13. Vidas paralelas
Mientras tanto, Raymond regresó de España cargado de la bendición de Dios y con un par de direcciones, una en Castilla y otra en Cataluña, donde encontrar muebles policromados.
—Erik, tienes que bajar a España, allí lo están vendiendo todo y tienen tallas que son maravillas. López me ha presentado a un tal Rodríguez y hay un buen grupo de gente buscándote mercancía. Mira, esta vez me han cargado todos los elementos exteriores de un retablo porque llegamos tarde y los paneles ya los había comprado un alemán. Olvídate de Suecia, el negocio está en España.
Contesté:
—Y también allí, te lo aseguro, aunque aumenten los precios por el transporte. En ese país lo quieren todo, Suecia está por descubrir y tengo una buena amiga que me da los contactos. Nosotros probamos, mandamos un par de camiones, calculamos los costes y si no compensa no se manda más.
Entre tanto, recibí una quejumbrosa visita del doctor Martin, que venía con más agravios pendientes que el pueblo palestino, que es el que tiene la lista de ofensas más larga de la humanidad.
—Usted me descuida, no me esperaba ese comportamiento. No tiene interés en mis asuntos, y le aseguro que me han tenido que tratar por un inicio de depresión.
Así era el doctor: un coleccionista cómodo y poco exigente que cuando se obsesionaba por una pieza sufría arrebatos de niño caprichoso y exigía absoluta prioridad. Lo tranquilicé:
—Le ruego que me disculpe, pero me ha resultado muy difícil encontrar a la persona que me enseñara. Ya la tengo y dentro de una semana empiezo a estudiar.
Gruñó:
—Pues espero que sea un alumno aventajado y que no defraude mis expectativas.
¡Lo que faltaba! Afortunadamente, Louis me concertó una cita con el italiano y viajé a Milán para conocer a otro enorme ser humano, Giovanni el Milanés, un hombre dotado de un cerebro muy peculiar que había hecho una pequeña fortuna con una fábrica en la que diseñaba alarmas para instalarlas en los almacenes de joyería. Era un gran técnico y tenía una inteligencia privilegiada; adoraba caminar al límite y, una vez que había instalado las alarmas, su gran diversión consistía en realizar la prueba de ingenio de ser capaz de desactivarlas y neutralizar sus propios sistemas para comprobar los fallos. Aquella mezcolanza de conocimientos tenía un elevado precio que ya habían pagado algunos grupos especialmente poco fiables. Pero Giovanni se divertía y reía hasta las lágrimas ante su propio ingenio.
—Las monto y son inexpugnables hasta que llego a ellas y demuestro que no lo son. La mente humana es capaz de superar cualquier sistema de alarmas, te lo digo yo.
Sus explicaciones me cautivaban.
—Pues a eso vengo, a que me demuestre que «mi» mente humana es capaz de todo.
Me contempló dubitativo.
—¿Eres hábil con las manos?
—Sé montar y desmontar armas y motores al tacto y manejo explosivos con los ojos cerrados.
—¿De cuánto tiempo dispones?
—Usted fija el tiempo; puede que tenga que viajar y faltar algunos días, pero el tiempo lo pone usted, y el precio también.
—¿Te asusta el estudio? Lo digo porque he preparado a hombres que eran incapaces de memorizar ni los colores de un par de cables.
—Me aprendí la carrera de arte de memoria por placer y le puedo repetir del primero al último libro de cada curso con puntos y comas; memorizo cualquier cosa.
—¿Cuándo te interesa empezar?
—Ahora mismo, si es posible.
El universo de los sistemas de alarma, aunque en aquel entonces ni rozaba lo que es en la actualidad en cuanto al grado de perfección técnica que han alcanzado, me resultó inenarrablemente mágico. Primero aprendí, identifiqué y memoricé los diferentes tipos, luego aprendí a instalarlas con un maestro que era un auténtico pedagogo y demostraba una paciencia infinita —aunque las repeticiones eran obligadas: una, otra vez, una docena de veces, y con lápiz y papel para tomar apuntes—; más tarde vinieron las clases prácticas en las que me uní a un par de técnicos de montaje y ensamblé orgulloso y encantado mis primeros sistemas. La repetición era la clave del aprendizaje con Giovanni el Milanés, que no dejaba nada a la improvisación y me enseñaba como a un parvulillo; me reñía airado ante el más mínimo fallo:
—¡Si te distraes o no te aplicas, rompemos la baraja!
Yo estaba alojado en casa de una señora que alquilaba habitaciones muy limpias. Para Giovanni aquel tipo de alojamiento era más discreto que estar registrado en un hotel; allí aprendí a apreciar la deliciosa cocina italiana. No pude apuntarme a ningún gimnasio por falta de tiempo, así que tuve que limitarme a destrozarme a fuerza de abdominales y a correr por la ciudad realizando pruebas de resistencia. En un mes y medio aprendí bastante, pero me vi obligado a faltar a las clases durante quince días porque Raymond ya me había preparado los muebles pintados para Suecia y había mandado los camiones. Yo llegué en avión para reencontrarme con la hermosísima Wenche y su encantadora familia. Ni decir tiene que vendimos los camiones sin descargar y que nos encargaron unos cuantos más. Fue una buena ganancia y no me atrevía a hablarle a mi novia de la comisión. Aprovechamos para visitar los fiordos y me extasié ante cada fragmento del paisaje; éramos una pareja muy peculiar: yo tenía muy buen aspecto por mi forma física, pero era ella quien atraía las miradas por su estatura. Recuerdo que, en un restaurante, el propietario la miraba encandilado y, cuando nos trajo la cuenta, me felicitó:
—Señor, su esposa es la estatua de una diosa vikinga.
Pero Wenche estaba acomplejada por su estatura, aunque no hablara jamás de ello. En una época en la que la moda calzaba a las mujeres con tacones de vértigo, a ella le hacían zapatos planos, tipo bailarina, a medida. Sin embargo, cualquier traje que vistiera adquiría en aquel cuerpo escultural hechura de modelo de alta costura. Le habían propuesto mil veces ser maniquí, pero aquella profesión no era seria para su familia.
¡Y cómo me ayudaron aquellos suecos encantadores! De hecho, con un hermano de Wenche hice uno de los negocios más lucrativos de mi vida; incluso salió en los periódicos de la época. Resultó que la República Popular China, que estaba arruinada, intentó conseguir divisas vendiendo sus antigüedades y fletó cinco inmensos cargueros repletos de obras de arte. No obstante, ningún puerto del mundo les permitió atracar y vender sus obras. El hermano de Wenche se enteró del asunto.
—Erik, viene un barco chino cargado de antigüedades. No le dejan atracar, pero, si lo consiguiéramos, ¿tú serías capaz de vender el cargamento?
Ni me lo pensé:
—Si son antigüedades auténticas, no hay problema, yo lo vendo.
Ahí me lancé, porque no tenía ni la más remota idea de arte oriental. Jamás lo había estudiado a fondo y tenía unos conocimientos muy superficiales acerca de las dinastías gracias a lo que había memorizado en mis libros de texto. Busqué, enfebrecido, varios libros que Wenche me tradujo y la influyente familia de mi novia inició unas complicadísimas gestiones a nivel político para que las autoridades permitieran que el barco atracara en un muelle sueco y descargara. Fueron unos días de vértigo, pues cogí un avión para ir a Bélgica a comprar libros y volví con una escasa bibliografía. Yo estudiaba y estudiaba a marchas forzadas; me horrorizaba pensar que, si el barco conseguía descargar, los chinos nos hubieran timado y aquello estuviera lleno de macanas y porquerías, ¡qué miedo pasé!
Mientras tanto, Giovanni me envió un par de telegramas y, cuando le llamé y le conté lo del barco, se regocijó y me concedió vacaciones hasta que solucionara lo que para mí empezaba a tomar los tintes de un siniestro problema que me podía hacer quedar mal y dejarme como un payaso fantasioso ante la que yo consideraba mi familia política.
Pero el hermano y el padre de Wenche, manejando con habilidad los hilos políticos, consiguieron el permiso y el barco recaló en puerto sueco. Era un carguero impresionante y estaba lleno de cientos de contenedores, ¡y lo habíamos comprado nosotros! Bueno, yo no, pero sí la familia de Wenche. El asunto salió en todos los periódicos, alquilamos unas naves inmensas en el puerto y empezamos a descargar el más maravilloso y selecto arte antiguo oriental que hayan tocado mis manos. Los chinos no nos habían engañado, allí estaba lo mejor de su patrimonio artístico. Gracias a la popularidad que adquirió el tema gracias a la prensa y a las gestiones de la inteligente y capaz Wenche —que había avisado a cientos de anticuarios, empezando por los americanos—, vendimos a clientes que acudían como una plaga de langostas a comprar piezas que, a causa de la cerrazón absoluta de la República Popular China, habían sido totalmente inaccesibles para Occidente hasta entonces. A mí, que adoro e idolatro de forma incondicional el gótico y el románico con un leve desliz hacia el mozárabe, me embelesaron aquellas piezas magníficas, únicas e irrepetibles que abarrotaban las bodegas del barco; me lo habría quedado absolutamente todo. Contenían muebles maravillosos, cerámicas y porcelanas de valor incalculable, pinturas y esculturas; muchas de las piezas eran joyas que deberían haber sido calificadas como patrimonio de la humanidad, y me consta que muchos clientes compraron para museos.
Las ganancias fueron estupendas. Mi parte la deposité en un banco sueco insistiendo en abrir una cuenta a medias con Wenche.
—Prefiero dejar este dinero aquí, por si lo necesito para algún negocio especial o por si acaso aparece algo gustaviano de la época que sea interesante y podemos comprarlo.
No sé, me producía rubor llegar a Suecia, aprovecharme de las relaciones y las amistades de aquella familia maravillosa y arramplar con el dinero hacia Bélgica; me parecía algo vulgar y ruin, convertirme en una especie de aprovechado. Yo ya me hacía la idea de que tenía dos vidas: una en Bélgica, con mi almacén, mis hombres, mis trabajos, mis coleccionistas, un apeadero en París y los fines de semana alternos entrenando en la granja con los hombres del sargento, y otra radicalmente opuesta en Estocolmo. Allí asistíamos a conciertos y recepciones, Wenche me presentaba como un gran anticuario y experto en arte —algo que me daba mucho caché— y todo era el súmmum de la elegancia, la clase y el refinamiento; era como vivir eternamente en una de esas delicadas fotografías veladas que hacía el fotógrafo inglés David Hamilton en los años setenta. Por el contrario, mi vida en Bruselas y en París era ruda y varonil; vivía entre mis hombres, entrenándome con salvajes y manejando armas cuando no estaba recibiendo clases de desactivación de alarmas. Eran dos mundos que ni se tocaban, era como pasar del oeste americano en su época dura a los salones de las damas de la preciosité. ¿Que dónde me encontraba mejor? No lo sé, compaginaba los dos mundos de forma natural; de verdad que no lo sé.
Ni que decir tiene que durante todo aquel período mágico el doctor Martin no dejó de llamarme y perseguirme, ya claramente enfurruñado. Así pues, regresé a Milán, pero aquella vez tuve la precaución de viajar acompañado de una carpeta de dibujo y unas ceras. Giovanni el Milanés era tan buen maestro y un hombre tan encantador que quería regalarle un retrato de su bella esposa, a la que me había presentado, además de tomar algunos apuntes de monumentos de la ciudad para utilizar las manos en algo distinto al montaje de aparatejos de alarma.
El segundo período fue el de la desactivación; le dedicamos horas interminables tras las que, para mi vergüenza, acababa quejándome de fatiga. Entonces Giovanni se burlaba:
—Vaya, mi amigo Louis me había hablado de Erik el Rojo, que se entrena para matar y que es el hombre más duro de Bélgica… y resulta que tú te quejas como una bambina.
¡Qué hartazgo con los apodos!
—Mira, maestro, eso de Erik el Rojo es cosa de los franceses, que tienen una boca muy mala. Además, yo ni me entreno para matar ni asesino a nadie; soy un anticuario que hace gimnasia y algo de combate, nada más. Lo demás son inventos.
Pero seguíamos con las repeticiones, una y otra vez, mil veces, hasta que llegaba a odiar cada cable y cada pieza de las tripas de todas las alarmas. ¡Qué saturación! Pero mis problemas con las exigencias de Giovanni no habían hecho más que empezar, porque al cabo de un mes aproximadamente, mientras yo hacía cuentas en torno a dos camiones de muebles policromados que había recibido Wenche, el italiano me anunció con tono triunfal:
—¡Amigo mío! —más que hablar, declamaba—, ha llegado el momento de las lecciones prácticas reales y sobre el terreno. Giovanni lo tiene todo preparado.
Yo caí como un iluso:
—¡Bueno! Eso de las lecciones prácticas sobre el terreno me gusta. ¿Qué es lo que vamos a hacer?
El italiano estaba encantado.
—Tú no te preocupes, Giovanni lo ha arreglado todo, amigo mío. Ya he contactado con unos romanos que vendrán a buscarte, gente de toda confianza, buenos y viejos clientes; les he hablado de ti y de cómo has estudiado estos meses y están conformes con que entres en su equipo.
Ni idea de a qué se refería el italiano.
—¿Cómo que voy a formar parte de un equipo? ¿Es que viene más gente a prepararse?
El milanés deliraba como en un énfasis operístico.
—Amigo mío, Giovanni todo lo consigue; los romanos vienen a por ti y vais a desactivar una alarma para hacer un pequeño trabajo en un almacén de joyería de Florencia. —Me quedé tan horrorizado que no lograba articular palabra; el italiano seguía con su entusiasmo de opereta—: ¡Pura rutina! Ellos han hecho robos importantísimos, ¡maravillosos! Pero éste es de rutina, un simple almacén, y ahí vas a demostrar lo que has aprendido, porque conoces la alarma, la hemos estudiado. ¿A que tienes suerte?
Noté que la cara se me encendía de puro furor y tuve que respirar hondo y hacer un esfuerzo de autocontrol para poder responder:
—¿Qué has dicho que voy a hacer?
El otro seguía tan contento.
—¡Pues un robo en un almacén!
La ira me iba a volver loco; articulé con lentitud:
—¿Que yo, un experto en arte que trabaja para los mayores coleccionistas del mundo, voy a robar un almacén con unos bandidos? ¿Tú estás loco? ¿Robar yo un almacén de joyería como un voyou de mierda? ¡Antes me cortaría las manos que participar en semejante basura! ¿Quién te has creído que soy?
Giovanni se sorprendió mucho.
—¿Y qué tiene de malo? Yo no veo nada malo en trabajar en un almacén de joyería, es un robo muy normal. No es como robarle los ahorros a una anciana, no es algo malo. Además «necesitas» practicar, no podré estar seguro de ti hasta que no hagas unas prácticas.
Yo estaba desesperado.
—Mira, Giovanni, yo no robo ni almacenes, ni bancos, ni furgones, yo no robo nada; si quieres que practique, podemos diseñar una operación para un buen museo protegido, pero sólo desactivar y largarnos, porque el arte no se puede sacar si no se tiene comprador y es por encargo. Pero, ¡joder, Giovanni!, ponme al menos una práctica «digna».
No había manera, Giovanni seguía en sus trece. Los romanos llegaron y yo seguía inamovible; al final llegamos a una solución intermedia: yo tan sólo desactivaría la alarma para demostrar mi habilidad y luego me marcharía sin participar en la segunda parte. Los romanos no lo entendían muy bien y me lo fueron diciendo, en un pésimo francés, durante el trayecto:
—Giovanni dice que tú eres un gran hombre de arte, por eso no quieres joyas.
—No quiero nada, quiero desactivar y marcharme.
—Giovanni dice que tú matas a un hombre con unas llaves de un coche.
¡Vaya fama me estaban creando! ¡Qué cruz! Le eché al romano una mirada asesina y decidí asustarle:
—Yo mato de todas las maneras, ¿quieres comprobarlo?
El individuo se apresuró a recular:
—No, amigo, aquí normalmente no matamos, sólo robamos. Pero conocemos a una gente napolitana que a lo mejor…
¡Aquello era espantoso! Y el trabajo también lo fue: de noche, con una alarma bastante convencional que no tardé en desactivar para demostrar mis conocimientos y una apresurada despedida.
—Yo me voy, ¡suerte!
—Pero, amigo, entra, que es muy fácil.
—No, yo me voy.
—Bueno, te guardaremos lo que te corresponde.
¡Encima cómplice de aquellos idiotas!
—No, no quiero nada, me voy.
Y me fui, terriblemente humillado y con una sensación de horror al pensar que podrían habernos sorprendido y yo habría aparecido en las crónicas policiales como un vulgar ladrón. ¡Qué oprobio!
Con Giovanni tuve unas palabras:
—Oye, Giovanni, a mí no me vuelvas a hacer esto. Yo tengo una categoría y no estoy dispuesto a volver a participar con bandidos en nada. Si crees que estoy preparado, me voy; si crees que me falta por aprender, me voy, porque tengo cosas que hacer, y vuelvo.
Giovanni no comprendía mi enfado, pero estaba satisfecho de que hubiera superado la prueba:
—Te seré claro, amigo, ya no te puedo enseñar más; lo único que necesitas ahora es practicar y practicar. Ahora bien, si dentro de un mes, o de un año, sale al mercado un sistema nuevo, tendrás que regresar y empezaremos de cero. En este campo hay que poner los conocimientos al día continuamente.
Yo era más que consciente de que el mundo de las alarmas dependía mucho de las innovaciones técnicas y estaba dispuesto a volver cuantas veces fuera necesario. Nos despedimos con un abrazo sincero.
—Un último consejo, amigo mío.
—Dime, maestro, te escucho.
—Si llegas a un lugar y no conoces el tipo de alarma que tiene, si ves que es muy nueva, no la toques; si no la conoces, no te arriesgues. Y practica, practica siempre, y no te olvides de mí.
—Giovanni, maestro, nunca te olvidaré. Oye, y muchas gracias.
Volví a Bélgica, donde tuve que soportar los reproches de Roxana por mi larga ausencia. Pero con mi encantadora esposa me pasaba algo muy peculiar: era totalmente impermeable a ella.
14. ¿Abaratamiento espiritual? ¡Jamás!
Como si no la oyera, le daba rutinarias explicaciones sin esforzarme demasiado, pero le tenía un gran afecto, porque era —y lo sigue siendo— una excelente mujer. Sin embargo, la pasión, el amor inenarrable, había quedado atrás en algún lugar de nuestro camino en común, un recorrido no muy largo, por cierto. En aquellos momentos, yo suspiraba por ver a mi valquiria sueca, a la no menos excelente Wenche. Así que, sin avisar, tomé un avión para Estocolmo para darle una sorpresa, pero al llegar a la casa de campo no la encontré. Su hermano me informó, muy nervioso, de que estaba en el hospital; me asusté de verdad:
—¿Cómo que en el hospital? ¿Está enferma o ha tenido un accidente? —El hermano no me lo quería decir y yo me puse en lo peor—. Oye, ¿me puedes llevar al hospital?
El sueco titubeaba:
—Verás, es que se trataba de una sorpresa.
¿Y qué tipo de sorpresa puede darse en un hospital? Si acaso un nacimiento, pero Wenche no estaba embarazada. Sólo cuando llegamos al centro médico consintió el hermano en informarme de lo más espantoso que una mujer haya hecho jamás por amor hacia mí: Wenche se había sometido a una dolorosa y complicada intervención quirúrgica para acortarse los huesos de las piernas diez centímetros y quedar a mi estatura. He de confesar que lo primero que sentí fue horror; luego me pareció una salvajada que los médicos hubieran accedido a realizar aquella intervención, que era como cosa de Frankestein. Pensé en el postoperatorio, en lo que iba a sufrir la bella Wenche hasta recuperar su vida normal, en que tal vez nunca pudiera volver a bailar o a esquiar, en que quizá sufriera secuelas como rigidez en las piernas, y, sobre todo, en cuánto le iba a doler. ¡Y lo había hecho por mí! Yo no creía merecer una pasión semejante, no era necesario amar de aquella manera desaforada, y eso que yo he sido hombre de grandes y fulminantes pasiones. Pero, aun en el enamoramiento más enloquecido, de alguna manera he sabido conservar mi parcela individual, mi jardín secreto, porque siento que las inmensas pasiones son fluctuantes, descargas de química pura, una reacción mental ante un estímulo que no dura eternamente; si duraran, enloqueceríamos; sería como tomar anfetaminas todos los días durante años, un desastre mental.
Ahora bien, también he de confesar que, prácticamente durante toda mi vida y hasta hoy, he experimentado un amor incondicional, aparte de hacia mi mágica madre, hacia una determinada mujer. Se trata de una linda chica judía llamada María a la que le mataron un hijo de nombre Jesús. Por esa mujer siempre he perdido y pierdo los papeles, no lo puedo evitar. Ahí sí que hay química espiritual.
Acompañé a Wenche el tiempo que pude durante el postoperatorio, pero no me fue posible permanecer con ella cuando comenzó la larga rehabilitación. Además, la generosa Wenche no quería que lo hiciera:
—Es innecesario, mi amor, esto lo tengo que pasar sola y no va a ser mucho tiempo. Además, no duele tanto, de verdad; es peor un cólico nefrítico o un parto.
Pero aquellas dolencias pasaban, mientras que los huesos cortados de mi rubia sueca tendrían que soldar y ponerse en funcionamiento, y la articulación tendría que volver a estar operativa, y mil cosas desagradables más en las que no podía pensar sin que me dieran escalofríos.
Sin embargo, en Bélgica me requerían mis obligaciones. Ya teníamos veinte obreros y cuatro buenísimos restauradores, y el doctor Martin, en una larga conversación llena de quejas y admoniciones, me hizo el encargo que deseaba: era una determinada talla de un determinado museo; la había visto en un libro y se había enamorado de ella hasta el punto de que había hecho ampliar la foto del texto y se paseaba con ella metida en un sobre en el bolsillo.
—Le voy a construir una ermita de piedra con bóveda en la parte trasera de mi residencia; será pequeña, unos cien metros tan sólo, pero me la va a diseñar un gran arquitecto alemán. Será una maravillosa miniatura en honor a la Virgen. Por cierto, necesito también una pila románica de agua bendita.
—No hay pilas románicas de agua bendita en el mercado, usted lo sabe.
—Pues búsquela fuera de Bélgica, pero la quiero. No es que la quiera, la necesito. ¿O usted se figura mi capilla en honor a una virgen románica de principios del siglo XII con una pila de agua bendita del XVIII? ¡Eso sí que sería un sacrilegio artístico! —Y entonces repetía con tono agudo—: ¡Quiero mi virgen y quiero mi pila!
Cuando se trataba de presentar amistades, el doctor Martin era un auténtico caballero a la vieja usanza, pero cuando quería algo «para él» se volvía un histérico insoportable, impertinente y más que altivo. Pero debía ser paciente con él, pues lo consideraba un amigo y maestro. Además, me puso en los labios el caramelo de que yo seguiría paso a paso la construcción del pequeño templo románico que iba a levantar; en el fondo era algo que me intranquilizaba, porque temía que su siguiente obsesión fuera una portada románica. Ya me veía arrancando piedras de cualquier iglesia, con nocturnidad y una grúa, para conseguirle una portada con rosetón.
El trabajo para el doctor Martin no presentó dificultades, porque el recinto, aparte del sistema de alarma, tenía una seguridad nula. Yo había estudiado, examinado y repetido mil veces con Giovanni aquel tipo de sistema, así que, muy ufano y susurrando explicaciones a mis hombres sobre cada paso que daba, desactivé aquella alarma de pacotilla, entramos por una ventana, busqué la pieza —que era bellísima aunque bastante voluminosa— y le di un beso en el rostro policromado antes de cargarla.
—¡Guapa! ¡Verás qué iglesia te están construyendo! ¿Y cómo va a estar mi preciosidad en su iglesia románica? ¡Como una reina, eso es!
También besé al niño, por cumplir y no discriminar, y nos llevamos la obra en el furgón sin tocar ningún tesoro más, porque el arte sólo se «traslada» por encargo, de lo contrario ¿qué haces con las piezas? Se coge por encargo y si moralmente consideras que la pieza va a estar mejor en su nuevo emplazamiento, más mimada, querida, venerada y respetada. Si no se cumplen esas condiciones, yo, sencillamente, no trabajo. Eso es así, y cada uno es como es, no tolero el abaratamiento espiritual.
Pero a quien recibí, para mi sorpresa, en el almacén de Bélgica fue a Louis, el de Rouen, que llegó sin avisar. De hecho tuvo que esperar un día a que yo volviera porque me advirtieron de que me estaba esperando. Cuando me vio, pareció ponerse muy contento.
—Ya me han informado de que usted ha sacado mucho provecho de las lecciones del amigo Giovanni.
No contesté.
—Aha.
El hombre siguió hablando:
—He preferido visitarle aquí porque soy muy conocido y no me gusta que me vean por París; no quiero que alguien cometa una indiscreción. Vengo a plantearle un tema que le puede interesar, aunque ya sé que usted se dedica a otras actividades.
—¿De qué se trata?
El de Rouen fue directo al grano:
—Hace no mucho tiempo, usted tenía cierta facilidad para conseguir una mercancía que a mí me interesa. Si podemos hacer un trato, yo le garantizo, le doy mi palabra de que con nosotros jamás tendrá problemas. —Yo asentí con la cabeza sin decir una palabra y Louis siguió explicándose—: Necesitamos armas. ¿Puede conseguirlas?
Negué con la cabeza.
—Ya no hago armas ni me interesan.
—No se trata de que no las trabaje, sino de si las puede conseguir. Sabemos que tenía hasta un almacén y que los marselleses estuvieron cargando aquí. No quiero causarle molestias, pero nosotros pagamos. Es importante, ya sabe que no somos voyous ni bandidos; luchamos por algo que es justo.
Y aquel hombre se lanzó a darme una larguísima explicación política con todo tipo de datos, fechas y reivindicaciones; me abrumó su locuacidad y confieso que creo que hasta di alguna cabezada durante el rabioso discurso patriótico-reivindicativo. A mí, por lo general, el tema me importaba una mierda, pero intenté pensar en positivo: en el fondo, lo que quería la OAS no era un disparate y parecían tener una buena dosis de razón en cuanto a los terribles agravios que habían sufrido, así que decidí cortar su lección de análisis político —parecía estar dando un discurso de corte lepeniano, modulando la voz y lanzando exclamaciones como si se encontrara ante un nutrido auditorio y no ante un aburrido anticuario:
—Ya veo, ya veo que no son voyous; ya me ha convencido. El problema es que tengo que ir con mis hombres a un par de lugares para ver si podemos conseguir lo que ustedes quieren; no le puedo asegurar nada, pero lo intentaré. La verdad es que lo que me ha contado hace que me caigan bien y, si puedo, les ayudaré, pero no le aseguro nada.
—Si usted nos ayuda, nunca, jamás, encontrará aliados más fieles para lo que necesite, se lo aseguro.
Cuando el de Rouen se fue, llamé a Raymond:
—Amigo, hay que volver a Bastogne y dar una buena batida por los bosques a ver si todo lo que escondimos está todavía allí.
Mi compañero se intranquilizó.
—¿Es que vamos a hacer armas otra vez? Oye, eso sólo trae problemas, ya sabes con la gentuza que hay que tratar. Si entonces acabamos mal, figúrate ahora que estamos entrenados; vamos a acabar mucho peor.
Lo apacigüé:
—No, tranquilízate, esta vez no son gentuza, sino que trabajaremos con una especie de políticos que quieren algo que no me ha quedado muy claro pero que está relacionado con Argelia, los pieds noirs y todo eso. Parecen buena gente, al menos mi contacto es un tío correcto, aunque cuando empieza a hablar es como una pesadilla, se sabe todo lo que dice de memoria. Pero me interesa ese contacto en Francia, nunca se sabe.
Raymond murmuró:
—Pues si habla tanto, no es de fiar.
Le aclaré mi comentario:
—Pero no habla de cosas «normales», como trabajos y cosas así, sino de temas de política francesa, que son los más aburridos del mundo. Al parecer están cabreados porque quieren Argelia o algo por el estilo.
Raymond se escandalizó:
—¿Que quieren Argelia? ¿Quién puede querer algo así? Puedo comprender que alguien quiera Mónaco o Luxemburgo, pero ¡Argelia! ¡Qué gusto más extraño!
Y eso pensaba y pienso: «¡Qué gusto más extraño!». Pero es que hay gente para todo.
Nuestro camión era un Hanomag y, con él cargado a tope, viajamos hasta Rouen. Habíamos encontrado enterrado todo lo que en su día recuperamos y luego tuvimos que ocultar porque no queríamos hacer negocios con los siniestros marselleses. Recuerdo aquel viaje como una agradable aventura sin problemas fronterizos; ya éramos bien conocidos como anticuarios en todos los puestos y creían que éramos personas honradas —que era la pura verdad—; también, como anécdota, recuerdo que tuvimos problemas con el motor a mitad de la ruta y que la policía se paró a interesarse y darnos consejos mientras cambiábamos un pistón. Pero llegamos sin problemas ni sobresaltos, bajo la advocación de mi ángel guardián, cuyo ridículo nombre, Ángel Cariño, siempre trataba de olvidar, pues no era en modo alguno el adecuado para el ángel de un tipo tan duro como yo.
En Rouen nos esperaban Louis y sus hombres, a los que me presentó por sus nombres. Luego descargaron para llevar la mercancía hasta El Havre y, de allí, a su destino, que yo ni sabía cuál era ni me interesaba; ni siquiera sabía si el material se iba a quedar en Francia o si se dirigía a Zambia. A mí me pagaron el precio acordado y listo. He de aclarar que no hice el tema por dinero —ganaba más con el arte—, sino por la novedad, por hacer nuevas amistades y porque las personas de la OAS que conocí resultaron ser gente encantadora, un poquito conflictiva, pero llena de simpatía. Siempre fueron buenos amigos, porque, cuando uno de ellos te daba la mano, era como si te entregara un fragmento de su corazón; eran gente de honor de verdad, no hablando por hablar…
No obstante le advertí a Louis:
—Amigo, queda algún material, pero nosotros no podemos hacer el transporte. Si queréis, venid a las Ardenas y allí hacemos lo que necesitéis.
—Pero ¿y los controles?
—Eso es lo de menos, se hacen dobles fondos y se meten encima armarios o arcones. El problema es que cabe menos cantidad y hay que hacer más viajes, pero la seguridad es total.
Gente seria aquel tipo de Rouen y sus amigos: ni un problema, ni la menor discusión.
En mi vida doméstica ocurría lo mismo: todo estaba en calma, el negocio, mis relaciones sociales y mis dos frentes sentimentales. Wenche, que se iba recuperando, me escribía constantemente y me llamaba pidiendo que fuera a Suecia porque su hermano me quería presentar a unas personas relacionadas con las antigüedades, pero en aquel momento yo no podía ir porque el trabajo me retenía en Francia, donde, a través de un anticuario, me llegó un encargo en España por primera vez. Era un país que yo conocía pero que no controlaba, pues tenía unas nociones del idioma muy sucintas. Lo comenté con Louis, que estaba pasando unos días en París alojado en mi apartamento.
—Tengo un trabajo en España, pero no sé si aceptar, porque tengo dificultades con el idioma y no sé si controlo bastante la situación.
El de Rouen se sorprendió:
—Pero ¡si has viajado infinidad de veces a España y has comprado mucho allí!, ¿qué problema tienes?
Me impacienté:
—Vamos, Louis, una cosa es ir a comprar mercancía legal y otra a «trabajar»; puedo viajar con alguno de mis hombres, pero el problema es el idioma, por los controles y por todo. No voy tranquilo ni estoy bien si no conozco el terreno que piso a la perfección.
Louis me preguntaba mucho por España, por los lugares que conocía, adónde había viajado, si me habían parado muchas veces en los controles de carretera, si había mucha vigilancia con los extranjeros en los hoteles, e incluso se interesó por el anticuario a través del que me habían encargado el trabajo. Pero yo no solté prenda; eso sí, le di muchas explicaciones sobre mis vivencias españolas. No entendía el inusitado interés del de Rouen por mi amada Sefarad, y hasta me ponía un poco celoso tener que explicar tantas cosas; para mí, Sefarad era «mía», tenía su bello cromatismo tatuado en el corazón y la sentía en mi piel. Sefarad era mi mundo mágico particular y me molestaba tener que compartirlo con alguien más aunque ese alguien fuera una persona a la que ya consideraba una amiga.
Al final decidí arriesgarme y acepté el encargo, mejor dicho, los encargos, porque eran dos. Encima, el coleccionista era un remilgado aristócrata francés amanerado, que no daba un paso sin el consejo del anticuario que había contactado conmigo, al que presentaba como «mi experto». Así, tuve que soportar con tedio infinito y por partida doble las recomendaciones, consejos, admoniciones y opiniones del noble francés y de su insoportable «experto»:
—La pieza que deseo es una virgen románica sentada y con su policromía original que está exactamente en tal lugar y en aquel otro —me decía—. Hay un san Juan también románico que merece pertenecer a mi colección.
Yo respondía:
—Bueno.
Y «el experto» intervenía para ganarse el sueldo o la comisión, no sé determinar muy bien cuál de las dos cosas.
—Reconocerá la virgen porque es románica, con expresión hierática y los pliegues…
Yo atendía por cortesía a una especie de rudimentaria explicación de lo que era una virgen románica sentada; aguantaba hasta el momento en que empezaba a informarme de lo que era la policromía. Entonces ya no tenía más remedio que cortarle:
—Oiga, monsieur, tengo estudios de arte y he falsificado y vendido vírgenes románicas sentadas de alta época por la mitad de Europa; cuando usted se enteró de que existía una cosa llamada románico, yo ya restauraba retablos completos. ¿Qué clase de explicaciones me está dando? ¿Con quién se cree que está hablando? ¡Imbécil!
Pero el coleccionista y «su experto» estaban aquejados del síndrome de la locuacidad imparable. Poseían los conocimientos más diáfanamente superficiales que he encontrado en amantes del arte, y me parece que aquel mojigato mantenía una colección por puro esnobismo.
—El san Juan que desea el señor presenta una posición «especial»: tiene la cabeza inclinada sobre la mano y…
Yo me enrabietaba hasta la histeria:
—¡Todos los san juanes que provienen de calvarios tienen idéntica posición! Eso lo sabe hasta un niño de teta. Oigan, ¿me están tomando el pelo? —Luego, me dirigía al experto—: Usted se está buscando problemas, ¿a que no le digo nada nuevo?
Ambos enmudecían durante unos momentos, pero luego volvían a dar rienda suelta a sus conocimientos de arte, que eran los de un escolar no demasiado despierto. En cualquier caso, lo cierto era que en algún lugar habían leído, o visto, o alguien los había informado de que aquellas dos piezas estaban en España, y que el francés, que ya poseía una mediana colección que me mostró como quien exhibe un tesoro, se había encaprichado de ellas, y, seguramente, del arte español en general, porque tenía un feo retablo aragonés (feo porque los personajes eran muy poco agraciados), un par de buenos cristos góticos, un par de vírgenes catalanas sentadas y un calvario completo teatralmente iluminado que a mí me pareció falso; también tenía varias piezas medianas que ni merecía la pena detenerse a contemplar. Yo miraba de reojo y con suspicacia al supuesto «experto» que había asesorado a aquel pardillo remilgado para la colección y que se había llevado, sin duda, sustanciosas comisiones. El hombre apartaba la mirada porque sabía que se merecía que le dijeran un par de cosas acerca de sus conocimientos y de su profesionalidad.
Acepté el trabajo, aunque no sé explicar bien las razones por las que lo hice; tal vez porque quería descubrir artísticamente a mi Sefarad, o porque la cantidad que me ofrecían no era desdeñable, o porque anímicamente necesitaba viajar a España y huir de la suave presión de Roxana y Wenche. Acepté por varios motivos y también para probarme a mí mismo que debía superar mis recelos acerca de actuar en un lugar que no controlaba totalmente. Así se lo expliqué a Louis, que acudía conmigo al gimnasio pero sólo hacía pesas y sacos, sin combate.
—He aceptado el tema de España, espero que me salga bien; por cierto, ¿no eras tú el que antes no quería venir a París?
—Eso era antes; ahora me han sustituido en Rouen y debo estar aquí. Tengo a unos amigos de unos amigos que desearían hablar contigo de un asunto que tienen en España.
—Bueno, si se trata de algo de antigüedades, sabes que han dado con la persona adecuada.
Louis se mostró cauteloso.
—No son antigüedades, es lo único que te puedo decir.
—Pues si se trata de trabajar, prefiero ver cómo me desenvuelvo en este encargo antes de decidir si me gusta el país, es decir, si me gusta para lo mío.
Louis jadeaba como un asmático dándole al saco.
—Bueno, ya me contarás cómo te ha ido, pero tampoco me parece que sea «exactamente» para un trabajo de arte. En fin, si hacemos el contacto ya te lo explicarán todo en su momento.
Me dejó un poco intrigado, pero olvidé al asunto y regresé a Bélgica, donde el negocio marchaba solo y tenía una clientela estupenda. Allí me encontré con la sorpresa de que había un italiano que llevaba esperándome una semana. Giovanni el Milanés me lo recomendaba especialmente en una carta llena de exclamaciones; por lo visto, era uno de los hombres de un gran amigo suyo que había tenido ciertos problemas que le habían hecho estar temporalmente privado de libertad. El amigo le había rogado a Giovanni que pusiera a sus hombres a buen recaudo y que los hiciera salir de Italia durante un tiempo, así que a Giovanni no se le había ocurrido otra cosa que enviarme a aquel italiano para que le diera trabajo —«Tú ya me entiendes. ¡Amigo mío!»—, asegurándome que era de absoluta confianza, fiel hasta la muerte y un auténtico soldado a la hora de cumplir órdenes. Yo no podía hacerle a Giovanni el feo de rechazar a un recomendado, así que cogí al italiano —al que comenzamos a llamar así, Italiano— y para ponerle a prueba le envié a hacer un par de transportes desde Francia. Raymond regresó hablando maravillas de él:
—Oye, es un tipo simpático de verdad, y humilde; te abre la puerta, se adelanta a ayudar en todo y encima es prudente y educadísimo. Dice merci por todo, hasta cuando se bebe un café.
En efecto, era muy prudente. Cuando fuimos a hacer prácticas de tiro, nos acompañó y demostró que sabía manejar las armas de verdad, y también que usaba el cuchillo con rara habilidad, hasta el punto de hacer divertidos malabarismos. Además, presentaba la ventaja de ser bastante silencioso, porque no hablaba francés. Yo chapurreaba cuatro palabras de italiano y, de alguna manera, nos entendíamos. La nueva adquisición nos llenó de placer, pero no podía ser menos viniendo recomendado por Giovanni. Encima, el Italiano era muy piadoso, se extasiaba ante las tallas de vírgenes:
—¡Una madonna!
Se santiguaba ante cualquier motivo religioso y, como yo he sido siempre un hombre muy devoto, el detalle me gustó. Vamos, que habíamos encontrado una auténtica perla, aunque no parecía estar en tan excelente forma como nosotros y, cuando le invitamos a entrenar, se negó en redondo. Ya se sabe que los meridionales suelen ser más perezosos que los belgas a la hora de trabajar la forma física.
15. La primera vez que oí aquello
Viajamos a España. Jacques y el Italiano iban en el camión, y Hain y yo en el Buick con remolque. Ellos se dirigieron hacia Estella, y nosotros pusimos rumbo hacia una localidad situada más al este. El plan era hacer el trabajo en ambos puntos, meter las piezas en el remolque y luego reunirnos en Estella y camuflarlas entre toda la mercancía que debía pasar la frontera en el tráiler. Raymond se había quedado encargado de unos asuntos en Bastogne; los otros cuatro hombres formábamos un buen equipo.
Hain y yo llegamos al pueblo en cuestión para estudiar el terreno y nos alojamos en otro emplazamiento a cien kilómetros: nunca me ha gustado comer donde orino. Fuimos tres veces a estudiar cada uno de los lugares: una de día, paseando como simples turistas, y otras dos de noche, con mucha más cautela y dejando el vehículo aparcado a las afueras del pueblo para acercarnos a pie. Lo bueno del primer lugar era que no había perros, que suelen resultar muy impertinentes durante la noche, y que la iglesia se encontraba fuera del casco urbano; además, la puerta no era gran cosa y bastaba con una simple palanqueta para abrirla. La segunda iglesia tenía más complicaciones, porque había que trabajar la puerta con doble palanqueta, ya que era muy sólida. Lo mejor era acceder atacando por detrás y escalando una pequeña altura con las cuerdas; luego, desde dentro, siempre es más fácil abrir cualquier salida. Ése ha sido siempre mi lema: «De donde se entra siempre se puede salir».
Creo que tardamos una semana en tener planeados los dos trabajos y, como siempre, actuamos aprovechando la noche, una de esas noches españolas perfumadas y estrelladas. Comenté:
—Oye, Hain, ¿tú te has dado cuenta de que en España hay mil veces más estrellas que en el resto de Europa?
Mi compañero farfulló:
—No me importan las estrellas.
Yo seguí a lo mío:
—¿Y no te has dado cuenta de que en España el campo huele de forma especial? En Bélgica todo huele a hierba y a bosque, pero aquí huele a otras plantas que tienen un aroma más fuerte y mejor.
Hain masculló:
—Pues a mí me huele a estiércol, vamos, a mierda como la de Bélgica.
—Pues eso es porque eres imbécil y no sabes oler, a ver si encima de estar mal de los nervios vas a tener sinusitis, porque la gente que tiene esa enfermedad no huele nada.
—Yo no tengo sinusitis y me huele a mierda.
No había forma humana de mantener una conversación algo elevada con Hain, así que me dediqué a pensar e intentar descifrar mis sensaciones, que eran una pura síntesis a partir de la que yo trataba de hacer un análisis.
El acceso a la iglesia no presentó complicaciones; Hain aguardó en el exterior, vigilando, y yo entré en el pequeño templo lleno de sombras. Me sorprendió de nuevo la cantidad de flores que adornaba los pies de la talla románica que me habían encargado; de hecho, la primera vez que la visité, al verla tan engalanada, pensé que en el pueblo se había celebrado algún tipo de festividad, porque aquello no era normal. Pero una semana más tarde la talla seguía tenuemente iluminada por lamparillas de aceite. A su lado colgaban multitud de exvotos. Tuve que molestarme en retirar los modestos jarrones, algunos de ellos vulgares tarros de cristal, y las molestas flores, lamparitas, velas y todo lo que adornaba la talla. Tuve mucho cuidado de no hacer ruido, porque el silencio se podía cortar con un cuchillo. Y entonces volví a oír «aquello». Era una voz que no sé si sonaba dentro de mi cabeza o era real; tal vez soñaba, pero la voz decía claramente mi nombre: «Erik, Erik». Mi primer reflejo fue echarme la mano a la cintura, pero en España yo no llevaba pistola, tan sólo un cuchillo en la pierna por pura precaución. Murmuré con aprensión:
—¿Quién está ahí?
De nuevo la voz un poco temblorosa:
—Erik, Erik.
El susurro provenía de la talla, aquello era evidente. Miré a la virgen con aprensión, en un estado de semiinconsciencia. Volví a oír la vocecilla:
—Erik, no me lleves, yo pertenezco a este lugar.
Y en mi sueño, o en lo que fuera, respondí o pensé:
—Te llevaré a un sitio mucho mejor.
El sueño respondió:
—Tú sabes que no es verdad; aquí la gente me ama, pertenezco a este lugar.
Mi cerebro respondió:
—Vamos, no seas infantil.
Y cuando avancé para tomar la talla entre mis brazos vi con claridad, lo juro por lo más sagrado, vi con claridad en los ojos del rostro románico en el que las luces de las velas trazaban arabescos una lágrima que descendía por la mejilla de madera. Me enfurecí.
—¡Lo que faltaba! —Y le dije a la virgen con tono de reproche—: Está bien, quédate ahí.
Ofuscado, me dirigí hacia la puerta y de nuevo oí que me llamaban:
—Erik, Erik.
Me volví fastidiado:
—¿Qué quieres ahora?
La luz de las velas dibujaba una sonrisa en el bello rostro románico.
—Gracias.
Salí a la calle murmurando:
—¡Mujeres! —Y le dije a Hain—: El trabajo no se hace, vámonos.
Mi compañero se descompuso.
—¿Qué ha pasado? ¿Hay peligro?
—No, no hay peligro, sólo que no lo hacemos porque no quiero, vámonos al otro.
A partir de aquel día, nunca se me pasó ni levemente por la cabeza aceptar un encargo para cambiar el emplazamiento de una patrona de pueblo, porque son unas vírgenes extremadamente sensibles. Se encuentran protegidas por una especie de inaccesible cristal blindado espiritual de devoción y fervor y están tan impregnadas de plegarias y de amor que resultan aún más imprevisibles que el resto de las mujeres.
Para el segundo trabajo, recorrimos los cien kilómetros que nos separaban de la iglesia a toda velocidad. Era en el que tenía que hacer una pequeña escalada; iba indignado y confuso y, cuando entré en el templo —que, por cierto, estaba bastante deteriorado y tenía humedades acordes a su estado semirruinoso—, me dirigí sin pensarlo a descolgar el san Juan. Una vez lo hube depositado delicadamente en el suelo, recorrí el lugar con la linterna y saqué la palanqueta para forzar desde dentro una pequeña puerta trasera hábilmente camuflada; luego cargué la talla y salí tan silencioso como había entrado, firmemente decidido a no hacer ni caso si volvía a oír «aquello», antes que nada porque el apóstol san Juan siempre me ha parecido un blando y un melifluo y nunca he experimentado por él ni sombra de simpatía; es más, si hubiera oído algo extraño, lo habría llevado hasta el coche a patadas en el trasero, sufriera lo que sufriera la policromía, que, por cierto, ya estaba hecha un asco de por sí. Que lo restauraran el moña y el idiota de su experto.
El san Juan pasó la frontera, seguramente gruñendo y quejándose, entre una carga de plateros bellísimos, arcones, escaños y otras tallas de iglesia que los sacerdotes iban vendiendo. El maravilloso patrimonio español estaba, en aquellos años sesenta, prácticamente abandonado a nivel de pequeñas iglesias de núcleos rurales y conventos; había una gran escasez, y los religiosos vendían lo que consideraban que les sobraba. Visité sacristías llenas de telarañas y con los muros empapados de humedades que eran de por sí auténticos museos de arte sacro. Los curas, sencillamente, vendían aquello que no podían ni sabían conservar. El dinero no era para gastárselo en el bingo, sino casi siempre para reparar sus templos ruinosos y que no se vinieran abajo definitivamente; lo empleaban en salvar lo que tenían, cuando no en hacer obras de caridad entregando parte de las ganancias para aliviar las penurias de los más necesitados. Yo he comprado medio camión de muebles y tallas en una iglesia mientras en la puerta, esperando el resultado de la transacción, se encontraba el grupo de vecinos entre los que el sacerdote, el hombre de Dios, repartiría en su momento las ganancias.
Lo que yo compré en aquella época, las toneladas de arte religioso que adquirí legalmente para salvarlas de la carcoma, la humedad y el olvido, no fue jamás destinado a decorar discotecas o burdeles, sino que fue a hogares cristianos, a colecciones, a museos, a lugares donde cada una de aquellas piezas que agonizaban entre el abandono, el deterioro y la humedad fue restaurada, mimada y venerada como lo que era: un fragmento de lo mejor que ha dado la historia.
Pero aún me restaban muchas cuitas que padecer por culpa del encargo de aquellos impresentables. En primer lugar, pusieron el grito en el cielo al ver que no les llevaba la talla románica, así que tuve que inventarme una excusa.
—La talla no estaba, se la había llevado el arzobispado para restaurarla.
Eso les tranquilizó en parte, porque al parecer se proponían repetirme el encargo más adelante; encima se felicitaron, porque pensaban obtener la obra ya restaurada y ahorrarse ellos el gasto. Pero con el san Juan también se enfurecieron:
—¡Está extraordinariamente deteriorado! ¡Restaurar esta pieza va a costar una fortuna!
Yo aguantaba con paciencia.
—¿Y qué quieren ustedes que yo le haga? Me la encargaron y se la he traído.
—Sí, pero si llego a saber que estaba en estas condiciones localizo otro san Juan; en fin, lógicamente, su estado de deterioro abarata mucho la obra.
¿Qué estaba diciendo aquella gente? ¿Que me iban a pagar menos por haberse equivocado y haberme mandado a por una pieza que estaba de verdad en un estado desastroso?
—Miren, esto no es serio. Ustedes me han hecho un encargo y yo he cumplido; es más, como experto les aseguro que es una buena talla y que creo que ustedes han hecho algo meritorio rescatándola, pues no iba a durar mucho más en aquellas condiciones. Ahora tienen la ocasión y el privilegio de restaurarla y devolverla a su estado original, ¿qué más quieren?
El coleccionista chilló con voz alta:
—¡Quiero un buen san Juan para mi colección!
Y el experto echaba leña al fuego, el muy iluso, atacándome:
—Usted ha sido poco profesional, porque viendo el deterioro de la pieza debería haberla dejado y haber buscado otra similar pero en mejores condiciones. —Para colmo, añadió—: ¡Usted ha sido poco ético!
Le miré fijamente:
—¿Cómo ha dicho?
El experto tenía que ganarse su sueldo, su comisión o lo que fuera, fingiendo que defendía los intereses de su amo:
—¡Le he dicho que ha sido poco ético!
Y me dio un leve empujón en el brazo. Yo avancé la mano derecha, le tomé del brazo izquierdo y le di un pequeño tirón, algo muy leve, porque no quería hacerle daño a aquel tonto.
—¡Aaahhhhh!
El alarido me heló la sangre en las venas, el coleccionista dio un respingo y dejó caer el libro de arte que tenía entre las manos para comparar y analizar su deteriorado san Juan. El experto cayó de rodillas al suelo chillando y sujetándose el hombro.
—¡Aaahhh!
El coleccionista se puso pálido.
—Pero ¿qué le pasa, Jean Charles? ¡Dígame qué le pasa!
El experto parecía estar a punto de desmayarse del dolor, pura ficción, se lo aseguro.
—¡Que me ha partido el brazo! ¡No lo puedo soportar! ¡Aaahhh! ¡Llamen a un médico o a una ambulancia!
—Es mentira, no le he partido el brazo, simplemente le he tocado y se le ha dislocado el hombro.
Los criados llamaron a la puerta y el coleccionista les despidió, pálido como un cadáver.
—Oh, mon Dieu! ¡Yo odio la violencia! ¡Y en mi propio domicilio! —Se frotaba las manos, desesperado—. ¡Esto puede acabar con mi reputación! —Y luego me gritaba a mí—: ¡Haga algo!
El experto parecía agonizar entre atroces sufrimientos por un simple hombro dislocado, así que decidí intervenir para que dejara de gritar:
—No se preocupe, yo se lo arreglo.
Me dirigí al lesionado, que al ver que me acercaba lanzó otro agudo alarido:
—¡No me toque, asesino!
Ignoré sus torpes intentos de retirarse y le agarré fuerte.
Y de un simple tirón con un certero movimiento, le encajé de nuevo el hombro en su lugar. Como recompensa, recibí un chillido atroz.
16. El monje de Cluny y El Burgo de Osma
Tras el paréntesis de mi encontronazo con el coleccionista melindroso, regresé a mi vida normal, a los duros entrenamientos en el gimnasio y a mis charlas con Louis, que se había instalado definitivamente en París. La hermosa Wenche me hacía llegar cada viernes un billete de ida y vuelta a Estocolmo que, desgraciadamente, yo no podía aprovechar en la mayoría de las ocasiones. «Nos estamos alejando», me escribía, pero no era cierto. Yo no me alejaba de nadie, tan sólo se trataba de que tenía una vida llena a rebosar y carecía de tiempo para ocuparme de todo. «Nos estamos alejando», me repetía ella, y yo me hacía el firme propósito de viajar a verla, pero luego surgía un compromiso, un inconveniente, y posponía el viaje.
De hecho, estaba a punto de desplazarme a Estocolmo cuando vinieron, a través de un amigo norteamericano especialmente recomendado por Herr Fritz, a proponerme otro encargo en mi adorada y luminosa Sefarad. El estadounidense era un experto serio y negociaba en nombre de un coleccionista bostoniano, al parecer; aquel experto, doctorado en arte, no era en modo alguno un timador como el anticuario que asesoraba a mi cliente francés, sino un auténtico sabio que, además, nunca parecía tener prisa y con el que yo practicaba y mejoraba el inglés que había aprendido.
—¿Y qué siente usted, Erik, cuando «toca» el arte? ¿Qué siente cuando lo tiene entre sus manos? Porque, sin querer ser poco discreto, Herr Fritz nos ha hablado de sus maravillosas aventuras y nos parece admirable lo que usted consigue. Dígame, ¿qué se siente?
Aquello era lo que yo había querido definir tantas veces, porque es una mezcla de sentimientos, de fuerza espiritual, de sensación de poder y, sobre todo, de amor, un amor total hacia la obra de arte y un respeto absoluto hacia sus autores. Entrar en un templo de noche, en silencio, aspirar ese olor que es una mezcla de humedad, madera e incienso helado… Eso es demasiado sublime y demasiado hermoso como para expresarlo, y las entrañas cableadas de mi ordenador no tienen capacidad suficiente como para guardar la memoria escrita de un sentimiento tan inmenso. Como cristiano, en cada templo que he entrado he hecho una genuflexión y me he santiguado, he orado mentalmente y le he explicado a Aquel que todo lo sabe y que es infinito amor y misericordia mis razones y mis motivos, mis cuitas y mis ilusiones. Es algo demasiado grande; siempre que he regresado a casa de un coleccionista y he visto mis piezas adoradas, he sentido la satisfacción, porque aquella gente amaba las obras con todas las fuerzas de su ser.
Yo intentaba explicárselo al experto con mi regular inglés, pero no necesitaba esforzarme, pues aquel hombre me entendía. Me contó que, en la catedral del alemán, ante el retablo de Jerónimo Bosch, se había echado a llorar, y que, en la mansión de su coleccionista, ante algunos libros de horas, también se le habían saltado las lágrimas debido a la esplendorosa perfección de las miniaturas; me confesó, muy confidencialmente y bajo mi firme promesa de no difundirlo, que él creía en la reencarnación y que, de hecho, era la reencarnación de un joven monje, muerto a temprana edad, que había pasado su corta vida en un monasterio de la orden de Cluny, en Francia, iluminando códices y pergaminos.
—Pues mire, mister Arthur, no me extraña, porque mi abuelo Alphonse Chrétien decía ser la reencarnación de Chrétien de Troyes y afirmaba que yo era la reencarnación de Van der Weyden; yo me inclino más porque soy la reencarnación de Van der Goes, pues a ese autor yo le mejoro falsificándolo y, además, me ha revelado la fórmula del color del cutis de sus vírgenes con niño. Por cierto, se trata de una mezcla cromática muy complicada, porque tienes que conseguir el efecto nácar y cierto rubor para las mejillas similar al color rosáceo nacarado del interior de las caracolas.
Mientras conversábamos en mi despacho, íbamos ojeando mi magnífica colección de libros de arte de todas las épocas, pues he llegado a tener una de las mejores bibliotecas de arte del continente. En un lapsus de la conversación, amabilísima, decidí aclararme sobre el significado de la visita de aquel ser tan especial.
—Arthur, usted ha venido a hacerme un encargo para su coleccionista. Por favor, hablemos del encargo en cuestión. ¿De qué se trata?
—Es algo especial, se lo aseguro, pero mi coleccionista y yo lo deseamos con todas nuestras fuerzas. Yo he viajado personalmente para examinarlo y es una obra maestra. Usted, que nos ha sido tan vivamente recomendado, es nuestra única esperanza.
Me impacienté:
—Por favor, ¿de qué se trata y en qué país?
El hombre se lanzó con nerviosismo.
—Es en España, concretamente en la catedral de El Burgo de Osma. Allí hay un Beato de Liébana y una paloma de esmalte de Limoges que yo, como experto, le digo que es la más preciosa del mundo. Necesitamos las piezas. No sólo mi coleccionista, sino todo el patrimonio norteamericano será más rico. Confiamos en usted a la hora de poner precio a su labor.
—El Burgo de Osma, un bello nombre. ¿En qué provincia se encuentra?
—En Soria, que pertenece a Castilla.
Murmuré:
—El Burgo de Osma. —Paladeé el nombre, que para mí tenía resonancias medievales. Un bello trabajo para unas hermosas piezas, ya que, si aquel experto decía que eran únicas en el mundo, es que lo eran—. De acuerdo, acepto, pero ya sabe que necesito un tiempo para prepararlo todo. Usted regrese a su país y yo le avisaré cuando el tema esté listo.
Nos despedimos con un fuerte apretón de manos.
—Confío en usted, nuevo Van der Goes.
Le respondí:
—Confíe en mí, monje cluniacense iluminador de códices.
Cuando regresé a París, comenté con el viejo Louis que regresaba a trabajar a España, aquella vez para cumplir un encargo de gente seria. Mi amigo se interesó vivamente.
—Ya te dije que tengo a unas personas que quieren hacerte un encargo para una misión muy especial. Es otro grupo distinto al nuestro, pero puede interesarte, se trata de hablarlo.
Y, llevado por mi vanidad y por el hecho de que nada me parecía lo bastante difícil para mí —es más, cualquier reto que conllevara especial dificultad se me antojaba una aventura maravillosa—, me dejé arrastrar por una turbia historia que contaré en otro momento de mi vida, pero, para resumir, un trabajo que podría haber sido un éxito salió rematadamente mal. En primer lugar, salió mal debido a que, tras hablar con las personas amigas de Louis, decidí no llevarme a aquel trabajo a ninguno de mis hombres de confianza. Tan sólo me acompañó el italiano, que era el que menos me interesaba, y otro compatriota suyo cuyo contacto me pasaron asegurándome que era fiel como un perro. Eso fue lo que me dijeron, «fiel como un perro». Asimismo, nos ayudaría un español de relativa confianza que recogeríamos allí. El Burgo de Osma se me antojaba un paseo militar: llegar y besar el santo. Luego yo permanecería en España, donde otras personas se pondrían en contacto conmigo para la segunda parte del asunto.
Partí, pues, ante la sorpresa de los míos.
—Alguno de los tres te deberíamos acompañar, por si acaso. De hecho, aunque tú no quieras, te vamos a estar esperando en Pamplona, donde los curas.
Nosotros llamábamos a Pamplona «donde los curas» porque la ciudad estaba llena de sacerdotes que paseaban leyendo sus breviarios; allí se compraba un arte magnífico.
Me marché a hacer el trabajo de la catedral de El Burgo de Osma, e iba tan relajado que hasta me llevé el equipo de pesca y la escopeta de caza. Ya sobre el terreno, informé sucintamente a los que me acompañaban de lo que íbamos a hacer o, mejor dicho, de lo que «yo» iba a hacer con su bien pagada colaboración. Aquello era puro trámite, así que diseñé el encargo sin grandes quebraderos de la cabeza: uno de aquellos capullos se quedaría encerrado dentro del templo y me abriría la puerta durante la noche; yo entraría a por el Beato de Liébana y la paloma de esmalte; los otros me esperarían en la puerta con el Mercedes; y, después, cada mochuelo a su olivo. Ni difíciles escaladas, ni cargar con material para forzar portones dificultosos o serrar rejas recalcitrantes. Me tenían que abrir la puerta desde dentro, sin más. Lo único que me causaba una cierta molestia psíquica en aquel trabajo era que, en Francia, los amigos de los amigos de Louis me habían proporcionado un arma que debía llevar por circunstancias que no voy a explicar; era un arma muy sofisticada, de alta precisión y extremadamente peligrosa que acaricié con placer. Se trataba de un calibre 22 con la cámara transformada para recibir munición Hiech Spit. Era algo nuevo y extremadamente vigorizante, un reto novedoso para la capacidad operativa y el ingenio: ir a trabajar a mi amada Sefarad armado y con un instrumento transformado y más que mortífero. Allí nunca habían sido necesarias las armas, jamás, y encima el país tenía una siniestra fama de dureza con respecto a esos temas. De hecho, por un imprudente descuido, uno de los italianos me vio la pistola cuando la camuflé en el Mercedes y el tipo palideció. Me di cuenta, pero ni él dijo nada ni yo lo mencioné; no tenía por qué dar explicaciones de temas delicados que tan sólo a mí me atañían.
Tras una adecuada preparación, llegó el día del trabajo. Un hombre se quedó escondido dentro del templo y, cuando cayó la noche, los otros tres nos dirigimos en el Mercedes, lentamente, hacia la catedral. Iba a entrar en solitario cuando el otro me abriera la puerta, pero al llegar al lugar vi una luz sobre un puente, un rápido fulgor que se apagó. Para mi sorpresa creí también ver una luz en el interior del templo. El silencio era absoluto, incluso los grillos habían enmudecido; presentí el peligro, lo sentí en la piel. El peligro es algo sólido, perfectamente tangible, y de alguna manera, cuando ya había aparcado el coche y se estaba abriendo la puerta de la catedral, oí el graznido inconfundible de mi abuelo Alphonse:
—¡Huye, hijo, es una trampa!
Me di la vuelta, hice una apresurada advertencia a los que estaban en el coche:
—¡Corred! ¡Fuera, rápido!
Y salí pitando hacia las sombras de la noche. Conseguí camuflarme mientras a mi lado pasaban al menos diez guardias civiles que cayeron sobre el vehículo y detuvieron a sus ocupantes, que no habían hecho caso de mis consejos y parecían estar alelados. Uno de mis hombres o, mejor dicho, uno de los que estaba conmigo, me había traicionado.
La historia de El Burgo de Osma es la de una gran traición. Uno de los italianos, el que había visto el arma transformada, se asustó, fue a confesarse con el cura de la catedral y se lo contó todo: que yo iba a cometer un robo, que llevaba un arma muy peligrosa para matar a alguien que debía de ser importante, y que temía que incluso le matara a él. Y el sacerdote, el mal pastor, traicionó el secreto de confesión y fue a contarle todo el tema con pelos y señales a la Guardia Civil. ¿Que aquel cura no tenía otra alternativa? Sí la tenía: haberse informado y haber acudido a hablar conmigo. Entonces me habría sido imposible cumplir el encargo. Pero el arma emponzoñó la situación, junto con la sospecha de que la pistola estuviera lista para ser utilizada.
Aquella noche infernal conseguí subirme a un camión de paja y llegar hasta El Escorial, pero los controles de guardias civiles que me buscaban peinaban la región. Cuando intenté vanamente, ya en el Escorial, hacerme con un coche para largarme, cayeron sobre mí seis agentes con metralletas y me detuvieron. Pude haber opuesto resistencia, porque estaba preparado, pero aquellos nerviosos guardias ya habían soltado un par de ráfagas al aire de manera intempestiva y comprendí que no estaba ante hombres entrenados, sino ante unos simples servidores de la ley dispuestos a freírme, entre los seis, a balazos, al menor movimiento extraño. El arma se había quedado en el coche y ya la habían encontrado; el italiano les había explicado dónde estaba escondida, con la munición. Aunque, de haberla llevado encima, no habría disparado contra guardias civiles, porque ellos no me habían hecho nada. Yo no mato a inocentes, por supuesto que no.
Escoltado, me condujeron al cuartelillo de El Burgo de Osma, por donde andaba el cura chivato, muy ufano, encantado de haber roto el secreto de confesión de un cristiano. Aquel sacerdote se sentía una especie de héroe local y estaba viviendo sus minutos de gloria mientras recibía los parabienes de todos por su proeza de haber traicionado una confesión. A mí me pareció despreciable aquel alarde; aquel asqueroso se me antojaba una vergüenza para la Iglesia católica.
Pero no tuve mucho tiempo para reflexionar en aquel calabozo, porque, casi de inmediato, llegaron desde Madrid —en un coche negro que vi desde el ventanuco de la celda— dos hombres con sombrero y apariencia sombría que parecían de la Gestapo, ¡qué mala pinta! Presentí que aquellos dos eran agentes de algún tipo de policía, más importantes que los guardias de uniforme, y que venían a interesarse por mi persona. Y no me equivoqué.
Me sacaron custodiado por dos guardias que me cogían por los brazos, esposado con las manos atrás y con tres guardias más siguiéndonos. Se me antojó un auténtico exceso de gente, aquello parecía más una manifestación que el trabajo habitual para custodiar a un solo hombre. Por los pasillos oí comentarios que pude medio comprender con mis escasos conocimientos de castellano; a mi paso susurraban: «Dicen que éste venía a matar al Caudillo».
¿Y quién era aquel tal señor Caudillo? Yo no le conocía. En un modestísimo despacho, me esperaban los dos del sombrero, con la prenda puesta, por cierto, y cara de muy malas pulgas. Me sentaron en una silla incómodamente esposado y con los cinco guardias velando por mí. Uno de los recién llegados hablaba algo de francés y era el que dirigía el interrogatorio.
—Usted colabore, y será mejor.
Tragué saliva al ver mi pistola y la munición sobre la mesa. Su tamaño era minúsculo al lado del mosquetón que había debido de dejar allí alguno de los guardias. Pensé que si no hubiera estado esposado con las manos atrás y el arma hubiera estado cargada, habría sido muy capaz de abalanzarme con rapidez, neutralizar al menos a tres guardias y, a tiro limpio, salir de allí. ¡Vaya si era capaz! Pero en la silla me tenían inmovilizado. El que hablaba francés estaba de pie.
—¿A qué ha venido usted a España?
Respondí en francés y con algunas palabras en español para hacerme entender:
—He venido a robar, ¿entiende, señor? A robar el Beato de Liébana, nada más.
Señaló el arma.
—¿Y para robar necesita usted eso?
Hablaba el francés detestablemente mal, entremezclando palabras en castellano, pero yo captaba el sentido a la perfección.
—Sí, para defensa, ¿usted entiende? Defensa de ladrones y —recordé alguna de las palabras que me había enseñado Raymond— bandoleros, ¿entiende? Protección, nada más.
Me metió un empellón que casi me hace caer de la silla pero que ni noté, y empezó a gritar:
—¡Eso es mentira! ¡Tenemos la información! ¿Quiénes le envían? ¿Los comunistas? —El tipo decía algo acerca de los comunistas y los republicanos y olvidaba, en su indignación, el poco francés que le habían enseñado en la escuela—. ¡Colabore o va a acabar delante de un pelotón de fusilamiento!
Yo no entendía nada.
—Disculpe, no comprendo. —Lo del pelotón lo aprendí, porque lo repitió varias veces y luego me explicaron en qué consistía, pero, como no entendía las amenazas, tampoco me impresioné. Tan sólo sabía que estaba metido en un problema importante y que debía mantenerme firme en mi versión—. Yo ladrón, yo malo, el arma para protección, nada más.
Pero ellos seguían en sus trece, hablando de matar a políticos, y querían saber «cuál» era el que iba a ser objeto de mis atenciones.
—Yo no sé nada de política, yo robo arte, nada más.
El compañero del que hablaba francés me puso de pie de un tirón y me propinó un puñetazo que me partió el labio y me hizo empezar a sangrar por la nariz. Reaccioné tirando de mis recuerdos de castellano:
—¡Toma, por malo!
Y le lancé un escupitajo sanguinolento que le impactó en medio de la cara. Nunca escupo, pero sí se lo hago a un miserable que aprovecha que un hombre está esposado y sujetado por cinco tíos para golpearle. La acción refleja del policía fue tratar de limpiarse la saliva ensangrentada de la cara, volverse, tomar el mosquetón que había sobre la mesa y pegarme con todas sus fuerzas un culetazo en la cara con el arma. El impacto fue tal que por poco van al suelo los dos guardias que me sujetaban. Yo me sentí desvanecer a causa del dolor fulminante: me había roto la nariz y la boca, y prácticamente todos los dientes. El único grito que di fue una exclamación de sorpresa. De inmediato empecé a respirar hondo, sin perder el control; respiraba y sentía el latido del corazón en mi rostro destrozado. El del mosquetón quería seguir dándome, en aquella ocasión en la cabeza, pero el que hablaba francés le paró.
—¡A ver si le matamos y tenemos problemas! —Luego se dirigió a mí—: ¿Va a hablar?
Le respondí como pude, escupiendo pedazos de dientes:
—No.
El que hablaba francés ordenó a los guardias:
—¡Llévenselo! ¡Pero no dejen de darle, a ver si le sacan algo, cualquier cosa!
Antes de salir, eché mano de lo que yo presumía que eran insultos y que formaban parte de mi léxico en castellano:
—¡Travieso! ¡Revoltoso!
Me miraron con sorpresa.
—¿Qué dice este tío? ¿Qué nos está llamando?
Y les dejé allí reflexionando y con cierto grado de estupefacción.
Durante los días que pasé en el calabozo —sin recibir más cura que un paquete de algodón y una botella de alcohol— me siguieron «dando», por llamarle de alguna manera, pero no fue nada trágico. Yo estaba más que habituado a recibir golpes en los entrenamientos. Aquella gente no sabía pegar y yo sí sabía recibir. No fueron torturas, nada que ver con los siete infernales días que pasé en el 82 en las celdas habilitadas y especialmente alicatadas para torturas de la comisaría de Vía Layetana. Los que me torturaron allí eran auténticos profesionales que conocían todos los métodos, mientras que aquellos de El Burgo de Osma eran simples guardias que pegaban hasta con un poco de lástima, porque se lo habían mandado. Me daban un amago de paliza y luego me llevaban leche. Uno hasta me llevaba botes de sopa de su casa porque, con los dientes rotos, no podía comer nada sólido y tenía la boca y la nariz hinchadas. Presentaba una apariencia casi monstruosa, o al menos eso me figuraba yo, porque tuve que aprender a convivir y controlar el dolor que me atormentaba día y noche. Al segundo día de estar rabiando, uno de los guardias, motu proprio, me llevó unas pastillas que debía de haber comprado con su propio dinero.
—Toma, francés, pero no digas nada, porque se me cae el pelo con los mandos.
Debían de ser algún tipo de antibiótico, porque me calmaron un poco, aunque, cuando me llevaron ante el juez, seguía rabiando de dolor. Sin embargo, mi furia contra el cobarde que me había golpeado estando esposado era superior que el daño físico que experimentaba.
El juez no sabía francés, y allí no había intérprete; el problema lo solventó el cura chivato, testigo de la acusación, que andaba por allí pululando para no perder detalle. Como hablaba un poco mi lengua, se ofreció de inmediato a actuar como intérprete, pues su deseo era colaborar en todo lo que resultara perjudicial para mi persona. Aún mantenía intacta la pátina de «héroe del año». Yo no estaba conforme con que el cura tradujera mis declaraciones, porque, lógicamente, desconfiaba de él. Le hablé en francés:
—¿Usted habla bien mi idioma?
Me respondió ufanándose:
—No lo hablo bien, pero lo entiendo perfectamente, lo he estudiado.
Aquélla era la mía:
—Pues comprenda lo que le digo: usted es una mala persona y no es digno de ser sacerdote y nos volveremos a ver algún día, esté seguro. Yo vendré a buscarle, empiece a rezar ya para cuando llegue ese día. ¿Ha entendido lo que le he dicho?
El sacerdote palideció y empezó a boquear:
—¡Señoría! ¡Me está amenazando!
El juez no parecía muy impresionado.
—Haga el favor de no amenazar al padre, y ahora responda a las preguntas…
Era un buen juez y «entendía» perfectamente el ruin papel del sacerdote en todo el asunto; incluso parecía molestarle el exagerado afán de protagonismo de aquel exponente de lo más vil que puede militar en las filas del sacerdocio. Aquélla fue la primera vez que me vi ante un juez español, y me pareció un hombre educado que hacía su trabajo y que no tenía demasiado interés —ni le apetecía— en buscarle la vertiente política al asunto. En verdad, parecía detestar las complicaciones, las segundas partes y las intrigas, por ello pasó de puntillas sobre la pistola transformada. Las presiones que debía de recibir desde las alturas daban la sensación de molestarle, más que de otra cosa, así que se limitó a tomarme algo similar a una declaración durante la cual yo me dediqué a mirar fijamente al cura para asustarle. Aunque el hombre de la sotana iba de altivo, creo que se sentía terriblemente incómodo. El juez me envió a prisión, concretamente a la cárcel de Soria, donde tan sólo me encontré con otros cuatro presos comunes frente a unos doscientos miembros de ETA que estaban bien en prisión preventiva, bien cumpliendo diversas condenas.
17. La cárcel de Soria, la de Zaragoza y el valor de la amistad
Llegué a la cárcel entre fuertes medidas de seguridad y me instalaron solo en una galería, ya que era considerado un preso «muy peligroso»; vamos, que los de Madrid, con sus paranoias de asesinatos políticos, trataban de fastidiarme la vida con un régimen penitenciario excepcionalmente duro. Pretendían erosionarme desde el punto de vista psicológico, para pactar con ellos y confesar a que miembro de su gobierno había ido a ejecutar y por orden de quién. Me suponían un mercenario y un frío asesino con malas intenciones enviado por parte de los comunistas, de los rusos, o de los republicanos.
En la cárcel de Soria, fueron, de entrada, piadosos conmigo. Aunque tenían órdenes de mantenerme aislado, no les habían especificado que no pudieran curarme y atenderme, así que, casi de inmediato, me llevaron a la enfermería, donde gobernaba como monarca absoluto un etarra. Era quien dirigía todo aquello. La verdad era que yo ni sabía lo que era ETA ni había conocido a un vasco en mi vida. El etarra, al que voy a llamar Jon, se horrorizó al verme y me dijo en un perfecto francés:
—Tú vienes torturado.
Le aclaré:
—Yo vengo jodido.
—Vamos, lo que viene a ser lo mismo. Pero esto aquí es muy normal.
Respondí:
—Ya veo, ya veo.
Jon intentó curarme con sus escasos medios; no permitían que entrara un dentista, así que tuvo que ingeniárselas para conseguir los medicamentos que me aliviaran las encías sangrantes.
—Oye, con la nariz no puedo hacer nada.
—No importa, es la segunda vez que me la rompen, da igual.
Jon pagaba de su bolsillo los antibióticos y pedía consejos al exterior, porque yo soy alérgico a la penicilina. Para él, recomponerme era un reto, y aquel tipo, que era una especie de ángel de Dios con pretensiones independentistas, me preparaba personalmente la comida en la enfermería. Se hizo con unas pajitas naturales para que pudiera sorber los huevos que me escalfaba en el infiernillo de alcohol para hervir las jeringas; me mojaba los migajones de pan en leche caliente y me adoptó como hijo, por lo que hacerme comer era para él un desafío y bajarme la inflamación de las encías y de la nariz, una cuestión de honor. Para eso era el gran gurú de la enfermería, un destino privilegiado desde el que se ejercía mucha influencia dentro de prisión.
Mi amigo y protector se compadecía del régimen de aislamiento que me habían impuesto. En cuanto mejoré un poco físicamente y empecé a alimentarme, volví a entrenar en solitario para fatigarme y no preocuparme; pensaba durante todo el día en mi familia, en si se habrían enterado, en cómo les habría llegado la noticia. No sabía que mis hombres se habían quedado esperando en Pamplona y que, al ver que no llegaba, uno de ellos fue a El Burgo de Osma y se informó; entre tanto, Louis, que se había informado por otros canales, trataba de contactar con ellos. En Bélgica, ya lo sabían todos: mis padres, Roxana, los obreros… absolutamente todos se movilizaron, pero no sabían qué hacer. Lo primero fue informarse de cómo podía recibir cartas y dinero en la cárcel. Puedo decir que, en poco tiempo, fui el preso que más correspondencia recibía, aunque censurada y con retrasos de más de un mes —mis cartas, en concreto, debían pasar por Madrid, donde eran traducidas, y desde allí me las enviaban—. Yo también pude enviar mensajes a través de Jon, pues su gente de fuera contactó de mi parte con los míos para pedirles mucha prudencia en cuanto a lo que escribían en las cartas y para pedirles que contrataran a un abogado.
Así conocí al abogado español que, aparte de mi esposa-gnomo, ha dejado más huella en mi vida, ¡qué magnífico ser humano! Era un navarro que ejercía en Soria; aún recuerdo su nombre: Jaime Aguirre Yoldi, una persona tan maravillosa y tan honrada que le pedí que fuera al lugar donde yo residía antes de caer y cogiera mi equipo de pesca y mi escopeta. Cuando le dije que los «cogiera» me refería a que se los regalaba, pero treinta años más tarde recibí la llamada de su hijo —también un excelente abogado—, Jaime Aguirre Tutor, que quería informarme de que, aunque su padre estaba hospitalizado debido a su avanzada edad, él todavía conservaba «mis» cosas para devolvérmelas y le interesaba saber adónde me las podía enviar.
Tuve suerte en Soria, tuve suerte con el abogado —que era el más listo del lugar y además poseía una discreción natural que hacía que jamás me planteara preguntas incómodas— y tuve suerte con los compañeros. Jon me presentó a todos los de allí y los presos me aceptaron como a uno más del grupo. Si algo tenían claro, era que yo no era un vulgar preso «común»; hubo incluso alguna tentativa de que me sincerara:
—Mira, Erik, entre nosotros: ¿cuál era el político?
Yo me encogía de hombros y sonreía con mi boca mutilada. Nunca insistieron. Yo compartía su mala fortuna e incluso, al poco tiempo, me sacaron del aislamiento, creo que por decisión personal del director. En aquella cárcel de Soria todo el mundo era correctísimo, empezando por los presos, que resultaban auténticos señores y se comportaban como tales; además, tenían un aspecto sano y normalísimo: aseados, bien vestidos y siempre afeitados.
Comían de maravilla porque traían mucha comida del exterior, hacían ejercicios en los que yo participaba con entusiasmo y hablaban sin cesar de política, algo que me aburría soberanamente pero que me sirvió para apuntar en mi libreta, que nunca abandoné, multitud de frases hechas. Asimismo, contribuyó a que saliera de algunos errores. Recuerdo que, contándole a un grupo el incidente del culatazo que recibí en la cara, cuando manifesté con orgullo que había llamado al tipo «travieso y revoltoso», que eran las malas palabras que yo conocía, se desternillaron, avisaron a otros y me lo hicieron repetir ante mi sorpresa y el regocijo de los presentes. Finalmente, un alma caritativa con acento vasco me explicó que aquéllas eran palabras infantiles que no se le decían a un torturador y enriqueció mi libreta con no menos de quince insultos que me aseguró que eran en verdad contundentes. ¡Y muy complicados de memorizar!
Había buen ambiente en aquella cárcel, una camaradería cuartelera a la que yo estaba muy acostumbrado. Allí oí por vez primera tocar la guitarra con maestría a un preso, y también enseñé a otro a pintar cómics copiando ilustraciones de los tebeos de la época. Mientras tanto, mi excelente abogado me tranquilizaba porque argumentaba que «en realidad» tan sólo me podían imputar un robo en grado de tentativa y lo del arma, nada más.
Pero las cosas se torcieron cuando los franceses pidieron mi extradición; me acusaban de robos artísticos, pero aquello era acusar por acusar, porque no tenían ninguna prueba, solamente presunciones o sospechas. Lo más inquietante era que me atribuían también la muerte de un individuo que había recibido un tiro en medio de la frente; como yo era tirador de élite y no tenían otro sospechoso a mano, decidieron culparme también de aquel crimen y pedir, de paso, la pena de muerte para mí. Ellos, para eso de matar a la gente revistiéndolo con muchos eufemismos, han sido también unos grandes especialistas.
Los compañeros se compadecieron de mis problemas y uno de ellos, que actuaba como portavoz del grupo, me dijo que quería pedirme un favor:
—Oye, necesitamos tener a alguien de mucha confianza trabajando en las cocinas. ¿A ti te importa trabajar allí durante un tiempo?
Le dije rotundamente que no. ¡Lo que me faltaba! No hay lugar más grasiento y pestilente que la cocina de una prisión, y yo no tenía ninguna necesidad de trabajar, y menos en aquel lugar cochambroso. Aún era más, debía estudiar español con ahínco antes de morir y no tenía tiempo que perder. Un poco después, cuando decidieron confiar en mí y revelarme las razones por las que yo —que, como preso no político, tenía derecho a trabajar— «debía» trabajar en las cocinas para ayudarles y ayudarme, acepté. En el fondo no arriesgaba nada: los franceses me reclamaban para matarme y si, por alguna razón, los españoles se les adelantaban, tampoco iban a matarme por turnos.
La fuga estaba muy bien planeada y yo la iba a aprovechar, lógicamente, largándome con los etarras. El túnel comenzaba bajo una de las duchas. Mi única misión como trabajador cocinero era llevar las bandejas de la comida y retirarlas con los restos. Entre los desperdicios, iban camuflados en pequeñas cantidades las piedras y los escombros que sacaban del túnel. Yo los lanzaba a los enormes cubos contenedores de basura. Aquél era el problema del trabajo, deshacerse de los materiales, y aquélla era mi misión, quitarlos de en medio. Pero el túnel, por fatalidad, fue descubierto; nuestro plan se fue al garete y supieron que era yo, debido a mis funciones, quien colaboraba activamente tirando los escombros. Me pusieron la etiqueta de «fuguista» y, en compañía de un grupo, fui trasladado a la cárcel de Zaragoza; mientras, otros salieron hacia otras prisiones y se aplicaron castigos colectivos. Vamos, que fue un auténtico fracaso que me dejó muy ofuscado.
Zaragoza era más dura que Soria. Los reclusos eran bastante variopintos, nada que ver con la uniformidad política de mi prisión anterior. Allí había de todo y se abarcaban todas las modalidades delictivas menos la del narcotráfico, pues dicho delito aún no estaba de moda. En el interior incluso había hombres que fumaban tranquilamente lo que ellos llamaban «cigarritos de la risa», que eran de kiffi. Al principio, como siempre pasa, estuve aislado; luego, cuando me vieron tan aplicado con el método de español que me enviaron desde Bélgica, preguntando con excepcional educación mis dudas a los funcionarios y haciendo bosquejos de retratos con los lápices y el bloc que me había hecho llevar por medio del demandadero, me empezaron a dar cierta confianza. Además, notaron la cantidad de correspondencia que recibía y el dinero excesivo que manejaba; encima, era «ladrón de arte», según constaba en mi ficha. Mi astuto abogado les aseguró que lo de la extradición era «una confusión», pero más de un funcionario no se creía aquella versión y sin duda se compadecía de mí porque en Francia me esperaba la guillotina. Puede que hasta me consideraran un individuo que estaba en una especie de corredor de la muerte. La vigilancia y las medidas de seguridad se relajaron.
Como anécdota curiosa, he de decir que el dinero que recibía de mis allegados venía en el interior de las cartas y que nunca me faltó ni un franco, aunque seguía vigente, entonces más que nunca, la orden de que mi correspondencia debía ser intervenida y traducida en Madrid. Aquello era algo que me ofendía no por las rudas y vulgares cartas de mis hombres, sino por la correspondencia que recibía de mi madre. Eglantine me escribía cada día y mi hermano Marcel me confesó en una carta que mi madre se había tenido que poner gafas porque estaba perdiendo la vista de tanto llorar.
No querría contar, desearía pasar de puntillas sobre ello, dejar a un lado por comodidad espiritual, el terrible choque que supuso para mis padres el que yo fuera detenido y encarcelado en España; para ellos y también para Roxana, que me escribía con indignación. No fue así para Wenche, que me mandó cartas con regularidad durante absolutamente toda mi estancia en prisión. La sueca no me hacía reproches, sino que siempre me mandaba dinero «de mi cuenta» y me animaba en misivas agradables y optimistas, ¡qué buena mujer! No obstante, yo pensaba más en Roxana y en la niña. Mi esposa parecía terriblemente afectada y me contaba que «todo el mundo» se había enterado, que «todo eran comentarios» y que sus amistades pensaban que se había casado con un vulgar ladrón. ¡Sentía mucha vergüenza!
Yo escribía a mis padres diciéndoles que no se les ocurriera mandarme ni un franco, que yo disponía de dinero del negocio y que allí se necesitaba poco. Me obstinaba en contarles anécdotas divertidas, en describirles a mis compañeros: «Papá, mamá, esto es una experiencia y es por poco tiempo, me lo ha dicho el abogado. Por favor, no os preocupéis, estoy bien. Como mejor que en casa (es una broma) y estoy conociendo a gente que tiene auténticos problemas, no como yo. La cárcel es igual que el cuartel, pero aquí no tenemos el peligro de los alemanes. No os inquietéis, por favor, es mentira lo que os han dicho de que hay chinches, piojos e insectos, todo está muy limpio». Aquello era una mentira enorme, porque la cárcel era un parque temático de la miseria y había de todo: muchísima mugre, una pátina de suciedad indeleble y una especie de hedor a basura, a humanidad mal lavada. Era el olor de la prisión, sobre todo el de aquellas viejas cárceles españolas que, por cierto, estaban todas idénticamente diseñadas sobre los planos de un arquitecto belga al que le debieron comprar la patente.
Zaragoza no era un mal centro; de hecho, hice algunas amistades. Quitando alguno de aquellos que se decían «políticos», no encajé con los españoles, sino con un inglés llamado Tommy —que estaba preso por haber matado por imprudencia a un hombre, aunque no quería hablar de ello—. Tommy era un hombre preparado: había sido piloto pero se había partido las dos piernas en un accidente de aviación en su tierra. Le quedaron leves secuelas, aunque intentaba disimularlas. Con él practicaba mi inglés, apuntando palabras en otra libreta, al tiempo que yo le enseñaba español…
Estando en Zaragoza, recibí una notificación de un juzgado belga: era una demanda de divorcio presentada por Roxana en la que me acusaba de «abandono de hogar». Me provocó un auténtico impacto emocional en aquella situación tan difícil. También recibí una carta con torpes explicaciones sobre presiones familiares, la amenaza de sus padres de desheredarla, mi lastimosa situación legal y el oprobio social que ella sufría en Bruselas. Sencillamente, Roxana era como era y, cuando llegaron las dificultades, no supo asumirlas. No tenía capacidad de reacción. Su vida había sido amable y divertida, siempre alejada de una buena parte de mis actividades y presumiendo de estar casada con un «gran anticuario, pintor y experto en arte», que era una profesión de gran relevancia social. Sin embargo, cuando tuvo ocasión de rascar un poco la superficie con su bien esmaltada y cuidada uña y ver que debajo había un lado oscuro, no lo pudo soportar, no tenía capacidad para ello. Y de donde no hay no se puede sacar. Ella no estaba casada con quien creía que lo estaba y el impacto contra mi otro «yo», contra parte de mi vida paralela, había sido demasiado traumatizante para su sensibilidad de mimada e idolatrada hija única de unos padres muy bien situados en la escala social que se sentían muy orgullosos de ser quienes eran y estar donde estaban.
Comenzaron, pues, las deserciones con el divorcio de Roxana. Pero mis padres y mi hermano, así como mis hombres, no me fallaron jamás. Las cartas que escribía a mi familia eran dobles; es decir, a mis progenitores les contaba una amable realidad de vida de cuartel que poco tenía que ver con mi situación; con Marcel me confiaba algo más, pero muy poco. También mis cartas, las que yo enviaba, eran censuradas en Madrid —por eso mis posibilidades de expresión eran mínimas—. Tan sólo a partir de un determinado y desagradable incidente pude considerar que en aquella cárcel tenía un amigo: Tommy, el inglés.
He de aclarar que en la prisión existían tipos de todas las cataduras y que se hablaba por lo bajo de que se había producido agresiones sexuales; muchos de los que estaban allí llevaban años de privación de libertad y se habían sumido en tal grado de embrutecimiento que rozaban el bestialismo. Una tarde, en el patio, tres tipos con muy malas intenciones acorralaron a Tommy en una especie de recodo. No es que Tommy fuera en absoluto un efebo o un adolescente, pero era de piel blanca, rubio, con los ojos azules y extremadamente pulcro, lo bastante como para despertar los instintos libidinosos de aquellos seres embrutecidos que llevaban lustros sin ver a una mujer. Un gitano vino a advertirme:
—Francés, el inglés, tu amigo, tiene problemas.
Y me señaló el recodo. Me dirigí hacia allí andando tranquilamente y vi que, en efecto, habían acorralado al aviador. Fue algo muy agradable y placentero, como volver a aquellos tiempos dorados y maravillosos de los entrenamientos salvajes en la granja de las afueras de París. Y además con aquellos tres desdichados, que ni siquiera sabían pegar, aunque intentaron agredirme con el punzón con el que amenazaban a Tommy clavándoselo en el cuello mientras trataban de bajarle los pantalones. Tampoco sabían recibir, eso lo comprobé cuando empecé a repartir golpes ante los ojos encantados de los reclusos, que se iban amontonando para no perderse el espectáculo. Realicé una auténtica exhibición de artes marciales y les machaqué concienzudamente, casi con mimo, en plan académico, refocilándome, recreándome en cada golpe que les asestaba a aquellos tres miserables.
Lo triste fue que tuvieron poco aguante, poquísimo. Eran auténticos sacos de manteca con costillas frágiles como el cristal y narices de crema de leche; eran niñas, o una especie de sustitutos del saco de boxeo. Cuando les tumbé con una graciosa mezcla de kárate y boxeo a partes iguales, clavé el punzón —mediante un elegante lanzamiento— en una puerta. Entonces comenzaron a aplaudirme. Fue tan entretenido que ni los funcionarios ni los guardias civiles de las garitas intervinieron hasta el final para no perderse ni un segundo del espectáculo. Además, todos sabían lo que pasaba allí, pero nadie se decidía a intervenir. Para ellos los presos debían solucionar sus propios asuntos y, si alguien resultaba muerto, un estorbo menos. Sin embargo, me sancionaron con un día de aislamiento por haber golpeado a mis compañeros. Aun así, ni se levantó parte de lesiones ni hubo más consecuencias, a pesar de que los tres tuvieron que salir en ambulancia. «Riña tumultuaria», escribieron en el parte. Se notaba que no me querían castigar porque estaba defendiendo a otro de que le pasara lo peor que podía ocurrir entonces en una cárcel.
La exhibición con la que tanto disfruté me dio cierta popularidad; encima, mentí a mis compañeros para darme importancia e impresionarles al tiempo que les advertía de lo que se podían y se iban a encontrar si surgían nuevos conflictos. Siempre he sido una persona de paz y de orden, así que les dije que en mi tierra era boxeador profesional con el nombre de Erik el Rojo, «Porque cuando acabo hay tanta sangre en el suelo del cuadrilátero que lo tienen que limpiar con una manguera». ¡Mentira memorable! Pero los españoles lanzaban exclamaciones de respeto y me miraban con simpatía; es más, más de uno me pidió que le enseñara a boxear, pero yo preferí ofrecerme voluntario para trabajar con Tommy en los talleres, donde se fabricaban sacos. Quería conocer al dedillo todas las dependencias de la cárcel e identificar las posibles vías de salida. Si algo tenía claro era que debía escaparme de allí. No estaba dispuesto a esperar a que los franceses vinieran en mi busca para conducirme —con sus habituales y ridículas exclamaciones— adonde me cortarían el cuello.
En los talleres había todo tipo de herramientas. Era Eldorado para un fuguista, así que decidimos comenzar a prepararnos, porque mi amigo vendría conmigo. Lo primero que hicimos fue reunir cuerdas de las que ataban los sacos para fabricar una liana con el grosor suficiente como para aguantar nuestro peso durante la escalada. Aquello nos llevaría algún tiempo y, mientras tanto, para ganarme la confianza general, monté una especie de escuela de boxeo en el patio accediendo a las peticiones de algunos compañeros. Los puse a entrenar de forma suave, pues ninguno de aquellos muchachos —mal alimentados, sin ninguna actividad física y viviendo en aquel estado de alelamiento— habría soportado ni un cuarto de hora de un entrenamiento de los míos. Tommy no participaba en determinadas actividades a causa de sus piernas, pero sí lo hacía en las que requerían fuerza y movimiento de brazos y tórax. Incluso nos permitieron fabricar un par de sacos para machacarnos. Todos andaban tan entretenidos con la novedad que los entrenamientos me permitieron conocer a fondo a la gente de la cocina e intimar con el cocinero jefe, que estaba cumpliendo una larga condena. Me enseñó sus dominios, incluido el pequeño patio al que sacaban la basura y cuya llave guardaba él mismo de la mañana a la tarde, cuando había de entregársela a un funcionario.
Hablaba con el cocinero al atardecer, tras escribir en un papel las frases que quería decirle y traducirlas al español. Cuando me dirigía a él, iba perfectamente preparado y con la lección aprendida de memoria; intuía sus respuestas, ya que era un hombre simple, pero yo debía ser capaz de decir exactamente las palabras que debía decir, sin equivocarme ni en una coma. Hablábamos antes de pasar el recuento en el patio. Incluso pedí para él algunos caprichos al demandadero, porque era un hombre agradable de verdad, aunque siempre estaba algo triste.
—Pues peor estoy yo, que me ha abandonado mi mujer en Bélgica.
Suspiró:
—¡Mujeres! La mía no me ha abandonado, pero como si lo hubiera hecho. No la he vuelto a ver, ni a ella ni a los chicos. Me escriben, los pobrecillos, pero ¿qué voy a darles yo? ¡Sólo disgustos! ¡Maldita sea la hora! Y la tuya, la de tu tierra, ¿te ha abandonado por cosas de dinero?
—¿Cómo que por cosas de dinero?
—Sí, ya se sabe: un hombre cae y deja de llevar dinero a casa. Ya no hay jornal y la mujer es la que tiene que salir a la calle a buscarlo, en honrado claro, que yo hablo de mujeres decentes. ¡No trabaja nada, mi pobre mujer!
Yo le sondeaba con mucho tacto:
—Si pudieras elegir ahora mismo cualquier cosa menos la libertad, ¿qué es lo que pedirías?
El hombre no entendía.
—Pediría mi libertad.
Insistí:
—No, la libertad no, otra cosa, cualquier cosa menos la libertad. ¿Qué te gustaría tener ahora mismo?
Reflexionó:
—Pues un coche y un millón de pesetas, ¡eso es! Un buen coche sin capota, de color rojo. Y el millón de pesetas para mi casa, eso es lo que querría.
Lo encontré extraño:
—¿Y para qué te va a servir un coche rojo en la cárcel? ¿Es que ibas a dar vueltas con él por el patio?
El hombre se lo pensó.
—Tienes razón, no me serviría para nada. Pero es hablar por hablar, ni el coche ni el millón. Me hace ilusión la cantidad, ¡un millón de pesetas! Yo ni me figuro tanto dinero junto.
Me lancé sin paracaídas:
—Pues, ¿sabes cuánto vale que me dejes un par de días por la mañana la llave del patio de la cocina? Un millón de pesetas.
Me miró con la boca abierta.
—¡Venga, majo, no me hagas bromas!
Lo cogí del brazo.
—¡Mírame! ¿Tú te crees que yo, que estoy condenado a muerte en Francia, hago bromas?
Balbuceó:
—Yo no quiero problemas…
—Conmigo nunca tendrás problemas. Tú espera y verás. Hemos quedado en que, si me prestas la llave, solo prestármela, un par de mañanas, te daré un millón de pesetas.
El cocinero se asustó.
—Sí, y tú te escapas o haces lo que sea, y a mí me trasladan a El Puerto. ¡No me arruines, por favor!
Volví a mirarlo con fijeza.
—Tienes mi palabra de hombre de que no me voy a escapar mientras tenga la llave. Me gustaría hablar mejor español, pero no sé mucho. Yo tengo la llave y te la doy otra vez, sin problemas. Eso vale un millón de pesetas. Pero primero dame en un papel la dirección de tu mujer, luego hablamos.
Yo no había tardado en valerme de Tommy, que no tenía ningún problema con la correspondencia, para hacerles llegar a mis hombres cartas con instrucciones. En ellas, el inglés ponía como remite su nombre y nuestra dirección común; así, yo seguía en contacto con los chicos sin censura y escribiendo en flamenco, por si acaso. Por el contrario, a mis padres y a Wenche les escribía en francés para que en Madrid no tuvieran muchas dificultades con la traducción. En aquella ocasión, le mandé una carta urgente a Raymond indicándole la cantidad de dinero que tenía que llevarle a una determinada señora en un determinado pueblo de Zaragoza. Sólo había que decirle: «De parte de un amigo de su marido», darle el millón y pedirle que le pusiera a su esposo un telegrama que dijera «Dinero recibido» y que después le enviara una carta urgente contándole que tenía el millón.
Al día siguiente de recibir las instrucciones, Raymond viajó a Zaragoza para cumplir mis órdenes y, dos días más tarde, acompañó a la mujer, confusa, asustada y encandilada, a poner el telegrama y a echar la carta urgente. Raymond no dejaba nada al azar, y aquella carta y aquel telegrama eran los recibos de la cantidad. Cuando el cocinero recibió las noticias, no se lo podía creer; leyó y releyó la carta y me la hizo leer a mí.
—¡Un millón! ¡Por esto me voy hasta a El Puerto a cumplir lo que me queda!
No me dio las gracias, sino un abrazo, y me prestó la llave durante dos mañanas consecutivas, el tiempo que tardamos Tommy y yo en hacer una copia en los talleres aprovechando el desorden absoluto que reinaba allí y la posibilidad de quedarnos a trabajar incluso fuera de horas. Luego le devolvimos la llave:
—Gracias.
—Gracias a ti.
Teníamos la llave para salir al patio, las puertas del dormitorio me resultaban facilísimas de forzar con una simple palanca y, de alguna manera, con gran esmero y paciencia, habíamos conseguido fabricar una cuerda fuerte con un gancho —también creado en el taller— en la punta. Aprovechamos los primeros momentos del cambio de guardia, forcé la puerta del dormitorio, nos deslizamos hasta la cocina, salimos al patio y trepamos el primer muro. Aquél tenía poca altura, pero tuve que ayudar a Tommy, porque las piernas no le respondían bien; aquél fue mi fallo: no haber contado con que mi amigo, pese a que andaba normalmente, tenía un serio problema de agilidad en las piernas. Pasamos el primer muro y yo trepé al segundo como un gato. Pero el inglés no podía, sencillamente no podía subir por la cuerda.
—¡Vete tú! ¡Salta y vete!
Desesperado, decidí bajar a buscarle e intentar subir tirando de él, aunque ignoraba si la cuerda iba a aguantar el peso de los dos. No podía abandonarlo allí, nunca jamás he abandonado a un hombre. De modo que volví a bajar y, cuando trataba de tirar de él hacia arriba, oímos una ráfaga de ametralladora.
—¡Alto!
Había fallado una fuga por segunda vez.
18. Amaneceres en el penal de El Puerto: el garrote vil
Me sacaron de la celda de aislamiento para comunicarme que estaba destinado al penal de El Puerto de Santa María y que recogiera mis cosas porque salíamos en seguida. Tenían órdenes de mantenernos separados al inglés y a mí; de hecho, a él le destinaron, como sanción, a la prisión de Córdoba, mientras que yo, doble fuguista, iba castigado a la joya de la corona de los establecimientos penitenciarios españoles, una cárcel cuya fama trascendía las fronteras de la nación. Entendí que para los presos españoles el problema no era la privación de libertad, sino la amenaza latente de tener que «cumplir» en El Puerto, que era la antesala del infierno.
La conducción se realizó en autobús y me tocó un compañero de lúgubres sentimientos, como ya les he contado. Sin embargo, las incomodidades del largo trayecto se me antojaron nimias cuando llegamos a aquel viejo penal que más me pareció una penitenciaría castrense del siglo XIX que una cárcel convencional. Funcionaban a toque de corneta: «¡Tirirí!».
—¡A formar! ¡Marchen! Uno, dos, uno, dos…
A los recién llegados nos llevaron marchando. Éramos una tropa, por cierto, con muy mal aspecto. Así, fuimos pasando portones de hierro, que se abrían y cerraban alejándonos de la libertad, mientras experimentábamos una inmersión olfativa en el hedor que impregnaba cada resquicio de aquella cárcel. Se trataba de un olor analizable y, de alguna manera, identificable: basura descompuesta, fritangas, humedad, suciedad de siglos y un algo agrio que se agarraba a la garganta. La palabra era ésa, «agrio», un olor entre leche putrefacta, queso fermentado y fruta echada a perder, todo ello adobado con una pestilencia a humanidad sudorosa y a pies. ¡Cómo olía a pies!
Por el contrario, los uniformes de color azul desteñido que nos proporcionaron olían fuertemente a lejía. Uno de mis compañeros susurró:
—Nos dan los uniformes de los muertos, hágame usted caso; aquí dan mucho el garrote, y a los muertos les quitan los uniformes para ahorrar. Eso sí, dicen que los lavan, porque la gente se caga y se mea con el garrote.
A mí me habían informado superficialmente en Zaragoza de los métodos de ajusticiamiento que se practicaban en España, y tengo que decir que siempre consideré mucho más caritativo poner a un tipo ante un pelotón de fusilamiento que aplicarle el garrote vil. De hecho, si por alguna vicisitud me condenaban allí a muerte o se cumplía en España la pena que me pedían en Francia, yo prefería mil veces que me proporcionaran un arma y volarme limpiamente los sesos a través del paladar a pasar por la complicada parafernalia que antecedía a los ajusticiamientos. Consideraba los preparativos aún más crueles que la muerte en sí.
Mi uniforme, que apestaba a lejía, me estaba un poco justo y era de una tela bastante liviana a causa de los muchos lavados. Pero yo no estaba allí para presumir y, al menos, como iba siempre pelado al dos, no me tuvieron que meter la maquinilla como a muchos de mis compañeros.
—Es por los piojos, aquí todo el que entra trae piojos.
Vi al pobre Felipe sin sus greñas y su salvaje barba y resultó ser un hombrecillo de apariencia desdichada que pareció desesperarse cuando le arrebataron sus adornos capilares; para él debían de ser una especie de seña de identidad.
—Vaya, Felipe, tiene usted buen aspecto.
—Muérete.
Nos mandaron callar. Aquellos funcionarios o guardias civiles trataban a los recién llegados con una rudeza teñida de precaución. Era normal, allí se colaba, entre la población reclusa, muchos locos. No digo «locos» en sentido peyorativo refiriéndome a las actitudes, sino que me refiero a auténticos enfermos mentales, tipos con esquizofrenias paranoides que habían protagonizado incidentes sangrientos y que resultaban incalificables para el sistema, puesto que no sabían «exactamente» dónde meterles. La ciencia forense psiquiátrica tampoco estaba tan avanzada como ahora, cuando a un delincuente enfermo mental diagnosticado se le envía a un psiquiátrico penitenciario. Entonces todo era más salvaje, infinitamente más cruel, estaba más atrasado; pero también había aspectos más humanos. Se trataba de una mezcolanza que yo llegué a controlar a la perfección, aunque, durante aquellos primeros momentos, me sentí lleno de aprensión, porque no sabía con exactitud qué me iba a encontrar.
Y lo que me encontré fue, de nuevo, un régimen de aislamiento por fuguista. Se trataba de un aislamiento muy burdo y muy poco convencional, porque me metieron en una galería de castigo donde estaban los de ETA, que eran unas personas a las que —a excepción, al parecer, de en la cárcel de Soria, que era su feudo— siempre andaban aplicándoles regímenes especiales por ser terroristas. Bueno, pues yo no era terrorista, era un inocente pintor y experto en arte, pero, no obstante, también se ensañaron conmigo sin atender a mi escasísima peligrosidad, ¡qué injusto!
Aquella galería resultaba muy animada, porque no nos «chapaban» con puertas de hierro, sino que estábamos en habitáculos con barrotes y podíamos hablar de celda a celda. Prefiero mil veces las puertas de barrotes, aunque te quiten cualquier rastro de intimidad, a las que se cierran con puertas de hierro con mirilla, que son agobiantes y en ellas falta siempre el oxígeno. El problema llegaba a la hora de hacer tus necesidades, pero acababas acostumbrándote. Los etarras se portaron muy bien conmigo, y más cuando se enteraron de que yo era el extranjero «de lo de Soria». Entre ellos chapurreaban a veces en vasco, aunque estaba terminantemente prohibido, pero algunos me hablaban en francés hasta que también lo prohibieron porque el funcionario de aquella galería tenía muy malas pulgas y pensaba que estábamos intrigando perennemente.
Antes de salir de Zaragoza, pude encargarle a uno de allí que les enviara un telegrama a mis padres informándoles de que me iba a El Puerto. Suponía que el tío no me había engañado, porque le di dos mil pesetas por la gestión, y que en casa ya estarían informados de mi nuevo destino. Era consciente de que tardaría en recibir respuesta y, de inmediato, envié otro telegrama diciendo que estaba muy bien y que en el sur el clima era mucho más agradable. Todo con tal de tranquilizar a mi familia. Sin embargo, cuando un mes más tarde recibí una carta de Marcel, supe que el primer telegrama había llegado, que mis padres habían ido a informarse al consulado español auténticamente desesperados y que, cuando les habían dado noticia de «lo que era» el penal de El Puerto, mi madre se había desmayado y mi padre había sufrido una fuerte subida de tensión. Marcel trataba de desdramatizar, aunque en sus cartas yo presentía la tragedia que vivía mi familia: el dolor y la impotencia de mis padres, sus esfuerzos desesperados por ayudarme moviendo hilos, mendigando recomendaciones, escribiendo a las autoridades. «Papá está muy cansado —me decía Marcel—. Escribe cartas y dales ánimos a nuestros padres, porque piensan que las cosas son peor de lo que son». Yo redactaba cartas en mi celda de «aislamiento» y ya no sabía qué mentira contar para demostrar lo bien que estaba y las buenas amistades que se hacían en las cárceles. También hablaba de los ánimos que me daba mi abogado y de lo buen hombre que era aquel letrado navarro, Jaime Aguirre, que tan excelentemente se comportó conmigo.
Aquella cárcel era lo peor de lo peor: cruel, salvaje y peligrosa; pero había pinceladas humanas que son dignas de relatar. Por Navidad, el día de Nochebuena, me concedieron un «indultillo» y me sacaron de la galería de castigo para que celebrara el nacimiento del Niño de Dios. ¡Es que los españoles son como son! Así, fuera de aquella galería, pude integrarme en la vida normal del penal, salir al patio e ir conociendo a los compañeros. Constaté lo que me había contado uno de los etarras: «Tú que te vas, Erik, ten cuidado ahí fuera, porque no hay más que locos y tarados». Y era verdad, muchos de mis compañeros eran auténticos enfermos que habían entrado estando ya locos o habían enloquecido allí por las durísimas condiciones del penal.
Sin embargo, muchos otros eran hombres normales que tenían gravísimos problemas pero sabían conservar la dignidad e incluso el humor en aquellas circunstancias. Recuerdo la cena especial de Navidad y el impacto emocional que sufrí cuando unos presos, creo que eran tres, sacaron sus guitarras y comenzaron a cantar villancicos flamencos. ¡Los pelos aún se me ponen como escarpias al recordarlo! Yo entendía el idioma, pero no lo bastante como para descifrar la belleza lingüística que caracteriza al suave y musical acento andaluz. «Intuía» el significado de las letras y «sentía» que eran un homenaje al Niño nacido en un establo, pero un agasajo majestuoso. También era consciente de que en aquella Nochebuena las voces roncas pero afinadas de los presos del penal de El Puerto escalaban las alturas y llegaban hasta los ángeles con mucha más nitidez que el concierto navideño de la filarmónica de Viena. «Por los campos de mi Andalucía, los campanilleros en la Navidad…». Yo soy un amante del arte y lo olfateo, lo palpo, es parte de mí; allí, en aquellas guitarras, en las panderetas y en las voces llenas de sentimiento, había arte con mayúsculas. Experimenté una terrible añoranza de mi hogar, de mis bosques nevados, del abeto decorado de mi casa, del olor dulce de los gofres que hacía mi madre. ¡Habría dado la vida por poder observarles durante unos segundos por una ventana! Aquello era lo que me faltaba, una ventana; lo sentí en la Nochebuena triste y jubilosa —mitad y mitad— de la cárcel. Se lo pregunté a un preso:
—Oye, amigo, ¿aquí no hay ventanas?
Me respondió:
—Claro que sí.
Le aclaré mi duda:
—No quiero decir ventanas que den al patio interior, sino ventanas que den al campo o a la calle.
Negó con la cabeza:
—De ésas, ni una.
Tuve que controlar una punzada de claustrofobia. Allí, en aquel lugar adyacente a la iglesia desde la que había salido Cristóbal Colón con sus naves —según me había contado un funcionario—, en aquella antiquísima prisión, no había más horizonte que el cielo profundamente azul. Mirabas hacia arriba y estaba el cielo, pero a nuestro alrededor tan sólo había muros y rejas, ni un resquicio de paisaje. Yo sentía que «necesitaba» una ventana, me obsesionaba la idea. Tuvo que ser el graznido antipático de mi metomentodo abuelo Alphonse el que me diera la solución: «¡Si quieres mirar por una ventana, píntala cabezón! Pinta las ventanas y los paisajes que quieras ver. ¡Siempre has sido un necio y siempre lo serás!».
El descubrimiento de mi abuelo me llenó de alborozo, ¡qué alegre me puse! Pero el problema era saber si me permitirían pintar y, de conseguirlo, cómo me haría con la pintura. Escribí una instancia al director y un funcionario vino a hablar conmigo:
—Usted dice que es pintor profesional y que desea pintar. No hay inconveniente; de hecho, le informo de que hay varios talleres en unas dependencias anexas en los que se hacen pinturas y se fabrican barcos.
Le pregunté:
—¿Y dónde puedo comprar la pintura?
El funcionario respondió:
—No hay problema, si usted tiene dinero, mande a comprar lo que quiera al demandadero.
Volé en busca del demandadero con una lista que un etarra me ayudó a traducir: tubos de óleos, pinceles y varias telas con bastidor. El demandadero se hizo el tonto, el muy mamón:
—Mira, yo no sé comprar esas cosas. ¿Y si me equivoco?
Le agarré por el cuello y presioné un poco; no estaba dispuesto a encontrarme con «más» dificultades.
—Tú compra lo que pone ahí y, si no lo hay en la tienda, que lo encarguen. Pero tú me lo traes, ¿correcto?
El tipo balbuceó:
—Sí, señor; sí, señor.
Tardé una semana en conseguir el material porque tuvieron que encargarlo, pero, mientras tanto, pude ir al viejo claustro de la iglesia donde se hacían los trabajos artísticos. Allí había un grupo de presos muy amables que se dedicaban con ahínco a sus aficiones: hacían trabajos de madera, un par de ellos pintaban marinas espantosas y otro, un hombre extraordinariamente habilidoso, construía barcos antiguos que eran pequeñas obras de arte y a los que no les faltaba ni un detalle.
—Usted trabaja muy bien.
El hombre sonrió.
—Muchas gracias, se hace lo que se puede.
En el claustro se respiraba «de otra manera». La iglesia estaba cerrada y en estado de semiabandono, pero aquel claustro era oxigenante y las conversaciones con el constructor de barcos muy agradables.
—Mira, yo los fabrico y los americanos de la base de Rota me los compran. Aquí se hacen exposiciones de los trabajos de los presos y la gente viene a comprar. Así nos sacamos unas pesetas.
Y era verdad que en aquella cárcel resultaba fundamental sacarse «unas pesetas», pues los presos vivían en una situación de pobreza extrema y se pasaba mucha hambre. La comida no invitaba a homenajes gastronómicos, ya que sólo existían dos menús: un primer plato de garbanzos aguados seguido por pescadillas que se mordían la cola y una naranja y, al día siguiente, unas alubias extraordinariamente mal guisadas y huevo frito con algo similar a patatas, nada más. Eso sí, tanto en el almuerzo como en la cena teníamos derecho a un vaso de vino, uno solo, por supuesto; tampoco era cosa de pasarse y que los presos se emborracharan. De hecho, un compañero de mesa me comentó:
—Aquí me han dicho que hay una cárcel exclusivamente para borrachos que se llama «de templanza»; me parece que está en Segovia.
¡Qué curioso! ¡Una cárcel para borrachos, vaya ambiente que debía de haber allí! Pero, aunque la bebida estaba controlada, había algunos que, trajinando, conseguían botellas y agarraban trompas formidables que los funcionarios les quitaban a palo limpio. Mi amigo el de los barcos siempre me ponía al día:
—Aquí hay mucha miseria y es donde menos cartas se reciben. Los que estamos aquí hace mucho que hemos perdido a nuestras familias; las familias se cansan porque pasan los años y no volvemos. Aquí hay mucha soledad; los hombres están muy solos y por eso pasan algunas cosas, pero hay que comprenderlos…
Yo había sido testigo de «aquellas» cosas: jadeantes y desesperadas prácticas nocturnas bajo mantas que hacían las veces de tiendas de campaña. También me había encontrado con hombres que me pedían la comida que yo rechazaba:
—Si usted no la quiere, me la da.
Había visto comer mondaduras de naranja y presos con los uniformes harapientos por los años que eran auténticos mendigos, verdaderos excluidos dentro de aquella sociedad de excluidos sociales que todos conformábamos.
Yo era un preso afortunado: seguía recibiendo regularmente dinero de Wenche y de mis hombres. Allí todo se tenía que comprar, hasta la más mínima calidad de vida tenía su precio. Yo gastaba dinero, demasiado dinero, porque no podía engullir la comida que me traía el demandadero mientras otros individuos famélicos me miraban desfalleciendo de ansiedad y dispuestos a abalanzarse sobre las sobras que yo arrojara. Allí el choque con la miseria era brutal, espantoso, y yo comencé a evadirme en el claustro. Monté un improvisado caballete y comencé a pintar. Recuerdo con simpatía la primera vez que tracé un boceto y empecé a aplicar el color; se trataba de un sencillo paisaje invernal de mi bosque, con las casas y los árboles nevados y patinadores en el río. Los presos fueron abandonando sus trabajos y rodeándome; acudió un funcionario, y luego otro; al final decidieron pedirme el cuadro para llevárselo al señor director.
—Es que, usted comprenda, tenemos que llevarle el cuadro al director porque aquí nadie pinta así. Lo mismo eso vale mucho y es una responsabilidad. En fin, nosotros tenemos que dar cuenta y ponerlo en el parte.
Aquello me divertía mucho.
—Bueno, ustedes esperen a que se seque y se lo llevan. Es más, le dicen al director que se lo regalo.
El magnífico paisaje nevado flamenco llegó a su despacho y el director me llamó para decirme que no podía aceptarlo.
—Señor director, ya le dije que soy pintor profesional. Le ruego que lo acepte como recuerdo, es sencillamente el trabajo de un preso, nada más, no tiene más valor.
Y, tal vez por haber recibido aquel obsequio, el director tuvo conmigo el detalle de llamarme para devolverme personalmente una serie de cartas que yo había escrito.
—Mire, aquí me han remitido devueltas de Córdoba unas cartas que usted le ha escrito a un recluso inglés que no ha podido recibirlas.
Me extrañé y luego me alegré.
—¿Es que ha salido en libertad?
El director calló durante unos segundos.
—Ese recluso se ahorcó a la semana de estar en la prisión. Lo siento si era su amigo.
Recogí las cartas en silencio y tragué saliva. Sin decir una palabra, me dirigí al claustro, monté el caballete, ajusté el lienzo y empecé a dibujar un rostro del que a lo largo de mi vida había realizado cien versiones. Trabajé durante horas y, cuando ya estaba medio dado el color, el de los barcos se acercó.
—¿Qué estás pintando?
—Una virgen inspirada en Van der Goes, pero no estoy pintando, estoy rezando por un amigo que ha muerto.
Y allí recé, ante el caballete, porque no sé «llegar» a la oración de otra manera y era importante para mí recordar a Tommy con sus piernas averiadas y su sonrisa blanca. Tommy se había quebrado como lo habían hecho sus piernas cuando sufrió el accidente de avión. Aquello, la cárcel, era una selva, y en la selva sólo los más fuertes sobreviven. A mi amigo le fallaron las fuerzas, por eso le recé con mis pinceles; no sabía hacerlo de otra manera.
Vida y muerte; las separaba una frágil frontera que en aquella cárcel viví muy de cerca. Todos estábamos avisados y preparados cuando iban a ajusticiar a un condenado al garrote vil; tocaban la corneta de una forma especial y los presos nos asomábamos en silencio para ver pasar a la comitiva por el patio rumbo a la ejecución: el cura, el condenado, los guardias, el director de la prisión, el subdirector y otros funcionarios. Era siempre al amanecer. De nuevo, al cabo de un rato, el toque de corneta y la procesión de vuelta: el cura tras el ataúd y los mandos con aspecto solemne. Así muchas madrugadas, demasiadas. Pensé en pintar la comitiva, en empezar a plasmar fragmentos de la historia de la cárcel, pero mi amigo el de los barcos me disuadió:
—Que no se te ocurra. Lo que aquí pasa aquí se queda; los de afuera no se quieren enterar. Es más, lo mismo el director se enfada y no te dejan pintar más.
Transcurrió un rápido lapsus de tiempo en el que me juzgaron y me condenaron a cuatro años de prisión por la tentativa del robo del Beato de Liébana y la paloma. Fue un rápido ir y venir con una condena que me daba exactamente igual, aunque me pareció exagerada por un robo que no se había realizado. Lo que sí me preocupaba eran Francia y su pena de muerte; pasaba días enteros sin recordarlo, porque el penal era un mundo aparte, con sus habitantes, ritos y costumbres. Allí conocí, por cierto, a Eleuterio Sánchez el Lute, que hacía ejercicios de pesas con dos latas llenas de cemento y que tenía una magnífica fama de hombre duro. Participé activamente en su fuga a través, creo recordar, de la cuarta galería y en compañía de unos etarras. Tenían que pasar desde el tejado con un tablón; el Lute, al que esperaba su hermano, pasó, pero el tablón se cayó. Los etarras se quedaron colgados y se armó una ensalada de tiros por parte de los guardias civiles de las garitas que por poco se matan entre ellos. Pero la historia de esa fuga no me pertenece a mí, sino a Eleuterio. La recuerdo perfectamente, pero es «su» historia. Me debe desde hace años una invitación por mi pequeña participación en aquella aventura. A ver si ahora se anima; la cita es en mi territorio, en un chiringuito frente al Mediterráneo, y el pago, un café y una buena conversación para recordar tiempos pasados, que no fueron mejores ni peores, tan sólo distintos, pero que nos hicieron ser como somos hoy.
El penal era un mundo en el que, a veces, acontecían historias humanas tan dolorosas que eran capaces de lacerarte el corazón. Como aquella mañana en que vi a mi amigo el de los barcos ordenar sus herramientas con cuidado y recoger sus materiales.
—¿Por qué recoges? ¿Es que no vas a seguir construyendo?
Me miró con tristeza.
—Amigo, esta noche me toca a mí, por eso recojo.
No lo comprendí.
—¿Qué es lo que te toca a ti?
—El garrote. Ya me lo han avisado, me toca esta noche, me han rechazado el indulto.
Me senté en la banquetilla que utilizaba para pintar sin poder reaccionar, no sabía qué decir. ¿Qué se le dice a un hombre al que, al alba, van a matar aplicándole el garrote vil? El de los barcos rompió su silencio.
—Te iba a regalar mi último barco, pero he preferido darlo para que me lo vendan y le manden el dinero a una hermana que tengo en Jaén, para misas. —Yo no respondí porque no tenía nada que decir, pero el hombre siguió hablando—: Yo sé que tú vas a rezar por mí, ¿verdad?
Le contesté entre dientes:
—Por supuesto.
De la tristeza pareció surgir una chispa de animación:
—Pues si rezas por mí como tú haces, pintando, píntame una virgen del Carmen, que yo soy devoto, píntame a mi Estrella de los Mares. ¿Lo harás?
Los hombres no deben llorar, tal vez porque cuando lo hacen es por algo tan importante que, si empiezan, quizá no puedan parar jamás. Clavé la mirada en el suelo con fijeza mientras apretaba la mandíbula.
—Te la pintaré, cuenta con ello.
El hombre insistió:
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Pues me voy, amigo, a prepararme. Pero antes me gustaría pedirte una cosa; me da no sé qué, me da vergüenza.
Lo miré a los ojos.
—Pídeme lo que quieras.
El hombre murmuró:
—Amigo, ¿me puedes dar un abrazo? Es que es muy triste morirse sin que a uno no le den ni un abrazo.
Me levanté y le abracé bajo aquel azul de luz cegadora, en aquel rincón del sur del sur, de la Andalucía profunda, donde los hombres cantaban «carceleras» y un recluso constructor de barcos no quería morir sin recibir unas migajas de calor humano, un simple abrazo.
Ejecutaron a mi amigo al amanecer. Vi la comitiva de la muerte a su ida y a la vuelta, con el ataúd que contenía los restos humanos con destino a la fosa común. Conseguir una estampa de la virgen del Carmen no fue difícil, porque allí, entre presos y funcionarios, había mucha devoción. Estábamos en un lugar de gran tradición marinera, aunque el mar jamás se veía, tan sólo se presentía en las gaviotas que a veces sobrevolaban el patio en busca de la basura de los cubos exteriores del presidio. Pinté de forma meticulosa y mientras pensaba, como siempre, en cómo me habría gustado que el buen Dios me adornara con facultades literarias para ser capaz de componer una oración que sustituyera al «ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte». Estaba seguro de que, para la Madre, ningún hijo merece ser llamado «pecador», de que no le gusta el calificativo aplicado a uno de sus muchachos, de que no le gusta que los suyos recordemos la muerte, sino la vida, y de que quiere que le digamos cosas bonitas, que le digamos que la queremos, porque lo importante no es querer, sino decirlo, y decirlo muchas veces, para que no se olvide. ¡Quién pudiera componer una plegaria! Eso sí, yo puedo pintarla y lo he hecho cien, mil veces. Pero aún no es bastante, me falta la magia de la palabra; la magia del pincel ya me la ha concedido Dios.
Ya condenado a cuatro años de cárcel, seguí pintando y vendiendo muchos cuadros al exterior. Hasta mandaron uno a Madrid y me dieron un premio que repartí entre el peculio de aquellos que no tenían absolutamente nada en su hoja y andaban esperando a que la gente que fumaba tirara el cigarrillo para abalanzarse sobre la colilla y luego, rescatando los restos, hacerse un cigarro de picadura.
La condena me la comunicó el director, que siempre se portó admirablemente conmigo. Le regalé una virgen para su señora.
—No me la puede rechazar, porque eso sería que le cierra la puerta de su casa a la virgen.
El hombre sonrió.
—Tiene usted razón, para la virgen mi casa está siempre abierta, muchas gracias. Vanden Berghe, le han condenado a cuatro años. ¿Se arregla lo de su extradición?
Me encogí de hombros.
—No lo sé, señor director. Mi familia ha contratado abogados, pero aquí me llegan pocas noticias. De todas formas, todavía me quedan por cumplir unos años en España, así que eso me preocupa y no me preocupa.
Y era cierto: en aquel apestoso universo donde funcionábamos a toque de corneta y desfilábamos para ir al comedor —«Uno, dos, uno, dos»—, el mundo exterior parecía lejano. Me llegó la sentencia del divorcio de Roxana y me dio igual; incluso la fiel Wenche me escribía con menos frecuencia —algo que me parecía, de alguna manera, sano, porque estar unida sentimentalmente a un condenado a muerte era algo poco gratificante desde el punto de vista psicológico—, pero me seguía enviando con regularidad dinero de «mi cuenta», de las ganancias que, siglos atrás, había obtenido vendiendo las antigüedades del barco de la República Popular China. En las cartas que yo le escribía a ella no sabía qué poner para que no fuera repetido. Le contaba lo soportable que resultaba la reclusión sin ofrecer jamás detalles desagradables y, mucho menos, datos reales.
¿Cómo contar que la gente enloquecía sin más? De pronto, un tipo del patio empezaba a chillar y a golpearse, o aparecía otro atrozmente mutilado con un pincho de fabricación carcelera, o el de más allá se obsesionaba con que su mujer le ponía los cuernos con la excusa de que tenía «la perpetua».
Aquella enfermería era un constante ir y venir. Se rumoreaba que, cuando alguien perdía los nervios, le administraban un tratamiento tan fuerte que se quedaba como un vegetal para los restos; y eso lo he visto yo con mis propios ojos: hombres idiotizados que se hacen sus necesidades encima, drogados con psicótropos o reducidos a palos durante sus ataques de locura homicida para conducirles a celdas especiales, «al agujero», como llamaban con terror a aquellos lugares de donde surgían los hombres como fantasmas, aniquilados física y psíquicamente.
Nada de aquello se podía contar. De hecho, cuando recibieran mis cartas mi familia debía de pensar que yo era una especie de tonto feliz, aunque, según Marcel, mis padres eran plenamente conscientes de todos y cada uno de mis problemas. Los viajes de mi padre al consulado francés eran constantes, pero cada vez volvía más desesperado porque no había estrictamente nada que hacer a nivel del sistema francés. Solicitaban mi extradición por asesinato y por todos los robos de arte del país; parecían estar felicísimos de poder aplicarme la guillotina.
A todo esto, yo también frecuentaba la enfermería por culpa de mis dientes. El encargado, que era un preso que tenía la carrera de veterinaria, trató, con más voluntad que acierto de extraerme algunas raíces. El muy criminal no lo consiguió y me produjo un flemón que tuve que neutralizar mandando al demandadero a por un montón de medicinas. Si salvaje era el patio del presidio, la enfermería era épica y, encima, sin más personal que el veterinario, que ponía inyecciones y hacía tragar pastillas por la fuerza a los que enloquecían.
—Pero oye, por curiosidad, ¿tú qué les das a los locos?
El veterinario se encogía de hombros.
—No tengo ni idea, a mí me traen los medicamentos y en cada uno pone para lo que es. Yo se lo doy al que lo necesita y punto, pero para mí que algunos vienen equivocados. Mira, a un tío al que le iban a dar el garrote le dimos una pastilla para los nervios y le tuvieron que llevar en volandas a sentarle. Yo creo que estaba muerto cuando el verdugo le dio la vuelta al chisme. ¡Cuando mandan las medicinas no ponen cuidado!
Eso debía de ser, «que no ponían cuidado». Además, el veterinario, que se las daba de científico, se quejaba continuamente de que en aquel penal había «muy poco detalle».
—Te lo digo a ti, que tienes cultura: aquí hay muy poco detalle. He visto a gente a la que se le infectaban los cortes y he avisado para que viniera una ambulancia, pero nada. Como no tienen detalle, los cortes se gangrenan y, si el preso no se muere, tienen que amputar.
A mí aquel hombre me entretenía mucho y, de hecho, cuando se produjo la epidemia de disentería, diarreas o lo que fuera lo que aquejó a los presos por culpa del agua, yo colaboré con él.
—Esto es falta de detalle. Yo creo que es cólera, pero me han prohibido decirlo. El agua está contaminada, y o es cólera o es disentería o yo qué sé, pero se están muriendo cagándose vivos.
Yo había sido afortunado porque tomaba el agua siempre hervida en un infiernillo de alcohol que me había agenciado. Los otros me miraban con sorpresa, pero con el agua siempre fui muy cuidadoso, al igual que con mi higiene personal, pues allí dentro convivían todas las enfermedades de la piel, desde la tiña a la sarna, desde los hongos a los horribles eccemas. Era cuestión, diría mi amigo el veterinario, «de falta de detalle».
19. El «Adiós» por peteneras al padre de Erik el Rojo
Mil historias que relatar sobre aquel tiempo distinto, cuando tantas horas dedicaba a la pintura. Estaba, precisamente, pintando un paisaje cuando vinieron a comunicarme que fuera a dirección porque el director quería hablar conmigo. El hombre me esperaba con el rostro muy serio y de inmediato pensé en que le habían concedido la extradición a Francia.
—Vanden Berghe, hemos recibido un telegrama para usted y he querido entregárselo en persona.
Me pasó el telegrama, que contenía un texto muy breve: «Papá ha muerto de pena y recordándote. Estamos a tu lado. Marcel».
El cansado corazón de mi padre no lo había podido soportar. Henri el guardabosques, el hombre que todo me lo había enseñado, quien me había hecho latir con la naturaleza, amar cada fragmento encantado del bosque, entender a los animales y ser capaz de que cualquier arma fuera una extensión de mi anatomía, había muerto de pena por su hijo pequeño, por su pequeño Erik, el joven cazador, el que más de una vez mereció y recibió bastonazos memorables, el que compartió con él una niñez que ambos, Henri y su adorada Eglantine, supieron hacer mágica. Aunque viviera mil vidas no sería capaz de agradecerle a mi padre el inmenso amor que me dio; mil vidas no bastarían para agradecerle lo mucho que me había enseñado y cómo me había hecho crecer como ser humano.
Yo era consciente, desde prisión, de su mendigar por oficinas oficiales, de su decepción ante cada negativa, de cómo movilizó amistades, rogó, suplicó… todo con tal de que no me llevaran a Francia. Pero era un simple guardabosques y policía de pueblo, no tenía contactos políticos ni acceso a las personalidades, así que nada podía hacer por salvar a su hijo. Le falló el corazón y murió entre los brazos de mi madre y con mi nombre en los labios.
Cuentan que, cuando depositaron el féretro con sus restos mortales en la sepultura, aún continuaba saliendo gente camino del cementerio desde la casa del camino del Paraíso; cuentan que las flores desbordaban el lugar y que allí, bajo la lluvia, estaban todos, todos menos el hijo pequeño.
—Al pequeño le han condenado a muerte los franceses y eso le ha costado la vida al pobre Henri.
—¡Cómo quería Henri a ese muchacho!
El mes que siguió lo recuerdo de forma brumosa, pues me sumí en una especie de niebla de dolor total. Me llegaron cartas, me escribieron todos, incluso el viejo Louis, que me aseguraba que «los suyos» se estaban moviendo en España a alto nivel y que no me olvidaban ni un instante. Pero no había paliativo para aquel dolor total. Pasé días sin hablar; me limitaba a pintar retazos de recuerdos de mi bosque y una cabeza de un cristo crucificado que le regalé al capellán de la prisión. Deseaba pintar el cristo, la expresión de dolor y la agonía de la crucifixión, porque era esa angustia lo que yo sentía en mi alma, sufrimiento y un odio total hacia aquellos franceses que habían sido, con su cruel injusticia y su frivolidad, culpables directos de la muerte de mi padre. Tres años dicen los científicos que dura el duelo; en mi caso han pasado ya cuarenta y mi dolor continúa latente en algún lugar, aunque atemperado por las represalias y dulcificado por la vida.
El uniforme carcelario no permitía llevar luto. Yo tampoco soy amigo de demostraciones externas, pero mi pena fue tan inmensa que encanecí y, según los poetas arábigo andalusíes, «el luto es blanco, porque blancas son las canas que lloran por la pérdida de la juventud». Pese a mi juventud, mi pelo empezó a cambiar de color, y así sigue todavía hoy. Puede decirse que en el penal celebré una especie de funeral en honor a Henri Vanden Berghe; fue algo pequeño: en el patio les dije a los que sabían tocar la guitarra, que eran gitanos:
—Ha muerto mi padre, ¿cuánto me cobráis por tocar un poco de música en su memoria?
Los gitanos se miraron entre ellos.
—¿Cómo te vamos a cobrar, payo? Esta tarde vamos a hacer un poco de música por tu padre, pero de corazón, por ser compañeros.
Por la tarde, en el patio, tocaron sus guitarras en honor a Henri.
—Vamos a tocar por peteneras, payo, y con mucho respeto, porque las peteneras son el cante de los muertos.
Y así, por peteneras, despedí a mi padre desde la distancia, desde mi amada Sefarad, bajo la suntuosidad asalmonada del cielo andaluz del atardecer. Fue un funeral importante; recibí el pésame de quienes se enteraron y aquellos gitanos, compañeros de presidio y hombres de bien que no me quisieron cobrar ni aceptar para tabaco porque lo hacían de corazón, cantaron hasta enronquecer. El penal era así, cruel y humano, desesperado y sentimental.
En medio de aquella época oscura, fui convocado de nuevo en el despacho del director.
—Mis felicitaciones, Franco le ha concedido el indulto.
¿Y quién había pedido un indulto? Sospeché de los movimientos de la gente de Louis, pero lo cierto era que el Caudillo me había indultado. Más tarde me dijeron que había sido porque yo le resultaba un personaje sumamente odioso e incómodo. Pero no sólo me concedió el indulto, sino que también le concedió mi extradición a Francia para que me largara de España. El director trataba de explicarme aquel embrollo legal:
—Está usted indultado en España y ahora va a Francia, pero el Jefe de Estado ha puesto como condición que no le ejecuten, sino que le juzguen.
¡Qué amable! De inmediato Franco me cayó simpático: me había quitado de en medio lanzándome a manos de los franceses pero con condiciones; así al menos les hurtaría el placer inmenso de matarme haciendo esa pirueta legal que es tan normal en ellos, la de los «juicios en rebeldía», en los que disponen de las vidas de las personas muy alegremente, sin darles la oportunidad de defenderse.
A lo largo de los quince días que tardaron en venir a buscarme, me fui despidiendo de todos mis compañeros del penal, lentamente, con parsimonia, hablando un poco con cada uno de ellos. El veterinario estaba impresionado.
—Pero ¿no tienes miedo de los franceses? Porque lo tuyo es muy grande, y me parece que esos gabachos tienen muy poco detalle.
Los gitanos músicos me abrazaron y me confesaron que ningún español podía ver a los «franceses», y un funcionario me explicó que la antipatía era histórica, desde lo de Napoleón y Pepe Botella, el rey borracho. Todo el penal sabía lo que me jugaba con aquella extradición: la vida, sencillamente, así que los etarras me dijeron frases de simpatía muy sentidas.
Allí dentro, en aquel penal de fama siniestra, había encontrado a espantosos y magníficos seres humanos. Una mañana, salí del penal de El Puerto de Santa María mirando atrás para llevarme en la memoria aquel tiempo: al constructor de barcos, las ejecuciones al alba, las epidemias, la fuga de El Lute, mis cuadros, y el veterinario. Todo formaba ya parte de mí y nunca he querido olvidarlo para no empobrecerme. Entré siendo joven y salí, no mucho más tarde, con el pelo blanco; había crecido, y mucho, y había aprovechado cada experiencia como un privilegio para mi evolución personal. No fue tiempo perdido, sino una etapa más de mi formación como ser humano y una oportunidad de aprendizaje que asimilé plenamente. Pero no estaba seguro de si me quedaban muchas otras oportunidades por metabolizar o si, por el contrario, mi reloj estaba marcando ya la hora final.
Para mi sorpresa, no me condujeron directamente a Madrid, sino que me llevaron a la vieja y destrozada prisión de Alicante para aprovechar otra conducción. Allí pasé un mes de tedio infinito en el que sólo tuve cierto estímulo cuando localicé a un francés que estaba preso por atraco y le provoqué hasta que llegamos a las manos para poder darle así una paliza memorable. La primera semana transcurrió, pues, normal; el resto del tiempo lo pasé en aislamiento intentando en vano leer una biblia en español. A aquellas alturas ya hablaba bastante, pero no era capaz de leer. De hecho, he de confesar que el único método fiable y eficaz que he utilizado para aprender a leer español fue en el 82, en la cárcel Modelo de Barcelona, cuando un amable estafador, que era empresario, me ofreció los cuatro tomos de la fantástica historia de España de Fernando Sánchez Dragó, la mejor que se ha escrito, Gárgoris y Habidis, con una recomendación:
—Toma, si consigues leer y aprenderte de memoria «esto», sabrás hablar español; mejor dicho, aprenderás «todo» el español.
Leí, tomé apuntes, memoricé, creí que en castellano no se decía «judío» sino «samuelito prepucio descapotado», me equivoqué y tardé tres largos años de prisión preventiva en dominar mi gazpacho mental de frases incomprensibles. Pero creo que al final lo conseguí. Aprendí, pues, español siendo alumno en solitario de una escuela exclusiva y extremadamente elitista de idiomas: la obra de Sánchez Dragó.
Por fin, de Alicante fui trasladado a Madrid, a Carabanchel, que resultaba una cárcel bastante cosmopolita y mucho menos miserable que las otras por las que había pasado. Hasta estaba limpia, se lo juro. De Carabanchel fui a Irún, donde me entregaron a las «autoridades» francesas, es decir, a un par de gendarmes que me llevaron, siempre esposado, hasta Hendaya. Allí, ¡qué cosa más cutre!, para mi humillación, tuve que pasar la noche encerrado y custodiado en el garaje de la casa de uno de ellos, porque no tenían donde meterme y, al parecer, carecían de calabozo. El policía se disculpó:
—Le ofrezco lo que tengo.
Que no era gran cosa, por cierto: un garaje agobiante adonde su mujer me llevó una deliciosa cena que yo le agradecí desplegando todas mis habilidades sociales, largamente descuidadas. A la mañana siguiente, aquel mismo policía me debía llevar en el tren hasta Bayona, un desastre de organización. Para las ansias enfermizas con las que me habían reclamado para ajusticiarme, el recibimiento no podría haber sido más paupérrimo. Como detalle gratificante, diré que la mujer del policía nos acompañó hasta la estación y allí, al subir al tren, me entregó una tarta casera de manzana que había cocinado para mí. No pude recogerla porque iba esposado, pero el marido la tomó en mi nombre.
—Suerte, joven, que tenga suerte.
—Gracias señora.
Durante el trayecto, los pobres guardias encargados de mi custodia trataban de explicarme el espantoso problema en que les metería si trataba de fugarme. Jugaban nerviosamente con las pistolas. Si hubiera tenido la más mínima oportunidad, puede que hubiera huido, pero aquellos hombres estaban demasiado nerviosos y se notaba que no eran expertos en el uso de las armas. Además, me sujetaron incómodamente entre los dos hasta que llegamos a Bayona, donde me esperaba un coche policial para conducirme a su costrosa prisión. En ella entré con mi equipaje y la tarta, pero esta última me la requisaron para comérsela ellos, seguramente. Me sometieron a un minucioso cacheo y a un registro extenuante. Allí sentí por vez primera que estaba en territorio enemigo, en la guarida de aquellos grupos policiales que tanto habían conspirado para acusarme de innumerables delitos —entre ellos de un asesinato—. Tras unos días oscuros de aislamiento en Bayona, fui trasladado a la lúgubre prisión de La Santé, en aquella ocasión bien escoltado y en plan enemigo público número uno. Allí empecé a informarme de las acusaciones que se me imputaban y me enteré de que había tres testigos que me reconocían sin ningún género de dudas en el asunto del tipo tiroteado en la frente. A medida que iba cambiando de cárceles, les iba enviando telegramas a los míos. Me constaba que mis hombres debían ya de saber que estaba en Francia, así que suponía que estarían movilizándose. Después de haber pasado por el penal de El Puerto, cualquier prisión se me hacía absolutamente soportable y asumible y, cuando de nuevo escoltado hasta por motoristas con sirenas me llevaron a la cárcel de Saint Brieux, ya me consideraba un especialista en prisiones y en tácticas y técnicas de supervivencia en el interior de las penitenciarías. Lo que sí me molestaba era la multitud, incontable, de cargos que había en mi contra. Mis amigos me mandaron abogados con todo tipo de noticias, puesto que yo no podía recibir más visitas que las de los letrados.
Finalmente, poco después de aquel último traslado, llegó el juicio por el terrible crimen, la causa de que un buen hombre, Henri Vanden Berghe el guardabosques, perdiera la vida. Los testigos, sencillamente, habían perdido la memoria. No me reconocieron, no recordaban nada, y el que menos tenía serias dudas. Eso sí, ninguno me miraba a los ojos, permanecían erguidos y mirando al frente en pleno ataque de amnesia temporal. Fui absuelto, como es lógico, y mis hombres, que estaban en la sala con Louis y los suyos, consiguieron saludarme fugazmente. Mi padre no pudo ver mi absolución, llegó demasiado tarde para él, pero apuesto a que habría deseado estar en aquella sala impresionante con los abogados gesticulando, el fiscal a lo suyo, los policías que estaban detrás de todas las acusaciones pálidos de furor, los testigos desmemoriados y el juez impartiendo la justicia de los hombres, que no la del Universo, que es otra distinta que yo prefiero infinitamente.
Me volvieron a conducir a prisión mientras se dictaba la sentencia y los abogados iban demostrando la inconsistencia de las acusaciones de los robos, que se basaban en simples sospechas policiales. Por fin, una mañana llegó un hombre a llevarme la orden de libertad: estaba absuelto del crimen y en libertad provisional por falta de pruebas por los otros cargos.
Salí lentamente de Saint Brieux, atravesando puerta tras puerta. Había un funcionario en cada una de ellas y las abrían con distinta llave e idéntico sonido metálico. Me dirigí paso tras paso hacia la libertad. Ya en el último portón, el guardia me despidió y abrió para que saliera a la calle. En la acera de enfrente, a cierta distancia, aparcados a la derecha, estaban mis hombres esperándome. Era una fría tarde de otoño francés y, cuando empecé a andar hacia ellos, dos hombres de paisano, que sin lugar a dudas me estaban esperando, me pararon. Supe al instante que eran policías.
Esto es un control. Por favor, carné de identidad o pasaporte.
Saqué con parsimonia el documento que me habían dado en prisión, en el que constaba que mi documentación permanecía aún retenida en el tribunal. Pero ellos ya sabían perfectamente quién era yo; de hecho, habían estado acechando mi salida. Yo también sabía quiénes eran ellos. Uno de los tipos observó el documento con expresión de sorna y, más que hablar, escupió:
—¡Identifíquese!
Estábamos parados en la acera, a pocos metros de la puerta de la prisión. Caía una fina lluvia que iba empapándome el liviano traje que llevaba. La mueca de aquellos policías era una mezcla de odio e ironía.
—¡Le estamos pidiendo que se identifique!
Les miré fijamente a la cara e intenté que mi voz sonara sorprendida:
—Ah, pero ¿es que ustedes no me conocen? Yo soy Erik el Rojo.
El más rubio volvió casi a escupir:
—¿Erik el Rojo? ¿Y quién es Erik el Rojo?
En ningún momento bajé la mirada.
—Pues Erik el Rojo es el que, a partir de ahora, les va a joder.
Pasé junto a los dos policías, que no hicieron ningún ademán de detenerme, y, andando lentamente, me dirigí hacia donde me esperaban mis hombres consciente de que las palabras que había dedicado a aquellos individuos no describían la realidad, sino que la «creaban». Yo era Erik el Rojo y yo les iba a joder.