo había recursos comestibles para miles de personas. Combinados con los cereales, frutas, fibras, madera y hortalizas que Thorbardin recibía en venta del exterior, había sustento para toda una raza.
En una pared de piedra, en el extremo norte de la caverna, donde una docena de variedades de especias, hierbas aromáticas y medicinales crecían, Sauce se paró para respirar los penetrantes aromas; de pronto, notó que la temperatura del aire había descendido bruscamente.
—¡Mira! —la kender, que seguía a su lado, señaló—. ¡Vapores!
Casi oculto detrás de una verde cortina de enredaderas, había una especie de sello de piedra. Era como si un túnel muy grande se hubiese clausurado mucho tiempo atrás. Pero aquí y allí, alrededor de los bordes de la piedra encajada, se filtraban unos tenues vapores, como leves jirones de niebla que flotaban entre las enredaderas.
Sauce se aproximó y escudriñó atentamente. Los vapores no eran más que volutas que se filtraban entre las grietas de la piedra, pero eran fríos. Fríos como vientos invernales, pensó. Tan fríos como… como la niebla en la que había llegado la bestia asesina a Cañada del Viento.
Entonces se oyeron las lejanas voces de los tambores, resonando a través de la caverna. En los campos de las cercanías, la gente se irguió para prestar atención; después recogió sus herramientas y se dirigió presurosa hacia el túnel principal, situado a casi kilómetro y medio de distancia.
—¿Qué pasa? —preguntó Sauce a un granjero theiwar que pasó a su lado—. ¿Qué dicen los tambores?
—Es la llamada a las armas, —gruñó el enano—. ¡Nos están atacando!