CAPÍTULO 6

HACIA finales de junio, la ex novia de Leslie dejó de hacer declaraciones sobre él en los medios. Se la pudo ver incluso en la pista de baile de un club de Los Ángeles intercambiando arrumacos con un roquero famoso. Parecía que Leslie Baxter era agua pasada. Él no quería cantar victoria todavía, pero hacía semanas que no había vuelto a saber de ella. Como tenía que hablar de negocios con su agente, se marchó un par de días a Los Ángeles. No bien estuvo a solas, Coco se vino abajo, pensando en lo mucho que le necesitaba, y que le quería, y en lo mal que iba a pasarlo cuando Leslie retomara definitivamente sus actividades. Su felicidad conjunta no podía durar siempre. Él era quien era, y ella vivía en un mundo que no tenía nada que ver con el de las grandes estrellas. Volvió a recordarse a sí misma que su historia tenía los días contados. Cuando Leslie regresó, todavía estaba deprimida.

—¿Qué ocurre? ¿Se ha muerto alguien? —bromeó él la noche de su llegada. Enseguida se dio cuenta de lo triste que estaba Coco, y se preguntó si tendría que ver con su madre. Ella continuaba tensa, no había comentado con nadie ese idilio. Y a Leslie no se le ocurrió que el motivo de su estado fuera él.

—No, pero te has ido y eso me ha hecho pensar en lo que pasará cuando no estés a mi lado.

A Leslie también le preocupaba su futuro y pensaba en ello constantemente. Deseaba, más que nada en el mundo, que pudieran seguir juntos.

—Nadie dice que tú no puedas venir conmigo a Los Ángeles, Coco. Podríamos vivir juntos allí.

Ella negó vehementemente con la cabeza.

—No. Mi madre me volvería loca, los paparazzi se nos comerían vivos, la gente hurgaría en nuestra basura, ya me conozco la historia. Recuerdo lo que me contaba mi padre de sus clientes y no quiero vivir así.

—Yo tampoco —le aseguró él, con cara de preocupación. Sabía que no conseguiría convencerla, pero necesitaba estar en Los Ángeles, al menos buena parte del año.

—Entonces vivamos aquí, y yo iré haciendo viajes a medida que sea necesario. Aparte de que muchas veces estoy rodando fuera. Tú podrías acompañarme.

—Vayas a donde vayas, los paparazzi no nos dejarían en paz —dijo ella, muy triste.

—¿Qué tratas de decirme, Coco? —preguntó él—, ¿que no quieres compartir la vida conmigo?, ¿que prefieres dejarlo correr porque no te ves capaz de aguantar a los paparazzi? —Su expresión era de pánico.

—No. Es que no sé qué hacer —dijo ella—. Te amo, pero no quiero que toda esa porquería eche a perder nuestras vidas.

—Yo tampoco quiero eso. Hay gente que lo lleva bien. Es cuestión de meditarlo y de esforzarse un poco. Al menos tú no estás metida en el mundillo. Eso debería ser una ventaja. Y ahora mismo nadie nos está molestando, de modo que disfrutemos mientras la cosa siga así.

Hasta entonces habían tenido suerte. Eran muy cuidadosos cada vez que salían. Él no iba al centro, de compras, ni frecuentaba las tiendas cercanas. Compraban víveres en el supermercado por la noche, él con gorra de béisbol y gafas oscuras, y el fin de semana se iban a Bolinas y daban largos paseos por la playa, que siempre estaba semidesierta. Leslie no podía darse el lujo de dejarse ver y era consciente de ello. Había ido a esconderse de una mujer y ahora se escondía con otra, sabiendo que debía protegerla y protegerlos a los dos. Era un reto, eso estaba claro, pero él ya tenía experiencia, y mientras nadie se enterara de que estaba viviendo en San Francisco con ella, no habría problema. Como le decía a Coco a menudo, «de momento, vamos bien». Pero ambos sabían que eso no iba a durar siempre, que tarde o temprano habría que dar la cara y arrostrar las consecuencias de que él, una gran estrella de cine, se hubiera enamorado. Y era eso lo que a Coco le daba pánico, por mucho que amara a Leslie.

—Es que no quiero que esto termine —dijo ella—. Me refiero a cómo estamos ahora.

—Puede que las cosas cambien más adelante, pero nos las apañaremos para tener una vida lo más privada posible. Y esto no terminará si nosotros no queremos —dijo muy serio—. Depende de nosotros.

Entonces la besó y le dijo de nuevo lo mucho que la amaba. Lo último que quería era que su historia de amor se fuera al traste. Deseaba estar con ella hasta el fin de sus días, eso lo tenía muy claro. Cómo iban a conseguirlo, era harina de otro costal. Pero, costara lo que costase, estaba resuelto a salir adelante.

Leslie desechó la idea de alquilar un apartamento amueblado en Los Ángeles. Había decidido quedarse en San Francisco con Coco hasta mediados de septiembre. Tenían dos meses y medio. Empezaba una película en octubre y debía ir a los estudios para la preproducción y el ensayo de vestuario en septiembre. Estaban previstos diez días de rodaje en Los Ángeles, y después tenía que pasar un mínimo de cuatro semanas en Venecia. Para cuando regresara, su casa estaría otra vez disponible. De momento no necesitaba una vivienda en Los Ángeles. Solo necesitaba a Coco y la casa que ahora compartían.

Le propuso pasar el fin de semana del 4 de Julio en Bolinas y le preguntó si podía buscar una sustituta para que paseara los perros de sus clientes, y así poder estar los tres días en la playa. Coco avisó a sus clientes con dos semanas de antelación y contactó con una de las amigas lesbianas de Liz, que estuvo dispuesta. Erin era una joven muy simpática, necesitaba trabajo, y Coco se la llevó consigo durante una semana para que aprendiera lo que había que hacer con los perros. Era la primera vez, en dos años, que iba a librar toda una semana. Una vez llegaron a Bolinas, Leslie se instaló como si hubiera vivido siempre allí. Cogió incluso uno de los trajes de neopreno de Ian y se fue a nadar pese a que le daban terror los tiburones. Pero el tiempo era espléndido, hacía calor, y no pudo resistirlo. Para Coco fue extraño verlo salir del agua vestido con aquel traje que le era tan familiar. Tenía un cuerpo ligeramente diferente al de Ian, pero hasta que no se quitó las gafas de bucear, ella pasó unos momentos de inquietud. Luego, en cuanto vio la cara de Leslie, que le sonreía, reaccionó. En ese momento se dio cuenta de lo mucho que le quería, y de que había puesto a Ian en un pedestal. Era Leslie quien mandaba ahora en su corazón. Estuvieron tumbados largo rato en la arena, buscaron conchas, recogieron piedras, pescaron, hicieron la cena juntos, leyeron, charlaron, rieron, jugaron a las cartas, durmieron a pierna suelta.

Leslie estuvo trabajando un rato en la furgoneta y, para gran sorpresa de Coco, logró que el motor sonara a música celestial. Jeff fue a echarle una mano dos o tres veces. Y Coco prorrumpió en risas cuando Leslie volvió a entrar en la casa. Tenía churretes de grasa en la cara y las manos totalmente negras. Estaba igual de feliz que un niño después de jugar todo el día con tierra.

Los otros vecinos los invitaron a una barbacoa el día de la fiesta nacional. Leslie quería ir.

—¿Y si te reconoce alguien? —preguntó ella, preocupada. Hasta el momento habían tenido muchísimo cuidado y les había ido bien. Llevaban una vida idílica en total anonimato y paz absoluta.

—Tus vecinos ya saben quién soy. Han sido muy discretos. —Leslie hablaba con mucha confianza, y a ella le pareció un poco excesivo.

—Puede que el resto de la gente no sea tan discreta.

—Mira, si la cosa se pone rara o vemos que se nos escapa de las manos, siempre podemos marcharnos. Yo creo que será bonito participar.

Al final, ella accedió.

Fueron ya de noche y se mezclaron con los demás, provistos de sendas cervezas. Leslie se sentó en un tronco y se puso a hablar con un niño que tendría la edad de Chloe. Al final, la madre fue a rescatarlo y cuando vio a Leslie se quedó de piedra. El rumor corrió como la pólvora. Jeff no hizo ningún comentario, pero allí había unas cincuenta personas. Hubo la reacción lógica a la noticia de que Leslie Baxter se encontraba entre ellos, pero nadie fue a pedirle un autógrafo, nadie le molestó, y finalmente la sangre no llegó al río. Leslie mantuvo una agradable conversación sobre pesca con tres hombres. Los niños se lo pasaron bien con él, pues Leslie sabía cómo tratarlos. Jeff le guiñó un ojo a Coco y luego se acercó discretamente para charlar un poco.

—Me cae bien —dijo, en voz baja—. La primera vez que nos vimos, sacando la basura, me sentí un poco cohibido. Pero la verdad es que es un tío normal, agradable, y no engreído o pagado de sí mismo, como cabría esperar. Se te ve feliz, Coco. Me alegro mucho por ti. —Jeff parecía sinceramente contento por ella, y estaba disfrutando de la amistad con Leslie en el patio de atrás.

—Gracias —dijo ella, sonriente. Hacía años que Jeff no la veía así, y ella no se había sentido tan dichosa en toda su vida; tan segura de sí misma, tan confiada, tan a gusto en su propia piel, con lo que estaba haciendo y con quien estaba. Era una sensación muy adulta.

—¿Te nos vas a ir a Los Ángeles? Espero que no —dijo él.

—No. Me quedo aquí. Supongo que él irá y vendrá.

Jeff asintió con la cabeza, confiando en que el plan les funcionara.

Leslie había hablado de comprar una casa en la ciudad más adelante, una vez se supiera que estaban juntos y ellos vieran qué hacer al respecto. Su idea era algo no tan lujoso como la casa de Jane, más sencillo y bonito, una vieja mansión victoriana quizá. Pero no quería renunciar a estar con ella en la playa. Simplemente sería más sencillo ir y venir entre Los Ángeles y San Francisco, sin tener que desplazarse hasta Bolinas. Esa era en principio su idea, pero aún era pronto para compartirla con Coco. Él estaba abierto a cualquier opción que fuera viable, y dispuesto a invertir el tiempo, el esfuerzo y el dinero necesarios. A cambio, solo le pedía a ella un poco de compromiso en lo relativo a las desventajas de vivir con una estrella de cine. Coco no había bajado todavía de la nube y le costaba pensar en aspectos prácticos.

Después de la barbacoa, varias personas saludaron a Leslie en la playa cuando sacaron a pasear a sus perros. Nadie se lo quedó mirando más de lo debido, nadie intentó hacerle una foto, nadie avisó a la prensa. Eran gente muy respetuosa, y Leslie pudo desaparecer en el entramado de Bolinas como cualquier otro de los residentes. Si hubiera estado buscando un lugar donde esconderse, no habría encontrado ninguno mejor que Bolinas.

Jane y Liz llevaban seis semanas en Nueva York trabajando en su película cuando esta tuvo que desplazarse a Los Ángeles para unas gestiones. No habían encontrado ningún sustituto para que les cuidara la casa. Nunca hablaban de ello, y Coco sospechaba que Jane no lo había intentado siquiera. Pero como era feliz viviendo con Leslie, tampoco ella hizo ninguna mención. Su cuñada tenía previsto pasar unos días en Los Ángeles y Jane no podía abandonar el plató. Liz telefoneó a su llegada, pero no se desplazó hasta San Francisco pues no tenía ningún motivo para hacerlo. Sabía que Leslie estaba todavía allí, y a ellas les parecía bien. Así Coco tenía compañía, si es que cruzaba alguna palabra con Leslie, cosa que Jane dudaba mucho. No creía que él fuera a hacer migas con una chica tan joven, y por supuesto en ningún momento pensó que Coco pudiera ser un «objetivo» para alguien como Leslie.

Liz, no obstante, no lo veía tan claro. A fin de cuentas, tanto él como ella eran bien parecidos, inteligentes, buenas personas… y compartían casa.

«Deja de inventarte argumentos para posibles rodajes —se había burlado Jane—. Leslie Baxter nunca se liará con alguien que pasea perros, aunque sea mi hermana pequeña. Te lo digo yo: no es su tipo.» Tan contundente fue Jane al respecto, que Liz no quiso insistir. Sin embargo, le extrañaba que ahora que la ex novia de Leslie había cejado en sus amenazas (ocupada con aquel roquero famoso), él permaneciera aún refugiado en su casa. Y Liz respetaba más a Coco como persona que Jane. Para esta, Coco era todavía una niña y, para más señas, rebelde. Liz sabía lo que había detrás de esa fachada. Jane nunca se había molestado en averiguarlo. Tal vez Leslie sí se había tomado la molestia, pensaba Liz.

Y, como hacía siempre que estaba en Los Ángeles, fue a ver a la que solía llamar su «madre poética», que no política. Era una visita de compromiso, muestra de respeto hacia la madre de su pareja, pero lo hacía con gusto. Y se alegró de encontrar a Florence en muy buena forma y con mejor aspecto que nunca. No se le pasó por alto a Liz, sin embargo, que en el momento de llegar a la casa de Florence en Bel-Air, un joven estaba saliendo de allí. Le había sonreído al cruzarse con ella. Debía de tener la edad de Jane. El joven montó en un Porsche que estaba aparcado enfrente y arrancó. Sin saber por qué, Liz tuvo la impresión de que iba a volver tan pronto como ella se marchara. Y cuando, una vez en la casa, fue al cuarto de baño, se fijó en que había un jersey de hombre colgado detrás de la puerta y dos cepillos de dientes en el vaso. Se dijo a sí misma que estaba siendo suspicaz, pero no se privó de bromear sobre ello con la madre de Jane mientras tomaban champán en el jardín, como era de rigor. El lifting había surtido efecto y Florence parecía quince años más joven. De tipo estaba mejor que nunca.

—El que se acaba de ir en el Porsche ¿es tu nuevo fiancé? —inquirió Liz, y se quedó de una pieza al ver que Florence se ponía pálida y se atragantaba con el champán.

—Oh… por Dios… yo… no seas tonta… claro que no… yo… —Dejó de hablar a media frase y miró a Liz al tiempo que rompía a llorar—. Por favor, no se lo cuentes a ninguna de mis hijas… lo hemos pasado tan bien… Pensé que sería una cosa pasajera, pero ya llevamos saliendo casi un año. Sé que no tiene sentido. Él cree que tengo cincuenta y cinco años. Le dije que tuve a Jane con dieciséis, una barbaridad, pero es que no se me ocurrió nada mejor. Él tiene treinta y ocho años. Me da vergüenza decirlo, pero le quiero. Amé a Buzz todo el tiempo que estuvimos casados, pero él ya no está. Y Gabriel es un hombre encantador, y muy maduro para su edad.

Liz trataba por todos los medios de no mirar a su querida «suegra». Siempre había sido más comprensiva y más cariñosa que Jane, y Florence se había confiado a ella en más de una ocasión, pero no hasta ese punto.

—Si así eres feliz, Florence… —empezó, no muy segura de qué decir ni de qué motivos tendría alguien tan joven para estar con una mujer mucho mayor. Lógicamente, a Liz le preocupó este punto. Aparte de que a Jane le daría un ataque (probablemente también a Coco)—. ¿Qué hace? ¿Es actor? —Por el aspecto, lo parecía. Además, era guapo, y eso aumentó los recelos de Liz.

—Es productor-director. Cine independiente. —Florence mencionó dos películas suyas que habían tenido bastante éxito, así que, aparentemente, no era un gigoló—. Estamos muy bien juntos, Liz. Sin mi marido me siento muy sola, y las chicas apenas pisan esta casa. No puedo pasarme el tiempo escribiendo o jugando al bridge. Casi todas mis amigas están casadas todavía, no me gusta sentirme diferente. —Liz comprendía desde hacía tiempo lo duro que tenía que ser para ella. Y, por más que a Jane le costara admitirlo, su madre aún estaba en edad de necesitar compañía, e incluso sexo, aunque a Liz le costara también un esfuerzo pensar en ello. Y sabía que Jane no querría ni oír hablar del asunto—. ¿Se lo vas a decir a Jane? —preguntó Florence con cara de pánico, mientras Liz pensaba en ello.

—Si no quieres, no le diré nada. —Florence no estaba cometiendo ningún crimen ni le hacía daño a nadie. No estaba senil ni ponía en grave riesgo su salud. Simplemente tenía una historia con un hombre más joven (veinticuatro años más joven, para ser exactos). Liz no creía que ellas fueran las más indicadas para decirle si eso estaba bien o mal, o para prohibírselo, o para hacer que se sintiera avergonzada. Pero temía que Jane no opinara igual. Cuando quería, era muy dura. Liz la adoraba pero era consciente de sus puntos flacos, de sus debilidades, de sus manías, y nunca había sido su fuerte aceptar a un hombre, fuera quien fuese—. Creo que deberías contárselo tú a las dos —dijo finalmente.

—¿En serio?

—Es lo que pienso. Cuando encuentres el momento adecuado. Si se trata de algo pasajero, no es asunto de ellas. Pero si es una relación más seria, entonces tienes derecho a que tu familia lo acepte de buen grado. Para ellas es bueno saber qué pasa en la vida de su madre.

—Me parece que a Jane le dará un infarto —dijo Florence.

—A mí también me lo parece —admitió Liz, sincera—. Pero lo superará. Ella no tiene derecho a decirte cómo tienes que administrar tu vida. Intentaré recordárselo, llegado el momento.

—Gracias —dijo Florence. Liz la había apoyado anteriormente, y siempre con éxito. Pero ambas intuían que esta vez iba a ser muy difícil.

—Yo no me preocuparía por Coco —añadió Liz—. Es muy buena persona, y mucho más tolerante que Jane. Tus hijas quieren que seas feliz.

—Ya, pero quizá no quieran que tenga un novio joven. El dinero no tiene nada que ver —le aseguró a Liz, e, indirectamente, a Jane—. Yo le dije que debería casarse y tener hijos, pero él ya se ha divorciado una vez y tiene un hijo de dos años. Y somos felices así. No creo que lleguemos a casarnos —añadió en un tono de disculpa, como si estuviera haciendo algo espantoso.

—¿Sabes?, si fueras un hombre… —dijo Liz, de repente enojada por la situación y sintiendo lástima de Florence a la vista de la vergüenza que estaba pasando, tanto más por tener que mentir a sus hijas—, si fueras un hombre te dejarías ver en las fiestas con una chica mucho más joven que él, la harías pasearse luciendo cuerpo por la piscina del hotel Beverly Hills, te jactarías de habértela ligado delante de tus hijos, tu peluquero, tus vecinos. A estas horas ya te habrías casado y probablemente serías padre. De hecho, si tú tuvieras diez años más y él diez o veinte menos y los papeles estuvieron intercambiados, eso es lo que pasaría y todo el mundo te miraría con envidia. Eso sí que es repugnante, la doble moral que te obliga a ti a hacer las cosas a escondidas, mientras que si fueras hombre estarías propagándolo a los cuatro vientos. Tu vida es tuya, Florence. Y solo se vive una vez. Haz lo que te haga feliz. Yo estuve casada antes de conocer a Jane y podría haber seguido así toda la vida. No quería que nadie supiera ni pensara que yo era homosexual. Me costaba tal esfuerzo hacer que la gente me respetara, ser como ellos querían que fuese, que lo pasaba fatal. Dejar a mi marido e irme a vivir con Jane es lo mejor que he hecho en mi vida. Y tú sabes, Florence, que si Buzz todavía viviera, estaría haciendo exactamente lo mismo y con una aún más joven. —Levantó su copa de champán en honor de su «madre poética»—. Por ti y por Gabriel. Larga vida y sobre todo felicidad.

Se abrazaron, con lágrimas en los ojos, y permanecieron así un rato. Después Florence llamó a Gabriel. Quería presentarle a Liz, pero a esta no le pareció justo conocerle antes que Jane. Tenía algo de conspiración, y sabía que a Jane no le iba a gustar, de modo que le prometió a Florence que la próxima vez sí, pero que antes debía presentárselo a sus hijas.

Las dos mujeres se abrazaron de nuevo en el portal.

—Gracias —dijo Florence, visiblemente agradecida—. Eres una gran persona, Liz. Mi hija tiene mucha suerte.

—Y yo también —respondió Liz, con una sonrisa. Cuando se alejaba en la limusina que la había llevado hasta allí, se cruzó con el Porsche. Liz bajó la ventanilla, sonrió y le dijo adiós con la mano; él la miró perplejo y le devolvió la sonrisa.

Bienvenido a la familia, pensó ella, camino del aeropuerto. Iba a ser la bomba, cuando Florence tuviera por fin agallas de decírselo a Jane. Liz haría lo posible por suavizar el golpe, pero conocía bien a su pareja. Se iba a armar una buena.