V
C
uando esa mañana, tan sólo veinticuatro horas después de que ella aportase la foto, la llamaron del Club para informarle de lo suyo, Cornelia pensó que debía hacer algo para templar sus nervios, pero el qué, se dijo, y, de pronto, la opulenta imagen de mamá Dolly se filtró en la cabeza de Cornelia no sin cierta resistencia por su parte.
Como la primera vez, un mensaje en su correo electrónico había precedido al contacto auditivo. Y, como la primera vez, esa mañana, el ordenador había mostrado imágenes de los terrenos del Club tomadas a vista de pájaro; luego, una voz en off propiedad de alguien que se había identificado rápidamente como socio de derecho, le informó de que un novicio había seleccionado su foto unas horas después, «sólo unas horas después», así dijo, de que la hubieran introducido en el programa.
—¿Tan pronto? ¿Y podría ver fotos suyas?
—Precisamente, señora. Le recuerdo que puede aceptar la elección del novicio, o rechazarla, en cuyo caso, procuraremos ajustarnos en la medida de lo posible al tipo que usted nos solicite.
Su interlocutor se mantuvo inquietantemente a la espera mientras Cornelia, que por un momento estuvo a punto de renunciar y pedirle que borrara su foto de los archivos del Club, revisó la primera fotografía del muchacho, de espaldas, con una blusa blanca y los puños remangados, y luego otra, sentado, con los brazos apoyados en los muslos y los dedos entrelazados, y luego otra y, por fin, sin necesidad de pensarlo mucho, dijo que aceptaba. Su interlocutor le sugirió que hiciera la transferencia del primer plazo en la cuenta de consignaciones y que, para su tranquilidad, verificase la titularidad de la cuenta en un banco de su absoluta confianza. Subrayó que cuando quisiera podría dar comienzo la terapia. Entonces ella dijo que cuanto antes, y él se tomó su tiempo para replicar que la cita quedaba concertada para dentro de cinco días, a las seis de la tarde, exactamente.
—Dentro de cinco días, a las seis de la tarde, previa firma del contrato en la propia sede del Club. Siempre que usted no desee alterar el día o la hora. Y a condición de que se efectúe la transferencia, se entiende. En caso contrario, y muy a pesar nuestro, se archivaría la solicitud.
—Estoy de acuerdo —dijo ella procurando dominar las ganas de darle una buena réplica a ese impertinente espécimen del género genocida.
—Disculpe. Es una comprobación rutinaria. El contexto histórico es el siglo XIX, ¿verdad?
—En efecto. Siglo XIX —asintió Cornelia.
—Es mi deber recordarle que los siglos anteriores a la Edad Contemporánea encarecen el tratamiento. Pero esto ya se lo habrán advertido, supongo.
—Supone correctamente.
—Si tiene conectado el terminal, le remito el pase con el día y la hora. Está en regla y sellado —dijo la voz sin inmutarse.
—Lo estoy esperando.
Esto había ocurrido por la mañana y, al instante, sin levantarse de la silla ergonómica, Cornelia había dado la orden de transferencia. Sólo más tarde, después del almuerzo, la opulenta imagen de mamá Dolly, de quien siempre guardaba un recuerdo lo suficientemente piadoso como para no resultar injusto, centelleó de nuevo en su cabeza casi de una forma atronadora. Entonces, decidió marcar su número de videófono.
Claro que antes se haría oportuno explicar por qué Dolly de Alba, para su única hija Cornelia, más que una madre siempre había sido un imponderable, un factor de riesgo.
En fin, todo surgió en la ya distante juventud de Dolly, cuando aún no se había teñido de rubio y cuando —hay que insistir, todo ello en opinión de Cornelia— más que un bebé, desarrolló una irrefrenable necesidad de tener una amiga, una aliada, una compañera; entonces, no antes, se dejó inseminar con urgencia y el espíritu de abnegación propio de quien le hace un favor al Estado. Según la propia mamá Dolly, Cornelia había sido una hija muy deseada. Según Cornelia, era muy probable que así fuese, pero eso no obstaba para que Dolly tuviese una inquebrantable vocación de hija, pese a la urgencia que tenía de ser madre. Encantadora. Neurótica. De un esnobismo pasado de moda —no por nada estaba inscrita en el registro como María de la Consolación de Alba—, según todas las apariencias, su infierno consistió siempre en que su ocasional pareja se hartaba de ella demasiado pronto, y de ahí a que Dolly entrase en crisis y trasegara ginebra en dosis nada recomendables no había más que un par de tragos. Pero sólo más adelante, Cornelia llegó a saber lo que le urgía a mamá Dolly: un amor imperecedero. A los perecederos los desangraba. A esta conclusión llegó Cornelia por sí misma, pero estimulada por los asiduos cambios de orientación en el mobiliario de casa. Cada vez que mamá Dolly sufría una crisis sentimental, era indefectible que su hija tropezase con muebles cuyas ubicaciones actuales estaban muy lejos de ser las presumibles. Y, en ocasiones de crisis severas, las metamorfosis alcanzaban a dormitorios o salones enteros, lo que, a su vez, repercutía en los esquemas filiales de Cornelia. Dolly, la normanda, o la valquiria, según. Así la llamaban sus colegas de la Bolsa cuando no estaba presente. Y es que Dolly era, en lo físico, el reflejo vigoroso de un corazón vikingo que, por definición, detestaba el láser plástico, los avances de las nuevas tecnologías y se encontraba fuera de su tiempo. Todo lo cual hacía de ella esa clase de madre que Cornelia percibía como sui géneris.
Dicho esto, Cornelia, aquella hija de la mudanza, no sólo amaba a su madre, sentía compasión por ella. Además, el hecho objetivo era que Dolly negaba el dolor, huía del dolor desde su mismo lecho doloroso, y eso, por rudimentario que se juzgase, era, para Cornelia, una afirmación de la vida.
Su última charla había surgido tras la muerte infortunada de aquel hombre, apaleado por agentes de servicio a escasos metros de la casa de Dolly cuando Cornelia se dirigía a hacerle una de sus rutinarias visitas. Minutos después de que llegase la ambulancia, y medio histérica, Cornelia se había acercado a su casa. Hablaron, o mejor dicho, habló Cornelia, se desahogó, lloró, increpó, renegó y maldijo hasta que, con un alivio tan evidente como el tic nervioso del párpado, Dolly le confesó que sólo había tres tipos de hombres: el que usaba reloj de esfera, el que usaba reloj cuadrado, y el que nunca usaba reloj. «Y tú, ¿has conocido alguno que no usase nunca reloj?», preguntó Cornelia. «Me hubiese gustado», dijo Dolly con voz de infinito cansancio.
—Querida niña, ¿en serio, eres tú? ¡Cuantísimo tiempo, querida! Apártate un poco, ¿sí? Déjame que te mire —dijo por el videófono una cara bermeja y redonda. Pese a la nefasta definición del videófono, Cornelia prefería éste al ordenador. Al menos, con el videófono no tenía que vérselas con la publicidad que insertaban en la red las grandes cadenas.
—Dolly, sólo hace un mes que no nos vemos —dijo Cornelia.
—¿Has crecido, tesoro?
—Dolly, ¡un mes! Y tengo casi cuarenta años. ¿No es un poquito tarde para eso?
—Cuando yo te cuidaba aún estabas creciendo. Y tu estatura era muy prometedora. Te lo recuerdo —dijo Dolly meneando a un lado y a otro unas trenzas robustas como mazorcas.
—Tengo algo que decirte.
—Escucha, cariño, tíñete de negro. Te queda mucho mejor. ¿Sabes que tengo un romance?
—Qué más romántico que un romance, Dolly —dijo Cornelia mientras le daba tiempo a pensar cómo podía haberlo sabido si Dolly sólo recurría a ella en las crisis—. Enhorabuena. ¿Con tu profesora de aerobic, quizás?
—Romántico es poco, hija mía. Medieval, diría yo. ¿Y cómo sabías que era profesora de aerobic?
—Intuición de género, Dolly. ¿Su nombre?
—¿¿Quién?? —dijo Dolly varios tonos por encima del tono normal mientras hurgaba vigorosamente con el meñique en un oído.
—Ella. ¿Cómo se llama?
—¡Ah! Felicity. Felicity Camberra.
—Felicity —dijo Cornelia mascando cada sílaba con el regusto de decepción que deja un bocado insípido.
—Vamos a cumplir nuestros primeros diez días —dijo Dolly echando un vistazo al reloj de pulsera.
—Dolly, ¿estás enamorada?
—¿Dónde?
—¡¡Si estás enamorada!! —gritó Cornelia.
—Te capto, hija mía, te capto. Qué te figuras. Si la institución matrimonial no se hubiera extinguido, creo que me casaría con ella. ¡Oh, sí! Totalmente. Por otro lado, veamos, no es el mejor momento para explicaciones, hija. Felicity me está esperando para comer. Un restaurante de lujo. Le encantan las sorpresas que se da ella misma, a esta chica. Aquí tengo las señas del restaurante —y se puso, bruscamente, a huronear por debajo de la pantalla.
—¿Y qué se siente? —dijo Cornelia, que recordó de inmediato la irresistible atracción que ejercían sobre Dolly los culos pronunciadamente convexos.
—¿Cómo? —dijo Dolly.
—Enamorada, ¿qué se siente?
—Prisa, nena, mucha prisa. Quedemos para otro día. Con tiempo. Nos contamos, ¿eh? Pero sin prisas. ¿Qué me dices?, ¿sí? —dijo ausentándose de la pantalla cuando un estruendo desgarrador se internó en el auricular de Cornelia como si una grieta se hubiese abierto del otro lado.
—Dolly, ¿aún estás ahí?
—Estos malditos chismes. Se me cae todo. No encuentro las señas. ¡¡Carajo!! ¿Cornelia? —dijo la reaparecida que, actualmente, tenía el rostro encolado al monitor como si quisiera penetrar en él.
—Dios mío, pero qué está pasando —dijo Cornelia que, del susto había forzado el tope de la silla abatible, y ahora yacía sobre el respaldo, lejos de la vista de Dolly.
—Cornelia, hija. Te oigo, pero no te veo.
—Ahí voy —dijo Cornelia incorporándose, casi desfallecida—. ¿Has encontrado las señas?
—Hubo un momento en que las tenía sobre la mesa —dijo Dolly reanudando la exploración—. ¿Cornelia?
—Sí, Dolly.
—A tu edad, ¿qué preguntas son esas? ¿Estás enamorada? —dijo la vikinga, que había suspendido la búsqueda en una tentativa de entenderse con Cornelia.
—No —dijo Cornelia, que inspiró hondo—. Pero me temo que estoy a tiempo. El amor es extraño, ¿verdad?
—Es más grave, pequeña —dijo Dolly cuyo estático rostro, excluida media frente, ocupaba el monitor entero—. Confía en mí. El amor, o es una hazaña o es un error.
—¿Perdón?
—¿Cornelia? Ni te veo ni te oigo —dijo la normanda, una vez más fuera de enfoque.
Trataron infructuosamente de despedirse. Cornelia se quedó mirando la pantalla como una dama nostálgica. Al rato, colgó con la impotencia de una reciente clienta del Club que no es capaz de confiarle el secreto ni siquiera a su madre.
Es digno de mención que, hasta ahora, sus dudas habían sido infinitas, y que actualmente dudaba si, después de transferido el primer plazo, no eran mayores. Cierto que había resuelto prestarse al juego del Club hasta el final, y que, venciendo muchos prejuicios, había aportado su foto para que alguien le rindiese el íntimo homenaje de elegirla; sin embargo, prestarse al juego del Club equivalía, en otras palabras, a admitir que precisaba una terapia a cargo de un ser, desde un punto de vista social —tal vez no desde un punto de vista humano, así deseaba creerlo ella con toda su alma— inferior. Claro que los hombres le habían gustado desde niña, mejor dicho, desde niña le habían encantado, y que el marco de legalidad que rodeaba la fundación del Club, su subsistencia a través de generaciones, por no aludir a la aparente discreción o solvencia que parecían nimbar con un halo de misterio sus actividades, eran datos probadísimos que la tranquilizaban. Además, no es que supiese menos que cualquier otra; sencillamente, tenía constancia de que el Club era una institución de carácter público con sede en todas las grandes ciudades, y en donde los consorcios más poderosos veían sus productos ampliamente publicitados. Como todas, no desconocía que el Club había sido una ocurrencia genial del sexo hegemónico que cumplía una honrosa función social: canalizar ciertas desviaciones sentimentales de una minoría de hombres y de mujeres, facilitando su reeducación emocional mediante las dichosas terapias, y previniendo así actitudes subversivas.
Como todas, Cornelia, públicamente respetaba la función social de la institución, aunque públicamente apenas si hablase de ella, y privadamente la deplorase. Y, bueno, personalmente, las variables que debían tomarse en cuenta eran tan numerosas, que se sentía como una apostadora al todo o nada.
De hecho, no carece de importancia que Cornelia se tuviese por una mujer de fondo alegre y sentimental en quien las circunstancias no propiciaban ni la alegría ni el sentimiento romántico. Y, para decirlo con más claridad, si alguien le hubiese recordado el poso de tristeza que los libros habían dejado en ella, y dependiendo de lo sola que se sintiera ese día, le habría dado la razón o —herencia de Dolly— le habría mandado al carajo alegando que los libros no habían sido más que un arma elegida por su violenta sensibilidad para huir de un siglo y de un mundo que despreciaba porque eran, más que injustos, prosaicos. Considerando qué anciana llegaría a ser, con frecuencia, como ahora, se miraba al espejo para felicitarse por su espléndida madurez sin retoques. En esas vulgares recaídas de autocompasión, le entraban ganas de saber quién había sido el amo del espermatozoide culpable, sólo por conocer cómo envejecería y de quién heredaba realmente su estornudo tipo cornetín o los tres pliegues del cuello o el absurdo lunar de la mejilla o la tez pálida o los ojos de un gris verdoso húmedo, cristalino. Eran ocasiones en las que Cornelia dudaba de todo.
Inclinó un poco la cabeza hacia un hombro y, sin dejar de mirarse en el espejo, se despeinó el flequillo.
Afuera, un helicóptero batía palas con un brío exasperante. Raro era el día en que un helicóptero del servicio de orden público no peinaba su distrito. Se acercó al ventanal y lo abrió manualmente con un dedo, haciéndolo resbalar sin ruido. El helicóptero se alejaba y muy pronto desapareció de su vista. Se asomó apoyando con suavidad los antebrazos desnudos en los rieles. El aire no era frío ni caliente. El sol descendía por el otro lado. El rascacielos más próximo deslumbraba como si estuviera incandescente, y, en la terraza, cubierta por una espesura de árboles y plantas, se distinguía cierto movimiento. Levantó una mano, a guisa de visera. Oyó un fragor sordo que procedía de los abismos urbanos. Miró hacia abajo desde la estimable altura de su piso sesenta.
El tramo inmenso de avenida que dominaba Cornelia estaba no concurrido sino abarrotado. Era, sin duda, una de tantas manifestaciones. Particularmente en los últimos tiempos, las manifestaciones eran de una invariable ausencia de miras: contra los hombres, o contra los hombres. Como si el eterno enemigo natural hubiera evolucionado en una dirección más temible. Mientras, abajo, una masa negruzca se arrastraba salpicada de puntos blancos del tamaño de cabezas de alfiler que la pericia de Cornelia identificó con carteles beligerantes.
Cerró el ventanal. Se decidió a salir a la calle. Mezclarse con el mundo, se dijo. Estaba nerviosa o exaltada o, tal vez era que le sobraban energías. Su impresión era que estaba contra casi todo, pero a favor de algo. Su impresión era que tendría mil razones para exponer sus poco ortodoxos argumentos sobre la época actual si no hubiera un problema que zanjaba de raíz sus argumentos: que todo el mundo daba todo por sentado. Cuál era su estado anímico, lo describe bien su repulsión por los noticiarios, que se había reforzado últimamente al extremo de verse desconectada de cuanto no fuera el compromiso a ciegas con un hombre al que desconocía excepto por fotos de alta definición, y al que tal vez no hubiera reconocido al natural.
Se dirigió al ropero del dormitorio. Abrió el batiente en cuya cara interior había un espejo de luna. Eligió un conjunto malva, de una sola pieza, muy escotado y con el pantalón ceñido como un guante de látex. Se peinó con los dedos abiertos, se calzó las sandalias que se había puesto por la mañana y salió corriendo.
Pisar la acera y retroceder fueron acciones simultáneas. Los pisotones eran ineludibles. La turbamulta discurría como un océano por el cauce de un río. Cientos de mujeres manifestantes bajaban por la avenida ocupándola a todo lo ancho, y, mientras unas coreaban a pleno pulmón consignas guerrilleras, otras tocaban silbatos. Las consignas tiraban con bala contra los hombres de los terrenos limítrofes motejándolos de impotentes monotesticulares, alfeñiques desnutridos y espermatozoides sin cola. Una proporción nada insignificante enarbolaba carteles como pendones que rezaban leyendas, si no del mismo tenor, indudablemente, de espíritu análogo contra el Banco Estatal de Semen —una institución irreprochable, hasta hacía bien poco, vinculada directamente al Banco Estatal de Óvulos, gestionada por altos cargos científicos, y que durante generaciones había permanecido al margen de las disputas intersexuales—, pero también contra la calidad del esperma almacenado y sus manipulaciones Fraudulentas.
—Disculpe, señora. ¿Qué es esto? —preguntó Cornelia a una mujer ni alta ni baja ni joven ni madura, con una cabeza que semejaba un plumero negro, y un bastón nudoso de puño curvo.
—Una manifestación contra el semen de esos bastardos —dijo la mujer. Cornelia observó cómo cerraba los dedos como garfios sobre el puño de madera, y cómo la mano, surcada de gruesas venas, palidecía—. Que aún tengamos que depender de ellos para ser madres... ¡La culpa es de los maricones!
Para Cornelia, la renuencia de las mujeres a la parteno-génesis artificial, o, dicho de otra forma, su resistencia a prescindir del espermatozoide que fecunde el óvulo, no era más que un modo de humillar el símbolo del macho.
—¡¡Por qué!! —gritó Cornelia emparedada entre varios quintales de carne sudorosa.
—¡Cómo que por qué!
Por suerte para Cornelia, repentinamente las consignas se sobrepusieron unas a otras hasta tal punto que no podría decirse cuál era la consigna principal. En el seno del maremágnum, enardecidas voces desafinaban a la espera de imponer su eslogan, y para un recién llegado hubiera sido un objetivo espinoso detectar la causa de tanta protesta. En pocos minutos, el aire se espesó con muy diferentes consignas. Con todo, el grueso de la manifestación seguía discurriendo calle abajo como si el despropósito de los gritos no fuese muy alarmante. Al principio sin mucha eficacia, Cornelia maniobró con todos y cada uno de sus miembros a fin de zafarse y desandar los pasos que la separaban del portal de su casa; entonces, de un modo súbito y despiadado, la mujer del bastón alcanzó un efímero triunfo con un grito de «canijos fuera, semen de mierda». El nuevo y aterrador eslogan, arrojado como una vara mosaica en medio de un mar de entusiasmos, fue secundado y repetido, o eso le pareció escuchar justo cuando, y no sin dificultades casi invencibles, logró introducir la cabeza en el portal de su casa.
Se sentó en la taza del váter, es decir, en la tapadera del váter. La cara enterrada en una toalla de aseo y los codos en los muslos. Sentía cómo los ojos se le inundaban de lágrimas calientes. Permaneció así un rato, inmóvil, y luego se levantó despacio, con la toalla en la mano. Se miró al espejo, tenía los ojos enrojecidos, y los párpados hinchados, y el pelo revuelto. Sin dejar de mirarse, recordó que una noche de sábado en que regresaba a casa, hacía de eso muchos meses, llovía, circulaba poca gente por la calle a esas horas, después de varios whiskys, la noche es aún más solitaria y la lluvia es posiblemente más triste, cerca de su casa, arrimado a un contenedor de basura distinguió un maniquí desnudo, un maniquí de hombre. Lo cogió y se lo llevó consigo. Ahora, sin apartar los ojos del espejo, pensó que lo había descuidado, y entonces se dirigió otra vez al ropero, introdujo primero la mano y luego el brazo en el hueco que había entre el ropero y la pared, y cuidadosa y lentamente exhumó un maniquí vestido de etiqueta y con sombrero de copa. Se lo llevó al salón, insertó un compact en el aparato de música, y, sólo cuando empezó a sonar The man in love, de Sophie Tucker, y después de hacerle una reverencia al maniquí, Cornelia le ciñó con una mano la cintura, posó la otra sobre el hombro, y empezó a dar con él los primeros pasos de baile.
Fueron precisas varias audiciones de la canción antes de que Cornelia regresara sudando al baño, abriese el grifo de la bañera permitiendo que el agua rugiese hasta que el vaho empezó a elevarse. Luego, taponó el desagüe, se despojó del conjunto volviéndolo del revés, y, ya liberada, introdujo un pie en el baño con los dedos por delante. El agua le llegaba por el tobillo. Flexionó la otra pierna y, de un bote, metió la pierna en el baño. Se sentó en la bañera, encogida, abrazándose. Como haría con un pecado que no se puede contar a nadie.