18

—Va a salir bien.

—No quiero que perdáis por mi culpa.

—No vamos a perder.

—Podríamos perder.

—No vamos a perder.

Pero podríamos. El trofeo: una vida en la que Mal no jugase un papel tan importante. Mi vida.

Inspeccioné la multitud mientras imitaba los ejercicios de calentamiento a los que mis compañeros se sometían en ese preciso instante. Lo más importante era que si a alguien le daba por mirar, no fuese el único que no estaba a la pata coja, estirando la otra pierna con una mano a la espalda. Yo era la viva estampa del flamenco más gigantesco y desgarbado que se pueda encontrar, pero al menos era un flamenco.

Ahí estaba mi madre, por fin. Y papá. Era el único padre que se había traído unos prismáticos. Me imaginé que debía sentirse como un asesino. Mal le daba lametones a un enorme helado con la cobertura de fresa dividida en dos facciones enemigas; las avanzadillas goteantes corrían unas tras otras por el frágil cono y entre sus dedos. Mamá estaba nerviosa por mí, se había peinado y maquillado para la ocasión, y llevaba puesto un vestido suelto de verano moteado con los colores del sol ardiente. Era un objeto de artesanía, una bonita muñeca de tómbola. Le devolví la sonrisa para demostrarle que estaba bien, pero no lo estaba.

Una explosión de aire comprimido se dejó oír cuando el señor Thirkell, nuestro resollante profesor de educación física, estrujó su bocina. Indirectamente hacía ejercicio con nosotros, pero los resultados no eran demasiado visibles. Aquello significaba que nos tocaba a nosotros. Enfilamos hacia la línea de salida. Yo deseaba y a la vez no deseaba que llegase el momento.

—Sobre todo, no pierdas el equilibrio —musitó Chris.

—Pero si me pasa, no será culpa mía.

—No será culpa de nadie, de todas formas.

Y me sonrió. Me hubiera gustado preguntarle si la oferta de ir con ellos en bicicleta seguiría en pie si me caía, o si perdíamos la carrera, o si simplemente estallaba en llanto allí mismo.

Mientras me ocupaba en estas cavilaciones, sonó el disparo. Los cuatro colores competidores se lanzaron en pos de su eco. Una ola negra de clamores se elevó entre el público, aunque para mí no consiguió apagar el sordo tump tump de las pisadas de los corredores sobre la hierba, dotados de una velocidad formidable que yo no podía igualar más que con la celeridad de mis jadeos.

Chris irrumpió en el segundo tramo, catapultado. Ya íbamos en cabeza, el equipo rojo iba ganando, pero yo había echado raíces en mi posición. Quizá no era mala idea sentarme ahí. Podía seguir llamándome Phil por toda la eternidad, me acabaría acostumbrando, igual que el dolor reflejo de una costilla rota, constante pero sin convertirse en una molestia insoportable. Yo estaría del todo conforme.

Tercer tramo. Tump tump tump. Mis articulaciones se estiraron, como si fuera un hombre de hojalata. Un gemido silencioso hinchó mis pulmones el doble de su tamaño. Mis oídos zumbaban, el ruido de la turba se disipó. De mi vista desaparecieron todos los colores. Decidí que aquel no era yo, aquel era alguien interpretando mi papel. Extendí mi mano y allí estaba el otro corredor de inmediato, dándome una palmada que vibró en el aire como el disparo de la pistola.

Y ahí estaba yo, corriendo. Corría despacio, pero al límite de mis fuerzas. Corría para dejar atrás a mamá y a papá y a Mal. Aventuré una ojeada por encima del hombro y vislumbré unos bloques de rojo, verde y amarillo dándome alcance a un ritmo extremadamente violento. Iba el primero pero cada vez con menos y menos ventaja, el ritmo de mis cortas piernas, que giraban como un molino de viento en el aire, acomodándose y desacomodándose a la cadencia natural de inhalaciones que mi pecho era capaz de contener. Estaba en movimiento. Avanzaba. Me abría camino. Estaba fuera de mí. Estaban a punto de atraparme, pero ya no les daba tiempo a adelantarme. Y gritaban, gritaban porque acababa de ganar.

Los petos rojos se amontonaron, se me echaron encima, pero mi anonadamiento me ayudó a soportar el peso y a hundirme en aquella corriente a la que no pertenecía pese a estar transportándome. Quizá pudiera escoger ese camino. Quizá sería bien recibido. Era posible que aquello fuera para mí. Chris me felicitaba a gritos en la oreja; las salpicaduras de su saliva me refrescaban la piel ardiendo y cosquilleaban mi cuello. No conseguía distender las manos, las tenía engarfiadas como lazos en el pelo de una chica; y me sentí por un instante el centro bullente de algo genial. Me caían lágrimas calientes de los ojos, pero antes de que nadie las viese me las restregué con el antebrazo manchado de hierba hasta que la cara me quedó verde como una botella vieja.

—¡¿Contento?! —me preguntó Chris, y sonaba como si hubiese dicho «Bien hecho». Asentí. Estaba contento.

Entre la multitud vi a papá, los brazos en el aire, y a mamá, que aplaudía sin intención de ser la primera en detenerse. Lou me lanzaba besos teatrales a dos manos como lo hubiera hecho una cantante de ópera famosa para despedirse de una legión de seguidores fanáticos al subir a un avión. Sin embargo, me los lanzaba a mí.

Lo que estaba experimentando era la vida. Decidí quedarme allí estirado un rato disfrutando de la sensación de su fascinante mano en mi espalda.