Capítulo VI
Tiempo de mudanza
Todo aquello en lo que Perseveranda creía, su escala de valores más acendrados, se tambaleaba como la ciudad cuando era víctima de uno de los infrecuentes maremotos que estremecían el mar. Pero también debía reconocerse que, dejando aparte el desconcierto inicial, ella no se arredró e hizo frente a aquella crisis con coraje.
Ante todo, rezó. Y en demasía, lo que ya era notorio en una persona tan beata. También leyó. Necesitaba buscar en la Palabra de Dios lo que no podía hallar entre los hombres. Unos hombres por los que habría puesto la mano en el fuego hasta hacía bien poco.
El primero y más notorio: su confesor. Lo había tenido por un santo varón, epítome de virtudes, faro y guía en el proceloso océano de la vida. Ahora, ante sus ojos, era menos digno de admiración que un pendón desorejado. No sabía si reír o llorar cuando reparaba en todos los pecados, reales o imaginarios, que le había contado a lo largo de tantos años. Comparados con el suyo, eran naderías.
Y ¿con quién se podría sincerar? ¿Tal vez una denuncia anónima al Patriarca Cirilo? Odiaba comportarse como una chivata. Además, que Dios la perdonase, dudaba ahora. ¿Y si también el Patriarca…? No podía, no quería, no osaba seguir aquella línea de pensamiento. Pero ahí estaba.
Con una sangre fría que le sorprendió a ella misma, a la mañana siguiente acudió al confesionario del padre Povedilla y le expuso, como si se tratara de un rumor que circulaba entre la servidumbre, que cierto criado solía frecuentar el Barrio de los Convictos para verse con mujeres malas. El cura no se lo pensó mucho, precisamente.
—Hija mía, ése es uno de los pecados que más afligen a Dios, a Su Santa Madre y a toda la Corte Celestial —acto seguido, le recitó de corrido el primer capítulo del Libro de la Senda Dorada, la parte del Novísimo Testamento donde más dura y explícitamente se fustigaban las desviaciones de lo sexualmente correcto—. Es una perversión de la Ley Natural —prosiguió—. El acto genésico fue creado por Dios con el único fin de la perpetuación de la especie. Para recordarnos que procedemos del fango lo hizo sucio, similar a las bestiales pasiones de los animales. Tan sólo quienes han sido tocados por la Gracia son capaces de sustraerse a la llamada de la carne. Como afirmó el Maestro, el matrimonio es para la clase de tropa. Por desgracia, muchos sucumben a la lujuria, arriesgándose a la condenación de su alma inmortal, porque desvinculan el acto de su función primordial. Sólo viven para dar rienda suelta a sus apetitos. ¡Ay de ellos en el día del Juicio Final!
Al otro lado de la cancela, el rostro de Perseveranda era tan inescrutable como el de una esfinge, aunque Povedilla estaba tan absorto en su soliloquio que no se percató.
—Padre, corren rumores, a los que no quiero dar crédito, de que ese… pervertido no peca con mujeres, precisamente. No sé si me explico.
—Perfectamente, hija mía —el confesor se permitió una pausa teatral, antes de declamar, hecho una furia—. ¡Nefando vicio! Si fuere cierto, no habrá salvación para ese tarado. Ni los perros osan comportarse así. ¡Hasta las bestias irracionales abominan de tamaña monstruosidad, y se conducen con decoro! —dedicó unos minutos a ilustrar con pelos y señales el destino que aguardaba a los sodomitas, y cómo éstos subvertían el orden social—. Tu obligación es averiguar de quién se trata y denunciarlo al Santo Oficio, para que se lleve a cabo un castigo ejemplar.
«Y el tío lo dice sin pestañear…» Perseveranda estaba demasiado indignada como para escandalizarse, aunque lo disimuló.
—Probablemente se trate de habladurías, Padre. Ya sabe cómo es la servidumbre; de las envidias y rencillas pueriles nace la calumnia.
—No te fíes, hija mía. Te tengo por demasiado cándida, y no comprendes que, a veces, la gente es mala por naturaleza. Trata de averiguar cuánto hay de verdad en esos rumores. La falta es tan terrible que el culpable no puede aspirar al perdón o la comprensión, sino al castigo inexorable.
—Tendré presente sus palabras, Padre. Indagaré.
Sí, remitiría una denuncia anónima al Patriarca. Estaba de acuerdo en que el pecado debía ser sancionado con extrema severidad. Mientras rezaba los padrenuestros y avemarías impuestos como penitencia por algunos pecadillos inexistentes que había confesado para disimular, se reafirmó en su intención. Existía algo llamado Justicia.
Sin embargo, nunca la escribió.
* * *
Era de noche. Sobre la mesilla de Perseveranda, un quinqué inundaba la habitación con su luz amarilla. Sentada en la cama, bajo el truculento cuadro del Purgatorio, hojeaba su posesión más preciada, la Biblia que heredó de su abuela Lourdes. Las páginas más gastadas correspondían a los Evangelios, una parte de las Sagradas Escrituras no tan importante como el Novísimo Testamento, pero que ella prefería.
No acusaría al Padre Povedilla. En el caso de que la denuncia anónima prosperara, eso significaría la ruina de Paquita y, por ende, la de Aurora y sus hermanos. Ahora que reparaba en ello, si la sodomía era el súmmum de la maldad, ¿cómo era que Paquita seguía campando alegremente por el Barrio? Difícilmente cabía imaginar pecador más conspicuo.
Hasta la fecha, había creído a pies juntillas que, en cuestiones de puterío, la culpa la tenían las pecadoras que pervertían a los hombres débiles. Ahora distaba mucho de estar tan segura. No podía quitarse de la cabeza las palabras de Aurora. Se planteó la pregunta clave: ¿qué fue antes, la oferta o la demanda? También meditó sobre la hipocresía y llegó a una conclusión que días antes le hubiera parecido blasfema:
«Padre Povedilla, Paquita será un zorrón contra natura, pero vale mucho más que tú».
Sin saberlo, Perseveranda había traspasado una línea sin retorno. Pese a todo, no podía dejar de angustiarse al pensar en aquellas niñas vendiéndose para que ellas y los suyos no murieran de hambre. ¿Era justo? ¿Cómo conciliarlo con la benevolencia divina?
Repasó los Evangelios buscando una luz, algo que la guiara, que disipara sus dudas. Se fijó en Mateo 18, 6 y en Marcos 9, 42-43: «Pero quien escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí, más vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y lo hundan en el fondo del mar. Y si tu mano te es ocasión de pecado córtatela». Más claro, agua. Aunque ¿cómo lograrlo? «Lo imposible para los hombres es posible para Dios», afirmaba Lucas 18, 27. De acuerdo, pero ¿qué podía hacer una simple mujer para cambiar un trocito de mundo?
Halló una posible respuesta en Mateo 7, 7-11: «Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra, o si le pide un pez le dé una serpiente? Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos se las dará a quienes se las pidan!» Tendría que demandar favores. Era algo que había evitado hasta la fecha, porque la ponía en una posición vulnerable, y luego la gente querría cobrarse, de una manera u otra, las ayudas prestadas. Tenía miedo y se sentía insegura, pero si el propio Dios permitió que Su Hijo entregara la vida por la Humanidad, sin mencionar el ejemplo de los Santos Mártires, ¿qué derecho tenía a quejarse?
Ninguno. Se lo debía a Aurora y a otras como ella. Y así, reconfortada, logró conciliar el sueño.
* * *
El primer objetivo, y más obvio, fue el Gobernador. Al menos, la escucharía. Llevaba muchos años de desvelos en la casa, de servicio abnegado, sin protestar jamás. Eso tendría que valer para algo, ¿no?
Pues no. Perseveranda, tan nerviosa como una cándida doncella en el tálamo nupcial, pidió audiencia con su amo, que no la recibió de muy buen talante. Parecía como si supiera de antemano el motivo de la petición, y que le resultase enojoso. Al cabo de un minuto, ya se había arrepentido de su arranque altruista. De los mismos nervios se le quedó la mente en blanco. Titubeando, contó que había ido a visitar a su hermano. La expresión de su interlocutor se tornó aún más ceñuda.
—Por supuesto, no voy a rogar por él; ni se me ocurriría —se apresuró a aclarar—. Pero vi algo que me llamó la atención —dijo, como dejándolo caer.
Con frases entrecortadas y aturullándose, expuso el triste drama de algunos habitantes del Barrio de los Convictos y se refirió a sus nulas perspectivas de futuro. Conforme hablaba se iba poniendo cada vez más nerviosa. «¿Qué pretendo en realidad?» Era consciente de que estaba haciendo el ridículo ante el mismísimo Gobernador, y no sabía cómo salir del jardín en que se había metido.
—Habría que hacer algo por esa pobre gente, no sé… —concluyó, sudando a mares—. Tiene que haber algún trabajo honrado que puedan hacer, en beneficio de la comunidad. Si usted creyera…
Se hizo un silencio que se podía cortar. El Gobernador, sentado en su sillón favorito, daba la impresión de no querer abrir la boca. Miraba fijamente a Perseveranda, muy serio, dejándola que se recociera por la incertidumbre. El ama de llaves, en esos momentos, sólo deseaba que el mar se la tragase allí mismo. Sus manos retorcían la tela del delantal. El amo le recordó al Juez Supremo en su Trono de Gloria, sopesando si condenaría o no su alma al Averno.
Los segundos se arrastraban a paso de tortuga. La pobre Perseveranda no sabía ya dónde meterse. Finalmente, quizá en un rapto de misericordia, el Gobernador puso fin a tan embarazosa situación. Dio un trago al vaso de vermut, encendió un cigarro, aspiró pausadamente el humo y condescendió a hablar. A su víctima, al borde de la lipotimia, se le antojó la encarnación del poder absoluto, con su cara velada por nubecillas azuladas.
—Eres una buena mujer, Perse, y me hago cargo de que la desgracia de tu hermano díscolo te ha perturbado en demasía. Por eso he tenido paciencia, y olvidaré la sarta de disparates que has soltado. Eso sí, te lo advierto: como vuelvas a mentar el tema en mi presencia, sentirás el peso de mi autoridad.
Don Sofonías O’Higgins se puso en pie. Pese a su escasa estatura, para Perseveranda era como el ángel que expulsó a Adán y Eva del Paraíso Terrenal. Ante él, sólo cabía humillarse.
—No volverá a suceder, señor. Usted perdone —balbució, colorada hasta las orejas.
—Vivimos en el mejor de los mundos posibles, Perse —apostilló el Gobernador, con voz gélida—. Dado que te gusta tanto leer, repasa el Apocalipsis y el inicio del Novísimo Testamento. Dios nos otorgó una segunda oportunidad, y así gozamos de una sociedad acorde a Sus Designios, donde cada uno ocupa su lugar. Especialmente los malvados, los agnósticos. Dios es justo, y va ubicando a cada uno en el puesto que corresponde a sus merecimientos. Pensar lo contrario equivale a dudar de la Sapiencia Divina. Esa gente por la que tú, en un pronto de misericordia insensata, sientes piedad, debe quedar separada del resto, los ciudadanos respetables. Conoces la parábola de las manzanas podridas que echan a perder el resto de la cesta, ¿a que sí? —Perseveranda asintió, sin atreverse a rechistar—. Considera el Barrio de los Convictos como un sumidero; nada bueno puede salir de ahí. Por tanto, basta ya de dislates —volvió a sentarse—. No me place tener que amonestarte, pero lo hago por tu bien. Algún día me lo agradecerás. Ahora, déjame tranquilo. Y ten siempre presentes mis palabras.
—Sí, señor.
Perseveranda hizo una reverencia y, más muerta que viva, abandonó el salón. Se dirigió hacia las cocinas a prepararse una tila. O un café bien cargado; no sabía si echarse a llorar o desmayarse. Era la primera vez que la abroncaban de aquel modo, y se sentía la más miserable criatura sobre el mar. Como consecuencia de la reprimenda, se le habían quitado como por ensalmo las ganas de redimir pecadoras. Iría a confesarse con el padre Povedilla, visitaría a Teo los días que correspondiera y reduciría al mínimo imprescindible el trato con Paquita, Aurora y demás vecinos de aquel Barrio malhadado. ¿Cómo había podido estar tan equivocada?
Entonces, al cruzar un pasillo, tropezó de sopetón con dos hombres a los que nunca había visto antes. Se quedó patidifusa. Eran militares, a juzgar por los uniformes, pero de ningún tipo que pudiera identificar, y eso que se consideraba una mujer muy observadora. Vestían con sobriedad y eran altos, delgados y rubios. La miraron con el mismo interés que si se tratara de una cesta de ropa sucia.
—Llévanos hasta el Gobernador —le ordenó el que parecía el jefe.
El tono no admitía réplica. Tragó saliva.
—Acompáñenme, por favor. Les anunciaré.
No se molestaron en darle las gracias y la siguieron en silencio hasta llegar al salón. Perseveranda llamó a la puerta, y el propio O’Higgins acudió a abrirla. Al ver al ama de llaves, su cara expresó un profundo enfado.
—Dejé claro que no deseaba que me molestaras de nuevo. ¿Qué tripa se te ha roto ahora?
—Estos dos caballeros desean verle, señor, y…
Al reparar en quiénes aguardaban a unos pasos de distancia, la faz del Gobernador se demudó.
—Lord… Lord Moone, yo…
—Le tengo dicho que no emplee ese nombre, por motivos de seguridad.
Sin pedir permiso, el tal Moone y su adlátere entraron en el salón, con el Gobernador hecho un flan en pos de ellos. Perseveranda permaneció junto al umbral, atónita.
—Tú, no te quedes ahí como un pasmarote. Cierra la puerta y lárgate —le ordenó Lord Moone, y ella obedeció por acto reflejo.
En ocasiones, pequeños detalles pueden cambiar los derroteros de una vida, o decidir el destino de un mundo.
Para Perseveranda, aquello supuso el choque definitivo. A la irritación de ser tratada como un gusarapo se unió el cambio de actitud del Gobernador. Un rato antes, éste le había parecido el hombre más poderoso del Universo. Siempre fue así. En cambio, frente a un militar que hablaba con acento extraño, se comportaba como un lacayo servil. Estaba, que Dios le perdonase la palabrota, literalmente acojonado. ¿Qué diantre estaba pasando allí?
Entonces, Perseveranda se dijo que de perdidos al mar, e hizo lo que nunca se hubiera atrevido, de estar más tranquila: espiar a su amo.
Conocía aquella mansión como la palma de la mano. Existían recovecos desde donde una podía escuchar cuanto se hablara en el salón, con garantías de no ser descubierta. Y para allá que se fue, mientras trataba de adivinar de dónde había salido aquel par de intrusos. A juzgar por la dirección que seguían cuando se cruzó con ellos, no venían de la puerta principal. Más bien procedían del área de la casa vedada a la servidumbre. Allí había un corredor que llevaba directamente al Centro de Control de la Sacra Cofradía de Navegantes. De vez en cuando, O’Higgins debía despachar allí asuntos confidenciales, y un acceso tan discreto resultaba idóneo. Pero esos militares no eran navegantes ni personal de Comunicaciones, y el Todopoderoso Gobernador les tenía miedo. Pánico cerval, más bien.
El escondrijo quedaba a salvo de ojos indiscretos merced a una doble pared de algas que nadie recordaba que estuviese ahí. Unas hebras discretamente retiradas permitían una visión suficiente, si no perfecta, del salón. Perseveranda se había perdido el inicio de la entrevista, pero el resto no tuvo desperdicio.
Don Sofonías O’Higgins, Gobernador Militar de la Muy Noble ciudad de Alejandría, se humillaba sumiso frente a los extranjeros. Porque tal cosa eran; de vez en cuando se cruzaban entre ellos palabras en un idioma desconocido. Perseveranda no tenía forma de saber que se trataba de ánglico, lengua oficial del Imperio. De hecho, el concepto de pluralidad de los mundos le era completamente ajeno. Por eso le costó entender al principio lo que se estaba cociendo allí. Pero no era lerda, y aprendía rápido.
Obviamente, el Gobernador estaba siendo extorsionado. Aunque se le escaparon los detalles, el ama de llaves captó lo esencial. Querían algo de él, y O’Higgins regateaba tímidamente. En determinado momento dijo algo como Base Faulkner, lo que provocó que Lord Moone cruzara unas frases con su compañero y se plantara junto al Gobernador.
—Cállese, idiota —el Gobernador obedeció ipso facto; Moone lo miraba con semblante poco amable—. Ciertas palabras no deben ser pronunciadas ni en broma. Ésa es una de ellas, al igual que mi nombre. El teniente que abrió la boca más de la cuenta en su presencia ya ha sido castigado severamente, y usted podría sufrir un desafortunado accidente si reincide. ¿Me explico? —el Gobernador asintió—. Por otra parte, creo que aún no se hace cargo de la situación. No está en situación de negociar. Hemos intentado ser amables, pero en vista de que sólo despertamos su insana codicia, optaré por la sinceridad. O accede a todo, insisto, todo lo que pedimos, o desbloqueamos la nave generacional y avisamos a la Corporación.
—Pero… —O’Higgins oscilaba entre la confusión y el terror—. Eso les perjudicaría también a ustedes…
—Lo prefiero antes que aguantar las exigencias de un enano gordinflón que trata de aprovecharse de nosotros —el aludido empalideció aún más, si cabe—. Supondría una molestia, lo admito, pero acabaríamos encontrando otro planeta idóneo tarde o temprano. Los corpos no podrán detectarnos, ya que no dejamos pistas. En cambio, a ustedes se les acabaría el chollo. Si algo admiro en la Corporación, es que sus gobernantes tuvieron el buen sentido de cargarse a todos los curas en cuanto tuvieron ocasión. Imagínese la gracia que les hará toparse con un mundo donde la Religión es usada para que unos pocos se den la gran vida a costa de una masa a la que mantienen en la ignorancia. O pensándolo bien, nosotros mismos, para evitar testigos molestos, podríamos… En fin, sería lamentable que todas las ciudades sufrieran inexplicables accidentes y se hundieran, que apagáramos el sol de la cúpula o que hubiera un fallo en el sistema de retención de la atmósfera del cráter. ¿Lo capta, Gobernador?
Lord Moone había pronunciado en son de burla el título del hombre que, ante él, se había convertido en la viva imagen de la derrota. En cuanto a Perseveranda, permanecía helada de horror y estupefacción.
—Bien, me encanta la gente con talante colaborador —prosiguió Moone, al tiempo que daba unas palmaditas en la coronilla del Gobernador; éste no respondió a la humillación—. Nosotros respetaremos el statu quo, y ustedes nos facilitarán libre acceso a sus instalaciones, tanto en la generacional como en las ciudades. Cuando requiramos materias primas, servicios o refugio, nos los proporcionarán sin rechistar. Ocasionalmente, nuestros hombres querrán disfrutar de un permiso en… Iba a decir en tierra firme, pero las islas flotantes servirán. Según me han dicho, les sobran putas, así que podrán reclutar unas cuantas que sean jóvenes y discretas. Nosotros nos encargaremos de la revisión médica. ¿Queda claro?
O’Higgins asintió. Por fin, Lord Moone se permitió una leve sonrisa.
—Anímese, hombre. Si se portan bien, podremos dejarles alguna tecnología para que ustedes y los sacerdotes puedan seguir manteniéndose en la cima. Nos vemos.
Lord Moone saludó militarmente, medio en broma, y abandonó el salón junto a su segundo. El Gobernador, con paso vacilante, se acercó al minibar, tomó una botella de aguardiente, se la llevó a los labios y de un lingotazo la dejó medio vacía. Luego se dejó caer en los cojines del sillón de anea, y allí se quedó, cabizbajo y murmurando.
Perseveranda tampoco se movía. Trataba de digerir cuanto había visto y oído. Una cosa sí que tenía clara: su admiración por el idolatrado Gobernador se había trocado en el más profundo desprecio.
Cuando dejó el escondite y se encaminó a las cocinas para supervisar los fogones, era una mujer muy distinta. Ya no creía en nadie. Todo hombre con autoridad era para ella un mentiroso en potencia, un servidor de Satanás. Aquella noche releyó furiosamente los Evangelios, en busca de guía.
Mateo 20, 24-27: «Sabéis que los señores de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que quien desee llegar a ser grande será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro esclavo.» Qué ironía, se dijo. Cualquier parecido con la realidad era pura coincidencia.
Reflexionó sobre lo escrito en Mateo 6, 2-4: «Por tanto, cuando des limosna no vayas alardeando como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha. Así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará». Gran verdad. Los presumidos no gozaban del favor de Dios, pero medraban de maravilla en Alejandría. Pensó, con amargura, que los más nobles ciudadanos necesitaban a los pobres para poder ejercer la virtud cristiana de la caridad delante de todo el mundo, y ser alabados por ello.
Se estaba volviendo cínica, o bien ahora veía con nuevos ojos a la buena sociedad alejandrina. Si las palabras de Lord Moone eran ciertas, la urdimbre social se sustentaba en un gran engaño. El Dulce Jesús no podía querer eso, de ningún modo. Lo ponía bien claro en Lucas 8, 21: «Mi madre y mis hermanos son quienes oyen la Palabra de Dios y la cumplen».
No era un camino fácil. Según Lucas 9, 23-25: «Si alguno quisiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque quien quiera salvar su vida por mí, ése la salvara. Pues ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?»
Lo que agradaba a Dios quedaba bien claro en Lucas 21, 1-4: «Alzando la mirada, vio a unos ricos que depositaban sus donativos en el arca del Tesoro. Vio también a una viuda pobre que depositaba allí dos moneditas, y dijo: “En verdad os digo que esa viuda pobre ha dado más que todos. Porque todos éstos han entregado como donativo de lo que les sobraba, mas ella ha entregado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir”». Pensó en Paquita y Aurora, que acogieron a Teo pese a su penuria económica.
O más claro aún, en Lucas 12, 33-34: «Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los Cielos, donde no llega el ladrón ni destruye la polilla; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón».
Sí, el camino del Señor era duro, e incluso podía resultar terrible. Según Juan 10, 11: «El buen pastor entrega su vida por las ovejas». Jesucristo dio buen ejemplo. Ella no aspiraba a tanto, ya que se sabía débil, pero tenía que hacer algo por los demás.
Sus últimos pensamientos antes de dormirse fueron para Juan 8, 31-32: «Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos y conoceréis la Verdad. Y la Verdad os hará libres».
Y ella era libre ahora. Ninguna lealtad la ataba, capaz de interferir con su misión en la vida. Los falsos ídolos habían caído.