18
Lágrimas Rojas
Lunes a la mañana
Así estaban las cosas. Temblorosa, y con las manos colgando torpemente a los costados, Sylvia miró hacia el cuerpo de Markus que comenzaba a reaccionar lentamente. El peso de la pena la hizo caer de rodillas. Si bien había pensado que despedirse de Benjamin sería difícil, nunca creyó que podía desencadenar algo frágil y pequeño pero igualmente importante en su interior. Los violentos sollozos se escuchaban en el silencio del camarote. Como si se hubiera fracturado una costilla, temió por sus pulmones.
—¿Sylvia? — gruñó Markus, dándose vuelta hacia el otro lado.
Desempeñando su papel, ella continuó llorando. Mientras Markus pensara que lo hacía por él, era suficiente. Puso todas sus energías en pretender que le importaba. La única motivación que tenía no era salvar su vida, sino proteger a Benjamin.
Se escuchó un fuerte golpe a la puerta. Sylvia se sobresaltó y cayó al lado de Markus. Intentó levantarse para abrir la puerta, pero no tenía fuerzas para ello. La partida de Benjamin se había llevado una parte de ella con él.
—Adelante — dijo con voz ronca.
Volvieron a golpear. Alguien murmuraba detrás de la puerta. De pronto, ésta se abrió violentamente. El señor Jones y sus hombres, tal como esperaba.
Sylvia vaciló y colocó el brazo sobre Markus quien parecía estar recobrándose del reino de la inconsciencia. Las lágrimas brotaron nuevamente, y eran reales, muy reales en esta oportunidad. En su mente, no eran transparentes, sino pesadas, como si estuvieran cargadas de dolor, sangre y recuerdos.
—Oh, discúlpenos por esta irrupción señor y señora Wrinkler — el señor Jones parecía preocupado. — Pensamos que no había nadie y —
Sylvia luchó por encontrar las palabras: —Mi marido, ca...yó...y —
—Bueno, señora Wrinkler, déjeme ver. Smith, ve a buscar un doctor.
Smith miró al señor Jones con extrañeza.
—Había más de un doctor en este barco.
Sin decir nada, Smith se marchó.
El señor Jones se arrodilló al lado de Sylvia y dio vuelta a Markus para que quedara tendido de espaldas. Le tomó el pulso. — No soy médico, señor Wrinkler, pero su esposo está vivo. Parece tener una herida en la cabeza.
—Sí—sí, se golpeó la cabeza con el—maldito tocador.
—Señor Wrinkler. ¿Me está escuchando? Soy el señor Jones.
Markus gimió, abrió los ojos por un momento, y puso una expresión contrariada, como si oliera algo podrido. Los miró a ambos.
—¿Quién demonios es usted? —preguntó. Intentó mover la cabeza pero gimió de dolor.
—Oh, querido — dijo Sylvia, fingiendo afecto y alivio. Para rubricar las apariencias, lo besó en la frente. ¿Era demasiado terrible pensar que una parte de ella deseaba que no hubiera despertado? —Quédate quieto; no estás bien. Tuviste una caída terrible. El doctor estará aquí pronto.
—Soy el señor Jones. Me han encargado ocuparme del caso de la bailarina.
—A nadie le importa esa maldita perra.
El señor Jones intentó sonreír, pero Sylvia podía darse cuenta cuando las personas se irritaban con los comentarios de su esposo. —La persona que atacó a la señorita Gardiner ahora ha matado a otra persona.
Sylvia respiró entrecortadamente, honestamente sorprendida. Intentó limpiarse las manchas de la máscara de pestañas que había debajo de los ojos.
—Se trata del Doctor Rodrigo Gorrin.
—¡El doctor! ¿Por qué, en nombre de los cielos, querrían matarlo a él?
—La gente es capaz de hacer cosas terribles. Yo sólo estoy intentando detener esto.
—Bien, ¿qué corazonada tiene? — preguntó Sylvia.
—Una mujer llamada Patricia Rosewood.
—¿Por qué ha venido a nuestro camarote? —preguntó Markus, visiblemente irritado, mientras continuaba intentando ponerse de pie. Parecía una tortuga gorda que se doblaba y daba vueltas de espaladas, sobre el caparazón, sin poder enderezarse.
—Tenemos estrictas instrucciones del señor Phillips de buscar en cada uno de los camarotes del Diamond Royale.
—Dígame, ¿parece que estuviéramos escondiendo a una asesina? Tome a sus hombres y váyase de mis instalaciones — le ordenó Markus.
—Querido, ellos sólo intentan ayudar — susurró Sylvia, palmeando su hombro.
—Maldito ese schweinhund y su pomposo culo americano. Yo soy Markus Wrinkler—dueño de una de las joyerías más famosas de toda Europa — y ¿usted osa venir a mi camarote buscando una asesina? ¡Fuera de aquí!
—Señor, el señor Phillips—
—¡Que venga el señor Phillips si es necesario! ¡Fuera de mi vista!
Sylvia temblaba, temiendo que la furia de Markus se volviera contra ella una vez que los hombres se fueran. El señor Jones se quedó parado sin moverse por un momento. Ambos hombres se midieron con la mirada. Markus se puso de pie y pasó las manos por la chaqueta, quitándose el polvo.
—Espero que ya se esté sintiendo mejor. Descanse. Smith pronto estará aquí con un médico — dijo el señor Jones, forzando las palabras.
—Muchas gracias, señor Jones — respondió Sylvia, ante el silencio de Markus.
El señor Jones y los demás hombres se marcharon sin mediar más palabras. Markus continuaba jadeando como un animal herido. Una vez a solas, balbuceó: —Arschloch.
Sylvia descansó su mejilla contra el rostro masculino, y las lágrimas fluyeron libremente. Markus comenzó a consolarla, haciéndole saber que se encontraba bien. Pero ese era el problema. Markus no había muerto en la caída. Estaba vivito y coleando.
Esta vida a la que se había obligado a vivir continuaría así para siempre. Sin el futuro que ella deseaba o aspiraba. Una vida sin emoción, lujuria o energía apasionada era como estar encadenada. Todo lo que ella quería era un nuevo comienzo. Eso era todo.
*
La claridad irritaba los ojos de Harold, faltos de sueño. Se dirigió hacia los ojos de buey, observó las luces del amanecer proyectadas sobre el mar, y corrió las cortinas. Sacó algunas ropas de su maleta y las colocó en las hendijas por donde se filtraba la luz. Dio un paso hacia atrás y respiró aliviado. Los haces de luz eran como fragmentos de vidrio que se le clavaban en el iris. Todo lo que quería era dormir. Sin interrupciones ni pesadillas. Quería olvidarse del cuchillo con la sangre de la mujer asesinada.
En la oscuridad, Harold estaba seguro de haberla escuchado: —Piensan que fuiste tú.
—No, no fui yo.
Harold se cubrió la cabeza con la sábana.
—Te están buscando. Aquella mujer...te vio con el cuchillo en la mano.
—Ella no vio nada — susurró Harold.
—Eres despreciable — sintió que alguien le acariciaba el cabello.
—No fui yo, te lo juro.
—Nos encontrarán. Te encontrarán — una mano descansó sobre su pierna.
Harold arrojó las sábanas lejos de su cuerpo. Con los ojos bien abiertos, pulsó el interruptor de la luz. Todo lo que pudo ver fueron unas tonalidades rojas por unos pocos y horribles segundos, y luego el color rojo se disipó. Sus ropas colgaban de las puertas y ventanas donde las había amontonado previamente.
—Estoy a salvo aquí — murmuró.
Un sonoro gruñido proveniente de su estómago interrumpió sus pensamientos. Durante toda la noche sus dientes habían estado rechinando y desgastándose y no habían masticado nada. Caminó a los tumbos por el camarote para buscar los restos de su cena; unos pocos trozos de vegetales y media papa. Los comió con avidez y encontró un paquete con masitas, cerrado, debajo del plato.
Harold rompió el envoltorio y sacó la masita. Estaba recubierta con azúcar.
—Veneno — susurró la voz.
Harold miró fijamente la masita. Se la acercó hasta la nariz.
—Ellos quieren envenenarte. Saben que tenías el cuchillo.
Harold aspiró accidentalmente el polvo y sintió un ardor en las fosas nasales. Dejó caer la masita. Ésta se partió en pedazos, y se escuchó una especie de siseo, como si el ácido la estuviera deformando. Impactado, la pateó lejos de él.
—Eres un tonto. Sal de aquí. Están viniendo a buscarte.
La cabeza de Harold le latía dolorosamente. Sabía que tenía que marcharse.
—Yo no fui — dijo Harold sollozando.
—Ellos no piensan eso. Te vieron.
Harold corrió hacia la perilla de la luz y la apagó. Había quedado envuelto en la oscuridad una vez más. Esperó, respirando profundamente. Aguzó los oídos. Abrió bien los ojos, pero no pudo ver nada. No sabía a qué le temía más: si a ver o a estar a ciegas.
—Aquí te encontrarán. Te apuñalarán como apuñalaron a esa joven. Te desangrarás como un cerdo degollado — los labios de Nadine rozaron los suyos.
Las gotas de transpiración se acumulaban en su frente. Las secó. Con tímidos pasos, se acercó a la puerta. Abriéndola, se asomó al corredor. Sintió que una lámina de luz le rebanaba el rostro.
—Corre, mi querido. Sálvanos.
—¿Hacia dónde? — preguntó con voz temblorosa, amenazando con desmoronarse.
—Hacia cualquier parte.
*
—Hasta ahora no hemos encontrado ni a Patricia ni al reloj — dijo Michael, intentando mantener un tono firme en la voz. Era apenas el mediodía, pero necesitaba informar al señor Phillips sobre los avances en la búsqueda, mientras Smith y Robinson continuaban con la tarea.
El señor Phillips estaba parado del otro lado del escritorio, con los nudillos apoyados sobre la costosa madera de roble. Se quitó el cigarro de la boca y lo aplastó contra el cenicero dorado.
—Sabemos que se estaba ocultando en el camarote de Rodrigo. Durante nuestra búsqueda, encontramos un escondite en la pared y justo en ese momento, Rodrigo llegó a la habitación. Traía un paquete de comida. Era evidente que la estaba alojando allí. Pero ella ya no estaba. Rodrigo se mostró tan sorprendido como nosotros.
—¿Rodrigo? — Los ojos de ambos se encontraron por un momento.
—Lo matamos. Sabía demasiado.
—Maldición, era un buen hombre, un buen tonto.
—No era parte del plan. Él era uno de los dos únicos médicos que hay en el barco — dijo Michael.
—Fue inesperado, sí...
—¿Dará la orden de detener el barco?
El señor Phillips se mordió el pulgar, rompiendo la uña. Escupió la uña rasgada sobre el escritorio y movió la cabeza: —Se suponía que este pequeño problema iba a ser solucionado rápidamente. Pero se ha hecho demasiado grande, como si fuera un tumor maligno. Yo lo quería tener resuelto y que..., es decir, necesito ese reloj de bolsillo. No puedo ir con las manos vacías a negociar mi próximo gran contrato bancario. Esa pieza vale más que cualquier riqueza para los hombres con quienes estoy negociando. Es una reliquia familiar de algún tipo. Los judíos pueden ser muy sentimentales.
—Detener el barco y solicitar una inspección oficial será de gran ayuda en la investigación. Es difícil hacerlo apropiadamente con tan pocos hombres.
—No pensé que fuera necesario contar con más hombres — dijo el señor Phillips rudamente. — Esto debe quedar en la mayor reserva. De lo contrario, este barco se va a convertir en un loquero. Esa mujer, la quiero viva o muerta, pero el reloj de bolsillo debe ser recuperado. Mi fortuna está en juego.
Michael no sabía cómo decirle al señor Phillips, una vez más, que era imposible recuperar el reloj, encontrar a Patricia y al asesino en un solo día, pero el señor Phillips no iba a aceptar un No como respuesta.