Capítulo veintitrés

CAPÍTULO VEINTITRÉS

Fen llegó a Clarendon Street alrededor de las seis y diez, y se desanimó al encontrarse todas las puertas cerradas con llave. Dio media vuelta y volvió hasta la cancela, y observó con desesperación a un lado y a otro de la calle, casi desierta. Un hombrecillo de apariencia pordiosera, que durante un rato lo había estado observando con curiosidad desde la otra acera, le dijo:

—¿Qué pasa, amigo? ¿Has perdido la llave o algo?

—No puedo entrar —dijo Fen con ademán abatido—. ¡No puedo entrar!

—Pues mira tú, pégale una pedrada a una ventana o algo —sugirió el hombrecillo pordiosero.

—Yo no tengo piedras.

—No —dijo el hombrecillo pordiosero con un guiño farouche de ladrón—, pero yo sí. —Y sacó una del bolsillo de su gabán.

Fen la agarró y estaba a punto de lanzarla contra una de las ventanas de la fachada cuando el hombrecillo, decepcionado ante un plan tan precipitado y poco profesional, le detuvo el brazo.

—Por aquí, no, hombre… —le dijo—. Vamos por detrás, anda.

Ambos rodearon la casa, llegaron a la parte trasera y entraron rompiendo la ventana de la cocina. Fen enseguida corrió escaleras arriba.

—Eh, no me parece a mí que haya mucho que valga la pena afanar por aquí —dijo el hombrecillo en tono desaprobatorio—. Lo que nosotros queremos es que haya socialismo, para que todo el mundo tenga algo que valga la pena afanar… Buahg, vaya peste a gas.

En esto no exageraba. Fen llamó con los nudillos inútilmente a la puerta detrás de la cual se encontraba Adam, tendido en el suelo e inconsciente. Luego se retiró unos pasos atrás, y se lanzó violenta e inútilmente contra ella. El hombrecillo observó aquellos procedimientos insensatos con gran pesar.

—Lo único que vas a conseguir es romperte el cuello —explicó.

—Creo que ya me lo he roto… —se quejó Fen.

—Anda, quita de ahí —dijo el hombrecillo—. Déjame a mí. —Y sacó un montón de ganzúas del interior de su gabán.

—Deberías estar en la cárcel —le dijo Fen amablemente.

—Una mierda ibas a conseguir tú si no estuviera yo aquí… Ah. Ya está. Una bobada de cerradura, por si lo quieres saber. Hasta un crío podría reventarla.

Arrastraron a Adam fuera de la habitación y lo sacaron al aire libre. Se había recobrado del golpe en la cabeza, y todavía no había sucumbido a los efectos del gas, pues el flujo del volátil, debido a algún defecto en la estufa, era mínimo. Pero se sentía verdaderamente mal. Le sujetaron la cabeza mientras vomitaba.

—¡Vaya una manera de suicidarse, échale valor a la vida, muchacho, échale valor a la vida…! —le dijo el hombrecillo, acompañando sus palabras con reproches—. Un pecado capital, eso es lo que es. Piensa en lo bonitos que son los pajaritos —añadió con intención de animarlo—, en lo bonitos que son los árboles, en lo bonitas que son las bombas atómicas, y todas las cosas por las que vale la pena vivir, hombre.

Y tras hacer aquella sugerencia, se largó.

El hecho de que la ausencia de Adam en el teatro de la ópera no se descubriera hasta que ya hubo empezado a sonar la obertura no resulta especialmente sorprendente en sí mismo, porque en términos generales se suponía —dado que a nadie se le habría ocurrido pensar lo contrario— que el protagonista de la obra habría llegado tranquilamente a su hora, aunque nadie lo hubiera visto, y habría subido directamente a su camerino.

Al final, fue Joan quien tuvo que ocuparse de dar la noticia.

Despertándose de una agradable ensoñación al oír claramente en el pasillo la llamada de «Acto primero, los principiantes, por favoooor…», Joan abrió el camerino de Adam cuando se dirigía a escena, ¡y se lo encontró vacío! Pensó, casi por instinto, que ya habría bajado y que tal vez ya estaría en bambalinas, esperando su entrada en escena, pero luego descubrió que la indumentaria que debía llevar en el primer acto aún estaba doblada cuidadosamente en el respaldo de una silla. Aquel hallazgo la obligó a correr frenéticamente escaleras abajo para buscar a Karl Wolzogen.

—¡Karl! —gritó—. ¿Dónde está Adam?

Al principio Karl no pareció comprender la situación.

—¿Cómo quieres que sepa yo dónde está? —contestó malhumorado.

—No me entiendes… ¡No está en el teatro!

—¿Qué? —exclamó Karl, incrédulo, aterrorizado.

—¡Que no está, que no está…!

Karl observó a Joan con la mirada perdida durante un instante.

Lieber Gott[59]… —susurró—. ¿Qué vamos a hacer?

—No me importa —dijo Adam obstinadamente—. ¡Tengo que ir y cantar!

Fen intentó disuadirlo.

—Después de lo que te ha pasado —le dijo—, no vas a ser capaz de mantenerte en pie y berrear tu parte de una ópera de cinco horas.

—Tengo que intentarlo, no hay más remedio…

—Bueno, supongo que si insistes… Por cierto, ¿no viste a la persona que te golpeó?

—No.

—Me lo imaginaba —dijo Fen, con una mueca de decepción—. Pero tenía que preguntártelo. —Se dio cuenta de que al otro lado de la calle había una farmacia y que todavía estaba abierta—. Ven conmigo —dijo, cogiendo a Adam del brazo—, te daré alguna droga que te ayude a mantenerte en pie.

La única persona que había en la farmacia, que era pequeña y estaba atestada de objetos y artefactos, era el propio farmacéutico, un hombre de mediana edad, asustadizo, calvo y barrigón.

—Prepáreme una cosa que le voy a decir… —Y comenzó a decir nombres de sustancias en latín. Sus conocimientos científicos, aunque imprecisos y dudosos, eran variopintos y en ocasiones resultaban ciertamente útiles.

—¿Trae usted prescripción facultativa, señor?

—No.

—Entonces me temo que no puedo hacérselo.

—Oh, sí, pues claro que puede —dijo Fen, sacando en ese momento su pistola—. Y si no se pone inmediatamente a ello, le pegaré un tiro en los pulmones, y le puedo asegurar que será una cosa espantosa.

El boticario se puso pálido y levantó las manos.

—No le he pedido que levante las manos —dijo Fen, con irritación—. Es imposible que pueda hacer una medicina con las manos arriba.

Mientras el hombre se ponía a trabajar, Fen lo estuvo vigilando, proporcionándole distintas órdenes de tanto en tanto. El resultado final fue un líquido incoloro que vertió en un frasco pequeño; Fen se lo arrebató de las manos y se lo entregó a Adam. Adam, que hasta ese momento había estado demasiado aturdido como para cuestionar semejantes procedimientos, ahora pareció no fiarse mucho.

—¿Esto funcionará…? —preguntó.

—Por supuesto. Y por el amor de Dios, date prisa. Ya casi son las seis y media.

Adam hizo acopio de todo su valor, y se tragó la droga. Aquello le hizo sentirse bien casi de inmediato.

—Dios quiera que se hayan dado cuenta enseguida de que yo aún no he llegado… —dijo.

—Coge la bicicleta de mi mujer —le sugirió Fen. Se volvió a meter la pistola en el bolsillo y salió a la calle para ver cómo Adam se alejaba pedaleando a toda velocidad.

Al poco, el farmacéutico salió a la puerta de su establecimiento. Al principio no se dio cuenta de que Fen todavía estaba en las inmediaciones.

—¡Socorro! ¡Socorro! —le dijo a un viandante sorprendido—. ¡Socorro!

Fen se enfadó sobremanera.

—¡Cállese, hombre! —le dijo malhumorado al boticario—. ¡Y no se comporte como un bobo!

El farmacéutico dejó escapar unos gemidos de temor y regresó apresuradamente a su cubil. Enormemente satisfecho ante aquel insospechado poder para provocar terror en el ánimo del prójimo, Fen se alejó a grandes zancadas.

Adam se quedó petrificado y aterrorizado cuando llegó al teatro y pudo escuchar los compases de la obertura. Ya habían transcurrido como unas dos terceras partes de la pieza, lo cual significaba, según sus cálculos, que tenía tres minutos como mucho para cambiarse y salir a escena. Una barahúnda caótica de personas nerviosas le estorbaron en su febril carrera hasta el camerino. Se abrió paso a duras penas y subió corriendo las escaleras, al tiempo que se quitaba el abrigo. Una joven del coro, que se había retrasado, se sorprendió al verlo venir corriendo hacia ella mientras se desabrochaba los botones del pantalón; la muchacha se arrimó contra la pared, emitiendo débiles y defensivos gritillos, hasta que Adam pasó junto a ella a toda velocidad y se alejó pasillo adelante. Ya no había tiempo para maquillarse… y, naturalmente, la ropa se empeñó en confirmar esa malévola capacidad para retorcerse y doblarse y ponerse inmanejable con la que las prendas de vestir siempre obsequian a cualquiera que tiene prisa por ponérsela o quitársela. Pero, de algún modo, Adam consiguió arreglarse, y corrió a toda pastilla escaleras abajo de nuevo y entonces pudo escuchar cómo vibraba el penúltimo acorde de la obertura tras el telón. Saludó imprudentemente con la mano a Joan, y mientras hacía aquel gesto imprudente, se levantó el telón. La mayor parte de los espectadores consideraron que aquel gesto era una innovación singularmente desafortunada.

Fen encontró un teléfono y llamó a Mudge.

—Siento mucho no haber podido reunirme contigo —le dijo—, pero hemos tenido un poco de jaleo por aquí…

—Jaleo?

—Ya te lo contaré luego… Quiero que envíes un par de hombres a las bambalinas de la ópera, porque cabe la posibilidad de que intenten matar a Langley.

—¿A Langley?

—Sí. Y ve tú también en cuanto puedas. Por cierto… es probable que recibas algunos informes policiales sobre mí a no mucho tardar. Le he dado una pedrada a una ventana y he amenazado con pegarle un tiro a un boticario.

—¿Una pedrada? —dijo atónito Mudge—. ¿Un boticario?

—Deja de repetir todo lo que digo… Luego te veo. Lo mejor será que tengamos un cónclave tras la representación. Tráete el esqueleto, ¿quieres? O, bueno, un esqueleto cualquiera.

Colgó y se dirigió a pie al teatro, donde asistió al primer acto desde bambalinas. La representación, resultaba evidente, estaba yendo bien. Los hombres de Mudge llegaron poco después y Fen les indicó dónde debían colocarse. El propio inspector, dijeron, no podría venir hasta un poco más tarde.

Cuando concluyó el primer acto, Fen, tras felicitar a un elenco alegre y animado, obtuvo cierta información relevante que solo Adam podía comunicarle. De acuerdo con aquella información, Fen subió a cierto camerino y, tras buscar y dar con lo que esperaba encontrar, salió, cogió un taxi y regresó a su casa, donde se «retiró al desván» —un laboratorio improvisado— para llevar a cabo determinados experimentos. Su familia, que sabía por experiencia que los trabajos químicos de Fen con frecuencia eran explosivos y siempre apestosos, se retiró a la cocina para mantenerse unidos y a salvo.

Fen estuvo ocupado alrededor de dos horas, trabajando con ácido clorhídrico, agua, una tira de papel de cobre, un quemador Bunsen y un pequeño tubo de ensayo. Al final examinó con cuidado los resultados del trabajo a través del microscopio, y se mostró satisfecho, aunque apenas sorprendido, al saber que su hipótesis quedaba confirmada. Regresó después al teatro justo a tiempo para ser testigo de un acontecimiento entre bambalinas que estuvo a punto de costarle una apoplejía al señor Levi, y que consiguió que maldijera con vehemencia en varias lenguas muertas.

A la ópera todavía le quedaban veinte minutos. Adam estaba en escena cantando los esplendores del Concurso Musical y, de algún modo, intuitivamente, durante uno de los incisos corales que marcaban su elogio, se dio cuenta de que había algo que no iba del todo bien. Se arriesgó a mirar de reojo a los laterales y vio que había un revólver apuntándolo.

Lo que ocurrió a continuación sorprendió sobremanera a los espectadores. Herr Walther von Stolzing, al parecer consciente demasiado tarde de que el matrimonio con Eva no iba a ser en absoluto la beatífica experiencia que la ficción postulaba tan alegremente, abandonó el estrado del concurso musical sin haber acabado de cantar, miró aterrorizado a su alrededor y, un segundo después, bajando apresuradamente de su montículo, huyó a toda velocidad del escenario. Casi de inmediato se oyó una violenta detonación, a la cual contribuyó con notable eficacia la acústica del teatro, cuidadosamente medida. Hubo una barahúnda de carreras y disparos entre bambalinas. Los actores y cantantes del escenario se quedaron petrificados de asombro. Hubo un momento de desconcierto y, entonces, de repente, se bajó el telón.

Con alguna dificultad se consiguió disuadir al señor Levi de que se dirigiera a los espectadores, dado que su extraña mezcla idiomática seguramente los asustaría, en vez de tranquilizarlos. Cinco minutos después, más o menos, el telón volvió a levantarse, y la ópera recomenzó desde el principio del concurso musical y se repitió toda la escena hasta el coro final. Pero ya no había entusiasmo en la interpretación. Demasiadas personas habían visto el intento de asesinato de Adam. Demasiadas personas habían visto a Judith, con el rostro retorcido de furia y odio, mientras los hombres del inspector la detenían y se la llevaban arrestada.