8. EL HALLAZGO DE LA TUMBA

DE MADAME DUBOIS

Cuando pisaron el muelle de la Ciudad del Pecado, el sol brillaba en el cénit. Era un día radiante. El puerto bullía de animación. Las carretas sobrecargadas trataban de abrirse paso entre el gentío. Algunos marineros pasaban con hatillos al hombro; otros, recién afeitados, desembarcaban con cara expectante. Los había que se aprestaban a subir a bordo, y había quienes, para desentumecerse, buscaban camorra a discreción. Desde unos buques se lanzaban a tierra los cabos; desde otros, se soltaban amarras. Y en aquél, preparado para las maniobras de atraque, se aferraban las velas por última vez.

Los aduaneros subían a los barcos y, como espías del diablo, como embajadores de la ruina, pululaban tipos de aspecto sombrío dispuestos a engatusar a los marinos que desembarcaban. Eran los ganchos de las tabernas y casas de citas que aguardaban a pie firme a los marinos: «Buena comida, buena bebida, apetitosas camareras, te concederán crédito fácil, muchacho», les decían. Y con frecuencia se salían con la suya.

Por aquí y por allá, barriles, barricas, arcones, baúles y balas de algodón se entremezclaban con un grupo de infantería de la Continental Navy americana. De vez en cuando, un oficial hacía relumbrar su sable y su tricornio. Llegaban en carruajes los pasajeros ricos, y sus baúles eran transportados gentilmente a los camarotes. Se izaban las mercancías pesadas con una eslinga o una red, y las más ligeras eran cargadas a hombros. Más allá, los últimos fardos del cargamento de un mercante de gran tonelaje se subían a cubierta, y los que ya estaban en cubierta se bajaban por las trampas hasta las bodegas.

De vez en cuando, a una carreta cargada hasta los topes le sucedía un elegante carruaje, y a dos tipos semidesnudos, de rasgos asiáticos y una coleta en el cráneo afeitado, les sucedía un caballero que llevaba del brazo a una dama. La dama se cubría con un parasol. Su vestido barría el empedrado. De pronto, la pareja se cruzaba con otra decorosamente acomodada, y se hacían recíprocos saludos de abanico y de sombrero.

En una esquina, alguien exhibía sus pústulas en brazos y piernas, y, un poco más lejos, algunas mujeres de origen antillano vendían fruta expuesta en banastas. Más allá, un trío de mulatas tocado con turbantes y vestidos estampados de vistosos colores, con grandes aros a modo de pendientes, vendía gallos y gallinas. Se oían gritos y silbidos y ladridos y risotadas, órdenes en diversos idiomas, el estruendo del hierro y la madera, el susurro de las gavias. En el último instante, un perro pasaba corriendo por delante de una carreta en marcha.

Pero ellos continuaban con la vista fija en el navío. Como si no hubiera nadie a su alrededor.

El muchacho sintió la mano de Victor en el hombro. El pequeño Soho se colocó a su lado y Auguste permaneció un paso por detrás, con el baúl a sus pies. Miraban absortos cómo subían al barco los miembros de la comisión de sanidad, acompañados por dos intérpretes de las tribus a las que pertenecían los negros.

En voz baja, Soho empezó a informarle del procedimiento mientras los negros salían de las bodegas con grilletes en los cuellos. Según iban saliendo, se tapaban los ojos, deslumbrados. El pequeño haitiano apenas creía en su libertad. De nada le servía conocer la historia de su país, o la revolución de los esclavos que había ensangrentado Santo Domingo desde 1791 hasta 1804, cuando se convirtió en Haití, la primera república negra independiente. Soho, que ahora era uno más entre los negros libres que llegaban a la Ciudad del Pecado, de repente, sentía una mezcla de miedo y vergüenza al ver a esos desdichados cubiertos de cadenas. Ni siquiera le aliviaba saber que había negros en Nueva Orleans que trabajaban como artesanos y regentaban sus propios negocios.

El chico pasó una mano por el cabello crespo de Soho. Habían resuelto pagar al capitán para que hiciese la vista gorda y lo dejase ir. Además, Nueva Orleans era el puerto indicado para bajarse, pues Soho conservaba en la ciudad alguna familia lejana y amigos. Por suerte, el capitán aceptó la propuesta de mirar hacia otro lado.

Salieron del muelle. De acuerdo con las sugerencias del propio Soho, tomaron por un callejón cuando, al fondo, vieron un grupo de negros. El grupo, formado por unos diez o doce, avanzaba ocupando todo el ancho de la calle. En un acto reflejo, el muchacho giró la cabeza y puso al corriente a Auguste.

—Vienen otros, por detrás —advirtió mientras el grupo seguía avanzando hacia ellos con un aire decididamente amenazante—. Soho, no te separes de mí.

Como era de esperar, el primer grupo les cerró el paso. Lo siguiente fue un visto y no visto. Las pocas palabras que se cruzaron hacían referencia a los baúles. Les pidieron, les ordenaron, que les entregasen todo.

—Y tú, hermanito, ¿qué estás haciendo con éstos? Lárgate antes de que sea demasiado tarde —dijo el cabecilla mirando a Soho.

Llegó el grupo de negros que los seguía. Por el cariz que tomaban los acontecimientos, difícilmente había escapatoria. Ni siquiera hubo opción, en realidad, para otra cosa que no fuera resistirse. La escoria del hampa de los muelles golpea duro y rápido al objeto de desplumar a los incautos sin correr muchos riesgos.

—¡Estúpidos franceses! Escuchad, muchachos, este baúl está lleno de yerbajos y semillas.

—¡Y frascos de colores!

—¡Y aparatos!

—Rápido. Dejad ese baúl, y en marcha con todo —ordenó el cabecilla—. El niño tenía las piernas veloces.

Hubo una risotada unánime. Fue lo último que escuchó el chico antes de perder el conocimiento.

Cuando se despertó no recordaba nada. Tenía encima los rizos y la cara angulosa de Auguste. Estaba pellizcándole las mejillas.

Se incorporó tambaleándose. Un agudo dolor le martilleaba las sienes, y tenía manchas de sangre seca en las manos. La chaqueta y el chaquetón habían desaparecido. Una cuadrilla de marinos que aullaba cánticos en inglés les sobrepasó sin apenas mostrar interés por ellos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el chico maquinalmente a Auguste mientras se abalanzaba sobre Victor, que yacía inmóvil boca abajo.

—Mi querido muchacho, nos han desvalijado. Y me han robado los trajes.

El chico tomó el pulso a Victor, que aún no había recobrado el conocimiento. A continuación, le secó el sudor de la frente.

—Tiene un golpe en la cabeza. Espero que no sea grave —dijo—. ¿Y Soho?

—Le faltó tiempo para largarse. Malditos americanos. No debimos venderles la Luisiana. Amigo mío, se lo habrán robado todo, ¿no?

—Poco importa.

—¿Y el medallón?

—En el baúl de las semillas. ¿Me ayudará a llevar a Victor a un hospedaje?

Lo trasladaron a la Dauphine, una posada que alquilaba habitaciones por noche y que, a juzgar por las palabras del borracho de la puerta, era una de las más famosas de la ciudad.

La taberna tenía el suelo enarenado, y el posadero era un tipo con aspecto de ingerir carne roja a mansalva y apreciables cantidades de bourbon. Llevaba puesto un delantal blanco, y afilaba de un modo más que alarmante un cuchillo contra otro. Llevaba el pelo cortado al rape, y tenía un mostacho negro formidable. Éste fue el hombre que dijo, con un marcado acento inglés «de las colonias», y mirando a Victor de arriba abajo, que no tenía inconveniente en alquilarles dos habitaciones siempre que fueran gente de fiar. Lo dijo sin hacer un alto en su quehacer de afilador, y con una rústica panoplia de madera a su espalda en la que parecían estar ordenados todas las dagas, puñales, cuchillos y estiletes de que hubiera tenido noticia el Nuevo Mundo hasta entonces.

Una vez arriba, Victor volvió en sí, pero se quejaba de la vista. Le dolían los ojos. Lo veía todo sumamente borroso. El chico se los vendó para que no le molestase la claridad, y no se apartó de su cama excepto para darle un poco de agua y un reconstituyente de los que guardaban en el baúl de las semillas. De vez en cuando, su maestro se despertaba bañado en sudor hasta que, alrededor de las nueve, pareció sumirse en un sueño profundo.

Durante los días siguientes, la única noticia un poco alentadora fue la paulatina recuperación de Victor, que se negaba a que llamasen a un médico por unos «vulgares mamporros». A duras penas se levantaba de la cama para dar cortos paseos por el cuarto apoyado en un bastón, pero, al menos, las molestias en la vista habían desaparecido. Era incuestionable que no estaba al corriente del atraco, y, tampoco, del estado de las finanzas, y el chico se negó en redondo a decirle nada para que su salud no se resintiese. Del pequeño Soho no llegaban noticias, y, en resumen, la situación se fue haciendo cada vez más desesperada. El propio Auguste se sentía descorazonado. Era como si la abigarrada idiosincrasia de Nueva Orleans le pudiese: nativos americanos, franceses, africanos, antillanos, españoles, alemanes, judíos, angloamericanos y criollos. Parecía sobrecogido, paralizado. Por fortuna, en términos generales, el idioma no era un obstáculo, dado que Bonaparte había vendido la Luisiana a los americanos sólo dos años antes, y las raíces francesas eran mucho más sólidas de lo que cabría suponer; sin embargo, aquello era una realidad demasiado novedosa para un parisino como Auguste.

Al poco tiempo el muchacho encontró un empleo como obrero portuario, muy mal remunerado; exactamente, como estibador.

Durante esos días, trabajó de sol a sol. El escaso tiempo libre lo aprovechaba para ir de un lado a otro preguntando por Claire-Marie Lasalle en fondas, mesones, casas de juego y establecimientos de todo tipo. Cuanto hacía era mostrar el retrato de la dama del medallón, dar el nombre y primer apellido de su madre, y referirse al año de llegada a Nueva Orleans, pero, hasta ahora, nadie le había puesto sobre la pista buena. Jamás pensó que dar con Claire-Marie en una ciudad de unos pocos miles de habitantes fuera a resultar tan intrincado.

Una mañana, Gilbert, un compañero de trabajo, le sugirió que la buscara en las listas de arribos a puerto que figuraban archivadas en el edificio del cabildo. Al chico le pareció ver la luz, pues, en efecto, allí tendría que aparecer inscrita la identidad de cada inmigrante. Lo que se guardó muy mucho de preguntarle a Gilbert fue si en ellas incluirían a las deportadas.

Al otro día le cambió el turno a Gilbert. Se pasó toda una larga mañana entre legajos, revisando listas de pasajeros con el nombre, la edad y el país de origen de cada inmigrante. Las listas estaban ordenadas en forma cronológica por fecha de llegada y con el nombre del barco.

Durante horas examinó listados y más listados. Día a día. Como la masacre de la Salpetrière había acontecido la noche del 3 al 4 de septiembre de 1792, y, puesto que su madre había sido deportada al cabo de pocos días, se fijó una más que razonable horquilla que abarcaba desde octubre de 1792 hasta agosto de 1793.

Al principio avanzaba penosamente. A menudo los nombres estaban rectificados, o resultaban casi ilegibles; pero, de manera progresiva, empezó a ganar agilidad, y el desánimo se fue adueñando de él: el número de pasajeras eran mucho menor que el de pasajeros. Además, con una sensibilidad exquisita, el empleado responsable no dejaba de expresar sus quejas por la escasa fiabilidad de las listas.

En un primer examen, no encontró nada interesante salvo una Claire-Marie Dubois. Dio un respingo, estuvo a muy poco de levantarse, dar un salto, coger al archivero de las solapas y abrazarlo, o zarandearlo, pero casi instantáneamente volvió a la realidad. Se quedó mirando el apellido como un búho. Porque, de hecho, era un Dubois muy claro, y muy legible.

Pensó en volver a la carga y repasar íntegramente los listados. El tipo, que ya no paraba de quejarse por todo, se lamentó del polvo que estaba levantando. Entonces el chico le dijo que buscaba a una mujer y no a un hombre, y la poca fiabilidad que aún merecían los listados terminó por evaporarse.

Les dio, por si acaso, otra vuelta, sin ningún entusiasmo, y, como era de esperar, las pesquisas resultaron infructuosas. No halló ninguna Claire-Marie Lasalle. Regresó profundamente defraudado. Pero quizá eso fue su salvación: haber llegado al límite, puesto que, en circunstancias extremas, ¿quién no está dispuesto a aceptar que irrumpa lo extraordinario en su vida?

Por la noche, Victor se durmió temprano y los dos forasteros bajaron al local invitados por el dueño. Había sido un día caluroso, que, a su vez, dio paso a una noche sofocante. El calor húmedo, pastoso, inmisericorde, acaba con los temperamentos menos proclives a trasnochar.

La atmósfera de la taberna era eufórica, y las rondas marcadas en la pizarra engrosaban sus cifras exponencialmente. Flotaba un olor a tabaco, y, a decir verdad, una densa nube apenas permitía ver la puerta batiente de la entrada. La barra estaba tomada por una doble y apretada fila de marineros y camareras. Algunos de los marineros apuraban con una mano su jarra, y con la otra ceñían el talle de una señorita enfundada en un vestido de volantes que exhibía los hombros hasta media espalda.

Un violinista pelirrojo, tocado con un bombín arrugado, empezó a tocar una marcha festiva. Estaba sentado en un alto taburete de madera, con un pie apoyado en el travesaño, y la otra pierna estirada. Vestía una chaquetilla negra de corte torero y una gran franja del mismo color alrededor del talle. El bullicio era incomparable. Las mesas ocupaban el local por entero. Alrededor de cada una se apiñaban un mínimo de seis tipos concentrados en sus naipes, con las jarras, los cigarrillos a mano y varios montones de billetes de diez dólares, de esos a los que los americanos llamaban dixies.

Se sentaron a la barra con un par de whiskis. El afilador de cuchillos, que simpatizaba a su modo con esos dos extranjeros, los invitó a otra ronda. Al fondo de la barra, de espaldas a Auguste, estaba sentado un viejo borracho al que muy profesionalmente sobaba una camarera.

El viejo había llamado la atención del joven sin nombre porque, a pesar del evidente descuido de sus ropas y de las polainas de cuero, lucía una levita negra con trabillas de corte muy elegante que, junto con la chorrera y los puños de encaje, ponían una nota de calidad en su físico. Tenía las cejas blancas y espesas, y el cabello, como hebras de algodón, le clareaba por todas partes. De repente, el muchacho vio cómo se aproximaba al viejo una negra corpulenta que llevaba un turbante de colores estridentes y un cigarrillo encendido en la mano. Desplazó toda su atención hacia ella. Auguste, que continuaba revisándose las uñas, ni siquiera se interesó. La negra se paró junto al viejo borracho, y ahora parecía dirigirse a él con una cierta autoridad sorprendente.

El chico percibió que no se trataba de una negra, sino de una mulata de edad indefinible. Podría estar entre los cuarenta y los sesenta años, y adornaban su cuello docenas de collares de cuentas. Más de un cliente se había dado la vuelta para observarla por la espalda con una especie de miedo y respeto reverencial. Fue entonces cuando, inesperadamente, un tercer personaje entró en escena.

Sin duda había irrumpido en el local en ese instante, pues se encaminaba muy resuelto hacia la mulata y el borracho. Como siempre, descalzo, con pantalones raídos que le llegaban hasta poco más abajo de las rodillas, y esa cadencia rítmica tan característica del chiquillo.

El chico sin nombre lo reconoció por detrás, pero, antes incluso de que le diese tiempo a decírselo a Auguste, el pequeño Soho cogió al viejo por los faldones de la levita y tiró de ellos para hacerle bajar de la banqueta. La mulata no tocó ni al viejo ni a Soho. Ni siquiera hizo el menor ademán. No obstante, cuando la señorita pareció oponer una cierta resistencia a que su dócil cliente se escabullera, la negra le dijo algo que la hizo retroceder espantada. El propio afilador de cuchillos, siempre tan expeditivo, presenció toda la escena mirando de soslayo y sin decidirse a intervenir, como quien no las tiene todas consigo. Poco tiempo habría de pasar hasta que el chico comprendiera las conductas que inspiraba esa negra, y las poderosas razones que inspiraban tales conductas.

El viejo se zafó de Soho torpemente, puso otro puñado de monedas en la mano de la camarera y enfiló la salida, seguido del chiquillo y de la mulata.

Cuando el pequeño Soho vio al chico sin nombre, ya estaba prácticamente a su altura, y éste, sentado de espaldas a la barra y con ambos codos apoyados en ella, lo miraba sin parar de sonreír. Soho, que no tardó nada en reconocerlo, en un rapto de euforia, se arrojó contra él abrazándolo. La mulata se detuvo a la vez que Soho, mientras el viejo traspasaba ya la doble puerta batiente.

—¡Amo, amo! —insistía el chiquillo—. Yo no saber dónde estar vosotros. Yo volver con ayuda. Ser difícil en esta ciudad encontrar hombres que ayuden. Pero entonces, vosotros no estar ya. ¿Dónde estar vosotros? Yo buscar por todas partes. Ser culpa mía por no avisar de las mafias del muelle. Aquí, muchos peligros —dijo el niño sin apenas coger aliento. Soho se dirigió a la mulata corpulenta y le dijo, con abrupta solemnidad—: Grand Perle, éste ser el hombre que me ayudó.

Vista de cerca, Grand Perle era la viva imagen de un mundo fantástico. Algo más que robusta, se aproximaba más plausiblemente a los sesenta años que a los cincuenta, pero su piel era tersa y brillante como la de una muchacha. Tenía gruesos labios, y los ojos, como dos piedras oscuras, era como si mandasen destellos desde las profundidades de alguna sima. Llevaba puesta una sencilla bata de colores claros que le llegaba hasta los tobillos, respecto de la cual podría decirse que era lo menos extravagante de su atuendo. La bata dejaba ver unas sandalias de cuero muy gastadas por el uso. Los collares, unos más largos que otros, tintineaban a cada gesto, y consistían en cuentas de todos los colores inventados por la imaginación humana. A tono con el turbante, en las orejas lucía dos grandes aros dorados, y las manos, que eran tan musculosas como gruesas, estaban cargadas de anillos y pulseras de cobre, y remataban en uñas muy cuidadas. Manos y antebrazos estaban visiblemente cubiertos por las manchas que el cobre deja en la piel en contacto con el sudor.

Grand Perle se quedó observando muy fijo al chico, larga y silenciosamente. Hay ojos que penetran hasta los más recónditos secretos, y miradas que hielan pasiones y exorcizan demonios. Siempre es pronto para decir cuándo una mirada cambiará tu vida, pero nunca es demasiado pronto para reconocer su insolencia. Por cortesía, él no dijo nada, pero empezó a ponerse nervioso.

Miró a Soho y a Grand Perle. El pequeño tenía un gesto grave. Entonces, Grand Perle, que mantenía fija su mirada en el muchacho, dio una calada al cigarrillo, exhaló el humo, que se quedó flotando mansamente por encima de la cabeza del chico, y, sin dejar que se disipara, pasó con suma delicadeza la mano rozando su cabello, de delante hacia atrás, como si lo peinase con el humo.

Tan sólo una vez lo hizo, y a continuación se puso a su lado y, en un francés irreprochable, le susurró al oído:

—Ella está muerta. Búscala en el cementerio.

Durmió con pesadillas. Se levantó muy temprano. Le resultaba imposible concentrarse en otra cosa: «Ella está muerta...».

¿A quién se refería Grand Perle? ¿Cómo podía esa mujer, llamada Grand Perle, referirse a ella? ¿Qué maligno Místerio se escondía tras esa absurda casualidad?

Llevado por una suerte de pálpito, se acercó a la iglesia a toda prisa. La plaza de Armas de Nueva Orleans no era precisamente desconocida para él. Allí estaba ubicada la iglesia parroquial, adosada al edificio del cabildo; exactamente, entre éste y el presbiterio, a medio edificar. Se entrevistó con el párroco, el padre Buffon, un anciano tan vivaracho como parlanchín. El chico le refirió que deseaba consultar los registros parroquiales, en particular, el Libro de difuntos. Le explicó que se trataba de su madre, a la que había venido a conocer desde Europa.

—¡Francés! También yo soy francés, mon amie, como ha podido adivinar. ¡Ah, la vieja Europa! —dijo el cura, un anciano de pequeña estatura y cara de grajo, que parecía planear a ras de suelo mientras lo conducía a la sacristía—. ¿Sabía que quien financió la construcción de esta bendita iglesia fue también un europeo, un español, para más señas?

—Me temo que no estoy muy al tanto —replicó el chico, que tenía la mente puesta muy lejos de España.

—Don Andrés Almonaster y Rojas, que era natural de una pequeña aldea andaluza. Fue uno de los caballeros más ricos de Luisiana y de ambas Floridas. Y un generoso benefactor de la Iglesia —bajó la voz dándose media vuelta, como si se tratara de un secreto—. Dicen que el viejo coronel se gastó más de trescientos mil pesos en obras piadosas. Ah, la gente habla mucho, pero en cuestiones de vida eterna nunca se invierte demasiado, ¿no le parece? ¿Usted cree en la vida eterna?

—Es muy posible.

—Entiendo. La primitiva iglesia —prosiguió el cura abriendo la puerta de la sacristía— fue destruida por un huracán en 1722. Y la segunda, por un incendio en 1788. ¿Ve la maldición, hijo mío? Porque aquí hay una maldición. Ah, pero el Señor, en su ilimitada misericordia, velaba por nosotros y por el bolsillo de don Andrés. ¿No ve usted en ello la eterna lucha entre el bien y el mal? Esta que ahora pisa fue comenzada en 1789 y consagrada en 1794, y rogamos por que algún día se convierta en catedral. Si el demonio no se interpone, creo que eso supondría el triunfo definitivo del bien; pero quién puede estar seguro de nada en estos tiempos —concluyó, cerrando la puerta de la sacristía con estruendo—. Y, por cierto, ¿conoce la fecha en la que su madre falleció?

—Lo lamento, padre. Ni siquiera estoy seguro de si falleció.

—¡Válgame Dios! ¿Lo dice en serio? —replicó el padre Buffon, que pareció revigorizado.

Después de las primeras sorpresas, y viendo que el muchacho no estaba por la labor de satisfacer todas sus preguntas, el padre Buffon decidió colaborar en la búsqueda del modo más discreto que pudo. Durante horas le ayudó en su tarea; pero, después de repasar todas las inscripciones, desde 1792 hasta las más recientes, Claire-Marie Lasalle seguía siendo tan espectral como al principio.

—Al menos, para usted debe de ser un consuelo pensar que la búsqueda no ha terminado. ¿No es así, hijo mío?

De no ser por un pequeño detalle, él hubiese dado ahí por zanjado el asunto; sin embargo, había un matiz que por sí solo representaba un universo de inquietudes, un mundo de curiosidad. Se trataba de una incertidumbre que no quería tomar muy en serio, pero que era preciso, imprescindible desentrañar antes de irse.

—Escuche, padre; el 4 de junio de 1797 figura la inscripción de Claire-Marie Dubois, fallecida a consecuencia de un brote de fiebre amarilla. Le dieron sepultura en el cementerio de Saint-Louis. De padres desconocidos, y sin hijos conocidos. Casada con Bertrand Dubois. Y, al margen, figura un inciso que remite a la inscripción del Libro de casados del año anterior.

—Buena memoria. Siga, siga, por el amor del cielo. No comprendo adonde quiere ir a parar.

—Unos dos meses después enterraron al viudo Bertrand Dubois, también a consecuencia de la fiebre. Acabo de comprobarlo.

—Sigo sin comprender, pero me tiene en vilo.

—Que si Claire-Marie se casó con Bertrand Dubois en Nueva Orleans, un año antes de morir los dos de fiebre amarilla, y tomó, como prescribe la ley, su apellido de casada, ¿cómo es posible que en 1793, tres años antes de la boda, figure una Claire-Marie Dubois en las listas de arribos a puerto?

—¡Dios sea loado! ¿En las listas de arribos? ¿Y no me había dicho usted nada? —preguntó el padre Buffon, que se bajó las lentes y lo escudriñó por encima de ellas.

—Era la única Claire-Marie que figuraba. Y le aseguro que repasé las listas meticulosamente. ¿Coincidencia? ¿Era la misma mujer? Pero, entonces, si era la misma mujer...

El padre Buffon, que había hecho de la pesquisa algo suyo, guiñaba un ojo. Su cabeza funcionaba a marchas forzadas. Al fin, entreabrió los labios casi con avaricia, como un sabio a quien le cuesta desprenderse de sus secretos, y empezó:

—Entonces... Entonces... —se aventuró con verdadera osadía intelectual— no queda más que una solución: el apellido de la mujer que llegó a puerto... era falso.

—¡Exacto, padre! ¡Exacto!

El párroco volvió a ajustarse con fuerzas renovadas las lentes, y se arrojó sobre el Libro de casados como si fuera el mapa de un tesoro. Con manos temblorosas localizó, a tenor del inciso que figuraba al margen del Libro de difuntos, el año 1796, el mes de agosto, el día 27. El chico, con el rostro desencajado, y sin perder de vista las torpes maniobras del cura, procuraba hacer acopio de paciencia para no arrancárselo de las manos. Duró más de lo que se podría pensar, pero, cuando el padre Buffon descubrió el mes y, apretando la muñeca del chico, avanzó torpemente hasta el día 27, y, más aún, señaló con el dedo índice en la página exacta del Libro de casados, la solución del Místerio era inminente.

—¡¡Aquí, aquí está!! ¿Lo ve? Ahora se desvela todo —exclamó el padre Buffon fuera de sí.

Por supuesto, antes de que el padre Buffon desvelase nada, el chico ya había leído la inscripción que dejaba registrado el matrimonio de los contrayentes: Bertrand Dubois, natural de París, y Claire-Marie Lasalle, natural de Francia, y localidad desconocida.

El padre Buffon se dirigió a él exaltadísimo.

—¡Dulce Señor! Ahora se entiende. Llegaron en el mismo barco a Nueva Orleans. Y él le dio un nuevo nombre. Quién era él, lo ignoramos. Pero que le dio su apellido: Dubois, cuando aún no habían contraído matrimonio, salta a la vista. Puede que se hicieran pasar por esposos para protegerla. Eso no era extraño, hijo mío. Una mujer sola no tiene los privilegios de una mujer casada, y corre muchos más peligros —dijo el padre Buffon mirándolo por encima de las lentes.

El chico se despidió del cura, para desaliento de éste. Le estrechó la mano con gratitud, y también evidente alivio, y, sin necesidad de pensarlo, como alguien a quien la corriente arrastra mar adentro, se dejó ir. Alquiló una montura, picó espuelas y se dirigió al galope al cementerio de Saint-Louis.

Atardecía, y el cielo empezaba a encapotarse cuando cruzó la cancela del camposanto y dio con uno de los sepultureros. Le facilitó un nombre compuesto, el primer apellido: Dubois, y un año: 1797. Le dijo que deseaba ver la tumba. El sepulturero se tomó un tiempo para consultar los archivos y orientarse. Al cabo, salió de su refugio y lo guió por un sendero alfombrado de hierbajos.

—Usted, señor, es francés —dijo el sepulturero con un pronunciado acento nativo.

—Eso parece —dijo él, que sentía como si por sus venas circulara lava.

—No se extrañe entonces de las sepulturas. En Nueva Orleans no podemos enterrar a los muertos bajo tierra. El nivel del agua es tan alto que los cadáveres saldrían a la superficie. Y no se asuste de las cruces con que se marcan algunas tumbas. Las hacen los creyentes del vudú. Cada cruz es un deseo que solicitan.

¿Comprender? ¿Asustarse? ¿Qué tenía que comprender él? ¿De qué tenía que asustarse? Ni siquiera veía ya a ese hombre. Bastante hacía con seguirlo por los senderos, virajes y más virajes, entre sepulturas erectas como grandes tótems de piedra, sólidas como templetes del espíritu, austeras y barrocas, dantescas y magníficas. Y luego, el calor húmedo, y la ropa adherida al cuerpo... Por un instante sintió que desfallecía, ahora, que estaba tan cerca de llegar a alguna parte, que la corriente le favorecía. Se apoyó en el enverjado que rodeaba un mausoleo. Entonces oyó la voz del tipo, que sonaba más irreal y deformada aún que antes:

—Señor, aquí la tiene, señor.

Era una pequeña y descuidada tumba de piedra gris sin el menor ornamento, de un metro de alto, aproximadamente, por dos metros de largo, sobre la que empezaban a crecer algunas hierbas, y que remataba en una pequeña cruz. Contuvo el aliento. Los ojos le ardían. El sepulturero volvió sobre sus pasos.

Sacó las ramas y las hojas que tenía por encima. La parte frontal de la lápida era de forma rectangular, más alta que ancha. Se inclinó sobre ella, y con los dedos limpió suave y cuidadosamente el polvo y la tierra que casi no permitían leer las inscripciones.

La primera estaba compuesta por dos nombres, un apellido y las fechas:

CLAIRE-MARIE DUBOIS

(1769-1797).

La segunda, quizá porque no la esperaba, lo sobrecogió infinitamente. Se trataba de un epitafio singular, pero muy simple:

Si tu hijo Julien, a quien te arrebataron, te hubiese conocido, te habría echado tanto en falta como yo, tu amado esposo.

Cayó de rodillas. Tomó el medallón y lo abrió y miró el pequeño retrato de su madre durante mucho tiempo. Luego cogió el retrato, lo dejó apoyado contra la base de la lápida, y cerró el medallón.

Se quedó allí, de rodillas, con la cabeza oculta en sus manos, delante de una tumba descuidada en la que yacían los restos olvidados de su madre, Claire-Marie Lasalle, que había llegado a un país extranjero con un apellido falso, y prefirió ocultar el suyo para siempre. El cielo se había oscurecido cuando el sepulturero vino a avisarle de que tenían que cerrar.

En esos mismos instantes, en París, en el gabinete de Su Excelencia el ministro de la Policía, José Fouché se entrevistaba con uno de los agentes en los que depositaba más expectativas. Ambos estaban sentados frente a frente, en la mesa de trabajo de Su Excelencia. Fouché pasaba revista a una carpeta privada en la que guardaba documentos secretos.

—Apurad vuestra copa de brandy, vizconde. ¿Ya habéis terminado de leer?

—Sí, Excelencia. Sorprendente. Sorprendente —dijo el vizconde de Ménéval, que tenía una carta entre las manos—. ¿Estáis seguro de que es auténtica?

Imperturbable, Fouché continuó revisando, uno por uno, los documentos de la gruesa carpeta de la que había extraído la carta. Lo más vivo en su rostro eran los bordes rojos de sus párpados entrecerrados. Sin dirigir la mirada a su subalterno, ni conceder excesiva importancia al tema, prosiguió:

—No cabe duda: ésta es la firma del Emperador, cuando no era emperador y aún usaba el apellido italiano, por supuesto. No me gusta dejar cabos sueltos, vizconde; y, por experiencia, he aprendido a no subestimar a los bastardos.

El vizconde miró a su protector con la fascinación que siempre le inspiraba, y dijo:

—Me tenéis en ascuas, Excelencia. —Ordené que un hombre se trasladase a la Borgoña e investigara el caso —continuó Fouché haciendo un alto en su labor—. El hecho es que, al parecer, sí existió ese niño; o, al menos, la madre llegó a estar embarazada de él, pero se volvió loca y se perdió su rastro. Por si fuera poco, el padre de ella falleció en un accidente de coche. ¿Qué decís a ello?

—Lo que me contáis resulta increíble —repuso Gilles sin dejar de mirar la carta.

—Pues aún hay más. La carta fue hallada en un prostíbulo de París. La dueña del negocio fue asesinada, y mi policía, en el registro de costumbre, dio con el documento.

El vizconde cogió la copa y, más impresionado si cabe, releyó:

Me rompes el corazón, mi dulce mademoiselle Lasalle. ¿Eres tú quien habla así? Pues yo no te reconozco. Quizá es mi culpa, por haberme hecho demasiadas ilusiones; sin embargo, sería el mejor de los esposos para ti, y, para nuestro hijo, el mejor de los padres. ¿Cómo es posible que esas palabras hayan salido de tu boca? Dices que ya no me amas, y tus actos lo confirman: estás encinta de cuatro meses, y no me habías informado de nada hasta ahora. No contenta con ello, me niegas el pan y la sal. ¿Tanto mal te he causado amándote? Piensa, por el amor del cielo, en nuestro hijo. Necesitará un padre. ¿O es cierto que ni siquiera deseas tenerlo?

Volveré a Seurre cuanto antes. Debo verte. Es preciso. Espero que esta vez tu padre me permita entrar en casa.

¡Ah, Claire-Marie , Claire-Marie ! Mil besos amorosos.

N. Buonaparte

—Parece imposible, Excelencia.

—Ya, ya. Se nota que no tenéis ni esposa ni hijos, vizconde. Y, creedme, os priváis de uno de los más benditos placeres de este mundo. La fidelidad de una esposa, el amor de unos hijos... —replicó el ministro con un casi imperceptible acento de ternura en la voz—. Tal vez sean ésos los mayores logros de una vida. A su lado, la gloria terrenal y el éxito político empalidecen —terminó diciendo en un susurro. El vizconde, consciente de que, por casualidad, le había sido otorgado un honor ciertamente comprometido, renunció a esas intimidades en el acto.

—Excusadme, Excelencia. ¿Y cómo pudo llegar esta carta a un prostíbulo? Hubo una pausa.

—En realidad... aún no tengo respuesta para todo, vizconde —reaccionó el ministro. Su acento había mudado otra vez, y miraba al subalterno fijamente. ¿Eran acaso imaginaciones del vizconde, o esa voz intimidante insinuaba una cierta represalia por haber rehusado la familiaridad?—. Pero una dama de París, una cazadora de fortunas como tantas, y no una palurda de Seurre, hubiera sacado una buena tajada por ella. Y, por cierto, vizconde, vuestra madre auténtica no era de París, ¿verdad?

El vizconde de Ménéval apretó la copa con tal fuerza que la hizo estallar. El contenido se le derramó por encima y varios cristales se le incrustaron en la mano. La sangre empezó a manar en abundancia.

Fouché se apresuró a tirar de la campanilla del servicio.

—Excusadme, Excelencia. No tengo perdón —dijo el vizconde mientras se ataba un pañuelo a la mano herida.

—Cuidaos ese corte, monsieur. Las heridas mal cerradas tienden a abrirse continuamente —replicó Fouché.

Y, justo entonces, varios lacayos hicieron acto de presencia en el gabinete de Su Excelencia.