Capítulo 2
Dejó muy temprano el hotel La Bobadilla. Después de oír un parte informativo apagó el radiorreceptor del Opel Vectra. El panorama del mundo no había cambiado durante las escasas horas que había permanecido en aquel oasis de ensueño. Prestaba atención a la carretera pero inconscientemente cavilaba la manera de poner en marcha la investigación. Hacía tiempo, mucho tiempo, que sólo desenmarañaba casos sin importancia. Llevaba más de veinte años apartado de los entresijos del tráfico de obras de arte. La mayoría de sus confidentes acabaron entre rejas, muertos o jubilados. Uno de sus mejores «colaboradores» se había reconvertido en un magnífico jefe de cocina italiana y regentaba un restaurante de cierta nombradía, el Monna Lisa, el título del cuadro que siempre soñó robar.
A finales de los noventa otro de sus confidentes escribió un libro de memorias que narraba la verdad de sus robos, las tramas políticas y económicas que los propiciaron, los personajes, con nombres ficticios evidentemente, que estaban detrás de ellos. La novela tuvo éxito, se colocó en cabeza de las listas de best-sellers y se tradujo a varios idiomas. Su autor ahora vivía en un lujoso chalé de Las Rozas entregado al cuidado de su jardín y a disfrutar de las exposiciones que se celebraban en el mundo.
Confiaba en ambos para dar los primeros pasos en la investigación. Por experiencia sabía que los ladrones de guante blanco jamás se retiraban definitivamente del negocio. Los dos llevaban vidas ejemplares a los ojos de sus vecinos y de la sociedad, pero el gusanillo del arte se mantenía vivo en su interior. Estaba seguro. Ya no robaban pero seguramente conocían cuanto ocurría entre los hampones del tráfico ilegal de objetos de arte.
Madrid siempre le parecía frío y triste cuando llegaba del sur. Instalado en su casa, añorando el confort de La Bobadilla, pergeñó un plan para iniciar la búsqueda. En un trozo de papel anotó los nombres de Toro, del obispo y su secretario, de sus dos confidentes de confianza, los unió con líneas y compuso una especie de organigrama imaginario. Pensó unos segundos y trazó un círculo sobre el primero. La clave de una buena investigación radicaba en moverse, en seguir cualquier pista, por efímera que fuese. En recorrer medio mundo haciendo miles de preguntas para obtener una o dos respuestas válidas. Así logró capturar a Erik el Belga y a su banda, y así pensaba recuperar la tabla.
Descolgó el teléfono y llamó a Pilar. Una serie de timbrazos sin respuesta, y después la voz metálica del contestador automático le invitó a dejar un mensaje. Hizo un esfuerzo y tras escuchar el tercer pitido dejó un escueto: «Soy Frank…, te quiero…, iré a cenar…». Si hubiese descolgado jamás habría compuesto una frase tan cursi, tan sin sustancia, pero hablar a un robot le coartaba, se sentía estúpido, como el loco que en su desvarío habla solo por la calle. Cogió el cheque y lo contempló con la satisfacción con la que un padre contempla la fotografía de su esposa e hijos. Se abanicó la nariz con el papel y percibió el olor del dinero. Miró el reloj. Tenía tiempo de ingresarlo y de visitar al primero de sus confidentes antes de cenar con Pilar.
Estuvo tentado de coger el coche pero desistió debido a los atascos que colapsaban el centro en horas punta. Utilizaría el transporte público. Contribuiría por unas horas a no contaminar el planeta. Caminó hacia la plaza de Santa Ana. Dos indigentes se peleaban a voz en grito por la propiedad de un montón de cartones, bajo la mirada estupefacta de un grupo de turistas. Uno de los indigentes, con más alcohol que sangre en las venas, esgrimió una navaja como último argumento para disuadir a su rival. Los turistas corrieron asustados hacia el vestíbulo del hotel. Añoraba la calma chicha de La Bobadilla, de los pueblos del Ampurdán donde quizá, si la suerte le acompañaba, tendría su hotelito.
Salió del metro en Serrano y subió por la calle Goya. A la altura del número 43 un viejo vendía quincalla fascista: escudos, llaveros, chapas, bolígrafos, mecheros, pisapapeles, insignias, estampas… Al llegar a la calle Lagasca cambió de acera para ir en busca del restaurante Monna Lisa. El local había cambiado poco desde la última vez que comió allí. La sonrisa de la enigmática dama napolitana, pintada por Leonardo sobre una tabla de álamo blanco durante diez mil horas, dominaba el comedor. ¿Cuánto se había escrito sobre la sonrisa de la Gioconda? Para algunos se debía a una hemiatrofia de la mitad derecha del cuerpo, para otros a un ataque de asma, a un nivel elevado de colesterol, según Freud a un complejo de Edipo, e incluso una autora, Suzanne Giroux, afirmaba que escondía las nalgas de dos muchachos. Una teoría sustentada en la homosexualidad de Leonardo da Vinci, que a los veinticuatro años compareció ante un tribunal de Florencia acusado de sodomía. Entre los cuadros destacaba una fotografía solitaria, en blanco y negro y de grano grueso, de Vincenzo Perugia, que en 1911 robó la Monna Lisa con la supuesta intención de restituirla a su Italia natal. Para Alejandro Grosseto, el exladrón reconvertido en jefe de cocina y dueño del restaurante, Perugia encarnaba el ideal del ladrón romántico y le gustaba relatar las pericias del robo como sus propias aventuras de la mili. Frank había escuchado la historia cientos de veces.
El cuadro viajó a Francia de la mano del propio Leonardo da Vinci. Así comenzaba su relato Grosseto, con un halo de suspense que captaba de inmediato la atención de los oyentes. Después lo adquirió Francisco I por cuatro mil monedas de oro para exhibirlo en los palacios reales de Fontainebleau y Versalles. El 1804 pasó a propiedad del Museo del Louvre, donde permaneció hasta 1911. Un día, al poco de abrir el museo, un conservador lo echó en falta y supuso que lo habían trasladado por algún motivo oficial. Más tarde, Louis Béroud, un pintor que realizaba una copia en la misma sala de la Monna Lisa, se interesó por la obra. Le dijeron que la habían llevado al laboratorio para fotografiarla. Al mediodía, al comprobar que el cuadro todavía faltaba, Béroud le pidió al general Poupardin, encargado de la seguridad del Louvre, que hiciera las averiguaciones correspondientes. Unas horas después, Poupardin concluyó que el cuadro había desaparecido.
La policía registró palmo a palmo el museo. Una labor sumamente complicada porque el Louvre ocupaba ya en aquella época veinte hectáreas y custodiaba más de quinientos mil objetos de arte, la mayoría almacenados en un laberinto de cámaras subterráneas. La noticia saltó a la prensa. La revista L’Illustration ofreció una recompensa de cuarenta mil francos a quien aportara información sobre el robo; el Paris Journal elevó la cifra a quinientos mil francos. La policía movilizó a todos sus efectivos y poco a poco reconstruyó los hechos. El ladrón había entrado en el museo minutos antes de cerrar las puertas. Descolgó el cuadro, se escondió en uno de los almacenes, desmontó el marco y se marchó. Para escapar descerrajó el pomo de una puerta. Así de sencillo. En su huida se topó de bruces con un fontanero que le confundió con un operario y le indicó la salida.
Durante varios meses la policía francesa siguió todas las pistas que llegaron a sus manos, acudió a sus confidentes, pagó a soplones, apretó las tuercas a viejos ladrones, solicitó ayuda a las policías extranjeras para que investigasen en sus respectivos países. Pero nada dio resultado. El cuadro más famoso de la historia de la pintura había desaparecido sin dejar rastro. En círculos oficiales se barajaba la hipótesis de que el ladrón lo hubiese quemado. A raíz del robo se reforzaron las medidas de seguridad del Louvre, y Théophile Homolle, su conservador, presentó la dimisión forzado por la dirección del museo. Además, quedó al descubierto un extraño incidente protagonizado por el poeta Guillaume Apollinaire y el pintor Pablo Picasso. Un individuo ofreció al poeta dos estatuas propiedad del Louvre que un tal Géry Pieret había robado con absoluta impunidad. Apollinaire rechazó la oferta pero Picasso las compró. Tras la desaparición de la Monna Lisa, Pieret, un viejo conocido de la policía, confesó el robo de otra estatua y Apollinaire y Picasso, para no verse involucrados, entregaron las piezas para que fuesen devueltas a su legítimo dueño. Apollinaire, detenido y acusado del robo de la Monna Lisa, quedó poco después en libertad al demostrarse su inocencia.
La obra insigne del Louvre tardó dos años en aparecer. Un día del mes de noviembre de 1913 el marchante italiano Alfredo Geri recibió una misteriosa carta desde Paris. En escasas líneas el remitente le ofrecía comprar la Monna Lisa. Pensó que se trataba de una broma, pero le mostró la carta a su amigo Giovanni Poggi, conservador de la Galería de los Uffizi, y ambos decidieron seguir la farsa y entrevistarse con el enigmático personaje. Vincenzo Perugia les llevó a su casa y de debajo de la cama sacó un fardo de forma rectangular: La Gioconda. Así recuperó Francia la obra cumbre de la pintura universal. Perugia declaró haberla robado para recompensar a Italia de los saqueos de Napoleón. Juzgado y condenado a un año y quince días de prisión, tras apelar la sentencia quedó en libertad a los siete meses.
Nadie ocupaba todavía las mesas, pero en la barra de roble varios ejecutivos esperaban su turno en amena charla con buenas raciones de jamón de San Daniele y copas de bordalino tinto. Frank tomó uno de los taburetes, se sentó y pidió una cerveza mientras observaba los pequeños cuadros de pasta italiana que reproducían obras famosas. Las «señoritas», el «cabello de ángel», los «cuernos de buey», los «ojos de lobo», los «sombreretes» y las marille, la pasta diseñada por Giugiaro, el estilista de Fiat, componían alegorías mitológicas, desnudos femeninos, personajes históricos y escenas de época. El camarero le sirvió la cerveza y aprovechó para entregarle su tarjeta.
—Por favor, dígale al señor Grosseto que un viejo amigo desea verle.
Mientras esperaba al exladrón, reconvertido en jefe de cocina, hojeó la carta. A la vista de los platos, las dos estrellas otorgadas por la prestigiosa guía Michelin estaban completamente justificadas. Había sopa de pescado al aroma de azafrán, buñuelos de flor de calabacín rellenos de espuma de pescado, arroz y guisantes aliñados con manteca de cerdo, arroz con queso parmesano y tinta de sepia, berenjenas marinadas, achicoria roja de Treviso salteada con ajo y cebolla, espaguetis con alcachofas, chuletas de cerdo empanadas y cocidas en vinagre de vino blanco y otro buen número de recetas tradicionales cuya sola lectura le hacía la boca agua.
Los suculentos manjares de la carta y su apetito le hicieron ronronear el estómago. Dio un sorbo de cerveza para distraer el hambre. Los ejecutivos habían ocupado su mesa y Grosseto, libreta en mano, recitaba como un rapsoda las sugerencias del día y tomaba nota de la comanda. Le gustaba atender a sus clientes personalmente, al menos hasta que las labores de la cocina se lo permitían. Miró de soslayo hacia la barra y Frank levantó la jarra de cerveza en un guiño de complicidad. Terminó de anotar las preferencias de sus comensales, llamó al mâitre para que se hiciera cargo de pasar la comanda a la cocina y acudió a su encuentro. Le abrazó con sonoras palmadas en la espalda.
—¿Cuánto tiempo hace que no venía por aquí?
—Demasiado —sonrió Frank.
Grosseto le trataba de usted, un principio de respeto, un privilegio de los policías sobre los delincuentes. Sabía que había colgado la placa, pero no le importaba. Grosseto siempre le vería como un policía, un madero en el argot, un pasma. Se habían conocido tras el robo de un Matisse en un lujoso chalé de Puerta de Hierro. La vigilancia de uno de los sospechosos le condujo hasta Grosseto, un receptador experto en arte bien relacionado con los peristas. El ladrón acudió a verle para que autentificara el cuadro porque muchos propietarios encargaban copias que exhibían en sus lujosas mansiones, mientras guardaban los originales en cajas fuertes de seguridad de entidades bancarias. Frank montó un dispositivo especial de vigilancia y cuando Grosseto acudió a peritar el Matisse detuvo a toda la banda. Tenía suficientes pruebas para enchironarle una buena temporada pero le propuso un trato. Le colocó ante los ojos un folio en blanco y un bolígrafo y le pidió el nombre de al menos diez peristas, marchantes o anticuarios que traficaran con obras de arte a cambio de interceder ante el juez para que le dejara en libertad vigilada. Por aquel entonces Grosseto ya rumiaba apartarse del «negocio» y aceptó sin pensárselo dos veces. Así se convirtió en su confidente y gracias a sus delaciones recuperó numerosas obras. Se hicieron amigos y durante años Grosseto le pasó información y recibió en contrapartida sustanciosas cantidades de los fondos reservados del Grupo. Parte del dinero lo empleó en montar el restaurante.
—Necesito tu ayuda —le dijo tras beber un trago largo de cerveza.
Grosseto cogió un taburete y se sentó a su lado.
—Salvo que desee hacer un cursillo de cocina veneciana, no creo que pueda ayudarle. —Sonrió.
—Quiero información —soltó Frank sin preámbulos—. Información sobre tipos interesados en una tabla renacentista.
—Ya no estoy en el candelero y usted lo sabe.
—Es cierto, pero ya conoces el refrán: «Genio y figura…».
—No, comisario, en mi caso no se cumple. Dejé por completo la mala vida. Ahora me codeo con la misma gente de antes pero de una manera honrada.
—¿A qué te refieres?
—Aquí vienen a comer marchantes, banqueros, bolsistas, hoteleros o anticuarios que fueron mis clientes en otras épocas. Pero no me reconocen o hacen ver que no me conocen y yo hago lo mismo con ellos. Haya paz —dijo con la entonación de un cura en el púlpito, y Frank sonrió al recordar al obispo—. Cualquiera puede haber encargado el robo de una tabla. ¿Quiere un consejo?
—Adelante.
—Compre la revista Forbes —bromeó—. El tipo que busca aparece con seguridad en sus páginas. Sólo los multimillonarios pueden patrocinar este tipo de robos.
Frank guardó silencio unos instantes mientras daba el último sorbo a la cerveza. Con la vista clavada en la espuma que se deslizaba por el interior del vaso, le pidió información sobre las bandas de guante blanco, sobre los ladrones de cuadros que actuaban en España. Grosseto soltó una sonora carcajada.
—Ya no hay ladrones de guante blanco —espetó convencido—. Ya no quedan gentlemen en nuestro oficio. En los buenos tiempos se robaba por vocación, por sensibilidad. Me atrevería a decir que por amor al arte. En mil novecientos cincuenta y ocho —recordó con los ojos fijos en la punta de sus zuecos de inmaculado color blanco—, por una apuesta varios sujetos robaron de una galería de Aix-en-Provence dos Van Dyck de pequeño formato valorados en catorce mil dólares. Cumplida la apuesta abandonaron los cuadros junto al alféizar de una ventana con una nota que explicaba sus motivos. Tipos cojonudos. Sí, señor —afirmó con admiración—. Hace años había gente que también robaba por ideales políticos o religiosos.
—No me cuentes otra vez el robo de La Gioconda —protestó Frank con una sonrisa.
—No, comisario, no me refiero a Perugia, sino a los nacionalistas irlandeses que sustrajeron en mil novecientos setenta y cuatro, de la Kenwood House de Gran Bretaña, el cuadro de Vermeer Chica con guitarra. Para devolverlo exigieron a las autoridades londinenses la libertad de las hermanas Dolours y Marion Price, que cumplían condena por actos terroristas. De lo contrario amenazaron con quemarlo. Las autoridades no aceptaron el chantaje y finalmente abandonaron la pintura en un cementerio de Londres. ¡Sensibilidad por el arte! —exclamó—. Esa gente tenía sensibilidad. Pero todo ha cambiado para mal. Ahora los robos no se conciben sin una dosis de violencia. Antes para robar piezas de arte había que ser un caballero. Había que ser inteligente, entender y amar al arte —ratificó orgulloso de haber pertenecido a esa clase de maleantes—. Para robar una pintura, una escultura o una joya, primero había que organizar un equipo, un grupo de especialistas altamente cualificados. Una banda, como usted sabe mejor que nadie, se componía de un jefe que dirigía la operación, un experto en electrónica encargado de desactivar las alarmas, un cerrajero manitas que abría la caja sin violencia, y si fallaba entraba en escena un soldador experto en el manejo de sopletes de oxígeno de alta presión y lanzas térmicas. —Calló unos segundos para sentenciar—: Ahora sólo hacen falta dos tipos armados con pistolas.
—Te hablo de un trabajo limpio —le aclaró—. Un trabajo sin violencia, como en los viejos tiempos. Entraron, descolgaron la tabla y se la llevaron sin desactivar las alarmas. Cuando llegó la Guardia Civil ya se habían esfumado. Rápidos como una centella y limpios como tus zuecos.
—No puedo creerlo —bramó agitando la cabeza—. Ni Robert Wagner en Ladrón sin destino hizo una proeza semejante. Ya no quedan especialistas que cronometren al segundo una operación. Se extinguieron con nosotros, como se extinguieron los dodos en Mauricio y las Seychelles. —Caviló unos instantes para preguntarle—: ¿Ha visto en Internet a los criminales más buscados por el FBI?
—No me gusta Internet —protestó Frank, y Grosseto siguió con su disertación sobre las bandas que actuaban hoy en día. Había tenido la suerte de retirarse a tiempo, de cambiar el rumbo de su nave para bogar en aguas más tranquilas. Pero otros no supieron predecir el temporal y se ahogaron en las agitadas olas de la galerna. Parte de su gente todavía cumplía condena tras varios intentos de fuga, otros murieron abatidos por la policía tailandesa en el paso de las Tres Pagodas cuando intentaban cruzar con un cargamento de opio, y otros agonizaban a causa del sida por culpa de su adicción a la heroína.
—Ni siquiera en el resto de Europa —dijo Grosseto— quedan auténticas bandas de ladrones de arte. Los tipos como Robin Hood han pasado a la historia. —Sonrió y reflexionó—. Creo que me hice ladrón por culpa de las películas de Robin Hood. ¿Recuerda a Errol Flynn y a Olivia de Havilland en Robin de los bosques? —Frank sonrió—. Ahora los robos se encargan a bandas comunes —siguió—, a bandas que lo mismo sirven para un roto que para un descosido. Bandas que igual roban una saca de dinero en un aeropuerto que un cuadro en un museo, dan una paliza por unos cuantos dólares, o se cepillan a alguien por encargo. —Hizo una pausa repentina, como si escuchara una voz interior, y le preguntó—: ¿Está al corriente de los robos de arte?
—Me temo que no —respondió lacónico—. Mi interés por ellos murió el mismo día que abandoné el Grupo.
—Lo suponía —aventuró resignado, como el profesor incapaz de hacer comprender las matemáticas a un alumno cabezota—. La violencia —expuso— empezó cuando los precios de los cuadros alcanzaron cifras astronómicas y llamaron la atención de los inversionistas. Antes sólo encargaban robos los coleccionistas, los verdaderos amantes del arte. Sujetos a quienes no importaba el valor pecuniario de la obra, sino el poder contemplarla todos los días del año. Gente que amaba la belleza por encima de cualquier cosa. Gente que se obsesionaba con una obra y quería poseerla a cualquier precio. Sólo así se explica que hayan robado varias veces el Retrato de Jacobo III de Geheyn, de Rembrandt. Alguien, en algún lugar del mundo, con dinero y poder, vive obsesionado por esa pintura. En mil novecientos sesenta y seis la sustrajeron de la Dulwich Picture Gallery de Londres. La policía la recuperó pero volvieron a robarla en mil novecientos setenta y tres. Se la llevaron de nuevo en mil novecientos ochenta y uno. Se recuperó y la robaron otra vez en mil novecientos ochenta y tres y todavía no se ha localizado. El coleccionista, el amante del arte, ha cumplido su objetivo. La gente que ama el arte desprecia la violencia. ¿Recuerda el robo de mil novecientos sesenta y uno? —Frank negó con la cabeza—. Veintiuno de agosto de mil novecientos sesenta y uno —puntualizó Grosseto con solemnidad—. La National Gallery de Londres abrió sus puertas. Aquel día entraron casi seis mil visitantes. Uno de ellos saltó por la ventana de los lavabos y se llevó una obra valiosísima, El duque de Wellington, de Goya, adquirida sólo unas semanas antes por trescientos noventa y dos mil dólares. Una buena cifra, ¿verdad? —Sonrió—. Pasaron los días sin noticias del cuadro —relató dosificando la intriga—. La policía no tenía ni puñetera idea de dónde podía estar o quién lo había robado. Entonces se recibió una carta en las oficinas de la agencia Reuters. El supuesto ladrón aseguraba que el cuadro no estaba a la venta, que sólo pedía un rescate de catorce mil libras esterlinas para donarlas a obras benéficas. ¿Qué le parece? —Rió estrepitosamente—. Un Robin Hood del siglo veinte. Como puede suponer no se pagó el chantaje, y en julio de mil novecientos sesenta y dos la agencia Reuters recibió otra carta en la que el sujeto reiteraba su intención de cobrar el rescate y donarlo a los pobres. La policía, erre que erre, rechazó otra vez el chantaje. En diciembre de mil novecientos sesenta y tres se recibió una tercera carta en Reuters. El ladrón pedía a los dueños de los periódicos más importantes de Inglaterra un pequeño «impuesto revolucionario» por cada mil ejemplares vendidos. Nadie le tomó en serio. En mil novecientos sesenta y cinco, cuatro años después del robo, el tipo hizo su última oferta. Devolvería el cuadro a cambio de que fuera expuesto y la recaudación se destinara a obras sociales. Las autoridades también rechazaron el nuevo chantaje. En mayo de mil novecientos sesenta y cinco un joven, que dijo llamarse Bloxham, dejó un paquete en la consigna de la estación ferroviaria de Birmingham. Unos quince días después el periódico Daily Mail recibió una nota anónima con el recibo de la consigna. La policía se encargó de recoger el paquete y… ¡Sorpresa! Allí estaba el cuadro de Goya. Unos días más tarde el ladrón se entregó a la policía. Se llamaba Kempton Bunton, un camionero en paro nacido en Newcastle upon Tyne. Dijo que había entrado en el museo con la ayuda de una escalera abandonada en la parte posterior, junto a los lavabos. Confesó que robó un cuadro al azar para protestar a favor de los pensionistas, que pagaban un impuesto por tener televisión. Durante el juicio no pudo demostrarse que Bunton tuviera intenciones de delinquir y salió absuelto. Más tarde le condenaron a tres meses de reclusión por haber perdido el marco.
—Una bonita historia —admitió Frank.
—A finales de los ochenta —continuó Grosseto enfrascado en la charla— los tiburones de las finanzas se dieron cuenta de que resultaba más rentable invertir en arte que especular con la bolsa, el oro o los diamantes. Pero como usted muy bien sabe el mercado del arte, del buen arte por supuesto, es escaso. Pronto las grandes obras dejaron de circular por las casas de subastas. En ese momento los «tiburones» encargaron robos a las bandas tradicionales, a gente que robaba con amor, con mimo para no estropear la obra. Pero ya quedaban muy pocos ladrones de la vieja escuela y entraron en escena las bandas de delincuencia común. No tenían ni puta idea de cómo se roba un cuadro e hicieron lo único que saben hacer: entrar a saco empuñando un arma. —Hizo una seña al camarero de la barra y le pidió una cerveza—. En mil novecientos ochenta y cinco unos tipos se llevaron del Museo Marmottan, una antigua mansión cercana al Bosque de Bolonia de París, cinco Monet, dos Renoir, un Berthe Morisot y un Narusé. Estacionaron un coche en doble fila frente al museo. Salieron cinco individuos, entraron tranquilamente por la puerta principal, amenazaron al público con pistolas, rompieron las vitrinas, se apoderaron de las obras y salieron tan panchos como habían entrado. ¡Todo en cinco minutos escasos! —exclamó sorprendido de tanta rapidez—. Todavía no se han recuperado las pinturas. Entre los cinco Monet estaba Impression soleil levant, el primer cuadro impresionista según muchos expertos. En su momento, el crítico Louis Leroy, de la revista satírica Le Charivari, descalificó y menospreció el cuadro. Ya ve, comisario. ¿Conoce su valor?
—Ni idea.
—Quince millones de dólares, tres mil millones de pesetas de la época. Casi nada —dijo con un silbido—. Pistola en mano, a las bravas, también se llevaron en mil novecientos noventa del Museo Vieille Charité de Marsella tres dibujos de Picasso. En Estados Unidos, con idéntico sistema, robaron tres lienzos de Rembrandt, cinco de Degas, uno de Manet y otro de Govaert Flink del Isabelle Stewart Museum de Boston. ¿No lee los periódicos?
—De vez en cuando.
—Hace unos años, en diciembre de dos mil, varios individuos armados hasta los dientes entraron en el Museo Van Gogh de Amsterdam y sustrajeron dos cuadros que hasta la fecha no se han recuperado.
—Ahora que lo dices —admitió con un vago recuerdo—, Pilar me habló de ello.
—A finales de agosto de dos mil cuatro, dos tipos encapuchados y armados entraron en el Museo Munch de Oslo y robaron en treinta segundos tres cuadros de Edvard Munch: Madonna, El grito y un tercer lienzo sin identificar. ¿Qué le parece, comisario? El grito, la obra cumbre del expresionismo noruego, robada con total impunidad a punta de pistola. Un cuadro valorado en sesenta y dos millones de euros. ¿Cuánto suma en pesetas? Todavía no me hago una idea.
—Alrededor de diez mil cuatrocientos millones.
—¡Joder! —exclamó sorprendido por la cifra—. Los museos no escarmientan —lamentó malhumorado—. El grito ya había sido robado de la Galería Nacional de Oslo en febrero de mil novecientos noventa y cuatro, en vísperas de las Olimpiadas de Invierno de Lillehammer. Pero afortunadamente se recuperó tres meses después.
—Oí comentar que ni siquiera estaba asegurado.
—Oyó bien —dijo—, pero de qué sirve el dinero ante tal pérdida. De qué le sirve una póliza de seguro al Gobierno noruego si no recupera la obra cumbre de su pintura nacional, el emblema de todo un país. De nada. Han tenido suerte y lo han recuperado gracias a un chivatazo, pero si no toman medidas la próxima vez quizá desaparezca para siempre. —Dio un sorbo a su cerveza—. Sin embargo, robar a punta de pistola tiene un gran inconveniente —apuntilló—. Sólo pueden sustraerse obras de pequeño formato. La Venus del espejo, El entierro del conde de Orgaz, o El jardín de las delicias son imposibles de sustraer a las bravas. Nadie puede salir corriendo con ellas bajo el brazo como hicieron los tipos de Oslo. Tampoco hay tiempo para cortar la tela o desmontar las tablas. Eso requiere maestría, instrumentos adecuados para no dañar la pintura, y un tiempo del que no dispone quien empuña un arma. Los cuadros, comisario, deben robarse con calma, de la misma manera que se hace el amor a una mujer.
—Es una buena comparación —admitió Frank.
—¿Qué tamaño tiene la tabla de su cliente?
—Lo desconozco.
—En cualquier caso —dijo convencido—, la búsqueda no le será fácil.
—Lo sé.
—Ándese con cuidado —le aconsejó con voz baja pero clara—. Nosotros nunca opusimos resistencia a la policía, pero ahora las cosas han cambiado. El hampa es de gatillo fácil y en menos que canta un gallo le meten tres tiros en el cuerpo.
Las palabras de Grosseto hicieron regresar los fantasmas del fracaso a la mente de Frank. Se enfrentaba a una delincuencia que desconocía y no tenía nada, ni siquiera una brizna de hilo para tirar de la madeja. Ni siquiera sabía las dimensiones de la tabla. ¡Qué desastre! Se jugaba mucho en el éxito de la investigación y se prometió que lucharía contra el desaliento. Tomó conciencia de su falta de información. Un fallo que subsanaría esa misma noche. Confiaba en Pilar, en su experiencia, para conocer los detalles técnicos. Después rastrearía cualquier pista. Investigaría a todas a las personas relacionadas con la tabla, analizaría minuciosamente los sistemas de seguridad de la Colegiata, los intentos de robos anteriores, los visitantes sospechosos de los últimos meses. Buscaría sin descanso hasta encontrar el grano de alpiste que le llevara a los pájaros que habían robado la pintura.
—Quédese a comer —le ofreció Grosseto—. Invita la casa.
—Te lo agradezco, pero no quiero importunarte más.
—Usted nunca molesta —terció con sinceridad—. Estoy hasta la coronilla de atiborrar a periodistas a cambio de un artículo en una revista de mala muerte y a críticos gastronómicos que ni siquiera saben coger los cubiertos. Usted es de los pocos que merecen mi respeto, que merecen que esta casa le invite siempre. Ya no quedan tipos como usted, comisario, tipos con un par de cojones para romper con todo y con todos. La mayoría de la gente cuando mira su cara en un espejo y no le gusta lo que ve, rompe el espejo. Pero usted, no. Usted prefirió romperse la cara, dejar la comodidad y el buen sueldo del Grupo para ser coherente con su forma de pensar y actuar. ¡Chapó! Quédese a comer, comisario —insistió—, usted honra esta casa.
Grosseto se levantó. El restaurante se había llenado y en la cocina reclamaban su presencia. Le estrechó la mano y le deseó suerte. Frank le vio caminar hacia los fogones, cuchichear al oído del mâitre y coger de una mesa de servicio su gorro de cocinero. Cuando empujó la puerta basculante de la cocina le oyó gritar: «Andiamo, andiamo… Svelti, il ristorante é pieno…».
El mâitre acudió al instante para acomodarle en una mesa que tenía el cartelito de «Reservada». Le entregó la carta y Frank la hojeó por segunda vez. Se decidió por una ensalada mediterránea de escarola, lechuga francesa, alcaparras, tomate verde, aceitunas negras y berenjenas a la parmigiana, y una fantasía marina compuesta de langostinos y arroz sobre un lecho de verduras y crema de nata. Para beber pidió una copa de Valpolicella Superiore. Habría comido algo más contundente, algo más acorde con el apetito que tenía, incluso un buen postre, pero Pilar le esperaba para cenar.
Al salir del restaurante miró su Patek Philippe. Si se daba prisa todavía podría hacerle una visita a Carlos Soto, el exladrón metido a novelista. Tomó un taxi hasta la plaza de Santa Ana, recogió su Opel Vectra y por la Gran Vía y la calle Princesa enfiló la carretera de La Coruña en dirección a Collado Villalba. Dejó atrás la mole del Ejército del Aire, el arco de triunfo de Moncloa y la Puerta de Hierro, y el paisaje se abrió con las primeras dehesas del monte de El Pardo. Entre las encinas centenarias abundaban los ciervos, jabalíes, conejos, perdices y varias especies de rapaces en vías de extinción.
Ajustó el espejo retrovisor para ver con nitidez al automóvil que se había colocado detrás suyo en el semáforo del intercambiador de Moncloa: un Seat Ibiza azul de cinco puertas. No podría asegurarlo, pero creía que ese coche le había seguido. La autopista A-6, que conecta Madrid con los pueblos de la sierra, soportaba un tráfico intenso a cualquier hora del día. Aceleró y los doscientos once caballos de su Opel Vectra le permitieron alejarse del Seat Ibiza hasta convertirlo en un puntito, en una pequeña mancha azul.
Alcanzó la cuesta de las Perdices. Las antenas, los potentes focos y las cámaras de infrarrojos señalaban la ubicación del Centro Superior de Información de la Defensa, el actual CNI, un gran edificio en forma de «Y» en el punto kilométrico 8,8. En la entrada, cerrada a cal y canto por un doble sistema de verjas electrificadas, el viejo escudo de bronce con el lema «Saber para vencer» había sido sustituido por otro con las siglas del Centro Nacional de Inteligencia sobre una esfera armilar.
En apenas quince minutos recorrió los dieciocho kilómetros que separan Madrid de Las Rozas. Salió de la autopista y enseguida encontró el panel indicador de la urbanización Las Rozas Rojas. Una avenida, enmarcada por círculos de adelfas y rosas, le condujo a la caseta del vigilante jurado. Se detuvo frente a la barrera levadiza y el hombre se acercó a la ventanilla del coche para preguntarle el motivo de su visita. Frank le entregó una tarjeta y le comunicó su deseo de entrevistarse con Carlos Soto. El guarda se metió en la garita y habló unos segundos por teléfono. Miró el reloj, anotó el nombre de la visita, la matrícula del coche y la hora en un libro de registro, y después levantó la barrera. Hacía tiempo que no visitaba a Soto y dudó la dirección a seguir. Giró a la izquierda por una calle de amplios parterres de césped y pomos de flores. Avanzó unos metros y al final de la misma reconoció el chalé.
Un muro, sobrepasado por un tupido seto de aligustres, ocultaba el jardín de miradas indiscretas. Llamó al timbre y apenas retiró el dedo del pulsador un rottweiler se abalanzó sobre la verja metálica. Permaneció de pie, quieto, sin inmutarse por los ladridos histéricos del perro que daba saltos para intentar morderle el cuello. Desde dentro del chalé una voz gritó: «Vermeer…, Vermeer…, quieto…, sit…, sit…». Carlos Soto caminó hacia la verja, sujetó al perro del collar y abrió.
—¿Le asustan los perros, comisario? —le preguntó con una sonrisa, mientras el can se tumbaba manso a sus pies.
—No.
—Si hubiese cruzado la verja, le hace añicos.
—¿Quieres probarlo? —replicó Frank en broma, y se desabrochó la americana. Bajo su axila izquierda colgaba su Colt MK-IV.
—No, claro que no —respondió Soto con una sonora carcajada—. Le tengo cariño a Vermeer.
—Sabia decisión. Acabas de ahorrarte ochenta mil pelas en otro chucho.
—De cualquier manera no se fíe. Estos perros tienen muy mala leche —dictaminó—. Por eso lo compré. Por si alguien mete las narices donde no le llaman.
—Los hombres son peores que los perros. No lo olvides… ¿Por qué le llamas Vermeer?
—Por una de mis pinturas preferidas, La señora y la sirvienta, de Johannes Vermeer. ¿Ha visto el cuadro?
—Sí, lo he visto. Siempre que viajo a Nueva York me doy una vuelta por la mansión Frick. Es de los mejores de la colección —afirmó convencido—, aunque personalmente prefiero El astrónomo.
—Magnífico cuadro, sí, señor. Le quitaba el sueño a Hitler y no cejó hasta confiscarlo a la familia Rothschild. La última vez que lo contemplé en el ala Richelieu del Museo del Louvre estaba espléndido tras una perfecta restauración. Magnífico —repitió—. Pero el juego de luces de La señora y la sirvienta me parece sublime. Ya sabe, sobre gustos no hay nada escrito.
Carlos Soto ató el perro a una cadena de gruesos eslabones anclada junto a la perrera y le invitó a entrar en la casa. Siguieron un sendero sobre el césped formado por grandes losas de cuarcita. El jardín, debido a las lluvias, requería una siega, pero en su conjunto estaba bien cuidado. Una enredadera trepaba por la fachada hasta alcanzar las ventanas del primer piso, donde se mezclaba con una buganvilla de flores moradas. Pequeños círculos abiertos en la hierba agrupaban las distintas especies de fanerógamas que formaban una combinación de colores bien estudiada. Había adelfas, margaritas, pensamientos, lilas, azaleas, y muchas plantas aromáticas: tomillo, lavanda, romero, salvia… Al pasar junto al garaje vio asomar el morro de un Volvo S-80 y un Freelander. No le iban mal las cosas, pensó.
Una joven filipina de unos veinte años, no muy agraciada, pero de gestos amables y medidos, le recibió con su uniforme impecable tocado de cofia blanca y labor de puntilla, para darle la bienvenida. Le pidió su chaqueta para colgarla, pero Frank prefirió quedarse con ella puesta para ocultar el arma. Pasaron a un amplio y lujoso salón. Soto le ofreció asiento en un cómodo sillón de piel. De las paredes colgaban cuadros de pintores modernos y algún que otro impresionista del último cuarto del siglo XIX. En suntuosos muebles de maderas nobles destacaban esculturas griegas y romanas. Sobre una cómoda-escritorio de tambor, de palo de rosa, caoba y limoncillo, posiblemente del siglo XVIII, sobresalía un fragmento de metopa con un ateniense derribado por un centauro. Había jarrones de cerámica de Sèvres, bronces taurinos de Mariano Benlliure, la pequeña escultura de una bailarina firmada por Degas y otras piezas de colección como un magnífico reloj astronómico de James Reinhold. Los diversos ambientes estaban separados por bellos biombos chinos y filipinos. Frank observó con atención uno compuesto por bastidores de ébano calado y tallado, y decorado con pinturas sobre seda.
—Son pinturas del siglo diecinueve —dijo Soto para satisfacer su curiosidad— y pertenecen al taller de William Eden Nesfield.
La calidad de las obras convertía al salón en un pequeño museo. Soto llamó a la criada y la joven acudió al instante. Se colocó junto al señor de la casa y esperó.
—¿Qué desea tomar, comisario? —preguntó Soto.
—Lo que tú prefieras.
—¿Una copa de Don P. X.? —le ofreció—. Acaban de traérmelo de Aguilar de la Frontera.
—¿Etiqueta Doble Gran Reserva mil novecientos setenta y siete?
—¿Cuál si no? A mis amigos sólo les ofrezco lo mejor.
—Acepto.
—Dos copas de Pedro Ximénez —ordenó a la muchacha.
La sirvienta regresó con una bandeja del siglo XVIII, de asas labradas, cubierta con un pequeño mantel de hilo y dos catavinos, dos joyas del siglo XIX de la Compagnie des Cristalleries de Saint-Louis, y una botella de Don P. X. Etiqueta Doble Gran Reserva 1977, de Bodegas Toro Albalá. Llenó los catavinos con la precisión de un barman y se los entregó. Frank dio un sorbo, paladeó el licor y aprobó la calidad del buqué.
—Brindemos por nosotros —propuso Soto alzando la copa.
Frank le secundó y la levantó a la altura de los ojos. Su anfitrión dio un trago largo, que dejó el licor en las últimas. Como todos los alcohólicos, Soto no degustaba, no paladeaba ni disfrutaba del licor, simplemente lo bebía.
La historia de Carlos Soto se resumía en breves líneas. Frank le detuvo en La Junquera, en la frontera con Francia, cuando intentaba pasar al país vecino una camioneta cargada de antigüedades y obras de arte robadas en distintos lugares de España. No pudo atribuirle la autoría directa de los robos, pero el juez le procesó por un delito de contrabando, de tráfico ilegal de obras de arte con detrimento del Patrimonio Nacional, y le sentenció a veinte años de cárcel, al considerar el agravante de obstrucción a la justicia por negarse a facilitar los nombres de sus proveedores y de sus contactos en el extranjero.
Cumplía sus tres primeros años de condena en la cárcel Modelo de Barcelona cuando Frank le solicitó una entrevista. Soto, como todos los ladrones de guante blanco, se consideraba un caballero y el sórdido ambiente carcelario le desbordaba, le asfixiaba como una serpiente pitón arrollada al tórax. No soportaba la vulgaridad de los reclusos, la suciedad de las celdas y los servicios, la bazofia que les daban de comer, la violencia que se respiraba en el ambiente y se desataba al amparo de la noche. Harto de todo ello, se comprometió a entregarle una lista con el destino de numerosas obras que había trasladado de España a Francia e Inglaterra, a cambio de su libertad condicional y la inmunidad de sus actuales propietarios. No le prometió nada pero se prestó a gestionar su oferta porque creía en la redención si con ello se recuperaban las obras expoliadas. Frank empeñó su palabra, respondió del compromiso de Soto ante las autoridades judiciales, y un mes después el juez firmó su acta de libertad vigilada.
—Supongo —dijo Soto— que no es una visita de cortesía.
—Afirmativo —respondió con el aroma a pasas del Pedro Ximénez inundándole la nariz—. Necesito información para recuperar una pintura.
—Mal asunto, comisario —se lamentó—. Siempre le estuve agradecido, porque no hubiese soportado más tiempo en la cárcel. En alguna ocasión, hasta me pasó por la cabeza suicidarme… Pero hace años que vivo apartado del hampa. Ya no me interesa. Cometí un delito y pagué mi deuda con la sociedad. Nunca más he removido la mierda.
—Lo sé, lo sé —convino para tranquilizarle—. Pero quizá sepas quién puede estar interesado en una tabla renacentista.
—Un montón de gente —espetó subiendo el tono de voz—. Son las obras mejor pagadas aunque no pertenezcan a primeras firmas. —Se levantó para servirse una segunda copa, y le preguntó—: ¿De qué hablamos? ¿Un Van Eyck, un Petrus Christus, un Robert Campin, un Van der Weyden, un Van der Goes, un Rubens?, o quizá un cuadro del Renacimiento romano o veneciano, ¿tal vez un Boltrafio, un Luini o un Sodoma?
—No puedo confiarte esa información —atajó—. Es confidencial.
—Entiendo, comisario. —Se sentó con la copa en la mano—. Le han contratado para que recupere una tabla. Pero si tengo que serle sincero no creo que pueda hacerlo sin el apoyo de la policía. Lo más seguro es que no hayan denunciado el robo.
—Supones bien.
—No se meta en líos. Deje este asunto. Los tipos que no denuncian los robos no son trigo limpio. Seguramente la tabla ha llegado a manos de su cliente de forma ilegal. Por eso no quiere denunciar el robo. ¿La tenía en una caja de seguridad?
—No —dijo pensativo—. Simplemente entraron y se la llevaron.
—¡Joder!, comisario —exclamó contrariado—. No me lo pone fácil. Tengo la sensación de estar jugando a las adivinanzas. De todas maneras puedo asegurarle que su tabla ya ha salido del país, rumbo a los mercados de Hong Kong, Singapur, Bangkok o China. A mercados de economías emergentes. —Hizo memoria y recordó con lucidez—: Hace treinta años a orillas del Chao Phraya sólo había casas de teca. Ahora descollan sobre el agua grandes rascacielos fruto del milagro económico tailandés. Los inversionistas intentan capitalizar sus beneficios en bienes revalorizables, y el arte es el principal junto al oro, los diamantes o el marfil. ¿Qué voy a contarle? —dijo agitando con sus movimientos el licor en la copa—. Contratan como asesores a especialistas europeos y saben que las obras antiguas, principalmente del Renacimiento, gótico o románico, son las más cotizadas. Su tabla —vaticinó convencido— está en el sudeste asiático. Se deteriora bajo la humedad del trópico porque esos tipos no aprecian el arte en sí mismo, sólo su valor. —Interrumpió su discurso para lamentarse—: No sé cómo puedo ayudarle.
—Abre los oídos y si te enteras de algo dímelo.
—Pierda cuidado.
—¿Todavía viajas? —dijo para aliviar la tensión.
—Sobre esa cómoda —señaló con el dedo un mueble barroco con trabajo de marquetería— tengo dos pasajes de avión para Venecia. En el palacio Grassi, el último que sobrevive a orillas del Gran Canal, se celebra la primera exposición de arte etrusco que reúne piezas de casi cincuenta museos del mundo —afirmó con la convicción de un experto—. Un milagro cultural posible gracias a la Fiat, que financia el evento. Cada año patrocina una muestra única en su género y procuro no perderme ni una. En el noventa y tres acudí a la dedicada a Marcel Duchamp, en el noventa y cinco a la de Henry Moore, y en el noventa y seis a la de Giambattista Tiepolo.
—Te envidio.
—Tuve un golpe de suerte —dijo—. Mi novela se vendió como churros y puedo vivir de las rentas. ¿Recibió el ejemplar que le mandé?
—Sí.
—¿Qué le pareció? Su opinión me interesa.
—Si debo serte sincero, no sé cuánto vales como escritor. Tendrías que escribir otro libro… —se sinceró Frank—, pero la trama tiene su miga, porque los personajes se identifican con facilidad. Algunos estaban en mi punto de mira antes de retirarme.
Soto apuró su segunda copa de vino. Iba a servirse otra pero se contuvo. Dejó el catavinos sobre la bandeja y llamó a la muchacha para que la retirara. Frank todavía conservaba vino en la suya.
—¿Quiere un poco más? —le preguntó.
—No, gracias —dijo—. Hay que beber despacio, a sorbos pequeños para paladear el licor, para percibir los aromas varietales que recuerdan al café, al chocolate, al higo pasificado, al cacao, al dátil… No disfruta más quien bebe más. Deberías saberlo. Este vino es una joya para el paladar y para el bolsillo porque una botella cuesta casi cien euros.
—Lo sé, pero en la cárcel el alcohol me ayudó a evadirme… —Frank asintió—. Para saber quién está detrás del robo —Soto cambió de tema—, primero hay que conocer la obra. ¿Tiene algún informe técnico?
—No, pero esta misma noche le pediré a Pilar que me eche una mano en este asunto.
—¿Sigue con ella?
Frank asintió y Soto aprobó con un gesto, se levantó del sillón y le rogó que le acompañara. Cruzaron una pequeña estancia decorada al estilo colonial africano, con sillas y mesas de rafia, tallas de ébano de Nairobi, un trono y una máscara yoruba, otra máscara baulé de Costa de Marfil y cinco estatuas mumuye. Entraron en un segundo salón, tan amplio como el anterior, donde guardaba una pequeña colección de iconos y objetos de liturgia ortodoxa junto a muebles rusos. Presidía el conjunto un tríptico de la déesis con Jesucristo en la cruz y san Juan Evangelista y María a los pies. Soto le cogió del brazo y le colocó frente a un icono de la Transfiguración, pintado a finales del siglo XIV por Teófanes el Griego.
—A veces —acarameló la voz como si le confiara un secreto— el alma de los cuadros lleva al alma del ladrón.
Soto miró fijamente el icono. Entornó los ojos para percibir los pequeños detalles de la pintura.
—¿Qué ve? —le preguntó, con los ojos casi cerrados.
Frank prestó atención a la pintura. Se alejó unos pasos, para tener una mejor perspectiva del conjunto, ladeó la cabeza, para calibrar la perfecta simetría de las figuras respecto al tema central, estudió los colores, las sombras, el tratamiento de la luz…
—Un icono ruso, como has dicho, pero de la escuela griega —dijo por fin—. El conjunto respeta el esquema de los miniaturistas bizantinos, posiblemente porque se pintó bajo la influencia del arte monástico de iluminar biblias. —Buscó otros detalles reveladores y prosiguió—. La escena que representa es clásica en los iconos bizantinos. Los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas aseguran que cuando Cristo culminó el monte Tabor, acompañado de tres de sus discípulos, se transfiguró iluminado por una luz celeste. Los teólogos interpretan este hecho como una anticipación de la gloria de la resurrección, que el autor representa de una manera casi absoluta. Fíjate —dijo volcado en su análisis— en la mezcla de los colores. Transmiten la sensación de una aparición sobrenatural. El destello de los rayos que surgen alrededor de Cristo se refleja sobre el Tabor e ilumina la ropa de los apóstoles postrados. El color azul se mezcla con el amarillo y el rojo, y produce una vibración óptica que convierte al icono en una pieza única. Jesús realmente se transfigura en esta obra —concluyó entusiasmado.
—Muy bien, muy bien —aprobó Soto—. Pero su disertación es puramente académica. Ha hecho la lectura docta de un entendido en arte, pero sin desvelar la verdadera alma del icono. La mayoría de las pinturas esconden símbolos herméticos que revelan su espíritu.
—No entiendo —dijo Frank confundido.
—Si pudiera leer el alma del icono comprendería que encierra un mensaje críptico. Atienda —le dijo, y con el dedo, sin tocar la frágil superficie, le señaló algunos detalles—. Hay seis figuras mayores colocadas en dos planos respecto al eje del icono: tres arriba y tres abajo. Este símbolo habla de la magia del tres y de la enseñanza de su gran iniciado, Hermes Trismegisto: «Lo que está arriba es como lo que está abajo…». A las tres figuras de arriba las acompañan otras cuatro, situadas dos a cada lado en pequeñas hornacinas, porque el cuatro, el número de la perfección en la mística griega, no puede eclipsar al tres, el número de la sabiduría absoluta. El cuatro sólo ratifica el mensaje. Y a las figuras de debajo las acompañan ocho figuras también encerradas en hornacinas o nichos porque transmiten la enseñanza del ocho, el número del infinito, del conocimiento más allá del mundo material, el número por excelencia de Fibonacci. ¿Qué se deduce de todo esto? —se preguntó a sí mismo para responderse—: Pues que este icono lo pintó alguien relacionado con las escuelas esotéricas del monte Athos, alguien que estudiaba las claves herméticas de la Biblia. Quizá un cabalista o un alquimista. ¡Vaya a saber! El pintor no sólo quería reflejar la realidad tangible de los Evangelios, la Transfiguración de Jesucristo. El icono representa la mística cristiana entrelazada con la egipcia. Después de todo, las Sagradas Escrituras son semíticas por naturaleza, y Moisés vivió en Egipto. ¿Entiende?
—Por supuesto —dijo Frank atento a sus explicaciones—. Pero ¿a qué viene esto?
—Escuche. Este icono formaba parte de la colección privada de un anticuario checo que conocí en Praga, aficionado al esoterismo. Me lo vendió porque pasaba serias dificultades económicas. Hicimos el trato y le pregunté de dónde procedía. ¿Sabe qué me respondió?
—No tengo ni idea.
—Que lo habían robado de la Galería Tretiakov de Moscú por encargo suyo. ¿Y sabe por qué? —Frank negó con la cabeza—. Porque para el anticuario este icono resumía el saber hermético de la Antigüedad. —El detective gesticuló con incredulidad—. Una gilipollez. Estoy de acuerdo con usted, pero cuando entra en escena el fanatismo cualquier cosa es posible.
—Insinúas que hay sujetos capaces de robar un cuadro por sus creencias metafísicas.
—Eso es —admitió—. Hay sectas con gran poder económico. Grupos fanáticos que se aferran a sus mitos y se atribuyen la obligación de rescatar para su custodia obras de contenido esotérico. ¿Le parece raro?
—A estas alturas ya nada me sorprende.
—Hitler encargó a la Gestapo rastrear obras con claves alquímicas, convencido de la capacidad de transmutación. El Führer también quería poseer la lanza de Longinos, el Arca de la Alianza, el Santo Grial, reliquias y amuletos, convencido de su poder mágico. Hay cientos de hitlers sueltos por el mundo. —Le cogió otra vez del brazo—. Tiene que saberlo todo sobre la tabla que busca —le recomendó—. Sólo así podrá seguir su pista. Por cierto, si algún día va a Praga no deje de visitar la galería de antigüedades Starozitnictvi Solidet, en la calle Francouzká; tiene una buena colección de pintura.
Regresaron al salón y Frank cogió su copa. Todavía quedaban unas gotas de vino y las apuró de un trago.
—Muchas gracias por tu ayuda —dijo sinceramente—. Pero ahora debo irme, Pilar me espera a cenar, y ya sabes cómo son las mujeres cuando nos retrasamos…
Soto sonrió y le acompañó a la puerta. Cuando salieron al jardín Vermeer ladró histérico. Soto le hizo callar a un golpe de voz.
—Si desea algo —le dijo—, aquí estaré.
Soto le había abierto los ojos hacia otra vía de investigación. En sus tiempos no había sectas ni grupos esotéricos mezclados en el tráfico de arte. La búsqueda había comenzado, debía permanecer activo y tener paciencia. Ése había sido siempre el secreto de su éxito. Tocaría todas las teclas hasta que una sonara, hasta que alguien se pusiera nervioso y levantara la liebre. La «teoría de la paciencia» la llamaban en el Grupo. «Cuando la paciencia de la víctima no tiene límite, la paciencia del verdugo se acaba», rezaba un viejo proverbio chino.
Dejó el automóvil en el aparcamiento subterráneo de la calle Arapiles, debajo de El Corte Inglés, y compró un ramo de rosas en el quiosco-floristería de la esquina. Pilar vivía en el número 10 de la plaza del Conde del Valle de Súchil. Alrededor del pequeño estanque central con surtidor varias niñeras, la mayoría sudamericanas, charlaban de sus asuntos mientras los niños se columpiaban o deslizaban por los toboganes. También las nanas habían cambiado, no se parecían en nada a las que tuvo de pequeño.
Antes de abrir el portal se entretuvo en el escaparate de Futonia, una tienda de muebles japoneses. Pequeños jardines hiraniwa o jardines zen, de piedras y arena de sílice, se mezclaban con muebles de bambú, linternas de papel, lámparas de fibra vegetal trenzada y fuentecitas para armonizar la energía feng shui. La sola contemplación de esos muebles minimalistas le relajaba.
Entró sin llamar porque desde hacía meses Pilar le había confiado un juego de llaves. La encontró en la cocina, sudorosa por el calor de los fogones, con el ruido ensordecedor de la campana extractora de humos y la premura de terminar a tiempo.
—¿Todo va bien? —le preguntó cuando Frank le entregó el ramo de rosas. Nunca antes había tenido la delicadeza de regalarle flores sin ironía.
Frank no respondió. Se miraron fijamente y se fundieron en un beso.
—Creí que finalmente no vendrías —le dijo Pilar cuando sus labios se separaron.
Estaba guapísima pese a su aspecto desaliñado. Se sujetaba el pelo con una cinta ancha de terciopelo azul cerrada con un velero. Vestía el pantalón rojo de un viejo chándal, una camiseta de color crema y un delantal lleno de lamparones. Frank la alejó sin soltarle las manos, para mirarla mejor.
—No estás para la pasarela de Chanel, a decir verdad… —bromeó, y ella le azotó un par de veces con un trapo de cocina.
—Chanel… —susurró—. No me has dado tiempo —dijo quitándose el delantal—. Espera y verás. —Retiró la última cacerola que borboteaba en el fuego y se metió en el cuarto de baño.
Frank oyó el ruido de la ducha y se la imaginó desnuda, con el agua deslizándose por su cuerpo. Se imaginó su pubis blanco de jabón y sus pezones sobresaliendo entre la espuma. Estuvo tentado de entrar, de desnudarse y de amarla bajo el chorro del agua. Pero se contuvo. Cotilleó las ollas y las sartenes y salió de la cocina.
La mesa del comedor estaba ataviada con un mantel de hilo bordado, dos grandes copas para vino tinto, otras dos de tulipa para el cava, vasos para el agua, un juego de platos de la vajilla de La Cartuja que guardaba en un bonito aparador de nogal y unos cubiertos de plata que había heredado de su madre. En el centro dos ramilletes de lilas arropaban un candelabro de tres brazos.
Se sirvió un vermú con hielo y soda y conectó el estéreo. A cada lado del equipo se alzaba una columna con CD’S de música clásica y moderna. Eligió uno de Simone que arrancaba con la canción Procuro olvidarte. Su mente se llenó de recuerdos. Recuerdos de sus primeros días cuando a la menor ocasión huían del mundo para vivir su amor en absoluta intimidad. Lejos del bullicio, de sus problemas y obligaciones. Le golpearon las imágenes de un fin de semana en Granada y una juerga sonada en la zambra de Enrique el Canastero, la única que sobrevivía en las viejas y legendarias cuevas del Sacromonte. La Gitana Elegante, apodo de una bailadora entrada en años, con su voz desgarrada, ronca y gastada, desgranaba en versión gitana Procuro olvidarte, mientras ellos vivían en una nube sin sospechar que se habían enamorado para siempre.
Se quitó la americana y se desembarazó de la cartuchera. La metió en un cajón del mueble mural que cubría una pared del comedor. A Pilar no le gustaban las armas, no le gustaba ver que iba armado porque le recordaba los peligros de su profesión. Entre las muchas cosas que le seducían de ella estaba su temperamento, su ímpetu, su energía desbordante y su independencia. Se consideraba un tipo duro, pero a su lado se sentía protegido, arropado ante los peligros de la vida, en perfecto equilibrio consigo mismo. Pilar se había ganado a pulso su posición profesional. Tras licenciarse en Historia del Arte trabajó de becaria en el Departamento de Conservación del Metropolitan Museum of Art, gracias a una beca de la Fundación Fulbright. Durante su estancia en Nueva York realizó varios cursos de peritación de arte y estudió técnica en los talleres de los mejores maestros de la restauración. Vivía en Manhattan, en un apartamento de Park Avenue con vistas a Central Park, a la Madison y la Fifth Avenue, entre las calles 75 y 76, cerca de la farmacia Zitomer, famosa por sus excelentes productos de cosmética. Un apartamento pequeño pero sumamente cómodo y bien situado que le prestó un amigo de la familia. Tenía amistades influyentes y un futuro inmejorable en la ciudad de los rascacielos. Pero el bullicio de Nueva York la asfixiaba. Le aterraba levantar la vista y contemplar un cielo de hormigón. ¿Dónde estaban las estrellas? Aborrecía el estilo de vida americano, la comida basura, la inseguridad de las calles. Odiaba la doble moral de la sociedad más poderosa del mundo. Cuando le ofrecieron trabajo en Madrid no lo dudó, hacía tiempo que soñaba con volver.
En casa de Pilar se sentía a gusto. Hasta el comedor llegaba el olor de las pinturas, disolventes y barnices que utilizaba en su trabajo. Entrar en su taller, para alguien neófito en el oficio, resultaba una experiencia emocionante, como Ali Babá cuando entró en la cueva del tesoro. Cuadros con desconchones, con la pintura cuarteada o la tela rota se mezclaban con libros deshojados, porcelanas hechas añicos, pergaminos raídos, estatuas desmembradas, muebles carcomidos, botes de pintura, aerosoles de lacas impermeabilizantes o pinceles de todos los calibres para efectuar los delicados retoques, repintes y correcciones que formaban parte del día a día de su oficio. En anaqueles de madera se apilaban diminutos tubos de pintura, frascos con resinas y siliconas, bolsas de masillas hidrófugas, instrumentos de ebanistería, marquetería y escultura, todo aparentemente mezclado pero en un orden perfecto. Las piezas que restauraba la obligaron a gastar una buena suma de dinero en un sofisticado sistema de seguridad. Una puerta blindada Fichet, dotada de sistemas antipalanca y antitaladro, una cerradura de seguridad de la misma marca, una caja fuerte Hamber y una serie de sensores magnéticos y de infrarrojos para detectar el movimiento y el calor convertían el piso en un pequeño búnker.
Abrió la puerta del balcón que daba a la plaza y respiró el aire fresco de la noche. La lluvia había limpiado la atmósfera. Dio un sorbo de vermú y se entretuvo en remover los cubitos del vaso con los dedos. Las farolas dibujaban sombras alargadas bajo sus pantallas. Las niñeras se habían marchado y los toboganes y columpios estaban vacíos como los pueblos abandonados. Sobre los bancos de piedra algunas parejas se arrullaban al amparo de la oscuridad. El silencio le permitía oír el ruido del surtidor en cuyo estanque se refrescaban las palomas. Levantó la vista. Frente al hotel Conde Duque le llamó la atención un Seat Ibiza azul de cinco puertas. Lo miró fijamente. Le pareció el mismo que había dejado atrás en la autopista. Las sombras de los árboles y la escasa luz de las farolas, que teñía los espacios de un color aciguatado, le impedían distinguir al conductor. Empleó un pequeño truco y cerró el puño ante el ojo para reducir el campo de visión y ganar nitidez. Aquel tipo le observaba. No había duda. Cerró la puerta del balcón y esperó unos segundos. Después corrió un poco las cortinas y miró hacia la entrada del hotel. El Seat Ibiza había desaparecido. Su hueco lo había ocupado rápidamente otro vehículo. Se frotó los ojos. Quizá había sido fruto de su imaginación.
El zumbido del secador marcaba una etapa más del ritual interminable del aseo de una mujer. Apuró el último trago de vermú, tiró el hielo sobrante al fregadero y metió el vaso en el lavaplatos. Simone entonaba las primeras estrofas de Yolanda, una canción de amor de Pablo Milanés. Subió el volumen. Un siseo le hizo girarse.
Pilar estaba radiante. Su melena rubia brillaba. Se había maquillado, perfilado los párpados con un lápiz de ojos, alargado las pestañas con rímel y pintado los labios con carmín. Giró sobre sí misma, con la maestría de las modelos en las pasarelas, y le mostró el vestido: un traje largo, rojo y blanco, de Moschino, comprado en la Via Borgognona, que le ceñía el cuerpo como un guante de seda. El escote dejaba ver el arranque de sus pechos. Frank la rodeó con sus brazos y bailaron las últimas estrofas de la canción.
Una luz diáfana se filtraba a través de los visillos y caía con fuerza sobre el edredón. A tientas cogió su Patek Philippe y miró la hora. Las diez y cuarto de la mañana. Estaba desnudo bajo el cobertor y sintió el agradable calor del sol en su cuerpo. Quería despertarse el resto de su vida como aquella mañana. Descansado, relajado después de una noche de pasión con la mujer que amaba, y con suficientes fondos en su cuenta corriente para no tener preocupaciones económicas.
Pilar entró en la alcoba. Frank vio su cuerpo a contraluz, sus curvas bajo el camisón de seda, sus pezones erizados por el roce de la tela, su pelo mojado, sus labios carnosos sin carmín y sus ojos limpios de rímel. La casa olía a café, a hogar.
—Levántate, gandul —le dijo Pilar tirando del cobertor.
—Métete en la cama.
—No te hagas el héroe —le replicó—. Anoche estabas más derrotado que un enano en los saltos de altura —bromeó.
—Métete en la cama —insistió—, y descubrirás al verdadero Frank.
Pilar soltó una carcajada y le besó fugazmente. Estaba alegre, juguetona. Su piel olía a vetiver.
—Dúchate mientras preparo el desayuno —le apremió. Desde la cocina llegaba el aroma del pan tostado.
Frank salió de la ducha con su albornoz y le besó en la mejilla. Se sentaron a la mesa de la cocina y Pilar sirvió el desayuno. Untó una de las tostadas con mantequilla, puso azúcar en el café con leche y lo removió con una cucharilla. Frank disfrutaba de las primeras horas de aquella mañana como pocas veces había tenido la ocasión de disfrutarlas. Por primera vez en mucho tiempo no tenía prisa por marcharse. Hacían una buena pareja, no cabía duda. Quizá había llegado el momento del cambio. Se lo había dicho, un poco en broma, y ahora quería retomar esa conversación de la noche anterior, pero no se atrevía por miedo a romper la magia de aquel instante. Se armó de valor y le cogió la mano.
—Nunca creí que me lo pidieras —dijo Pilar de pronto, como si pudiera adivinarle el pensamiento.
—Lo he rumiado mucho últimamente y quiero cambiar de vida…
—¿Qué quieres decir exactamente? —le preguntó, un tanto confusa.
—No sólo quiero que vivamos juntos —dijo Frank, procurando elegir bien sus palabras—, también quiero que cambiemos nuestras vidas.
—¿Y tu trabajo? ¿Y mi trabajo?
—Sé que no resulta fácil…
—Ya entiendo —musitó Pilar con un suspiro—. Quieres hacer realidad tu frase preferida: «Vivir no es necesario, navegar sí».
Frank asintió.
—Quiero comprar una masía en el Ampurdán —dijo con la mirada iluminada—, restaurarla y convertirla en un hotelito rural. Quiero vivir contigo en el campo, respirar el aire fresco de la mañana, escuchar el canto de los pájaros en primavera, sentir el sol en la cara mientras desayunamos en el porche…
—Para eso se necesita dinero, Frank, mucho dinero. ¿Cómo vamos a conseguirlo?
—Si tienes un sueño tienes la obligación de hacerlo realidad. —Pilar se limitó a mirarle, pensativa—. Hay algo que no te he contado —dijo Frank. Por unos segundos temió que el castillo de ilusiones que había levantado se derrumbara—. Si todo va bien, voy a cobrar ciento ochenta mil euros…
—¿Qué?… —Pilar conocía de sobra sus honorarios y sabía que nunca ascendían a más de cuatrocientas o quinientas mil pesetas.
Frank le explicó los entresijos de su último contrato, rompiendo la promesa formal de guardar secreto que había hecho al obispo. Le narró cómo había recibido una misteriosa nota que le citaba en el hotel La Bobadilla, los pormenores de la reunión, los motivos de la Iglesia para no denunciar el robo de una tabla y por qué le habían elegido a él para recuperarla. Pilar le escuchó con atención, casi sin respirar.
—Deja este asunto —le dijo tras meditar unos segundos, mientras le servía otra taza de café—. Con el dinero de la casa y mis ahorros podemos empezar.
—No puedo. Serán sólo unos meses, quizá unas semanas. Después, se acabó. Hasta tiraré al mar mi pistola para que no vuelvas a verla jamás —bromeó tratando de distender el ambiente.
La abrazó y sintió el calor de su cuerpo y esa extraña seguridad que le transmitía sólo con estrecharla entre sus brazos.
—Sólo te pido dos cosas —le susurró Pilar al oído, sin soltarse del abrazo.
—¿Cuáles?
—La segunda —dijo intentando ensortijar con el dedo los pelos de su pecho—, que en nuestro fu-tu-ro ho-gar —recalcó las sílabas— pueda instalar mi taller. No sabes cuánto me gustaría trabajar con luz natural, con ventanales llenos de sol…
—¡Concedido! —dijo como un subastador—. ¿Y la primera?
—Que me pongas al corriente de todo. Sufro cuando pasan los días sin tener noticias tuyas. Este asunto me preocupa muchísimo…
—Pensaba pedirte que trabajáramos juntos —dijo Frank complacido.
Pilar se libró del abrazo para mirarle a los ojos, pero Frank no bromeaba.
—¿Cómo puedo ayudarte?
—Como lo hiciste cuando nos conocimos… ¿Recuerdas?
—Sí, claro que me acuerdo —respondió confusa—. Pero entonces sólo tuve que certificar la falsedad de unas litografías. Ahora es diferente.
—Ahora —dijo— necesito que elabores un informe completo sobre la tabla. Un informe con todos los detalles posibles: época, pintor, escuela, tema, tamaño, cromatismo, simbolismo, copias documentadas, valor de mercado… Todo lo que sepas. No podemos dejar ningún cabo suelto. En cualquier detalle, por insignificante que sea, puede estar la clave para encontrar a los ladrones.
—El valor no puedo precisarlo porque el mercado se rige por las subastas.
—Me hablaron de un millón ochocientos mil euros —dijo Frank—. Al menos eso establece la póliza del seguro.
—¿De qué tabla hablamos?
—De La Virgen de la Mosca.
—¿Sólo trescientos millones de pesetas por La Virgen de la Mosca?
—¿La conoces?
—¿Cómo no voy a conocerla? ¡No puedo creer que hayan robado ese cuadro!
—Me han ofrecido el diez por ciento del seguro…
—Esa tabla, o cualquiera otra de su época, vale muchísimo más. Los precios se han disparado los últimos años.
—Grosseto y Soto opinan lo mismo, ¿les recuerdas?
—Claro que les recuerdo.
—Dicen que las subidas van en consonancia con el desplome de la bolsa y los mercados financieros.
—El tema es más complejo —dijo Pilar—. En mil novecientos setenta, por ejemplo, se subastó el cuadro más caro hasta esa fecha, el Retrato de Juan Pareja, de Velázquez, en trescientos ochenta y cinco millones de pesetas. Una buena cifra, desde luego, pero acorde con el valor del coleccionismo, la calidad del pintor y del lienzo y la escasa circulación de obras de Velázquez. Durante la década de los setenta los mercados se contuvieron y no hubo alzas notables en los precios, pero en mil novecientos ochenta Julieta y su niñera, de Turner, se subastó en cuatrocientos cincuenta y cuatro millones de pesetas. Ahí empezó la locura —protestó—. Puede decirse que este cuadro marcó la salida en la carrera desenfrenada de los precios. Tienen razón Grosseto y Soto. Los inversionistas fueron los responsables. Las grandes firmas de subastas, como Christie’s y Sotheby’s, viendo el volumen de negocio, entraron de lleno en el juego. En sólo seis años Los girasoles, de Van Gogh, sustituyó a Julieta y su niñera en el récord: se pagaron más de cinco mil millones de pesetas en una subasta organizada por Christie’s de Londres. ¡Y pensar que en vida Van Gogh vendió Jardín en rojo por cuatrocientos francos! Pero se sospecha que hay críticos al servicio de las casas de subastas que sobrevaloran las obras para conseguir precios más altos. Así se explica que, sólo un año antes, otro cuadro de Van Gogh, Paseo de Alyscamps, se vendiera en quinientos millones de pesetas. Pero nada comparado con el precio de Muchacho con pipa, de Picasso, un cuadro de su período azul subastado por Sotheby’s en ochenta y cinco millones de euros. ¡El cuadro más caro de la historia hasta la fecha! Algunos meses después, en julio de dos mil cuatro, Muchacha sentada en el virginal, de Johannes Vermeer de Delft, lo subastó Sotheby’s en treinta millones de euros. Parece ser que la baronesa Thyssen pujó por este pequeño cuadro pero se le escapó de las manos. Las firmas internacionales de subastas —siguió—, como Dorotheum de Viena, Koller de Zürich, Briest de París, Finarte de Milán y por supuesto Sotheby’s y Christie’s, han duplicado en pocos años sus ganancias. Los grandes marchantes de finales del siglo diecinueve y principios del veinte como Ambroise Vollard, el primer agente de Picasso, Matisse o Cézanne, Paul Rosenberg, propietario de la famosa galería de su nombre en el veintiuno de la rue de la Boétie de París, o Henri Bénézit, crítico y comerciante de arte, jamás pudieron imaginar el rumbo que tomaría el negocio en la actualidad. El mercado del arte, e incluso el propio arte, se ha vuelto loco. Sólo así se explica que la Tate Gallery adquiriese varias latas con treinta gramos de mierda cada una excretada por el artista Piero Manzoni.
—¿Y en España?
—En España los precios se contienen porque no se subastan obras de grandes maestros internacionales. Hace un par de años El anuncio de los pastores, un óleo sobre tabla de Pedro Berruguete, se vendió en treinta y cinco millones de pesetas. La crucifixión, de Honorât Borrasa, un pintor a caballo entre los siglos catorce y quince, se adjudicó en el último momento a la Generalitat de Cataluña por ciento cuarenta millones de pesetas. Por la misma época Mujer con un pequeño sombrero, un retrato de Dora Maar pintado por Picasso, alcanzó los setecientos millones de pesetas, pero nada comparado con los dos mil millones que se pagaron durante el mismo período en Londres por el óleo Cosecha en Provenza, de Van Gogh. Sin ir más lejos, en noviembre de dos mil Christie’s de Nueva York subastó Mujer con los brazos cruzados, de Picasso, una de las obras más significativas del período azul, en diez mil quinientos sesenta millones de pesetas, la quinta obra más cara vendida en una subasta. A fecha de hoy sólo lo superan unos pocos, como el Retrato del doctor Gachet, de Van Gogh…
—Según tú —la interrumpió Frank—, ¿cuál sería el precio en una subasta internacional de La Virgen de la Mosca?
—Es difícil saberlo —musitó pensativa—. Como te he dicho, depende del momento, de la publicidad, de la casa de subastas, del interés general por la obra… Pero a grandes rasgos podríamos hablar de entre tres y cinco millones de euros, entre quinientos y ochocientos millones de pesetas o más. Vete a saber.
Frank soltó un silbido de admiración.
—Creo —dijo convencido— que tendré que revisar mi comisión al alza.
—Tu vida vale más, mucho más —dijo Pilar tomándole la mano—. Deja este asunto, por favor, es demasiado peligroso.
—No puedo —repitió—. Si acepté es sólo por dinero y porque tengo suficiente experiencia.
—No lo dudo —admitió ella—, pero la delincuencia ha cambiado, tu vida ha cambiado. Antes estabas en la policía, dirigías un grupo de investigación, tenías medios técnicos y humanos, y ahora estás completamente solo.
—Te tengo a ti —dijo para zanjar la discusión—. Tengo una ilusión y tengo amigos en la policía. Hay gente que me debe favores y ha llegado la hora de cobrárselos. —Pilar bajó la cabeza con resignación—. Anticípame algo sobre la tabla —le pidió él.
—No conozco los detalles más allá de los textos de las enciclopedias de arte —dijo con sequedad—. Dame un poco de tiempo para consultar a otros expertos, para leer varios libros que me rondan por la cabeza, y confío en poder ayudarte.
—Necesito saber al detalle qué busco para saber dónde puede estar. ¿Lo comprendes? —Pilar asintió con gesto serio—. ¿Sabes qué tamaño tiene? —insistió.
—No lo recuerdo exactamente. Pero no más de un metro de lado. ¿Por qué?
—Encaja con la teoría de Grosseto —reflexionó Frank—. Sólo los cuadros de pequeño formato pueden robarse con la velocidad de una centella.
Mientras Pilar ponía los platos y las tazas del desayuno en el lavavajillas y arreglaba la cocina, Frank aprovechó para vestirse deprisa, abrir el cajón del mueble mural y ajustarse la cartuchera bajo la axila izquierda sin que le viera.
Se despidió con un beso y la promesa de llamarla aquella noche. Al llegar al portal echó un vistazo a la plaza. No vio ningún Seat Ibiza azul. Eso le tranquilizó. No iba a dejarse cazar. Si alguien le seguía podía haber cambiado de vehículo, haberlo aparcado en una calle próxima, o vigilarle camuflado entre los transeúntes que contemplaban los escaparates o paseaban a sus perros. Debía moverse con celo. La primera regla aconsejaba fijarse en algo concreto. De nada servía anotar la matrícula del coche sospechoso o la forma de vestir del conductor. Había que fijarse en pequeños detalles, en la marca de los neumáticos, en el tipo de sujeción de las llantas, en posibles arañazos de la pintura, en un lunar o una cicatriz, en la forma de las cejas, de las uñas… Durante su permanencia en el Cesid le entrenaron los watchers, agentes de la Sección A del MI-5 encargados de identificar y vigilar a las personas que entrañaban un riesgo para la seguridad de Inglaterra. Recordaba muy bien sus consejos.
La plaza estaba tranquila. Caminó hacia el aparcamiento subterráneo de la calle Arapiles y se detuvo frente al escaparate de la Óptica Súchil para comprobar en su reflejo si alguien le seguía. No vio nada. Apretó el paso y se detuvo en el quiosco de prensa de la esquina del hospital de Madrid. Compró el periódico mientras disimuladamente inspeccionaba los alrededores. Tampoco vio nada extraño.
Abrió el coche, se sentó al volante y guardó silencio para escuchar el ruido de unos pasos, el golpe de una puerta al cerrarse, algo que le pusiese sobre aviso. Pero no escuchó nada. Arrancó el motor y ganó la calle. Cada vez que efectuaba un giro comprobaba por los retrovisores si otro automóvil copiaba su maniobra. Quizá se había obsesionado con el Seat Ibiza azul. Al entrar en la autopista, tras pasar la Puerta de Hierro, se colocó en el último carril de la izquierda y aceleró. Durante quince minutos rodó a más de ciento ochenta kilómetros por hora. Dejó atrás al resto de automóviles. Nadie le seguía. Sólo esperaba que la Guardia Civil no hubiese activado los radares.