3

Esteban supo que Melchor Arana era su enemigo antes incluso de escuchar su nombre, su codiciado puesto en el cuerpo diplomático y su acento suave, pulido en escuelas llenas de curas y de buenas palabras. El café aún no había abierto, y en mitad de las mesas dispuestas y de las chicas ociosas, el diplomático parecía un príncipe extranjero dispuesto a pasar la noche entre su pueblo. Le tendió la mano izquierda; la derecha jugaba con un encendedor y un cigarro que hacía bailar entre los dedos.

—Melchor Arana —dijo, cortando así la entusiasta presentación de Rosa, alborotada como una colegiala.

Se sentó en una de las sillas doradas y echó una ojeada al local.

—Ah, era hora de que el lujo regresara a esta ciudad.

—Hacemos lo que podemos.

—Todo el mundo lo hace, pero pocos lo consiguen. Éste será mi café.

A Esteban le molestaban esos aires de conquistador de nuevos territorios. Le molestaba también el traje bien cortado y los modales desenvueltos de Arana. Pero más adelante, salvo por un par de cuestiones, llegó a sentirse anudado a aquel hombre por una estrecha camaradería; con él aprendió la utilidad de ciertos gestos, la distancia que mediaba entre un hombre cortés, como era Esteban, el pobre vendedor de tejidos, y un caballero de mundo. Supo pedir una bebida nueva sin voz ostentosa, y capear los asuntos peliagudos, incluso los del dinero, con el ademán indiferente de quien habla del tiempo. Escogió con él corbatas ligeramente atrevidas y sombreros clásicos, y llegó a distinguir, de una ojeada, quién tenía dinero y desde hacía cuánto tiempo.

—Bah, un fulano más —despreciaba Esteban cuando le presentaban a un recién llegado con fama de distinguido, y Arana asentía con la cabeza, aprobando sus palabras—. Un nuevo rico. Un nuevo rico estúpido al que no le durará la suerte.

Arana era un hombre de recursos, en esencia, y manejaba dinero en abundancia, de modo que no fue la necesidad y los negocios los que le llevaron al Café-Teatro Besra. Por lo que Esteban conocía, era íntegro en su trabajo, y no ocultaba negocios rastreros. No frecuentaba mujeres, no bebía más de la cuenta, ni siquiera le perdían el juego o las apuestas, y nunca, jamás, cerró ningún trato con otros clientes del café. Pese a sus celos, Esteban tardó en comprender que Arana había caído también en una red más sutil, una red del todo impropia de un hombre de su experiencia e inteligencia. Como Esteban, se había sumergido en el hechizo de las Kodama.

Eso fue, en el fondo, lo que los acercó a los dos, aunque nunca demasiado, y los mantuvo a la distancia justa entre el cigarrillo compartido y los celos enfermizos; de no haber sido por la insultante superioridad de Melchor en los juegos de cartas, incluso hubieran podido alejar las formas un poco más y haberse demostrado el afecto que sentían.

Pero estaban Silvia y Rosa, y algo en ellos se resistía a admitir que sabían, que sabían que el otro sabía que los dos compartían aquellas mujeres. No hubiera sido digno. Además, Esteban llevaba muy a mal que le ganara a las cartas.

—Buen vino… ¿dónde lo había ocultado?

—Me dejará que me guarde algún secreto, ¿verdad?

De modo que entre las partidas de cartas y el abrazo de las Kodama, Melchor y Esteban fingían encontrarse en el café por casualidad, charlar de trivialidades por casualidad, y acechaban a las otras, a las que los unían, por si un gesto o un equívoco en el nombre delataba que el otro ganaba, que era el momento de volver la espalda y alejarse de la derrota.

Los modales de caballero contagiados por Melchor Arana y el amor voraz, extenuante que le invadía cuando se encontraba ante Silvia le impedían pensar que se estaba aprovechando de ella. Se sentía capaz de cualquier cosa, y cuando pensaba en el café levantado de la nada suspiraba, satisfecho. A él le debían dinero, protección, el creciente prestigio. Al secretario del embajador, nada. Además, pensaba él con rabia, en poco tiempo Arana cambiaría de destino, y se pudriría en una república sureña cargada de mosquitos y aguas insalubres, mientras que él continuaría cerca, como bastión de apoyo. Y las Kodama comprenderían que no era a alguien como al otro a quien necesitaban, una mariposa de vuelo rápido y fugaz recuerdo, sino la firme estabilidad y el aliento constante de Esteban.

—Melchor es un caballero —se limitaba a decir Rosa, si él sacaba el tema—. Ojalá conociéramos a muchos como él.

Tardó en saber de la relación entre Silvia y Melchor. Durante las primeras semanas estaba convencido de que el diplomático se trataba únicamente con Rosa, más próxima a su edad y a su conversación, porque Silvia apenas miraba a Arana, y hablarle era como dirigirse a una pared:

«Sí», «No», «Bien», «Oh, déjame», era cuanto sabía decir.

No hubiera podido imaginárselo; tardó mucho en estar seguro, primero, de que Arana se entendía con Rosa. Una noche los dejó solos, charlando, y al despertar, ya muy avanzada la mañana, se los encontró en idéntica posición, frente a la cafetera vacía, con el sueño espantado y una rigidez en el rostro propia de los iluminados, de los enamorados, de los sonámbulos.

—Se nos hizo tarde hablando… —se disculpó Rosa.

—Bueno, ahora es demasiado temprano —dijo Esteban, intentando parecer ingenioso.

Quedaron claras, en otras noches con menos café y más quebrantos, las intimidades de Rosa y el secretario; y no tardaron en seguir otros juegos con la hija en el saloncito abigarrado de botones de capitoné y de forros rojos, en las noches que Silvia le negaba a Esteban. Él los escuchaba. Los ruidos animales del amor, la respiración agotada y el grito sofocado de Arana. Ni siquiera con la puerta cerrada, con el auxilio de las mantas sobre la cabeza, podía dejar de oírlos.

En varias ocasiones, Esteban pensó en coger su fusil, que no había entregado tras la guerra, y descargárselo en la cabeza al fatuo diplomático. Ahogar definitivamente su grito. Si no con balas, podía emplearlo como maza, y destrozar de un golpe al amigo y al rival. Le contenía la misma prudente desidia, la cobardía paralizante que le había impedido, al principio de la guerra, escapar de una situación que conocía de antemano. De modo que los días pasaban en el acecho constante a Arana y a Silvia, y las noches en vela le veían ingeniar modos de retener a la chica, de robarle un beso, de forzarla a declarar que le amaba.

En una noche como aquéllas, en las que no dormía hasta que escuchaba a Silvia regresar a su habitación, se encontró con Rosa entre los brazos. Se sorprendió. Por un momento, le invadieron las ganas de llorar, pero no la echó de la cama. Ni siquiera encontró fuerzas para pensar en razones. Se valió de ella como de una valeriana para calmar los nervios y encontrar el sueño.

—No hay nada que no tenga arreglo… —susurraba ella, muy cerca de su oído—. Nada que no pueda remediarse.

Por la mañana, Rosa ya no estaba, y durante varios días sus visitas fugaces quedaron enterradas por las sombras de la noche y el deseo de Esteban de que no fueran ciertas. Creía a Rosa enamorada de Melchor, y supuso que tal vez los celos la llevaran a vengarse de esa manera. Él se consideraba un buen mozo, y no veía qué tenía Arana que no tuviera él. Tal vez Rosa se hubiera enamorado de él desde el principio, pero no había querido entrometerse en el camino de su hija. Pensó en todas las posibilidades menos en la verdadera.

Muerto José, Rosa no volvió a entregar su amor a nadie. Se miraba al espejo, y con la misma avaricia con la que contaba su dinero, calculaba el tiempo que le quedaba hasta la próxima arruga, hasta que la edad la dejara sin más arma que la astucia para lograr sus propósitos. Durante muchos años se esforzó por esterilizar de todo afecto a su hija, a la que adivinaba tierna e impresionable. No se engañaba respecto a su futuro: ni Silvia ni ella valían nada sin el café. Silvia, si lograba mantener la cabeza en su lugar, podría casarse bien. Pero tras la guerra quedaban pocos hombres disponibles, y la mayoría de ellos, callados y hoscos, trabajadores incapaces de labrarse un futuro distinto del pasado.

—Una mujer sin un hombre es poco más que un barco con el ancla perdida.

Por las noches, mientras servían las bebidas y circulaba el dinero, ella avanzaba entre las mesas y sonreía. Pacientemente, tendía su tela y esperaba. Se lograban grandes cosas con la paciencia y un oído atento.

Y así enfrentó a Esteban contra Melchor, los dos hombres que más le habían servido, los que con mayor provecho habían caído en su red. Esperaba el resultado del encuentro sin prisas, porque sabía que no eran aquéllos hombres de acción y de impulsos, y que cuanto más tiempo albergaran el rencor y la inquietud, más favores estarían dispuestos a ofrecerles a ellas: Melchor es un caballero, decía a uno. Oh, sí, Esteban es un caballero, decía al otro. Ojalá conociera a más como él, añadía, para los dos.

Por las noches, después de acudir al encuentro de Esteban, o de Melchor, dormía con la conciencia tranquila. Al fin y al cabo, la selección del más fuerte era algo extendido entre las hembras de cualquier especie.

De vez en cuando, Esteban, el abuelo, recordaba las hogueras de la víspera de Navidad, los aullidos de entusiasmo y de miedo vencido, pero inclinaba la cabeza para vencer el recuerdo de la combinación rosada de Silvia Kodama. A fuerza de intentarlo, había olvidado el retal de tela que había arrancado de esa prenda cuando la encontró en la basura, desdeñosamente apartada, y que Elsa miraba al trasluz, sentada en el suelo en la habitación contigua, indiferente al sabor de los melocotones helados.

Olvidar a Silvia le recordaba a Antonia. Antonia no le recordaba a nada, trabajo de largas horas, la calidez de un abrazo suave, de una tristeza muy menuda pero siempre presente, una melancolía con nombre, un nombre que buscaron varios días por los alrededores de Virto; no iba más allá. También él, su padre, había olvidado a la niña Elsa.

Buscaron a la niña durante cuatro días. Sin descanso, con una calma desesperante, peinaron cuidadosamente los campos cercanos, la montaña; trajeron una bomba de Duino para vaciar dos pozos, y removieron el agua de las acequias hasta dejarla enlodada y turbia. Recorrieron varios kilómetros a lo largo de la vía del tren, y sacudieron los matorrales y los montones de hierba.

El pueblo se paralizó, y mientras los hombres caminaban con linternas y un par de cuchillos, guiados por Esteban y sus hijos, Miguel y Carlos, día y noche, las mujeres se turnaban para acompañar a Antonia, a la que mantenían sentada o en la cama; una de ellas hablaba, o más bien la escuchaba hablar, en la habitación, y las otras curioseaban por la casa, con la excusa de echar una mano.

—¿Se sabe algo? ¿Han encontrado algo?

Se servían vasitos con anís y agua helada, y charlaban en voz baja. La rutina de la pastelería apenas se alteró, pese a la ausencia de la dueña y a que César se encontraba con los hombres, en la batida, porque la tata había tomado las riendas, sabedora de que un encargo incumplido no haría sino acrecentar la desgracia de la familia y de la casa.

—Yo no hago falta aquí —había dicho, entre el remolino de las mujeres, y se había quitado el delantal—. Si se sabe algo, venid a decírmelo al obrador.

Hacía mucho tiempo que no faltaba de casa ningún niño, ni de Virto ni de los pueblos de los alrededores. Quince años antes una criatura medio retrasada había caído a un pozo y se había ahogado, pero las malas lenguas acusaban a la madre de haberla arrojado ella misma. Y mucho antes, en la época en la que la propia Antonia era una niña y sólo iba al pueblo de vacaciones, se extendió el miedo por la región, porque varios bebés murieron repentinamente y se rumoreaba que eso había atraído a la zona a un sacamantecas, un hombre que vendía grasa de niños para confeccionar medicinas y embrujos.

Antonia estaba segura de que su hija no había corrido esa suerte, sino que se la habían raptado para entregársela a otros padres. Había leído hasta la saciedad casos similares en las novelas; imaginaba a Elsita asustada, en la verja de una mansión blanca y dorada, donde la esperaban una legión de sirvientes y una habitación con cortinas y alfombras rosas. Era una niña muy linda, con el pelo rubio, aún más rubio porque ella se lo aclaraba al sol con manzanilla, y unos ojos enormes que debieron de ser azules, manitas pequeñas y piernas delgadas.

—Una niña preciosa, un pajarito…

A nadie que la hubiera visto se le hubiera ocurrido darle trabajo; era juiciosa y tranquila, y estaban seguros de que no se había escapado por una travesura.

—Y las que buscan para las casas de mala vida —decía, negándose a pensar en esa posibilidad— son mayores, ¿verdad? Han cumplido ya los doce o los trece años.

Sólo quedaba la opción de un accidente, de que hubiera sufrido un mareo o se hubiera roto una pierna y permaneciera inmóvil y debilitada en algún rincón que aún no hubieran explorado. O, como todo parecía indicar, que se la hubieran llevado.

La vecina de turno tranquilizaba a la madre, y se asomaba cada poco al pasillo, por si traían nuevas noticias; pero Antonia no callaba. A ella también le habían dado anís rebajado para beber, y lo sentía en la cabeza, impulsándola a hablar y a dormir, a dar cabezadas y continuar hablando.

—Sin permiso no se ha escapado de casa. Ay, mi niña, mi niña… ¿Quién tendrá a mi niña, Dios mío?

Prefería que se la hubieran llevado, antes de imaginar a la nena herida y muerta de hambre en cualquier recodo del monte. Era remilgada y mala comedora, y no soportaba bien el frío. Una princesita. Aunque no volviera a verla más, confesaba entre lágrimas, prefería pensar que estaba bien cuidada.

Carlos, sin embargo, rezaba por encontrarla, aunque fuera muerta: durante tres días había dado palos en los arbustos y se había hundido hasta la cintura en el barrizal de la acequia, y sentía el cuello y la espalda doloridos y tensos. Les habían preguntado, a su hermano y a él, por escondites a los que fueran con la pequeña, por lugares secretos o cuevas que sólo ellos conocieran. Él apenas podía hablar, de modo que Miguel contestó con voz serena:

—No solemos marcharnos al monte y, además, Elsita nunca viene con nosotros. Es muy pequeña y se cansa. Si se ha marchado por el monte, de fijo se ha extraviado. No conoce el camino de vuelta y andará por ahí perdida.

A su espalda, las linternas de los hombres formaban un cortejo de luciérnagas desorientadas.

Los guardias repitieron las, preguntas, e impusieron un poco de método a la búsqueda. Uno de los cabos se llevó a Carlos de vuelta al pueblo, le esperó mientras se bañaba y se cambiaba de ropa y compartió con él la comida en la cocina: carne cocida en el horno, pan y queso, y leche con sopas.

—¿Por qué no te quedas y duermes un rato? —le sugirió, con una amabilidad sorprendente—. Quédate con tu madre. Ya continúan tras tu hermana los mayores. Has trabajado sin parar durante tres días.

Carlos, que tenía aún el pelo mojado, se enfureció.

—Ya no soy un niño chico. Y al fin y al cabo, no ha sido a mí a quien se le ha escapado Elsita.

Se sintió un poco avergonzado de levantarle la voz a un hombre con uniforme y no dijo nada más. Humilló la cabeza y, mientras removía las sopas con nata y azúcar, le suplicó que le permitiera regresar al campo.

—Aunque no sea más que esta noche… sólo por esta noche, y mañana me quedaré con mi madre.

El cabo apagó la colilla que fumaba, sonrió tristemente mientras asentía con la cabeza y lo devolvió con el resto de los hombres. Anochecía ya, y entre la oscuridad y las primeras linternas, observó cómo Miguel, silencioso y pálido, permanecía en pie juntó a su padre, y a César, tan angustiado como si perteneciera a la familia, rebuscando entre los bordes y las lindes.

A medianoche, Carlos desapareció.

No fue durante mucho tiempo, apenas una hora, pero los hombres y los guardias asistieron al desmoronamiento de la familia. Hosco y lóbrego, el cabo que había accedido a traerlo de nuevo a la búsqueda daba órdenes y se hundía bajo el peso de la preocupación. El padre se dejó caer sobre una piedra, y comenzó a temblar. Nadie quería acercarse al pueblo y dar la noticia a la pobre Antonia. Miguel, demasiado reservado para mostrar su dolor, o demasiado joven para comprender la gravedad del caso, no pareció inmutarse, y continuó incansable, con los ojos rojos y fijos en el suelo.

—¿A quién de los dos buscamos ahora? —preguntó, como si el cansancio no hiciera mella en él.

Permanecieron casi sin moverse, mientras el rocío les calaba las mantas con las que se cubrían los hombros y todos pensaban en los absurdos de la vida. Entonces, cuando el cielo comenzaba a clarear, escucharon unos pasos, y uno de los hombres se puso en pie para observar mejor al recién llegado. Era Carlos, con una expresión enloquecida en los ojos, que se acercaba.

El alivio que para todos supuso su regreso marcó el fin de la búsqueda. En el amanecer de aquel cuarto día Esteban se dio por vencido.

—Volvamos al pueblo. He recuperado un hijo… ya no me importa nada más.

—Me acerqué a la loma por última vez —explicó Carlos, nervioso por el sufrimiento que había causado—. Desde allí puede verse todo Virto, y la pendiente del monte. Pensé que había visto algo allí.

—¿Y había algo? —preguntó Miguel.

Carlos señaló hacia el punto que indicaba antes de contestar.

—No.

—Ya da igual —dijo el padre, y luego repitió—: Ahora da igual.

Se encaminaron al pueblo, abrazaron a la madre, ya completamente borracha, y espantaron de dos manotazos a las mujeres, que escapaban como pájaros alborotados.

Los guardias y algunos hombres rastrearon la zona unas horas más. Luego, con un suspiro, el cabo se acercó hasta la casa, completaron los informes y se marcharon. En unos pocos días, Antonia se levantó y retomó el trabajo en la pastelería. César continuaba por allí, pálido y frenético. A cada momento creía ver que la niña entraba de nuevo por la puerta.

Juguemos un ratito, César… ¿Has terminado ya el trabajo?

Antonia quería ser fuerte, pero a veces la derrotaban los sollozos, y deseaba que su niña apareciera, viva o muerta, pero que se diera fin de alguna manera a aquella agonía.

—No es vida. Esto no es vida. ¿De qué me quejaba yo antes, Dios mío, si éramos felices, si estábamos juntos, si no nos faltaba de nada?

Carlos, sin embargo, rezaba para que Elsa no apareciera, para que la vida normal cayera como un manto cálido sobre ellos y alejara de una vez las sensaciones descarnadas de las noches de búsqueda, el llanto de su madre y el prolongado sufrimiento del padre.

Al día siguiente de abandonar la búsqueda, mientras los padres aún dormían y se extendía por el pueblo un aire de tragedia, él zarandeó a su hermano hasta despertarlo y lo obligó a levantarse.

—Toma —le dijo, y le arrojó una cuchilla de afeitar—, porque vamos a hacer un juramento.

Miguel se hizo un corte en el dedo pulgar y luego apretó la carne hasta que asomaron unas gotitas de sangre. Carlos le tendió un vaso de agua, y los dos mojaron el dedo herido allí. La sangre apenas enturbió el agua.

—Juremos que jamás olvidaremos a Elsa —dijo Carlos, y levantó el vaso en alto y bebió un sorbo de agua.

Luego se lo pasó a su hermano.

—Jamás olvidaremos a Elsa.

Bebió también. Arrojaron el resto al tiesto de un geranio que su madre había colocado en la ventana.

—Deberías haber cuidado de ella —dijo Carlos, y se metió de nuevo en la cama.

—¿Es que tú te preocupabas por ella cuando te tocaba? —contestó el mayor.

Carlos no contestó y, a través de la pared, escuchó que su madre lloraba. Al cabo de un momento, supo por la respiración pausada que Miguel dormía. Durante años soñó con aquella noche, con aquella búsqueda confusa y a oscuras que no dio sus frutos, con su madre llorando y hablando con la voz que daban las borracheras.

Rompió la promesa de no olvidar a su hermanita, y lo hizo mucho tiempo antes de lo que él suponía; pero ni por un momento olvidó que aquel día era Miguel quien había quedado al cuidado de Elsa.

En el monte quedó, como huella mínima, un cordel tirado en el suelo: la cuerdecita con la que Elsa, como hacían las princesas de la antigüedad, se ataba las piernas.

De aquello hacía casi cuarenta y cinco años. La mayor parte de la gente que buscó a la niña había muerto. Antonia descansaba en paz, el amable cabo que fumaba mientras Carlos cenaba también los había dejado. Los niños crecieron, abandonaron Virto, marcharon aún más allá de Duino, se casaron. Nacieron dos Elsas. Las noticias se espaciaron, y los lazos, incluso los más estrechos, se aflojaron poco a poco, como con desgana.

El tiempo también cambió; las lluvias escasearon, las acequias se secaron y durante varios años la misma sequía que asoló Duino despobló Virto. Ahora sólo quedaban viejos, y algunos jóvenes que comenzaban a escapar de la ciudad porque los pisos en el pueblo eran más baratos y las comunicaciones con éste buenas. Los fines de semana se acercaban también algunos matrimonios de mediana edad. La pastelería continuaba en el mismo lugar, haciendo esquina en la plaza techada por las ramas de los árboles, con el mismo escaparate flamante, el mismo nombre dorado sobre fondo granate. Como si nada hubiera ocurrido. Como si la Elsa de nueve años que abandonó una tarde Virto y la Elsa pintora que, cuarenta y cuatro años más tarde, había abandonado Desrein para vivir en Duino fueran la misma Elsa.

Elsa grande, la que había escapado de Desrein, la ciudad del dinero, la ciudad más al sur, cercana al mar, invadida por una niebla pegajosa y tenaz, una llovizna sutil difícil de evitar. Una ciudad compuesta por muchas telas de araña.

Pero habían ocurrido muchas cosas, demasiadas mentiras, demasiadas historias no contadas, demasiadas palabras ocultas y venenosas que se repetían una y otra vez, como si fueran las mismas. Por eso el tiempo parecía repetirse. Como los nombres se repetían (Elsa grande, Elsa pequeña, la niña Elsa, Antonia, Antonio), se repetían también los hechos, las huidas. Se repetían las palabras. Las historias.

Y aunque eso perteneciera ya al olvido, Antonia repitió una vez, al poco de casados, frases muy parecidas a las de Rosa: no me queda otra cosa… si esto no prospera, mis hijos y yo nos moriremos de hambre… no tenemos dinero, no tenemos amigos… ¿a quién podremos vender?, ¿quién nos comprará lo que ofrezcamos?

Y él mismo, sin recordarlo, contestó algo similar:

La gente comprará lo que le ofrezcamos. Como siempre.

No comprendía la desesperación de Antonia, y sus lagrimones le estaban poniendo nervioso. La madre de Antonia acababa dé morir, y había repartido salomónicamente sus bienes; el piso y la pensión de Duino, para el hermano; la casa de Virto, con la tahona, para Antonia; una cantidad de dinero, no muy grande, para dividir entre los dos, de modo desigual. La mejor parte, como cabía esperar, fue para el hermano.

—Siempre supieron llevar a mi madre por donde les convenía… mi hermano y mi cuñada, los dos. Egoístas, malas personas que sólo se ocupan de lo suyo.

—Intenta llegar a un acuerdo con ellos —le había dicho Esteban.

Antonia, consternada, ofreció renunciar al dinero si cambiaban las partes, y aunque el hermano no parecía muy remiso a ceder, la intervención con doble fondo de la cuñada dio al traste con sus esperanzas. La pensión de Duino funcionaba bien, y a Antonia le parecía un negocio más adecuado para una mujer; pero eso mismo parecía opinar la cuñada, tan poco deseosa como ella de sumergirse en la esclavizante rutina de una tahona. A ello se unía la satisfacción de poder humillar las ínfulas de Antonia enviándola al pueblo; la cuñada, una mujer de aspecto ratonil, tragaba mal los desprecios, pero los tragaba esperando el amanecer de la revancha: así Antonia se hubiera arrodillado, ella se habría aferrado a la pensión y al testamento como lapa a la roca.

—¿Qué más les dará a ellos? Lo hacen por pura mala voluntad. Sólo por arruinarnos la vida. ¿Dónde vamos nosotros con los dos niños pequeños?

—Cállate ya, anda. No se puede contar con lo que no es nuestro, de modo que comencemos a preocuparnos por lo que nos ha tocado en suerte.

Esteban, que no había conocido los esplendores de la familia de Antonia, y a quien asustaba poco el trabajo, se daba por satisfecho. Les quedaba un negocio bien organizado: una casa soleada abierta al aire de la montaña. Y, sobre todo, tenían a la tata, que con el nacimiento de Carlos y Miguel había dejado de ser una criadita joven para responder a su nuevo nombre; obviamente, sobre su destino nada podía indicar el testamento, pero ella escogió sin dudar la tahona de Virto.

El hermano y la cuñada no tenían hijos ni trazas de tenerlos, y ella pensaba que sería de más utilidad a la señorita. Esteban respetaba a aquella chiquita tenaz y voluntariosa, y sólo con su apoyo se hubiera dado por satisfecho. Antonia enjugó las lágrimas, quedó un poco consolada tras el último desplante que le dedicó a la cuñada, y que andando el tiempo habría de pesarle, y con un inicio de esperanza empaquetaron las cosas, abrigaron bien a los niños, porque el viaje en tren rendía lo suyo, y marcharon a Virto.

Con Virto establecería la tata firmes vínculos, hasta que llegaron a considerarla, y a considerarse ella misma, más del pueblo que los nacidos allí. Entregó todo lo que sabía dar: una lealtad furiosa, su trabajo y su cariño. No sabía querer de otra manera. De Antonia y de su madre aprendió una rigidez de espíritu, una altivez que se extendía a su alrededor como un aliento helado. Tampoco ella recordaba los años anteriores a la guerra, en los que era aún niña, y el dinero de la familia alcanzaba para mantener varias casas abiertas y veraneos junto al mar. Desarraigada de la ciudad como estaba, el único orgullo que para ella resultaba válido era el de Virto. Los hijos de Esteban y Antonia podrían haber emigrado, o incluso naufragado en la miseria. Para la tata, la auténtica nobleza radicaba en pertenecer a Virto, y entre los notables del pueblo, sus señores, su familia, eran los más notables. Llevaban una seña, un sello en la frente, contra el que no había nada que hacer.

Había vivido y trabajado siempre con ellos. No se casó. Cuando ya era una mujer madura, encontró un romance otoñal con un hombre mayor que ella que había sido médico. De Virto, por supuesto; pero los hijos del novio se opusieron con saña al flirteo.

—Sólo busca tu dinero —le advertían—. ¿Es que no ves que sólo te quiere por tu dinero?

El anciano médico no cambiaba el gesto y se arreglaba la corbata.

—Menuda novedad —respondía—. ¿Y por qué me queréis vosotros?

A la tata llegaron esos rumores, y la herida de la infamia caló más profundamente que el cariño. A ella, todo hay que decirlo, tampoco le resultaba indiferente la fortuna del médico, pero no era ésa su intención. Ella había logrado cierta cultura, y se había distraído hablando con el anciano, que tantas cosas conocía. Había pensado que ella podría cuidarle, y que se entenderían bien. Además, pese a su cáscara arisca, era propensa a la ternura, y se había dejado vencer por la ilusión del galanteo.

De modo que no fue sin esfuerzo como cortó las relaciones recién estrenadas.

—Creo que será mejor que no nos veamos más.

—Pero… ¿por qué? —había preguntado el médico, atónito, tan bien arreglado para ir a su encuentro, con el primoroso nudo de la corbata sujeto con un alfiler de perla.

La tata no pudo resistirse a una última muestra de rencor.

—Tú sabrás por qué, tú sabrás lo que has contado y lo que andan diciendo por ahí. Pero a mi lado, desde luego, no vuelvas.

Como conocía bien la moral de los pueblos, y ella misma había contribuido a formar la de Virto, se encerró en casa; sólo salía los domingos, a la misa de ocho. Durante varios meses el anciano médico madrugó para encontrarla, y, según las antiguas costumbres, darle de sus dedos el agua bendita, pero la tata caminaba frente a él arrogante como una princesa, y lo dejaba abatido, sentado en los bancos traseros, que no abandonaba hasta que la veía salir de la iglesia. Cuando el hombre murió, ella no asistió a su entierro, Encargó dos misas por su alma, unas semanas después. La ira fermentaba en su interior, como el vino en los lagares, y ascendía un poco más cada día, entre las casas del pueblo.

Y luego todo aquello había terminado y habían regresado a Duino. En la ciudad recordaba poco esas cosas. El señor Esteban se valía muy bien por sí mismo, y a ella le quedaba mucho tiempo libre: conocía de memoria las mercerías y tiendas de labores, y pasaba horas ocupada en la costura, en hilvanar un abriguito nuevo o cogerle los bajos a una falda ya usada.

Era coqueta. Una vez cada quince días se acercaba a la peluquería del barrio y se hacía teñir el pelo de colores diferentes. Se miraba con cuidado al espejo en la puerta, al entrar, y luego al salir, porque sólo se fiaba de la luz natural, y señalaba las canas supervivientes, que tenían que cortarle de raíz con una tijerita. Las clientas y las peluqueras la creían una señora de posibles, y ella nunca las sacó de su error; había aprendido del caso del médico, y hubiera matado a quien insinuara una relación sucia entre el señor Esteban y ella. De modo que observaba a las mujeres del barrio bajo el casco plateado de la peluquería, y al verse con los pelos mojados, como una gallina triste, sonreía y dejaba a las otras cacarear.

Cuando todos llegaron (Esteban, Antonia con Miguel de la mano, la tata con Carlos en brazos), Virto ya no era el pueblo que una vez fue. De los restos de la muralla, sólo quedaba la puerta Este. Las reliquias de la iglesia habían ido a parar a un convento de la ciudad. Virto se dedicaba a la agricultura, y a criar unas cuantas reses. Bajo el sol de agosto ardía la tierra roja, y el barro en las casas se cocía de nuevo, sin sombra ni consuelo de las montañas, allá lejanas. Manaba un río plagado de acequias. A comienzos de primavera, cuando las cigüeñas menudeaban por los torreones destrozados de la muralla, todos los labradores contemplaban el cielo y movían la cabeza.

—El agua tarda… el agua tarda.

Las lluvias no eran nunca suficientes, y cuando caían, se hacían temibles por su violencia. De modo que cuidaban y limpiaban las acequias con todo cariño, porque nunca se sabía cuándo volvería a llover.

Cuando llegó el ferrocarril, los hombres que colocaron las traviesas se doraron a fuego lento hasta alcanzar el color de los adobes, y dejaron a sus espaldas un rastro de metal y de ruido. La estación, pintada de verde, quedaba fuera del pueblo, y estaba adornada con un paso a nivel muy vistoso, con unas barras rojas y blancas que descendían y ascendían obedientemente y que parecían caramelos gigantes; porque entonces Antonia ya dominaba la técnica del caramelo, y el mayor anhelo de los niños era reunir los dos céntimos que costaban las piruletas blancas y rojas. Las sabinas.

En primavera, las vías del tren se cuajaban de unas flores menudas, amarillas y muy fragantes, y de otras rojas un poco mayores, que al cortarlas manchaban las manos de un líquido lechoso y malsano. Si se sabía buscar, entre las vías se encontraban muchas cosas: pañuelos casi nuevos, monedas que arrojaban los viajeros para pedir un deseo, zapatos desechados y trapos de colores. Cuando Miguel le daba un codazo a Carlos y proponía que marcharan a las vías, los dos sabían que iniciaban una aventura.

—¿Quieres que me lleve la navaja nueva?

—Bueno.

Pedían la merienda en la cocina y, muy sigilosos, se escapaban hasta la estación.

—Que no se entere Elsita.

—No, está durmiendo.

Si su hermana los seguía, miraban de despistarla; era pequeña, y sólo servía de estorbo.

La única vez que Elsa grande vio Virto, en un rodeo que su padre, acometido por un súbito ataque de entusiasmo nostálgico, les hizo dar, una vez que regresaban de Duino, encontró una moneda en la vía. Se la guardó en el bolsillo. El resto del pueblo ni siquiera lo recordaba. Casas de adobe, puertas blancas y verdes, una plaza de ladrillo que parecía un horno bajo el sol.

Varios hombres muy viejos estrecharon la mano de su padre.

—Supimos que tienes un negocio.

—Una tienda de muebles, sí.

—Tu padre te será de mucha ayuda. ¿Cuánto tiempo hacía que no venías por aquí? Mal hecho… aquí has dejado tus raíces.

—¿Qué dices, hombre? —afirmaba otro, muy enérgico—. La juventud no encuentra trabas en ninguna parte. Déjale que descubra mundo. Ya tendrá tiempo de regresar.

Otro hombrecillo, que no le había soltado la mano, sonreía y movía la cabeza.

—¿Y cómo se llama tu pastelería, hijo?

No les cabía en la cabeza que el hijo del señor Esteban pudiera regentar algo que no fuera una pastelería.

En las vías, las mismas flores se agitaban por distintos vientos, y marcaban el camino de ida, como veletas fijas y engañosas. Ahí terminó la visita. Elsa grande subió al coche, con la moneda en el bolsillo, su padre condujo hasta Desrein en silencio, muy ufano, y los ancianos permanecieron inmóviles, bajo el sol, esperando por algo que no llegaba.

Pese a su llantina con el testamento, Antonia era una mujer animosa. La guerra le había arrancado de cuajo los remilgos de señorita, y había introducido una cuña de hielo en sus tardes de amiguitas y bachillerato, en las postulaciones por los niños pobres y las pruebas de los vestidos con modista. Había resultado mejor parada que muchas: se había casado, nadie le había robado lo que era suyo (aunque quedaba pendiente el asunto de la cuñada entrometida), y cuando sus niños crecieran, tendrían un techo y un oficio. La pastelería era la gallina de los huevos de oro.

Si yo paro, todo para —pensaba—. Todos ellos, pobrecitos míos, dependen de mí.

Ahora que se había acostumbrado a madrugar, y se había resignado a la idea de ser panadera, sólo le faltaban unas hijas para acercarse a la felicidad. O al menos, a la idea de felicidad que se había formado hacía ya tanto tiempo.

Tiempo de soñar despierta. Tiempos de leer poemas en las revistas femeninas, que indicaban cómo colocarse los aderezos de novia; y hablaban de las visitas a hospicios de la reina, y de los vestidos, siempre bordados, siempre cuajados de cintas, de las princesitas. Antonia se acercaba la revista a los ojos, y copiaba en un cuaderno los modelos, al menos, en las ocasiones en las que el retocador no se había ensañado con la foto y se apreciaban en detalle las ropitas reales. Tiempo de bautizar a sus hijas no nacidas, que serían tres, como las princesas, con nombres de novela: Elsa, Astrid, Victoria.

No pensaba tener hijos. Los varones no eran cariñosos, no se quedaban junto a la madre. Y además, ¿cómo los vestiría? Conocía poco de los hombres, y lo que había visto de ellos no le interesaba. Algún día aparecería un caballero y, sin ni siquiera mirarla, la elegiría. A veces pensaba que sería un poeta lánguido con melena ensortijada y barbita cuidada, como los que causaban estragos entre sus amigas. O un militar. Los de Marina eran los preferidos, porqué el uniforme dorado y blanco lucía al sol en los paseos de verano. O, en sus días más fantasiosos, un conde extranjero. ¿Por qué no? Una amiga de su madre lo había logrado. Cierto era que entonces corrían otros tiempos, y que si ahora aparecía un conde por Duino, así fuera calvo y regordete, iba a haber bofetadas, y ya podían todos los poetas y los tenientes del mundo darse con un canto en los dientes. Pero ¿quién sabía? Ése era el tiempo.

Tiempo de pedir antojos a la luna, de amontonar proyectos que no se cumplirían. Tiempo de esperar, con la ilusión intacta, a que las cosas fueran llegando.

Quien apareció no fue un duque, ni un poeta, pero al menos había sido soldado. Antonia guardaba con todo cuidado las cartas que se habían cambiado durante la guerra. Luego, durante varios meses, no supo nada de él. Ella continuó escribiendo, pero temía, en el fondo, que lo hubieran matado en los últimos días de la guerra, cuando los hombres se rendían, sin saber del todo si les sería respetada la vida o no. No se atrevía a indagar más, y tampoco encontraba excusas para acercarse al cuartel y pedir datos. De vez en cuando, se acercaba a su hermano.

—No tendrás que acercarte al cuartel para algo, ¿verdad?

—No. ¿Por qué?

—Por nada…

De modo que cuando Esteban, tan trajeado en comparación con los otros hombres, regresó a ella lo tomó como una bendición. Ya no sería, como se había temido, una novia de guerra, ya no cultivaría la melancolía por un novio muerto ni se escondería del resto del mundo para llorar. Había sido afortunada. Muy afortunada. Además, la idea de comenzar una vida con un nuevo amado, un hombre de aquellos de después de la guerra que habían surgido de la nada, no le resultaba agradable.

—Ya me dirás dónde has estado. Aunque no sea más que por las noches en blanco que me has hecho pasar…

—¿Por qué quieres saberlo, mujer?

—Si fuera algo bueno, ya me lo habrías contado.

Esteban se encogía de hombros.

—Puedes pasar perfectamente sin saberlo.

Luego nació Miguel, vinieron Carlos y la niña Elsa, y Antonia encontró pronto muchas más cosas de qué preocuparse. La historia de Esteban continuó sin ser contada.

Porque se llamó Elsa. Elsa, Elsa, Elsita. Victoria se había extendido demasiado en los años posteriores a la guerra. Victorias, Glorias, Alegrías e incluso alguna Patria. Esteban se negó rotundamente a llamarla Astrid, y sólo accedió a Elsa a regañadientes.

—Tú elegiste el nombre de los chicos —se defendía ella—. Déjame al menos escoger los de las niñas.

Como Antonia, Esteban creyó que vendrían más hijas. No fue así. Los dos lo lamentaron. Para Antonia, se hubiera llamado Palmira. Para Esteban, Silvia.

De modo que los nombres hermosos que Antonia anotaba en las libretas acabaron en los pasteles a los que dedicó el tiempo. Ocurrió por casualidad, cuando miró un merengue cubierto con caramelo y la asaltó una idea repentina.

—Se parece a Elsita.

Porque Elsita era rubia, pese a que su madre se lamentaba de que no hubiera heredado los ojos azules y alabados de su padre, y redondita y dulce como el merengue. De modo que sin más pensamiento surgieron las elsas, y luego unas golosinas de crema pastelera y nata a las que llamó astrids, e incluso, pese a la vulgaridad del nombre, unas tortas de anís a las que conocían como victorias. Antonia copiaba la receta con letra primorosa, por partida doble, porque Esteban siempre quería conservar un recetario de reserva, y luego, con el gozo de un nacimiento, tachaba de sus cuadernos el nombre escogido, una hija menos.

Comenzó vendiendo rosquillas de vino y unos pastelitos con frutas, muy sencillos, en los que aprovechaba las sobras de la masa. En su casa, de soltera, había aprendido a hacer dulces, y cuando se vio que la gente repetía, que pedían pastas para la merienda y bollos para el desayuno, se sentó despacio con Esteban y comenzó a trazar números.

—¿Quién va a querer comprar dulces, cuando no hay dinero para otra cosa?

Esteban entrecerró los ojos.

—Así es la gente. Comprarán los pasteles, aunque no les quede el dinero para lo que realmente importa.

La tahona era grande, y le envidiaban la posición; ocupaba los bajos de una vivienda, y daba a la plaza. En la parte posterior, la puerta de las calles olvidadas, estaba el obrador. Con el tiempo, allí llegarían las furgonetas clandestinas con las que César hacía negocio. En la parte delantera se vendían los panes: roscas, panes altos, bajos, barras, panecillos de salvado, otros preñados, con la roja huella del chorizo delator, y otros más sin sal, para los enfermos del riñón.

En Virto quedaban otras dos panaderías: un horno mísero, que antes de la guerra había empleado a cinco personas, pero al que golpeó la mala suerte, y otra tahona, en la calle Nueva, que pertenecía a una familia relacionada, al menos de lejos, con el alcalde. Esteban, que observaba el negocio a distancia y con ojos críticos, trazaba planes y armaba estrategias.

—Aquí alguien debe hundirse —reflexionaba, a media voz—. Con todos, el barco no puede.

A los de la otra tahona, la de la calle Nueva, no había ni que hablarles. Lo arrojarían de allí a patadas. Pero los otros tal vez le escucharían. Una tarde se puso un traje y contempló con disgusto que le venía pequeño. Caminó hasta el hornillo de pan, dándose tironcitos en las mangas, y llamó en la puerta abierta antes de entrar.

—Venga a hablar de dinero —dijo, ante el sorprendido patrón—, aunque la hora de la siesta sea mala consejera.

Fuera por el letargo de la siesta o por su endiablada labia, el horno quedó cerrado, y el dueño, con el aprendiz que le quedaba, un muchacho listo llamado César, pasaron a trabajar para la tahona de Esteban.

—Uno de los pasos está dado —le dijo a su mujer, y a los dos niños que enredaban, metiendo las narices en todo—. Demasiada gente cuece en casa… por el pan no podremos hacer competencia. Vayamos a por los pasteles.

La familia vivía en una casita cercana, con dos mirtos en la entrada y un porche sombreado. Una casa muy bonita, con su escudo labrado en el frontal y unos arcos caprichosos en el piso alto. Sobre la tahona quedaban unas habitaciones, que arreglaron para que vivieran en ella los obreros. Para casi todos, aquello era de lo más práctico; para la competencia de la calle Nueva, los de Esteban daban muestra de una arrogancia, de un afán de esclavitud que los trabajadores no debían tolerar.

Si algo amaba Antonia en el mundo, aparte de a su marido, era la tahona. Un poco más atrás estaba la niña, y a distancias mínimas, los dos hijos. De habérselo preguntado, lo hubiera negado, y hubiera antepuesto a su familia; pero a menudo, en mitad de la noche, se levantaba y se acercaba a la ventana. Allí estaba la confitería que ella había encontrado como tahona, con su letrero granate y dorado, el gran espejo en la entrada, y dos mesitas diminutas con su mármol y sus patas de bronce. Miraba a su marido, hacia el pasillo donde sus hijos dormían.

—Amor mío… —murmuraba, al aire, en general.

Luego regresaba bajo las mantas.

Aún faltaba para que se cumplieran sus objetivos: quería ganar espacio al obrador y meter en el hueco cinco o seis mesitas. Quería colgar una araña con arabescos complicados, ahora que había logrado convencer a Esteban y cubrir el techo con una moldura con flores y vegetales. Quería comprar manteles de hilo y una cubertería con las iniciales de la familia, y colocar vitrinas por todas partes, para que los bombones envueltos en cajas con flores de papel y churriguerías lucieran como joyas. Y, sobre todas las cosas, quería que una de las princesas, a las que había seguido en las revistas desde niñas, entrara en su confitería, probara uno de los pasteles y la felicitara; a ella. Ya que los demás no lo hacían.

Esteban no era goloso, y probaba los dulces por deferencia hacia su trabajo, o para darle una opinión. Nunca demasiado fiable, todo fuera dicho.

—Demasiado dulce —decía, aunque fuera naranja amarga, o pasteles de hiel.

Miguel prefería también una manzana a las golosinas, y su madre procuraba tentarle, en vano, con trufas y bollitos. Su sospecha, silenciosa y perturbadora, era que si los niños no perdían el seso por los pasteles, algo les absorbería la atención, y el preciado negocio podría terminar en manos ajenas, en las de algún golfillo que apretaba la nariz contra la puerta nueva de la confitería. Encontraba un débil consuelo en que Carlos sí que parecía haber salido a ella; se subía a sus rodillas, y mendigaba continuamente.

—Otra rosquilla, mamá.

Carlos los engañaba. Arrojaba entre las piedras los dulces, desmigados, o los comía cumpliendo con un deber. Pero había observado, desde la impunidad de sus pocos años, que su madre le trataba con más cariño si él la miraba con la boca llena, y empleaba ese recurso sin rubor.

—Otra trufa, mamá.

Cuando Elsita, la rubia y blanca, la golosa sin imposturas, la que caminaba por la casa a pasos breves con las piernas atadas, le quitó la ventaja, se olvidó sin pesares de galletas y confites. Como su padre, Carlos tenía los ojos azules. Como su padre, inspiraba confianza a primera vista, y ocultaba una cobardía profunda, dolorosa, que le quemaba la garganta.

El caballero de la armadura reluciente se embarcaba en discusiones interminables con los monjes de la abadía para conseguir el chocolate en ladrillos, oscuro, amargo, y regresaba cansado y con un mal humor que disimulaba ante la dama del castillo con mirtos. Los niños hacían mohines ante los postres, y se molían las piernas a patadas bajo la mesa. La nenita, aún muy tierna, sufría cólicos agudos y lloraba continuamente, e incluso la tata y los mozos de la pastelería no la trataban con la consideración que hubiera deseado. La dama, la desventurada dama Antonia, acariciaba las yemas de leche y los huesos de santo, los hacía rodar sobre el mármol para darles forma y se empeñaba en vivir en un cuento de hadas.

No hubo funeral por la niña Elsa: su nombre, una lápida en mitad del olvido, no habitaba en el cementerio. Cuando Antonia murió, dudaron en inscribir los dos nombres: la princesa madura, vestida con su traje de novia y la sonrisa cansada, y la damita desaparecida, arrebatada por un dragón cruel. Pero el padre negó con la cabeza.

—Dejemos estar las cosas —dijo, con la boca seca.

—Puede estar viva en alguna parte —añadió Miguel, cautelosamente—. Nunca puede saberse.

Carlos volvió la cara. Él sabía, desde un principio, que no se añadiría el nombre en la tumba. Escondía una historia que no había sido contada. Sabía, también, que el fantasma de la niña revoloteaba cerca de la superficie, entre las lagartijas y las hormigas, y las raíces de la retama, apenas cubierta por una capa de arena. Y que un viento enfurecido podría desenterrarla y traerla de vuelta entre ellos. Sólo un momento, un viento, y estaría de nuevo entre ellos. Y pensar en ello, en la fragilidad de la muerte y del descanso de los muertos, le aterrorizaba. Eso, y no otra cosa, era el miedo.