Capítulo II

LA REVOLUCIÓN DE LOS LOBOS

España era como un gran Cristo crucificado por todos.

Pero…

¿Qué importaba esto?

Los preliminares para el triunfo de la revolución tenían que ser así, debían ser así, había que hacer que fueran así. El fervor republicano, la mística revolucionaria, era un fenómeno de minorías y con las minorías era imposible vencer cuando la pugna histórica se ventilaba en el terreno de la lucha armada, cuando el problema no reside en la existencia solamente de minorías audaces, sino en la movilización y organización de grandes masas a las que había que narcotizar con algo para que perdieran el miedo a la lucha y sobre todo el miedo a la muerte.

Y el narcótico era el botín.

Y también la venganza.

Y el satisfacer necesidades y envidias de siglos.

Había que amoralizar a las masas; hacerlas perder la noción de lo que era el bien y el mal en su definición bíblica. Y para ello se hizo necesario convencerlas da que el saqueo, el asesinato, la violación y las expropiaciones no eran otra cosa que un pequeño montón de medios indispensables para debilitar al enemigo económica, moral, política y socialmente y ganar la guerra y llegar a la revolución.

A pesar de que los republicanos siguieron pensando en su república rosa.

A pesar de que los demócratas continuaron pensando en la demacrada ateneísta.

A pesar de todos los pesares.

Y se fabricaron héroes y bandidos. Y se encadenó la razón y se desencadenaron los instintos: era el preámbulo para una transformación histórica. Era la fórmula que llevaban clavada en el cerebro millares de comunistas que con ritmos de fiebre buscaban imponer su hegemonía política, su fórmula sobre las demás fórmulas. Esto fue lo que no supieron ver las fuerzas conservadoras primero y los sublevados después: no supieron ver que la república, como enfermedad política nacional era una necesidad e infinitamente mejor que la guerra civil como remedio.

* * *

Noche y luna.

Madrid sin luz parecía dormir. Pero era una ciudad enferma de insomnio y sombras, de terror y muerte.

Era un frente de guerra extraño y monstruoso que se despertaba al anochecer.

* * *

Castro se restregó los ojos y ahogó un bostezo. Después se dirigió a la ventana desde la que se dominaba el patio del convento-cuartel y durante unos momentos miró concienzudamente. Y sonrió al comprobar que por el patio paseaban en silencio varios grupos de hombres sin uniforme ni fusiles. Regresó al despacho y durante unos segundos permaneció inmóvil. Luego llamó y cuando entró un miliciano pleno de disciplina y sueño le dio una orden.

Y esperó.

Alguien llamó a la puerta.

—Sí.

Y entraron seis hombres.

—¿Preparados?

—Sí, camarada comandante.

—Bien… Tengo la impresión, camaradas, de que la organización falangista no ha sido aún deshecha, ni tan siquiera desarticulada… Está escondida y viva… y vosotros como si todavía no comprendierais la necesidad de aniquilarla pronto, muy pronto… Las noticias que tenemos, camaradas, es que las columnas fascistas avanzan hacia Madrid, lo que hace suponer que Madrid se convertirá no sé en cuánto tiempo en el frente decisivo… Si no consiguiéramos limpiar Madrid de falangistas, la batalla será muy difícil y muy escasas las posibilidades de ganarla… ¿Comprendéis?

—Sí.

—¿Sí?

—Sí, camarada comandante.

—Pues no perder tiempo. El período de prueba para vosotros está próximo a terminar… Muy próximo… Y sería muy desagradable el comprobar que habéis sido incapaces de realizar una tarea que es vital… ¡Iros!… ¡Iros pronto!… Y que tengáis suerte, mucha suerte.

Y cuando todos se dirigían hacia la puerta dio un grito y un nombre.

Y un hombre se volvió hacia él.

—Tú no, camarada. Te necesito.

El otro se acercó hasta la mesa y esperó.

Castro le dio un cigarro. Y le acercó la cerilla encendida. Y con un gesto le indicó una silla. Y luego mantuvo el silencio unos momentos mientras el otro le miraba con un mirar de inquietud y miedo. Y después comenzó a hablar.

—Camarada, he estado pensando en vuestro trabajo, en si es conveniente mantenerlo en los límites actuales y si es conveniente también realizarlo desde aquí, desde la comandancia del Quinto Regimiento… Y.

El otro le miró.

—Y he llegado a la conclusión de que los grupos que actúan en la noche son pocos… He llegado también a otra conclusión: de que no es conveniente dirigir este trabajo desde aquí.

Y se calló.

El otro sólo miraba.

—El Quinto Regimiento está compuesto de gente de muchas tendencias políticas, de obreros, de campesinos y empleados. El Quinto Regimiento es un centro de organización militar del Frente Popular… Que respeta a todos, camarada: a los anarquistas, a los republicanos, a los socialistas, a los sin partido, a católicos y ateos, que respeta la propiedad privada, que respeta y obedece al gobierno.

El otro le seguía mirando.

—Yo sé, camarada, lo que hacen los demás, pero no quiero que los demás sepan lo que hacemos nosotros.

—¿Y…? —se atrevió a decir el otro.

—Se hace necesario, camarada, desplazar nuestro centro de operaciones nocturnas a otro lugar… Y ampliar nuestros grupos y nuestras actividades a otras zonas. Y mantener el secreto de que tal centro existe.

Él dio una chupada a su cigarro y siguió mirando.

—Busca un hotel par el barrio de Salamanca… Aislado… Amplio… Incáutate de él sin ruido… Pon una guardia… En fin, organízalo como una pequeña cárcel y como un centro de trabajo que sólo funcionará en la noche… Debe tener teléfono, garaje y muros altos que impidan ver incluso que está habitado… Una vez que lo hayas hecho avísame… Pero esto no deben saberlo más que yo, tú y tu grupo. Cualquier indiscreción sería muy peligrosa para mi plan y para ti, camarada.

* * *

Noche y luna.

Castro llamó al comandante Oliveira. Es el jefe de instrucción. Antiguo militar portugués, convertido hoy en exiliado político y en uno de los puntales del Quinto Regimiento.

Y llegó Oliveira.

Ojos cansados y pelo blanco. Y siempre con el comienzo tímido de una sonrisa que nunca llegaba a cuajar.

—A tus órdenes, camarada Castro.

—Siéntate, camarada Oliveira.

Y el otro se sentó.

—Tú estás cansado y yo también… Es muy tarde ya y mañana será un día muy duro. Pero sólo a estas horas se puede hablar tranquilo, sin que nadie interrumpa, sin ningún problema que agobie… ¿No lo crees así?

—Así es.

—¿Cómo van las cosas, comandante?… No, no me contestes todavía… Prefiero primero decirte lo que quiero saber… Sólo así la cosa será breve y te podrás ir a descansar pronto, que bien lo necesitas, mi buen camarada Oliveira…

—Siempre tienes razón, Castro.

—Supongamos que casi siempre, camarada Oliveira.

Luego su tono se hizo seco, su hablar preciso.

—¿Cuántas compañías tenemos en condiciones de salir para los frentes?… ¿Cómo va la organización de la Primera Compañía de Acero?… ¿Cómo va ese militar profesional que nos ha mandado la Inspección de Milicias, el capitán Márquez?… ¿Cómo va la organización militar en los otros cuarteles?… ¿Qué defectos encuentras en nuestro trabajo?… Contesta, camarada Oliveira, contesta.

Y sin dejar de mirar al otro esperó.

—Podríamos disponer en cuarenta y ocho horas de diez compañías bien organizadas e instruidas. La «Primera de Acero» ya está en condiciones. Su jefe, el capitán Márquez, me parece un hombre medianamente inteligente, pero sabe su oficio y creo que es seguro. La gente le ha tomado cariño. En los demás cuarteles la organización va más lenta, pero marcha. Ningún defecto, camarada, tú eres un gran comandante.

Sonó el teléfono y Castro tomó el auricular.

—Sí.

—……

—Sí, soy yo, el comandante Castro

—……

—Sí.

—……

—Sí.

—……

—Sí… Ahora son las doce de la noche. A la una en punto estaré allí… Sin falta.

Y volviéndose al comandante Oliveira y mirándole mientras dejaba escapar una sonrisa cariñosa le dijo:

—Bien, camarada Oliveira… España te tendrá que agradecer mucho, mucho, camarada Oliveira… (Una pausa)… Me hubiera gustado tomar una taza de café contigo, pero no es posible ni conveniente; te quitaría el sueño y me haría perder unos instantes que necesito.

Sonrieron.

Y se puso en pie.

Y el otro también.

Y le tomó del brazo y se lo llevó lentamente hasta la puerta.

—Que pases buena noche, camarada Oliveira.

—Gracias, comandante.

Y cerró la puerta. Y rápido se dirigió a la mesa, tomó el teléfono y marcó el número.

—Habla Castro, el comandante Castro… ¡Escucha!… Escucha y no me interrumpas para nada… Y cuando termine de hablarte cuelga y haz lo que te voy a decir.

Estuvo pensando unos momentos y continuó.

—Baja todas las persianas para que no se vea ninguna luz desde el exterior… Coloca a un hombre en la puerta para que cuando se detenga ante ella un coche abra rápido… Prepara los sótanos… Y búscate cuatro mujeres: dos para que trabajen conmigo; y las otras dos para que hagan la limpieza y la comida para la gente que tenga que estar permanente allí… Voy a dejar aquí una orden para que se comuniquen con ese número los responsables de los otros grupos… Y prepara café, mucho café.

Y colgó.

Luego llamó al ordenanza.

—Di a la camarada Esperanza que venga.

Y Esperanza entró.

—Tengo que salir rápidamente… Llamarán a este teléfono las gentes de la «I. T. A.», dales este número de teléfono.

Ella apuntó.

—Cuando hayan llamado todos, pide un coche y que te lleven a casa… Yo llegaré un poco tarde.

Ella le miró.

—¿Cómo van las cosas. Enrique?

—Bien, Esperanza, muy bien… No se te olvide… Sólo a los jefes de los grupos de la «I. T. A»… Y para que no haya error, quédate aquí No conviene que nadie sepa nada ni de ellos ni del teléfono que te he dado… ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

La besó y salió.

El ordenanza sentado en una silla dormía. En otra ocasión le hubiera despertado violentamente. Pero pasó sin mirarle. Que durmiera. Así no oiría el número del teléfono que Esperanza tendría que repetir cinco veces.

—Vamos, camarada.

El coche se puso en marcha. Un centinela dibujó un saludo. Y el coche avanzó rápido sin hacer caso del «alto» de las patrullas.

—¿A dónde vamos, comandante?

—Al final de la calle Serrano.

Tenía sueño, mucho sueño… Un deseo inmenso de cerrar los ojos, de olvidarse de todo y dormir sin pensar en nada: ni en el reloj ni en la guerra. Pero hizo un esfuerzo y abrió los ojos que querían cerrársele y se dijo: «Todavía no has llegado al cansancio a que deberás llegar… Está muy lejos todavía el momento de comenzar a construir el socialismo».

—Aquel hotel es… No toques el claxon… Solamente enciende y apaga las luces y cuando la puerta se abra entra rápido.

Y el otro obedeció.

Y el de adentro también.

Se abrió la puerta y el coche entró y se detuvo ante una pequeña escalinata en la que un hombre pálido y pequeño esperaba.

—Salud.

—Salud.

Y el otro se puso delante y comenzó a caminar:

«Tu despacho»… «Las habitaciones para la guardia»… «El comedor»… «Y en el garaje hemos pensado encerrar a los detenidos… hasta que llegue la noche y el momento de sacarlos»

—Está bien.

Se fue al despacho y se sentó a esperar.

—¿Quieres café, camarada comandante?

—Sí. Pero muy cargado… Casi no puedo con el sueño.

* * *

El Partido envió ayuda a Castro.

Hoy ha llegado Barbado. Y ha llegado con una estrella de comandante cosida sobre su overol, en el lado izquierdo del pecho. Estuvo en Rusia cuando la eliminación del grupo Bullejos, Adame, Vega y Trilla, a los que traicionó y por lo cual el Komintern le ayuda mucho para hacer de él una figura política. Es de Córdoba, rechoncho, de barba poblada, de cejas espesas, un poco cabezón y algo patizambo. Habla andaluz de los hombres del campo. Muchas veces recuerda a esos campesinos andaluces de las comedias de los hermanos Quintero y otras veces a esos viejos suboficiales del ejército español, con veinte años de «milicia», ratoneros y con muy mala leche. Posiblemente tuviera mitad y mitad de ambas cosas. Se le nombró segundo comandante del 5.° Regimiento. La gente del Partido no le quería porque era déspota, sectario, charlatán y un poco bruto.

Pero, el Partido…

Y eso bastaba. Andaba por el cuartel con el gorro ladeado, barba de tres o cuatro días, cigarro en la boca, las manos en los bolsillos y la cabeza alzada, como si mirara al cielo.

El otro era italiano.

Le llamaban Carlos Contreras.

Pero se llamaba Vittorio Vidali.

Había llegado a España, enviado por Moscú, desde Moscú, como delegado ante el Socorro Rojo Internacional. Estaba casado con una tal María Modetti, italiana también, que había sido la amante de Mella, el «mártir cubano» y al parecer también de Diego Rivera. Era dulce y buena, de una femineidad encantadora, de un hablar lento y triste, como ella que era todo tristeza. Él era brusco, borracho, mujeriego y terriblemente ambicioso. Era de esos hombres a los que Moscú manda a ciertos lugares para darles la posibilidad de «resucitar políticamente», posibilidad que ellos aprovechaban aunque sea a costa del crimen mismo. Los dos Carlos y María era viejos funcionarios de Moscú, en cuya ciudad, ante las casi ininterrumpidas purgas de Stalin, conocieron ese miedo que hace mearse a la gente.

A Castro se lo presentó el Buró Politico.

—Es el camarada Carlos.

—Salud.

—Salud.

—Va a trabajar contigo…

Montaron en el coche que Castro tenía en la puerta del edificio, un «Lasalle» que no sabía quién había sido su legítimo dueño y se encaminaron al cuartel de Francos Rodríguez. Al llegar a la Plaza de Santa Bárbara, Carlos habló.

—¿Quieres pararte, camarada Castro?… Tengo una sed que no me deja vivir.

Castro detuvo el coche.

Y se dirigieron a un quiosco que había frente al bar «La Mezquita», en donde Castro había parado muchas épocas de su azarosa vida. Eran valencianos los dueños; gordo él y gorda ella. Y vendían horchata, refrescos y cerveza. Saludaron con cariño a Castro.

—¿Qué vas a tomar?

—Una cerveza fría.

—¿Y usted?

—Yo vino…

—Señor, aquí no vendemos vino.

Carlos se recostó sobre el mostrador, acercó su cara a la cara de aquella buena mujer y casi gritó:

—Desde ahora lo venderán… ¡Tráigame, aunque sea del infierno, una botella de vino!… ¡Pronto, vieja reaccionaria!

La mujer se asustó. Y mandó a su sobrina a quién sabe dónde. Y a los pocos minutos ponía ante Carlos una botella de vino de Valdepeñas y un vaso. El, sin mirar el vaso, se abalanzó sobre la botella. Y se la llevó a los labios. Una parte del vino entraba en él; otra se derramaba por la comisura de los labios y llegaba hasta su camisa.

Se terminó la botella.

Y se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Cuando quieras, camarada.

Y se fueron.

Un tiempo de silencio.

Luego la voz de Carlos a su oído y su aliento a vino.

—Viste temblar a la vieja… ¡Vieja reaccionaria!… La hubiera dado un balazo de buena gana…

—No hubieras podido.

—¿Por qué?

—Porque esa «vieja reaccionaria», como tú la llamas, ha dado muchas veces de comer al comunista Castro, ha dado dinero para los presos, votó por el Frente Popular, sin importarla qué diría Dios, al que visita piadosamente todos los domingos. ¿Comprendes por qué no hubiera sido posible que la hubieras disparado un balazo?

De momento no respondió.

Al poco rato contestó:

—Sí… Comprendo, camarada Castro… ¿Hubieras sido capaz de disparar sobre mí?

—Sí.

Y no hablaron más.

Carlos Contreras o Vittorio Vidali fue nombrado comisario político del 5.° Regimiento. Pero se puso su estrella de comandante. Eligió un buen coche, Y un buen escolta, un tal Candelas, viejo albañil.

Con la llegada de Barbado y Carlos Contreras se integró definitivamente la Comandancia del 5.° Regimiento: Castro y Barbado como primero y segundo comandantes; Carlos Contreras como Comisario Político; los capitanes Gallo y Márquez, militares profesionales, se les nombró, para deshacer desconfianzas, miembros de la comandancia también; luego estaba un tal Del Val, sastre, inteligente y elegante, pero frío y rencoroso: después Francisco Galán, al que había que mimar no por él, sino por su apellido; también figuraba el comandante Oliveira y Beltrán, marino, que eran dos grandes organizadores; y Ortega, el diputado por Cádiz. Y meses más tarde, cuando el Partido decidió fabricar héroes, pasaron a ser miembros de la Comandancia Líster y Modesto; y comandantes honorarios la «Pasionaria» y el general Asensio.

* * *

Aquel día el cuartel de Francos Rodríguez hervía. El comandante Ortega había vestido y armado a mil quinientos hombres; mil quinientos hombres que se entrenaban frenéticamente.

Y Barbado observándolos.

Las siete de la tarde.

Castro lee los últimos informes de los frentes. La situación sigue agravándose. Deja los papeles sobre la mesa y sale.

—Que no entre nadie en mi despacho.

—De acuerdo, mi comandante.

Y ya en el patio comienza a mirar a los milicianos, a los jefes, a Barbado, comienza a mirar todo.

Al verle, Barbado se acerca.

—A tus órdenes, Castro.

—Gracias.

Y los dos miran, aunque con un mirar distinto.

—Es la hora, Barbado.

—Sí.

—Que la gente se monte en los camiones y que se concentre en la Plaza de España.

—Allí os espero.

—Sí.

Y cuando Castro va a separarse, Barbado le sigue y le habla.

—Castro, ¿crees que el Partido quedará contento?

—No se trata del Partido, ni de ti ni de mí… Se trata de engañar a Azaña para acabar con sus vacilaciones; de engañar al ministro de la Guerra y al Estado Mayor dándole a comprender que con ellos o sin ellos la lucha seguirá; de engañar a todos los partidos políticos y organizaciones sindicales haciéndoles creer que la fuerza armada del Partido es la fundamental; de engañar a la contrarrevolución emboscada, haciéndola creer de que no tiene ninguna posibilidad de un golpe interior; de engañar al pueblo haciéndole creer que existe una fuerza militar capaz de vencer para arrancarle de su cabeza toda idea desmoralizadora y para que comience a ver con más claridad al Partido… No es un desfile, camarada Barbado, es una batalla psicológica, nada más que psicológica…

Y se separaron.

Barbado dio la orden. Los hombres comenzaron a subir a los camiones. Y e los pocos minutos la columna militar partía hacia La Plaza de España. Castro llamo a uno de la guardia y le dio una orden. Al poco tiempo Carlos Contreras y el comandante Ortega subían a su coche.

Y hacia la Plaza de España.

A las ocho comienzan a redoblar los tambores.

Y la columna se pone en marcha. Hay severidad en los rostros. Y ritmo. Castro unas veces se adelanta y otras deja que la columna adelante su coche. Sólo mira a los milicianos. Y a Barbado. Y a la bandera republicana que encabeza el desfile. Y a los hombres que tocan los tambores.

Ran…

Rataplán… Plan… Plan…

Rataplán… Plan… Plan…

El sonar de los tambores y el reflejo de las bayonetas da al ambiente un aire de solemnidad y drama.

Ran.

Rataplán… Plan… Plan…

Y frente al Palacio que fue real. Y ante las estatuas de los reyes que quieren hacer permanente la vieja historia de España.

Barbado grita.

—Vista a la derecha.

Azaña saluda.

Y la columna sigue. Y en su caminar va definiendo políticamente cada sector de la capital de España, no hay gente ni en las calles ni en los balcones. Soledad. Y miedo escondido detrás de balcones, ventanas y contraventanas. Y así hasta la Puerta del Sol.

Ramplán. Plan… Plan…

Toreros y cómicos, vendedores y putas tempraneras, contemplan el desfile. El reloj de Gobernación marca las ocho y media. Y los hombres del Regimiento, camina que camina.

En la Puerta del Sol, Vicente Uribe aborda el coche de Castro. Y habla, mejor dicho grita:

«Dar la orden a la columna de que se dirija a la casa del Partido». Nadie contesta.

Uribe llama a un soldado.

«Llama al comandante Barbado».

Barbado llega. Y saluda a Uribe. Y le sonríe. Y escucha.

«A la casa del Partido».

Barbado mira a Castro, a Carlos, a Ortega… Y parece preguntar con sus ojos. Y al ver que ninguno de los tres habla, pregunta:

—¿Qué?

—No hay contraorden —contesta Castro.

Uribe mira a Castro. Luego a Barbado.

«A la casa del Partido… Te habla un miembro del Buró Político!». Ahora es Carlos Contreras el que habla.

«Vete a la mierda, Uribe… ¡Aquí mandamos nosotros».

Y Uribe se sienta. Y Barbado corre para ponerse a la cabeza de la columna.

Ran…

Rataplán… Plan… Plan.

Al pasar por delante del Teatro Alcázar. Castro recuerda: y sin saber por qué, parece sentir que le envuelve la nostalgia del ayer.

Y recuerda: «¿Qué será de Rafael?»… «¿Qué será de mi tío?»… Y de pronto como si estuviera a solas con sí mismo recuerda, en un recuerdo que le hace daño.

«¿Qué será de mi madre?»

Da un suspiro hondo y mira a la columna. Y se mira a sí mismo. Y el pasado comienza a borrarse. Y Castro vuelve a ser Casero.

«¿Qué hacemos frente al Ministerio de la Guerra?»

«Detén la columna. Sitúala de cara al Ministerio… Sube y obliga, diplomáticamente, a que el ministro de!a Guerra reviste las fuerzas.

Y Barbado se va.

Y después de unos minutos ve venir a Barbado y al lado de él a un general. Y detrás del general varios coroneles.

Castro grita:

«Firmeeeees».

«Pressennnnnn…ten…armas…»

Y el general recorre la columna. No mira a los hombres. Pero los hombres le miran a él. Y regresa. Y se detiene ante la cabeza de la columna… y con una voz temblorosa, grita:

«¡Viva la República!».

«¡Vivaaaaaaaaaa!».

Castro grita:

«¡Viva el Frente Popular!».

«¡Vivaaaaaaaaaa!».

Y vuelve a gritar:

«¡Viva España!».

Casi nadie responde. No tienen costumbre de gritar esas cosas. Y Castro ve cómo Barbado acompaña al general hasta su despacho. Y le ve regresar después. Y ponerse a la cabeza de la columna y gritar: «¡Firr…mes!». «De frente… ¡March!».

La columna comienza a marchar. Castro se deja caer en su asiento. Se pasa la mano por la frente para limpiarse el sudor. Y después, después sonríe.

Calle de Serrano.

Rataplán… Plan… Plan…

Ran…

Rataplán… Plan… Plan…

La Casa del Partido.

Los hombres se estiran… El paso se hace firme… Seco… Rítmico… Ran.

Rataplán… Plan… Plan…

En el balcón del Buró Político. Ran.

Rataplán… Plan… Plan…

El Buró Político aplaude… Castro, Carlos y Ortega se ponen en pie… Y saludan… Y el Buró Político aplaude… Y la columna camina que camina. Y Castro ordena alcanzar a Barbado.

—En la calle Goya que monten en los camiones… Y al cuartel… Y que descansen. ¡que descansen cuanto puedan!

Y grita al chófer:

—Rápido, camarada… ¡Al cuartel!

Y cuando llega ante el edificio de la comandancia se baja del coche y sube rápido: detrás Carlos y Ortega.

«Formidable», dice Carlos.

—Sí…

Ortega, como siempre, no habla. —¿No estás contento, Castro? —pregunta Carlos. —Sí. —Pero.

—¿Has visto, Carlos, a ese general Castelló?… ¡Un imbécil!… Y ese imbécil es el que tiene todo en sus manos. Y mientras tanto el enemigo avanza hacia Oropesa; avanza hacia Somosierra y presiona brutalmente en el Guadarrama.

—¿Acaso no podemos lanzar nuestras fuerzas en los tres frentes? —afirma Barbado que acaba de llegar.

—Me da miedo de quemarlas prematuramente; miedo de que las envolvamos en la «debacle» y que el enemigo pueda llegar a las puertas de Madrid, sin que en Madrid tengamos fuerzas con que contenerle.

—¿Qué propones? —preguntó Carlos.

—Taponar Somosierra y Guadarrama… Y reservar nuestras fuerzas, en la medida que sea posible, para la defensa de Madrid.

—Pero, ¿eso es esperar? —afirma Barbado.

Castro le mira. No le tenía simpatía. Le daban asco los demagogos.

—La guerra no es un problema de gestos, Barbado, sino de victorias o derrotas. Y yo no quiero asumir la responsabilidad de envolver al Quinto Regimiento y al Partido, en consecuencia, en esa barahúnda que hay en los frentes: no puedo asumir la responsabilidad, mientras pueda evitarlo de que seamos arrastrados a la catástrofe… Prefiero esperar… ¡Es posible que socialistas, anarquistas y republicanos nos insulten!… ¿Y qué importa?… Lo importante es poder ganar la batalla militar decisiva en los frentes; y aquí, en nuestro propio territorio ganar la batalla política.

—No estoy de acuerdo.

Castro se puso en pie.

—Pero con mi opinión, de cuatro que somos aquí, están de acuerdo tres. Esto me basta para decirte que si no estás de acuerdo vayas al Partido y plantees la cuestión. Y para decirte también que detendremos al enemigo en Somosierra y Guadarrama, pero que no quemaremos nuestras fuerzas en le dirección Oropesa-Toledo-Madrid.

—Pero.

—Barbado, escucha: si el enemigo destrozara a nuestras fuerzas, por muy cansado que estuviera, podría llegar y entrar en Madrid; pero si nosotros conservamos nuestras fuerzas para la batalla de Madrid, contando con el cansancio del enemigo, Madrid podrá ser defendido… Claro que me podrás pregustar ¿y no podremos detener al enemigo en Talavera?… Y yo le contesto que no: el enemigo avanza con fuerzas organizadas, el Tercio y Regulares, con cuadros experimentados, es decir, es infinitamente superior a nuestras milicias. ¡No!… ¡No podríamos detenerle!… Y el intento de hacerlo sería un suicidio. Será necesario ganar tiempo, transformar nuestras milicias en un ejército regular popular… ¡El tiempo vale por hoy, no sé si mañana también, más que el terreno, sobre todo en esta dirección en la que todavía el enemigo está lejos…

—Pero.

—Yo te ruego, Barbado, que no pienses en Napoleón; te ruego que leas y releas a Lenin y a Stalin… ¡Te será mucho más útil. Te diré aquí, entre nosotros, que llevo varias semanas estudiando los materiales que nuestras gentes recogieron en la Escuela Superior de Guerra. No te diré que no he aprendido. Pero te diré, eso sí, que lo aprendido en la Escuela Superior de Guerra no vale gran cosa con lo que me enseñaron Lenin y Stalin en esa maravillosa cátedra de estrategia y táctica que puedes leer y estudiar en «Cuestiones del Leninismo», de Stalin.

—De acuerdo, Castro.

—De acuerdo, Castro.

—Mañana tú, Barbado, irás a Talavera para ver la situación y tener aquí un cuadro exacto de lo que está ocurriendo; Carlos irá al Guadarrama, a lo mismo. Y yo me iré al sector de Somosierra, hacia el cual parecen avanzar las fuerzas del general Mola… Y por la noche… A la hora que sea, nos reuniremos aquí. Y entonces, sólo entonces, podremos tomar una decisión… Barbado le miró.

—Es una orden —contestó Castro.

Castro se fue a buscar a Esperanza. Estaba trabajando con Alejandro del Val y con un capitán, Carlitos, un golfo que se había convertido en un hombre útil. Miró a Esperanza. Estaba pálida, cansada, triste.

—¿Te falta mucho?

—Puedo irme.

—Vámonos.

Y salieron. Castro tenía sueño. Y pena por Esperanza que se consumía de trabajo y de angustia. La actitud de Barbado no sabía cómo interpretarla, si como una actitud personal y estúpida o como una opinión del Partido. Pero no quiso decir nada a Esperanza.

Cenaron.

Consuelo quiso tocar el piano.

Pero, dejó caer las manos y se fue a su habitación. Castro vio perderse su silueta. Lo último que vio de ella fueron sus trenzas. Largas y rubias… Como un grito de niñez que la guerra estaba marchitando. Y miró a Elena, que, de codos sobre la mesa y la cabeza hundida entre las manos, parecía pensar o dormir. Le pareció algo así como una monja maravillosa a la que la revolución hubiera arrancado los hábitos, dejándola desnuda y triste. Aurora y Amelia discutían.

Se retiró a su habitación.

Y se durmió.

«Castro».

«Castro».

Abrió los ojos. Y tomó la pistola. Y sin moverse escuchó. Sí, le llamaban. Se levantó sin hacer ruido. Antes de llegar al balcón que estaba entornado, alzó el gatillo de la pistola Y a oscuras siguió avanzando. Y miró. En la calle un coche con las luces apagadas y varios hombres a su alrededor…

—¿Quién?

—Tomás.

—Encender los faros del coche y porteros todos delante de las luces… ¡Quiero veros!

Obedecieron.

—Ahora bajo.

Esperanza se despertó. Miró en la oscuridad. Luego con un tono de angustia preguntó:

¡Enrique!… ¡Enrique!… ¿Dónde estás?

—Aquí.

—Acércate.

Y se acercó. Esperanza le tomó una mano. Y tiró de él. Temblaba la mano de ella.

—No es nada… Solamente que tengo que salir…

No respondió ella. Se encogió en la cama, Y se cubrió la cabeza con las ropas. Y él, mientras tanto, se vistió rápidamente y bajó a la calle. Tomás se le acercó.

—¿Qué?

—Detenidos.

—¿Importantes?

—Creernos que sí.

—Vamos.

El coche arrancó. Los demás llevaban las pistolas amartilladas. Castro iba hundido en el fondo del coche, Y llegaron al hotel de la calle de Serrano. Y el centinela abrió la puerta. Y entró el coche. Y Castro venciendo su cansancio, dio las «buenas noches» y se dirigió a su despacho. Se sentó. Después se levantó, se dirigió al baño y se mojó la cabeza. Y regresó a su sillón. Encendió un cigarro y esperó, pero antes de hacer todo esto había colocado la pistola en al cajón derecho de la mesa. Y dejado el cajón entreabierto.

Empujado violentamente desde fuera entró un hombre alto, delgado, bien vestido, de pelo canoso y mirar cínico. Y al fin pudo detenerse ante la mesa de Castro, a un metro tan sólo de éste.

—Siéntate en aquel sofá de enfrente.

Y el otro retrocedió y se sentó.

—¿Quién eres?

—Un hombre retirado de la vida política.

—Sigue.

—Cuando Martínez Anido fui el organizador de los Sindicatos Libres en Cataluña.

—Pero ahora eres un hombre pacífico, dedicado al hogar y a la familia, a trabajar y a leer novelas policíacas o románticas… ¿No es así?

—Casi, casi…

—Mira, tengo un sueño tremendo. A las cinco de la mañana debo salir para el frente… Sinceramente te digo que no tengo ganas ni de preguntar ni de esperar mucho a que tú hables…

—No sé nada.

—Bien… Tienes cinco minutos para decidirte… Después de cinco minutos es posible que esta historia llegue a su fin…

Y esperó.

El otro se levantó. Y cínicamente empezó a mirar algunos de los cuadros que había en las paredes.

Uno.

Dos.

Tres.

Cuatro.

Cinco minutos.

«¡Tomás!».

—Llévatele. Y que entre otro… De prisa, Tomás, tengo sueño… Y mucho que hacer.

Salieron los dos. Y entró un hombre pequeñito y viejo. Tenía cercenadas las manos por encima de las muñecas. Y temblaba.

—¿Qué es eso? —le preguntó Castro mirándole los muñones.

—Un tren… Yo fui durante treinta años ferroviario… Ahora tengo un modesto estanco…

Le miró a los ojos.

—Di la verdad. Ante la muerte no se miente… ¡Sólo vendedor de tabaco o también falangista!

—Lo primero.

—¿Por qué crees tú que te han detenido?

—Por la denuncia de uno al que hace tiempo no quise dar tabaco a crédito…

«¡¡¡Tomás!!!».

—Pronto… ¡Pronto, cabrones, hijos de puta, soltar a este hombre!… Y hablar con el Comité del Partido. Y decirle la verdad. Nuestra lucha, a ver si lo entendéis de una vez, no es una lucha de pequeñas venganzas… No, no es la venganza de éste contra aquél. Es la venganza de nuestra España contra la vieja España, contra la España inhumana, reaccionaria, brutal, maldita.

«Ya».

«¡Llévatelo pronto, Tomás!».

Se fueron.

Se levantó y se dirigió al sofá. Y se tumbó. Y cerró los ojos.

«Dormir».

«Dormir o me volveré loco».

Y cuando empezaba a dormirse, alguien tocó en la puerta.

—Entra.

Otra vez Tomás.

—Hemos detenido a Rexach, al hermano del capitán Rexach. Encima llevaba el carnet de socio fundador de Falange: un plano del frente de Gua-derrama y señalado en él el paso por donde cada día se van a la zona enemiga muchas gentes de Falange. Y la pistola.

—¿Qué habéis hecho?

—Se resistió.

Sobre la mesa Tomás fue poniendo el reloj de pulsera, una sortija, la pluma estilográfica, unos cuantos billetes y una pistola.

—¿Todo?

Nadie contestó.

—Bien… Apagaré la luz… Esperare tres minutos… Si a los tres minutos no está sobre esa mesa todo lo que habéis cogido, dispararé sobre ti, Tomás, y sobre los que te han acompañado… ¡Entenderme de una vez!… Conmigo se lucha, se mata… pero no se roba.

Y apagó la luz.

Y al cabo de cierto tiempo volvió a encenderla. Y miró sobre la mesa. Y sobre la mesa había una cartera y una bolsa de cuero. Y dentro de la cartera dinero. Y dentro de la bolsa joyas.

—Tomás… ¡Llámame a las cinco de la mañana…! Tengo que salir para Somosierra.

—A tus órdenes.

* * *

Las cinco de la mañana.

Madrid parece no querer despertar para no ver sus alrededores en donde muchos, muchos muertos parecen mirar al cielo. Castro sube al coche. Y mirando la nuca del chófer que permanece impasible le dice:

—A Somosierra… Lo más rápido que puedas…

Y pueblos y pueblos… Y gentes recostadas en los quicios de las puertas con tristeza y frío. Y perros flacos y tristes que andan de un lado para otro. Y kilómetros.

Buitrago.

Quietud y miedo.

—Sigue.

Unos centinelas le detienen.

—Quiero hablar con el comandante Gallo… Soy el comandante Castro… ¡Pronto!

—A tus órdenes.

Castro mientras tanto fuma.

Y llega Gallo, un militar profesional. Por entre su camisa abierta Castro ve una cadena de oro, después una medalla. Hace como que no ha visto nada y pregunta.

—¿Qué hay?

—Las fuerzas de Mola se acercan.

—¿Tus flancos?

—La P.U.A, y Mera… pero en este caso no importa… El eje de marcha es la carretera… Nos encontraremos…

—¿Cuándo?

—Creo que hacia las tres de la tarde… Los campesinos nos han informado que vienen sobre camiones… Que en algunos camiones traen cañones pequeños… Y boinas rojas… Y estandartes de vírgenes y santos…

—Interesante…

—Penoso, Castro —dice Gallo, mostrándole la medalla que cuelga de su cuello.

—Tienes razón… Penoso.

Castro enciende un cigarro y fuma. Gallo pasea nervioso de un lado para otro. Mientras Gallo pasea Castro piensa: «Duda… Tienes escrúpulos… ¡Matarlo no es conveniente porque es popular entre sus hombres… ¡Convencerle!… ¡Convencerle a como dé lugar!… A pesar de que me da asco hablar de Dios!… ¡Asco de hablar de la Virgen! ¡Asco hasta de hablar!… Pero no tengo más remedio, hay que convencerle primero, empujarle a matar después… ¡Después de esto todo le será fácil!… Hasta olvidarse de Dios».

—¿Qué te pasa, Gallo?

—Nada.

—Escúchame, conmigo puedes hablar… Puedes decirme que crees en Dios… Puedes decirme que piensas que es un crimen matar a los que también creen en Dios. Puedes decirme lo que quieras…

—Castro…

—Yo comprendo tu angustia, Gallo… Pero piensa en España, en nuestra España, en esa España que será paz y trabajo, justicia, libertad, bienestar… Y comenzar a marchar hacia los grandes destinos de España… Porque España no puede ser una nación hundida y despreciada…

—Sí… No puede serlo…

—No… La España imperial y grande, la España de los Reyes Católicos no puede ser la criada de Europa… Y para ello España tiene que hacerse grande… ¡Grande, Gallo!… España no puede seguir siendo casinos y cotos de caza… ¿Comprendes. Gallo?

—Comprendo.

Castro lo miró a los ojos. Vio lágrimas en ellos. Y sonrió para sus adentros al ver al otro vencido.

—Ordena, Gallo, ordena… Pon a tu gente sobre los montes que dominan la carretera; ordénales que no disparen hasta que toda la columna enemiga haya penetrado en nuestras tenazas, y no tenga posibilidad de retroceder… Ordena que en ese momento se lancen sobre ellos como fieras…

—Aunque te duela, camarada Gallo.

—Sí… Aunque me duela… Y sé, Castro, a ti sólo te lo digo, que me va a doler mucho.

—Anda, camarada, anda —dijo Castro mientras le empujaba suavemente.

El chofer de Castro, escondido detrás del coche, meaba. Los pájaros, como si España no estuviera en guerra, volaban de aquí para allá… Y hasta Castro llegaba la voz de un miliciano que cantaba. Y el raspear de una guitarra… Y ni un tiro en aquella tierra. Ni una nube en el cielo…

* * *

¡Bummmm!

¡Bummmm!

¡Buuummmm!

Gallo se puso en pie nerviosamente. Castro levantó la cabeza y dejó de arañar la tierra con una pequeña rama. Después se levantó también.

«Ya».

«Ya».

—¿Todo está en orden, camarada Gallo?

—Todo.

—Entonces… vamos acercándonos.

Y comenzaron a caminar hacia la cresta. Mientras subían por la empinada carretera, Castro miraba de reojo a Gallo. A medida que avanzaban, la palidez de éste se iba haciendo más intensa.

—¿Qué te pasa, camarada?

—Tendremos que disparar… Tendremos que disparar contra hombres que portan estandartes con las imágenes de la Virgen y del Hijo de Dios. Y no faltarán balazos que atraviesen la efigie de la Virgen, la imagen del Hijo de Dios.

—Sí.

—Sí, la guerra es una catástrofe que abarca a los hombres; y Dios también… ¡Castro!

—Dime, camarada.

—¿Por qué no tomas tú el mando?

—Por ti lo haría, pero por ti no puedo hacerlo.

—No comprendo.

—Yo sé que sufres… ¡Lo sé!… Y me gustaría librarte de ese sufrimiento. Pero si la gente se diera cuenta de que yo había tomado el mando pensarían que eres o un incapaz o un traidor. Y ni yo mismo podría impedir que te acribillaran a tiros…

—Ser leal a la república y ser católico es difícil.

—No siempre. Gallo. Sólo en casos como éste.

Llegaron a la cresta. Como una serpentina blanca la carretera deseen-día hacia Riaza. Y las gentes escondidas en las laderas que flanqueaban la carretera.

¡Bummmmm!

¡Bummmmmm!

Eran disparos sin precisión. Hechos desde camiones en marcha y a pleno zigzag.

Un miliciano que llega corriendo; que se cuadra ante Gallo; y que intentando ahogar su fatiga habla:

«Los veinte hombres que teníamos abajo no tienen tiempo de escapar… Han esperado demasiado… ¿Qué hacemos, mi comandante?»

Gallo sigue silencioso.

—¿Por sus propios medios no podrán?

—No.

Y otra vez el silencio. Castro tenía la impresión de que Gallo estaba pensando en otra cosa. Y dirigiéndose al muchacho que angustiosamente esperaba, le ordenó:

—Ahí abajo está mi coche… ¡Que venga en seguida!… Y también el coche del comandante Gallo.

¡Bummmmmm!

¡Buuuumnmmmm!

Comenzaba a oírse el ruido de los motores. Y gritos de «¡Viva Cristo Rey!». Y cánticos que parecían oraciones.

—Creo que ya es tarde, Castro.

Castro miraba en la dirección por la que debían aparecer los coches.

—Ya es tarde.

Los coches aparecieron. Y llegaron hasta donde estaban ellos. Y se detuvieron Y el chófer de Castro descendió del coche.

—A tus órdenes.

—Mira, camarada. Ahí abajo están veinte hombres del 5.° Regimiento. Si no los sacamos pronto el enemigo los aniquilará. Los aniquilará ante nuestros propios ojos… ¿Comprendes?… No cabe más que una cosa: que tú y yo bajemos con los dos coches antes de que el enemigo los alcance.

El chófer de Gallo estaba pálido.

—Toma el coche del comandante Gallo. Yo llevaré el mío. Bajaremos rápidos. Y en cuanto divisamos a esos veinte camaradas nos detendremos, daremos la vuelta y esperaremos. Pero, no arrancarás sin mi orden.: Escucha bien, camarada: no arrancarás sin mi orden.

—De acuerdo.

Subieron a los coches y arrancaron.

¡Bummmmm!

¡Bmmmmmmmm!

«¡A la m…!».

Y apretó el acelerador… Y veinte metros detrás de él otro coche. «¿Hasta dónde habrá que descender?»… «Cualquiera sabe»… «Lo único que sé es que hay que sacarlos… Esto es simplemente una carrera trágica: ¿quién llegará antes?… ¿Nosotros?… ¿Ellos? Claro es que veinte hombres en una guerra no son nada… Pero aquí no se trata del número… Aquí se trata de que si logro sacarlos la gente hablará de esto, me convertiré en un pequeño o gran héroe. Todo depende de lo que la gente quiera hablar de este asunto… Y el Partido necesita héroes: de verdad o de mentira, pero los necesita. Y necesita tenerlos antes que las demás; y más que los demás.

Bajar.

Bajar.

Y ni una huella de los veinte hombres.

Volvió a pisar el acelerador.

«Si tropiezo con ello… ¡a la m…! Pero ya no es posible retroceder», Sin embargo sacó la pistola y la puso en el asiento, al alcance de la mano: «Vivo no, cabrones, a mí ni me echáis discursos, ni me martirizáis, ni os reís de mí. Porque muerto lo que me hagáis me importa una m…»

¡Bmmmmmmm!

¡Bmmmmmmmmmm!

Soltó el freno, pisó el acelerador y se ciñó a la curva.

«Ya».

En la carretera, en fila, en una fila miserable de hombres acobardados por la cercanía de la muerte, veinte hombres, queriendo correr y sin poder correr. Y a los lados de la carretera las montañas cortadas. Y el cielo tranquilo, como si estuviera viendo un espectáculo que le enloqueciera. Pisó el freno. Detuvo el coche y dio la vuelta. Su chófer repitió la operación.

Y descendió.

Y se quedó quieto en medio de la carretera.

Después encendió un cigarro.

Y esperó.

Los otros avanzaban alzando los brazos… Cincuenta metros… Treinta metros… Diez metros… Y los veinte se abalanzaron sobre los dos coches, luchando por ver quién entraba primero. Castro los miraba.

«¡Ya!», gritó uno.

Castro escuchó. Los camiones no estarían a menos de dos kilómetros.

¡Bmmmmmm!

¡Bmmmmmmmm!

«¡Ya, camarada Castro, están muy cerca!».

Castro se acercó al que había hablado, se acercó lentamente, sin dejar de fumar. Cuando llegó hasta él le miró:

—¿Me conoces, c… cobarde?

—Sí.

—¿Quién soy?

—El comandante Castro.

—Me alegro que lo sepas… Ahora escucha: donde está el comandante Castro sólo manda el comandante Castro.

—De buena gana te dejaría aquí, en la carretera, para que los camiones pasaran por encima de ti.

—Sí.

—Tranquilízate, imbécil. Ni tú vas a morir ni yo tampoco. Al menos aquí.

Miró a su chófer.

«¡Ya!».

El otro se subió al coche y arrancó. Con diez hombres, dentro o colgados de todas partes, avanzaba lentamente, pero de todas maneras avanzaba más rápido que los camiones. Castro puso su coche en marcha y arrancó y al hacerlo dijo a los que iban coleados.

—Sujetaros bien… Ahora ya no podría esperar a nadie.

Cuando llegó a la cima y se apeó del coche el comandante Gallo se acercó a él. Algunos milicianos le miraban. Hasta él llegaron algunas voces:

«¡Ese es nuestro comandante!».

«¡La madre que lo parió!… ¡Qué c… tiene!».

Castro hacía que no ve daba cuenta de nada. Era parte de su juego. De ese jugar con la modestia, con la hipocresía en el que los comunistas son maestros.

—Gallo. ¿no crees que se acerca el momento?

—Sí.

En el centro de la carretera colocaron unos sacos terreros. Y dos ametralladoras. Y se tumbaron junto a los hombres que esperaban con el dedo en el gatillo. Las fuerzas de Francisco Galán y las de «El Campesino» escondidas en las laderas que dominaban la carretera esperaban también.

¡Buuummmmm!

¡Buuuummmmmmm!

Los obuses cada vez se acercaban más a Buitrago. El ruido de los motores de los camiones se oía cada vez más cerca. Y ya se percibían con toda claridad los gritos de los que avanzaban:

«¡Viva Cristo Rey!».

«¡Vi…vaaaaaaaa!».

«¡Viva Cristo Rey!».

«¡Vi…vaaaaaaaa!».

Y el dedo en el gatillo. Y las bombas de mano dispuestas. Y coronando la cima el morro de un camión. Y un estandarte. Y la imagen de la Virgen.

«¡Ya, camaradas!».

Las dos ametralladoras comenzaron a disparar. El camión se detuvo en seco. Sus ocupantes saltaron de él, pero sólo para morir a unos metros de distancia. Y a continuación, como si manadas de lobos se desprendieran de los montes, las fuerzas de Galán y «El Campesino». Y descargas y más descargas. Y el estallido de las bombas de mano. Y gritos de rabia y dolor. Y gemidos. Y humo de los camiones que ardían.

«¡Ya, camarada!».

—¿Ya? —preguntó Gallo como si despertara de un sueño.

—Lo demás deben hacerlo los otros. En la paz como en la guerra la cuestión reside en saber repartir el trabajo… ¿Comprendes?…

—Comprendo.

Castro se puso en pie. Encendió un cigarro y esperó. Las descargas cada vez eran menos frecuentes. El estallido de las bombas de mano ya no se oían… El seguía esperando. A lo que tenía que llegar. A lo que llegaba ya: a la cabecera de una columna de hombres pálidos, desarmados, que con los brazos en alto y flanqueada por hombres con fusiles en disposición de hacer fuego, avanzaba. Hombres que ya no cantaban, ni gritaban «¡Viva Cristo Rey!», hombres que perecían haberse olvidado de Dios.

Y boinas rojas.

Y estandartes con las imágenes divinas, que los vencedores arrastraban por aquella carretera, entre calor y polvo.

«¡Seguid!».

Y la columna siguió. Castro se dirigió a Gallo.

—Ordena algo, camarada, ordena algo.

El otro seguía callado.

«¡Al…tooo!».

La columna se detuvo. Castro agarró a Gallo de un brazo y le arrastró consigo.

—Tú eres el jefe…

El otro seguía callado. Luego miró su medalla y se abrochó la camisa.

—Vamos.

Y comenzaron a caminar. Gallo mirando sin mirar. Castro buscando encontrar en sus miradas el alma de cada uno de aquellos hombres. Y camina que cantina. Y ya, hacia el final de la columna, tres hombres vestidos de negro, con boina roja, un cinturón sobre su chaqueta negra y la funda de la pistola vacía.

—¿Y esos?

El otro se encogió de hombros.

—Traérmelos. Y que la columna continúe hacia Buitrago. Y que se haga cargo de ella el comandante militar y el servicio de información. La columna continuó alejándose. Y los tres hombres de negro acercándose a Castro. A éste le brillaban los ojos. Y una sonrisa difícilmente disimulable apareció en su rostro.

—¿Queréis quitaros las boinas?

Se las quitaron.

Y Castro dio una vuelta en torno a ellos. Sólo un segundo se detuvo. A las espaldas de los tres. Y sonrió.

—¿Sacerdotes?

—¡Soldados de Cristo Rey!

—Y… ¿el «no matarás»?

—Carece de actualidad hoy… Hoy no se trata de cumplir los mandamientos de Dios Nuestro Señor… ¡Y que me perdone!… Se trata de que Dios siga viviendo en el alma de un pueblo.

Gallo escuchaba.

—Pero, aquí no se trata de Dios… ¡Se trata de que viva o muera la República!

—Nunca nos pondríamos de acuerdo.

—Entonces ¿«el no matarás» no vale?

—No.

—Ahora comprendo la terrible matanza de mujeres y niños en Badajoz.

—Dios está por encima de sus siervos.

Castro miró a Gallo.

—Yo os hubiera perdonado si solamente se tratara de sacerdotes que se confunden con los combatientes para salvar sus almas. ¡Porque contra Dios no tenemos nada!… Pero, resulta que sois soldados de Cristo Rey, que os habéis olvidado del «no matarás»; que lleváis pistola al cinto.

—Ustedes convirtieron el cuartel de la Montaña en un cementerio.

—Sí. En un cementerio de soldados.

—Es igual.

—No… No es igual: allí matamos a los que mataban…

—Jamás estaremos de acuerdo.

—Jamás.

—Y Castro hizo una señal a uno de sus escoltas que amartilló la pistola. Y dirigiéndose al hombre de negro le dijo: «Puedes gritar cuanto quieras y lo que quieras. Y si Dios te escucha, mejor para ti».

«¡Viva Cristo Rey!».

Sonó un disparo. El hombre de negro se desplomó. Y se quedó mirando al cielo con los ojos terriblemente abiertos. Los otros inclinaron la cabeza, juntaron las manos y comenzaron a rezar.

—¡Dos picos y dos palas!

Y a los pies de los que rezaban tiró las herramientas.

—¡Enterrarle!

Y comenzaron a cavar a un lado de la cuneta. Y el otro mirando al cielo. Y golpes de pico. Y risas de milicianos. Y golpes de pico. Y ruido de palas al sacar la tierra de lo que iba siendo una fosa…

Y la fosa.

Los dos hombres de negro le miraron.

—¡Vosotros!… Vosotros solos. No queremos tocarle con nuestras manas pecadoras.

Y le tomaron de los brazos y de los pies. Y le acostaron cuidadosamente sobre el fondo de la tumba.

—¡Pronto!… Tierra. Tierra… Que las moscas no respetan ni a los representantes de Dios, cuando están muertos.

Alguien soltó una carcajada.

Y comenzaron a echar tierra sobre el cuerpo del otro. Y una paletada cayó sobre su boca abierta. Y sobre sus ojos abiertos cayó otra más. Hasta que el hombre desapareció bajo la tierra.

—¿Qué más queréis?

—Que nos deje ponerle una cruz. Y rezarle.

—Hacerlo.

Y una cruz hecha con dos ramas, amarradas con una cuerda. Y el rezar monótono de aquellas dos sombras negras.

—¿Ya?

—¡Ya!

—Iros entonces… Pero si tenéis ocasión de hablar con Dios contarle toda. ¡Todo!… ¡Esto y aquello!… ¡Lo de aquí y lo de allá!

Silencio.

Algún miliciano hizo intento de sacar la pistola. Castro le miró. Y las pistolas no salieron de las fundas.

—Iros.

Castro miró a Gallo. Estaba lívido.

—La guerra es la guerra.

El otro se alejó sin contestar. Y se desabrochó la camisa y sacó la medalla que colgaba de su pecho. Y durante un rato movió los labios. Rezaba. ¿Por quién? Castro no quiso preguntar. Luego el «otro» se pasó las manos por los ojos. Y cuando regresó hasta donde Castro estaba, éste le ofreció un cigarro.

—Esto te tranquilizará.

Y frente a ellos una cruz.

Y un montón de tierra.

Y el cielo.

Y columnas de humo de los camiones que ardían.

* * *

—¿Dónde está el comandante Gallo?

—A sus órdenes.

—Escúcheme: han fusilado a un cura; han exterminado a media columna; se han repartido el botín; y no han dado cuenta a nadie… ¿Acaso no sabe usted, comandante, sus obligaciones?

Quien hablaba era un teniente coronel, socialista y tonto.

—Yo…

—Había que hacerlo, mi teniente coronel —terció Castro.

—¿Y a usted quién le pregunta?

—Escuche…

—No me da la gana.

—Escuche —y la voz de Castro se hizo amenazadora. El otro miró.

—Mire a su alrededor… Cientos de ojos están pensando en qué lugar de su cuerpo meter una bala… Y usted haciendo el tonto.

—¡Yo no hago el tonto nunca!

—Escuche.

Los milicianos se habían ido acercando. Un ciento de gentes rodeaba a los tres.

—Lo que hemos hecho había que hacerlo… No podíamos dejarlos pasar.

—Pero ahora vendrá el contragolpe.

—¿Y qué?

—Seremos derrotados… Y el camino de Madrid quedará abierto.

—Lo veremos.

—No hay nada que ver… ¡Ustedes se retirarán a Buitrago!

—No.

—¡Sí!

Castro miró a los milicianos. El cerco se fue cerrando, Y de aquellas gentes que les rodeaban comenzaren a salir voces: «¡Cobarde!»… «¡Cabrón!». «¿Es Franco el que ordena el que te retires?»

—Soy socialista desde hace treinta años.

—No nos retiramos.

—Sí.

—Allá usted.

Y se alejó. Los milicianos le tomaron en volandas. El hombre gritaba y se retorcía.

«¡Soy socialista!».

«¡Soy socialista!».

«Vamos a colgar a este cabrón».

Castro se resistía a intervenir. Sólo ante la angustiosa mirada de Gallo dio una orden:

—Llevarlo a Buitrago…

La gente no hacía caso. Castro sacó la pistola Y se acercó. Había en sus ojos algo así como un mirar de asesino. Y su dedo se apoyaba decididamente sobre el gatillo de la pistola.

«¡Atrás!».

«Atrás!».

La gente empezó a retroceder.

«¡Mi coche!».

El coche se abrió paso. El chófer se apeó rápido. En cada mano una bomba. Y mirando a Castro en espera de la orden.

—Sube, imbécil…

El otro subió. De reojo Castro vio cómo varios milicianos se preparaban para disparar. Entró en el coche y se sentó al lado del otro. Y sacando la cabeza por la ventanilla, gritó:

—«¡El comandante-jefe del 5.° Regimiento os habla: ¡disparar si queréis!

Y el coche arrancó lentamente. Y así hasta Buitrago. Y cuando llegaron a la plaza del pueblo, junto a la fuente, Castro mandó detener el coche. Y a los que se acercaron les dijo suavemente:

—Encerradle en la iglesia… ¡Ponerle guardia!… ¡Sacarlo en la noche Y llevarlo a Madrid. Y entregársele al Partido Socialista. No es un traidor: es un tonto.

Y lo encerraron en la iglesia. Y cuando Edmundo Domínguez se acercó a él para pedirle que le entregaran al detenido sonaron unos disparos.

«Ya es tarde».

—¡Esto es un crimen, Castro!

—Sí… Y, quizá, nos veamos obligados a cometer muchos crímenes contra nuestra voluntad…

—¡Un crimen!

—Vete. Edmundo, los milicianos comienzan a mirarte de mala leche. ¡Llévate el cadáver!… Lo siento, créeme que lo siento… Pero, no seas injusto juzgándome… A las masas hay que darles de vez en cuando lo que piden, para que hagan lo que nosotros las pedimos. No lo olvides.

Y sacaron el cadáver.

Y Edmundo Domínguez se lo llevó a Madrid.

* * *

Estaba cansado. Y decidió regresar a Madrid. Pero antes quiso visitar al general Bernal, jefe del frente. Allí estaba. Bajo la sombra de un cobertizo. Vestido de paisano. Maldiciendo a las milicias. Y con la vista clavada al otro lado de las montañas.

Mi general…

—¿Qué hay?

—Nada… Bien, todo bien… Hemos detenido la columna de Mola; la hemos destrozado. Y la gente ha comenzado a sentir confianza en sí misma.

—¿Y a eso le llama usted «bien»?

—Sí.

—Usted cree que ganaremos la guerra con esas hordas que fusilan a un sacerdote, y después a un teniente coronel.

—Sí.

—Nunca ganaremos la guerra con ellos.

—Y siempre la perderemos con usted.

—Comandante.

—General.

—¿Cómo se atreve a hablarme así?

—Y podría mandar fusilarle ahora mismo… Y le matarían como a un perro. Pero no lo haré… No lo haré, a pesar de que viéndole a usted vestido de paisano me imagino que está esperando la oportunidad de pasarse al enemigo.

El general se puso lívido.

—No tenga miedo… Hoy estoy harto de muertos…

Y le dio la espalda. Y descendió lentamente de la cima de aquella montaña. Y al pasar ame el jefe de la guardia del general le miró: «¡Ten cuidado con él!». El otro sonrió. Y se llevó la mano a la pistola. Y Castro hizo un gesto afirmativo.

«¡A Madrid!».

En Lozoyuela su coche se quedó sin gasolina

«¡Tómala!».

«¡Se necesita una orden del comandante de la plaza!». «¡Llévame hasta él!».

Fueron andando entre luz y sombras. Los milicianos cantaban o reían. Castro cruzó entre ellos. Hasta que llegó a una casa de adobes, por una de cuyas ventanas salía el reflejo de una lámpara de petróleo.

«¡Aquí es!».

—¿Se puede?

—Adelante.

Y entró. Y se encontró con un hombre alto, con gafas, con un ojo derecho y el otro torcido. De uniforme, Y con las insignias de comandante.

—A sus órdenes.

—A las suyas.

—¿Podría darme gasolina?

—Sí.

—Vete y llena el tanque.

—Siéntese, comandante. —Gracias.

—¿Su nombre?

—Enrique Castro… ¿El suyo?

—Vicente Rojo.

—Rojo… Rojo… Significativo ¿verdad?

—¿Por qué?

—Piense un poco.

—Y, sin embargo, soy católico, apostólico y romano.

—¿Por qué con nosotros?

—Yo estoy a las órdenes del gobierno legítimamente constituido… Aunque no esté de acuerdo con él… ¡Aunque desde el punto de vista político y católico esté contra él!…

—¿No es usted republicano?

—No.

Durante un buen rato permanecieron callados. Sólo el sacar unos cigarros de Rojo y el fumar…

—Incomprensible.

—¿Acaso la lealtad es incomprensible?

—Extraña.

Y se volvieron a callar. Y así estuvieron varios minutos, hasta que el asistente de Rojo comenzó a poner la mesa.

—Cene conmigo, Castro.

Cenaron en silencio. Observándose uno al otro. Buscando cada cual el fondo del alma del otro.

—¿Profesional?

—Sí.

—De Estado Mayor.

—Sí.

—…¡Qué extraño!… «Católico, apostólico y romano»… «Profesional»… «Y del Estado Mayor»… ¡Usted debería estar con ellos!

—Pero, estoy con ustedes.

—Gracias.

Terminaron de cenar. Y fumaron.

Y Castro mirando a Rojo. Y Rojo mirando a Castro. —Me voy.

El otro le tendió la mano. Y Castro la estrechó. —Salud comandante… Y cuídese…

Cuando Castro salió no se dirigió al coche. Se acercó a unos milicianos que en torno a una hoguera hablaban.

—¿Quinto Regimiento?

—Sí.

—¿Vuestro capitán?

—Aquél.

—Llamarle.

Y el otro se acercó. Y al reconocer a Castro se cuadró y le saludó.

—Camarada, cuídame al comandante Rojo… ¡Contra quién sea!… Le necesitamos. Él puede ser muy útil al Partido.

—Pero… ¡es católico!

—Quizá por eso.

—A tus órdenes.

Y el coche arrancó hacia Madrid.

En la comandancia del 5.° Regimiento Carlos esperaba. A su lado, un alemán. que decía que era general, que siempre andaba pidiendo tabaco y que jamás se acercaba a los frentes. Era de la dirección del Partido Comunista Alemán. Hablaba poco, comía mucho y nunca se sabía ni dónde andaba ni qué hacía. Con Carlos estaban Oliveira, Ortega, Carlitos y Del Val.

—¿Qué hay? —preguntó Castro.

Y Carlos habló durante un rato.

—¿Qué hay?

Y Castro habló unos minutos.

—¿Y Barbado?

—No sabemos nada de él. Del frente de Talavera nuestros informes son que la situación es de catástrofe. Hasta el extremo de que queríamos proponerte que salieras esta madrugada con mil milicianos.

—De acuerdo.

Mientras cenaba, Carlos le dio «Mundo Obrero».

«¡Cabrón!».

En una de las páginas había una foto de Paco Mayo. Y en la foto, Barbado con el brazo sobre los hombros de una miliciana. Y un pie: «Él comandante Barbado dando órdenes a sus milicianos para el ataque».

Miró a Carlos.

—De acuerdo, Castro.

Terminó de cenar.

Mientras saboreaba el café se dedicó a mirar a todos: Carlos Contreras, rojo y como hinchado seguía bebiendo; el «general» alemán fumaba y eructaba; Del Val parecía un viejo cortesano: Ortega, como siempre, silencioso y sobrio: Oliveira hasta comiendo parecía estar en posición de «firmes»; los demás eran bultos y miradas plenas de deseo a las muchachas que servían.

Terminó de tomar café.

—Salud, camaradas… Tengo que marcharme pronto.

—Salud, comandante.

—Carlitos, cuando termines, sube… Tengo que dejarte unas instrucciones.

Y subió a su dormitorio situado en el primer piso de aquel pequeño palacio de la calle de Lista. Subió las escaleras despacio, entreteniéndose en oírlas crujir. Y entró en el dormitorio. Y miró a la cama con cierto deseo; luego se dirigió a la mesa-escritorio, de madera tallada. Y se sentó frente a ella. Y sacó de un cajón unas cuartillas. Y las colocó cuidadosamente ante él. Y se quedó pensando.

El tiempo seguía corriendo indiferente.

Tictac.

Tictac.

«Ya no es posible seguir haciendo así la guerra… Cada cual se siente contento con tener sus Milicias, pero los imbéciles no se dan cuenta de que las Milicias huyen a pesar de su pasión y su fe, de que, en general, no saben combatir, de que en la lucha se disuelven como montones de arena en el mar; de que son columnas de héroes que corren; grandes héroes, todo lo grandes que queramos, pero que retroceden y retroceden cada día sin que se les pueda decir que son cobardes».

«Así no es posible».

«Así la guerra está perdida.

Siguió pensando.

Después tomó la pluma y escribió: «EJÉRCITO REGULAR POPULAR…» Y a continuación un artículo breve, irónico, grave… «Las Milicias no podían seguir siendo lo que han sido: el comienzo. Frente a un ejército regular con instrucción, con disciplina y con mandos, las milicias no tienen posibilidad de ganar. Las milicias han cubierto una época inicial y heroica, ahora deben dejar paso a la creación de un Ejército Regular Popular. Es la gran lección que se desprende de estos primeros meses de guerra…»

¿ Y metió el artículo en un sobre: «Para Benigno, Director de «Milicia Popular». Y debajo unas palabras que eran una orden: «Debe aparecer mañana»… Y firmó: «Castro».

Después de esto se sintió más tranquilo.

Y se echó en la cama.

Unos golpes en la puerta.

«Adelante».

Y entró el capitán «Carlitos», madrileño y sinvergüenza, pero que estaba resultando más útil que los ortodoxos.

—A tus órdenes.

—Escucha, salgo dentro de dos horas para el frente. En mi ausencia deberás hacer lo siguiente: Entregar este sobre a Benigno antes de una hora para que se publique mañana; vigilar al Comisario Político, a Carlos Con-treras, que cada día bebe y fornica más, hasta convertirse a veces en un idiota o en un provocador; vigila a Del Val al que veo demasiado influido por los militares profesionales; cambia la guardia por gente venida de los frentes para evitar que éstos se acostumbren a una guerra sin tiros; estate en contacto con los grupos especiales y ordénales que vigilen a todos, a todos, sea quien sea y que para cuando yo venga me tengan sus informes preparados. Y, como un encargo especial, habla con mi mujer, para que a través de sus servicios de información no sólo sepamos la situación de los frentes, para lo que hay que exigir más al comandante Durán, del Batallón de Hierro, sino también qué compañías y qué comandantes destacan por su seriedad, por su combatividad… ¡Esto es importantísimo!… Y no te olvides de dos cosas: «El Campesino» está borracho de vanidad y gloria; habla con el representante del Partido en sus unidades y recomiéndale que empiece a obligar a «El Campesino» a ser como era; ten cuidado de Galán, quiere ser general y para ello está haciendo demasiada demagogia en el frente. Pero haz esto hábilmente, no por él, sino por su apellido… Y, mañana, procura hablar con los comandantes de todos los cuarteles del 5°…La situación se está agravando peligrosamente… Y debemos prever todo. ¡Todo!…

—A tus órdenes, comandante Castro.

—Y si necesitas aconsejarte de alguien, aconséjate solamente del comandante Ortega… Ese es el único hombre de oro de ley que tenemos.

—A tus órdenes.

—Mira a ver si mi coche está… Habla también con el Cuartel de Francos Rodríguez y que te digan a qué hora inician la marcha… Y súbeme una taza de café negro, tabaco, unas pastillas para el dolor de cabeza… ¡Y, no te extrañes!… Súbeme también una copa de coñac…

—A tus órdenes.

—Y cuida a Esperanza… Está enferma y se empeña en seguir trabajando. Hay que dejarla hasta que pueda… Hasta que ella sienta que es imposible seguir haciéndolo… Pero, hay que dejar que ella se convenza por sí misma… Podría ser terrible para ella sentirse inútil, sentirse solamente la mujer del comandante Castro…

—A tus órdenes.

—Anda, camarada, comienza a hacer lo que te he dicho.

Castro sentía un enorme malestar interior… ¡Tenía la impresión de que el Partido, un gran maestro en política, no acababa de comprender la situación militar.

Sí.

Y esto le preocupaba y le dolía.

Entró Carlos.

Y Castro le miró.

—El café, el tabaco, las pastillas, la copa de coñac… La columna partirá dentro de dos horas… Tu artículo ha sido enviado a Benigno. Carlos Contreras ronca. El camarada alemán sigue fumando. Del Val se ha ido a ver al comandante Estrada; los comandantes Ortega y Oliveira han salido para el cuartel de Francos Rodríguez; a tu mujer ha ido un coche a llevarla a su casa. Lo demás, camarada, está en marcha…

—Gracias, Carlitos.

—No estás contento, comandante, ¿verdad?

Castro alzó los ojos y le miró.

—No.

—Comprendo, camarada.

—¿Qué comprendes tú?

—¡Que se come demasiado!… ¡Que se fuma demasiado!… ¡Que se bebe demasiado!… ¡Que se fornica demasiado!… Yo no entiendo mucho, pero creo que esto no es muy bueno.

—¿Qué más?

—¿Qué más?… Que a todos nos ha dado por bañarse con demasiada frecuencia… En no andar si no es en coche… En no poder vivir sin pluma estilográfica… sin reloj de pulsera… ¡En no querer vivir como antes… ni vestir como antes… ni querer ser como antes!

—Es la enfermedad de todas las revoluciones.

—¡Hostias!… Si desde el principio comenzamos a estar enfermos la hemos jodido.

Castro soltó la carcajada.

Pero, era un reír sin ganas.

«Carlitos», el capitán «Carlitos», un hombre simple, madrileño y sinvergüenza, le había dado el diagnóstico…

Se acostó y cerró los ojos.

El otro se fue.

* * *

Desde un rincón, hundido en las sombras, presenciaba el embarque de los mil hombres del 5.° Regimiento que debían salir para el frente de Talavera, Había disciplina y silencio.

—Comandante, te llama la camarada Esperanza.

Subió las escaleras corriendo.

—Dime, Esperanza.

—Se ha perdido Puente del Arzobispo… Y lo más probable es que se pierda Oropesa…

—¿Qué más?

—La gente no pelea. Hay una psicosis de miedo que abarca a todos: a los de abajo y a los de arriba.

—Gracias. Esperanza… Salgo en estos momentos para Talavera.

—Ten cuidado, Enrique…

—No te preocupes. ¡Yo moriré de muerte natural!… En mi cama, muy viejo y contigo al lado.

—¡Ojalá!

Y regresó al patio.

—Ya, comandante Oliveira?

—Ya.

—A Talavera… Y allí me pondré en contacto con ellos… Pero que no pasen de Talavera… En el caso de que Talavera se perdiera mientras ellos van en camino yo les avisaría… ¡Hay que impedir que sean envueltos por la «debacle» que allí reina!

—Justo, Castro.

Montó en su coche…

—A Talavera… ¡Corre cuanto puedas!…

* * *

Oscuridad y silencio.

Y el zumbido rítmico del motor.

Y la luz del coche hundiéndose en la oscuridad.

No quería pensar en la guerra… Tenía miedo de obsesionarse con una situación. Pero, ¿en qué pensar?…

«¿Qué hará mi madre?»

«Ya debe estar muy vieja».

«Y qué será de mis tres hermanos: Manolo es seguro que estará en el frente… Pero ¿Eduardo?… ¿Carlos?… Y la pobre Concha, ¿qué hará?… Algo le dolió dentro… Muy adentro…

Y prefirió seguir pensando en la guerra.

* * *

La noche comienza a hacerse día.

Las estrellas se esconden.

—Talavera, comandante.

—Sigue

Y atraviesa Talavera de la Reina… Y, Castro, a través del cristal de la ventanilla observa el miedo… En las caras de las gentes, en los rostros de los milicianos.

Y hacia Oropesa.

Y la carretera.

Y árboles desprendiéndose del rocío de la noche, como si despertaran, o si de nuevo comenzaran a vivir…

—«¡Alto!».

Y el coche se detuvo. Y las bocas de los fusiles se introdujeron por las ventanillas del coche.

«¡El comandante del 5.° Regimiento, camarada Castro!».

Y los fusiles volvieron a su posición normal. Y los milicianos, un poco confusos, miraban al chófer y a Castro. Y parecían intentar balbucir algunas palabras de excusa, cuando Castro los cortó:

—Ese es vuestro deber, camaradas.

—Pasa, camarada comandante… Y perdona.

—No… No paso… Primero quiero hablar un rato con vosotros. Se apeó del coche y cogió a los dos del brazo: y con una actitud patriarcal los llevó hasta la cuneta; y sacó cigarros y les dio uno a cada uno. Y comenzó su interrogatorio. Lenta, suavemente, casi ingenuamente… A veces ésta era la táctica de Castro, que por lo general era apasionado y violento.

—Camaradas, os habla vuestro jefe… Mejor dicho, vuestro camarada Castro… No quiero ordenaros… Quiero pedir… Pediros que cumpláis vuestro deber de informar a vuestro jefe, que, además, representa al Partido, a vuestro Partido.

—Pregunta, Castro.

—¿Dónde está el comandante Barbado?

—No lo hemos visto por aquí…

—¿Ni una sola vez?

—Ni una.

—¿Ni os han llegado noticias de que estaba en este frente?

—Bueno, hablemos de otra cosa. Voy a haceros tres preguntas. Contestarme concretamente, sinceramente…

—Primera: ¿Cómo veis la situación de este frente? Segunda: ¿Qué tal jefe es el comandante Burillo? Tercera: ¿Dónde está el comandante Modesto?… Contestarme. Y cuantas menos palabras mejor.

Se miraron.

Y uno de ellos habló:

—Esto está que da miedo, Castro. Nadie manda, nadie obedece, nadie se entiende.

—Sigue.

—El comandante Burillo es una gran persona… Pero no es tan buen jefe. Vacila. Carece de iniciativa… Y de carácter.

—Sigue.

—El comandante Modesto se ha replegado… Dicen que está en aquel bosquecillo dando descanso a su gente.

Castro se levantó. Su gesto había cambiado. Se había endurecido. Y en sus ojos algo así como una gran blasfemia que quisiera que alcanzara a miles de hombres. Y se subió al coche. Y cuando el coche estaba a punto de arrancar, unas palabras secas, cortantes, imperativas:

—Si veis al comandante Barbado decirle que le busco… Si veis al comandante Modesto decirle que tengo interés en conocerle… Y a quien pase decirle dos cosas: que Castro está aquí; y que vienen refuerzos del Quinto Regimiento… ¿Entendido?

No aguardó a que contestaran…

Y continuó su camino.

Hasta que vio una casa. Y varios automóviles… Y centinelas…

—Hacia allí, camarada.

Y se detuvieron delante de la casa. Y comenzaron a caer obuses. Y la gente corrió a refugiarse. Castro se bajó del coche. Y se quedó quieto. Y miró para todos los lados. Era un gran actor que no olvidaba en ningún momento su papel.

Los obuses seguían cayendo.

Llamó a uno.

—¿Quién está en esa casa?

—El comandante Burillo.

—¿Qué hace?

—Duerme.

—¿Y vosotros?

—Esperamos a que se despierte.

Castro lanzó una blasfemia. Y miró a aquel teniente con ánimo de disparar su pistola sobre él. Pero se dominó. No era el momento todavía. Le dio la espalda y se dirigió a la casa. Los centinelas quisieron cerrarle el paso.

—A la mierda, cabrones… ¿Es que no sabéis quién soy?

Y abrió la puerta.

Y entró.

Al principio no vio nada, luego a medida que se acostumbraba a la oscuridad comenzó a ver: vio primero un colchón en el sudo; luego una silla y sobre ella ropa de uniforme. Siguió mirando y acabó por ver sobre el colchón el bulto de una persona que dormía cubierta por una sábana. Castro se acercó despacio.

«¡Comandante!… Comandante Burillo!…»

Se movió el bulto humano que dormía sobre el colchón.

«Comandante Burillo».

Unas manos salieron de debajo de la sábana. Luego empujaron la sábana y apareció la cabeza de un hombre y una calva enorme que se confundía con la blancura de la ropa.

«¿Qué?»

«Comandante Burillo… Soy yo… El comandante Castro…»

El hombre se destapó del todo. Después, muy despacio, comenzó e incorporarse… Y se restregó los ojos… Y abrió la boca dos o tres veces… Era alto y calvo. Y magro. Y llevaba una bigotera que aun durmiendo, mantenía sus bigotes con el aire del de los viejos guerreros. Llevaba una camiseta de franela que le negaba hasta el cuello. Y unos calzoncillos de franela también que le llegaban hasta los tobillos. Era una figura quijotesca y extraña.

—Buenos días, comandante.

—Buenos días.

—Espere un momento que en seguida me visto.

—Espero, comandante.

Y aquel hombre, que ya empezaba a ser viejo comenzó a vestirse con lentitud. Y cuando ya estuvo vestido se puso un gorro de campaña y se quitó la bigotera.

Fuera seguían estallando los obuses.

—¿Y qué le trae por aquí, comandante Castro?

—La situación, mi comandante… La veo difícil… Un poco más difícil cada día… Usted que conoce bien todo esto ¿no podría decirme en confianza cuál es o son las causas de todo?

—¿En confianza?

—En confianza.

—Mire, Castro… Para qué vamos a perder el tiempo… Se ha perdido Puente del Arzobispo… Y se perderá Talavera… Y Maqueda… Y no sé cuántas cosas más… Y no es nada extraño… Pudiéramos decir que todo es terriblemente lógico… No hay dirección… No hay ejército… ni hay combatividad a pesar de que ustedes por razones políticas tengan que hablar cada día del heroísmo de los milicianos… Los milicianos son gentes buenas, magníficas, pero no son soldados… Y los hombres simples no se acostumbran a la guerra fácilmente, ni a matar, ni a morir… ¿Comprende, Castro?

—Comprendo.

—Un grupo de cuatrocientos o quinientos Guardias de Asalto son más útiles que varios millares de milicianos… Los Guardias obedecen, sufren, disparan y cuando hay que retroceder, lo hacen pero no corren, no pierden la cabeza…

—¿Y los milicianos?

—Tienen una idea clavada en el cerebro: la caballería mora; y un miedo metido en el alma: el miedo de ser copados. Y basta que vean un grupo de moros a uno de sus flancos para que salgan gritos que espantan a millares de hombres: «¡Los moros!… ¡Por allí!… ¡Y por allí!… ¡Estamos copados, camaradas, estamos copados!…» Y usted ve en unos minutos cómo miles de gentes con el espanto en la cara corren y corren… Y tiran lo que llevan… Y un kilómetro… Y otro… Hasta que el cansancio los hace tirarse a la cuneta… Y hundirse en una quietud que les hace parecer más muertos que vivos… ¿Qué hace el gobierno para evitar esto?… ¿Qué hace el Estado Mayor para darnos combatientes y no simplemente hombres?

—¿Pesimista, comandante?

—Un poco… Pero, aquí estaremos… O un poco más atrás cada día… hasta donde se pueda… Hasta donde vivamos… ¿Qué otra cosa puedo hacer?… En fin, salgamos comandante, y por favor mire usted a los hombres… En sus caras usted encontrará la razón de todo.

Y salieron.

Los obuses caían ya más espaciadamente… Pero los hombres seguían en las cunetas… Entre los árboles… Eran hombres pálidos. Con sueño, con hambre, con piojos. Y con mirar perdido, como si se encontraran ante un hecho que ellos no comprendían bien… Y ante el que se sentían impotentes.

—Mire hacia allí, comandante.

Castro miró a lo lejos, hacia unas lomas que estarían a unos tres kilómetros.

Y vio como una ola humana que empezaba a moverse hacia ellos. Primero despacio, después rápidamente como se mueven las hojas desprendidas de los árboles cuando un viento huracanado se las encuentra en su camino.

—Y así, tres o cuatro veces todos los días.

—Comprendo, comandante.

Los que les rodeaban comenzaron a mirar. Algunos chóferes pusieron los motores de sus coches en marcha. Y hasta los hombres tirados en la cuneta, que parecían estatuas de sudor y polvo, comenzaron a moverse. El pánico se extendía con la rapidez de una tormenta.

—Comandante Burillo… ¿Quiere usted aguantarlos aquí, en la carretera mientras que yo intento detenerlos en aquel otro lado?

—Sí.

Castro se volvió al grupo de gente…

—¡Camaradas!… Necesito treinta voluntarios… Sólo treinta… Y dos ametralladoras… ¡No pretendo llevaros a la muerte!… ¡No!… Sólo impedir que la muerte nos envuelva a todos.

La gente le miró…

«¡Treinta voluntarios!».

La gente le seguía mirando.

Y comprendió… Y esta vez gritó más alto:

«¡Treinta comunistas!».

«¡Treinta comunistas!».

«¡Treinta comunistas!».

«¡Pronto, camaradas, pronto…!».

Varios hombres comenzaron a acercarse a él. Entre ellos varios oficiales… Y luego un grupo de hombres con dos ametralladoras.

—Comandante Burillo… ¡Suerte!

—Y para usted también, Castro.

Y comenzó a correr en línea recta y paralela a los que venían. Y corrió hasta que creyó haber encontrado el lugar.

Y se detuvo.

—Vosotros con esa ametralladora allí, donde está aquel pequeño árbol. Y acompañarles quince de vosotros con bombas de mano… Y aquí vosotros, con la otra ametralladora y otros quince hombres. Yo estaré en el centro de las dos… Mientras mantenga los brazos levantados, y cuando os grite, tirar por encima de la gente… Y vosotros tirar unas cuantas bombas pera impresionarlos… Pero si veis que siguen corriendo… Si veis que yo bajo los brazos disparar contra la gente… ¡Por ráfagas!… ¡Por ráfagas cortas!… ¡Es un precio doloroso!… Vamos, camaradas, vamos!… ¡Ahora es el Partido, el Partido es quien manda, los comunistas los que obedecen… ¡Vamos!

Y cada cual se puso en su sitio.

Castro alzó los brazos y empezó a moverlos indicando a la gente que se detuviera, pero la gente seguía corriendo… Corriendo y corriendo… Y cuando alguno se caía la gente seguía corriendo: sin oír sus gritos, ni ver su agonía.

Castro hizo una seña a la derecha.

Y otra a la izquierda.

Y las primeras ráfagas altas… Y las primeras explosiones de las bombas de mano haciendo ruido y levantando polvo…

Castro grita.

Sigue gritando.

Y la gente hacia él… Como una nube gris y enloquecida… Y se cansaba de gritar.

Y baja las dos manos.

Y unas ráfagas precisas… Y gente que se cae para no levantarse más… Y un mundo de maldiciones que sale de aquel torrente humano… Y Castro alza y baja los brazos otra vez…

Y la gente cae para no levantarse más.

Y la ola comienza a dejar de correr.

Ahora solamente camina.

Y Castro saca la pistola… Y seguido por dos o tres hombres con las bombas de mano dispuestas, avanzan. Está seguro de que este miedo ha matado momentáneamente el otro miedo… Y sigue avanzando… Más… Más… A cien metros… A cincuenta metros… Se vuelve hacia los que le acompañan.

—Cuidado, mucho cuidado… Si uno cualquiera dispara un tiro seríamos arrollados, deshechos… Si veis que alguien se abalanza sobre mí. ¡Disparad!. ¡Disparar hasta que caiga!… ¡Hasta que deje de moverse!… ¿De acuerdo?

—Sí.

A treinta metros.

Castro ve las caras.

Y espera.

¡Quince metros!

«¡Camaradas!… ¡Camaradas!… ¿Estáis locos?… Nadie viene detrás do vosotros. Pararos un momento, pararos y mirar hacia atrás. ¡Nadie!… ¡Nadie, camaradas!… El miedo provocado por algún hijo de puta, por ese grito de «estamos copados», que es una vez más una terrible figuración y no una realidad!… Camaradas… Camaradas… Habla el comandante del Quinto Regimiento, habla a los hombres del Quinto Regimiento… Habla el camarada Castro… Habla a los hombres del Partido Comunista…

La gente se ha detenido a diez metros de él… Y le mira… Y Castro clava los ojos en éste, en aquél… En todos los que puede…

«Camaradas. Yo también sé lo que es el miedo… A mí también me ha pasado lo que a vosotros, los primeros días de la guerra… Sí… ¡Yo sé lo que es esto!… Pero, por encima de nuestro miedo, del vuestro y el mío, está España, están nuestras mujeres e hijos… Están nuestras ciudades y pueblos… Está la República… ¡La revolución camaradas, la revolución!… ¡Esa revolución que acabará con las hambres, con la guerra, con los miedos. ¡Con todo lo que es malo para un vivir digno del hombre!».

Y miró otra vez.

Y comenzó a pasear de un lado para otro por delante de aquella masa inmóvil. Y empezó a ver caras conocidas: de hombres del Quinto, de hombres del Partido… Y cada vez que sus ojos tropezaban con los ojos de cualquiera de aquellos hombres cambiaba el tono de su voz…

—Salud, camarada.

—Salud, camarada.

—Salud, camarada.

La gente se tranquilizó y Castro volviéndose a los de las dos ametralladoras les llamó. Y cuando estuvieron cerca les dio una orden…

—Avanzar quinientos metros… Y emplazar las ametralladoras… ¡Con dos horas que me deis de tiempo es bastante…! ¡Camaradas!… ¡Hay que enterrar a nuestros muertos!… ¡Pronto, camaradas!

Y comenzaron a abrirse fosas.

Y gritó a los capitanes:

—Camaradas capitanes… ¡Aquí!… ¡Conmigo!…

Y unos treinta hombres se agruparon en torno a él.

Y habló:

—Nuestra gente necesita comer… Y descansar… Pero no existen reservas que nos permitan el relevo… Hasta dentro de doce horas que lleguen nuevas gentes del Quinto Regimiento esto no es posible… Vamos a hacer una cosa, pero antes quiero preguntaron otra.

Le miraron.

—¿Estáis dispuestos a obedecer?

—Sí.

—¿Ciegamente?

—Sí.

—Entonces escuchar: vamos a establecer una línea de ametralladoras… Al lado de cada ametralladora diez hombres con fusiles y bombas de mano… Y detrás de cada grupo de estos, dos hombres de confianza, capaces de imponer el que nadie se mueva. Cada cincuenta metros un grupo de éstos… Cuatrocientos metros detrás una línea de fusileros… El resto de la gente la llevaremos a tres o cuatro kilómetros a la retaguardia… ¡Que coman!… ¡Que duerman!… ¡Que se laven!… Y hasta que lleguen las fuerzas del Quinto que os releven…

—¿De acuerdo?

—Sí.

Y se enterraron los muertos.

Y se establecieron las dos líneas.

Y se llevó a la masa a unos kilómetros atrás.

Y los moros no aparecían… No es que no existieran… Es que aún estaban lejos… Castro se sentó y encendió un cigarro… «¡No puede defenderse Talavera!»… «¡El miedo se ha escondido, pero no ha muerto!»… «¡Todo este es solamente un castillo de naipes, de naipes solamente!»… «¿Cuánto durará?… Llamó a su chófer:

—Mira a ver si ahí, por algún lado, hay un motorista del Batallón de Hierro… Si le encuentras dile que salga al encuentro de nuestros hombres y les diga que aceleren su marcha… Pero que por ningún motivo entren en Talavera!… Que se sitúen dos kilómetros antes… Que tomen posiciones y que esperen… ¡Que esperen!… ¡Que esperen mis órdenes!… Pero que por ningún motivo entren en Talavera… Esto se puede caer de un momento a otro y arrollarnos a todos…

El otro corrió hacia la carretera.

Castro le observaba.

A los pocos minutos un motorista arrancaba violenta y ruidosamente… Siguió fumando.

Empezaron a regresar los capitanes.

—Ya, comandante.

—Ya, camarada.

Castro se había puesto en pie. Y a cada uno lo mismo.

«Gracias».

«Gracias».

«Gracias».

Y regresó hasta donde estaba el comandante Burillo. El viejo estaba cansado. Y en sus ojos se notaban muchas cosas: pena e impotencia.

—Gracias, camarada Castro.

Un motorista de Madrid. Y una carta para Castro. Abrió el sobre. Unas líneas solamente: «El general Asensio ha sido enviado como jefe de ese frente por el Gobierno».

Alargó el papel a Burillo.

Éste, después de leerlo le miró…

Y Castro habló:

—No se trata solamente de generales… Generales sin ejército casi no son generales… ¡Temo que este hombre no comprenda a las masas!

—Africanista —dijo Burillo.

Y no hablaron más. Cada cual miraba hacia el horizonte, después a las débiles líneas establecidas… Sólo vivían en aquellos momentos para mirar… Y a esperar… A esperar a que el miedo se convirtiera de nuevo en el general de todos aquellos hombres…

Y de pronto el ruido de unas motocicletas que llegaron escandalosamente. Y detrás de ellas un coche.

Se detuvieron a diez metros de ellos.

Y bajó un hombre.

Y se acercó.

—Soy el general Asensio.

—El comandante Burillo, jefe del sector.

—El comandante Castro, jefe del Quinto Regimiento.

Y se observaron. Castro sólo miraba a la cara y los ojos de aquel hombre. Fijamente, como si tuviera prisa en conocerle, de saber cómo era de medirle por fuera y por dentro…

El otro sacó sus anteojos de campaña y miró…

—Esas líneas son una mierda, comandante Burillo.

—Es todo lo que tenemos.

—Pero, ¿yo he visto al venir cientos de hombre tumbados bajo los árboles?

Castro habló:

—Son los hombres enfermos de cansancio y miedo. Hay que dejarlos descansar… ¡A menos, mi general, que usted venga con fuerzas frescas!…

Asensio le miró.

—¿Fuerzas frescas?… ¿Fuerzas frescas?… Lo que necesitan esos hijos de puta es que se les levante a patadas: es que se les trate a patadas… Los otros no contestaron.

Sacó la pistola y la estuvo mirando.

—¡Verán ustedes cómo a esos cabrones los hago combatir!

Castro se interpuso. Estaba pálido. Y se sentía mirado por cientos de hombres. No quería dar la impresión de indisciplina, pero quería impedir que una locura de aquel hombre provocara una catástrofe mayor que las que provocaba el miedo.

—¡Mi general!

—¿Qué?

—Escúcheme un momento.

—Si… Pero no me dé usted un mitin… ¡A pesar de que me han dicho que eso lo hace usted muy bien!

Y soltó la carcajada.

—Mi general… Yo sé dar mítines… Y organizar millares de hombres. Y detener una desbandada. Y matar cuanto hay que matar… Y luchar cuando hay que luchar…

—¿Y qué? —contestó el otro con gesto y tono que arañaba.

—Nada… ¿Acaso no es bastante?

—Sólo quiero decirle, comandante Castro, que aquí el amo soy yo. ¡Yo!… ¿Lo oye bien?

—El jefe.

—¡El amo!

—El jefe.

—Bien. ¡El jefe!… Pues mire usted lo que hace el jefe para comenzar.

Un soldado venía corriendo… Castro reconoció a uno de sus enlaces… Y vio que Asensio empuñaba la pistola.

—¡Va a ver usted, comandante, cómo ese hijo de p… no corre más!

Y avanzó hacia el otro que venía. En los ojos del general había un mirar asesino… Castro dudó un momento… ¡Sólo un momento!… Y con un movimiento rápido se interpuso entre el general y el que llegaba. Y miró al general.

—¡Cuidado, general!… Usted antes que él… Generales tenernos muchos…: Demasiados…

Asensio le miró… La gente les miraba… Y Castro a él… Fue un mirar de segundos… El general con el dedo en el gatillo… Castro escuchando detrás de él, el respirar fatigoso del que había llegado.

—Quítese, comandante…

Castro no contestó.

—Quítese, comandante…

El chófer de Castro se había puesto detrás del general. La pistola apuntaba a la espalda de éste. Los motoristas, hombres del Quinto, permanecían inmóviles. Los soldados también.

—General… ¡Vuelva usted la cabeza…! ¡No tenga miedo!… Vuelva la cabeza, por favor.

Asensio se volvió… Ya no era una pistola la que le apuntaba… Eran varias… Y varios fusiles.

Bajó el arma.

Y sonrió.

Castro le imitó. Y se quedó quieto. Mirando al general

—Bien, comandante… ¡Puede usted retirarse…!

—Tengo que esperar, mi general.

—¿A qué?

—A mil hombres del Quinto Regimiento que están por llegar… Hombres que no obedecen a nadie si yo no les digo que obedezcan… ¡Y quiero esperarles, mi general, para decirles que usted es el jefe de este frente… Para decirles que le obedezcan!…

El general se quedó pensativo. Luego se acercó a Castro y le tendió la mano. Castro alargó la suya.

—Es usted un buen comandante.

—Gracias, mi general.

Y el general se dirigió a una casa que estaba en la carretera. Y a su lado el comandante Burillo. Castro se dirigió a su coche. Y le habló al chófer.

—Vamos a encontrar a los que vienen.

Y los encontraron.

—Cuidado con el general Asensio. ¡Obedecerle!… Pero sólo mientras que consideréis que lo que ordena es correcto… Sólo mientras os trate como a hombres y no como a bestias… ¡Creo que odia a los milicianos!… Tengo además la impresión de que es un morfinómano o un cínico… ¡O un canalla!… Inició el regreso.

A dos kilómetros vio milicianos en la carretera.

—¿Quiénes sois?

—Del Quinto.

—¿Vuestro comandante?

—El comandante Modesto.

Y hasta Castro llegó el sonar de una guitarra… Y una canción… Y risas. Y se apeó y se introdujo entre los árboles. Y un círculo de hombres. Y una miliciana en el centro bailando flamenco… Y una guitarra que hacía ruido… Y gritos. Y palmas…

Y allí el comandante Modesto.

Andaluz y barbudo.

—Salud, Castro.

—Hola, Modesto.

—Siéntate… Que hay vino y cante jondo… Y guitarra…

—Y guerra —añade Castro.

Se miran todos. Y Castro se empieza a alejar. Al fin había conocido a Modesto. A ese hombre por el que el Partido empezaba a tomar un cariño especial, queriéndole presentar como uno de los grandes valores militares de nuestra guerra. Y al que había que nombrar miembro de la Comandancia. Por decreto, porque el Partido también dictaba sus decretos…

Hacia Madrid.

Y la comandancia.

Y todos allí… Hasta Barbado… Y todos en un ambiente confortable, con olor de buenos vinos y aroma de tabaco inglés, que era lo único que hasta entonces llegaba de camaradas y simpatizantes del mundo.

—¿Bien, verdad? —preguntó Barbado.

Castro no le contestó. Solamente se dirigió a las muchachas que servían la mesa y las ordenó salir y que cerraran la puerta.

Y habló.

De las horas vividas en el frente. Al final se dirigió al capitán «Carlitos» y le dijo fríamente.

—Capitán, trae el número de «Mundo Obraron que te di ayer y entrégaselo al ex comandante Barbado.

Barbado le miró pálido.

—Sí… Y vete al Partido… Y cuéntale lo ocurrido… Y dile que si tiene alguna duda que nos pregunte.

Y una pausa.

—¿De acuerdo, comandante?

—De acuerdo.

Barbado tomó el periódico. Miró. Después se levantó y se dirigió a la puerta.

—Salud, camaradas —dijo sin volver la cabeza.

Nadie contestó. Castro también se levantó. Y se dirigió al mapa que había en el comedor. Y miró el lugar en donde está situado Oropesa… Después corrió el dedo hasta Talavera…

—¿Qué miras?

—Que no sé si a estas horas será todavía nuestra.

Y el correr de días y días de agosto… ¡Y se pierde Oropesa!… Y el 3 de septiembre se pierde Talavera. Y Franco, con sus veinte mil hombres integrados por las divisiones de Varela y Yagüe, por los regimientos de caballería del coronel Monasterio, por cincuenta tanques y unos cincuenta aviones empieza a pensar en Toledo… Y en Madrid… Y en un final relámpago de la guerra… La caída de Oropesa y Talavera fueron la agonía del gobierno Giral, un pobre hombre metido en política, poco inteligente y poco vigoro so, es decir, la expresión perfecta de la vieja mediocridad de las izquierdas españolas.

Castro ya no pensaba en Talavera y Oropesa.

Como Franco, pensaba en Toledo.

Como Franco, pensaba en Madrid.

De vez en cuando en los frentes de Aragón. Yen el frente del Norte, Pero sólo de vez en cuando. Porque comprendía que era Madrid en esta etapa de la guerra lo fundamental… Madrid… Ese Madrid cuyas calles había pisado miles de veces, ese Madrid de sus miserias, de sus angustias y, por último, de sus grandes ilusiones.